Thomas Mann
Torre
di Venere me dejó el recuerdo de una atmósfera desagradable. Flotaba en el
aire, desde un principio, cierta contrariedad, irritación, sobreexcitación; se
produjo luego el choque con el terrible Cipola en cuya figura parecía
encarnarse y concentrarse amenazadora toda la malignidad del ambiente; figura
nefasta y harto impresionante para los ojos humanos.
El
desenlace resultó espantoso (posteriormente nos pareció que estaba determinado
de antemano por la misma naturaleza de las cosas) y la desgracia quiso, por
añadidura, que hasta los niños asistieran a ello. Fue una situación lamentable,
bastante extraña ya en sí, y que se debía a una mala inteligencia provocada por
las falaces promesas de aquel hombre tan pintoresco. Los niños no comprendieron
—¡gracias a Dios!— donde acababa el espectáculo y dónde comenzaba la
catástrofe, y se les dejó sumirse en la feliz ilusión de que todo había sido
mero teatro.
Torre
se halla situada a quince quilómetros, aproximadamente, de Porto Clemente, una
de las playas más frecuentadas del mar Tirreno. Con su elegancia urbana,
abarrotado durante varios meses, Porto Clemente brinda al turista una calle
abigarrada con bazares y hoteles, y a lo largo del mar, una amplia playa
cubierta de toldos, castillos engalanados con banderas y hombres bronceados,
así como la ruidosa animación de las diversiones. Como quiera que la playa,
bordeada por los bosques de pinos y dominada a poca distancia por las montañas,
conserva en toda la extensión de la costa su fina arena y su acogedora anchura,
no es de admirar que, muy pronto, se estableciera algo más lejos una
concurrencia más calmosa: Torre di Venere, en donde, desde luego, ya hace mucho
tiempo que hubiera sido vano buscar la torre a la que el lugar debe su nombre.
En cuanto lugar veraniego, es un rebrote del gran balneario vecino; durante
unos cuantos años, para algunas gentes, fue un sitio idílico, un refugio de
esos amigos del elemento marino que rehuyen las mundanidades. No obstante, tal
como ocurre siempre, la paz tuvo que abandonar a Torre para desplazarse un poco
más lejos, sobre la costa, a Marina Patriera, o Dios sabe adónde; la gente,
como todos sabemos, busca la paz y la expulsa abalanzándose sobre ella con una
pasión ridícula; e incluso es capaz de imaginarse que la paz no ha huido de
aquel lugar en que acaba de erigir su ruidosa feria.
En
la actualidad, Torre posee ya su «Grand Hotel»; se han establecido allí
numerosas casas de huéspedes, lujosas o sencillas; los propietarios e
inquilinos de las villas estivales y de los jardines poblados de pinos
bordeando el mar, ya no conocen la tranquilidad de la playa; en julio o en
agosto, el cuadro que ofrece el lugar en nada se diferencia ya del de Porto
Clemente. Por doquier, pululan niños vestidos con traje de baño que gritan,
gorjean y se disputan bajo el ardor de un sol que les pela la nuca, y los
vendedores de ostras, de refrescos, de flores, de adornos de coral y de al
burro pisan los miembros de las personas tendidas en la arena, anunciando a
grandes gritos su mercancía, con la voz llena y franca del Sur.
El lugar nos pareció bastante hermoso; desde
luego, juzgamos que habíamos llegado demasiado temprano. Era a mediados de
agosto y, por consiguiente, la temporada italiana se hallaba en su apogeo; no
es éste el momento más oportuno para los extranjeros que desean apreciar los
encantos de aquel lugar.
¡Qué
multitud, por las tardes, en los jardines de los cafés del paseo —por ejemplo,
en el «Esquisito», adonde solíamos ir de vez en cuando, y en donde nos servía
Mario, aquel mismo Mario del que hablaré más adelante—! Apenas es posible
encontrar una mesa libre y las orquestas, desentendiéndose una de otra,
entrecruzan recíprocamente sus melodías. Por añadidura, todas las tardes llegan
refuerzos de Porto Clemente, y es muy natural que Torre sea para los huéspedes
turbulentos de aquella ciudad de placeres una meta favorita de excursión, lo
que tiene por consecuencia que los automóviles «Fiat», que pasan en uno y otro
sentido, cubran los arbustos de laurel y oleandro, que bordean la carretera, de
un espeso polvo blanco; espectáculo que resulta pintoresco, pero repelente a la
luz.
A
decir verdad, es setiembre el mes en que se debe ir a Torre di Venere, cuando
el balneario se haya librado ya del gran público, o en el mes de mayo, antes de
que el mar alcance aquel grado de color que acabe por decidir a los
meridionales a sumergirse en sus aguas. Por lo demás, Torre no aparece tampoco
abandonada antes ni después de la temporada; pero, no obstante, es más
tranquila y menos «nacional». Bajo los quitasoles de los toldos y en los
comedores de las pensiones, se oye hablar, sobre todo, inglés, alemán y
francés, mientras en el mes de agosto el forastero encontrará los hoteles —por
lo menos el «Grand Hotel» en el que habíamos reservado nuestras habitaciones, a
falta de otras direcciones más personales— enteramente en manos de la buena
sociedad florentina y romana, hasta tal punto, que se sentirá aislado y en
determinados momentos le parecerá que no es más que un huésped de segunda
categoría.
Tal
fue la molesta experiencia que hicimos la misma noche de nuestra llegada, al
bajar al comedor con la intención de cenar y al indicarnos el jefe de los
camareros una mesa. No había nada que reprochar a dicha mesa; pero nos
cautivaba la vista de la terraza vecina, cuyos ventanales vidrieros daban sobre
el mar; estaba tan animada como la sala, pero no tan llena, y en las mesitas
brillaban unas diminutas lámparas con pantalla roja.
Los
niños se mostraron encantados con aquel esplendor y declaramos a los camareros,
simplemente, que preferíamos comer en la terraza; lo que sólo puso de
manifiesto nuestra ignorancia, según parecía, pues fuimos informados con una
cortesía algo forzada de que aquel puesto íntimo estaba reservado a «nuestros
parroquianos», ai nostri clienti.
¿A
nuestros clientes? Pero, ¡si también nosotros lo éramos! Y no sólo unos meros
transeúntes, efímeros, sino que íbamos a habitar la casa durante tres o cuatro
semanas, como huéspedes fijos. No pretendimos insistir para poner en claro la
diferencia existente entre gente como nosotros y aquella clientela que gozaba
el privilegio de comer a la luz de las lamparitas encarnadas, y acabamos
tomando el pranzo en la mesa que nos fue asignada en la sala, iluminada por la
luz ordinaria y común. La cena resultó, desde luego, bastante mediocre, según
la sempiterna norma hotelera, sin personalidad y aun poco sabrosa; más tarde,
encontramos mucho mejor la cocina de la «Pensión Eleonora», diez pasos más
alejada de la playa.
Allí
nos trasladamos, en efecto, antes de habernos instalado decididamente en el
«Grand Hotel», transcurridos tres o cuatro días: no por el atractivo de la
terraza y las lamparitas encarnadas, ya que los niños, amistando en seguida con
los camareros y botones, embrujados por los placeres del mar, olvidaron
rápidamente la seducción de las pantallas coloradas.
Pero,
chocando con determinados parroquianos de la codiciada terraza —o, mejor dicho,
tan sólo con la dirección del hotel, la cual se deshacía en complacencias ante
los mismos—, pronto surgió uno de aquellos conflictos que son capaces de
imprimir, desde un principio, el sello del desagrado a una estada veraniega.
Entre
dichos parroquianos se hallaban miembros de la alta aristocracia romana, un
príncipe X con su familia; y como quiera que las habitaciones de dicho grupo
eran inmediatas a las nuestras, la princesa —muy gran señora y al mismo tiempo
apasionada madre— quedó aterrorizada al descubrir los restos de una tos ferina
que poco antes afectara simultáneamente a nuestros hijos, y cuyos débiles ecos
tardíos continuaban interrumpiendo todavía de vez en cuando, durante la noche,
el sueño generalmente imperturbable del más pequeño.
Movida
la tal señora por un sentimiento de dignidad, y creyendo que la tos ferina se
contagia también por vía acústica, se quejó de ello ante el director del hotel
y éste —cumplido manager enlevitado— se apresuró a manifestarnos que era
absolutamente preciso que nos alojáramos en una dependencia anexa al
establecimiento.
Resultó
completamente inútil elevar protestas, alegando que la enfermedad del niño se
hallaba en su fase final, que se la debía considerar como acabada y que, desde
luego, no ofrecía peligro alguno para el medio ambiente. El máximo que se nos
concedió fue llevar el conflicto ante la autoridad médica, planteando el
problema con vistas a una decisión inapelable, al doctor del establecimiento;
única y exclusivamente a éste, y a ningún otro que hubiéramos podido proponer
nosotros mismos.
Aceptamos
dicho acuerdo, convencidos como estábamos de que de este modo la princesa
quedaría tranquilizada, evitándonos a la vez la molestia de un traslado.
Presentóse el doctor y dio pruebas de ser un leal servidor de la ciencia.
Auscultó al pequeño, dio por terminada la evolución de la dolencia y negó
rotundo la existencia del menor peligro. Ya nos suponíamos con derecho a dar
por resuelto el incidente; pero he aquí que el director del hotel nos declaró
inmediatamente que, a pesar del dictamen facultativo, era preciso dejar
nuestras habitaciones y que nos alojáramos en el anexo del establecimiento.
Tamaño
bizantinismo nos sublevó. Era inverosímil que la desleal testarudez con que
acabábamos de chocar pudiera atribuirse a la princesa. Sin duda, el servil
hotelero no se había atrevido siquiera a comunicarle el resultado del examen
médico. De todos modos, le dimos a comprender que preferíamos abandonar el
hotel, y, sin más tardar, preparamos nuestras maletas. No nos costaba mucho
obrar de esta manera, pues entretanto habíamos tenido ocasión de entablar relaciones
con la «Pensión Eleonora», cuyo aspecto amable e íntimo nos gustó desde el
primer momento, ganando una conocida altamente simpática en la persona de la
propietaria signora Angiolieri.
La
señora Angiolieri, graciosa dama de ojos negros, de tipo marcadamente toscano,
podía estar alboreando los treinta. Tenía la tez marfil mate de tantas mujeres
meridionales. Su esposo, hombre vestido con sumo esmero, silencioso y calvo,
poseía en Florencia un hotel bastante grande, y el matrimonio no dirigía la sucursal
en Torre di Venere sino en verano y a principios de otoño.
Sin
embargo, antaño —antes de su matrimonio— nuestra anfitriona había sido dama de
compañía e incluso amiga de la Duse, tiempos que ella misma consideraba, según
toda evidencia, como la época más grande y feliz de su vida, comenzando a
explicarnos recuerdos de la gran actriz trágica desde nuestra primera visita a
su casa.
Las
mesitas y estanterías del salón de la señora Angiolieri aparecían ornadas con
innumerables fotografías de la famosa actriz, animadas con afectuosísimas
dedicatorias, así como muchos otros recuerdos de su vida pretérita. Y aunque no
fuera totalmente, atrevido suponer que el culto de su interesante pasado
estaba, en cierto modo, destinado a acrecentar la atracción de su empresa
actual, escuchamos el relato que nos hacía, con su acento toscano staccato y
sonoro.
Mandamos
trasladar allí nuestro equipaje, con vivo sentimiento del personal del «Grand
Hotel», el cual —según costumbre italiana— quería mucho a los niños. Las habitaciones
que nos fueron asignadas eran independientes y agradables; era facilísimo el
contacto con el mar, por una avenida de plátanos jóvenes que conducía al paseo
de la playa; el comedor, en donde la propia señora Angiolieri servía la sopa a
sus huéspedes, era fresco y pulcro; el servicio, atento y complaciente, las
viandas excelentes.
Incluso
encontramos en la pensión a unos amigos de Viena con quienes podíamos platicar
ante la casa, después de la cena, y gracias a los cuales conocimos a otras
personas más. Nos sentimos felices de aquella mudanza y nada nos faltaba para
estar satisfechos de nuestra estancia.
Y,
sin embargo, no era posible encontrarnos completamente a gusto. Acaso nos
perseguía aún el motivo absurdo de nuestro cambio de alojamiento; en cuanto a
mí se refiere, confieso que me cuesta acomodarme al roce con ciertos modales
humanos —demasiado humanos—, como son el abuso cándido del poder, la injusticia
y la corrupción servil. Me preocuparon durante mucho tiempo, sumiéndome en
reflexiones irritadas cuya esterilidad es consecuencia de la excesiva facilidad
y naturalidad de esta clase de fenómenos.
A
pesar de todo, ni siquiera nos sentíamos enfadados con el «Grand Hotel». Los
niños continuaban cultivando sus amistades en él; el conserje les reparaba sus
juguetes rotos y, de vez en cuando, tomábamos el té en el jardín de dicho
establecimiento, no sin encontrar a la ya mencionada princesa, que, con sus
rojos labios, reforzados artificialmente con un matiz de coral, hacía su
aparición con pasos graciosamente seguros, para ver a sus amadísimos hijos,
confiados durante todo el día a la vigilancia de una señorita inglesa; no
parecía sospechar siquiera nuestra peligrosa vecindad, pues tan pronto ella
aparecía, quedó estrictamente prohibido a nuestro pequeño que tosiera o
carraspeara lo más mínimo.
¿Es
preciso añadir que el calor era excesivo? Resultó verdaderamente africano; en
cuanto uno se alejaba de los bordes de la azul frescura, el reino del terror
solar se hacía tan inexorable que los contadísimos pasos para ir de la playa a
la mesa del almuerzo, aun cuando uno sólo estuviera ataviado con un ligero
pijama, constituían una empresa penosa que hacía soltar suspiros de antemano.
¿Os
place esto? ¿Podéis gustar de ello durante semanas? Es el Sur, qué duda cabe;
el tiempo clásico y el clima que viera florecer la civilización humana; es el
sol de Homero, etc… Sin embargo, al cabo de cierto tiempo, soy incapaz de
evitar que encuentre ese clima estúpido. El ardiente vacío del cielo se me hace
pesado, a la larga; bien es verdad que la vivacidad de los colores, la inmensa
candidez de la luz y su integridad despiertan sentimientos alegres, inspiran
despreocupación y nos confieren independencia frente a los caprichos y
sorpresas del tiempo. Pero, sin que lo percibamos en un principio, aquella
claridad deja insatisfechas otras necesidades más profundas y complejas, del
alma nórdica, acabando por inspirar algo semejante a menosprecio.
Tenéis
toda la razón: sin aquella historia tan nimia de la tos ferina, sin duda, no me
hubiera asaltado la misma expresión. Me sentía contrariado; a veces, quería
sentirlo y de un modo semiinconsciente aprovechaba un motivo espiritual que se
ponía a mi alcance, si no para producirme aquel sentimiento, al menos para
legitimarlo y corroborarlo. Pero si nos queréis imputar mala voluntad —ello es
obvio en cuanto se refiere al mar y a las mañanas pasadas sobre la fina arena,
frente a un eterno esplendor—, no obstante, contrariamente a cuanto hubiera
podido esperarse, ni siquiera en la playa conseguimos encontrarnos a nuestro
gusto y sentirnos felices.
