Patricia Highsmith
Cuando el señor Peter Knoppert
comenzó a aficionarse a la observación de los caracoles, no imaginaba que los
pocos ejemplares con que empezó se convertirían tan pronto en centenares. Apenas
dos meses después de que los primeros caracoles fueron llevados al estudio de
Knoppert, una treintena de tanques y peceras de vidrio, todos llenos de
caracoles, cubrían los muros, descansaban en la mesa-escritorio y los
alfeizares, y hasta comenzaban a extenderse por el suelo. La señora Knoppert
desaprobaba todo esto enérgicamente y se negaba a entrar en el estudio.
Afirmaba que olía mal, y además una vez pisó accidentalmente un caracol, lo que
le causó una sensación horrible que nunca olvidaría. Pero cuanto más sus amigos
y su esposa deploraban ese pasatiempo poco habitual y vagamente repulsivo,
tanto más gozo parecía encontrar en él el señor Knoppert.
—Antes nunca me interesó la
naturaleza —repetía a menudo el señor Knoppert, quien era socio de una firma de
agentes de bolsa y había consagrado toda su vida a la ciencia de las finanzas.
Y agregaba —:pero los caracoles me han abierto los ojos a la belleza del mundo
animal.
Si sus amigos comentaban que los
caracoles no eran propiamente animales y que su entorno viscoso no podía
considerarse un buen ejemplo de la hermosura de la naturaleza, el señor
Knoppert les contestaba, con una sonrisa de superioridad, que no sabían sobre
los caracoles todo lo que él conocía.
Era cierto. El señor Knoppert
había sido testigo de una exhibición que no se describía, o en todo caso no
apropiadamente, en ninguna enciclopedia o libro de zoología de cuantos había
consultado. El señor Knoppert había entrado una tarde en la codina a buscar un
bocado antes de cenar, y casualmente se fijó en que un par de caracoles, en el
recipiente de porcelana sobre la escurridera, se comportaban de modo muy
extraño. Irguiéndose más o menos sobre sus colas, oscilaban uno frente a otro,
exactamente como un par de serpientes hipnotizadas por un flautista. Un momento
después, sus rostros se juntaron en un beso de voluptuosa intensidad. El señor
Knoppert se acercó y los examinó desde todos los ángulos. Algo más sucedía: una
protuberancia, algo parecido a una oreja, estaba apareciendo en el lado derecho
de la cabeza de ambos caracoles. Su instinto le dijo que estaba observando
algún tipo de actividad sexual.
Entro la cocinera y le dijo algo,
pero el señor Knoppert la hizo callar con un impaciente gesto de la mano. No
podía apartar la vista de las encantadas criaturas del recipiente.
Cuando las protuberancias estaban
precisamente borde a borde, un filamento blancuzco surgió de una oreja, como
otro diminuto tentáculo y trazó un arco hasta la oreja del otro caracol. La
primera presunción del Señor Knoppert se desvaneció cuando del otro caracol
surgió también un tentáculo. “que cosa tan peculiar” pensó. Los dos tentáculos
se retiraron, luego salieron de nuevo y cual si hubiesen encontrado alguna
señal invisible, se quedaron fijos en el caracol opuesto. Acercándose todavía más,
el señor Knoppert miraba atentamente. La cocinera hizo otro tanto.
—¿Había visto usted jamás algo
semejante? preguntó el señor Knoppert.
—NO. Deben estar peleándose —contestó
con indiferencia la cocinera, y se alejó.
Aquella era una muestra de la
ignorancia sobre los caracoles que con el tiempo descubrió en todas partes.
El señor Knoppert continuó
observando repetidas veces al par de caracoles por más de una hora, hasta que
primero las orejas y luego los tentáculos se retiraron, y los caracoles
relajaron su actitud y ya no se prestaron atención el uno al otro. Pero para
entonces, otro par había comenzado a flirtear y se iban levantando lentamente,
hasta alcanza la posición de beso. El señor Knoppert le dijo a la cocinera que
aquella noche no sirviera caracoles. Se llevó el recipiente que los contenía a
su estudio, y e n el hogar de los Knoppert ya no se volvieron a comer
caracoles.
