Algernon Blackwood
Tras dejar Viena, y mucho antes de Budapest, el
Danubio entra en una región de soledad y desolación. Sus aguas se dispersan, se
torna un pantano de millas y millas, cubierto por un vasto mar de bajos
arbustos de sauce. En los grandes mapas, esta zona esta pintada de un azul
pálido, que se torna cada vez más desvaído a medida que abandona los bancos; y
sobre todo esto puede verse la palabra Sumpfe: marjales.
En época de inundaciones, estos bancos de guijarros
e islas tupidas de sauces quedan casi enteramente sumergidos bajo el agua; pero
en temporadas normales los arbustos se doblan y crujen al impulso de los
vientos, mostrando sus hojas plateadas en una planicie de belleza
desconcertante, eternamente agitada. Los sauces nunca alcanzan la dignidad de
árboles, no tienen troncos rígidos, permanecen como humildes arbustos, con
copas redondeadas y suaves siluetas, oscilando sobre delgados troncos que
responden a la mínima presión del viento, flexibles como la hierba, y tan
cambiantes que dan la impresión de que la planicie entera está animada y
viviente. Porque el viento levanta olas que se alzan y se derraman, olas de
hojas en lugar de olas de agua, verdes elevaciones como en el mar, hasta que las
ramas se yerguen y se tuercen, y entonces las olas se tornan de un blancas,
mostrando el reverso de las hojas bajo la luz del sol.
Alegre por deslizarse de las rígidas riberas, el
Danubio vagabundea a su voluntad entre intrincadas redes de canales que se
intersectan entre las islas, con amplias avenidas por las que el agua fluye con
un sonido de aclamación, haciendo remolinos, vórtices de agua y espumantes
rápidos; desgarrando los bancos de arena; arrastrando pedazos de la ribera y
masas de sauces; y formando nuevas islas que cambian diariamente de tamaño y
forma y que poseen, en el mejor de los casos, una vida precaria.
Esta fascinante porción de la vida del río comienza
al abandonar Pressburg; y nosotros, en nuestra canoa canadiense con tienda
gitana y utensilios de cocina a bordo, la alcanzamos en la cresta de una
incipiente inundación de mediados de julio. Esa misma mañana, cuando la luz del
sol se tornaba rojiza antes del amanecer, nos habíamos deslizado a través de
Viena, aún durmiente, dejándola atrás un par de horas después como un mero
parche de humo contra las colinas azules en el horizonte de Wienerwald;
habíamos desayunado cerca de Fischeramend bajo un soto de abedules que rugían
en el viento; y entonces habíamos bregado a través de la desgarradora corriente
más allá de Orth, Hainburg, Petronell (la antigua Carnuntum romana de Marco
Aurelio), y proseguido bajo las ceñudas alturas del Thelsen en una estribación
de los Cárpatos donde el March se escabulle silenciosamente por la izquierda y
se cruza la frontera entre Austria y Hungría.
El río nos hizo penetrar un buen tramo dentro de
Hungría; y las aguas lodosas, signo seguro de inundación, nos hicieron encallar
varias veces y atraparon nuestra canoa como si fuera un corcho en múltiples
remolinos que aparecían eructando súbitamente, antes de que las torres de
Pressburg (Poszony, en húngaro) fueran visibles en el cielo. Entonces, la
canoa, saltando como un caballo fogoso, voló bajo las murallas grises, pasó
confiadamente por la cadena hundida del ferry Fliegende Bruck, dio una agudo
giro hacia la izquierda y se precipitó entre la espuma amarilla, hacia la
soledad de islas, bancos de arena y tierras pantanosas que yacía adelante: la
tierra de los sauces.
El cambio vino súbitamente. Penetramos vertiginosamente
a la tierra de la desolación, y en menos de media hora ya no había botes ni
cobertizos de pesca ni tejados rojos, ni señal alguna de civilización. La
sensación de alejamiento del mundo humano, el completo aislamiento, la
fascinación por ese singular mundo de sauces, vientos y corrientes arrojaron
instantáneamente su hechizo sobre ambos. Y comentamos, entre risas, que
forzosamente tendríamos que haber presentado alguna especie de pasaporte
especial para ser admitidos, y que, de manera un tanto aventurada, habíamos
penetrado sin pedir permiso en ese pequeño reino de maravilla y de magia; un
reino que estaba reservado para el uso de otros, que a él tenían derecho, lleno
de tácitas advertencias contra los intrusos, asequibles para aquellos que
tuvieran la imaginación de descubrirlas.
Aunque la tarde se demoraba, los golpes incesantes
del viento nos hicieron sentir agotados, y pronto buscamos un buen sitio para
acampar durante la noche. Pero el carácter desconcertante de las islas hizo
difícil el desembarco; la corriente nos arrastraba hacia la orilla y luego nos
barría de nuevo, las ramas de las sauces desgarraban nuestras manos al intentar
aferrarnos a ellas para detener la canoa, y arrojamos a la corriente más de un
yarda de arena hasta que, al final, fuimos disparados por un potente golpe
lateral del viento hacia un remanso del río y logramos encallar la proa en
medio de una nube de espuma. Yacimos jadeando y riendo, después de nuestros
afanes, sobre la arena templada y amarilla, protegida del viento, bajo el
pesado ardor de un sofocante sol; un cielo azul sin nubes sobre nosotros, y una
inmensa armada de danzantes y rugientes arbustos de sauce cercándonos por todos
lados, brillantes de espuma y aleteando sus millares de pequeñas manos, como si
aplaudieran nuestros esfuerzos.
-—Vaya un río! —dijo mi compañero, pensando en todo
el camino que habíamos recorrido desde su fuente en la Selva Negra, y en cómo
él había estado obligado a bajar y empujar la canoa a través de los vados a
principios de junio.
Yo me recosté a su lado, feliz y tranquilo ante la
efusión de los elementos: agua, viento, arena, y la gran llama del sol,
pensando en el largo viaje que aguardaba ante nosotros, y en el gran estrecho
allá adelante antes de llegar al Mar Negro, y en cuán afortunado era de tener
un amigo tan encantador y entrañable viajando a mi lado: el Sueco.
Habíamos realizado muchos viajes similares juntos;
pero el Danubio, más que cualquier otro río, nos impresionó desde el inicio con
su vivacidad. Desde su pequeña y burbujeante entrada al mundo entre las pinares
de Donaueschingen, hasta el momento presente, en que comenzaba a jugar el gran
juego fluvial que era ése irse perdiendo a sí mismo entre pantanos abandonados,
sin ser visto, sin detenerse, había sido para nosotros como seguir el
crecimiento de una criatura viva. Adormilado al principio, pero desarrollando
más tarde violentos deseos al tiempo que cobraba consciencia de su alma
profunda, el río rodaba; como una especie de gigantesca y fluida entidad, a
través de todos los campos que habíamos cruzado, sosteniendo nuestra pequeña
embarcación sobre sus poderosos hombros, jugando rudamente con ella algunas
veces, y sin embargo siempre amigable y bien intencionado; hasta que al final
habíamos llegado inevitablemente a considerarlo como un Gran Personaje.
¿Cómo podría ser de otra manera, dado que nos
relataba tanto de su vida secreta? En las noches le oíamos cantar a la luna,
murmurando esa extraña nota sibilante que le era peculiar, causada, según
decían, por el rápido desgarramiento de los guijarros en su cauce, tan grande
era su apresurada carrera. Conocíamos, también, la voz de sus gorgoteantes
remolinos, que subían burbujeando súbitamente bajo superficies previamente
aquietadas; el rugido de sus vados y su vertiginosos rápidos; sus seguro y
constante fragor bajo todos esos sonidos superficiales; y ese desgarramiento
incesante de sus aguas heladas sobre la ribera. ¡Cuánto se erguía y aullaba
cuando las lluvias caían directamente sobre su superficie! ¡Y cómo rugía, riendo,
cuando el viento soplaba a contracorriente tratando de frenar su creciente
velocidad! Conocíamos todos sus sonidos y sus voces, sus escollos y su rabia,
su innecesario salpicar contra los puentes; ese autoconsciente parloteo cuando
había colinas a la vista; la afectada dignidad de su discurso cuando pasaba por
los pequeños poblados, demasiado infatuado para reír; y todos esos débiles y
dulces murmullos cuando el sol le sorprendía plenamente en alguna curva lenta y
se derramaba sobre él hasta que se elevaba el vapor.
En sus inicios, antes de ser visible al mundo,
estaba lleno de trampas también. Había lugares en las fuentes superiores entre
los bosques, cuando los primeros murmullos de su destino aún no le habían
alcanzado, donde optaba por desaparecer entre agujeros sobre el suelo, para
aparecer de nuevo al otro lado de las porosas colinas de piedra caliza, e
iniciar un nuevo río con un nombre distinto, dejando tan escasa agua sobre su
propio cauce que teníamos que escalar y caminar por el agua y empujar la canoa
a través de millas de vados. Y uno de sus principales placeres en esos precoces
días de su irresponsable juventud era permanecer tranquilo, justo antes de que
las pequeñas y turbulentas corrientes tributarias vinieran a unírsele desde los
Alpes; y entonces negarse a acogerlas, y correr así por millas, lado a lado,
bien marcada la línea divisoria, incluso distinguibles los niveles, el Danubio
rehusándose absolutamente reconocer al recién llegado. Después de Passau
abandonaba ese truco; porque entonces el Inn llega acompañado de un poder
atronador imposible de ignorar, y tanto empuja e incomoda al río principal que
difícilmente hay espacio para ambos en la larga y retorcida garganta que sigue,
y el Danubio es empujado aquí y allá contra los riscos, y forzado a acelerar su
marcha para llegar a tiempo, entre grandes olas y fango que salpican por todas
lados. Y durante el combate nuestra canoa se deslizó de sus hombros a su pecho
y padeció en medio del combate de las olas. Pero el Inn le enseña al viejo río
una lección, y después de Passau ya no aspira a ignorar a los recién llegados.
Esto ocurrió muchos días atrás, y desde entonces
hemos llegado a conocer otros aspectos de la gran criatura y, a través de las
planicies bávaras cubiertas de avena en Straubing, bajo el llameante sol de
junio, erró tan lentamente que sin dificultad podíamos imaginar que, a unas
cuántas pulgadas superficiales, el agua agitada encerraba, como en un manto de
seda, una armada completa de ondinas, que avanzaban bajo el mar, silenciosas e
inadvertidas, muy pausadamente, para no ser descubiertas.
Perdonábamos a esa criatura por su amabilidad hacia
las aves y animales que habitaban en la ribera. Cormoranes rayaban las orillas
en lugares solitarios, alineados como pequeñas vallas negras; cuervos grises se
amontonaban en los lechos de piedras; cigüeñas se erguían pescando en los
espacios de aguas superficiales; y águilas, cisnes, y aves de pantano de todo
tipo llenaban el aire con el destello de sus alas y su lamento petulante y
melodioso. Era imposible sentirse irritado por los caprichos del río después de
ver un venado saltar dentro del agua al amanecer y nadar pasando la proa de
nuestra canoa; frecuentemente veíamos cervatillos observándonos desde la
maleza, o mirábamos directamente los ojos de un ciervo. También zorros,
rondando las orillas, deslizándose delicadamente entre los maderos flotantes,
desapareciendo tan súbitamente que era imposible ver cómo lo hacían.
Pero ahora, después de dejar Pressburg, todo cambió
un poco; y el Danubio se tornó más serio. Cesaron los juegos. Estaba a medio
camino del Mar Negro, donde ningún truco sería admitido o comprendido. Se
tornaba maduro, y exigía nuestro respeto, e incluso nuestro temor. Se rompía en
tres brazos que sólo se volvían a encontrar un centenar de kilómetros más
abajo, y para una canoa no había indicación alguna acerca de cuál camino se
debía seguir.
—Si toman un canal lateral —dijo el oficial húngaro
que conocimos en la tienda de Pressburg mientras comprábamos provisiones— se
encontrarían, cuando la inundación baje, a cuarenta millas de cualquier lugar,
en seco, y podrían fácilmente morir de hambre. No hay gente, ni granjas, ni
pescadores. Les aconsejo que continúen. El río, está aún elevándose, y este
viento va a aumentar.
El río creciente no nos alarmaba en lo más mínimo,
pero el problema de quedarnos en seco por un súbito descenso de las aguas
podría ser algo serio; habíamos, consecuentemente, agregado una provisión
extra. En cuanto a lo otro, la profecía del oficial resultó verdadera, y el
viento, soplando bajo un cielo perfectamente despejado, se incrementó de manera
constante hasta que alcanzó la dignidad de un vendaval del oeste.
Era más temprano de lo usual cuando acampamos.
Dejando a mi amigo dormido sobre la arena, deambulé en un vago examen de
nuestro hotel. La isla, descubrí, era de menos de un acre de extensión; un
simple banco arenoso irguiéndose unos dos o tres pies sobre el nivel del río.
El extremo más lejano, apuntando al poniente, estaba cubierto por la espuma que
el terrible viento arrojaba como crestas de las rompientes olas. Era triangular
en su forma, con la punta a contracorriente.
Permanecí mucho tiempo observando la impetuosa
corriente carmesí oprimiendo con su poderoso rugido, arrojándose en oleadas
contra la ribera como si quisiera barrerla en peso, y luego girando a cada
lado. El suelo parecía temblar ante el choque y el ímpetu mientras el furioso
movimiento de los sauces, al derramarse el viento sobre ellos, aumentaba la
curiosa ilusión de que la isla misma se estaba moviendo. Más adelante, por una
milla o dos, podía ver el gran río descendiendo sobre mí; era como mirar el
descenso de un alud en una montaña, blanco de espuma, saltando por todos lados
para mostrarse ante el sol.
El resto de la isla era demasiado denso en sauces
para permitir un avance placentero; pero, con todo, hice el viaje. Desde el
extremo más bajo, la luz, desde luego, cambiaba; y el río lucía oscuro y
enfurecido. Sólo el dorso de las elevadas olas era visible, veteadas de espuma,
y empujadas con fuerza por las grandes rachas de viento que caían. Por una
corta milla, el río era visible, derramándose entre las islas y luego
desapareciendo entre los sauces con un impacto enorme, los cuales se agrupaban
a su alrededor como una piara de monstruosas criaturas antediluvianas
amontonándose para abrevar. Me hacían pensar en gigantescas excrecencias
esponjosas que absorbían el río en su interior. Le hacían desaparecer de vista.
Ellos se hacinaban ahí, juntos, en número avasallador. Era una escena
impresionante, con su absoluta soledad, su extraña sugestión; y mientras
contemplaba, larga y morosamente, una singular emoción comenzó a agitarse en
algún lugar en profundo. En medio mi delectación ante la belleza salvaje,
subió, reptando, de manera intempestiva e inexplicable, una curiosa sensación
de inquietud, casi de alarma.
