Hanns Heinz Ewers
Y en eso reside la voluntad, que no muere.
¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su fuerza?
Glanvill.
Cuando el estudiante de medicina
Richard Bracquemont decidió ocupar la habitación número siete del pequeño hotel
Stevens, situado en el número 6 de la rue Alfred Stevens, tres personas se
habían ahorcado en esa misma habitación colgándose del dintel de la ventana en
tres viernes sucesivos. El primero era un viajante de comercio suizo. Su cuerpo
no se encontró hasta la tarde del domingo; pero el médico dedujo que su muerte
debió de haberse producido entre las cinco y las seis de la tarde del viernes.
El cuerpo colgaba de un robusto gancho hincado en el dintel de la ventana, que
normalmente se utilizaba para colgar ropa. La ventana estaba cerrada. El muerto
había utilizado el cordón de la cortina. Como la ventana era bastante baja, sus
piernas arrastraban por el suelo casi hasta las rodillas. El suicida debió
desarrollar, por tanto, una considerable fuerza de voluntad para llevar a cabo
su propósito. Se comprobó además que estaba casado y que era padre de cuatro
niños, así como que se encontraba en una situación completamente desahogada y
segura y que era de talante jovial y estaba casi permanentemente satisfecho. No
se encontró ningún escrito que pudiera tener relación con el suicidio, ni testamento
alguno. Tampoco había hecho jamás manifestación alguna en ese sentido a ninguno
de sus conocidos.
El segundo caso no era muy
diferente. El artista Karl Krause, empleado como equilibrista sobre bicicleta
en el cercano circo Medrano, alquiló la habitación número 7 dos días más tarde.
Al no comparecer el siguiente viernes para su actuación, el director envió al
hotel a un acomodador, que se lo encontró colgado del dintel de la ventana,
exactamente en las mismas circunstancias (la habitación no había sido cerrada
por dentro). Este suicidio no parecía menos misterioso: a sus veinticinco años,
el prestigioso artista recibía un buen sueldo y parecía disfrutar plenamente de
la vida. Una vez más no apareció nada escrito, ningún tipo de manifestación
alusiva al caso. Dejaba a una anciana madre, a la que acostumbraba enviar
puntualmente los primeros días de cada mes trescientos marcos para su
manutención. Para la señora Dubonnet, propietaria del pequeño y barato hotel,
cuya clientela estaba formada casi exclusivamente por miembros de los cercanos
espectáculos de variedades de Montmartre, esta extraña segunda muerte en la
misma habitación tuvo consecuencias ciertamente desagradables. Algunos de sus
clientes abandonaron el hotel y otros huéspedes habituales regresaron. En vista
de ello, acudió al comisario del distrito IX, al que conocía bien, el cual le
prometió hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarla. Así pues, no sólo
prosiguió las investigaciones, tratando de averiguar con especial celo las
razones de los suicidios de ambos huéspedes, sino que puso a su disposición a
un oficial que se alojó en la misteriosa habitación.
Se trataba del policía
Charles-Marie Chaumié, que se había ofrecido voluntariamente para el caso. Este
sargento era un viejo lobo de mar que había servido durante once años en la
infantería de marina, y durante muchas noches había guardado en solitario numerosos
puestos en Tonkín y Annan, dando la bienvenida con un vivificante disparo de su
fusil a cualquier pirata de río que se acercara furtivamente. Por lo tanto, se
sentía perfectamente capacitado para hacer frente a los «fantasmas» de los que
se hablaba en la rue Stevens. Se instaló, pues, en la habitación el domingo por
la tarde y se retiró satisfecho a dormir, después de hacer los honores a la
abundante comida y bebida que la señora Dubormet le había ofrecido. Cada mañana
y cada tarde Chaumié hacía una rápida visita al cuartel de la policía para
presentar un informe. Durante los primeros días los informes se limitaron a
constatar que no había advertido nada en absoluto fuera de lo normal. El
miércoles por la tarde, sin embargo, anunció que creía haber encontrado una
pista. Al pedírsele más detalles, suplicó permiso para guardar silencio por el
momento. No estaba seguro de que lo que creía haber descubierto tuviera en
realidad relación alguna con las muertes de ambos individuos, y temía hacer el
ridículo y convertirse en el hazmerreír de la gente. El jueves parecía menos
seguro, aunque más serio; una vez más no tenía nada de que informar. La mañana
del viernes parecía en extremo excitado; opinaba, medio en broma medio en
serio, que la ventana de la habitación indudablemente ejercía un extraño poder
de atracción. No obstante, seguía insistiendo en que este hecho no guardaba
relación con los suicidios, y que si decía algo más, sólo sería motivo de risa.