Era
todavía temprano, demasiado temprano. La playa se hallaba en poder de la clase
media indígena, tipo de humanidad agradable, evidentemente, y una vez más
tenéis razón; entre los jóvenes, se podía admirar mucho encanto físico y sana
gracia; pero nos veíamos también inevitablemente rodeados de mucha humana
mediocridad y tontería pequeño burguesa, lo que —confesadlo—, aun llevando el
sello de aquellas regiones, no resulta más encantador que en nuestras tierras
del Norte.
¡Qué
voces de mujer! A veces, cuesta mucho trabajo creer que nos hallamos en la
patria del canto occidental: Fuggièro…! Aún hoy tengo en el oído este
apelativo, por haberlo oído resonar cien veces, muy cerca de mí, durante veinte
mañanas, proferido por una voz impúdicamente ronca, horriblemente acentuada,
con una é abierta marcadísima, soltada con cierta especie de desesperación
mecánica.
—Fuggièro!
Rispondi al mèno!
Aquel
grito iba destinado a un horrible mozalbete que ostentaba entre sus omóplatos
una repugnante llaga producida por el sol, y que representaba el más extremado
caso de cuantos yo pudiera sospechar en materia de desobediencia, tontería y
maldad. Por lo demás, tratábase de un muchacho extraordinariamente cobarde, y tan
mimado que era capaz de amotinar toda la playa por sus sublevadoras
lamentaciones.
Cierto
día, en el agua, un cangrejo le había pinchado un dedo gordo del pie; por tan
fútil motivo lanzaba unos gemidos dignos de los héroes de la Antigüedad, que se
clavaban en el alma y daban la impresión de haber ocurrido una horrible
desgracia. Todo parecía indicar que Fuggièro se creía afectado por la herida
más envenenada del mundo. Se arrastró a gatas hasta la tierra, revolcábase,
dando a entender unos dolores que parecían insoportables y, ululando, gritaba:
—Ohi!
Oimè! —rechazando las trágicas conjuraciones de su madre y las exhortaciones de
los demás presentes, con violentas brazadas y patadas distribuidas a diestro y
siniestro.
La
escena atrajo espectadores de toda la playa. Fue llamado un médico; aquel mismo
que formulara sobre nuestra tos ferina un juicio tan sensato; una vez más, se
le brindó ocasión para demostrar su lealtad científica. Al mismo tiempo que
intentaba consolar amablemente al pilluelo, declaró la insignificancia de la
herida y recomendó al paciente que volviera al agua para refrescar la mordedura
minúscula. Pero en vez de escucharle, como si se tratase de un herido o de un
ahogado, Fuggièro fue llevado a la playa sobre una camilla improvisada, seguida
por un nutrido cortejo. A la mañana siguiente, fingiendo que lo hacía por
descuido y sin intención, volvió a dedicarse a destruir los castillos de arena
de los demás niños. En una palabra, era un monstruo.
Por
lo demás, aquel muchacho de doce años pertenecía a los principales
representantes de un general estado de ánimo muy difícil de captar y que nos
estropeó una estancia tan encantadora, haciéndola poco segura.
Por
decir así, el ambiente carecía de inocencia y de libertad; todo aquel público
se vigilaba mutuamente, sin que pudiera descubrirse en un principio en qué
sentido y con qué fin; se vanagloriaba, exhibía suma gravedad y gentileza, así
como un amor al honor siempre en acecho… Mas, ¿por qué? No se tardaba en
comprender que todo era política patriotera y que se encontraba en juego la
idea misma de la nación.
En
efecto, en la playa pululaban niños patrioteros, fenómeno anormal y deprimente.
¿No constituyen los niños una especie humana y una sociedad para sí; una nación
propia, por así decir? Basándose en su forma de vida, se unen fácil y
necesariamente, aun cuando su vocabulario respectivo pertenezca a idiomas
diferentes. Los nuestros no tardaron en jugar con los niños italianos, así como
con muchos de origen muy diverso. Pero, evidentemente, tuvieron que sufrir
misteriosas desilusiones. Hubo susceptibilidades, exteriorizaciones de un
sentimiento de orgullo que parecía demasiado espinoso y doctrinario para
merecer enteramente tal denominación. Surgieron querellas de bandera, disputas
sobre consideración y primacía; los adultos se mezclaban en las disputas y no
con un afán conciliador, sino más bien para decidir y procurando proteger
principios. Se hizo cuestión de la grandeza y la dignidad de Italia, con
discursos sin serenidad que estropeaban los juegos. Vimos a nuestros dos
pequeños retirarse molestos, sin comprender nada de cuanto ocurría, y nos costó
mucho trabajo explicarles hasta cierto punto la situación; aquella gente —así
les decíamos— atravesaba un período, un estado algo semejante a una enfermedad,
tal vez no muy agradable, pero necesario…
Por
culpa nuestra y a consecuencia de una evidente negligencia, se suscitó un
conflicto con dicho estado de cosas que, sin embargo, habíamos reconocido y
apreciado a tiempo; otro conflicto más: parecía como si los precedentes no se
debieran por completo a azares distintos.
Digámoslo
pronto y en pocas palabras: escandalizamos la moral pública. Nuestra hija, de
ocho años de edad, pero aparentando un buen año de retraso en su desarrollo
físico, delgada como un gorrión, tornó a dedicarse a sus juegos, después de una
prolongada inmersión que permitía y hasta aconsejaba el intenso calor. La
autorizamos para que volviera otra vez hasta el mar para lavar su traje rígido
por la arena que se le había pegado y que se lo pusiera guardándose de
ensuciarse otra vez.
Completamente
desnuda, corrió hasta el agua, a una distancia de pocos metros, y volvió. ¿Cómo
hubiéramos podido prever la ola de burlas y mofas, de escándalo y protestas que
suscitó su conducta o, dicho en otras palabras, nuestra conducta? No estoy
dando aquí una conferencia, pero el hecho es que, en el mundo entero, la
actitud para con el cuerpo y su desnudez, durante los últimos decenios ha
evolucionado tan fundamentalmente que ha transformado nuestra sensibilidad.
Existen cosas a las que ya no se atribuye importancia, y entre ellas figura la
libertad acordada a ese cuerpo de niña que no tenía lo más mínimo de
provocador. Ello no obstante, produjo un efecto de provocación. Los niños
patrioteros se pusieron a gritar. Fuggièro empezó a silbar con los dedos. Una
animada conversación entre personas de nuestra vecindad nada bueno prometía. Un
caballero vestido como para lucir en la ciudad, cubierto con un bombín (prenda
muy poco idónea para la playa) inclinado sobre la nuca, asegura a las damas
indignadas que está dispuesto a dar una buena corrección; se adelanta hacia
nosotros y sufrimos una filípica en la que todo el patetismo del sensual
mediodía se pone al servicio incondicional de una decencia y de una moral
rebosante de gazmoñería. El atentado al pudor de que acabamos de hacernos
culpables —se nos decía— era tanto más reprobable cuanto que equivalía a un
abuso ingrato e injurioso a la hospitalidad de Italia. No sólo habíamos
contravenido a la letra y al espíritu de las prescripciones públicas sobre los
baños, sino que, al mismo tiempo, ofendíamos de una manera criminal el honor de
la nación. Por consiguiente, él, el caballero del frac, para proteger aquel
honor, se encargaría de que nuestra grave ofensa a la dignidad nacional no
quedase impune.
Hicimos
cuanto nos era dable para escuchar aquel sermón, encogiéndonos de hombros
reflexivamente. Contradecir a aquel hombre sobreexcitado hubiera significado,
sin duda alguna, caer de una falta en otra. Teníamos bastantes cosas en la
punta de la lengua; por ejemplo, la observación de que no se hallaban de
acuerdo todos los hechos para que la palabra «hospitalidad» apareciera empleada
en su acepción más pura, y que, para hablar sin eufemismos, éramos mucho menos
huéspedes de Italia que la signora Angiolieri, quien desde hacía varios años
había dejado la profesión de confidente de la Duse para dedicarse a la
hospitalidad. Teníamos asimismo deseos de contestar, señalando nuestra
ignorancia de que la moral hubiese sufrido tamaña merma en aquel hermoso país,
hasta el punto de que pudiera parecer concebible y necesaria tan violenta
reacción de gazmoñería y susceptibilidad. Sin embargo, nos limitamos a asegurar
que distábamos mucho de haber dado lugar, intencionadamente, a la más leve
provocación y falta de respeto, poniendo de relieve, como excusa, la tierna
edad y la insignificancia física de la pequeña delincuente.
Todo
fue en vano. No se daba fe a estas aseveraciones y nuestra defensa quedó
rechazada como nula e inexistente.
Fueron
informadas del hecho las autoridades, por teléfono, a mi entender; apareció en
la playa el representante de las mismas, declaró que el caso era grave y nos
vimos precisados a seguirles a la piazza, al municipio, en donde un funcionario
superior confirmó el juicio provisional como molto grave, comentó nuestro acto
en el tono didáctico acostumbrado en el país, o sea, de la misma manera que
antes lo hiciera el caballero del hongo y nos impuso, finalmente, una multa y
rescate de cincuenta liras. Juzgamos que la aventura valía bien aquella
contribución al presupuesto nacional de Italia, pagamos y nos fuimos. ¿Nos
hubiera sido preferible marcharnos inmediatamente de Torre di Venere?
¡Ojalá
lo hubiéramos hecho! Habríamos evitado al fatal Cipola; pero todo contribuyó a
impedirnos la decisión de partir. «Lo que nos retiene en las situaciones
penosas —dijo el poeta— es la pereza»; podríamos apoyarnos en este pensamiento
para explicar nuestra constancia. Por lo demás, después de un incidente
parecido, a nadie le gusta abandonar inmediatamente el terreno; se vacila en
conceder que ha llegado a hacerse imposible, sobre todo si vienen del exterior
manifestaciones de simpatía para animar la resistencia.
En
«Villa Eleonora», todo el mundo deploraba unánimemente la injusticia del
agravio que habíamos sufrido. Varios italianos —meros conocidos de sobremesa—
pretendían que la reputación del país no podía admitirlo y expresaron la
intención de ir a pedir explicaciones al caballero del bombín. Pero éste había
desaparecido de la playa, así como todo su grupo, al día siguiente;
naturalmente, no a causa de nosotros, pero de todas formas, la noticia de su
partida representó un alivio para nosotros.
Por
decirlo todo, nos quedamos también porque aquel verano acababa de tomar para
nosotros el interés de la curiosidad, y porque esta clase de interés posee en
sí un valor, independientemente de que uno se sienta o no a gusto. ¿Es preciso
plegar velas y evitar una experiencia, si ésta no parece destinada a engendrar
alegría y confianza? ¿Es necesario «partir» cuando la vida parece llegar a ser
algo inquietante, poco segura, o incluso un tanto penosa y ofensiva? No,
¿verdad?; vale más quedarse, hay que ver y mirar las cosas de frente, pues
precisamente de esta manera se hallará acaso algo nuevo que aprender. Nos
quedamos, pues, y nos fue dado, como terrible recompensa de nuestra constancia,
conocer la impresionante y nefasta figura de Cipola.
He
olvidado decir que el fin de temporada empezó casi en el momento mismo en que
tuvimos que sufrir los rigores del Estado. Aquel caballero del hongo, nuestro
delator, no era el único que abandonó la playa a la sazón; la marcha de los
huéspedes tomaba el cariz de un éxodo general y, cargados con maletas, se veían
numerosos carros dirigiéndose hacia la estación. La playa se «desnacionalizó»,
y la vida de Torre, en los cafés, en los senderos de los pinares, hacíase más
europea, al mismo tiempo que más íntima; es de suponer que, a partir de
entonces, hubiéramos podido tomar las comidas en la terraza del «Grand Hotel»,
pero preferíamos abstenernos de ello, ya que nos encontrábamos muy a gusto en
la mesa de la signora Angiolieri, y al hablar así me refiero a aquel matiz del
bienestar que permitía el espíritu del lugar. Mas, coincidiendo con el indicado
cambio, que nos causaba sumo placer, cambió también el tiempo y se mostró con
gran exactitud de acuerdo con el calendario de vacaciones del gran público.
El
cielo se nubló, y aunque no se pueda decir que la temperatura se volviera
fresca, el calor francamente tórrido que reinaba ininterrumpidamente desde la
fecha de nuestra llegada, durante dieciocho días (y sin duda ya desde hacía
mucho antes) cedió el paso a un tiempo sofocante y preñado de sirocco, a la vez
que una lluvia débil venía a mojar, de vez en cuando, la arena aterciopelada en
la que pasábamos las mañanas.
Por
lo demás, acababan de transcurrir las dos terceras partes de nuestro tiempo
previsto para la estancia en Torre; el blando y descolorido mar, planicie en la
que flotaban perezosas medusas, representaba a fin de cuentas una novedad;
hubiera sido inocente reclamar un sol que provocó tantos suspiros mientras
reinaba orgullosamente en el firmamento.
Fue
entonces cuando Cipola se anunció.
Cavaliere
Cipola: así rezaba el apelativo por el que le designaban los carteles que un
buen día aparecieron colocados por doquier, incluso en el comedor de la
«Pensión Eleonora». El cavaliere Cipola era un virtuoso ambulante, artista
divertido, forzatore, ilusionista, prestidigitatore (así se hacía resaltar),
quien tenía intención de girar una visita al respetable público de Torre Di
Venere, para ofrecerle algunos fenómenos de carácter desconcertante y
misterioso. ¡Un mago! Aquel anuncio era suficiente para transformar a nuestros
pequeños. No habían asistido nunca a un espectáculo parecido, y nuestro viaje
de vacaciones iba a proporcionarles aquella emoción desconocida. A partir de
aquel momento, nos atormentaban con la súplica de reservar entradas para la
velada del prestidigitador, y aunque el comienzo de la representación estuviera
fijada para una hora harto tardía —a las nueve de la noche—, si bien vacilamos
en el primer momento, acabamos por ceder, considerando que podíamos regresar a
la pensión tan pronto como entabláramos cierto conocimiento con las artes,
probablemente modestas, de Cipola. Los niños, además, podían dormir hasta muy
tarde, a la mañana siguiente.
Compramos
cuatro entradas a la signora Angiolieri, pues tenía en comisión varias para sus
huéspedes, correspondientes a asientos preferentes. Ella misma no podía
garantizarnos el talento del personaje, y, por nuestra parte, no lo suponíamos
sino mediocre; pero nosotros mismos sentíamos ya cierta necesidad de
distracción y la impaciente curiosidad de los niños ejercía una especie de
contagio.
El
local en donde iba a presentarse al cavaliere era una sala que durante el
apogeo de la temporada había servido para representaciones cinematográficas,
semanalmente renovadas. No habíamos estado nunca en él. Para llegar allí, era
necesario pasar ante el Palazzo, construcción de los tiempos feudales, con
pretensiones de castillo, y, por más señas, en venta; seguir después la calle
principal del lugar en la que se hallaban la farmacia, el peluquero, las
tiendas más indispensables, calle que conducía de lo feudal a lo popular,
pasando por lo burgués, ya que se acababa entre miserables casuchas de
pescadores, en donde unas ancianas remendaban redes ante las puertas; allí —ya
en el barrio popular— estaba sita la «sala»; no era más que una barraca de
madera, desde luego muy amplia, cuya monumental entrada aparecía adornada a
ambos lados por numerosos carteles multicolores pegados unos sobre otros. Así
pues, poco después de la cena, en la noche indicada, seguimos aquel camino en
la oscuridad. Los niños lucían su trajecito más hermoso y estaban encantados de
tantas cosas imprevistas. La atmósfera era pesada, como ya desde hacía varios
días; frecuentes relámpagos rasgaban la noche y lloviznaba. Caminábamos
protegidos por paraguas.
Las
entradas eran recogidas en el pasillo, después de lo cual tuvimos que buscar
personalmente nuestros asientos. Éstos se hallaban en la tercera fila de la
izquierda; sentándonos, tuvimos que percatarnos de que no era cuestión de tomar
muy al pie de la letra la hora, ya en sí tardía, señalada para el comienzo de
la representación; el público, que parecía empeñarse en llegar con retraso, fue
llenando muy poco a poco la platea, única parte en que consistía la sala, pues
no había siquiera palcos.
Los
niños tenían ya las mejillas coloradas por un cansancio al que se mezclaba una
espera febril. A nuestra llegada, sólo dos localidades de a pie estaban llenas,
a ambos lados y en el fondo de la sala. Allí estaba todo el público masculino
autóctono de Torre di Venere, con los brazos semidesnudos cruzados sobre
maillots rayados —pescadores, muchachos de mirada osada—, y si no podría decir
que a mi mujer ni a mí nos disgustase la presencia de aquel populachero público
indígena, que aporta la única nota de color y buen humor a tal clase de
representaciones, puedo afirmar, en cambio, que los niños se mostraban
encantados con ello. En efecto, entre aquella gente contaban con numerosos
amigos, conocidos de sus paseos habituales de la tarde, que les solían llevar
bastante lejos de la playa. A menudo, a la hora en que el sol, derrengado por
su poderosa labor, se hundía en el mar y doraba con fulgor encarnado la espuma
en la cresta de las olas, al regreso nos cruzábamos con grupos de pescadores
que, con los pies descalzos, recogían sus redes, tirando inclinados hacia
delante, en fila india, y nuestros pequeños les habían mirado hacerlo; les
habían ayudado a tirar de la cuerda, entablando franca camaradería.
Ahora
cambiaban saludos con la esfera de las localidades de a pie; allí estaba
Guiscardo, allí Antonio —sabían el nombre de todos—; les llamaban, haciéndoles
señas, y se les contestaba con un ademán de la cabeza o con una risa de dientes
muy sanos.
—Mira;
allí está hasta Mario, el Mario del «Esquisito», el que nos sirve el chocolate.
También él quiere ver al mago, y habrá venido muy temprano, pues está casi en
la primera fila, pero no nos ve, ni presta atención, cosa habitual en él,
aunque sea camarero de café…
Pronto
eran las nueve y cuarto, y casi ya las nueve y media.
Se
comprenderá nuestro nerviosismo. ¿A qué hora irían a acostarse los niños? Era
un error haberlos llevado allí, pues sería muy difícil lograr interrumpir su
goce, cuando apenas comenzase. Andando el tiempo, la platea se había llenado de
público; hubiera podido decirse que todo Torre había acudido; los huéspedes del
«Grand Hotel», los de la «Villa Eleonora » y de las demás pensiones, rostros
conocidos de la playa. Se oía hablar en inglés y en alemán. Se oía también el
francés que acostumbraban usar entre sí los rumanos e italianos. La propia señora
Angiolieri estaba sentada dos filas más atrás que nosotros, al lado de su
silencioso y calvo marido, que con los dedos medios de su diestra se rizaba el
bigote. Todos acudieron muy tarde, pero nadie llegó con retraso, pues Cipola se
hacía esperar.
Se
hacía esperar: ésta es la expresión más adecuada. Tardando en exhibirse,
provocaba mayor nerviosismo en el público. Desde luego, se podía admitir
aquella táctica, aunque hasta cierto límite. Hacia las nueve y media, el
público comenzó a palmotear, lo que es una manera amable de manifestar legítima
impaciencia, pues al mismo tiempo se expresaban las ganas de aplaudir.
Participar
en aquellos aplausos ya representaba un placer para nuestros hijos.
—Pronti!
—Cominciamo!
Y
siempre se produce lo mismo en tales circunstancias: cualquiera que fueran los
obstáculos que se opusieran durante tanto rato, de repente resultó fácil el
comienzo de la función.
Sonó
un gong, al que contestaron varias voces desde el pasillo con un «¡Ah!» de
satisfacción, y el telón se descorrió. Descubrió una plataforma que, tanto por
su disposición, y sobre todo, a causa de un encerado negro colocado en un
caballete en el primer plano de la izquierda, daba más la impresión de un aula
que campo de acción de un prestidigitador. Apareció asimismo una percha
amarilla completamente ordinaria, unas cuantas sillas de anea tal como se usan
en Torre, y más hacia el foro se veía una mesita redonda; sobre ésta había un
jarro y un vaso; luego, en una bandeja especial, un frasco lleno de un líquido
amarillo claro y una copita para licores. Durante dos segundos tuvimos tiempo
para captar con la mirada aquellos utensilios diversos; después, sin que las
luces de la sala se apagaran, el cavaliere Cipola hizo su entrada.
Entró
con ese paso rápido que denota deferencia ante el respetable y sugiere la
ilusión de que el que llega acaba de recorrer una gran distancia; con aquel
compás acelerado para mostrarse ante los ojos de la multitud, cuando en
realidad un instante antes se hallaba aún entre bastidores.
El
atavío de Cipola subrayaba todavía más la ficción de una llegada desde fuera.
Era un hombre de una edad difícil de determinar, pero ya no era joven, por
cierto; con rasgos muy marcados, la boca rodeada de arrugas y labios delgados,
con un diminuto bigote fijado con cosmético negro, y también con lo que se
llama una mosca, en el hueco que separa el labio inferior del mentón.
Iba
vestido de una manera complicada, a modo de elegante que sale a la calle
ataviado de etiqueta. Llevaba una amplia capa negra con cuello de terciopelo y
una esclavina forrada de seda; lo sujetaba por delante con sus manos
enguantadas de blanco, adoptando un ademán nada cómodo de los brazos; en torno
al cuello llevaba una bufanda blanca, y venía tocado con una chistera, muy
ladeada, que le caía un poco en la frente. Más que, sin duda, en ningún otro
país, el siglo Xviii sigue vivo en Italia, y con él, el tipo de charlatán, del
titiritero de feria, tan característico de aquella época, y del que ya sólo en
Italia cabe encontrar ejemplares bastante bien conservados. En todo el hábito y
presencia de Cipola había mucho de aquel género histórico, y la impresión de
bufonería fantástica, que es un rasgo típico de esta clase de personajes, se
producía sin más por la manera extraña en que venía ataviado de tan pretencioso
atuendo; sus prendas eran apretadas allí donde no era necesario, mientras que
en otros puntos ofrecía pliegues innecesarios, como si sólo estuvieran colgadas
de su cuerpo; en su conformación había algo anormal, aunque no se hubiera
podido precisar si por delante o por detrás (más tarde, se le pudo notar más
claramente). Sin embargo, debo decir inmediatamente que ni en su actitud, ni en
sus gestos, ni en la manera de conducirse se hubiera podido ver la menor
propensión personal a la broma o siquiera a la bufonería; al contrario, se
desprendía de él una gravedad severa, una rotunda negativa ante todo rasgo de
comicidad; un orgullo capaz de acusar, cuando la ocasión lo requiriese,
bastante mal humor, así como esa dignidad y complacencia para consigo mismo que
son propios de los inválidos. Lo que no impedía, sin embargo, que su ademán
suscitara risas, en varios puntos de la sala, desde el momento de su aparición.
Aquella
actitud ya no tenía lo más mínimo de deferente; era forzoso reconocer que la
rapidez de sus pasos a la entrada no había intervenido en ella para nada. De
pie, junto al borde del estrado, se quitó los guantes con negligencia,
descubriendo unos largos dedos amarillentos, uno de los cuales estaba adornado
con un sello del que sobresalía un lapislázuli.
Dejó
caer sobre la sala sus pequeños ojos severos, subrayados por unas ojeras fofas;
la fue examinando sin prisa, deteniendo la mirada acá y acullá en algún que
otro rostro, para examinarlo desdeñosamente, con los labios apretados y sin
proferir una palabra. Entretanto, había apretujado un guante en el otro y sin
prestar a este acto la menor atención, pero sí con asombrosa habilidad, los
tiró sobre el velador, precisamente en el vaso de agua; después, sin dejar de
contemplar en torno suyo, sin decir nada, sacó de uno de sus bolsillos
interiores un paquete de cigarrillos, de los más baratos del monopolio, como
pudo apreciarse por la paquetilla; sacó un pitillo con la punta de los dedos,
y, sin acompañar el gesto con los ojos, lo encendió con un mechero de gasolina,
que funcionó inmediatamente. Inspiró profundamente el humo y luego, con mueca
arrogante, retirando ambos labios, lo sopló ante sí, agitando nerviosamente un
pie. El humo salió en grises remolinos entre sus dientes agudos y cariados.
El
público, que se sentía examinado con toda minucia, no dejaba de observarle a su
vez con la misma atención. Entre los muchachos jóvenes del pasillo podían
notarse entrecejos fruncidos y miradas penetrantes que buscaban puntos
vulnerables en aquel hombre demasiado seguro de sí mismo. Mas no apareció
ninguno. El sacar y guardar otra vez el paquete de cigarrillos y el encendedor
resultó una operación muy ceremoniosa debido a su modo de vestir; para ello,
tuvo que echar hacia atrás su capa y se vio que del antebrazo izquierdo, de
manera harto extraña, le colgaba, sujeto por una tira de cuero, un látigo de
montar con mango de plata en forma de garra. Pudo notarse, asimismo, que no
llevaba frac, sino levita, y puesto que levantó también ésta, dejó ver una faja
multicolor, medio cubierta por el chaleco, que Cipola llevaba en el pecho y que
los espectadores sentados detrás de nosotros, cambiando impresiones en voz
baja, tomaron por las insignias distintivas del cavaliere. Dejo sin decidir
esta cuestión, pues no he oído nunca que el título de cavaliere implicara
concesión de semejante faja. Tal vez, esta última no era más que mero
charlatanismo, al igual que el hecho de que el saltimbanqui se mantuviera allí
sin decir ni hacer nada todavía, salvo fumar, desenfadado y engreído ante las
narices del público.
Hubo
risas, como ya queda consignado, y la alegría llegó a ser casi general cuando
una voz del pasillo dijo, muy alta y seca:
—Buona
sera!
Cipola
levantó ostentativamente la cabeza.
—¿Quién
ha sido? —preguntó, agresivo—. ¿Quién acaba de hablar? ¿A ver? ¿Primero tan
arrogante y ahora tanta timidez?
Hablaba
con voz bastante alta, algo asmática, pero metálica. Esperó.
—He
sido yo —replicó, en medio del silencio, el joven que de aquel modo se veía provocado
y afectado en su pundonor: un muchacho muy guapo, que se hallaba próximo a
nosotros, con una camisa de algodón y la americana colgada de un hombro.
Llevaba su rizada y morena cabellera rígida y erizada, el peinado de moda de su
patria despertada que le desfiguraba un poco y le confería cierto aire africano—.
Bè... He sido yo. Hubiera tenido que ser usted, pero he querido ser yo quien se
mostrara más amable…
La
alegría volvió a prender en la sala. El muchacho tenía la lengua bien suelta.
—Ha
ciolto il scilinguagnolo —oímos comentar a nuestro lado.
La
lección popular estaba muy en su lugar.
—¡Ah,
bravo! —replicóle Cipola—. Me gustas, giovanotto… ¿Querrás creerme que ya hace
rato he notado tu presencia? Personas como tú cuentan de antemano con mi especial
simpatía; puedo hacer algo con ellas. Sin duda, eres todo un pícaro. Haces lo
que te da la gana. ¿Acaso has dejado de hacer alguna vez lo que se te antojaba?
¿Tal vez hiciste lo que no quisieras? Escúchame, amigo: debería ser cómodo y
divertido no hacer siempre el papel de todo un pícaro, atendiendo a la vez a
dos cosas: querer y hacer. Alguna vez, por lo menos, sería cuestión de repartir
el trabajo, sistema americano, sa… ¿Querrás, por ejemplo, enseñar tu lengua a
esta concurrencia tan selecta y respetable? Quiero decir toda la lengua, hasta
la raíz.
—¡No!
—replicó el muchacho, muy hosco—. No quiero hacerlo. Demostraría poca
educación.
—No
testimoniaría nada en absoluto —repuso Cipola—, pues sólo lo harías… A mucha
honra tu educación, pero me parece que ahora, antes de que yo cuente hasta
tres, vas a dar media vuelta a la derecha y enseñar la lengua a la
concurrencia, una lengua mucho más larga de lo que tú hubieras imaginado que
podías sacar.
Le
miró y sus ojos penetrantes parecían hundirse más profundamente en sus órbitas
«Uno», dijo, y había dejado resbalar el brazo. El muchacho se puso de cara al
público y sacó la lengua con tanto esfuerzo y tan larga, que se notaba cómo
daba de sí el máximo que permitía. Luego, con rostro inexpresivo, volvió a ocupar
su posición anterior.
—«He
sido yo» —parodió Cipola, designando con un guiño y con la cabeza al joven—.
«Bè, he sido yo… ».
Y
con esto, volvióse hacia la mesita redonda y abandonando al público a sus
impresiones, escanció del frasco, que manifiestamente contenía coñac, una copa
y la apuró.
Los
niños se pusieron a reír a carcajadas. No habían entendido casi nada del
diálogo; pero el hecho de que entre aquel hombre tan pintoresco que actuaba
allí arriba, y una persona del público, se había verificado algo divertido, y
puesto que no tenían ninguna idea clara del programa de la velada, tal como
había sido anunciado, les ponía de muy buen humor y estaban dispuestos a
encontrar magnífico ese comienzo.
En
cuanto a nosotros mismos, cambiamos una mirada, y recuerdo que
involuntariamente imité el ruido con que Cipola había rasgado el aire. Por lo
demás, quedaba bien claro que los espectadores no tenían la menor idea de cómo
de un comienzo tan descabellado podría derivarse un espectáculo de
prestidigitación, y tampoco comprendían lo que podía determinar tan
repentinamente al giovanotto a dirigir su insolencia al público, cuando había
empezado, por decirlo así, defendiendo sus intereses. Encontraron su conducta
estúpida, sin preocuparse más de él, y la atención general se dirigió hacia el
artista que, volviendo de la mesita de «fortalecimiento», continuó discurseando
de la siguiente manera:
—Señoras
y caballeros —dijo con su voz dificultosa y metálica—: me habéis visto, hace un
instante, tener que suministrarme este prometedor joven lingüista («questo
linguista di belle speranze»). —Hubo risas a raíz del juego de palabras—. Soy
hombre de cierto amor propio, ¡ténganlo bien presente! No me gusta, ni mucho ni
poco, consentir que se me den las buenas noches si no es de una manera seria y
cortés; existen pocos motivos para hacerlo en el sentido opuesto. Al darme las
buenas noches, se las da a sí mismo, pues el público pasará una buena noche en
el caso que yo la tenga, y por esa razón, ese tenorio de Torre di Venere —Cipola
no cesaba de mofarse del muchachito— ha hecho muy bien en brindarnos
inmediatamente una prueba tangible de que hoy tengo, efectivamente, una buena
noche, de modo que puedo renunciar, sin más, a sus votos y deseos. Me
vanaglorio de tener casi siempre una noche buena. De vez en cuando, puede
ocurrirme tenerla menos buena, pero solamente raras veces. Mi profesión es muy
difícil y mi salud no es de las más enteras; padezco cierto pequeño defecto
físico que me impidió participar en la guerra por la grandeza de la patria. Me
bastan las fuerzas de mi alma y mi espíritu para dominar la vida, lo que en el
fondo significa siempre nada más que esto: dominarse a sí mismo, y me halaga
extraordinariamente el haber despertado el respetable interés del público culto
por mi labor. Los periódicos más importantes han sabido apreciar mi trabajo, y
el Corriere della Sera me ha hecho justicia, de llamarme fenómeno: en Roma tuve
el honor de ver entre los espectadores de una noche al propio hermano de
nuestro Duce, cuando organicé una sesión en la capital. Si en lugares tan
brillantes y solemnes bien han tenido la merced de perdonarme ciertos pequeños
hábitos míos, no me parecía oportuno renunciar a ellos al presentarme en un
lugar relativamente menos importante como resulta ser Torre di Venere (el
público soltó risitas a costa de la pequeña y pobre Torre), así como tampoco
creo necesario que me lo quieran denegar personas que parecen algo mimadas por
los favores del sexo débil.
Una
vez más, tuvo que pagar los gastos el muchacho, a quien Cipola no se cansaba de
presentar en el papel de donnaiuolo y «gallo de aldea»; la animosidad y la
insistente susceptibilidad con que volvía siempre sobre él denotaban una
desproporción flagrante con las manifestaciones de su amor propio y los éxitos
mundanos de que tanto se vanagloriaba. Indudablemente, el joven había de
resignarse a que Cipola se valiera de él como tema de diversión; el charlatán
tendría por costumbre escoger una víctima de esta clase en cada una de sus
funciones. No. obstante, en sus indirectas revelábase una auténtica hostilidad
cuyo carácter humano quedaba ilustrado inmediatamente con sólo dirigir una
ojeada al aspecto físico de ambos, aun cuando el inválido no aludiera
constantemente a la fortuna —que gratuitamente suponía— de que gozara aquel
guapo mozalbete ante las mujeres.
—Y
con esto podríamos empezar, pues, nuestra charla —añadió Cipola—. Permitidme
que me ponga un poco más cómodo.
Y,
diciendo así, se acercó a la percha para quitarse abrigo y chistera.
—Parla
benissimo —oyóse en un cuchicheo junto a nosotros.
El
titiritero aún no había hecho nada de cuanto anunciaba, pero su forma de hablar
fue considerada ya como un mérito, acertando a imponerse con ello. Entre gentes
meridionales la lengua constituye un ingrediente de la alegría de vivir, y de
aquí que se le conceda una consideración social muchísimo más viva que entre
los nórdicos. Trátase de honores ejemplares asignados al nexo nacional del
idioma materno, y el respeto placentero que se rinde a sus formas y leyes fonéticas
tiene algo alegremente ideal. Se habla con deleite, se oye hablar con placer y
se escucha con juicio. En efecto, la manera de hablar sirve de medida para el
rango personal de cada uno; dejadez o descuido en el hablar provocan
menosprecio, mientras que elegancia y dominio del lenguaje procuran
consideración humana. Por este mismo motivo, aquel hombrecito, en cuanto se
trataba de lograr un efecto, hacía todo lo posible para expresarse en giros
selectos, hablando con el máximo esmero. En este aspecto por lo menos, Cipola
había logrado captar inmediatamente cierta simpatía, aunque distaba mucho de
pertenecer a aquella clase de personas a las que el italiano, con singular
mezcla de juicios morales y estéticos, designa por la palabra simpático.
Después
de haberse despojado de su flamante chistera, de la bufanda y el abrigo,
arreglándose con un gesto la levita, y los puños provistos de gemelos muy
grandes y su faja de bluff, volvió al primer plano del entarimado.
Su
pelo era feísimo, o, mejor dicho, era casi calvo en la coronilla y desde aquel
punto de su cráneo sólo corría hacia la frente un escaso peinado fijado con
negro cosmético, como si estuviera pegado. Los cabellos en las sienes, teñidos
igualmente de negro, aparecían peinados hacia las comisuras de los ojos,
peinado digno de algún director de circo a la antigua usanza, pero que estaba
en consonancia con su descabellado estilo de «personalidad», y Cipola lo
llevaba con tamaña seguridad y engreimiento, que la sensibilidad del público
permaneció reservada y muda ante tal comicidad. El «pequeño defecto físico» del
que acababa de hablar, como medida preventiva, hízose ahora harto visible,
aunque todavía no se apreciaba claramente en qué podía consistir: el pecho era
erguido con exceso, como es costumbre en tales casos, aunque la deformidad de
la espalda no parecía residir en el punto habitual, entre los omóplatos, sino
más abajo, en forma de una joroba del talle y del trasero; dicho defecto no era
un impedimento para la marcha, pero confería a Cipola un aspecto grotesco y
extraño a cada paso.
Por
lo demás, al mencionar su inutilidad, por decirlo así, acababa de quitarle la
punta, despertando frente a su deformidad una apreciable sensación compasiva en
la sala.
—¡A
la orden de ustedes! —dijo Cipola—. Suponiendo que están conformes, empezaremos
nuestro programa por unos ejercicios de aritmética.
¿Aritmética?
Eso no prometía nada de magia. Ya se movía en nuestros espíritus la suposición
de que aquel hombre navegaba bajo falsa bandera; sólo quedó a oscuras cuál
sería la verdadera. Los niños empezaban a inspirarme lástima; sin embargo, de
momento estaban sencillamente encantados de poder hallarse presentes.
Los
juegos de cifras que Cipola presentó resultaron tan sencillos como
desconcertantes fueron sus ingeniosos finales. Empezó por fijar una hoja de
papel, mediante chinches, en el ángulo derecho superior del encerado y,
levantándola, escribió algo con tiza. Al hacerlo, no cesaba de hablar,
preocupado por proteger, de toda aridez, sus trabajos mediante un apoyo verbal
incesante, demostrando ser un charlista hábil en encontrar siempre nuevas
ocurrencias.
Que
decidiera suprimir inmediatamente el abismo existente entre entarimado y sala,
salvado ya el curioso incidente con el muchacho pescador; que invitase a subir
al entarimado a representantes del público, y también por su parte bajara del
mismo por los escalones de madera que lo comunicaban con la sala, para tomar
contacto personal con los espectadores, formaba parte de su estilo de trabajar
y gustó sobremanera a los niños. No sé hasta qué punto pertenecía a su sistema
e intenciones el hecho de que al hacerlo entablara inmediatamente disputas con
varias personas, aunque se mantuviera serio y malhumorado. El público, por lo
menos sus elementos populares, parecía encontrar todo ello normal.
En
efecto, en cuanto acabó de escribir, ocultando lo escrito bajo la hoja de
papel, expresó el deseo de que subieran al entarimado dos personas, para
colaborar en la ejecución del cálculo que se verificaría. Ello no entrañaba dificultad
alguna; también individuos poco duchos en aritmética podían participar. Como
suele ocurrir en tales casos, no se ofreció nadie y Cipola se guardó bien de
molestar a la parte distinguida del público. Limitándose al pueblo, se dirigió
a dos muchachos sumamente robustos que había en el pasillo, al fondo de la
sala; les provocó, les infundió ánimo, encontrando muy reprobable que se
limitasen a mirar boquiabiertos, y consiguió, en efecto, que se pusiesen en
movimiento. Con pasos torpes avanzaron por el pasillo central, subieron los
escalones y en medio de gritos de «¡bravo!», de sus compañeros, haciendo muecas
torpes, se plantaron ante el encerado.
Cipola
continuó haciendo bromas con ellos durante unos momentos: alabó la solidez
heroica de sus miembros, las dimensiones de sus manos, muy apropiadas —decía—
para llevar a cabo el favor pedido a la sala, y después puso el yeso en la mano
de uno de ellos, ordenándole escribiera en el encerado los números que se les
indicara por medio de gritos. Sin embargo, el así designado declaró que no
sabía escribir.
—Non
so scrivere —dijo con voz tosca.
—Tampoco
yo… —añadió su compañero.
Dios
sabe si decían la verdad o si sólo se proponían mofarse de Cipola. De todos
modos, éste distaba mucho de compartir la alegría provocada por aquella doble
confesión. Pareció ofendido y molesto. En aquel preciso instante se hallaba
sentado con las piernas cruzadas en una de las sillas de anea, en medio del
escenario, y fumaba otro pitillo de la paquetilla barata, que debió sentarle
tanto mejor cuando acababa de apurar una segunda copa, mientras los dos tontos
se dirigían hacia el entarimado. Dejó fluir otra vez el humo inspirado
profundamente entre los dientes, que dejó al descubierto, y miró entretanto por
encima de aquellos dos alegres palurdos y también del público, el vacío, como
una persona que ante un fenómeno completamente despreciable se ensimisma y se
encierra en su dignidad, adoptando una actitud de severa reprobación y moviendo
la punta del pie.
—¡Escandaloso!
—dijo, frío y tajante—. ¡Volved a vuestro sitio! Todo el mundo sabe escribir en
Italia, cuya grandeza no deja ningún hueco a la ignorancia y el oscurantismo.
Es una broma de mal gusto formular ante los oídos de esta concurrencia
internacional una imputación con la que no sólo os rebajáis vosotros mismos,
sino que incluso exponéis al Gobierno y la nación a habladurías. En el caso de
que Torre di Venere fuera el último rincón de la patria donde se hubiera
refugiado el desconocimiento de las ciencias elementales, tendría yo que
lamentar el haber visitado un lugar del que, desde luego, no ignoraba que en
cuanto a su importancia, y en más de un aspecto, quedaba muy por debajo de
Roma…
Al
llegar aquí, fue interrumpido por el muchacho del peinado moreno y la americana
colgada del hombro, cuya acometividad, como pudo verse, sólo había cesado
transitoriamente, el cual, con la cabeza erguida, plantó cara a Cipola,
erigiéndose en paladín de su villa natal.
—¡Basta!
—dijo en voz alta—. Basta de bromas sobre Torre. Todos nosotros somos naturales
de aquí y no toleramos que la ciudad se denigre ante los forasteros. También
estos dos muchachos son amigos nuestros. Aun cuando no sean unos sabios, no por
eso dejan de ser unos muchachos como Dios manda, tal vez más y mejor que
alguien que aquí en la sala se vanagloria con Roma, sin ser él quien la
fundara.
—¡Muy
bien dicho!
El
joven, verdaderamente, no tenía pelos en la lengua. Aquel dramatismo resultó
muy divertido, aunque contribuyera a aplazar el desarrollo del programa
propiamente dicho. Asistir a una discusión es siempre cautivador. Hay personas
que no conocen otra diversión mejor, y sintiendo una especie de placer en el
mal ajeno, van saboreando su propia abstinencia de participar en la misma.
Otros, en cambio, sufren angustia y excitación, cosa que comprendo
perfectamente, aunque en el caso que estoy relatando tuve la sensación de que,
en el fondo, todo se apoyaba hasta cierto punto en un acuerdo previo y que
tanto los dos palurdos analfabetos como el giovanotto con la americana al
hombro entraban más o menos en el juego del artista, creando así una comedia.
—¡Veamos
un poco! —dijo con enfadada cordialidad—. ¡Un viejo conocido! ¡Un joven que
lleva el corazón en la lengua! —Dijo: sulla linguaccia, lo que significa
«lengua cargada», y provocó suma alegría en la sala—. ¡Marchad, amigos míos! —manifestó,
volviéndose hacia los dos palurdos—. Basta de vosotros; ahora me las tengo que
ver con questo torregiano di Venere, «de este torrero guardián de Venus», el
cual, sin duda, tiene la mirada puesta en dulces agradecimientos por su
vigilancia.
—Ah,
non scherziano! ¡Hablemos en serio! —exclamó el muchacho.
Sus
ojos brillaban, y, efectivamente, ejecutó un gesto como si quisiera tirar la
americana y pasar a explicaciones más directas.
Cipola
no lo tomaba trágicamente. Su situación era muy distinta, pues el cavaliere se
las había con un compatriota suyo y sentía el suelo patrio bajo los pies.
Permaneció frío, haciendo gala de superioridad absoluta. Un ademán sonriente de
la cabeza hacia el gallo de combate, con la mirada dirigida hacia el público,
parecía invocar el divertido testimonio de una acometividad con la cual el
adversario no revelaba más que la llaneza de su modo de ser.
Y
entonces ocurrió, por segunda vez, algo extraño que bañó con luz inquietante
aquella superioridad, cubriendo de ridículo la irritabilidad belicosa que
irradiaba desde el escenario, de manera vergonzante e inexplicable.
Cipola
se acercó al joven todavía más, mirándole de manera singular a los ojos.
Incluso descendió a medias los escalones que allí, a nuestra izquierda, bajaban
hacia el auditorio, de modo que se hallaba en postura algo elevada ante las
narices del batallador muchacho. El látigo colgaba de su brazo.
—No
tienes ganas de bromear, hijo mío —observó—. Esto es sumamente comprensible,
pues todo el mundo puede advertir que no te encuentras bien. Tu misma lengua,
cuya limpieza deja que desear, me ha permitido deducir la existencia de un
desorden agudo en tu sistema gástrico. Sería preferible no asistir a una función
de noche cuando uno se siente tan malo como tú, y tú mismo, bien lo sé, has
vacilado pensando si no harías mejor en irte a la cama, aplicándote paños
calientes sobre el vientre. Ha sido una excesiva ligereza tuya el beber esta
tarde demasiado vino blanco que resultó ser terriblemente agrio… Y ahora sufres
un cólico y te entran ganas de retorcerte de dolor… ¡Hazlo, pues, sin falsa
vergüenza! Esa concesión del cuerpo frente al calambre de los intestinos te
proporcionará cierto alivio…
Al
pronunciar estas frases palabra por palabra, con tranquila persuasión y una
especie de severo interés, sus ojos, hundidos en los del muchacho, parecían
volverse al mismo tiempo marchitos y ardientes; eran unos ojos harto extraños,
y se advertía que su interlocutor, no sólo por un amor propio varonil, no podía
separar de los mismos los suyos propios. Muy pronto no existió ni el más ligero
resto de tal orgullo en su rostro bronceado. Miró al cavaliere con la boca
abierta, y aquella boca sonreía con un gesto perturbado y lamentable.
—¡Retuércete!
—repitió Cipola—. ¿Qué otro remedio te toca? Con un cólico tan fuerte es
preciso doblar el cuerpo. Supongo que no querrás sublevarte contra un reflejo
natural, por la sola razón de que sea otro quien te lo aconseja.
El
muchacho levantó lentamente los antebrazos, los cruzó sobre el vientre,
apretándolo, y su cuerpo se dobló; volvióse a un lado y hacia delante, cada vez
más profundamente; con los pies torcidos, las rodillas vueltas una hacia otra,
acentuó la flexión hasta agazaparse, de modo que finalmente, viva imagen de las
contorsiones del dolor, casi quedó sentado en el suelo. Cipola le dejó en
aquella posición durante unos cuantos segundos, ejecutando luego un breve y
seco latigazo en el aire y volvió con cojeantes zancadas al velador, apurando
otra copita de coñac.
—Il
boit beaucoup —hizo notar detrás de nosotros una señora.
¿Era
esto verdaderamente todo cuanto llamara la atención? No pudimos formarnos una
idea clara hasta qué punto el público comprendía lo ocurrido. El joven se había
incorporado de nuevo, sonriendo algo cohibido, como si no supiera muy bien lo
que le acababa de ocurrir.
El
público había seguido la escena con atención apasionada, aplaudiéndola al
acabarse; oíanse tantos gritos de «¡Bravo, Cipola!», como de «¡Bravo,
giovanotto!» No se tomó el desenlace de la discusión por una derrota personal
del joven, sino que se le animó como a un actor que acaba de desempeñar un
papel lamentable de manera digna de alabanza. En efecto, su manera de
retorcerse con fuertes dolores de vientre, como destinada para el público en
general, había resultado muy impresionante, por su gran plasticidad, y, por así
decir, representaba un mérito mímico del intérprete. Sin embargo, no podía
asegurar hasta qué punto se hubiera podido atribuir la conducta de la sala a un
sentimiento humano de tacto en el que el Sur no es considerablemente superior,
y en qué proporción se fundamentaba en la comprensión real de las cosas.
El
cavaliere, fortalecido, encendió un nuevo cigarrillo. Podía reanudar el
experimento aritmético. Encontróse sin dificultad a un joven sentado en una de
las últimas filas de butacas, el cual se declaró dispuesto a escribir en el
encerado las cifras que se le dictasen. También nosotros le conocíamos, y todo
el diálogo cobró un carácter familiar por el hecho de que se conociesen tantos
rostros en la sala. Tratábase del empleado de la tienda de frutas y
ultramarinos de la calle Mayor, que nos había servido varias veces de manera
óptima. Manejaba el yeso con habilidad comercial, mientras Cipola, habiendo
bajado a la platea, se movía entre el público con sus zancadas de persona
deforme, recogiendo números: éstos, formados por una, dos, tres o cuatro
cifras, a libre elección, los sacaba de los labios de los interrogados, para
gritarlos luego a su vez al joven dependiente, el cual los apuntaba formando
columna. Cierto es que todo estaba calculado, por tácito acuerdo mutuo, con
vistas a provocar diversión, bromas y divagaciones oratorias. No podía faltar
el que el artista tropezara con extranjeros incapaces de expresarse en el
idioma del país, ocupándose de ellos durante largo rato, haciendo esfuerzos
para entenderse de una manera ostensiblemente caballerosa en medio de la
alegría cortés de los indígenas, que luego Cipola colocaba en un aprieto,
obligándoles a traducirle cifras citadas en inglés o en francés. Algunos
señalaban números que designaban años destacados de la historia de Italia.
Cipola los captaba inmediatamente, valiéndose de los mismos para rodearlos, al
pasar, de comentarios patrióticos. Alguien exclamó:
—¡Cero!
—y el cavaliere, profundamente ofendido (lo mismo que ante cualquier otro
intento de mofa), replicóle por encima del hombro que se trataba de un número
que no tenía dos cifras, lo cual sirvió para que otro bromista gritara: «Cero,
cero», cosechando gran éxito de risas, aseguradas de antemano, con sólo aludir
a ciertas cosas naturales, cuando hay que habérselas con gente meridional.
El
cavaliere fue el único que adoptó una actitud digna y reservada, aunque fuera
él mismo quien provocara aquella alusión; no obstante, encogiéndose de hombros,
transmitió también aquel renglón de cálculos al escribiente. Cuando aparecían
ya en el encerado unos quince números, de varia longitud, Cipola invitó a los
asistentes a proceder a sumarlos en común esfuerzo. Buenos calculadores podían
llevar a cabo mentalmente aquel cometido, por lo que veían escrito en el
encerado, pero se admitía también la posibilidad de utilizar lápiz y libreta de
bolsillo. Mientras el público trabajaba, Cipola se sentó en la silla, junto a
la pizarra, y fumaba haciendo muecas, con el ademán suficiente y pretencioso
del inválido. Pronto quedó lista la suma, que tenía cinco cifras. Alguien la
pronunció; otro la confirmó; el resultado de otro tercero difería un poco,
mientras la de un cuarto volvía a estar conforme. Cipola se levantó, se sacudió
un poco la ceniza del cigarrillo que tenía sobre el vestido, levantó el papel
fijado en el rincón derecho superior del encerado y dejó ver lo que previamente
tenía inscrito allí. La suma exacta estaba escrita de antemano. Él mismo la
había fijado previamente.
¡Admiración
y vibrante éxito! Los niños estaban sobrecogidos. Querían saber cómo lo había
hecho. Los dimos a entender que se trataba de un truco, difícil de explicar sin
más; por algo ese hombre era un mago. Ahora ya sabían ellos lo que era una
función de un prestidigitador. Ver cómo primero el pescador sufrió dolores de
vientre, y ahora observar el resultado final en el encerado, todo esto era
magnífico; y vimos con preocupación que a pesar de que se les cerraban los ojos
y que el reloj marcaba casi las diez y media, sería sumamente difícil llevarlos
a casa. Habría lágrimas. Y, sin embargo, era evidente que aquel jorobado no
hacía brujerías, por lo menos en el sentido de la habilidad, y que todo aquello
no era un espectáculo para niños.
Ignoro,
una vez más, lo que debía pensar el público para su coleto; pero, sin duda,
podíamos abrigar gran escepticismo en cuanto a la «libre elección» al
determinarlas cantidades a sumar; alguno que otro de los preguntados habría
contestado, seguramente, de manera espontánea, pero grosso modo estaba claro
que Cipola había escogido adrede las personas en cuestión y que el proceso,
encaminado desde un principio hacia un resultado previsto, se había verificado
bajo el impulso de su voluntad (con lo que no se mermaba ni en un ápice lo
maravilloso de su ingenio calculador, aunque lo demás escapara extrañamente a
la admiración). Añádase el patriotismo y la dignidad susceptible: con todo
ello, los compatriotas del cavaliere podían sentirse perfectamente en su
elemento, conservando la mejor disposición para bromear; a los forasteros,
aquella mezcla nos producía un efecto angustioso.
Por
añadidura, el propio Cipola tenía buen cuidado de que el carácter de sus artes
cobrase un carácter indiscutible para todo iniciado, aunque, desde luego, sin
mentar siquiera un nombre, un término técnico. Hablaba, por cierto, de ello sin
interrupción, aunque empleando sólo expresiones imprecisas y publicitarias.
Después
de un rato, continuó en el camino experimental iniciado, complicó primero los
cálculos, añadiendo a la labor de sumar ejercicios de otra especie,
simplificándolos luego hasta un extremo, para demostrar cómo ocurría todo.
Hacía «adivinar» números que previamente tenía escritos bajo la hoja de papel.
Casi siempre lograba su cometido. Alguien confesó que, en realidad, hubiera
querido nombrar otra cantidad; pero como en el mismo instante el látigo del
cavaliere había cortado el aire ante él, dejó escapar el número previamente
escrito en el encerado.
Cipola
se reía, moviendo los hombros. Fingió admiración por el ingenio de la persona
preguntada; mas aquellos cumplidos tenían algo irónico y denigrante y no creo
que los aludidos lo experimentaran como cosa agradable, aunque sonreían y sin
duda consideraban en parte los aplausos en su propio favor. De todos modos, no
me parecía que el artista cosechara simpatías entre su público. Podía notarse
cierta aversión e irritación latente; aun pasando completamente por alto la
cortesía que pusiera a coto tales propensiones, las facultades de Cipola y la
severa seguridad de sí mismo no dejaban de producir impresión, y creo que el
mismo látigo contribuía en gran medida a que la rebelión no traspasara el
umbral de lo subyacente.
Del
mero ejercicio de sumar y adivinar números, Cipola pasó entonces a los juegos
de naipes. Sacó de su bolsillo dos barajas, y aún recuerdo que el ejemplo
fundamental y modélico de los experimentos que emprendió con las cartas
consistía en que de una de las dos barajas, sin ser vista, escogiera tres
naipes, que ocultó en el bolsillo interior de su levita; la persona que se
prestó a participar en el experimento sacó de la otra baraja que le fue
presentada las mismas tres cartas idénticas; desde luego, no eran siempre
exactamente las mismas, pues dábase el caso de que coincidían tan sólo dos.
Pero en la inmensa mayoría de los casos, Cipola triunfaba al enseñar sus
propias cartas guardadas en el bolsillo, y agradeció con desenfado los aplausos
que sonaron para celebrar las facultades que, queriéndolo o no, nos era forzoso
reconocerle.
Un
señor joven de la primera fila de asientos, a nuestra derecha, estaba decidido
a escoger con plena y soberana libertad, oponiéndose conscientemente a todo
intento de influencia, cualquiera que ésta fuese. ¿Cómo se imaginaba el
resultado en tal caso?
—Con
ello —replicó el cavaliere— sólo dificultará un poco mi tarea, pues una
voluntad que pretende la libertad absoluta se contradice y cae en el vacío.
Libre es usted de escoger o no escoger una carta. Pero si usted elige escogerá
la carta prescrita, y esto con tanta mayor seguridad cuanto más arbitraria
intenta ser su acción.
Era
preciso concederle que no podía haber escogido mejores palabras para enturbiar
las aguas y provocar una confusión en las almas. El señor obstinado vaciló
nerviosamente antes de extender la mano hacia la baraja. Sacó una carta y
solicitó que se le mostrase si otra idéntica se hallaba entre las tres
escondidas.
—Pero,
¿cómo? —dijo Cipola, asombrado—. ¿Por qué ejecutar a medias un trabajo…?
Sin
embargo, cuando el terco adversario insistió en realizar aquella comprobación
previa, Cipola exclamó con un ademán sorprendente, más bien digno de un lacayo:
—E
servito… —y enseñó, sin mirarlas mismo, sus tres cartas en forma de un abanico.
La
carta escondida por aquel señor del público era la última de la izquierda.
El
campeón de la libertad volvió a sentarse, contrariado, en medio de los aplausos
de la sala. Sólo el demonio sabía hasta qué punto Cipola sostenía sus
facultades congénitas, incluso mediante pequeñas habilidades. Aun aceptando una
tal combinación de los medios, la desenfrenada curiosidad de todos los
presentes se disolvía en el disfrute de una diversión verdaderamente fenomenal
y en el pleno reconocimiento del dominio perfecto de una habilidad que a
ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido negar.
—Labora
bene! (trabaja bien) —pudimos oír acá y acullá, en torno nuestro; ello
significaba el triunfo de un recto espíritu de justicia sobre la antipatía y
sorda sublevación.
Ante
todo, después de sus últimos éxitos, si bien fragmentarios, pero precisamente
por la misma razón tanto más impresionantes, Cipola se reconfortó con una nueva
copita de coñac. En efecto, «bebía mucho» y resultó bastante penoso darse
cuenta de ello. Sin embargo, todo parecía indicar que copa y cigarrillo eran
unos medios inexcusables para conservar y renovar su tensión anímica, a la que
se estaba exigiendo no poco esfuerzo, como él mismo lo ponía de manifiesto en
más de un aspecto. En efecto, tenía muy mal semblante con sus ojos hundidos, y
mostraba visible decaimiento. La copita le ponía a tono de nuevo, y después de
tomarla, su discurso fluía más animado y pretencioso, mientras el humo
inspirado surgía gris de sus pulmones. Sé, a ciencia cierta, que de sus
prestidigitaciones con naipes derivó aquella clase de juegos de sociedad,
basados en las facultades supra e infrarracionales de la naturaleza humana, en
la intuición y la transferencia «magnéticas»; en una palabra, en una forma más
humilde de la revelación.
Por
lo demás, no quiero aburriros con la descripción de tal clase de experimentos.
Todo el mundo los conoce y participó en ellos alguna vez: aquel encontrar
objetos escondidos, la ejecución ciega de actos complicados, para la cual la
orden se da por un camino aún no investigado, de un organismo a otro. Todo el
mundo ha tenido ocasión de dirigir alguna que otra ojeada escéptica, curiosa y
despectiva, con los consabidos meneos de cabeza, sobre el carácter equívoco y
poco limpio, a la vez que inextricable, de lo oculto que propende siempre, a
raíz del carácter demasiado humano de sus propugnadores, a mezclarse de un modo
vejatorio con el bluff y el engaño subsiguiente, sin que, desde luego, ese
matiz desagradable pudiera servir de prueba contra la autenticidad de otros
factores que intervienen en tan dudosa amalgama.
Sólo
diré que todas las circunstancias van corroborándose naturalmente y que la
impresión gana en profundidad en todos los sentidos, cuando el director y actor
principal del sombrío juego sea un Cipola.
Éste
se hallaba sentado en el fondo de la plataforma, con la espalda vuelta hacia el
público, y fumaba, mientras en algún punto de la sala se tomaban acuerdos en
voz baja, para darles órdenes, y pasaba de una mano a otra el objeto que debía
sacar de su escondrijo y con el cual debía ejecutar acciones convenidas de
antemano. Asistimos al típico tanteo, que bien procede por bruscas sacudidas
instintivas, ya se detiene indeciso, perdiéndose desorientado por momentos y mejorándose
a raíz de una súbita reorientación intuitiva; se le podía observar muy bien
cuando, guiado de la mano de un conductor iniciado en el secreto que se trataba
de descubrir, conductor que tenía orden de limitarse a una actitud obediente y
pasiva en el sentido físico, pero dirigiendo sus pensamientos estrictamente
sobre lo convenido, Cipola se movía zigzagueando a través de la sala, con la
mano tendida hacia delante. Los papeles parecían invertidos: la corriente fluía
en un sentido contrario al natural, y el artista llamaba continuamente la
atención sobre ello, con su lenguaje desenvuelto. La parte pasiva y receptora,
la parte ejecutora, cuya voluntad quedaba eliminada y que se limitaba a
ejecutar una voluntad comunitaria que flotaba en el aire, era esta vez él, que
hasta entonces sólo había ejercido su fuerte poder y dado órdenes imperativas;
pero Cipola insistía que en el fondo era indiferente. La facultad —decía— de
desprenderse de su propio yo, para transformarse en mero instrumento y obedecer
en el sentido más absoluto y perfecto, no era más que el reverso de aquella
otra de querer y mandar; tratábase de una y la misma facultad; mandar y
obedecer, ambas cosas forman un solo principio, una sola unidad indisoluble;
quien sepa obedecer, sabe igualmente mandar, y viceversa; la mismísima idea
está involucrada en una como en otro, tal como nación y jefe de Estado. Pero el
rendimiento, el rendimiento extraordinario estricto y agotador le correspondía
de todos modos a él, al conductor del experimento y organizador de la prueba;
en su persona, la voluntad se convertía en obediencia y la obediencia en
voluntad, siendo la cuna de ambas cosas, de donde su papel resultaba ser
dificilísimo. Insistía en ello hasta el cansancio, afirmando que todo aquello
le costaba un esfuerzo inaudito; lo hacía probablemente para explicar su
necesidad de cobrar nuevas fuerzas y justificar el frecuente gesto de extender
la mano para tomar una copita.
Daba
pasos a tientas como un visionario, movido por la voluntad pública y secreta.
Sacó un broche con piedras preciosas del zapato de una inglesa, donde ella lo
había ocultado momentos antes; lo llevó, titubeando y como impulsado por una
voluntad ajena, a otra dama —la señora Angiolieri—, a la que lo entregó,
hincándose de rodillas, pronunciando palabras determinadas de antemano, las
cuales si bien eran harto convencionales y previsibles, no por ello resultaban
fáciles de hallar, ya que un grupo del público convino que fuese en francés.
—Le
hago este regalo como señal de respeto —tuvo que decir Cipola, y nos pareció
como si encubriera cierta malicia en la dureza de aquella condición.
Expresábase
en ella un antagonismo entre el interés por ver realizarse lo milagroso y el
deseo de que tan pretencioso personaje sufriera un fracaso. Sin embargo,
resultó extraño verle postrado ante la señora Angiolieri, profiriendo frases
diversas, luchando por adivinar la que se le sugería mentalmente.
—Tengo
que decir algo —manifestó—, y me percato con toda claridad de lo que tengo que
decir. No obstante, siento a la vez que sería falso formular las palabras que
me vienen a la mente. ¡Guárdense, pues, de venir en mi ayuda mediante algún
signo involuntario! —exclamó, aunque esto no era lo que él esperaba.
—Pensez
très fort! —exclamó de repente en un mal francés, soltando inmediatamente
después la frase que le fue «mandada», en idioma italiano, desde luego, pero de
tal forma, que la palabra final y principal la dejó caer bruscamente en la
lengua hermana que, según toda probabilidad, le debía ser poco familiar, pronunciando
en vez de venerazione, en italiano, véneration, con un imposible sonido nasal
al final, resultando incompleto que tras de los aciertos anteriores, como eran
el hallar el broche, encontrar el camino hasta la destinataria y el hincarse de
rodillas, casi producía más efecto que si hubiera conseguido un triunfo total,
y así provocó un unánime aplauso de admiración.
Al
levantarse del suelo, Cipola secóse el sudor de la frente. Comprenderá el
lector que yo sólo relato aquí un ejemplo de la clase de sus trabajos, narrando
lo del broche; este caso se me quedó grabado muy especialmente en la memoria.
Sin embargo, el charlatán fue variando y cambiando la forma fundamental de sus
experimentos, de modo que pasamos con ellos largo rato, entretejiéndolos con
improvisaciones, de toda clase, a las que le brindaba magnífica ocasión, a cada
paso, su contacto ininterrumpido con el público.
Especialmente
la señora Angiolieri proporcionaba asombrosas adivinaciones.
—No
se me escapa, signora —díjole Cipola—, que con usted pasa algo especial y muy
honroso. Quien sepa mirar verá en torno de su encantadora frente una aureola
que, si no yerro, antaño fue más intensa que en la actualidad; una aureola que
va extinguiéndose paulatinamente… ¡No diga una sola palabra! ¡Haga el favor de
no ayudarme! A su lado está sentado su esposo… ¿no es verdad? —volvióse
súbitamente al silencioso signore Angiolieri—. Es usted el esposo de esta dama
y su felicidad es completa. Pero tras de tanta dicha traslucen unos recuerdos…,
recuerdos principescos… El pasado, signora, desempeña en su existencia actual,
según me parece, un papel importantísimo. Usted había conocido a un rey… ¿No
había cruzado su camino, en días pasados, por la vida, un soberano?
—Sin
duda, no —exhaló la distribuidora de nuestra sopa cotidiana, y sus ojos de un
oscuro dorado brillaban intensamente en medio de la noble palidez de su rostro.
—¿Sin
duda, no? No, no era un rey; lo he dicho de una forma tosca y poco clara.
Ningún rey, ningún príncipe… , y sin embargo, un príncipe, un rey de reinos
superiores… Fue un gran artista, a cuyo lado usted antaño… Usted quiere
contradecirme y, sin embargo, no lo puede hacer usted con decisión, sino sólo a
medias. Bien, pues…, era una gran artista, de fama mundial cuya amistad
disfrutó usted en su tierna juventud, y cuya sagrada memoria es como una sombra
y sublima toda su vida… ¿El nombre? No será necesario formular un nombre cuya
gloria va unida desde ya hace tiempo con la de la patria, siendo tan inmortal
como la de ésta… Eleonora Duse —dijo, por fin, en voz baja y solemne.
La
diminuta señora Angiolieri asintió con la cabeza, sobrecogida. Los aplausos
parecían convertirse en una manifestación patriótica. Casi todos los
espectadores conocían el importante pasado de la señora Angiolieri y podían
apreciar plenamente la intuición del cavaliere, empezando por todos nosotros
los huéspedes de la «Casa Eleonora». A lo sumo hubiéramos podido preguntarnos
hasta qué punto el propio Cipola pudo informarse de ello desde su llegada a
Torre de Venere… Sin embargo, no tengo motivo alguno para sospechar, desde un
punto de mira extremadamente racionalista, de unas facultades que iban a serle
fatales al pobre cavaliere Cipola, ante nuestros propios ojos…
Intercalóse,
entonces, una pausa, y nuestro dominador se retiró para descansar un ratito.
Confieso que voy llegando con cierto temor a este punto de mi relato; temor que
me tiene invadido casi desde el mismo momento en que inicié mi narración. Leer
los pensamientos de las personas, por regla general, no resulta muy complicado,
y en nuestro caso era incluso facilísimo. Me preguntaréis, sin duda, por qué
razón no nos retiramos finalmente de la sala, y tendré que confesar mi
incapacidad total de contestar a esta pregunta. No lo comprendo, ni de hecho
puedo justificarlo. Debían de ser ya más de las once en aquellos momentos, y
probablemente más tarde aún.
Los
niños se habían dejado vencer por el sueño. La última serie de experimentos les
había resultado harto aburrida y en tales condiciones le costaría muy poco a la
naturaleza reclamarles su derecho. Dormían sobre nuestras rodillas, el pequeño
en las mías y la niña en las de su madre, y ello constituía una invitación a
trasladarlos a sus camitas cuanto antes.
Puedo
asegurar con toda seriedad que estuvimos a punto de obedecer a aquella dulce y
suave advertencia. Despertamos a los pobrecitos asegurándoles que había sonado
ya el momento definitivo para regresar a casa. Pero su resistencia implorante
se reanudó tan pronto como recobraron la conciencia, y ya sabéis que es
imposible de superar la repugnancia de los niños contra el abandono prematuro
de una función cualquiera; sólo a la fuerza se la puede romper. ¡Era tan
magnífico disfrutar de las mañas del mago!, afirmaban en voz quejumbrosa. No
podíamos saber lo que todavía quedaría por ver; era preciso esperar por lo
menos con qué clases de producciones reanudaría la sesión, una vez acabado el
descanso; entretanto, podrían dormir un poquito; pero por Dios, todo menos
regresar a la pensión, todo menos ir a la cama mientras iba a continuar allí
tan maravillosa velada…
Cedimos
por fin, aunque sólo por unos instantes, por un rato breve, provisionalmente,
según creíamos. El hecho de haber permanecido allí resulta totalmente
inexcusable y explicar sus motivos me es casi tan difícil… ¿Creíamos tener que
decir B, tras haber dicho ya A, llevando equivocadamente nuestros hijitos a
aquel lugar? Como explicación, ésta me pareció insuficiente. ¿Nos divertíamos
nosotros mismos demasiado, por ventura? Sí y no, pues nuestros sentimientos
hacia el cavaliere Cipola eran de una naturaleza mixta; pero si no estoy
completamente equivocado, lo mismo le sucedía a toda la concurrencia y, ello no
obstante, nadie abandonaba la sala. ¿Acaso la extraña fascinación que emanaba
de aquel hombre que se ganaba la vida de una manera tan especial pesaba sobre
nosotros, incluso fuera de programa y durante el descanso intercalado entre sus
producciones, paralizando la decisión de todos los asistentes?
Podríamos
aducir como explicación, con la misma probabilidad de acierto, la mera
curiosidad. Es muy natural la curiosidad por conocer la continuación de un
espectáculo iniciado de la manera descrita, y, por añadidura, Cipola había
acompañado su salida con unas manifestaciones que permitían deducir que todavía
distaba mucho de haber vaciado su saco y que se podía prever un aumento
consecutivo de los efectos.
Pero
todo esto no era la causa, o no era toda la explicación del porqué no nos
retiramos de allí. Lo más justo sería contestar a la pregunta mediante otra: ¿por
qué no habíamos abandonado Torre ya mucho antes? A mi entender, se trata de una
y la misma pregunta, y para encontrar una salida honrosa podría contestar, sin
más, que ya había aportado anteriormente la respuesta. Aquella velada se
desarrollaba de la misma manera poco agradable, ofensiva y deprimente que toda
nuestra estancia en Torre, en general, e incluso bastante más: aquella sala
constituía el punto en que se concentraba todo lo extraño, raro y tenso con que
la atmósfera del lugar parecía estar cargada. Aquel hombre, cuya reaparición
esperábamos, nos parecía ser la personificación de todo aquello; y puesto que
ante el gran problema optamos por no tomar el tren, hubiera sido sumamente
ilógico proceder a un acto análogo en lo pequeño, por así decirlo. Tómese o no
esto como explicación de nuestro sedentarismo; no me es posible aducir,
sencillamente, ninguna otra razón.
Queda
ya dicho, pues, que hubo una pausa de diez minutos, aunque en realidad se
convirtieron en veinte. Los niños, sin volver a conciliar el sueño y encantados
por nuestra decisión de ceder a sus vehementes deseos, supieron llenar
deliciosamente aquel rato. Reanudaron sus cordialísimas relaciones con la
esfera «popular» de Torre: con Antonio, con Guiscardo, con el hombre de la
piragua. Haciendo bocina con sus manos dirigían a los pescadores toda clase de
buenos deseos, tras habernos preguntado las palabras italianas que convenían:
«Mañana, ¡muchos pececitos!» «Las redes, completamente llenas!» A Mario, el
camarero del «Esquisito», le gritaron:
—Mario,
una ciocolatta e biscotti!
Y esta vez, el camarero les oyó y les
contestó, sonriendo:
—Súbito!
Íbamos
a tener motivos suficientes para grabar para siempre en nuestra memoria aquella
sonrisa amable y algo distraída…
Así
pasó el descanso: sonó otra vez el gong; el público, entregado al parloteo,
volvió a ocupar sus localidades; los niños se sentaron con suma expectación en
sus butacas, con las manos sobre las rodillas. El telón no había sido bajado;
Cipola apareció en el escenario con sus zancadas características y se puso a
iniciar con una charla la continuación de sus producciones.
Permitidme
que resuma: aquel jorobado tan engreído era el hipnotizador más poderoso que me
fuera dado conocer en mi vida. Si bien se dedicaba a echar polvo en los ojos a
la opinión pública respecto a la verdadera naturaleza de sus funciones,
anunciándose como mero prestidigitador, pretendía, sin duda, eludir con ello
determinadas ordenanzas policíacas sobre la materia, que prohibían por
principio el ejercicio industrial de aquellas facultades.
Tal
vez el encubrimiento es habitual en tales casos, tolerándolo las autoridades,
por lo menos a medias. De todos modos, nuestro titiritero, desde un principio,
se había esforzado muy poco en engañarnos sobre el verdadero carácter de sus
facultades, y la segunda parte de su programa basábase con toda claridad y
exclusivamente en el experimento especial o demostración de la supresión e
imposición de la voluntad, aunque oratoriamente continuaba predominando el
circunloquio.
En
una complicadísima serie de experimentos cómicos, excitantes y asombrosos —que
aún no habían terminado al sonar la medianoche— se nos permitió apreciar el
alcance de cuanto abarca ese campo, naturalmente misterioso, de fenómenos desde
lo más insignificante hasta lo más monstruoso; los detalles grotescos fueron
seguidos con toda atención por un público que se reía, movía escépticamente la
cabeza, se daba golpecitos en las rodillas y aplaudía; un público que se
hallaba por completo bajo el dominio de aquella personalidad tan segura de sí,
aunque (por lo menos a mí me pareció así) no sin sufrir cierta sensación de
contrariedad ante lo extrañamente indigno que los asombrosos triunfos de Cipola
implicaban, tanto para el individuo como para todos los presentes.
Dos
cosas, ante todo, desempeñaban un importante papel en aquellos triunfos: la
copita de la reconfortante bebida y el látigo de montar, con su mango en forma
de garra. La primera debía servir, siempre que fuera preciso, para calentar su
demonismo, pues sin ella, según parecía, amenazaba un agotamiento total; esto,
desde el punto de vista humano, hubiera podido inspirarnos cierta inquietud por
aquel personaje, de no ver lo otro, es decir, aquel símbolo ofensivo de su
dominio, en forma de silbante férula, bajo la que nos colocaba a todos con sus
increíbles pretensiones y cuya intervención impedía que surgieran sensaciones
más suaves que las de una sumisión asombrada y reluctante. ¿Experimentaba
Cipola una falta de sensaciones de otra clase? ¿Pretendía provocar incluso
nuestra simpatía? ¿Lo quería obtener todo? Me quedó hondamente grabada una
manifestación suya que permitía concluir la existencia de esta clase de celos
en el fondo de su alma. La profirió en el momento preciso en, que, al llegar a
la cumbre de sus experimentos, sumió en estado de completa catalepsia a un
joven que se había puesto a su entera disposición y desde hacía rato se había
revelado como un objeto muy obediente para tal clase de influencias, mediante
pases y soplos. De tal manera, que no sólo consiguió sumir en un sueño
profundísimo al muchacho, haciendo que se apoyara con la nuca y los dos pies
sobre los respaldos de dos sillas, sino que pudo incluso sentarse encima sobre
el cuerpo, sin que aquél cediera en lo más mínimo, acusando la rigidez de una
plancha de madera.
La
visión de aquel monstruo enlevitado sentado sobre una figura humana que parecía
petrificada, resultó increíble y repugnante, y el público sintió compasión,
suponiendo que la víctima de aquella diversión científica sufría con ello.
—Poveretto!
¡Pobre muchacho! —se oía decir en varias partes de la sala.
—Poveretto!
—exclamó irónicamente y amargado Cipola—. Están ustedes equivocados, ¡señoras y
señores: Sono io il poveretto! ¡El pobrecito soy yo! Soy yo quien tiene que sufrir
todo esto…
Aceptóse
aquella declaración. Mas aun cuando fuese él quien pagase los gastos de
aquellas diversiones, y admitiendo que acaso fuese el propio Cipola quien
tomase por su cuenta los dolores de vientre, de los que, en un principio, el
giovanotto nos ofreciera tan lamentables muecas, las apariencias contradecían
tales suposiciones, y a nadie se le ocurre exclamar poveretto! aludiendo a una
persona que sufre por la indigna humillación de terceros.
Sin
embargo, he anticipado mi relato, echando por la borda la sucesión cronológica.
Mi cabeza está hoy todavía repleta de recuerdos de los números ejecutados por
el cavaliere, si bien he perdido ya el hilo de su orden, pero esto no tiene
importancia alguna.
De
todos modos, recuerdo que los grandes y complicados triunfos que cosecharon un
aplauso más intenso me hicieron menos efecto que otros hechos pequeños y
pasajeros. El fenómeno del muchacho que hacía de banco para sentarse encima me
vino a la memoria, hace unos instantes, única y exclusivamente por la llamada
al orden que se enlazó con él. Pero que una dama de cierta edad, adormecida en
una silla, cayera en la ilusión, impuesta por Cipola, de que efectuaba un viaje
a la India, y en su estado de trance nos explicara episodios muy movidos de sus
aventuras por tierra y por mar, me preocupaba considerablemente en menos
medida, y todo aquello me pareció menos extraordinario que el hecho de que un
caballero de aire bizarro, de contextura física amplia y robusta, no pudiera
levantar más el brazo, sólo porque el jorobado le anunciara que no lo podía
hacer, cuando restallaba en el aire su látigo por un breve instante. Aún tengo
presente el rostro de aquel magnífico colonello con sus mostachos, cuando
apretaba convulsivamente las mandíbulas mientras luchaba por recobrar el libre
albedrío momentáneamente perdido. ¡Qué fenómeno más confuso! Parecía querer y
no poder; pero, sin duda, sólo padecía una suspensión de su voluntad, siendo
solamente incapaz de querer de veras, interviniendo aquel embobamiento de la
voluntad tal como nuestro domador lo anunciaba antes irónicamente, al ya citado
caballero romano.
Olvidaría
todavía menos, a causa de su conmovedor y fantasmal carácter cómico, la escena
con la señora Angiolieri, cuya falta total de resistencia, verdaderamente etérea,
frente al poderío del cavaliere fue, sin duda, descubierta por éste, al dirigir
la primera escrutadora mirada general por la sala. La arrancó literalmente de
su asiento por mero embrujo, arrastrándola consigo de su fila de butacas, y al
mismo tiempo, sin duda con la intención de poner más de relieve sus facultades,
invitó al propio señor Angiolieri a que la llamara por su nombre de pila, como
si echara en el platillo de la balanza, por decirlo así, el peso de su
existencia y sus derechos, sirviéndose de la voz del esposo para despertar en
el alma de la compañera de su vida todo cuanto pudiera proteger su virtud
contra el encanto maligno. Sin embargo, ¡cuán inútil resultó aquella llamada!
Cipola, a cierta distancia de los esposos Angiolieri, rasgó brevemente el aire
con su látigo, con lo que nuestra hotelera se estremeció violentamente y volvió
la mirada hacia él.
—¡Sofronia!
—exclamó, ya entonces, el señor Angiolieri (nosotros ignorábamos por completo
que la señora se llamara Sofronia), y se puso a llamarla a gritos, justamente,
pues todo el mundo podía percatarse que se había creado un peligro: la faz de
su esposa permanecía dirigida hacia el maldito cavaliere.
Éste,
con el látigo que le colgaba de la muñeca, comenzó a ejecutar con los diez
dedos de sus largas y amarillentas manos unos movimientos de atracción y
llamada a su víctima, retirándose paso a paso. Entonces, la señora Angiolieri
se levantó de su asiento, sobrehumanamente pálida, se volvió por completo hacia
el lado del que la conjuraba y se puso a seguirle a pasos vacilantes y como
flotando.
¡Escena
fantasmal y fatídica! Con expresión de lunática, rígidos los brazos, las
hermosas manos algo elevadas sobre las muñecas, y con los pies casi cerrados,
Sofronia Angiolieri comenzó a deslizarse lentamente de la fila de asientos,
siguiendo al encantador…
—¡Llámela
usted, caballero, llámela usted! —advertía al marido el monstruo.
Y
el señor Angiolieri volvió a llamar con debilitada voz:
—¡Sofronia!
¡Ah!
Pudo llamarla aún varias veces, y al ver que su mujer continuaba alejándose de
él formó con la mano una bocina ante la boca, haciendo señas con la otra, al
llamar. Pero la pobre voz del amor y del deber moría impotente a espaldas de
una mujer perdida, y la señora de Angiolieri continuaba flotando hacia Cipola,
completamente absorta y ensordecida, y a lo largo del pasillo central se
deslizaba hacia el jorobado, que le atraía con sus dedos repugnantes hacia la
puerta de salida.
La
impresión era tan sobrecogedora y perfecta, que hubiera seguido a su dueño, con
sólo quererlo éste, hasta el fin del mundo.
—Accidente!
—exclamó el señor Angiolieri, esta vez realmente asustado, y salió de su
asiento cuando la pareja hubo alcanzado la puerta de la sala.
Pero
en el mismo instante el cavaliere hizo caer, por decir así, su corona de
vencedor, interrumpiendo el experimento, y con chabacana caballerosidad de mal
comediante ofreció el brazo a la pobre dama, que volvía en sí como descendiendo
de las nubes, para conducirla de nuevo hacia su marido—. Caballero —saludó
entonces a éste—, aquí tiene usted a su esposa… Sana y salva, con todos mis
cumplidos, la deposito de nuevo en sus manos… Procure usted conservar con viril
energía un tesoro que le pertenece por completo, y deseo que su vigilancia se
acreciente cuando se convenza de que existen energías que sólo raras veces
corren parejas con la generosidad…
¡Pobre
señor Angiolieri, silencioso y calvo! No producía el efecto de un hombre capaz
de proteger su felicidad, ni siquiera contra potencias menos demoníacas que aquellas
que acababan de producirle susto e incluso mofa.
El
cavaliere volvió al entarimado, con ademán grave y petulante, en medio de unos
aplausos a los que su oratoria conclusión confería doble intensidad.
Especialmente por este último triunfo, hizo aumentar su autoridad, si no me
equivoco, a un grado tal que podía hacer bailar a toda la asistencia… Sí,
efectivamente, he dicho bailar.
Es
preciso tomar esta palabra al pie de la letra, ya que se produjo cierto exceso,
una trasnochada confusión de los ánimos, un aniquilamiento de las resistencias
críticas que hasta aquellos momentos se opusieran a la influencia del
desagradable personaje.
Naturalmente,
tuvo que luchar duramente para lograr aquella culminación de su dominio, y,
sobre todo, frente a la actitud recalcitrante del ya mencionado caballero
romano, cuya rigidez moral amenazaba con dar un ejemplo público harto peligroso
para tamaño afán de dominio. Sin embargo, el cavaliere se dio perfectamente
cuenta de la importancia que encerraba aquel ejemplo, y como era lo
suficientemente prudente para escoger como punto de ataque el punto de menor
resistencia, preludió la orgía haciendo que bailase aquel muchachito enclenque
y propenso a abstraerse, al que ya antes había sumido en un estado cataléptico.
Éste tenía, efectivamente, cierta manera de echar atrás el busto, como si le
hubiera tocado un rayo, con las manos pegadas a la costura de los pantalones;
tan pronto como su domador le echara una mirada, caería en un estado de
sonambulismo militar, ya que su servilidad para cualquier absurda tontería que
Cipola se propusiera imponerle saltaba de antemano a la vista. Podría decirse
que el estado de completa dependencia de la voluntad del cavaliere parecía
agradable de modo absoluto, como si perdiera, con sumo placer, su pobre
autonomía moral; repetidas veces se ofreció espontáneamente para servir de
objeto de experimentos y ponía visiblemente su pundonor en brindar a Cipola un
modelo ideal del más pronto desprendimiento de sí mismo y de la más absoluta
abulia. Subió una vez más al entarimado, y sólo fue preciso rasgar el aire con
el látigo, obedeciendo a una voz de mando del cavaliere, para ponerse a bailar
allí arriba un pasodoble, o, mejor dicho, lanzar sus débiles miembros en todos
los sentidos, con los ojos cerrados, en placentero éxtasis y balanceando la
cabeza.
Aquello
parecía del agrado del público, y no fue preciso mucho rato para que llegaran
refuerzos al que bailaba, ejecutando el step otros dos muchachos más, a ambos
lados del primero; uno, vestido con suma sencillez, y otro, elegantemente.
Fue
entonces cuando el caballero romano pidió nuevamente la palabra y preguntó a
Cipola, en tono provocador, si podía asegurar que era capaz de hacerle bailar a
su vez, aun cuando él no quisiera.
—Aun
cuando no quiera —replicóle Cipola en un tono que me será siempre inolvidable.
Todavía hoy tengo en el oído aquella frase—: Anche se non vuole…!
E inmediatamente se inició la pugna. Cipola,
después de haber apurado otra copita de coñac y encendido un nuevo cigarrillo,
colocó al romano en un punto del pasillo central, con la cara dirigida hacia la
puerta de salida: él mismo se detuvo a cierta distancia, a espaldas de éste, e
hizo sonar su látigo, ordenando:
—Balla!
Su adversario no se movía.
—Balla!
—repitió el cavaliere con decisión, y rasgó el aire con el látigo.
Viose
cómo el joven movió el cuello y cómo al mismo tiempo una de sus manos se
levantaba y uno de sus tacones se volvió hacia fuera. Sin embargo, durante
largo rato no hubo más que tales signos precursores que fueron repitiéndose y
afirmándose, desapareciendo seguidamente. A nadie se le podía escapar que se
trataba de un caso de decidida resistencia, una heroica terquedad en oponerse
para vencer y superar; aquel bravo muchacho se proponía romper una lanza por el
honor de la especie humana; se movía convulsivamente, pero no bailaba, y el
experimento se alargaba tan desmesuradamente que el cavaliere se vio obligado a
dividir su atención; de vez en cuando, se volvía hacia el escenario y los que
bailando se debatían en él, haciendo silbar su látigo en su dirección para no
permitir que escapasen a su dominio, no sin explicar al mismo tiempo al público
que aquellos azogados danzarines no experimentarían luego la menor fatiga por
mucho que durase el baile, ya que, en realidad, no eran ellos quienes bailaban,
sino él mismo, Cipola. Después, volvió a hundir la mirada en la nuca del
romano, para derribar la fuerza de voluntad que se oponía a su dominio.
Bajo
sus latigazos e intimaciones constantemente renovados, se vio vacilar aquella
fortaleza. Asistimos a ello con un interés sumamente objetivo que no estaba
desprovisto de matices afectivos, lástima y cruel satisfacción. Si acerté a
comprender bien lo que ocurría, aquel caballero sucumbió ante el carácter
negativo de su actitud combativa. Según toda probabilidad, la vida anímica
resulta imposible si se basa única y exclusivamente en no querer, y por
consiguiente ejecutar a pesar de ello lo que se nos exige, deben ser dos cosas
demasiado vecinas para que la idea de la libertad no tuviera que verse
forzosamente mezclada en la pugna; y, efectivamente, las intimaciones que el
cavaliere intercalaba entre latigazos y órdenes se movían en el indicado
sentido, mitigando influjos que constituían su secreto, con otros, desconcertadamente
psicológicos.
—Balla! —decía—. ¿Quién quisiera torturarse de
este modo? ¿Llamas libertad a esa violación de ti mismo? Una ballatina! ¡Si
todos tus miembros se sublevan y te arrastran al baile! ¡Cuan agradable será
abandonar, por fin, la voluntad! Ahí está: ¡ya estás bailando! Esto ya no es
ninguna lucha, esto ¡es placer y goce… !
Y
así era; las convulsiones y sacudidas en el cuerpo del recalcitrante muchacho
empezaban a ganar terreno; levantó los brazos y las rodillas y, de repente,
todas las articulaciones se desencadenaron: echaba hacia un lado y hacia otro
los miembros, bailaba; y en medio de los aplausos de la gente, el cavaliere lo
condujo al entarimado, para incorporarle a los demás títeres. Entonces, pudimos
ver el rostro del así sojuzgado, pues quedaba allí arriba expuesto al público.
Sonreía francamente, con los ojos medio cerrados, mientras se «divertía» y
«disfrutaba». Constituía una especie de consuelo el ver que se encontraba mucho
más a su gusto que cuando mantenía su orgullosa resistencia…
Podría
decirse que su «caso» hizo época. Con él se había roto el hielo, y el triunfo
de Cipola se hallaba en su apogeo; el bastón del hada maléfica Circe, aquella
verga de cuero silbante con mango en forma de garra, reinaba sin coto en la sala.
En el momento que estoy evocando —y que sin duda debía situarse mucho después
de medianoche— estaban bailando en el diminuto escenario unas ocho o diez
personas. Pero también en las demás partes de la sala se notaba toda clase de
movimientos, y ocurrió que una dama anglosajona, con impertinentes y largos
dientes, había salido de su asiento para ejecutar en el pasillo central una
tarantela, sin que el maestro se preocupara por ella en lo más mínimo.
Entretanto,
Cipola estaba sentado con ademán desenfadado en una de las sillas de anea, a la
izquierda del escenario, mientras se tragaba el humo de su cigarrillo,
dejándolo fluir arrogantemente entre sus dientes feísimos. Moviendo la punta,
de los pies y riéndose de vez en cuando, con fuertes sacudidas del hombro,
contemplaba la revolución provocada en la sala, y en determinados momentos
hacía silbar su látigo, dirigiéndolo hacia atrás contra alguno de los que
bailaban convulsivamente, si notaba que su goce parecía disminuir.
En
aquellos momentos, los niños estaban despiertos; lo que hago notar aquí con
profunda vergüenza. No era conveniente que siguieran allí, y el que no les
hubiéramos hecho salir entonces de la sala sólo me lo podría explicar por
cierto contagio de la relajación general que a aquellas altas horas de la noche
nos había alcanzado también a nosotros.
En
aquellos momentos, ya todo resultaba igual. Además, y gracias a Dios, a
nuestros dos pequeños les faltaba por completo la inteligencia precisa para
captar el carácter nefasto de aquella nocturna diversión. Su inocencia se
deleitaba incesantemente con el permiso extraordinario de poder asistir a tal
clase de espectáculo: la velada organizada por un mago. Cada cuarto de hora,
con sus mejillas coloradas y los ojos embriagados, reían de todo corazón viendo
los saltos que hacía efectuar a la gente el dominador de aquella noche.
No
se habían imaginado que la función resultase tan divertida y con sus manitas
inhábiles participaban en todos los aplausos. Pero cuando Cipola hizo una seña
a su amigo Mario —el Mario del «Esquisito»—, botaban de gusto, a su manera,
saltando sobre sus asientos. En efecto, Cipola le hizo una seña, en el sentido
literal de la palabra, llevándose la mano ante la nariz mientras
alternativamente erguía el índice para encorvarlo luego en forma de gancho.
Mario
obedeció. Aún le veo subiendo los escalones para llegar arriba, junto a Cipola,
que no cesaba de hacerle señas de invitación, de aquella manera grotescamente
precisa.
Durante
un instante, el joven había vacilado; también de ello me acuerdo aún
perfectamente. Durante toda la noche, había permanecido de pie en el pasillo
lateral, con los brazos cruzados sobre el pecho o con las manos en los
bolsillos de su americana, apoyándose en una columna de madera a nuestra
izquierda, allí donde se encontraba a su vez el giovanotto con el peinado de
guerrillero; había seguido con atención las producciones del titiritero, en
tanto nos fue posible observar, aunque sin mucha alegría y Dios sabe con cuánta
comprensión. Visiblemente, no le fue grato verse llamado a participar a última
hora. No obstante, resultó demasiado comprensible que obedeciera a la seña que
le hacía el cavaliere. Ello cuadraba, ante todo, con su oficio de camarero; y,
por lo demás, sin duda existía una imposibilidad psicológica para que un
muchacho tan llano pudiera negar obediencia a un signo emanado de un hombre
erguido en el trono del éxito como Cipola en aquel momento de su actuación.
A
gusto o a disgusto se desprendió, pues, de su columna, dio las gracias a los
que se hallaban ante él, y, volviendo la cabeza, le abrían paso hacia el
escenario, y subió al mismo, con una sonrisa escéptica en sus gruesos y
abiertos labios.
Imagináoslo
como un muchacho más bien bajito, de veinte años, con el pelo corto, la frente
ancha y unos párpados demasiado pesados encima de los ojos, cuyo color era de
un gris indeterminable, con matices de verde y amarillento. Recuerdo
exactamente estos pormenores, pues habíamos hablado con él bastantes veces. La
parte superior de la cara, con la nariz chata, colmada de pecas, quedaba
rezagada tras la parte inferior, dominada por los gruesos labios prognáticos,
entre los cuales hacíanse visibles, al hablar, los dientes húmedos; aquellos
labios hinchados daban a su fisonomía, junto con el aspecto velado de los ojos,
cierta primitiva melancolía, habiendo sido precisamente ésta la razón por la
que, desde un principio, sintiéramos bastante simpatía por el muchacho. No
podía hablarse de brutalidad en la expresión; lo hubiera contradecido la
extraordinaria delgadez y finura de sus manos, que llamaron la atención,
incluso tratándose de un meridional, y por las cuales nos hacíamos servir con
verdadero gusto.
