Gabriel García Márquez
Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba
sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes
sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de
veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre
como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con
quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza.
Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga
que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se
compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
—No importa —dijo María—. Lo único que necesito es
un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su
marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito
ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba
tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una
mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras
dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de
secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender
un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio
fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras
fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la
lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los
labios.
—Están dormidas —murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el
autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas,
que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez,
María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se
despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No
tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se
encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.
—¿Dónde estamos? —le preguntó María.
—Hemos llegado —contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de
un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles
colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio,
permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo
descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas
eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño.
María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio
a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que
les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en
fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias.
Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta,
pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la
devolviera en portería.
—¿Habrá un teléfono? —le preguntó María.
—Por supuesto —dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el
resto del paquete mojado. "En el camino se secan", le dijo. La mujer
le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó "Buena
suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio.
Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar
a un grito imperioso: "¡Alto he dicho!". María miró por debajo de la
manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila.
Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al
portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila
con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:
—Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con las otras mujeres por un corredor
tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas
recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta,
que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila
comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en
un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de
que no llevara su identificación.
—Es que yo sólo vine a hablar por teléfono —le dijo
María.
Le explicó a toda prisa que su automóvil se había
descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba
esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y
quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las
siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que
cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
María le dijo su nombre con un suspiro de alivio,
pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo
preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de
hombros.
—Es que yo sólo vine a hablar por teléfono —dijo
María.
—De acuerdo, maja —le dijo la superiora, llevándola
hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real—, si te portas
bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió entonces en la mente de María que le
hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un
acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en
sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un
hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y
antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico
la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra.
María la miró de través paralizada por el terror.
—Por el amor de Dios —dijo—. Le juro por mi madre
muerta que sólo vine a hablar por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había
súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina
por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos
reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el
arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente
comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida
de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que
aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia
carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María durmiera la primera noche, tuvieron
que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las
ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras
de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no
encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a
la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias
miserias.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en
sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un
anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que
con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del
sanatorio.
Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María
le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi
lleno. María no pudo reprimir el llanto.
—Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras —le dijo
el médico, con voz adormecedora—. No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó sin pudor, como nunca logró
hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la
oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que
respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una
sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en
su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda
el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora
larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a
su marido.
El médico se incorporo con toda la majestad de su
rango. "Todavía no, reina", le dijo, dándole en la mejilla la
palmadita más tierna que había sentido nunca. "Todo se hará a su
tiempo". Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció
para siempre.
—Confía en mí —le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con
un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su
procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación
escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de
su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para
cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo
en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso
por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana.
Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la
noche.
En la primera fiesta, con todos los niños
disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles
porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa
de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de
haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago
distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo
concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas
las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración
para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque
se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por
teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la
última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las
funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo
de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad
sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía
prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida
al gato.
Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que
nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos
con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y
con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían
falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta
comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a
nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer.
Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa
noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le
contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más
de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un
vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la
certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre,
en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho tres veces con tres hombres
distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad
de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un
amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María
no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo
lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la
cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado.
Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la
escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al
cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a
casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó
sin condiciones, le prometio mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir,
pero tropezó con una determinación invencible. "Hay amores cortos y hay
amores largos", le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: "Este fue
corto". Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos
los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido,
la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga
cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin
hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la
iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres
decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó
con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos
tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa, pero encontró las llaves en la
maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella
quien se le rindió sin condiciones. "¿Y ahora hasta cuando?", le
preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: "El amor
es eterno mientras dura". Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció madurar. Renunció a sus sueños de
actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del
año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso
conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba
tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta,
ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido
la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y
se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las
siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado
señales de vida.
El lunes de la semana siguiente la compañía de
seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por
María. "No sé nada", dijo Saturno. "Búsquenla en Zaragoza".
Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que
habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a
novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería
saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al
gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el
tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni
para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió
perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.
El recelo de que María pudiera irse otra vez había
asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían
invitado a navegar a vela. Estábamos en el Marítim, el populoso y sórdido bar
de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de
aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras
penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de
cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido
de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el
tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero
Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de
muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales
del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba
vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas albarcas
de labrador.
No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un
hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria
y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a
viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le
correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a
escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un numero de
teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez
de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de
rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda,
con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de
alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que
María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días,
primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada
siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de
que nadie contestara aumentaba su martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba
a hacer la limpieza. "El señorito se ha ido", le dijo, con suficiente
vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si
por casualidad no estaba ahí la señorita María.