Aquella noche consultó sus
enciclopedias y unos cuantos libros de ciencia que poseía, pero no halló
absolutamente nada sobre los hábitos de procreación de los caracoles, aunque se
describía en detalle el aburrido ciclo reproductivo de las ostras. Tal vez no
había sido un apareamiento lo que había visto, se dijo el señor Knoppert al
cabo de uno o dos días. Su esposa, Edna, le pidió que se comiera los caracoles
o se librara de ellos —fue por aquel entonces cuando pisó un caracol que se
había salido de recipiente y caído al suelo – y el señor Knoppert tal vez lo
hubiese hecho, de no haber encontrado una frase en el Origen de las Especies, de Darwin, en una página dedicada a los
gastrópodos. La frase estaba en francés, lengua que el señor Knoppert no
conocía, pero la palabra sensualitè
le puso en alerta como a un sabueso que de repente encuentra una pista. Estaba
en aquel momento en una biblioteca pública y con ayuda de un diccionario
tradujo trabajosamente la frase. Era de menos de cien palabras: indicaba que
los caracoles manifestaban en su apareamiento una sensualidad que no se
encuentra en ninguna otra especie del reino animal. Eso era todo. La frase
pertenecía a unos apuntes de Henri Fabre. Obviamente, Darwin había decidido no
traducirla para el lector corriente, dejándola en la lengua original para los
pocos eruditos que realmente se interesaran por el tema. Ahora, el señor
Knoppert se consideraba uno de esos pocos eruditos y su rostro redondo y
sonrosado brillaba de satisfacción.
Se enteró de que sus caracoles
eran del tipo de agua fresca, los cuales ponen los huevos en arena o tierra, de
modo que colocó tierra húmeda y un platito con agua en una palangana amplia, a
la que trasladó sus caracoles. Luego esperó a ver que sucedía. No hubo ni un
solo apareamiento. Tomó uno por uno los caracoles y los examinó, sin ver nada
que sugiriera una preñez. Pero a uno de los caracoles no lo pudo coger. Diríase
que la concha estaba pegada a la tierra. El señor Knoppert sospechó que el
caracol había enterrado su cabeza en la tierra para morir.
Pasaron dos días y en la mañana
del tercero el señor Knoppert encontró un montoncito de tierra desmenuzada allí
donde estuviera el caracol. Con curiosidad, investigó la tierra con ayuda de
una cerilla y con gran deleite descubrió un hoyo lleno de brillantes
huevecillos. El señor Knoppert llamó a su mujer y a la cocinera para que los
vieran. Los huevecillos parecían caviar de gran tamaño, pero eran blancos en
vez de negros o rojos.
— Bueno, han de reproducirse de algún
modo —comentó la esposa.
El Señor Knoppert no lograba
comprender su falta de interés. Durante el tiempo que estaba en casa no pasaba
una hora sin que acudiera a mirar los huevecitos. Los observaba todas las
mañanas, para ver si había ocurrido algún cambio y por la noche ocupaban su último
pensamiento antes de meterse en cama. Además, otro caracol estaba abriendo un
hoyo. Y otros dos se emparejaban. El primer montoncito de huevos se volvió de
color grisáceo y minúsculas espirales de concha se hicieron discernibles en un
lado de cada uno de los huevecillos. La impaciencia del señor Knoppert se agudizó.
Por fin llegó una mañana —la decimoctava después de la puesta, según la cuidadosa
cuenta del señor Knoppert— en la que miró al hoyo con los huevecitos y vio la
primera diminuta cabeza moviéndose, la primera diminuta antena explorando
incierta el nido. El señor Knoppert se sentía tan feliz como el padre de un recién
nacido. Cada uno de los setenta y tantos huevos del hoyo se abrió
milagrosamente a la vida. Había visto todo el ciclo reproductivo llegar a su
feliz conclusión. Y el hecho de que nadie, por lo menos nadie que supiese,
conociera ni un ápice de lo que él sabía ahora, daba a su conocimiento la
emoción de un descubrimiento, el sabor picante de lo esotérico. El señor
Knoppert tomó nota de los apareamientos sucesivos y de las puestas. Expuso la
biología de los caracoles a sus amigos fascinados, a menudo asqueados, y
también a sus invitados, hasta que su esposa, embarazada, acababa por no saber dónde
mirar.
—Pero ¿cuándo acabará esto,
Peter? Si siguen reproduciéndose como hasta ahora, llegar a ocupar toda la casa
—le dijo su mujer cuando llegaron a término quince o veinte puestas.
—No se puede detener a la
naturaleza —le replicó él con buen humor— Solo ocupan el estudio. Todavía hay
mucho espacio allí…
De modo que llevó al estudio más
peceras y tanques de vidrio. El señor Knoppert fue al mercado y escogió a
algunos de los caracoles de aspecto más animado y también un par que vio
apareándose sin que el resto del mundo se fijara en ellos. Más y más nidos
aparecieron en la tierra en el fondo de los tanques y de cada nido salieron
arrastrándose, finalmente, de setenta a noventa caracolitos, transparentes como
gotas de rocío, deslizándose hacia arriba más bien que hacia abajo de las tiras
de lechuga que el señor Knoppert se apresuraba a poner en los nidos a modo de
escaleras comestibles. Los apareamientos eran tan frecuentes que ya ni se
preocupó de observarlos. Podían durar veinticuatro horas. Pero nunca disminuía
la emoción de contemplar aquel caviar blanco convertirse en conchas y empezar a
moverse, por mucho que lo viera y volviera a ver.