Un río creciente sugiere siempre algo de funesto;
muchos de los islotes que veía ante mí probablemente ya habrían sido
arrastrados para la hora de la mañana, ese irresistible y atronador torrente
tocaba fibras de verdadero temor y reverencia en mí. Y sin embargo, me daba
cuenta de que mi inquietud yacía en capas más profundas que las de las simples
emociones de temor y admiración. No era eso lo que yo sentía. Tampoco tenía que
ver directamente con el poder del viento tempestuoso; ese huracán ensordecedor
que podría arrastrar unos cuantos acres de sauces por el aire y esparcirlos
como montones de hojarasca en el paisaje. El viento estaba simplemente jugando,
porque nada se elevaba en ese llano paisaje que pudiera detenerlo, y yo era
consciente de participar de su gran juego con una especie de gozosa excitación.
Sin embargo esta nueva emoción no tenía nada que ver con el viento. En verdad,
tan vaga era la sensación de angustia que experimentaba, que era imposible
rastrear su fuente; aunque de alguna manera me daba cuenta que tenía que ver
con la comprensión de nuestra completa insignificancia ante el poder
desencadenado de los elementos a mi alrededor. El río desbordante tenía algo
que ver también; la vaga y desagradable idea de que habíamos menospreciado
estas poderosas fuerzas elementales, en cuyo poder yacíamos indefensos a cada
hora del día y de la noche. Porque aquí, verdaderamente, esas fuerzas titánicas
actuaban en conjunto, y su vista incitaba la imaginación.
Pero esa emoción, en la medida en que podía entenderla,
parecía estar ligada más particularmente a los sauces; a esos acres y acres de
sauces, aglomerándose, creciendo ahí de manera tan compacta, agrupándose en
enjambres por todo el espacio visible, presionando contra el río como si
quisieran sofocarlo, irguiéndose por millas y millas bajo el cielo en una densa
profusión; vigilando, esperando, escuchando. De manera completamente
independiente de los elementos, los sauces se conectaban sutilmente con mi
malestar, atacando la mente de manera insidiosa por razón de su vasto número, y
tratando de presentar a la imaginación un nuevo y enorme poder; un poder que
era, más bien, no del todo amigable hacia nosotros.
Las grandes revelaciones de la naturaleza, desde
luego, nunca fracasan en afectarnos; y yo no era ajeno. Las montañas tienen el
poder de anonadar; y los mares aterrorizan; y el misterio de los grandes
bosques ejerce un hechizo peculiar. Pero todos estos ejemplos, en algún
aspecto, contribuyen establecer un íntima unión entre la vida y la experiencia
humanas. Las emociones que ellos agitan son comprensibles, aun cuando son
alarmantes. Tienden en última instancia a la exaltación. Con esta multitud de
sauces era completamente diferente. Emanaba de ellos una especie de esencia que
asediaba al corazón. Despertaban un sentimiento de reverencia, es verdad, pero
una reverencia tocada en algún punto por un vago terror. Sus apretadas filas;
que se hacían cada vez más oscuras a mi alrededor, moviéndose furiosamente, y
sin embrago de una manera suave, en el viento; despertaban en mí la extraña e
importuna sugestión de que nosotros habíamos irrumpido aquí traspasando los
límites de un mundo ajeno, un mundo en el que éramos intrusos, un mundo en el
que no éramos requeridos, ni invitados a permanecer, ¡dónde tal vez corríamos
graves riesgos!
De cualquier manera, esa sensación no me perturbaba
hasta el punto de volverse una amenaza. Y sin embargo no me dejaba tranquilo,
ni siquiera durante la muy práctica tarea de montar la tienda en medio del
viento huracanado y prender un fuego para la olla. Perduraba sólo lo suficiente
como para molestar y dejar perplejo, y para robar de su encanto a un
disfrutable campamento. A mi compañero, sin embargo, no le mencioné una
palabra; porque él era un hombre al que consideraba falto de imaginación. En
primer lugar, nunca habría logrado explicarle exactamente lo que quería decir
y, en segundo, de lograrlo, se habría reído estúpidamente de mí.
Había una ligera depresión en el centro de la isla,
y ahí levantamos la tienda. Los sauces alrededor rompían un poco el viento.
—Un pobre campamento, —observó el sueco cuando finalmente
la tienda fue montada— ninguna piedra y muy poca leña. Voto por que nos
marchemos temprano. Esta arena no aguantará nada.
Pero la experiencia de una tienda derrumbándose a
medianoche nos había enseñado muchos trucos; levantamos nuestra tienda en un
rincón tan resguardado como fuera posible, y luego nos dedicamos a la tarea de
reunir una provisión de leña suficiente para toda la noche. Los arbustos de
sauce no arrojan ramas, y la madera a la deriva era nuestra única fuente de
abastecimiento. Cazamos minuciosamente por las orillas de la isla. Por todas
lados los bancos crujían al tiempo que la crecida del río los desgarraba,
llevándose enormes porciones de ellos entre chorros y gorgoteos.
—La isla ya está mucho más pequeña que cuando
llegamos —dijo el sueco—. A este paso no durará mucho. Sería mejor arrastrar la
canoa cerca de la tienda, y estar listos para saltar al instante. Dormiré con
la ropa puesta.
Estaba a cierta distancia, escalando por la orilla,
y escuché su jovial risotada mientras hablábamos.
—¡Por Jove! —le escuché llamar un momento después, y
me volví para ver qué había causado su exclamación. Pero por el momento el
estaba escondido tras los sauces, y no podía hallarlo.
—¿Qué demonios es esto? —le escuché gritar de nuevo,
y esta vez la voz se había tornado seria. Corrí rápidamente y me le uní en la
orilla. Estaba mirando al río, apuntando hacia algo en el agua.
—¡Por todos los cielos, es un cuerpo! —gritó exaltado—.
¡Mira!
Un objeto negro pasó arrastrado rápidamente, dando
vuelcos entre las olas espumantes. Siguió avanzando, hundiéndose y volviendo a
la superficie constantemente. Estaba a unos 20 pies de la orilla, y justo
cuando se situó frente a donde estábamos, dio una sacudida y quedó mirando
directamente hacia nosotros. Vimos sus ojos reflejando la puesta de sol, y
destellando una extraña luz amarilla al tiempo que el cuerpo daba vuelta. Luego
dio una rápida y voraz zambullida, y se sumergió fuera de vista en un parpadeo.
—¡Una nutria! —exclamamos en el mismo aliento,
riendo. Era una nutria viva, y de cacería; sin embrago lucía exactamente como
el cuerpo de un hombre ahogado dando tumbos indefenso en la corriente. Río
abajo, volvió de nuevo a la superficie y pudimos ver su piel negra, húmeda y
brillante a luz del sol. Luego, cuando volvíamos con la leña, otra cosa sucedió
que nos hizo volver junto a la orilla del río. Esta vez realmente era un
hombre, y lo que era más, un hombre en un bote. Un bote en el Danubio era una
vista inusual en cualquier tiempo, pero aquí, en este desierta región, y en
tiempos de inundación, era tan inesperado como para constituir un verdadero
acontecimiento. No quedamos ahí, observando.
No puedo decir si fue por la inclinación de la luz
del sol; o por la refracción en el agua, pero dificultad en enfocar mi vista
apropiadamente sobre la aparición. De cualquier manera, parecía ser un hombre
erguido en una especie de bote de fondo aplastado, gobernando con un largo
remo, y siendo arrastrado hacia la ribera opuesta una velocidad tremenda.
Aparentemente él estaba mirando en nuestra dirección, pero la distancia era
demasiado grande y la luz demasiado incierta para que nosotros pudiéramos
darnos cuenta plenamente que pretendía. A mí me pareció que estaba gesticulando
y haciendo señales hacia nosotros. Su voz nos llegó a través del agua, gritando
algo furiosamente, pero el viento la ahogó del tal manera que ninguna palabra
fue audible. Había algo curioso acerca de la aparición en su conjunto —hombre,
bote, señales, voz— que dejó en mí una impresión desproporcionada.
—¡Está persignándose! —grité— ¡Mira, está haciendo
la señal de la Cruz!
—Creo que tienes razón, —dijo el Sueco, resguardando
sus ojos con las manos y observando al hombre salir de vista. Parecía haberse
marchado en un instante, desvaneciéndose ahí abajo entre el mar de sauces, en
una curva del río donde el sol caía sobre ellos y los convertía en una enorme y
hermosa muralla carmesí. La niebla había comenzado a alzarse también, así que
el aire estaba brumoso.
—¿Pero qué demonios está haciendo al anochecer en
este río desbordado? —dije, en parte para mí mismo— ¿A dónde va a esta hora, y
que quiso decir con sus señales y sus gritos? ¿Crees que haya querido
advertirnos de algo?
—Vio nuestro humo, y tal vez pensó que éramos
espíritus. —rió mi compañero— Estos húngaros creen en toda clase de disparates;
¡recuerdas a la dependienta de Pressburg advirtiéndonos que nunca nadie hacía
tierra aquí, porque esto pertenecía a una especie de seres de fuera del mundo
de los hombres ¡Me imagino que creen en hadas y en elementales, posiblemente en
demonios también.
—Aquel campesino en el bote vio gente en las islas
por primera vez en su vida —agregó, después de una breve pausa— y lo asustamos,
eso es todo.
El tono de voz del Sueco no sonaba convincente, y su
aspecto carecía de algo que usualmente poseía. Noté el cambio instantáneamente
mientras hablaba, aunque sin poder caracterizarlo precisamente.
-Si tuvieran la suficiente imaginación -recuerdo que
trataba de hacer tanto ruido como pudiera-, bien podrían poblar un lugar como
este con los viejos dioses de la antigüedad. Los romanos tendrían que haber
llenado toda esta región, de una u otra manera, con sus templetes y sus sotos
sagrados y sus deidades elementales.
Nuestra conversación declinó y volvimos junto a la
olla; mi amigo no era muy dado a conversaciones imaginativas. Por otra parte,
recuerdo que sólo entonces sentí una verdadera alegría por ello; su naturaleza
estólida y pragmática me pareció acogedora y confortante. Era un admirable
temperamento, pensé; el podía gobernar a través de los rápidos como un Piel
Roja, cruzar peligrosos puentes y remolinos mejor que cualquier hombre blanco
que yo hubiera visto sobre una canoa. Él era un extraordinario camarada para un
viaje de aventuras, una torre de fuerza ante los acontecimientos imprevistos.
Miré su fuerte rostro y sus cabello levemente rizado mientras se tambaleaba
bajo su carga de leña (¡el doble de grande que la mía!), y experimenté una
sensación de alivio. Sí, sentí entonces una verdadera alegría de que el Sueco
fuera así, y de que él nunca hiciera observaciones que sugirieran más de lo que
decían.
—Y el río sigue creciendo —agregó—. Está isla estará
bajo el agua dentro de dos días si esto sigue así.
—Yo desearía que el viento amainara —dije.
La crecida, en efecto, no representaba ningún
peligro para nosotros; podíamos partir en menos de diez minutos ante cualquier
signo alarmante, y entre más agua hubiera en el río, mejor para nosotros. Eso
implicaría una aceleración de la corriente y la destrucción de los inciertos
bancos de piedras que frecuentemente amenazaban destrozar el fondo de nuestra
canoa. Al contrario de nuestras expectativas, el viento no amainó con el ocaso.
Pareció incrementarse con la obscuridad, aullando sobre nuestras cabezas y
sacudiendo los sauces a nuestro alrededor como paja. Extraños sonidos lo
acompañaban en ocasiones, como las explosiones de artillería pesada, y caía
sobre el agua y sobre la isla en grandes corrientes horizontales de inmenso
poder. Me hizo pensar en los sonidos que un planeta debería hacer, si
pudiéramos oírlo, al impulsarse a través del espacio.
Pero el cielo se mantuvo completamente limpio y la
luna se elevó rápidamente en el este, y cubrió el río y la planicie de ruidosos
sauces con una luz como de día. Reposamos junto al fuego sobre la arena,
fumando, escuchando los sonidos de la noche a nuestro alrededor, y conversando
acerca del viaje. El mapa estaba extendido en la puerta de la tienda, pero el
viento lo hacía difícil de estudiar, así que pronto bajamos la cortina y
extinguimos la linterna. La luz de la fogata era suficiente para fumar y vernos
las caras, y las chispas volaban arriba como fuegos artificiales. Algunas
yardas más allá, el río gorgoteaba y siseaba, y de tiempo en tiempo un espeso
salpicar de agua anunciaba el desprendimiento de alguna de las porciones más
alejadas de la ribera.
Nuestra conversación, observé, tenía que ver con las
remotas escenas e incidentes de nuestros primeros acampamientos en la Selva
Negra, o con otros temas alejados de nuestra situación presente, porque ninguno
de nosotros hablaba sobre el momento actual más de lo necesario, casi como si
hubiéramos acordado evitar toda discusión acerca de nuestro acampamiento
actual. Ni la nutria ni el barquero, por ejemplo, recibieron el honor de una
solitaria mención, a pesar que ordinariamente un acontecimiento así habría
proporcionado un tema de discusión para toda la noche. Eran, desde luego,
eventos notables un lugar así. La escasez de leña se convertía en un problema;
porque el viento, que arrojaba el humo en nuestra cara dondequiera que no
sentáramos, creaba al mismo tiempo un tiro forzado. Tomamos turnos para hacer
expediciones de recolección en la obscuridad, y las cantidades que traía el
Sueco me hacía siempre pensar que el tiempo se tomaba para encontrarlas
absurdamente largo; en verdad no me importaba demasiado quedarme solo, sin
embargo, parecía siempre ser mi turno para cavar en los arbustos o revolver
entre las resbalosos bancos a la luz de la luna. La larga batalla de ese día
contra el viento y el agua —¡Qué viento y qué agua! — nos había dejado
fatigados. Sin embargo, ninguno de nosotros hizo ningún movimiento hacia la
tienda. Reposábamos ahí, guardando el fuego, tratando de mantener una
conversación trivial, mirando hacia la espesura de los sauces, y escuchando el
tronar del viento y el río. La soledad del lugar nos había penetrado hasta los
huesos y el silencio nos parecía natural, porque después de un tiempo el sonido
de nuestras voces se tornó un tanto irreal y forzado; los susurros habrían sido
la forma apropiada de comunicación, sentí; y la voz humana, siempre algo
absurda en medio del rugir de los elementos, ahora acarreaba con ella algo casi
prohibido. Era como hablar en voz alta en la iglesia, o en alguno de esos
lugares en los que el permitirse ser escuchado no es algo lícito, y tal vez
tampoco algo aconsejable.
El aire inquietante de esta isla solitaria, ubicada
entre millares de sauces, barrida por el vendaval, y rodeada por corrientes
profundas y vertiginosas no afectaba a ambos. No hollada por el hombre, casi
desconocida para el hombre, reposando ahí bajo la luna, alejada de toda
influencia humana, en la frontera de otro mundo, un mundo ajeno, un mundo
habitado únicamente por los sauces y por las almas de los sauces. Y nosotros,
en nuestra precipitación, nos habíamos atrevido a penetrar en él, ¡incluso a
disponer de sus elementos! Algo superior a ese poder de sugerencia me agitaba
mientras yacía en la arena, los pies junto al fuego, observando las estrellas a
través de las hojas. Por una última vez me levanté a recoger leña.
—Cuando esto se haya agotado —dije firmemente— me
iré a dormir.
Para ser un hombre falto de imaginación, parecía
inusualmente perceptivo esa noche, inusualmente abierto a otros estímulos
aparte de los sensoriales. Él también estaba afectado por la belleza y la
soledad. Yo me vi del todo complacido, recuerdo, al reconocer este sutil cambio
en él, y en lugar de ponerme inmediatamente a recolectar ramas me dirigí hacia
la parte más alejada de la isla, donde se podía ver desde una mejor perspectiva
la luna cayendo sobre la planicie y el río. El deseo de estar solo había caído
súbitamente sobre mí; mi antiguo temor volvió con más fuerza; había una vaga
sensación en mí, y yo deseada enfrentarla y sondearla hasta el fondo. Cuando
alcancé el punto donde la arena sobresalía entre las olas el hechizo del lugar
descendió sobre mí creándome en una verdadera turbación. Había algo más aquí,
algo alarmante.
Miré fijamente hacia la ruina de las aguas brutales;
observé los sauces susurrantes; escuché el impacto incesante del viento; y,
todos y cada uno, cada cosa de una manera peculiar despertaron en mí esa
sensación de extraña inquietud. Los sauces me afectaban especialmente;
perpetuamente mantenían su parloteo y su conversación privada, riendo un poco,
suspirando algunas veces, pero la causa de su agitación pertenecía a la vida
secreta de la gran planicie que ellos habitaban. Y era completamente ajena al
mundo que yo conocía, o al mundo donde los elementos, aunque salvajes, eran aún
benignos. Me hacían pensar en una hueste de seres pertenecientes a otro plano
de la naturaleza, a una evolución completamente divergente tal vez, todos
discutiendo un misterio sólo por ellos conocido. Los contemplé moviéndose
afanosamente y en conjunto, sacudiendo anormalmente sus grandes cabezas
lanudas, haciendo girar sus millares de hojas aun cuando no había viento. Se
movían por impulso propio como seres vivientes; y rozaban, por algún método
incalculable, el agudo sentido del horror que hay en mí. Se erguían ahí bajo la
luz de la luna, como un vasto ejército rodeando nuestro campamento, sacudiendo
sus innumerables astas plateadas, desafiantes, en formación para atacar.
La psicología de los lugares es muy vívida;
especialmente para el viajero, los lugares de campamento tienen su nota de
bienvenida o rechazo. Al principio puede no ser perceptible, porque las
afanosas tareas de levantar la tienda y preparar el fuego lo impiden, pero con
la primera pausa ella viene anunciándose a sí misma. Y la nota de este campo de
sauces se tornaba ahora clara e inequívoca para mí; éramos intrusos. La
sensación creció en mí mientras permanecía ahí, observando. Tocábamos la
frontera de una región que se resentía de nuestra presencia. Una única noche de
alojamiento podría tal vez tolerarse; pero un estadía prologada e inquisitiva
¡No, por todos los dioses de los árboles y de la naturaleza profunda, no!
Éramos la primera influencia humana en estas islas, y no éramos requeridos. Los
sauces estaban contra nosotros. Extraños pensamientos como éstos, extravagantes
fantasías, paridas sin saber cuándo, encontraban alojamiento en mi mente
mientras permanecía ahí, escuchando. ¿Y qué?, pensaba, -si estos sauces
agazapados dieran señales de vida; si súbitamente se elevaran, como un enjambre
de criaturas vivientes, conducidos por los dioses cuyo territorio habíamos
invadido, barriendo contra nosotros a través de los pantanos retumbando en la
noche... ¡y entonces cesaran! Al mirarlos era fácil imaginarse que realmente se
movían, que se acercaban arrastrándose, retrocediendo después un poco,
apretándose en grandes masas, hostiles, esperando hasta que el viento
finalmente los impulsara en la embestida. Podría haber jurado que su aspecto
cambió un poco, que sus filas se profundizaron y se hicieron más cerradas.
El llanto chirriante y melancólico de un ave
nocturna se oyó en lo alto, y casi perdí el equilibrio cuando el trozo de arena
en que estaba parado cayó salpicando dentro del río, minado por la corriente.
Retrocedí justo a tiempo; volví a buscar leña, a medias riendo ante las
extrañas fantasías que se amontonaban en mi mente y me atrapaban con su
hechizo. Recordé la observación del Sueco acerca de partir al día siguiente y,
estaba apenas pensando en que yo estaba completamente de acuerdo con él, cuando
me volví súbitamente, y vi el objeto de mis pensamientos irguiéndose frente a
mí. Estaba muy cerca. El rugido de los elementos había cubierto sus pasos.
-Has estado aquí demasiado tiempo —gritó por encima
del viento-, pensé que te había pasado algo.
Pero había algo en su voz, y un aspecto en su rostro
también, que me comunicaban más que sus palabras, y entendí de pronto la
verdadera razón de su venida. El hechizo del lugar había entrado en su alma
también, y no le había agradado estar solo.
—La corriente sigue aumentando —se lamentó,
señalando la crecida iluminada por la luna-, y el viento no cesa.
Decía siempre las mismas cosas, pero era el anhelo
de compañía lo que le daba verdadera importancia a sus palabras.
—Tenemos suerte —respondí— que nuestra tienda este
en una cuenca. —Agregué algo sobre la dificultad de encontrar leña, pero el
viento arrastró mis palabras arrojándolas por el río, y él no me escuchó; sólo
me miró a través de las ramas, asintiendo.
—¡Tendremos suerte si salimos de ésta sin daño! —gritó,
por lo menos eso es lo que pude entender; y recuerdo la sensación de furia
contra él por haberlo dicho explícitamente, porque era eso exactamente lo que
yo sentía. Había un desastre latente en algún lugar, y ese presentimiento
pesaba sobre mí de manera desagradable.
Volvimos a la fogata y la alimentamos por última vez
Echamos un último vistazo a nuestro entorno. Si no fuera por el viento, el
calor hubiera sido desagradable. Puse este pensamiento en palabras, y recuerdo
la inquietante respuesta de mi compañero: que él preferiría soportar el calor,
el clima ordinario de julio, a seguir escuchando este viento diabólico.
Todo estaba preparado para la noche; la canoa
reposaba volteada junto a la tienda, con los dos canaletes amarillos debajo; el
saco de las provisiones colgaba de un tronco de sauce; y los platos lavados
situados a una distancia segura del fuego, listos para el desayuno. Sofocamos
las brasas con arena, y luego nos refugiamos. La falda de la puerta de la
tienda estaba alzada, y yo veía las ramas y las estrellas y el blanco claro de
luna. Los sauces temblorosos y los pesados golpes del viento contra nuestra
pequeña tienda tirante son las últimas cosas que recuerdo antes del que el
sueño llegara, cubriendo todo con su suave capa de olvido.
De pronto me encontré despierto, observando desde mi
jergón arenoso a través de la puerta de la tienda. Miré mi reloj, sujeto contra
el lienzo, y pude ver que pasaban de las doce, y que, por lo tanto, había
dormido un par horas. El Sueco estaba aún dormido a mi lado; el viento seguía
aullando como antes; algo presionaba contra mi corazón y me hacía sentir
angustia. Sentía una perturbación en la inmediata cercanía. Me senté
rápidamente y miré al exterior. Los árboles oscilaban de un lado a otro, pero
nuestra pequeña porción de lienzo verde permanecía segura en la hondonada. La
sensación de intranquilidad, de cualquier manera, no cesaba; me arrastré
silenciosamente fuera de la tienda para ver si nuestras pertenencias estaban a
salvo. Me moví cautelosamente, evitando despertar a mi compañero. Una extraña
agitación me poseía.
Apenas salía de la tienda, gateando, cuando mis ojos
vieron por primera vez la copa de los arbustos opuestos, con su agitada
tracería de hojas, calcando verdaderas figuras contra el cielo. Me puse en
cuclillas y miré. Era increíble, desde luego, pero ahí, frente a mí y
ligeramente elevadas, había formas de una especie indeterminada flotando sobre
los sauces; y mientras las llamas oscilaban en el viento parecían tender hacia
esas formas, formando una serie de monstruosos perfiles que cambiaban
rápidamente bajo la luna. Cerca, a unos 50 pies frente a mí, vi estas cosas.
Mi primer impulso fue despertar a mi compañero, para
que el también las pudiera ver, pero algo me hizo vacilar... el súbito
reconocimiento de que, tal vez, yo no deseaba una confirmación; y mientras
tanto me encogí ahí, observando, azorado y con un escozor en los ojos. Estaba
completamente despierto. Recuerdo que me lo dije a mí mismo, no estaba soñando.
Y se volvieron plenamente visibles por primera vez;
estas figuras inmensas, justo entre la copa de los arbustos enormes,
broncíneos, variables, y completamente independientes de la oscilación de las
ramas. Les miré simplemente y lo noté, y ahora vengo a examinarlo más
fríamente: eran mucho más grandes que cualquier humano; y, en verdad, algo en
su apariencia anunciaba que no eran humanos en lo absoluto. Ciertamente no eran
sólo la móvil tracería de las ramas contra la luz de la luna. Fluctuaban de
manera independiente. Se elevaban en un flujo continuo de la tierra a cielo,
desvaneciéndose completamente tan pronto como alcanzaban la oscuridad. Estaban
entrelazados, formando una enorme columna; y vi sus miembros y sus enormes
cuerpos fundiéndose los unos en los otros, formando una línea serpenteante que
se doblaba y oscilaba y se retorcía en espirales con cada una de las
contorsiones de los árboles batidos por el viento. Estaban desnudos, formas
fluidas, atravesando los arbustos, casi dentro de las hojas elevándose en una
columna hacia el espacio. Nunca pude ver sus rostros.
Incesantemente se derramaban hacia arriba,
meciéndose en grandes curvas, con un tono de apagado bronce sobre su piel. Miré
fijamente, tratando de forzar cada átomo de visión. Por un largo rato pensé que
desaparecerían en cualquier momento, asimilándose al movimiento de las ramas,
demostrando ser una mera ilusión óptica. Busqué desesperadamente una prueba de
su realidad; comprendiendo, al mismo tiempo, que las pautas de la realidad
habían sido alteradas. Porque entre más miraba, más me convencía de que lo que
veía era real y viviente; aunque, tal vez, no de acuerdo a los criterios de la
cámara o la biología. Lejos de sentir miedo, me sentía poseído por una
sensación de pasmo y admiración, tales como nunca había sentido. Parecía estar
contemplando a la personificación de las fuerzas elementales que habitaban esta
región primigenia. Nuestra intrusión había puesto en acción los poderes del
lugar. Nosotros éramos la causa de la perturbación, y mi cerebro se llenó con
las historias y leyendas de los espíritus y deidades que habían sido adorados,
como habitantes de lugares específicos, en todas las edades de la historia del
mundo. Pero, antes de que pudiera llegar a una explicación, algo me impulsó a
ir más lejos, y me arrastré completamente fuera de la tienda irguiéndome sobre
el suelo de arena. La sentí todavía caliente bajo mis pies desnudos, el viento
golpeó contra mi cabello y contra mi cara y el sonido del río estalló en mis
oídos con un súbito rugido. Sabía que estas cosas eran reales, y probaban que
mis sentidos funcionaban normalmente. Y sin embargo las figuras aún se alzaban
desde la tierra hasta el cielo, silenciosas, augustas, en una enorme espiral de
gracia y fuerza que me abrumaba completamente con un genuino sentimiento de
reverencia. Sentía el deseo de caer de rodillas en adoración, absoluta
adoración.
Quizás lo hubiera hecho, si hubiera tenido un minuto
más, pero una ráfaga de viento golpeó contra mí con tal fuerza que me hizo
perder el equilibrio, y estuve a punto de tropezar y caer. Las figuras aún
permanecían, aún se elevaban hacia el cielo en el corazón de la noche, pero mi
razón al fin comenzó a afirmarse. La luz de la luna y las ramas se combinaban
para trazar estas imágenes en el espejo de mi imaginación y, por alguna razón,
yo las proyectaba en el exterior y las convertía en impresiones objetivas. Me
armé de coraje, y comencé a avanzar a través de las extensiones abiertas de la
arena. Sin embargo, por Jove, ¿fue todo esto una alucinación? ¿fue algo
meramente subjetivo? ¿o será que la razón trató, en su vieja y fútil manera, de
argumentar desde el estrecho criterio de lo ya visto?
Lo único que sé es que una gran columna de figuras
ascendieron oscuramente hacia el cielo por lo que pareció un largo período de
tiempo, y con una sensación completa de realidad, como aquélla que los hombres
consideran medida de lo verdadero. ¡Y súbitamente se fueron!
Y, una vez que se fueron y que el asombro de su
presencia desapareció, el miedo cayó sobre mi como un torrente helado. El
sentido esotérico de esta región solitaria, y sin embargo frecuentada, estalló
súbitamente en mi interior, y comencé a temblar. Eché un rápido vistazo
alrededor —una mirada de horror que se fue convirtiendo en pánico— calculando
inútilmente modos de escapar; y entonces, comprendiendo cuán desamparado
estaba, cuán imposibilitado de toda acción efectiva, me arrastré de nuevo hacia
la tienda silenciosamente y volví a yacer sobre mi jergón arenoso, bajando
antes la cortina de la puerta para apartar la visión de los sauces en la
claridad de la luna, y luego enterré mi cabeza bajo las sábanas tan profundo
como fuera posible, para amortiguar el sonido del viento aterrador.
Como para convencerme de que no estaba soñando,
recuerdo que pasó mucho tiempo antes de que cayera de nuevo en el sueño, un
sueño turbulento e intranquilo; e incluso entonces sólo la corteza exterior de
mi mente dormía, y debajo había algo que nunca perdió la conciencia del todo,
permaneciendo alerta y en vigilia. Esta segunda vez fue con un genuino espasmo
de terror que salté de nuevo a la conciencia. No eran ni el viento, ni el río
lo que me habían despertado; sino la lenta aproximación de algo que fue
obligando a la porción durmiente en mí a encogerse cada vez más, hasta que al
final se desvaneció completamente y me encontré a mí mismo sentado con la
espalda rígida y erguida, escuchando.
Afuera había un sonido como de una multitud de
pasos, ligeros como gotas. Habían estado aproximándose, estaba consciente de
ello, y se habían tornado por primera vez audibles durante mi sueño. Estaba ahí
sentado nerviosamente, completamente despierto, y había como un peso enorme
sobre la superficie de mi cuerpo. A pesar del calor de la noche, me sentía frío
y húmedo como un molusco, y temblaba. Claramente, algo estaba presionando
contra los lados de la tienda, con una presión constante, sopesándola desde
afuera. ¿Era el cuerpo del viento? ¿Era la percusión de la lluvia, el goteo de
las hojas? ¿El relente del río arrastrado por el viento y condensado en grandes
gotas? Pensé rápidamente en una docena de posibilidades. Entonces, la
explicación vino de pronto: una rama del álamo, el único árbol grande de la
isla, había caído con el viento. Aún a medias enredada entre las otras ramas,
caería con la próxima ráfaga aplastando la tienda; y mientras tanto, sus hojas
cepillaban y golpeteaban sobre el tirante lienzo de la tienda. Levanté la falda
y me lancé hacia fuera, llamando al Sueco.
Pero cuando estuve fuera y pude erguirme, vi que no
había nada sobre la tienda. Ninguna rama; nada de lluvia ni de rocío. Una luz
fría y gris se filtraba a través de los arbustos y caía sobre la arena fosforescente.
Las estrellas aún se amontonaban en el cielo directamente sobre nosotros y el
viento aullaba imponente, pero la fogata ya no arrojaba ningún brillo; y vi el
oriente agrietándose en estrías rojizas a través de los árboles. Debían haber
pasado muchas horas desde que estuve ahí observando las figuras ascendentes, y
el horrible recuerdo volvía ahora a mí, como un sueño perverso. ¡Oh, cuán
cansado me hizo sentir, ese viento incesante y rabioso! Y sin embargo, a pesar
de que había en mí la profunda lasitud de una noche sin sueño, mis nervios
estaban estremecidos con la actividad de una aprehensión igualmente incansable,
y toda idea de reposo estaba fuera de cuestión. La corriente del río había
aumentado aún más. Su estruendo llenaba el aire, y un fino rocío se hacía
sentir a través de mi delgada camisa de dormir.
Esta profunda y prolongada perturbación dentro de mí
permanecía sin justificación. Mi compañero no se había movido cuando le llamé,
y no había necesidad de despertarle ahora. Miré en torno cuidadosamente,
tomando nota de todo; la canoa volteada, los canaletes amarillos —dos de ellos,
estoy seguro; el saco de las provisiones y la linterna extra colgando juntos
del árbol; y, apiñados por todos lados entorno a nosotros, rodeándolo todo, los
sauces, aquellos sauces interminables y temblorosos. Un ave pronunció su canto
matutino, y una línea de patos pasaron graznando en el crepúsculo. La arena se
arremolinó, punzante y seca, sobre mis pies desnudos en el viento.
Caminé alrededor de la tienda y luego entre los
arbustos, de tal manera que pudiera ver más allá del río, y la misma sensación
de profunda e indefinida perturbación se apoderó de mí al ver el interminable
mar de sauces extendiéndose hasta el horizonte, luciendo fantasmagóricos e
irreales en la pálida luz del amanecer. Caminé cautelosamente, intrigado por
aquel extraño sonido como de innumerables pasos, y por aquella presión sobre la
tienda que me había despertado.
—Debe haber sido el viento, —reflexioné— el viento
desgajando los trozos sueltos de la arena caliente, arrastrando las partículas
secas contra el lienzo rígido, cayendo pesadamente sobre el frágil techo.
Sin embargo, mi nerviosidad y mi malestar aumentaban
a cada momento. Caminé hasta la ribera más lejana y noté cómo su contorno se había
alterado durante la noche, y la ingente cantidad de arena que el río había
desgarrado. Mojé mis manos y mis pies en el agua fresca, y lavé mi frente.
Había ya un brillo de aurora en el cielo y la exquisita frescura del nuevo día.
En el camino de regreso pasé intencionalmente debajo de los mismos arbustos
donde había visto las figuras elevarse en el aire y, a medio camino de la
arboleda, me sentí súbitamente abrumado por una vasta sensación de terror.
Desde las sombras, una figura inmensa avanzó rauda. Alguien pasó a mi lado,
estoy completamente seguro.
Fue un gran impacto del viento lo que me ayudó a
seguir adelante y, al volver a espacio abierto, la sensación de terror
disminuyó extrañamente. Los vientos estaban en las cercanías y caminaban,
recuerdo haber pensado eso, porque los vientos a menudo se mueven como enormes
presencias entre los árboles. Y el temor que flotaba sobre mí era de una
especie tan desconocida e inmensa, tan diferente de cualquier cosa que hubiera
sentido antes, despertaba tal sensación de pasmo y admiración en mí, que
contrarrestaba, de esta manera, sus peores efectos; y cuando alcancé un punto
elevado en el centro de la isla desde donde podía ver la amplia extensión del
río adoptando un tono carmesí con la salida del sol, la mágica belleza del
conjunto me subyugó de tal manera que despertó en mí una incontrolable añoranza
e hizo casi surgir un llanto de mis labios. Pero este llanto no encontró
expresión porque, al tiempo que mis ojos vagaban desde la planicie lejana hasta
la isla circundante, notando nuestra pequeña tienda a medias escondida entre
los sauces, un horrendo descubrimiento me asaltó, comparado con el cual, mi
temor ante los vientos caminantes era nada.
Porque un cambio había sucedido en la distribución
del paisaje. No era que mi posición estratégica me diera una nueva perspectiva,
sino que una alteración había sido aparentemente efectuada en la situación de
la tienda con respecto a los sauces, y de los sauces con respecto a la tienda.
Sin lugar a dudas, los arbustos ahora se estrechaban mucho más sobre la tienda,
de una manera innecesaria y perturbadora. Habían avanzado más. Arrastrándose
con pasos silenciosos sobre la arena cambiante, acercándose imperceptiblemente
mediante movimientos suaves y pausados, los sauces se habían estrechado hacia
nosotros durante la noche. Pero ¿habían sido movidos por el viento o se habían
movido por sí mismos? Recordé aquel sonido como de pequeños e infinitos
golpeteos, y la presión sobre la tienda, y sobre mi propio corazón, que me
había hecho despertar con espanto. Me mecí en el viento por instante, como un
árbol, encontrando dificultad para mantenerme erguido sobre el montículo de
arena. Había aquí un indicio de acción personal, de intención deliberada, de
agresiva hostilidad; y esto me aterrorizaba y tensaba mi músculos hasta la
rigidez.
La reacción vino rápidamente. La idea era tan
extraña, tan absurda, que me sentí inclinado a reír. Pero la risa no vino más
rápidamente que el llanto, porque el saber que mi mente estaba expuesta a imaginaciones
tan peligrosas me trajo el terror adicional de que el ataque vendría, y estaba
viniendo, a través de nuestras mentes y no a través de nuestros cuerpos
físicos. El viento me arrojaba golpeándome y, muy rápidamente al parecer, el
sol se alzó en el horizonte; porque pasaba las cuatro, y yo debía haber
permanecido en aquel pequeño pináculo de arena por más tiempo del que pensé,
temeroso de bajar y unirme a los sauces. Regresé en silencio y cautelosamente a
la tienda, primero echando otro vistazo exhaustivo a los alrededores y -sí, lo
confieso- estimando un poco las distancias. Medí con mis pasos, sobre la arena
tibia, las distancias entre los sauces y la tienda; tomando nota especialmente
de los sauces más cercanos.
Me arrastré con sigilo sobre mis frazadas. Mi
compañero, según toda apariencia, estaba aún profundamente dormido, y me
alegraba que así fuera. Dado que mis impresiones no habían sido corroboradas,
podía encontrar, de algún modo, fuerzas para negarlas. Con la luz del día me
podría persuadir de que todo había sido una alucinación subjetiva, una fantasía
de la noche, una proyección de mi imaginación excitada.
Nada más vino a perturbarme, y me quedé dormido casi
al instante, completamente exhausto; y sin embargo aún temeroso de escuchar de
nuevo aquel extraño sonido de pequeños pasos, o de sentir aquella presión en mi
pecho que me había hecho difícil la respiración. El sol estaba alto en los
cielos cuando mi compañero me despertó de un pesado sueño y me anunció que las
gachas estaban listas y que apenas había tiempo para bañarse. El agradable olor
del tocino crujiente entró por la puerta de la tienda.
—El río sigue aumentando —dijo— y muchas islas han
desaparecido completamente. Nuestra propia isla es mucho más pequeña.
—¿Todavía hay madera? —pregunté, soñoliento.
—La madera y la isla se acabarán mañana en medio de
este calor, —dijo riendo— pero queda suficiente para que nos dure hasta
entonces.
Me levanté y me arrojé hacia el otro punto de la
isla; el cual había, en efecto, cambiado mucho en forma y de tamaño, y había
sido barrido hacia el lugar de desembarco opuesto a la tienda. El agua estaba
helada, y los bancos pasaban volando como se ve pasar el campo desde un tren
expreso. Bañarse en tales condiciones resultaba un operación excitante, y el
terror de la noche parecía borrarse de mí mediante un proceso de evaporación
mental. El sol era ardiente, ni una nube se mostraba por ningún lado; el
viento, sin embargo, no había disminuido ni un ápice. Súbitamente, el sentido
implicado por las palabras del Sueco destelló en mi mente, mostrándome que él
había cambiado de opinión y ya no deseaba partir inmediatamente. —Suficiente
para que nos dure hasta mañana—; el había asumido que nos quedaríamos en la
isla una noche más. Me pareció muy extraño. La noche anterior él estaba tan
convencido de la opinión contraria. ¿Cómo había ocurrido el cambio?
Grandes desmoronamientos ocurrieron durante el
desayuno, salpicando chorros espesos y levantando nubes de espuma que el viento
llevaba hasta nuestra cacerola; mi compañero hablaba incesantemente acerca de
la dificultad que los buques deben tener para encontrar el canal durante
temporada de inundaciones. Pero el estado de su mente me interesaba e
impresionaba mucho más que el estado del río o las dificultades de los buques.
Había cambiado de alguna manera durante la noche. Tenía un aire diferente: un
tanto excitado, un tanto tímido, con una especie de suspicacia en su voz y sus
gestos. Difícilmente sé como describirlo ahora, en frío; pero recuerdo que en
ese momento estaba seguro de una cosa: que él estaba ¿atemorizado? Comió muy
poco, y por primera vez olvidó fumar su pipa. Tenía a su lado el mapa
extendido, y permanecía estudiándolo.
—Saldremos de aquí en una hora fácilmente —dije
luego, tratando de provocar una apertura que le hiciera llegar, de manera
indirecta pero segura, a una parcial confesión.
Y su respuesta me dejó perplejo e incómodo:
—¡Ya lo creo! Si nos lo permiten.
—¿Nos lo permiten quiénes? ¿Los elementos? —pregunté.
—Los poderes de este horrible lugar —respondió,
manteniendo sus ojos en el mapa—. Los dioses están aquí, si es que están en
algún lugar de este mundo.
—Los elementos son siempre los verdaderos inmortales
—repliqué, riéndome de la manera más natural que pude; dándome cuenta claramente,
sin embargo, de que mi rostro había reflejado mis verdaderos sentimientos, al
observar su mirada grave y escuchar su voz a través del humo:
—Seremos afortunados si salimos de aquí.
Eso era exactamente lo que me causaba terror, y me
forcé a mi mismo hasta el punto de poder formular una pregunta directa. Fue
como permitir resueltamente al dentista la extracción un diente; algo tenía que
suceder a la larga de alguna manera, lo demás era mera pretensión.
—¡Si salimos! ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Sólo una cosa; el canalete de dirección ha
desaparecido. -dijo sobriamente.
—¡El canalete de dirección, desaparecido! —repetí
grandemente excitado, porque ese era nuestro timón; e ir por el Danubio en
inundación, y sin timón, era un suicidio— ¿Pero qué...
—Y hay un desgarrón en el fondo de la canoa.
-agregó, con un pequeño pero perceptible temblor en su voz.
Seguí mirándole fijamente, incapaz de hacer otra
cosa más que repetir estúpidamente sus palabras. Ahí, bajo el calor del sol y
sobre esa arena quemante, podía sentir una atmósfera glacial descendiendo sobre
nosotros. Me levanté para seguirle, pues él simplemente había asentido
gravemente y después había tomado el camino hacia la tienda, unas cuantas
yardas más allá del hogar. La canoa seguí donde la había visto por última vez:
el costillaje combado, los canaletes, o más bien, el canalete, tendido a un
lado sobre la arena.
—Sólo hay uno. —dijo, inclinándose— Y aquí está el
rasgón.
Tenía en la punta de la lengua las palabras para
decirle que yo había visto claramente los dos canaletes unas cuantas horas
antes, pero un segundo impulso me hizo pensarlo mejor, y no dije nada. Me
acerqué para ver. Había un larga y bien trazada hendidura en el fondo de la
canoa donde una pequeña porción de madera había sido pulcramente extraída,
parecía como si el diente de algún tocón o alguna roca puntiaguda la hubiera
devorado, y un examen demostraba que el agujero atravesaba la base de la canoa.
De habernos lanzado en ella sin observar esto, nos habríamos ido a pique
irremediablemente. Primero, el agua habría hecho a la madera hincharse, como si
fuera a cerrarse el agujero; pero cuando llegáramos a corrientes más poderosas
el agua habría comenzado a meterse, y la canoa, nunca más de 2 pulgadas sobre
la superficie, se habría llenado de agua y hundido rápidamente.
—Ahí está, estás mirando un intento para disponer de
una víctima para el sacrificio -le escuché decir, más bien para sí mismo- Dos
víctimas, más bien. —agregó, al tiempo que se agachaba para recorrer la
hendidura con sus dedos.
Comencé a silbar, cosa que hago inconscientemente
siempre que me hallo completamente desconcertado, e intencionadamente dejé de
prestar atención a sus palabras. Estaba decidido a considerarlas disparates.
—No estuve ahí anoche. —dijo a continuación
irguiéndose, terminado su examen, y mirando hacia cualquier lugar excepto hacia
donde yo estaba.
—Debimos haberla dañado al desembarcar, desde luego
—dije, interrumpiendo mis silbidos—. Las piedras están muy afiladas.
Me detuve abruptamente, porque en ese momento él
volvió el rostro y me miró directamente a los ojos. Yo sabía tan bien como él
cuán imposible era aquella explicación. Porque, para empezar, no había rocas.
—Y hay que darle una explicación a esto también. —agregó,
mostrándome el canalete y señalando la pala.
Una nueva y extraña sensación se esparció, helada,
sobre mí al tiempo que la examinaba. La pala estaba completamente raspada,
minuciosamente raspada, como sí alguien la hubiera lijado con cuidado,
tornándola tan delgada que el primer golpe vigoroso la habría quebrado desde el
codo.
—Alguno de nosotros se levantó en sueños e hizo esto
—dije débilmente—. O... o ha sido limada por el constante roce de partículas de
arena arrastradas por el viento, tal vez.
—Ah, —dijo el Sueco, riendo un poco— tú puedes
explicarlo todo.
—El mismo viento arrastró el canalete de dirección y
lo llevó tan cerca de la orilla que cayó junto con el siguiente trozo de ribera
desgarrado. —dije desafiante, completamente determinado a encontrar una
explicación para cualquier cosa que me mostrara.
—Ya veo. —dijo en respuesta, volviendo de nuevo su
rostro para mirarme antes de desaparecer entre los arbustos de sauce.
Cuando estuve sólo frente a esas confusas evidencias
de una acción premeditada, creo que mis primeros pensamientos tomaron la forma
de: —Uno de nosotros debió haber hecho esto, y ciertamente no fui yo. — Pero,
en una segunda consideración, pensé en cuán imposible era suponer que, bajo
tales circunstancias, cualquiera de nosotros hubiera decidido cometer algo así.
Que mi amigo, el confiable compañero de docenas de expediciones similares,
pudiera haber hecho voluntariamente algo así, era un pensamiento en el que era
imposible detenerse ni por un momento. Igualmente absurda parecía la
explicación de que esa imperturbable y completamente práctica naturaleza
hubiera perdido la razón súbitamente y estuviera ocupada en propósitos
delirantes.Y sin embargo, el hecho que me perturbaba más y mantenía vivo mi
temor aun bajo la vehemencia del sol y de esa belleza salvaje, era la clara
demostración de que alguna extraña alteración había tomado lugar en su momento;
que estaba nervioso, tímido, suspicaz, consciente de cosas que no expresaba,
vigilando una serie de eventos secretos e inmencionables; aguardando, en una
palabra, por una inminente culminación. Esto surgía en mi mente de manera
intuitiva, sin saber cómo...
Realicé un rápido reconocimiento, pero las medidas
de la noche permanecían iguales. Había profundas depresiones en la arena,
depresiones en forma de cuenco y de diversas profundidades y tamaños, variando
desde el de una taza de té hasta el de un gran tazón. El viento,
indudablemente, era responsable de estos cráteres; de la misma manera que era
responsable de haber arrastrado el canalete y arrojarlo al agua. La hendidura
en la canoa era lo único que parecía inexplicable y, después de todo, era
concebible que un pico afilado la hubiera cogido cuando desembarcamos. El
reconocimiento que hice de los márgenes de la isla no apoyaron esa teoría, pero
de cualquier manera me seguí aferrando a ella con esa declinante porción de mi
inteligencia a la que aún llamaba razón. Una explicación de este tipo era
absolutamente necesaria; de la misma manera que una explicación del universo,
sin importar cuán absurda, es necesaria para la felicidad de todo individuo que
busca cumplir con sus obligaciones en el mundo y enfrentar los problemas de la
vida.
Puse la brea a calentar, y en seguida el Sueco se
unió al trabajo; sin embargo, aun bajo las mejores condiciones del mundo, la
canoa no podría ser confiable para viajar sino hasta el día siguiente.
Casualmente, llamé su atención hacia los agujeros en la arena.
—Sí —dijo—, ya sé. Están por todos lados. ¡Pero, sin
duda, tú puedes explicarlos!
—El viento, desde luego. -respondí sin titubear-
¿Has visto alguna vez, en la calle, esos pequeños remolinos que se giran y se
retuercen en círculos? Esta arena está lo suficientemente suelta para ceder,
eso es todo.
Él no respondió y trabajamos en silencio. Yo le
miraba todo el tiempo, y tenía le sensación de que él también lo estaba
haciendo. Él parecía estar siempre escuchando algo que yo no podía oír, o tal
vez esperando oír algo, porque frecuentemente volteaba hacia los arbustos,
mirándolos fijamente, y hacia el cielo, y hacia las porciones de agua que eran
visibles a través de los sauces. Algunas veces llegaba a poner su mano en
ahuecada en su oreja, manteniéndola ahí durante muchos minutos. Y mientras
tanto, al tiempo en que él arreglaba esa canoa con la habilidad y destreza de
un piel roja, yo estaba contento de notar su concentración en el trabajo,
porque había un vago temor en mi corazón de que él hablara sobre el cambio en
los sauces. Y, si llegaba a notarlo, mi imaginación no podría encontrar un
explicación satisfactoria al respecto. Después de un rato, luego de una larga
pausa, el comenzó a hablar.
—Extraño asunto —dijo con voz apresurada, como si
quisiera sacarlo rápidamente y pasar a otra cosa—. Extraño asunto. Lo de la
nutria, anoche.
Había esperado algo tan diferente, que me tomó por
sorpresa, y respondí rápidamente.
—Muestra cuán solitario es este lugar. Las nutrias
son criaturas tremendamente tímidas...
—No me refiero eso —me interrumpió—. Me refiero a...
¿Crees... ¿Crees que realmente fuera una nutria?
—Y ¿qué más? ¿Qué más? ¡Por todos los Cielos!
—Tú sabes, yo la vi antes que tú, y primera vista
parecía... demasiado grande para una nutria.
—La puesta del sol, cuando mirabas, lo magnificó; o
algo.
Me miró de manera ausente por un momento, como si su
mente estuviera ocupada con otros pensamientos.
—Tenía unos ojos amarillos tan extraños. —prosiguió,
en parte para sí mismo.
—Eso era el sol también —me burlé, un poco
exageradamente- Supongo que ahora vas a preguntar si ese tipo en el bote...
Decidí súbitamente no terminar la oración. Él estaba
escuchando nuevamente, volviendo la cabeza hacia el viento, y algo en la
expresión de su rostro me hizo parar. El tema languideció, y proseguimos con el
calafateo. Aparentemente, no había notado mi oración truncada. Cinco minutos
después, sin embargo, me miró por sobre la canoa, la brea humeante en su mano,
el rostro grave en exceso.
—Verdaderamente me intriga, si quieres saberlo —dijo
lentamente— qué era eso en el bote. Recuerdo que en el momento no pensé que
fuera un hombre. La visión pareció surgir demasiado súbitamente sobre el agua.
Me reí de nuevo, ruidosamente, en su cara; pero esta
vez había una impaciencia, y una vena de furia también, en mi voz.
—¡Mira a tu alrededor! —grité— ¡Este lugar es lo
suficientemente extraño por sí mismo para dejar que la imaginación agregue
cosas por su cuenta! Ese bote era un bote ordinario, y el hombre que lo dirigía
era un hombre ordinario, y ambos bajaban con la corriente tan rápido como
podían. ¡Y esa nutria era sólo una nutria, así que no alimentemos disparates!
Él me miró firmemente con la misma grave expresión.
No estaba molesto en lo absoluto. Yo cobré valor con su silencio.
—Y, por el amor de Dios —proseguí— no sigas
simulando que oyes cosas, eso sólo agrava la tensión del lugar, y no hay nada
que escuchar más que el río y ese maldito estruendo incesante del viento.
—¡Tú, idiota! —respondió él, con un tono apagado y
ofendido—. Completo idiota. Esa es exactamente la manera de hablar de todas las
víctimas. ¡Como si no entendieras lo que pasa aquí tan bien como yo! —había
desprecio en su mirada y en su voz, y una especie de resignación—. Todo lo que
puedes hacer es permanecer en calma y tratar de contener tu imaginación tan
firmemente como sea posible. Este ridículo intento de autoengaño sólo hará más
dura la verdad, cuando ya sea imposible evitarla.
Mi inútil esfuerzo había terminado, y no encontraba
nada más que decir; porque sabía muy bien que sus palabras eran ciertas, y que
yo era el insensato, no él. En algún punto de la travesía él me había
sobrepasado fácilmente, y pienso que me sentía molesto por haber quedado fuera,
por haberse demostrado de esa manera mi inferioridad psíquica, mi sensibilidad
inferior con respecto a estos sucesos extraordinarios, mi ignorancia hacia la
mitad de lo que estaba tomando lugar bajo mis propias narices. Él lo había
sabido desde el comienzo, aparentemente. Pero en el instante perdí
completamente el punto de sus palabras, de la necesidad de una víctima,
necesidad que nosotros mismos estábamos destinados a satisfacer. Desde ese
momento abandoné toda pretensión, y desde ese momento mi temor incrementó de
manera constante hasta su clímax.
—Pero tienes toda la razón en una cosa —agregó— en
que es más prudente no hablar de estas cosas, ni siquiera pensar en ellas,
porque lo que se piensa encuentra expresión en palabras; y lo que se dice,
sucede.
Esa tarde, mientras la canoa se secaba y endurecía,
la pasamos tratando de pescar, comprobando fugas de agua, recolectando madera y
contemplando elevarse la enorme inundación. Masas de madera flotante pasaban
junto a la ribera en ocasiones, y nosotros las pescábamos con largas ramas de
sauce. La isla claramente se había hecho más pequeña y las orillas eran
desgarradas provocando grandes salpicaduras que parecían engullir los trozos de
tierra. El clima permaneció soleado y agradable hasta alrededor de las cuatro;
y entonces, por primera vez en tres días, el viento mostró signos de amainar.
Nubes comenzaron a amontonarse en el sudeste, expandiéndose lentamente por el
cielo.
Esta disminución del viento llegó como un gran
alivio; porque los incesantes rugidos, estallidos y truenos habían irritado
nuestros nervios. Y sin embargo el silencio que se creó alrededor de las cinco
de la tarde, con su súbita detención resultaba, de alguna manera, bastante
opresivo. El estruendo del río tenía ahora todo el espacio a su disposición;
llenaba el aire con profundos murmullos, más musicales que los sonidos del
viento, pero infinitamente más monótonos. El viento guardaba muchas notas que
se elevaban y caían, siempre marcando una especie de gran tono elemental;
mientras que el cantar del río se mantenía entre tres notas como máximo, sordas
notas de pedal que mantenían una lúgubre cualidad ajena al viento y que, de
alguna manera, en el estado nervioso en que me hallaba, me parecían el sonido
de la música de la perdición.
Era extraordinario también cómo la súbita recesión
de la luz del sol se llevaba consigo todo lo que era alegre en el paisaje y,
dado que este paisaje en particular había ya logrado comunicar la sugestión de
algo siniestro, el cambio era de lo más indeseable e impresionante. Por lo
menos para mí, la perspectiva del anochecer se fue haciendo notablemente más
alarmante, y me hallé en más de una ocasión calculando cuánto tiempo pasaría
después de la puesta de sol antes de que la luna llena se elevara en el este, y
si la aglomeración de las nubes impediría que iluminara la isla.
Con esta calma general del viento el río parecía
volverse más oscuro, los sauces agruparse más densamente. Estos últimos,
también, mantenían una especie de movimiento propio independiente, susurrando
entre ellos en ausencia del viento, y agitándose extrañamente desde la raíz.
Cuando objetos comunes se transforman de esta manera, cargándose de sugerencias
horrendas, estimulan la imaginación mucho más que las cosas de apariencia
inusual; y estos arbustos, acurrucándose a nuestro alrededor, asumían para mí
en la oscuridad una extraña y grotesca apariencia que les prestaba de alguna
manera el aspecto de criaturas vivas e inteligentes. Su mismo carácter de cosas
ordinarias, sentía yo, enmascaraba aquello que era maligno y hostil a nosotros.
Las fuerzas de la región se cernían con la llegada la noche. Se estaban
concentrando sobre nuestra isla y, más particularmente, sobre nosotros. Porque
así, de alguna manera, en los términos de la imaginación, fue como mis
sensaciones verdaderamente indescriptibles en este extraño lugar se
presentaron.
Había dormido un buen rato en los comienzo de la
tarde, y así me había recuperado algo de la fatiga de una noche perturbadora,
pero esto aparentemente sólo sirvió para tornarme más susceptible al hechizo
obsesivo de esta zona encantada. Luché contra ello, riendo de mis sentimientos
como absurdos e infantiles mediante obvias explicaciones fisiológicas; sin
embargo, a pesar de mis esfuerzos, ellos ganaron poder sobre mí de tal manera
que comencé a temer la noche como un niño perdido en el bosque debe temer la
cercanía de la obscuridad.
Durante el día habíamos cubierto la canoa con una
manta impermeable, y la canaleta que restaba había sido atada firmemente por el
Sueco a la base de un árbol, no fuera que el viento nos despojara de ella
también. A partir de las cinco me ocupé con la olla y demás preparativos para
la cena, siendo mi turno de cocinar esa noche. Teníamos papas, cebollas, trozos
de grasa de tocino para agregar sabor, y un grueso residuo general de
anteriores guisados en el fondo de la olla; con pan negro desmoronado sobre
todo ello, el resultado era excelente, y era seguido por un potaje de ciruelas
con azúcar y una bebida de té fuerte con leche deshidratada. Una buena pila de
madera yacía cerca al alcance de la mano, y la ausencia de viento hizo fáciles
mis labores. Mi compañero estaba sentado perezosamente, observándome, dividiendo
su atención entre el aseo de su pipa y la procuración de inútiles consejos, un
admitido privilegio del hombre ocioso. Había estado muy tranquilo toda la
tarde, envuelto en la tarea de recalafatear la canoa, reforzar las cuerdas de
la tienda, y pescar la madera flotante mientras yo dormía. No cruzamos más
palabras acerca de cosas indeseables, y me parece que sus únicas observaciones
tenían que ver con la gradual destrucción de la isla, la cual declaró no ser
actualmente mayor a un tercio del área que tenía cuando desembarcamos.
La olla había comenzado a burbujear cuando escuché
su voz llamándome desde la orilla, a donde había vagado sin que yo lo notara.
Me levanté corriendo.
—Ven y escucha —dijo— y a ver que entiendes. —Ahuecó
su mano alrededor de su oreja, como tantas veces había hecho antes— ¿Escuchas
algo ahora?
Estuvimos escuchando atentamente. Al principio sólo
escuché la nota profunda del agua y los siseos que se elevaban de su turbulenta
superficie. Los sauces, por una vez, lucían inertes y silenciosos. Y entonces
un sonido comenzó a llegar débilmente a mis oídos, un sonido peculiar, algo así
como el zumbido de un distante gong. Parecía llegar en la obscuridad hasta
nosotros desde el páramo de sauces y pantanos al frente. Se repetía a intervalos
regulares, pero ciertamente no era ni el sonido de una campana, ni la sirena de
una buque lejano. No puedo compararlo con nada excepto con el sonido de un
inmenso gong suspendido lejos en el cielo, repitiendo incesantemente su nota
embozada y metálica, suave y musical, en tanto era atacado repetidamente. Mi
corazón se aceleró al escucharlo.
—Lo he escuchado todo el día —dijo mi compañero—.
Esta tarde, mientras dormías, vino hacía mí a través de cada ángulo de la isla.
Lo rastreé, pero no pude acercarme lo suficiente para localizarlo
correctamente. Algunas veces estaba sobre mí, y algunas veces parecía provenir
del agua. Una o dos veces, podría haber jurado que no venía de afuera en lo
absoluto sino que estaba dentro de mí, tú sabes, de la manera en que se supone
debe venir un sonido en la cuarta dimensión.
Yo estaba demasiado confundido como para prestar
atención a sus palabras. Escuchaba cuidadosamente, esforzándome por asociarlo
con cualquier sonido familiar que pudiera imaginar, pero sin éxito. Cambiaba de
procedencia también, acercándose, y luego hundiéndose completamente en la
remota distancia. No puedo decir que fuera ominoso en manera alguna, porque
para mí parecía claramente musical, y sin embargo debo admitir que ponía en
marcha un sentimiento perturbador que me hacía desear nunca haberlo escuchado.
—El viento sopla en esos embudos de arena —dije,
determinado a encontrar una explicación— o tal vez los arbustos se rozan entre
sí después de la tormenta.
—Viene del pantano entero —respondió mi amigo—.
Viene desde todas direcciones a la vez. Viene de los sauces, de alguna manera.
—Pero el viento ha decaído —objeté—. Los sauces
apenas y pueden hacer ruido por sí mismos, ¿o no?
Su respuesta me aterrorizó; porque era una respuesta
horrible, pero también por que yo sabía intuitivamente que era verdad.
—Es porque el viento ha decaído que podemos ahora
escucharles. Había sido ahogado anteriormente. Es su llanto, me parece, o su...
Me lancé de vuelta a la fogata, advertido de que el
guisado estaba hirviendo, pero determinado a evitar una nueva conversación.
Temía que él empezara de nuevo con lo de los dioses, o lo de las fuerzas
elementales, o alguna otra cosa inquietante; y quería mantenerme a mí mismo
bajo control en vistas a la que pudiera pasar más tarde. Había que enfrentar
otra noche antes de poder escapar de este lugar perturbador, y no había forma
de discernir lo que eso pudiera traer.
—Ven y desmenuza algo de pan para la olla—le llamé,
agitando vigorosamente la apetitosa mezcla. Aquella olla verdaderamente nos
mantenía dentro de los límites de la razón, y el pensar en ello me hizo reír.
Él vino lentamente y tomó el saco de las provisiones
de un árbol, revolviendo sus misteriosas profundidades, y luego vaciando todo
el contenido sobre la manta a sus pies.
—¡Apresúrate! —grité— ¡Está hirviendo!
El Sueco estalló en un rugido de risas que me
sobresaltó. Era una risa forzada, no precisamente artificial, pero carente de
alegría.
—¡Aquí no hay nada! —gritó, con las manos en los
costados.
—Pan, me refiero.
—Se acabó. No hay pan. ¡Se lo han llevado ellos!
Solté el cucharón y corrí. Todo lo que el saco había
contenido yacía sobre la manta en el suelo, pero no había una sola hogaza.
El peso muerto de mi temor cayó sobre mí y me
estremeció. Luego estallé en risas también. Era la única cosa que podíamos
hacer, y el sonido de mi risa me hizo comprender la de él. La presión de la
tensión psíquica fue su causa.
—¡Cuán criminalmente estúpido fui! —grité, aún
determinado a ser consistente y encontrar una explicación—. ¡Me olvidé
completamente de comprar una hogaza en Pressburg. Esa charlatana mujer revolvió
todas mis ideas, y debí haberlo dejado en la barra o...
—La avena está también más disminuida de lo que lo
estaba esta mañana. —interrumpió el Sueco.
¿Porqué diantres tenía que haber llamado la atención
sobre eso? pensé, furioso.
—Hay suficiente para mañana —dije, gesticulando
vigorosamente—, y podemos obtener mucho más en Komorn o Gran. En veinticuatro
horas estaremos a millas de aquí.
—Eso espero... por Dios —murmuró, guardando de nuevo
las cosas en el saco—. A menos que seamos reclamados primero como sacrificio. —agregó
con una risa estúpida. Arrastró el saco dentro de la tienda, por seguridad
supongo, y le escuché farfullar para sí mismo, pero de manera tan confusa que
resultó natural para mí desentenderme de sus palabras.
Nuestra cena fue, sin duda, sombría; y la comimos en
silencio. Luego nos aseamos y nos preparamos para la noche y, una vez que
estuvimos fumando, nuestras mentes libres de cualquier tarea definida, la
aprehensión que había sentido durante todo el día se hizo más y más aguda. No
era en aquel momento un miedo activo, me parece, pero la misma vaguedad de su
origen me perturbaba mucho más que si hubiera podido etiquetarlo y hacerle
frente. El extraño sonido que yo había comparado con la nota de un gong se
tornó ahora casi incesante, y llenaba la quietud de la noche con un continuo
resonar. En un momento estaba detrás; y en otro, enfrente. Algunas veces me
imaginaba que venía desde los arbustos a la izquierda; y luego, nuevamente,
desde las arboledas a la derecha. Más frecuentemente, flotaba directamente
sobre nosotros como un rumor de alas. Realmente estaba en todos lados al mismo
tiempo, detrás, enfrente, a los lados y sobre nosotros, rodeándonos
completamente. El sonido realmente desafiaba toda descripción. Nada en mi
memoria puede compararse con aquel zumbido incesante y embozado que se elevaba
desde aquel desierto mundo de sauces y pantanos.
Estábamos sentados, la tensión aumentando a cada
minuto. El rasgo más terrible de la situación era para mí el hecho de que no
sabíamos que esperar, y por lo tanto, no podíamos realizar ningún tipo de
preparativos a manera de defensa. No podíamos anticipar nada. Las explicaciones
que había fabricado en la mañana, ahora, más bien, venían a asediarme por su
naturaleza absurda y completamente insatisfactoria; y era cada vez más claro
que alguna especie de llana conversación con mi compañero era inevitable, lo
quisiera o no. Después de todo, teníamos que pasar la noche juntos, y dormir en
la misma tienda uno junto otro. Me di cuenta de que yo no podría aguantar mucho
tiempo más sin el apoyo de su mente, y esa era la razón de la necesidad de una
charla. De cualquier manera, tanto como fuera posible yo posponía ese pequeño
clímax, y trataba de ignorar o reírme de las frases ocasionales que el profería
en el vacío.
Algunas de estas frases eran más bien inquietantes
para mí, viniendo a corroborar mucho de lo que yo sentía por mi parte; una
corroboración que venía desde un punto de vista completamente diferente al
mío... lo que la hacía mucho más convincente. El componía frases tan extrañas,
y las arrojaba sobre mí de un modo tan inconsecuente, que parecía como si su
principal línea de pensamiento fuera desconocida para él mismo, y estos
fragmentos fueran simplemente trozos imposibles de digerir. Y se libraba de
ellos pronunciándolos. El habla le aliviaba. Era como estar enfermo.
—Hay cosas aquí, alrededor, estoy seguro, que
anhelan el desorden, la desintegración, la destrucción; nuestra destrucción —dijo
una vez, mientras la fogata llameaba entre los dos—. En algún lugar nos hemos
extraviado de la línea segura.
Y en otro momento, cuando los sonidos del gong se
habían hecho más cercanos, resonando más fuerte que antes y directamente sobre
nuestras cabezas, él dijo como hablado para sí mismo:
—No creo que algo pudiera guardar algún registro de
eso. El sonido no viene hacia mí por los oídos en lo absoluto. Las vibraciones
me alcanzan de una manera completamente diferente, parecen estar dentro de mí,
y esa es precisamente la manera en que un sonido tetradimensional se hace
escuchar.
Voluntariamente, no di ninguna respuesta, sino que
me aproximé un poco más al fuego y miré alrededor en la oscuridad. Las nubes se
cernían en el cielo, y ni un rastro de luz de luna pasaba a través de ellas.
Muy quieto, también, estaba todo, el río y las ranas tenían su propios asuntos
con que lidiar.
—Tiene una cualidad —prosiguió— que está
completamente fuera de la existencia cotidiana. Es algo desconocido. Sólo una
cosa lo describe verdaderamente, es un sonido inhumano; quiero decir, un sonido
ajeno a la humanidad.
Habiéndose librado de ese bocado indigesto, quedó
tranquilo por un tiempo, pero había expresado tan admirablemente mi propio
sentimiento que fue un alivio ver el pensamiento manifiesto, verlo confinado
por la limitación de las palabras en lugar de rondando de un lado a otro por la
mente..
¿Podré olvidar algún día la soledad de ese
campamento en el Danubio? ¿La sensación de estar completamente solo en un
planeta vacío? Mis pensamientos corrían incesantemente sobre las ciudades y las
moradas de los hombres. Hubiera dado mi alma, proverbialmente, por la sensación
de aquellos poblados bávaros por los que habíamos pasado tangencialmente; por
los usuales y humanos lugares comunes; campesinos bebiendo cerveza, mesas bajo
los árboles, la cálida luz del sol, y un ruinoso castillo sobre las rocas tras
una iglesia de tejado rojo. Incluso los turistas hubieran sido bienvenidos. Sin
embargo mi temor no era un ordinario temor sobrenatural. Era infinitamente
mayor, más extraño, y parecía surgir de algún sombrío y ancestral sentido de
terror, más profundamente perturbador que cualquier cosa que yo hubiera
conocido o soñado antes.
Nos habíamos extraviado, como dijo el Sueco, hacia
alguna región o alguna combinación de circunstancias donde los riesgos eran
grandes, y sin embargo ininteligibles para nosotros; donde las fronteras de un
mundo desconocido reposaban cercanas a nosotros. Era un lugar dominado por los
habitantes de algún espacio externo, una especie de abertura desde donde podían
espiar la Tierra, ellos mismos invisibles, un punto donde el velo intersticial
se había desgastado un poco, haciéndose más delgado. Como resultado final de
una permanencia demasiado prolongada ahí, seríamos transportados más allá del
límite y privados de los que llamábamos nuestras vidas; no obstante, no por
medios físicos, sino mentales. En ese sentido, como él había dicho, debíamos
ser víctimas de nuestra aventura, un sacrificio.
Ellos nos afectaron de maneras diferentes, a cada
uno en la medida de su sensibilidad y poder de resistencia. Yo los traducía, de
manera vaga, en personificaciones de poderosos elementos perturbados,
invistiéndolos con el horror de un deliberado y maléfico propósito, resentidos
por nuestra audaz intrusión en su lugar de engendramiento; mientras que mi
amigo los pensaba en la poco original forma de una intromisión dentro de un
templo arcaico, un lugar donde los antiguos dioses aún conservaban su dominio,
donde las fuerzas emocionales de pasados adoradores aún se mantenían, y la
porción ancestral del Sueco le sometía al viejo hechizo pagano. Y de cualquier
manera, aquí estaba un lugar no manchado por el hombre, su pureza preservada
por los vientos que impedían la torpes influencia humana, un lugar donde
agentes espirituales se encontraban cercanos y activos. Nunca, antes o después,
había sido yo atacado por esas indescriptibles sensaciones de una “región
externa”, de otro esquema de vida, de una evolución ajena, divergente de la
humana Y al final, nuestras mentes sucumbirían bajo el peso de su horrendo
conjuro, y seríamos arrastrados a través de la frontera hacia su mundo.
Pequeñas cosas atestiguaban de la sorprendente
influencia del lugar; y ahora, en el silencio junto al fuego, se dejaban
percibir a través de la mente. La atmósfera misma se había mostrado como un
medio de amplificación para distorsionar cualquier indicio: la nutria rodando
en la corriente; el barquero apresurado, haciendo signos; los sauces
cambiantes; todo ello había sido despojado de su carácter natural y revelaba
ahora algo de su otro aspecto, aquel que existía en el borde de aquella otra
región. Y este mudado aspecto parecía presentarse a mí no únicamente en tanto
que individuo, sino en tanto que miembro de la raza humana. La experiencia cuyo
margen tocábamos era totalmente desconocida para la humanidad. Era un nuevo
orden de experiencia; un orden ultraterreno, en el verdadero sentido de la
palabra.
—Es ese propósito deliberado, calculado, lo que reduce
el temple de uno a cero —dijo el Sueco súbitamente, como si hubiera estado
siguiendo mis pensamientos—. De otra manera la imaginación podría ser la
explicación de todo. Pero el canalete, la canoa, la comida mermada...
—¿No lo he explicado todo? —interrumpí
violentamente.
—Lo has hecho —contestó secamente—. En verdad lo has
hecho.
Hizo otras observaciones, como era ya usual, acerca
de lo que él llamaba “la clara determinación de proveer una víctima”; pero,
habiendo organizado mejor mis pensamientos, reconocí que esto era simplemente
el lamento de un alma aterrorizada en contra de la certeza de estar bajo ataque
en una parte vital, de que alguna manera sería tomado o destruido. La situación
exigía un coraje y una frialdad de razonamiento que ninguno de los dos podía
alcanzar, y nunca antes había yo estado tan claramente cierto de la existencia
de dos personas en mí: una que daba explicación a todo; y otra que, al tiempo
que se burlaba de las estúpidas explicaciones, se encontraba en un completo
estado de terror. Mientras tanto, en la negra noche, el fuego languidecía y la
pila de leña disminuía. Nadie se movió para volver a proveer la reserva y, consecuentemente,
la oscuridad nos cercó estrechamente. Unos cuantos pasos más allá del círculo
de luz todo estaba negro como tinta china. Ocasionalmente, un soplo extraviado
del viento ponía a temblar los sauces a nuestro alrededor; pero aparte de este
sonido, no demasiado acogedor, reinaba un profundo y deprimente silencio, roto
tan sólo por el gorgoteo del río y el zumbido del aire sobre nuestras cabezas.
Ambos extrañábamos, me parece, la estrepitosa compañía de los vientos.
Después de un rato, en un momento en que una ráfaga
aislada se prolongó tanto que parecía que los vientos iban a retornar, alcancé
mi punto de saturación, el punto en que era absolutamente necesario encontrar
alivio en una llana conversación o de lo contrario traicionarme a mí mismo con
alguna extravagancia histérica cuyos efectos serían peores en ambos. Pateé la
fogata alzando una llamarada, y me dirigí abruptamente a mi compañero. Él miró
sorprendido.
—No puedo ocultarlo más —dije—. No me gusta este
lugar, ni esta oscuridad, ni estos sonidos, ni las sensaciones horribles que
vienen a mí. Hay algo aquí que me supera completamente. Me encuentro en un
estado de absoluto terror, y esa es la única verdad. Si la otra orilla es...
diferente, ¡juro que estaría inclinado a ir nadando hacia ella!
La cara del Sueco se torno muy pálida bajo el
profundo bronceado de sol y viento. Me miró directamente y respondió con
tranquilidad, pero su voz traicionaba su enorme excitación por su artificial
calma. Por el momento, en todos los sentidos, él era el hombre fuerte de los
dos. Era más flemático, por decir algo.
—No es una condición física, de la que podamos
evadirnos huyendo de ella —replicó, en el tono de un doctor que diagnostica
alguna grave enfermedad—. Debemos sentarnos y esperar. Cerca de aquí hay
fuerzas que podrían matar una manda de elefantes en una segundo, con la misma
facilidad con que tú o yo aplastamos una mosca. Nuestra única oportunidad es
permanecer en una inercia total. Nuestra insignificancia tal vez pueda
salvarnos.
Una docena de interrogantes subieron a mi rostro,
pero no encontraron su expresión en palabras. Era exactamente como escuchar la
descripción de una enfermedad cuyos síntomas me intrigaran.
—Me refiero a que hasta ahora, aunque percatados de
nuestra irritante presencia, aún no nos han encontrado; no nos han
“localizado”, como dicen los americanos. Están palpando torpemente, como
hombres que buscan una fuga de gas. El canalete y la canoa y las provisiones lo
prueban. Pienso que pueden sentirnos, pero no pueden realmente vernos. Debemos
permanecer con la mente tranquila, son nuestras mentes lo que ellos pueden
sentir. Debemos controlar nuestros pensamientos, o todo se acabó para nosotros.
—La muerte, ¿quieres decir? -me tambaleé, helado
ante el horror de su insinuación.
—Algo peor... mucho peor —dijo—. La muerte, de
acuerdo a la creencia de algunos, significa o bien aniquilación o bien una
liberación de las limitaciones de los sentidos, pero no implica una cambio de
naturaleza. Uno no se altera súbitamente por el simple hecho de haber perdido
el cuerpo. Pero lo que hay aquí implica una alteración radical, una completa
mutación, un horrenda pérdida del yo por sustitución mucho peor que la muerte,
mucho más horrenda que la aniquilación. Hemos incurrido en el error de acampar
en un lugar en donde su mundo toca el nuestro, donde el velo intersticial se ha
hecho más delgado.
¡Horror! Él estaba usando mi propia frase, las
mismas palabras, y por tanto, ellos pueden percatarse de nuestra cercanía.
—¿Pero quiénes? —pregunté.
Olvidé la agitación de los sauces en la calma sin
viento, el zumbido en lo alto, todo excepto que estaba esperando por una
respuesta que temía más de lo que me es posible explicar. Él bajó
inmediatamente la voz para responder, inclinándose un poco sobre el fuego, un
cambio indefinible en su rostro me hizo esquivar su mirada y mirar al suelo.
—Toda mi vida —dijo— he estado efectiva,
extrañamente consciente de otra región, una región no muy lejana de nuestro
mundo, en cierto sentido, pero completamente diferente en su naturaleza, donde
grandes cosas suceden incesantemente, donde personalidades inmensas y terribles
se mueven; vastos e inexorables designios comparados con los cuales nuestros
asuntos terrenales, el surgimiento y caída de las naciones, los destinos de los
imperios, el sino de ejércitos y continentes, no son más que polvo en la
balanza; vastos designios, quiero decir, que operan directamente sobre el
espíritu, y no indirectamente sobre ciertas manifestaciones del espíritu...
—Sugiero que ahora... —comencé a decir, buscando
acallarlo, sintiendo como si estuviera frente a frente con un lunático. Pero
inmediatamente me dominó con su torrente irrefrenable de pensamientos.
—Tú crees —dijo— que se trata del espíritu de los
elementos, y yo creía que tal vez se tratara de los dioses antiguos. Pero te lo
digo ahora: no es ninguno de los dos. Esas serían entidades comprensibles,
porque ellas tienen relaciones con los hombres, dependiendo de ellos para la
adoración o para el sacrifico; mientras que estos seres que están ahora entre
nosotros no tienen absolutamente nada que ver con la humanidad, y es un mera
casualidad que su espacio se cruce en este preciso lugar con el nuestro.
El mero concepto, cuyas palabras hacían tan
convincente mientras las escuchaba ahí en la obscura quietud de la isla
solitaria, me hizo estremecerme un poco. Me resultó imposible controlar mis
movimientos.
—Y ¿qué propones? —dije.
—Un sacrificio, una víctima puede salvarnos
distrayéndolos hasta que podamos escapar —prosiguió—, tal como los lobos se
detienen para devorar a los perros y dan al trineo una nueva oportunidad.
Pero... no veo la posibilidad de ninguna otra víctima ahora.
Le miré con una mirada ausente. El brillo de sus
ojos era horrible. Luego continuó.
—Son los sauces, desde luego. Los sauces enmascaran
a los otros, pero los otros están palpando en busca de nosotros. Si dejamos que
nuestras mentes traicionen nuestro miedo estamos perdidos, completamente
perdidos.
Me miró con una expresión tan sosegada, tan
determinada, tan sincera, que ya no pude tener más dudas acerca de su lucidez.
Él se encontraba tan lúcido como nunca lo estuvo hombre alguno.
—Si podemos aguantar la noche —agregó— podremos
escapar por la mañana sin ser notados o, más bien, sin ser descubiertos.
—Pero realmente crees que un sacrificio podría...
Mientras hablaba, aquel sonido de gongs pareció caer
desde una altura muy baja, pero fue el rostro espantado de mi amigo lo que
realmente me hizo detenerme.
—¡Silencio! —susurró, levantando la mano—. No los
menciones más de lo que puedes aguantar. No te refieras a ellos con un nombre.
Nombrar es revelar; es la pista inevitable, y nuestra única esperanza yace en
no prestarles atención para que ellos, a su vez, nos ignoren.
—¿Incluso en el pensamiento?
—Especialmente en el pensamiento. Nuestros
pensamientos trazan espirales en su mundo. Debemos mantenerlos fuera de nuestras
mente a toda costa.
Reuní el fuego con un rastrillo, buscando evitar el
dominio absoluto de la oscuridad. Nunca he anhelado por el sol con tanta fuerza
como lo hice entonces, en la horrenda negrura de aquella noche de verano.
—¿Estuviste despierto toda la noche? -prosiguió
súbitamente.
—Pude dormir superficialmente un poco antes del amanecer,
—respondí evasivamente— pero el viento, desde luego...
—Lo sé. El viento no puede explicar todos esos
sonidos.
—Entonces, ¿tú lo escuchaste también?
—Escuché esos múltiples, incontables pequeños pasos.
—dijo; agregando, después de un momento de vacilación— Y ese otro sonido...
—¿Te refieres a ese sonido sobre la tienda, y la
presión de algo colosal, gigantesco, sobre nosotros?
Asintió.
—Fue como el comienzo de una especie de sofocación
interna —dijo.
—Sí, en parte. Me pareció como si el peso de la
atmósfera hubiera sido alterado, hubiera sido aumentado monstruosamente, como
se intentaran aplastarnos.
—Y eso... —proseguí, determinado a sacarlo todo, apuntando
hacia arriba donde el sonido de gong zumbaba incesantemente, fluctuando como el
viento—. ¿Qué sacas de eso?
—Es su sonido —susurró gravemente—. Es el sonido de
su mundo, la presencia vibrante de su región en la nuestra. La línea divisoria
es aquí tan delgada que rezuma de alguna manera. Pero, si escuchas con
atención, encontraras que no sólo cae sobre de nosotros sino que nos rodea.
Está en los sauces. Es el murmullo de los sauces, porque aquí los sauces han
sido transformados en símbolos de las fuerzas que están contra nosotros.
No podía entender exactamente lo que él quería decir
con esto, sin embargo las ideas y pensamientos que había en mi mente eran las
ideas y pensamientos que había en la suya. Yo percibía de lo que el percibía,
sólo que con una inferior capacidad de análisis. Estaba a punto de decirle
acerca de mi alucinación de las figuras ascendentes y los sauces animados,
cuando súbitamente acercó su cara a la mía a través de la luz de la fogata y
comenzó a hablar un serio tono susurrante. Me sorprendió su calma y presencia
de ánimo, su aparente control de la situación.¡Este hombre al que por años
había considerado falto de imaginación, estólido!
—Ahora escucha —dijo—, la única cosa que podemos
hacer es proseguir como si no hubiera pasado nada, seguir nuestras actividades
usuales, irnos a dormir, y todo eso; fingir que no sentimos ni notamos nada. Es
una cuestión puramente mental, y entre menos pensemos en ello, más
posibilidades tendremos de escapar. ¡Sobre todo, no pensar; porque lo que uno
piensa, sucede!
—Muy bien. —logré responder, simplemente atónito por
sus palabras y la extrañeza de todo el asunto—. Muy bien, lo intentaré, pero
antes dime una cosa. ¿Qué sacas de estos agujeros en el suelo a nuestro
alrededor, estos embudos de arena?
—¡No! —gritó, olvidando la cautela en su excitación—.
No puedo, simplemente no puedo... poner esos pensamientos en palabras. Si no lo
has adivinado me alegro por ti. No lo intentes. Ellos lo han puesto dentro de
mi cabeza; trata con todas tus fuerzas de evitar que lo pongan en ti.
De nuevo redujo su voz a un susurro antes de haber
terminado, y yo no insistí. Había ya en mí tanto horror como podía aguantar. La
conversación terminó, y fumamos lentamente nuestras pipas en silencio.
Entonces algo sucedió, algo aparentemente sin
importancia, como suele suceder cuando los nervios están en un estado de
inmensa tensión, y este pequeño acontecimiento me dio por instante una punto de
vista completamente diferente. Por casualidad miré mis zapatos para arena, del
tipo que usamos en la canoa, y la observación mi dedo gordo sobresaliendo del
agujero me recordó súbitamente la tienda en Londres donde los había comprado:
la dificultad que el hombre tuvo para hacérmelos calzar; y otros detalles de la
indiferente, aunque práctica, operación. En seguida, en este tren de
pensamientos, vino a mí una visión panorámica del incrédulo mundo en el que
estaba acostumbrado a vivir. Pensé en bistecs asados, y en la cerveza, en
carros motorizados, policías, bandas musicales, y una docena de otras cosas que
proclamaban el alma de lo ordinario o lo utilitario. El resultado fue inmediato
y sorprendente, incluso para mí. Psicológicamente, supongo, fue simplemente una
súbita y violenta reacción después del desgaste de vivir en una atmósfera de
cosas que para la conciencia normal eran imposibles e increíbles. Pero, en
cualquier caso, esto levantó momentáneamente el hechizo que había en mi
corazón, y me dejó, por el corto espacio de un minuto, sintiéndome libre y
completamente imperturbable. Miré a mi amigo al otro lado.
—¡Tú, condenado, viejo idólatra! —grité, riéndome en
su cara— ¡Tú, fantasioso idiota! ¡Supersticioso pagano! Tú...
Me detuve a la mitad, alcanzado de nuevo por el
antiguo terror. Traté de ahogar el sonido de mi voz como si se tratara de algo
sacrílego. El Sueco, desde luego, lo había escuchado también: ese extraño
lamento sobre nuestras cabezas en la oscuridad, y esa súbita depresión del aire
como si algo se hubiera acercado. Si piel se había tornado de un blanco ceniciento
bajo el bronceado. Se levantó frente al fuego con la espalda erguida, rígido
como un báculo, mirándome fijamente.
—Después de eso, ¡tenemos que irnos! —dijo, con una
especie de desamparada y frenética expresión—. No podemos quedarnos ahora;
debemos guardar la tienda e irnos en este mismo instante, y seguir sin parar...
río abajo.
Estaba hablando, pude observarlo, de una manera
salvaje; sus palabras dictadas por un abyecto terror, el terror al que se había
resistido por tanto tiempo, pero que finalmente le había atrapado.
—¿En la oscuridad? —exclamé, estremeciéndome ante mi
histérico arrebato, pero percatándome mejor que él de nuestra situación—. ¡Una
completa insensatez! El río se desborda, y sólo tenemos un canalete. Además,
¡sólo nos internaremos más en su región! ¡Por cincuenta millas adelante no hay
nada más que sauces, sauces, sauces!
Él se sentó de nuevo. Nuestra posición, por uno de
esos cambios caleidoscópicos que la naturaleza adora, se había invertido de
improviso, y el control de nuestras fuerzas de reserva pasó a mis manos. Su
conciencia había llegado finalmente a su punto de decaimiento.
—¿Qué diablos te poseyó para hacer una cosa así? —susurró,
con un asombro de genuino terror en su voz y su rostro.
Caminé hacia su lado de la fogata. Tomé sus dos
manos en las mías, arrodillándome junto a él y mirando directamente en sus ojos
aterrados.
—Haremos una nueva fogata —dije firmemente— y luego
entraremos para dormir. Al amanecer partiremos a toda velocidad. Ahora,
contrólate un poco, y recuerda el consejo que me diste de no pensar en eso.
No dijo nada más, y vi que estaba de acuerdo y
colaboraría. También, en alguna medida, fue un alivio poder levantarnos y hacer
una incursión en la oscuridad en busca de leña. Permanecimos juntos, casi
espalda contra espalda, andando a tientas entre los arbustos y a lo largo de la
ribera. El zumbido encima de nosotros no cesaba, sino que parecía hacerse más
fuerte a medida que nos alejábamos del fuego. ¡Era una vacilante expedición!
Nos encontrábamos avanzando, desgarrando la maleza por entre una tupida
arboleda de sauces donde algo de leña de una inundación anterior había quedado
atrapada entre las ramas; cuando mi cuerpo fue atrapado en un abrazo que casi
me hizo caer sobre la arena. Era el Sueco. Había caído contra mí, y se había
agarrado de mí para evitar la caída. Escuché su aliento yendo y viniendo en
cortos suspiros.
—¡Mira! ¡Por mi alma! —susurró, y entonces supe lo
que era escuchar lágrimas de terror en la voz de un ser humano. Estaba
señalando al fuego, a unos cincuenta pies de distancia. Yo seguí la dirección
que su dedo apuntaba, y juro que mi corazón contuvo su latir. Ahí, frente al pálido
brillo de la fogata, algo se movía.
Lo vi como si mirara a través de un velo frente a
mis ojos, parecido el telón de gasa que cuelga en la parte trasera de lo
teatros, un tanto neblinoso. No era figura humana, pero tampoco era animal. Me
daba la impresión de ser algo tan enorme como un grupo de animales, como
caballos, dos o tres, moviéndose lentamente. El Sueco tuvo una impresión
similar, sólo que la expresó de una manera diferente, porque él los concibió
como algo con la figura y el tamaño de un conglomerado de arbustos, de forma
redondeada en la parte superior, completamente agitado en su superficie,
“enroscándose sobre sí mismo como el humo”, dijo después.