—Aquí no vive ninguna María —le dijo la mujer—. El
señorito es soltero.
—Ya lo sé —le dijo él—. No vive, pero a veces va. ¿O
no?
La mujer se encabritó.
—¿Pero quién coño habla ahí?
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció
una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una
certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden
alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada
llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres
entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con
cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto
estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca
sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el
corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la
vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los
cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la
litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor
medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina
bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que
ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio
de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de
reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera
semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas,
decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por
integrarse a la comunidad.
La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros
días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla
cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los
cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas
recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan
intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde
fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas
reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a
nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y
candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con
voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:
—¿Dónde estamos?
La voz grave y úucida de la vecina le contestó:
—En los profundos infiernos.
—Dicen que esta es tierra de moros —dijo otra voz
distante que resonó en el ámbito del dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en
verano, cuando hay luna, se oyen a los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de
galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en
el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del
dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la
vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el
cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por
cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. "Tendrás todo", le
decía, trémula. "Serás la reina". Ante el rechazo de María, la
guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada,
en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un
apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que
parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el
dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas
dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda
clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de
terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez
que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir
mas lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la
mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del
escándalo de las reclusas alborotadas.
—Hija de puta —gritó—. Nos pudriremos juntas en este
chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.
El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de
junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas
empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió
divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas
correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató
de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una
oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de
súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se
entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:
—Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos
minutos y ciento siete segundos.
—¡Maricón! —dijo María.
Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta
de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis
cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el
número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos
veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin
ella.
—¿Bueno?
Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de
lágrimas que se le formó en la garganta.
—Conejo, vida mía —suspiró.
Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea
hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió
la palabra:
—¡Puta! Y colgó en seco.
Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en
el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas
contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia
para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin
lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los
brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el
pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada,
y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la
inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que
no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya
de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de
la guardiana nocturna.
El precio de María, exigido por ella de antemano,
fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato
se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
—Si alguna vez se sabe, te mueres.
Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el
sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso
de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y
ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el
estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el
primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la
entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada.
En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el
paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
—Me lo informó la compañía de seguros del coche —dijo.
El director asintió complacido. "No sé cómo
hacen los seguros para saberlo todo", dijo. Le dio una ojeada al expediente
que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:
—Lo único cierto es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las
precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa,
ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla,
para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más
frecuentes y peligrosos.
—Es raro —dijo Saturno—. Siempre fue de genio
fuerte, pero de mucho dominio.
El médico hizo un ademán de sabio. "Hay
conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan",
dijo. "Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos
especialistas en casos que requieren mano dura". Al final hizo una
advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.
—Sígale la corriente —dijo.
—Tranquilo, doctor —dijo Saturno con un aire alegre—.
Es mi especialidad.
La sala de visitas, mezcla de cárcel y
confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no
fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de
pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin
flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color
fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi
invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver
entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los
estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó él.
—Feliz de que al fin hayas venido, conejo —dijo
ella—. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en
lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las
guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos
por el terror.
—Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años,
pero sé que cada uno ha sido peor que el otro —dijo, y suspiró con el alma—.
Creo que nunca volveré a ser la misma.
—Ahora todo eso pasó —dijo él, acariciándole con la
yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara—. Yo seguiré viniendo
todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a
salir muy bien.
Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados.
Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes
mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. "En
síntesis", concluyó, "aán te faltan algunos días para estar
recuperada por completo". María entendió la verdad.
—¡Por Dios, conejo! —dijo atónita—. No me digas que
tú también crees que estoy loca!
—¡Cómo se te ocurre! —dijo él, tratando de reír—. Lo
que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí.
En mejores condiciones, por supuesto.
—¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por
teléfono! —dijo María.
Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible.
Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso
que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia
atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró
al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de
encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó
por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la
mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le
gritó a Saturno el Mago:
—¡Váyase!
Saturno huyo despavorido.
Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del
espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la
malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de
vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el
patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que
las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones
inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir a su
marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de
muerte.
—Es una reacción típica —lo consoló el director—. Ya
pasará.
Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces
ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta,
pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno
desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de
cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a Marra, hasta que lo venció la
realidad.
Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse
y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de
hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole
los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba
haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y
el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y encinta a más no poder.
Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que
pudo, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido
como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida
la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del
claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que
Saturno le dejó para darle de comer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario