Raymond Carver
A John Cheever
La mujer se llamaba Miss Dent, y
aquella tarde había encañonado a un hombre con una pistola. Le había obligado a
arrodillarse en el polvo suplicando que le perdonara la vida. Mientras los ojos
del hombre se llenaban de lágrimas y sus dedos estrujaban hojas caídas, ella le
apuntaba con el revólver y le cantaba cuatro verdades. Trataba de hacerle
comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente.
—¡Ni un movimiento! —dijo.
Pero el hombre simplemente
escarbaba el polvo con los dedos y movía un poco las piernas, muerto de miedo.
Cuando ella terminó de hablar, cuando dijo todo lo que pensaba de él, le puso
el pie en la nuca y le aplastó la cara contra el polvo. Luego guardó el
revólver en el bolso y volvió a pie a la estación.
Se sentó en un banco en la
desierta sala de espera con el bolso en el regazo. La taquilla estaba cerrada;
no había nadie. Incluso el aparcamiento estaba vacío, delante de la estación.
Fijó la vista en el enorme reloj de la pared. Quería dejar de pensar en el
hombre y en su comportamiento con ella después de conseguir lo que quería. Pero
estaba segura de que durante mucho tiempo recordaría el sonido que el hombre
emitió por la nariz al arrodillarse. Inspiró profundamente, cerró los ojos y
esperó oír el ruido del tren.
La puerta de la sala de espera se
abrió. Miss Dent miró en aquella dirección y vio entrar a dos personas. Una de
ellas era un anciano de pelo blanco y corbata blanca de seda; la otra era una
mujer de mediana edad que llevaba los ojos sombreados, los labios pintados, y
un vestido de punto de color rosa. La tarde había refrescado, pero ninguno de
los dos llevaba abrigo y el anciano iba sin zapatos. Se detuvieron en el
umbral, aparentemente sorprendidos de encontrar a alguien en la sala de espera.
Trataron de comportarse como si su presencia no les molestase. La mujer le dijo
algo al anciano, pero miss Dent no percibió sus palabras. La pareja entró en la
sala. A miss Dent le pareció que tenían cierto aire de inquietud, de haber
salido de algún sitio a toda prisa y de ser incapaces todavía de hablar de
ello. También podría ser, pensó miss Dent, que hubiesen bebido demasiado. La
mujer y el anciano de pelo blanco miraron al reloj, como si pudiera decirles
algo sobre su situación y lo que debían hacer a continuación.
Miss Dent también miró al reloj.
Nada había en la sala de espera que anunciase el horario de llegada y salida de
los trenes. Pero estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario.
Sabía que si aguardaba lo suficiente, llegaría un tren, lo abordaría y la
llevaría lejos de aquel sitio.
—Buenas tardes —le dijo el
anciano a miss Dent.
Lo dijo, pensó ella, como si se
tratara de una tarde de verano normal y él fuese un anciano importante que
llevara zapatos y esmoquin.
—Buenas tardes —contestó miss
Dent.
La mujer del vestido de punto la
miró de un modo calculado para darle a entender que no se alegraba de
encontrarla en la sala de espera.
El anciano y la mujer se sentaron
en un banco al otro lado de la sala, justo enfrente de miss Dent. Miró cómo el
anciano se estiraba un poco los pantalones, cruzaba las piernas y empezaba a
mover el pie, convenientemente enfundado en su calcetín. El anciano sacó un
paquete de cigarrillos y una boquilla del bolsillo de la camisa. Insertó el
cigarrillo en la boquilla y se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Luego
buscó en los bolsillos del pantalón.
—No tengo lumbre —dijo a la
mujer.
—Yo no fumo —contestó ésta—•.
Cualquiera diría que no me conoces lo suficiente para saberlo. Si es que tienes
que fumar, ella quizá tenga una cerilla.
La mujer alzó la barbilla
lanzando una mirada a miss Dent. Pero miss Dent meneó la cabeza. Se acercó más
el bolso. Tenía las rodillas juntas, los dedos crispados sobre el bolso.
—Así que, encima de todo lo
demás, no hay cerillas —dijo el anciano de pelo blanco.
Se registró los bolsillos una vez
más. Luego suspiró y sacó el cigarrillo de la boquilla. Volvió a meter el
cigarrillo en el paquete. Guardó los cigarrillos y la boquilla en el bolsillo
de la camisa.
La mujer empezó a hablar en una
lengua que miss Dent no entendía. Pensó que podría ser italiano porque su
rápida manera de hablar se parecía a la de Sofía Loren en una película que
había visto.
El anciano meneó la cabeza.
—No te sigo, ¿sabes?, vas muy
deprisa para mí; tendrás que ir más despacio. Habla inglés. No puedo seguirte
—dijo.
Miss Dent dejó de aferrar el
bolso y lo puso en el banco, junto a ella. Miró el cierre. No sabía exactamente
lo que debía hacer. La sala era pequeña y no le parecía bien levantarse de
pronto para ir a sentarse a otra parte. Sus ojos se dirigieron al reloj. —No
puedo soportar a esa pandilla de locos —dijo la mujer—. ¡Es tremendo!
Sencillamente, no puede explicarse con palabras. ¡Dios mío!
La mujer dijo esto y meneó la
cabeza. Se dejó caer contra el respaldo del banco, como agotada. Alzó la vista
y miró brevemente al techo.
El anciano tomó la corbata de
seda entre los dedos y empezó a manosear el tejido. Se abrió un botón de la
camisa y pasó la corbata por dentro. La mujer prosiguió, pero él parecía pensar
en otra cosa.
—Es esa chica la que me da
lástima —dijo la mujer—. La pobrecita, solo en una casa llena de idiotas y de
víboras. Es la única que me da pena. ¡Y a ella es a quien hay que pagar! ¡No a
los demás. ¡Desde luego no a ese imbécil que llaman Capitán Nick! Es completamente
irresponsable. A él no.
El anciano alzó la cabeza y echó
una mirada por la sala de espera. Se fijó un momento en miss Dent.
Miss Dent miró por encima de él,
a la ventana. Vio la alta farola, con la luz brillando sobre el aparcamiento
vacío. Tenía las manos cruzadas en el regazo y trataba de concentrarse en sus
propios asuntos. Pero no podía dejar de oír lo que aquella gente decía.
—Te voy a decir una cosa —dijo la
mujer—. La chica es la única que me interesa. ¿A quién le importa el resto de
esa tribu? Toda su existencia gira alrededor del café au lait y los
cigarrillos, de su refinado chocolate suizo y de esos puñeteros guacamayos. No
les importa nada aparte de eso. ¿Qué más les interesa? Si no vuelvo a ver a esa
pandilla otra vez, tanto mejor. ¿Me entiendes?
—Claro que te entiendo —contestó
el anciano—. Naturalmente.
Descabalgó la pierna, la apoyó en
el suelo y cruzó la otra. —Pero no te enfades por eso ahora —dijo. —Dice que no
me enfade por eso, ¿Por qué no te miras al espejo?
—No te inquietes por mí —contestó
el anciano—. Peores cosas me han pasado y aquí me tienes.
Se rió en voz baja y meneó la
cabeza.
—No te preocupes por mí. —¿Cómo
no voy a preocuparme por ti? —preguntó ella—. ¿Quién, si no, va a preocuparse
por ti? ¿Esa mujer del bolso va a preocuparse por ti?
Dejó de hablar el tiempo
suficiente para fulminar a miss Dent con la mirada.
—Lo digo en serio, amico mió.
¡Pero mírate! ¡Por Dios, si no hubiese tenido ya tantas cosas en la cabeza, me
habría dado un ataque de nervios allí mismo! Dime quién más va a preocuparse
por ti si yo no lo hago. Te hago una pregunta en serio. Ya que sabes tantas
cosas, contéstame a ésa.
El anciano de pelo blanco se puso
en pie y luego volvió a sentarse.
—No te preocupes por mí,
simplemente —dijo—. Preocúpate por otra persona. Si quieres preocuparte por
alguien, hazlo por la chica y por el Capitán Nick. Tú estabas en otra
habitación cuando él dijo: «Yo no soy serio, pero estoy enamorado de ella.»
Esas fueron sus palabras.
—¡Sabía que pasaría algo así!
—gritó la mujer.
Cerró los dedos y se llevó las
manos a las sienes.
—¡Sabía que me dirías algo
parecido! Pero tampoco me sorprende. No, no me pilla de sorpresa. Un leopardo
no muda las manchas. Nunca se ha dicho nada más cierto. Lo dice la experiencia.
Pero, ¿cuándo vas a despertarte, viejo estúpido? Contéstame. ¿Eres como la
muía, que primero hay que darle bastonazos entre los ojos? O Dio mió! ¿Por qué
no vas a mirarte al espejo? Mírate bien, mientras puedas.
El anciano se levantó del banco y
se acercó a la fuente. Se puso una mano a la espalda, abrió el grifo y se
inclinó para beber. Luego se enderezó y se limpió la barbilla con el dorso de
la mano. Se llevó las manos a la espalda y empezó a recorrer la habitación como
si estuviera de paseo.
Pero miss Dent vio que sus ojos
exploraban el suelo, los bancos vacíos, los ceniceros. Comprendió que buscaba
cerillas y lamentó no tener ninguna.
La mujer se había vuelto para
seguir los movimientos del anciano.
—¡Pollo frito de Kentucky en el
polo norte! ¡El Coronel Sanders con botas y parka! ¡Eso fue el colmo! ¡El
acabóse!
El anciano no contestó. Prosiguió
su circunnavegación de la sala y se detuvo delante de la ventana. Se quedó
allí, con las manos a la espalda, mirando el aparcamiento vacío.
La mujer se volvió hacia miss
Dent. Se tiró de la sisa del vestido.
—La próxima vez que vaya a ver
películas domésticas sobre Point Barrow, Alaska, y sus esquimales
norteamericanos, me lo tendré merecido. ¡Qué absurdo, por Dios! Hay gente que
haría cualquier cosa. Los hay que tratarían de matar de aburrimiento a sus
enemigos. Pero habría que haberlo visto.
La mujer lanzó a miss Dent una
mirada agresiva, como si la desafiara a llevarle la contraria.
Miss Dent cogió el bolso y se lo
puso en el regazo. Miró al reloj, que parecía avanzar muy despacio, suponiendo
que se moviera.
—No es usted muy habladora —dijo
la mujer a miss Dent—. Pero apuesto a que tendría mucho que decir si alguien la
animara. ¿Verdad? Pero usted es lista. Prefiere quedarse sentada con su boquita
decorosamente cerrada mientras otros hablan sin parar. ¿Tengo razón? Agua mansa.
¿Así es usted? —preguntó la mujer—. ¿Cómo la llaman?
—Miss Dent. Pero no la conozco a
usted.
—¡Pues yo tampoco a usted!
—exclamó la mujer—. Ni la conozco ni quiero conocerla. Quédese ahí sentada y
piense lo que quiera. Eso no cambiará nada. ¡Pero sé lo que pienso yo, que esto
da asco!
El anciano se apartó de la
ventana y salió. Cuando volvió, un momento después, tenía un cigarrillo
encendido en la boquilla y parecía de mejor humor. Llevaba los hombros echados
hacia atrás y la barbilla hacia adelante. Se sentó junto a la mujer.
—En el fondo, tienes suerte —dijo
la mujer—. Y eso es una ventaja en tu situación. Siempre lo he sabido, aunque
nadie más se diese cuenta. La suerte es importante.
La mujer miró a miss Dent y
prosiguió:
—Joven, apuesto a que usted ha
cometido errores en la vida. Estoy segura. Me lo dice la expresión de su cara.
Pero usted no va a hablar de ello. Adelante, pues, no hable. Deje que hablemos
nosotros. Pero envejecerá. Entonces ya tendrá algo de que hablar. Espere a
tener mi edad. O la suya —añadió la mujer, señalando al anciano con el dedo
pulgar—. No lo quiera Dios. Pero todo llega. A su debido tiempo todo llega. Y
tampoco hay que buscarlo. Viene sólo.