Le
conocíamos desde el punto de vista humano, sin conocerle personalmente, si es
que me permitís este distingo. Solíamos verle casi a diario, y había despertado
en nosotros cierta simpatía por su modo de ser soñador que con facilidad se
perdía en una ausencia anímica y que Mario intentaba corregir mediante una
brusca transición a un ademán servicial; era un muchacho serio, y a lo sumo
dejaba escapar una sonrisa sólo para los niños; no era gruñón, pero tampoco
zalamero, sin amabilidades intencionadas, o, mejor dicho, renunciaba a ser
amable, abandonando de antemano toda pretensión de agradar. Sin embargo, su
figura nos quedaría grabada en nuestra memoria como uno de los insignificantes
recuerdos de viaje que se retienen mejor que muchos otros de mayor importancia.
No sabíamos gran cosa de su vida, excepto el hecho de que su padre era un
modesto escribano del Municipio, y su madre, lavandera.
La
chaqueta blanca en que servía en el café le sentaba mejor que el traje cruzado,
de una tela delgada y rayada con el que subió al escenario. No llevaba cuello;
a falta de éste, envolvía su nuca un pañuelo de seda de flamantes colores cuyos
extremos se escondían bajo las solapas de la americana. Se acercó al cavaliere,
que no cesaba de mover el dedo encorvado bajo la nariz, de modo que Mario tuvo
que acercarse más, junto a las piernas de aquel ser poderoso, hasta pegarse al
asiento de Cipola; entonces, éste lo cogió, colocándole en una postura que nos
permitiera ver la cara del muchacho. Le examinó con ademán imperativo y
bonachón, de los pies a la cabeza.
—¿Qué
es esto, ragazzo mio? —dijo—. ¿Cómo es posible que nos hayamos conocido tan
tarde? No obstante, puedes creerme que por lo menos yo te conozco a ti desde
hace mucho tiempo… Sí, claro está: hace buen rato que me había fijado en ti,
quedando completamente seguro de tus magníficas disposiciones. ¿Cómo habré
podido olvidarte? Tantas cosas como tengo que hacer, ¿sabes… ? Dime pronto,
¿cómo te llamas? Sólo me interesa tu nombre de pila.
—Me
llamo Mario —contestó el joven, en voz muy baja.
—Ah,
Mario; perfectamente. Un nombre muy corriente. Un nombre antiguo, de aquellos
que mantienen despiertas las tradiciones heroicas de la patria. ¡Bravo! ¡Salve!
—y, diciendo esto, alargó la palma de la mano oblicuamente en el aire, en el
saludo romano.
Ello
no podía maravillarme, admitiendo que estuviera algo embriagado; sin embargo,
continuaba hablando, como antes, con una articulación clarísima y sin
tropiezos, aunque en aquella hora todo su modo de comportarse, así como el
acento de sus palabras, tenía algo de hastiado, con visos de burla y
desbordante suficiencia.
—Bien,
pues, mi Mario —continuó—. Está muy bien que hayas venido esta noche y que te
hayas puesto para ello un pañuelo tan elegante que te va muy bien a la cara y
que te favorecerá no poco ante las chicas, las guapísimas muchachas de Torre di
Venere…
Desde
el pasillo del público que seguía la función de pie, de donde había salido
Mario, sonó una risa. Era el giovanotto con la bélica cabellera quien acababa
de soltarla; allí estaba, con la americana colgada del hombro, y se reía con un
«¡Ja, ja!» muy grosero e irónico. Me pareció que Mario se estremecía con un
movimiento de hombros. De todos modos, se estremeció. Tal vez, sería realmente
una sacudida de todo el cuerpo, y el temblor de sus hombros sólo significaba un
intento posterior para disimularlo, con el que pretendía manifestar que tanto
el pañuelo como el bello sexo le eran indiferentes por completo.
El
cavaliere echó una mirada distraída en torno suyo.
—Por
ése no nos preocupamos ni mucho ni poco —dijo—. Está celoso, probablemente a
causa de los éxitos que tu pañuelo obtiene entre las muchachas; tal vez también
porque nos ve aquí arriba platicando tan amigablemente tú y yo… Si él quiere,
voy a recordarle su cólico de hace un rato. Esto no me costaría nada. Dime,
Mario: te estás divirtiendo un poco esta noche… Y durante la jornada a lo mejor
eres vendedor en alguna mercería.
—Soy
camarero —replicó el joven.
—¡Ah,
de modo que en un café! —Por una vez Cipola no había dado en el clavo—. Eres,
pues, un camariere, un copero, un Ganimedes —me permitirás que evoque
asociaciones de ideas con la Antigüedad—, salvietta!
Y
al decirlo, el cavaliere irguió otra vez el brazo, para mayor regocijo del
público.
También
Mario sonreía.
—Pero
antes —intercaló, deseoso de ser fiel a la verdad— fui, efectivamente, vendedor
de una tienda de Portoclemente…
En
su observación latía algo del deseo muy humano de ayudar un poco a la adivinación,
sacándole un máximo de verdad.
—¡Por
fin, por fin! ¡En una mercería!
—Vendíamos
peines y cepillos —replicó Mario, evitando una respuesta directa.
—¿No
le he dicho que no siempre había sido un Ganimedes, dispuesto a servir con una
servilleta bajo el brazo? Hasta cuando Cipola se equivoca, lo hace de una
manera que despierta confianza.. Di, Mario: ¿tienes confianza en mí?
Mario,
hizo un ademán inseguro.
—Media
respuesta —hizo constar el cavaliere—. Sin duda, debe costar mucho lograr tu
confianza. Incluso tratándose de mí; ya lo veo, la cosa no resulta nada fácil.
Noto en tu cara un rasgo de carácter taciturno y triste, un trato di
malinconia… Dime ahora —y cogió una mano del muchacho, como para animarle—, ¿tienes
algún pesar?
—¡No,
signore! —replicó éste, rápido y decidido.
—Sí
que lo tienes —insistió el titiritero, superando autoritariamente la
contestación decidida del joven—. ¿Cómo quieres que no me dé cuenta? ¡Quieres
engañar tú a Cipola! Y, desde luego, se trata de las muchachas: de una chica.
Tienes un gran pesar de amor.
Mario
movió vivamente la cabeza. Al mismo tiempo, volvió a sonar a nuestro lado la
risa brutal del giovanotto. El cavaliere levantó bruscamente la cabeza. Sus ojos
parecían buscar algo en el aire, pero no por esto dejó de prestar atención a
aquella risa, y después, como ya lo había hecho una o dos veces durante su
conversación con Mario, hizo sonar su látigo en sentido oblicuo, hacia su
propia espalda, para que ninguno de los presentes se cansara de estar fijo en
él. Entretanto, su interlocutor estuvo a punto de escaparse, ya que se volvió
con un ademán brusco hacia los escalones, volviendo la espalda al cavaliere.
Junto a los ojos le habían salido unas manchas rojas. Cipola logró retenerlo en
el último instante.
—¡Alto
aquí! —dijo—. Sólo faltaría esto. ¿Quieres escaparte, Ganimedes, en el mejor
instante, a un pelo de lo mejor? Sigue aquí y te prometo cosas muy hermosas.
Prometo convencerte de que tu pesar no tiene objeto alguno. Aquella muchacha a
la que tú conoces y que también otros conocen, aquella… ¿cómo demonios se
llama? ¡Espera! Voy a leer su nombre en tus ojos; ya lo tengo en la punta de la
lengua, y veo que también tú estás a punto de decirlo…
—¡Silvestra!
—gritó el giovanotto desde el pasillo.
El
cavaliere no parecía hacerle caso alguno.
—¿Por
qué debe haber siempre personas impertinentes? —preguntó, sin mirar hacia la
sala, y continuando su diálogo con Mario—: ¿Por qué debe haber siempre unos
gallitos impertinentes que cacarean en buena o mala hora? Éste acaba de
quitarnos el nombre de los labios, a ti y a mí, y a fin de cuentas aún va a
creer, en su vanidad, que tiene derecho a poseerlo. Dejémosle en paz. Pero,
dime: Silvestra, tu Silvestra, ¿es una muchacha como Dios manda, no es verdad?
¡Un verdadero tesoro! El corazón se le queda parado a uno cuando la ve caminar,
respirar y sonreír; tan agraciada es. Y sus brazos desnudos, cuando lava la
ropa y echa la cabeza atrás y se sacude el pelo de la frente… ¡Un ángel bajado
del Paraíso!
Mario
le miraba fijamente, con la cabeza tendida hacia delante. Ya hacía un rato que
parecía haber olvidado la situación en que se encontraba, e incluso al público.
Junto a sus ojos, las manchas encarnadas se hicieron más intensas y producían
el efecto de estar pintadas. Raras veces he visto algo parecido en mi vida. Sus
gruesos labios estaban abiertos.
—Y
ese ángel te causa pesar —continuó Cipola—, o, mejor dicho, tú te acongojas a causa
de él… En esto hay cierta diferencia, querido, una diferencia de suma
importancia, ¡ya me lo puedes creer! En el amor suele haber malas
inteligencias; podríamos decir, incluso, que en ninguna otra cosa surgen con
tanta frecuencia las malas inteligencias como en él. Seguramente estás pensando
ahora: ¿Qué entiende ese Cipola de amor, ese jorobado con su pequeño defecto
físico? Craso error, amiguito: entiende mucho de ello, lo conoce y domina
completamente a fondo, y es muy recomendable prestarle oído cuando se trata de
asuntos de esta índole. Pero dejemos a Cipola, descartándolo por completo y
pensemos única y exclusivamente en Silvestra, ¡en tu encantadora Silvestra!
¡Cómo! ¿Sería posible que diera la preferencia sobre ti a algún cacareante
gallito de ésos, para que éste pueda reír y tú hayas de llorar? ¿La preferencia
sobre ti, un muchacho tan sentimental y simpático como eres? Es poco probable,
es imposible; nosotros esto lo sabemos mejor que tú, Cipola y ella. Si me
colocase en lugar de Silvestra y tuviese que escoger entre un tonto de tomo y
lomo como tu rival, un pescado en conserva, y un Mario, el paladín de la
servilleta que se mueve entre caballeros y señoras, que escancia refrescos a
los forasteros y me quiere con un afecto cálido y auténtico…, a fe mía que la
opción no resultaría difícil para mi corazón; entonces, yo sé muy bien a quien
tengo que entregarlo, y a quién se lo he regalado ya desde hace tiempo,
sonrojándome de sentimiento. Ya es hora de que también él se percate y lo
comprenda, mi elegido… Ya es hora de que tú me veas y reconozcas, Mario, mi
queridísimo Mario… Dime: ¿quién soy?
Era
horrible cómo el impostor fingía cariño, encogía coquetonamente los hombros
oblicuos, daba una expresión de nostalgia a los ojos subrayados con ojeras y
con una sonrisa dulzona enseñaba su mellados dientes. Ah, pero ¿qué se ha hecho
de nuestro Mario? Me resultará difícil decirlo, de igual modo que me llegó a
ser difícil apreciarlo, pues se trataba de la entrega de lo más íntimo, de la
manifestación pública de una pasión tímida y locamente feliz. Mario aparecía
con las manos plegadas ante la boca; sus hombros se levantaban y se bajaban con
una respiración violenta.
Sin
duda, en su felicidad, no daba crédito a sus ojos y oídos, y, desde luego, sólo
olvidó una cosa: que, efectivamente, no debía fiarse de ellos.
—¡Silvestra!
—suspiró, sobrecogido por la emoción.
—¡Bésame!
—díjole el jorobado—. Créeme que puedes hacerlo… Te quiero. Bésame aquí… —y con
la punta del índice, tendiendo brazo, mano y dedo meñique, designó la mejilla,
cerca de la boca. Y Mario se inclinó y le besó.
En
la sala reinaba un profundo silencio. El instante resultó grotesco, monstruoso
y excitante: el momento de la felicidad de Mario. La risa del giovanotto siguió
oyéndose a nuestra siniestra, en el transcurso de aquel rato angustioso,
durante el cual se impusieron a nuestro sentimiento todas las correlaciones de
dicha e ilusión, no inmediatamente, en un principio, pero sí tan pronto como se
llevó a cabo la unión triste y lamentable de los labios de Mario con aquella
horrible carne que se ofrecía a su cariñoso gesto. Aquella carcajada se
destacaba con fuerza de la angustiosa espera, brutal, contenta del mal ajeno,
y, sin embargo —no quisiera equivocarme—, dejaba apuntar cierto matiz de
conmiseración ante el daño soñado y la consonancia de aquel grito de Poveretto!
que el brujo había declarado poco antes como desplazado, tomándolo por su
propia cuenta.
Pero
al mismo tiempo, mientras aún sonaba aquella carcajada, el que se hacía
acariciar allí arriba hizo restallar levemente el látigo, junto a las patas de
la silla, y Mario, despierto, se incorporó bruscamente. Allí estaba, de pie,
mirando boquiabierto, con el busto inclinado hacia atrás, apretando las manos
sobre sus labios, de los que se había abusado, una mano sobre otra; luego, se
golpeó varias veces las sienes con las muñecas y dando media vuelta se
precipitó por los escalones, mientras la sala prorrumpía en aplausos, en tanto
que Cipola, con las manos plegadas sobre las rodillas, se reía con fuertes
sacudidas de hombros. Una vez abajo, en la sala, Mario dio otra media vuelta
brusca hacia el escenario, tendió el brazo, y dos detonaciones secas, pero
fortísimas, se entrecruzaron con los aplausos y risas.
Un
silencio se produjo inmediatamente. Incluso los bailarines se detuvieron en su
ejercicio, mirando con ojos desorbitados. Cipola se incorporó súbitamente. Allí
estaba, de pie, con los brazos tendidos hacia un lado, como si quisiera
rechazar algo y gritar:
—¡Alto!
¡Silencio! ¡Lejos de mí! ¿Qué es esto? —y al instante, con la cabeza caída
sobre el pecho, se desplomó de nuevo sobre la silla, resbalando después del
asiento al suelo. Allí se quedó tendido, inmóvil, formando un montón
desordenado de prendas y huesos.
El
caos resultó indescriptible. Varias damas escondieron el rostro en el pecho de
su acompañante. Se oían gritos llamando a un médico y a la Policía. El público
invadió el escenario. Hubo quien, en medio del tumulto, se abalanzó sobre
Mario, para quitarle la pequeña arma de metal, apenas sin forma de pistola, que
pendía de su mano, y cuyo cañón, casi inexistente, acababa de imprimir un rumbo
tan imprevisto y extraño al destino.
Cogimos
a los niños de la mano —¡por fin!— y los arrastramos hacia la salida, pasando
ante la pareja de carabineros que penetraba en la sala.
—¿Era
éste el verdadero final? —inquirían los pequeños, para estar completamente
seguros de que no perdían nada de la función.
—Sí,
éste era el final —confirmámoslo nosotros. Un día horripilante, un final
sumamente fatal. Y, sin embargo, un final que tenía algo de liberación. ¡No
pude, no podría ahora, interpretarlo de otra manera…
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