Aquella tarde no se presentó en la comisaría de distrito: lo encontraron
colgado del gancho en el dintel de la ventana.
También en este caso las
circunstancias, hasta en los más mínimos detalles, eran las mismas que en los
casos anteriores: las piernas se arrastraban por el suelo y, como soga, había
empleado el cordón de las cortinas. La ventana estaba cerrada y no había
cerrado la puerta con llave. La muerte se había producido alrededor de las seis
de la tarde. La boca del muerto estaba totalmente abierta y de ella le colgaba
la lengua. Como consecuencia de esta tercera muerte en la habitación número 7,
todos los huéspedes abandonaron ese mismo día el hotel Stevens, a excepción de
un profesor alemán de enseñanza superior que ocupaba la habitación número 16,
el cual aprovechó la oportunidad para lograr la reducción de un tercio en el
hospedaje. Fue un pobre consuelo para la señora Dubonnet que Mary Garden, la
famosa cantante de la ópera Cómica, se detuviera allí con su coche algunos días
más tarde para comprar el cordón rojo de las cortinas, que consiguió por doscientos
francos. En primer lugar porque traía suerte y en segundo lugar... porque la
noticia saldría en los periódicos.
Si esta historia hubiera sucedido
en verano, por ejemplo, en julio o agosto, la señora Dubonnet habría exigido
por el cordón tres veces esa cantidad. Con toda seguridad los diarios hubieran
llenado sus columnas con el caso durante semanas. Pero en estas fechas tan
agitadas del año (elecciones, desórdenes en los Balcanes, quiebra de bancos en
Nueva York, visita de los reyes ingleses) realmente no sabrían de dónde sacar
espacio. Como consecuencia, la historia de la rue Alfred Stevens consiguió
menos atención de la que probablemente merecía, y las noticias, breves y
concisas, se limitaron casi siempre a repetir el informe de la policía, manteniéndose
al margen de cualquier tipo de exageración. A estas noticias se reducía todo lo
que el estudiante de medicina Richard Bracquemont sabía acerca del asunto.
Desconocía por completo un pequeño detalle, que parecía tan insignificante que
ni el comisario ni ninguno de los restantes testigos lo había revelado a los
periodistas. Tan sólo después, una vez pasada la aventura del estudiante, se
recordó este detalle: cuando los policías descolgaron el cadáver del sargento
Charles-Marie Chaumié del dintel de la ventana, de la boca abierta del muerto
salió una enorme araña negra. El mozo del hotel la ahuyentó con los dedos,
exclamando: «¡Demonios, otro de esos bichos!». En el curso de la siguiente
investigación, es decir, la relacionada con Bracquemont, el mozo declaró que,
cuando descolgaron el cadáver del viajante de comercio suizo, había visto
deslizarse por su hombro una araña semejante... Pero de esto nada sabía Richard
Bracquemont.
No ocupó la habitación hasta dos
semanas después del último suicidio, un domingo. Lo que allí experimentó lo
anotó meticulosamente en su diario.
Diario de Richard Bracquemont. Estudiante de medicina.
Lunes, 28 de febrero.
Me instalé aquí la noche pasada.
Deshice mis dos maletas, ordené unas pocas cosas y después me acosté. He dormido
maravillosamente; acababan de dar las nueve cuando me despertó un golpe en la
puerta. Era la patrona del hotel que me traía personalmente el desayuno.
Indudablemente se muestra muy solícita conmigo, a juzgar por los huevos, el
jamón y el exquisito café que me trajo. Me he lavado y vestido; después,
mientras fumaba mi pipa, me he puesto a observar cómo hacía la habitación el
mozo. Aquí estoy, pues. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también
sé que si tengo suerte podré llegar al fondo de la cuestión. Y si antaño París
bien valía una misa..., ahora no se consigue tan barata..., y creo que bien
puedo arriesgar mi miserable vida por ello. Esta es mi oportunidad y no pienso
desaprovecharla. A propósito: hay quienes se han creído tan listos corno para
intentar resolverlo. Al menos veintisiete personas se han esforzado en
conseguir la habitación, algunos por medio de la policía y otros a través de la
patrona del hotel. Entre ellos había tres damas. Así pues, he tenido bastantes
competidores; todos ellos, probablemente, unos pobres diablos como yo.
Pero sólo yo he conseguido el
puesto. ¿Por qué? ¡Ah!, yo era probablemente el único que podía ofrecer una
«idea» a la astuta policía. ¡Una hermosa idea! Por supuesto, se trataba de una
mera argucia. Estas anotaciones van dirigidas también a la policía. Y me
divierte decir a esos señores desde un principio que me he burlado de ellos. Si
el comisario es sensato dirá: «¡Hum! Precisamente por ello, Bracquemont es el
hombre adecuado». De cualquier forma, me tiene sin cuidado lo que diga después.
Ahora estoy aquí, y me parece de buen agüero haber iniciado mi trabajo dando
una buena lección a esos caballeros. Primero hice mi solicitud a la señora
Dubonnet, pero ésta me mandó a la comisaría de policía. Durante una semana
anduve dando vueltas por allí todos los días; mi solicitud siempre «estaba
sometida a estudio», y siempre me decían lo mismo, que volviera otra vez al día
siguiente. La mayoría de mis competidores hacía tiempo que había arrojado ya la
toalla; probablemente encontraron algo mejor que hacer que esperar hora tras
hora en el mugriento puesto de policía. Para entonces, el comisario estaba muy
irritado a causa de mi obstinación. Por último, me dijo claramente que era del
todo inútil que volviera. Me estaba muy agradecido, así como a los demás, por
mis buenas intenciones, pero no podía recibir ayuda de «legos aficionados». A
menos que tuviera un plan cuidadosamente pensado.
Así pues, le dije que tenía esa
clase de plan. Naturalmente, no tenía nada por el estilo y no hubiera podido
proporcionarle ni un solo detalle. Pero le dije que mi plan era bueno, aunque
bastante peligroso, que probablemente podría terminar como el sargento de
policía, y que se lo explicaría tan sólo si me prometía llevarlo a cabo personalmente.
Me dio las gracias por ello, expresando que, desde luego, no tenía tiempo para
hacer una cosa así. Pero me di cuenta de que yo dominaba la situación cuando me
preguntó si al menos podía adelantarle algo. Y eso hice. Le conté una historia
fantástica y bien aderezada, de la que ni yo mismo tenía idea unos minutos
antes. No entiendo en absoluto cómo me vinieron de repente esos pensamientos
tan extravagantes. Le dije que, entre todas las horas de la semana, había una
que ejercía una misteriosa y extraña influencia. Se trataba de la hora en la
que Cristo había abandonado su tumba para descender a los infiernos: la sexta
hora de la tarde del último día de la semana judía. Y debería recordar que era
a esa hora del viernes, entre las cinco y las seis, cuando se produjeron los
tres suicidios. No le podía decir más, por el momento, pero le recordé el
Apocalipsis de San Juan.
El comisario puso cara de haberlo
entendido todo, me dio las gracias y me citó para esa misma tarde. Entré en su
despacho puntualmente; ante él, sobre la mesa, vi un ejemplar del Nuevo
Testamento. Entre tanto, yo había hecho lo mismo: había leído el Apocalipsis de
cabo a rabo... y no había entendido ni palabra. De cualquier forma, me dijo con
suma amabilidad, creía comprender adónde quería yo ir a parar, a pesar de mis
vagas indicaciones, y se confesó dispuesto a acceder a mi petición y a apoyarla
en todo lo posible. He de reconocer que su ayuda me ha facilitado mucho las
cosas. Ha llegado a un acuerdo con la patrona para que, mientras dure mi
estancia en el hotel, mi alojamiento sea totalmente gratuito. Me ha dado un
estupendo revólver y una pipa de policía. Los agentes de servicio tienen
órdenes de recorrer la pequeña rue Alfred Stevens cuantas veces les sea posible
y de subir a mi habitación a la menor indicación mía. Pero lo más importante ha
sido que ha hecho instalar en mi habitación un teléfono de mesa, mediante el
cual estoy en contacto directo con la comisaría. Como ésta se encuentra tan
sólo a cuatro minutos de aquí, podré disponer de ayuda inmediata. Por todo esto
entiendo que no debo temer nada.
Martes, 1 de marzo.
Nada ha ocurrido ni ayer ni hoy.
La señora Dubormet ha traído de otra habitación un cordón nuevo para la
cortina..., ¡como tiene tantas libres! Aprovecha cualquier ocasión para venir a
verme y siempre me trae alguna cosa. He dejado que me contara otra vez lo
sucedido con todo detalle. Pero no me ha aportado nada nuevo. Tiene sus propias
opiniones respecto a los motivos de esas muertes. En cuanto al artista, piensa
que se trataba de un amor desgraciado. Mientras fue su huésped el año anterior,
había sido visitado frecuentemente por una joven dama, que este año ni
apareció. Realmente no comprendía las razones que impulsaron al caballero suizo
a tomar su decisión..., pero una no puede saberlo todo. Sin lugar a dudas, el
sargento se había quitado la vida sólo para fastidiarla. He de confesar que
estas declaraciones de la señora Dubonnet son un poco mezquinas. Pero la dejé
parlotear; eso al menos hace menos tedioso el paso del tiempo.
Jueves, 3 de marzo.
Nada todavía. El comisario me
llama un par de veces al día y yo le informo de que todo marcha
maravillosamente. Evidentemente, esta información no le satisface del todo. He
sacado mis libros de medicina y me he puesto a estudiar; así, al menos, tiene
algún sentido mi retiro voluntario.
Viernes, 4 de marzo. 2 de la
tarde.
He almorzado excelentemente.
Además, la patrona me ha traído media botella de champán. Ha sido una auténtica
comida de última voluntad; y es que me considera ya tres cuartas partes muerto.
Antes de marcharse me suplicó, con lágrimas en los ojos, que me fuera de allí
con ella; tenía miedo de que yo también me ahorcara «por fastidiarla». He
examinado el nuevo cordón de la cortina. ¿Así, pues, pronto tendré que colgarme
con esto? ¡Hummm!, no siento grandes deseos. Además, la cuerda es tosca y dura
y sería difícil hacer con ella un nudo corredizo.... necesitaría una
considerable dosis de voluntad para seguir el ejemplo de los otros. Ahora estoy
sentado en mi silla, con el teléfono a la izquierda y el revólver a la derecha.
Miedo no ten. go, pero siento curiosidad.
Seis de la tarde del mismo día.
Nada ha ocurrido..., casi
agregaría ¡desgraciadamente! La hora fatal llegó y se fue corno todas las
demás. Ciertamente no puedo negar que siento una especie de impulso de
acercarme a la ventana... Ya lo creo, ¡pero por otras razones! El comisario
llamó por lo menos diez veces entre las cinco y la seis; estaba tan impaciente
como yo. Pero la señora Dubonnet está contenta: alguien ha logrado vivir en la
habitación número 7 sin ahorcarse. ¡Fabuloso!
Lunes, 7 de marzo.
Ahora estoy convencido de que
nada descubriré, y me inclino a pensar que los suicidios de mis predecesores
han sido una rara coincidencia. He pedido al comisario que continúe con la
investigación de los tres casos, pues estoy convencido de que dará finalmente
con los motivos. Por mi parte, pienso quedarme aquí todo el tiempo que pueda.
Probablemente no conquiste París esta vez, pero aquí me hospedo gratis y me
alimento satisfactoriamente. Además, trabajo afanosamente y advierto que
adelanto sobremanera. Finalmente, existe otra razón que me retiene aquí.
Miércoles, 9 de marzo.
Pues bien, he dado un paso más.
Clarimonde... Por cierto, todavía no he contado nada acerca de Clarimonde. Pues
bien, ella es... mi «tercera razón» para seguir aquí. Precisamente ella es la
causa por la que me hubiera acercado gustoso a la ventana en aquella hora
fatídica.... pero no ciertamente, para ahorcarme. Clarimonde... ¿Por qué la
llamo así? No tengo ni idea de cómo se llama, pero tengo la sensación de que
debo llamarla Clarimonde. Y apostaría a que algún día descubriré que ése es su
verdadero nombre. Descubrí a Clarimonde los primeros días. Vive al otro lado de
la estrecha calle y su ventana está exactamente frente a la mía. Está allí
sentada, detrás de las cortinas. Por otra parte, debo señalarles que ella me
vio antes de que yo la descubriera y que mostró visible interés por mí. No es
extraño. La calle entera sabe que estoy aquí y por qué. De eso ya se ha ocupado
la señora Dubonnet. No soy, en modo alguno, de esas personas enamoradizas y mis
relaciones con las mujeres han sido siempre muy superficiales. Cuando uno viene
a París desde Verdún para estudiar Medicina y apenas tiene suficiente dinero ni
siquiera para comer decentemente cada tres días, tiene uno otras cosas en qué
pensar antes que en el amor. Por lo tanto, no tengo mucha experiencia y este
asunto quizá haya comenzado de un modo bastante estúpido. Sea como fuere, me
gusta.
Al principio ni se me pasó por la
cabeza establecer comunicación con mi extraña vecina. Sencillamente decidí que,
puesto que de cualquier manera estaba allí para hacer averiguaciones y que
probablemente no había nada que descubrir, bien podía observar a mi vecina.
Después de todo, uno no puede pasarse el día entero delante de los libros. Así
pues, llegué a la conclusión de que Clarimonde vive aparentemente sola en el
pequeño piso. Tiene tres ventanas, pero se sienta únicamente ante la que está
enfrente de la mía; allí sentada, hila en su rueca pequeña y anticuada. En una
ocasión vi una rueca semejante en casa de mi abuela, que ella ni siquiera había
usado; la había heredado de su tía abuela. No sabía que aún hoy se utilizaran.
Por cierto, la rueca de Clarimonde es un artefacto diminuto y muy delicado,
blanco y aparentemente de marfil. Las hebras que hila deben ser
extraordinariamente finas. Está todo el día sentada detrás de los visillos,
trabajando incesantemente, y sólo abandona la faena cuando oscurece. Por
supuesto, en una calle tan estrecha oscurece muy temprano estos días de niebla.
A las cinco de la tarde ya tenemos un hermoso crepúsculo. Nunca he visto luz en
su habitación.
¿Qué aspecto tiene? Eso no lo sé
realmente. Tiene cabellos negros con rizos ondulados y es bastante pálida. Su
nariz es estrecha y pequeña, con aletas que palpitan dulcemente. Sus labios son
pálidos y me da la impresión de que sus pequeños dientes son puntiagudos como
los de un animal feroz. Sus párpados son sombríos, pero cuando los abre,
brillan unos ojos grandes y oscuros. Todo esto, más que saberlo, lo presiento.
Es difícil describir con exactitud algo que se encuentra detrás de unos
visillos. Algo más: lleva siempre un traje negro, cerrado hasta el cuello, con
grandes lunares color lila. Y siempre lleva largos guantes negros, posiblemente
para no estropearse las manos mientras trabaja. Resulta curioso ver cómo esos
delgados y negros dedos se mueven rápida y, en apariencia, desordenadamente,
cogiendo y estirando los hilos... de forma tal que casi recuerda el movimiento
de los insectos.
¿Nuestras relaciones? He de
confesar que son bastante superficiales, pero, aun así, me da la impresión de
que son más profundas. Comenzaron verdaderamente cuando ella miró hacia mi
ventana... y yo hacia la suya. Me miró y yo a ella. Y luego debí de agradarle
bastante, evidentemente, puesto que un día, mientras la observaba, me sonrió. Y
yo a ella también. Continuamos así durante unos días, sonriéndonos de esa
manera, cada vez más a menudo. Más adelante me propuse saludarla a todas horas,
pero no sé muy bien qué es lo que me impidió hacerlo. Finalmente lo he hecho
esta tarde. Y Clarimonde me ha devuelto el saludo. Casi imperceptiblemente, por
supuesto; pero, a pesar de eso, he visto perfectamente cómo ha inclinado la
cabeza.
Jueves, 10 de marzo.
Ayer estuve sentado largo tiempo
ante mis libros. A decir verdad, no estudié mucho; estuve haciendo castillos en
el aire y soñando con Clarimonde. Tuve un sueño muy agitado hasta muy entrada
la mañana. Cuando me acerqué a la ventana, allí estaba Clarimonde. La saludé y
ella inclinó la cabeza. Sonrió y me miró durante largo tiempo. Quería trabajar,
pero no encontraba la tranquilidad necesaria. Me senté en la ventana y la miré
absorto. Luego advertí que ella también ponía las manos en su regazo. Tiré del
cordón y aparté las cortinas blancas, y... casi al mismo tiempo ella hizo lo
mismo. Los dos sonreímos y nos miramos. Creo que estuvimos sentados así quizá
una hora. Luego comenzó a hilar de nuevo.
Sábado, 12 de marzo.
Los días transcurren
tranquilamente. Como y bebo y me siento ante la mesa de estudio. Entonces
enciendo mi pipa y me inclino sobre los libros. Pero no logro leer una sola
línea. Lo intento una y otra vez, pero sé de antemano que será inútil. Luego me
acerco a la ventana. Saludo a Clarimonde y ella me devuelve el saludo miramos
mutuamente... Sonreímos y nos miramos durante horas. Ayer por la tarde, a eso
de las seis, me sentí un poco intranquilo. Oscureció muy pronto y experimenté
un miedo indescriptible. Me senté ante la mesa y esperé. Sentía un impulso
irresistible de acercarme a la ventana..., no para colgarme, por supuesto, sino
para mirar a Clarimonde. Me puse de pie de un salto y me coloqué detrás de las
cortinas. Tenía la impresión de que nunca la había visto con tanta claridad, a
pesar de que había oscurecido ya bastante. Tejía, pero sus ojos me miraban.
Sentí un extraño bienestar y un ligero miedo. Sonó el teléfono. Me enfurecí
contra el necio comisario que con sus estúpidas preguntas había interrumpido
mis sueños.
Esta mañana ha venido a visitarme
acompañado de la señora Dubonnet. Ella está satisfecha de mi trabajo: se
conforma plenamente con que haya vivido dos semanas enteras en la habitación
número 7. Pero el comisario quiere, además, resultados. Les insinué
confidencialmente que estaba detrás de una pista muy extraña. El muy burro se
creyó todo lo que le dije. En cualquier caso, podré quedarme aquí semanas... y
ése es mi único deseo. No es ya por la comida y la bodega de la señora Dubormet
(¡Dios mío, qué pronto se vuelve uno indiferente hacia esas cosas cuando se
dispone de ellas en abundancia!) sino por su ventana, que ella tanto odia y
teme, y yo tanto amo; la ventana que me muestra a Clarimonde. Cuando enciendo
la lámpara dejo de verla. He escudriñado a fondo para averiguar si sale de
casa, pero nunca la he visto poner el pie en la calle. Dispongo de un cómodo
sillón y de una lámpara de pantalla verde, cuya luz me envuelve con su cálido
reflejo. El comisario me ha traído un paquete grande de tabaco; nunca he fumado
nada mejor... y a pesar de eso no puedo trabajar. Leo dos o tres páginas y, al
terminar, me doy cuenta de que no he entendido ni palabra. Mis ojos leen las
letras, pero mi cerebro rechaza cualquier concepto. ¡Qué extraño! Es como si mi
cerebro hubiera puesto el letrero de «Prohibida la entrada». Como si no
admitiera ya otro pensamiento que no sea Clarimonde. Finalmente he retirado los
libros, me he recostado en el sillón y me he puesto a soñar.
Domingo, 13 de marzo.
Esta mañana he presenciado un
espectáculo. Recorría el pasillo de arriba abajo, mientras el mozo ordenaba mi
habitación junto a la pequeña ventana que da al patio cuelga una tela de araña
con una enorme araña negra. La señora Dubonnet no permite que la quiten: dice
que las arañas traen suerte y bastantes desgracias ha tenido ya en su casa.
Entonces vi que otra araña, mucho más pequeña, corría cautelosamente alrededor
de la tela: era un macho. Tímidamente, se acercaba un poco por los finos hilos
hacia el centro, pero, apenas se movía la hembra, se retiraba apresuradamente.
Daba la vuelta a la red e intentaba acercarse por otro extremo. Finalmente, la
poderosa hembra pareció prestar atención a su pretendiente, desde el centro de
su tela, y dejó de moverse. El macho tiró de uno de los hilos, primero
suavemente y luego con más fuerza, hasta que toda la tela de araña tembló. Pero
su adorada permaneció inmóvil. Entonces se aproximó rápidamente, aunque con
suma prudencia. La hembra lo recibió pacíficamente y se dejó abrazar serenamente,
conservando una inmovilidad y una pasividad completas. Durante algunos minutos
las dos arañas permanecieron inmóviles en el centro mismo de la tela.
Luego observé que la araña macho
se liberaba lentamente, una pata tras otra; parecía como si quisiera retirarse
en silencio, dejando a su compañera sola en su nido de amor. De repente, se
soltó del todo y corrió tan deprisa como pudo hacia un extremo de la red. Pero,
en ese mismo momento, una furiosa vitalidad se despertó en la hembra, que al
instante lo persiguió. El macho negro se descolgó por un hilo, pero su amada
hizo lo mismo. Cayeron las dos en el alféizar de la ventana y la araña macho
intentó, con todas sus fuerzas, huir. Demasiado tarde. Su compañera lo tenía ya
cogido con sus poderosas garras y se lo llevó de nuevo a la red, al mismo
centro. Y ese mismo lugar, que había servido de lecho para sus lujuriosos
apetitos, se convirtió en algo muy distinto. En vano agitaba el amante sus
débiles patitas, intentando desembarazarse de aquel salvaje abrazo: la amada ya
no lo dejaba marchar. A los pocos minutos lo tenía atrapado de tal forma que no
podía mover un solo miembro. Luego introdujo sus afiladas pinzas en el cuerpo
de su amante y sorbió con fruición su joven sangre. Finalmente, la vi dejar
caer el lastimoso e irreconocible montón -patas, piel y hebras- y arrojarlo con
indiferencia fuera de la red. Así, pues, es el amor entre esas criaturas... En
fin, me alegro de no ser una araña macho.
Lunes, 14 de marzo.
Ahora ni siquiera echo una mirada
a mis libros. Me paso los días ante la ventana. Y sigo allí sentado incluso
cuando anochece. Ella ya no aparece, pero cierro los ojos y sigo viéndola.
Vaya, este diario se ha convertido realmente en algo muy distinto de lo que
pensaba. Habla de la señora Dubonnet, del comisario, de arañas y de Clarimonde.
Pero ni una sola palabra acerca del descubrimiento que me proponía hacer...
¿Tengo yo la culpa?
Martes, 15 de marzo.
Clarimonde y yo hemos descubierto
un curioso juego que practicamos durante todo el día. Yo la saludo e
inmediatamente ella me devuelve el saludo. Luego tamborileo con los dedos en el
cristal de la ventana y ella, en cuanto lo ve, se pone también a tamborilear.