Miss Dent se levantó del banco
sin dejar el bolso y se acercó a la fuente. Bebió y se volvió a mirarlos. El
anciano había terminado su cigarrillo. Lo sacó de la boquilla y lo tiró debajo
del banco. Golpeó la boquilla contra la palma de la mano, sopló el humo que
había dentro y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa. Ahora también
prestó atención a miss Dent. Fijó la vista en ella y esperó junto con la mujer.
Miss Dent hizo acopio de fuerzas para hablar. No sabía por dónde empezar, pero
pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. Incluso
podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un
hombre.
Pero en aquel momento oyeron el
tren. Primero, el silbido; luego, un ruido metálico y un timbre de alarma
cuando la barrera descendió sobre el paso a nivel. La mujer y el anciano de
pelo blanco se levantaron del banco y se dirigieron a la puerta. El anciano
abrió la puerta para que pasara su compañera, luego sonrió e hizo un gesto con
la mano para que miss Dent saliera antes que él. Ella llevaba el bolso sujeto
contra la blusa. Salió detrás de la mujer mayor.
El tren silbó otra vez al tiempo
que aminoraba la marcha; luego se detuvo delante de la estación. El foco de la
locomotora se movía de un lado para otro sobre los raíles. Los dos vagones que
componían el pequeño convoy estaban bien iluminados, de modo que a las tres
personas que estaban en el andén les resultó fácil ver que el tren venía casi
vacío. Pero no les sorprendió. A aquella hora, lo que les sorprendía era ver a
alguien a bordo.
Los escasos viajeros se asomaban
a las ventanillas de los vagones y encontraban raro ver a aquella gente en el
andén, disponiéndose a abordar un tren a aquella hora de la noche. ¿Qué asuntos
les habrían sacado de sus casas? A aquella hora, la gente debería estar
pensando en acostarse. En las casas de las colinas que se veían detrás de la
estación, las cocinas estaban limpias y arregladas; los lavavajillas hacía
mucho que habían concluido su función, todo estaba en su sitio. Las lamparillas
de noche brillaban en los cuartos de los niños. Unas cuantas adolescentes aún
estarían leyendo novelas, retorciéndose un mechón de pelo entre los dedos. Pero
las televisiones se apagaban. Maridos y mujeres se disponían a pasar la noche.
La media docena de viajeros sentados en los dos vagones miraban por la
ventanilla y sentían curiosidad por las tres personas del andén.
Vieron a una señora de mediana
edad, muy maquillada y con un vestido de punto de color rosa, subir el estribo
y entrar en el tren. Tras ella, una mujer más joven, vestida con blusa y falda
de verano que aferraba un bolso. Las siguió un anciano que andaba despacio con
aire de dignidad. El anciano tenía el pelo blanco y llevaba una corbata blanca
de seda, pero iba descalzo. Los viajeros, como es lógico, pensaron que los tres
iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuera cual fuese el asunto que les
tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. Pero
los viajeros habían visto en su vida cosas más extrañas. El mundo está lleno de
historias de todo tipo, como ellos bien sabían. Aquello tal vez no fuese tan
malo como parecía. Por esa razón, apenas volvieron a pensar en las tres
personas que avanzaban por el pasillo para encontrar acomodo: la mujer y el
anciano de pelo blanco se sentaron juntos, la joven del bolso unos asientos más
atrás. En cambio, los viajeros miraban a la estación pensando en sus cosas, en
los asuntos en que estaban enfrascados antes de que el tren parase en la
estación.
El factor examinó la vía. Luego
miró atrás, en la dirección en que venía el tren. Alzó el brazo y, con la
linterna, hizo una señal al maquinista. Eso era lo que el maquinista esperaba.
Giró un botón y bajó una palanca. El tren arrancó. Lentamente al principio,
pero luego empezó a tomar velocidad. Fue acelerando hasta que una vez más surcó
la campiña a toda marcha, con sus vagones brillantes arrojando luz sobre la
vía.
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