Sus colegas en el despacho de
agente de bolsa se fijaron en que Peter Knoppert parecía gozar mucho más de la
vida. Se mostró más audaz en sus decisiones, más brillante en sus cálculos,
hasta algo malévolo en sus planes, pero todo esto traía dinero a la compañía.
Por un voto unánime, su salario subió de cuarenta a sesenta mil dólares
anuales. Cuando alguien lo felicitaba por sus éxitos, el señor Knoppert los
atribuía a sus caracoles y al relajamiento benéfico que le proporcionaba el
observarlos.
Pasaba todas las veladas con los
caracoles, en el cuarto que ya no era un estudio, sino una especie de acuario.
Disfrutaba colocando en los tanques pedazos de lechuga y de patata y de
remolacha hervidas. Luego abría el sistema de aspersión que había instalado en
los tanques para simular la lluvia. Entonces, todos los caracoles se animaban
comenzaban a comer, a aparearse o simplemente a deslizarse por el agua con
evidente placer.
A menudo, el señor Knoppert
dejaba que un caracol trepara por su dedo índice —se imaginaba que a sus
caracoles les gustaba ese contacto humano— y le daba a comer un pedazo de
lechuga mientras lo observaba por todos lados, encontrando en ello tanta
satisfacción estética como otra persona la hallaría contemplando un grabado
japonés.
El señor Knoppert ya no permitía
que nadie pusiera los pies en su estudio. Demasiados caracoles tenían la
costumbre de deslizarse por el suelo, de dormirse pegados a los asientos de las
sillas o a los lomos de los libros en los estantes. Los caracoles pasaban mucho
tiempo durmiendo, especialmente los más viejos. Pero muchos de ellos, menos
indolentes, preferían aparearse. El señor Knoppert estimó que en cualquier
momento por lo menos una docena de pares de caracoles estaban besándose. Y
había ciertamente, una multitud de caracoles pequeños y de caracoles
adolescentes. Era imposible llevar la cuenta. El señor Knoppert contó solamente
a los que dormían o que se deslizaban solos por el techo y llegó a algo así
como mil cien o mil doscientos. En los tanques, las peceras, la parte inferior
de su mesa escritorio y los estantes debían de haber por lo menos cincuenta
veces esa cifra. El señor Knoppert se propuso arrancar los caracoles del techo
un día de aquellos: Algunos llevaban semanas y temía que no se alimentaran lo
suficiente. Pero aquellos días estaba muy ocupado y necesitaba demasiado la
tranquilidad que le proporcionaba simplemente el sentarse en su sillón favorito
del estudio.
Durante el mes de junio estuvo
tan atareado, que muchos días trabajó hasta tarde en su despacho. Los informes
se acumulaban, porque era el final del año fiscal.
Hacia cálculos, descubría una
docena de posibilidades de ganancia y se reservaba las decisiones más audaces y
las maniobras menos obvias para sus operaciones privadas. Dentro de un año,
pensaba, sería tres o cuatro veces más rico. Ya veía los fondos de sus cuentas
corrientes multiplicarse tan fácil y rápidamente como sus caracoles. Se lo dijo
a su esposa, que se alegró mucho. Hasta le perdonó el estado ruinoso del
estudio y el olor nauseabundo, a pescado, que se iba extendiendo por todo el
piso superior,
—De todos modos, me gustaría que
echaras una ojeada, Peter, para ver si sucede algo —le dijo con cierta ansiedad
una mañana— Puede haberse volcado un tanque o algo así, y no quisiera que se
estropeara la alfombra. No has estado en el estudio, desde hace casi una semana
¿verdad?
En realidad el señor Knopert no
había entrado en su estudio desde hacía casi dos semanas. No le dijo a su mujer
que la alfombra ya estaba destrozada.
— Subiré esta noche— le prometió.
Pero transcurrieron tres días sin
que encontrara tiempo para hacerlo. Entró en el estudio una noche, antes de
acostarse, y se quedó sorprendido al encontrar el suelo completamente cubierto
por dos o tres capas de caracoles. Le costó cerrar la puerta sin aplastarlos.
Los densos racimos de caracoles en los ángulos y rincones hacían parecer
redondo el estudio y como si él se hallara en el interior de una enorme piedra
aglomerada. El señor Knoppert se apretó los nudillos hasta que chasquearon y
miró asombrado a su alrededor. Los caracoles no solo habían cubierto todas las
superficies, sino que además millares de ellos colgaban de la araña de cristal
formando un grotesco, descomunal racimo.
El señor Knoppert buscó el
respaldo de una silla en que apoyarse. Bajo la mano encontró solo gran cantidad
de conchas. Se sonrió ligeramente: había caracoles en el asiento, amontonados
unos sobre otros, formando un almohadón desigual. Tenía que hacer algo acerca
del techo, y hacerlo inmediatamente. Tomó un paraguas que había en un rincón,
quitó con la mano parte de los caracoles que lo cubrían y apartó los de un
rincón de la mesa, para poder subirse a ella. La puntera del paraguas rasgó el
papel del techo y entonces el peso de los caracoles arranco hacia abajo una
larga tira que quedó colgando hasta casi el suelo. El señor Knoppert se sintió,
de súbito, frustrado y furioso. Los rociadores los harían mover. Apretó la
palanca que los ponía en funcionamiento.
Los rociadores descargaron agua
en todos los tanques y la hirviente actividad del cuarto entero aumentó
inmediatamente. El señor Knoppert deslizó sus pies por el suelo, entre conchas
que se revolcaban sonando como guijarros en una playa y dirigió un par de
rociadores hacia el techo. Enseguida se dio cuenta que había cometido una
equivocación. El papel, al ablandarse con el agua, comenzó a desgarrarse y
mientras esquivaba una masa desprendida que caía lentamente del techo, recibió
a un lado de la cabeza el golpe de una oscilante guirnalda de caracoles, un
golpe realmente fuerte.
Cayó sobre una rodilla, aturdido.
Convendría abrir una ventana, pensó, porque el aire era asfixiante. Los
caracoles le trepaban por los zapatos y las perneras de los pantalones. Sacó
los pies con irritación. Se dirigió a la puerta, con el propósito de llamar a
uno de los criados para que le ayudara, cuando la araña de cristal le cayó
encima. El señor Knopper quedó sentado pesadamente en el suelo: Se dio cuenta
de que no habría manera de abrir una ventana porque los caracoles estaban
pegados fuertemente en gruesas capas en los alfeizares. Por un instante sintió
como si no pudiese levantarse, como si se asfixiara. No era sólo el olor mohoso
del cuarto, sino que dondequiera que mirara, largas tiras de papel desprendidas
de la pared y cubiertas de caracoles le tapaban la vista, como si estuviese en
una prisión.
—¡Edna! –gritó y se asombró del
tono apagado, sordo, de su voz. Era como si el cuarto estuviera aislado,
insonorizado.
Gateó hasta la puerta, sin
fijarse en el mar de caracoles que aplastaba con manos y rodillas. No pudo
abrir la puerta. Había tantos caracoles en ella y a lo largo de las juntas, en
todas direcciones, que inutilizaban sus esfuerzos.
—¡Edna!
Un caracol se deslizó en su boca.
Lo escupió asqueado. El señor Knoppert trato de sacudirse los caracoles de los
brazos. Pero por cada cien que apartaba, parecía que cuatrocientos trepaban y
se agarraban a él como si lo buscaran deliberadamente porque era la única
superficie del cuarto relativamente libre. Tenía caracoles sobre los ojos.
Cuándo se tambaleaba, al tratar de ponerse de pie, algo le golpeó, algo que el
señor Knoppert ni tan solo pudo ver. ¡Estaba perdiendo el sentido! En todo
caso, se hallaba otra vez en el suelo. Sus brazos le pesaron como si fuesen de
plomo al intentar levantarlos hasta la cara para librar los ojos y la nariz de
los cuerpos viscosos y asesinos de los caracoles.
—¡Socorro!
Tragó un caracol. Sofocándose,
ensancóo la boca para que entrara aire y sintió un caracol que se arrastraba
por los labios y la lengua. ¡Aquello era infernal! Los sentía deslizarse como
un río viscoso por las piernas, pegándolas al suelo
—¡Brrr!
El aliento del señor Knoppert salía
difícilmente en pequeños soplos. La visión se le oscureció, de un horrible y
ondulante color negro. No podía respirar, porque no le era posible alcanzar la
nariz con las manos. Tenía las manos inmovilizadas. Entonces, por un ojo
entrecerrado, vio directamente frente a él, a pocos centímetros, lo que había
sido la planta verde que solía estar en una maceta al lado de la puerta.
Pegados a ella un par de caracoles estaban haciendo el amor silenciosamente. Y
a su lado, diminutos caracoles, puros como gotas de rocío emergían de un
hoyuelo, como un ejército infinito que avanzaba por su mundo cada vez más
ancho.
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