—Lo vi asentarse entre de los arbustos —lloró sobre
mí—. ¡Mira! ¡Por Dios! ¡Viene hacia nosotros! ¡Oh, oh! —soltó una especie de
llanto sibilante—. ¡Nos han encontrado!
Yo dirigí una temerosa mirada, la cual sólo me
permitió ver que la sombría figura avanzaba oscilando hacia nosotros a través
de los arbustos, y luego caí hacia atrás sobre las ramas con un estruendo.
Éstas, desde luego, no pudieron aguantar mi peso; así que, con el Sueco sobre
mí, caímos en complicado hacinamiento sobre la arena. Difícilmente sabía yo lo
que estaba sucediendo. Estaba al tanto tan sólo de una especie de sensación envolvente,
de un helado terror que arrancaba mis nervios fuera de su cubierta carnal, los
torcía en un sentido o el otro, y los dejaba estremecidos. Mis ojos estaban
cerrados fuertemente; algo en mi garganta comenzó a estrangularme; una
sensación de que mi consciencia estaba expandiéndose, extendiéndose en el
espacio, rápidamente cedió lugar a la sensación de que me estaba desvaneciendo
por completo, a punto de morir.
Un agudo espasmo de dolor pasó por mi cuerpo, y me
di cuenta de que el Sueco me había abrazado de una manera tan fuerte que el
dolor era abominable. Era la misma posición en que me había abrazado al caer.
Pero fue el dolor, me declaró él después, lo que me salvó; me hizo olvidarlos y
pensar en otra cosa en el instante mismo en que estaba a punto de ser
descubierto por ellos. Cerró mi mente para ellos en el momento en que sus
palpos se posaban sobre mí, justo a tiempo de evadir su terrible sujeción. Él
mismo, comenta, se desmayó en ese exacto momento, y eso fue su salvación. Yo
sólo recuerdo que algún tiempo después, imposible determinar cuánto, me
encontré revolviendo con las manos en el resbaladizo tejido de las ramas de los
sauces, y vi a mi compañero de pie frente a mí ofreciéndome una mano para
ayudarme. Le miré fijamente con un aire deslumbrado, frotándome el brazo que el
me había torcido. De alguna manera, no tenía nada que decir.
—Perdí el conocimiento por un momento —le escuché
decir—. Eso es lo que me salvó. Me hizo dejar de pensar en ellos.
—Casi me partes el brazo en dos. —dije, pronunciando
el único pensamiento consciente que había en mí por el momento. Un aturdimiento
cayó sobre mí.
—¡Y eso es lo que te salvó! —respondió—. Entre los
dos logramos ponerlos sobre una pista falsa. El zumbido ha cesado. Se ha ido...
por lo menos por ahora.
Una ola de risa histérica se apoderó de mí, y esta
vez contagió a mi amigo también. Eran grandes ráfagas de sonoras carcajadas que
nos trajeron una gran sensación de alivio. Retornamos junto a la fogata y
colocamos la leña para que las llamas se elevaran de nuevo. Luego vimos que la
tienda se había derrumbado y yacía revuelta en el piso. La recogimos, y en el
proceso tropezamos más de una vez, los pies atrapados en la arena.
—Son esos embudos de arena —exclamó el Sueco, cuando
la tienda estaba de nuevo de pie y el fuego iluminaba por varias yardas a
nuestro alrededor—. ¡Y mira su tamaño!
En todo el espacio alrededor de la tienda y del
fuego donde habíamos visto a las sombras avanzando había profundas depresiones
con la forma de embudos sobre la arena, iguales exactamente a los que habíamos
encontrado a lo largo de la isla, sólo que mucho más grandes y profundos,
bellamente formados; y lo suficientemente amplios, en algunos casos, como para
admitir todo el largo de una pierna. Ninguno de nosotros dijo una sola palabra.
Ambos sabíamos que dormir era lo más seguro que podíamos hacer, y nos dirigimos
a la cama sin más dilación, habiendo primero arrojado arena sobre el fuego y
llevado el saco de las provisiones y el canalete restante dentro de la tienda
con nosotros. Movimos la canoa también, la dejamos tan cerca de la tienda que
nuestros pies la tocaban, y el menor movimiento nos haría despertar.
También, previendo una emergencia, nuevamente nos
acostamos con la ropa puesta, preparados para cualquier sobresalto repentino.
Era mi firme intención el permanecer despierto toda la noche, vigilando; pero
el agotamiento de mis nervios y de mi cuerpo decretaron de otra manera, y el
sueño, después de un rato cayó sobe mí como una agradable frazada de olvido. El
hecho de que mi compañero durmiese aceleró el acercamiento de mi propio sueño.
Al principio él se agitaba nerviosamente, y constantemente se incorporaba
preguntándome se iba había escuchado esto o aquello. Se sacudía en su yacija de
corcho, y decía que la tienda se había movido y que el río se había elevado
sobre el nivel de la isla; pero cada vez que yo salía a mirar, volvía con el
reporte de que todo estaba bien, y finalmente se calmó y permaneció tranquilo.
Entonces su respiración se hizo regular y escuché inconfundibles sonidos de
ronquidos; la primera y única vez en mi vida en que los ronquidos han sido para
mí algo bienvenido y reconfortante. Recuerdo que esto fue la última idea en mi
mente antes de quedarme dormido.
Una dificultad en la respiración me despertó, y
encontré la frazada cubriendo mi rostro. Pero algo más aparte de la frazada
estaba presionando sobre mí, y mi primer pensamiento fue que mi compañero había
rodado en sueños de su yacija a la mía. Le llamé y me enderecé, y en ese
momento supe que la tienda estaba rodeada. Aquel sonido de una multiplicidad de
suaves pasos era de nuevo audible afuera, llenando la noche de horror. Le llamé
de nuevo, más fuerte que antes. No respondió, pero yo ya no escuchaba sus
ronquidos, y noté también que la puerta estaba abierta. Esto era un pecado
imperdonable. Me arrastré en la oscuridad para asegurarla, y fue entonces
percaté sin lugar a dudas de que el Sueco no estaba dentro. Se había ido.
Salí corriendo enloquecido, lleno de una horrenda
agitación, y al momento de salir me sumergí en una especie de torrente de
zumbidos que me rodeaban completamente y venían de cada cuadrante del cielo a
la vez. Era el mismo zumbido familiar... ¡pero fuera de quicio! Un enjambre de
gigantescas abejas invisibles parecían estar volando en el aire junto a mí. El
sonido parecía hacer más densa la atmósfera, y sentí que mi pulmones trabajaban
con dificultad. Pero mi amigo estaba en peligro, y yo no podía acobardarme.
Estaba a punto de amanecer, y una débil luz
blanquecina se esparcía hacia arriba sobre las nubes desde un delgada línea de
claridad en el horizonte. No se alzaba ningún viento. Apenas podía distinguir
los arbustos y el río frente a mí, y los pálidos parches de arena. En mí
excitación, corrí frenéticamente de un lugar a otro de la isla, llamándole por
su nombre, gritando con toda la fuerza de mi voz las primeras palabras que
venían a mi mente. Pero los sauces ahogaron mis gritos, y su zumbido los
embozó, el sonido de mi voz viajó tan sólo a unos cuantos pies a mi alrededor.
Me sumergí entre los arbustos, tropezando con las ramas, cayendo boca abajo y
rasguñándome el rostro al tiempo que avanzaba trabajosamente a través de la
resistencia de las ramas. Entonces, de manera completamente inesperada, salí a
uno de los extremos de la isla y vi una sombría figura delineada contra el agua
y el cielo. Era el Sueco. ¡Tenía ya un pie en el agua! Un momento más y hubiera
dado el salto.
Me arrojé sobre él, estrechando mis brazos alrededor
de su cintura y arrastrándolo hacia la ribera con todas mis fuerzas. El luchó
furiosamente, desde luego, todo ese tiempo haciendo un sonido igual al de ese
maldito zumbido, y utilizando las frases más extravagantes en su furia, frases
acerca de “ir dentro de Ellos”, y “tomar el camino del agua y del viento”, y
sólo Dios sabe que más; en vano traté de recordarlas después, pero en ese
momento me llenaron de horror y asombro. Al final logré llevarlo a la relativa
seguridad de la tienda, y lo arrojé maldiciendo y sin aliento sobre la yacija,
donde lo mantuve hasta que el acceso hubo pasado.
Pienso que el carácter súbito con el que todo esto
pasó logrando él la calma, coincidiendo con el cese igualmente abrupto del
zumbido y los pasos en el exterior, fue probablemente la parte más extraña de
todo este asunto. Porque apenas había él abierto sus ojos y vuelto su cansado
rostro hacia mí, cuando finalmente surgió la luz del amanecer, arrojando una
pálida luz sobre su rostro a través de la puerta; y entonces él dijo, con una
absoluta seriedad, como un niño asustado:
—Es mi vida, viejo amigo; es mi vida lo que te debo.
Pero todo ha terminado ya, de cualquier manera. ¡Ellos encontraron una víctima
en este lugar!
Y entonces el se arrojó sobre sus cobijas y
literalmente se quedó dormido frente a mis ojos. Simplemente perdió el sentido,
y comenzó a roncar de nuevo tan saludablemente como si nada hubiese sucedido y
él nunca hubiese intentado ofrecer su propia vida en sacrifico arrojándose al
río. Y cuando la luz del sol le despertó tres horas después, horas de incesante
vigilia para mí, me resultó tan evidente que él no recordaba en absoluto lo que
había intentado hacer que me pareció más prudente contenerme y no formular
preguntas peligrosas. Despertó de manera suave y natural, como he dicho, cuando
el sol ya estaba en lo alto de ese cielo tranquilo, e inmediatamente se levantó
y se puso a preparar el fuego para el desayuno. Lo seguí ansiosamente con la
mirada al bañarse, pero él no intento sumergirse, apenas y humedeció su cabeza
haciendo algunas observaciones sobre la frialdad del agua.
—El río disminuye por fin —dijo.
—El zumbido ha cesado también —dije yo.
Me miró silenciosamente con su expresión habitual.
Evidentemente, recordaba todo excepto su intento de suicido.
—Todo ha cesado —dijo— porque...
Dudó. Pero yo reconocí en sus pensamientos una
referencia a la observación que él había hecho antes de quedarse dormido, y
estaba determinado a saber de qué se trataba.
—Porque, ¿“han encontrado otra víctima”? —dije, con
una risa forzada.
—¡Exactamente! —respondió—. ¡Exactamente! Me siento
tan seguro de ello como si.... como si... me siento bastante seguro de nuevo,
es lo que quiero decir. -concluyó.
Comenzó a mirar con curiosidad a su alrededor. La
luz del sol caía en parches de calor sobre la arena. No hacía viento. Los
sauces estaban inmóviles. Lentamente se puso en pie.
—Ven —me dijo—. Creo que si buscamos, lo
encontraremos.
Se echó a correr, y yo le seguí. Llegó hasta la
ribera, revolvió con una vara entre los pequeños golfos de arena y las cavernas
y remansos, yo permanecía tras de él.
—¡Ah! —exclamó enseguida—. ¡Ah!
El tono de su voz de alguna manera traía de vuelta
una vívida sensación del horror de las últimas veinticuatro horas, y me apresuré
a unirme a su lado. Él estaba señalando con su vara a un gran objeto negro que
yacía entre el agua y la arena. Parecía estar atrapado por las retorcidas
raíces de los sauces y el río no podía arrastrarlo. El lugar debía haber estado
bajo el agua horas antes.
—Mira —dijo, con un tono tranquilo—, la víctima que
hizo nuestro escape posible.
Y cuando miré por sobre su hombro, vi que su vara
descansaba sobre el cuerpo de un hombre. La revolvió. Era el cadáver de un
campesino, y el rostro estaba oculto bajo la arena. Indudablemente, el hombre
se había ahogado horas antes, y el cuerpo debía haber sido arrastrado sobre
nuestra isla cerca del amanecer, en el mismo instante en que el acceso pasó.
—Debemos darle un entierro adecuado.
—Lo sé —respondí, y me estremecí un poco a mi pesar,
porque había algo en el aspecto del hombre que me dejaba helado.
El Sueco me dirigió una profunda mirada, una
expresión indescifrable, y comenzó a deslizarse por la ribera. Yo seguí con la
mirada sus movimientos, impasible. La corriente había arrastrado gran parte de
la vestimenta, el cuello y el pecho lucían desnudos.
Cuando yo estaba a medio camino de abandonar la
ribera, mi compañero se detuvo abruptamente y alzó su mano en señal de
advertencia; pero, o bien mi pie resbaló, o bien yo había ganado demasiado
impulso para poder detenerme, pues caí sobre él, obligándolo a dar un pequeño
salto intentando esquivarme. Rodamos los dos sobre la arena endurecida y
nuestros pies salpicaron en el agua y, antes de poder evitarlo, habíamos
impactado fuertemente contra el cadáver. El Sueco dejó escapar un ronco grito.
Y yo me arrojé hacia atrás como si hubiera recibido un disparo. Al momento en
que hicimos contacto con el cuerpo se elevó de su superficie un sonoro
murmullo, el rumor de múltiples zumbidos pasó como una vasta conmoción de seres
alados surcando el aire a nuestro alrededor y se elevó hacia el cielo,
haciéndose cada vez más débil hasta desaparecer en la distancia. Fue como si
hubiéramos perturbado la labor de una miríada de criaturas invisibles, pero
vivas.
Mi compañero aferró fuertemente mi brazo, y creo que
yo también me aferré a él pero, antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo
para recuperase del impacto, vimos que una agitación de la corriente estaba
haciendo virar el cuerpo y liberándolo de la sujeción de las raíces de los
sauces. En un instante había girado completamente boca arriba, el rostro inerte
mirando hacia el cielo. Estaba rozando la corriente principal. En cualquier
momento sería arrastrado por el río. El Sueco intento salvarlo, gritando algo
que no pude entender acerca de un “entierro adecuado”, y entonces cayó
súbitamente de rodillas sobre la arena cubriéndose los ojos con las manos.
Estuve junto a él en un instante. Vi lo que él había visto.
Porque en el momento en que el cuerpo era arrastrado
por la corriente, el rostro y el pecho desnudo fueron claramente visibles para
nosotros, mostrando cómo la piel y la carne estaban completamente mechados
mediante pequeños agujeros, delicadamente formados, y completamente iguales en
forma y tipo a los embudos de arena que habíamos hallado por toda la isla.
—¡Es su marca! —escuché a mi compañero murmurar sin
aliento—. ¡Su horrenda marca!
Y cuando aparté de nuevo la mirada de su pálido
rostro y miré al río, el torrente había terminado ya su labor, y el cuerpo
había sido ya arrastrado hacia la corriente central fuera de nuestro alcance y
casi fuera de vista, dando vueltas y vueltas en el agua, como una nutria.
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