Le hago señales y ella a su vez me las hace a mí. Muevo los labios como si
hablara y ella repite lo mismo. Luego, con las manos, me echo hacia atrás el
cabello de mis sienes, y en seguida su mano se dirige a su frente. Un auténtico
juego de niños del que nos reímos. Es decir..., ella realmente no se ríe, es
una especie de sonrisa sosegada, lánguida..., como supongo que debe ser la mía.
Por cierto, todo esto no es tan tonto como puede parecer. No se limita a ser
una simple imitación. Creo que, si así fuera, pronto nos cansaríamos los dos.
En esto debe desempeñar un papel importante una especie de transmisión de
pensamiento. Pues Clarimonde repite mis más insignificantes movimientos en una
fracción de segundo; sin haber tenido tiempo siquiera de verlos, ya los está
representando. A veces me parece que todo ocurre al mismo tiempo. Eso es lo que
me estimula a hacer algo totalmente nuevo e insólito. Y es sorprendente cómo
ella hace lo mismo simultáneamente. A veces intento tenderle una trampa. Hago
una serie de movimientos diversos sucesivamente; luego los repito de nuevo una
y otra vez. Finalmente repito por cuarta vez toda la serie, pero cambiando el
orden e introduciendo alguno nuevo, o bien olvidándome de alguno. Algo así como
el juego infantil «Lo que el jefe manda». Es notable que Clarimonde no haga un
movimiento en falso ni una sola vez, a pesar de que yo los cambio con tal
rapidez que casi no tiene tiempo de reconocer cada uno de ellos. Y así paso el
día. Pero en ningún momento tengo la sensación de perder el tiempo. Por el
contrario, tengo la impresión de no haber hecho nunca nada más importante.
Miércoles, 16 de marzo.
¿No es curioso que jamás se me
haya pasado seriamente por la cabeza dar una base más sólida a mis relaciones
con Clarimonde que esos juegos interminables? Anoche medité sobre ello. Sí, verdaderamente
sólo tendría que coger el abrigo y el sombrero, bajar dos pisos, cruzar la
calle en cinco pasos y subir otra vez dos pisos. En la puerta hay una pequeña
placa en la que pone «Clarimonde ... ». ¿Clarimonde qué? No lo sé. Pero sí pone
Clarimonde. Después llamo y luego... Hasta aquí me lo puedo imaginar todo
fácilmente, puedo ver cada movimiento que hago. Pero de ningún modo puedo
imaginar lo que sucederá después. La puerta se abre, eso aún lo veo. Pero me
quedo allí de pie y miro a través de la oscuridad que no permite reconocer nada
en absoluto. Ella no viene..., nadie viene. En realidad allí no hay nada; tan
sólo esa tenebrosa e impenetrable oscuridad.
A veces es como si sólo existiese
la Clarimonde que veo allá, en la ventana, y que juega conmigo. No me puedo
imaginar a esa mujer con sombrero y con otro vestido distinto del que lleva:
negro con grandes lunares color lila. Ni siquiera me la imagino sin sus
guantes. Si la viera por la calle, incluso en un restaurante comiendo,
bebiendo, charlando... Tengo que reírme, pues la escena me parece imposible.
Hay veces que me pregunto si la amo. No puedo responder con certeza a esa
pregunta, puesto que nunca he amado. Pero si el sentimiento que siento hacia
Clarimonde es verdaderamente amor, entonces el amor es, sin duda, muy distinto
de como yo lo veía entre mis compañeros o de lo que me enseñaron las novelas.
Me es muy difícil definir mis emociones. Sobre todo me es difícil pensar en
algo que no esté relacionado con Clarimonde.... o mejor dicho, con nuestro
juego. Pues no he de negarlo: realmente ese juego es lo único que me
preocupa.... lo único. Y, francamente, no lo entiendo.
Clarimonde... Sí, me siento
atraído por ella. Pero en esa atracción se mezcla otro sentimiento, algo así...
como si la temiera. ¿Temor? No, tampoco es eso; tiene más que ver con la
aprensión, un leve miedo ante algo que no conozco. Y es precisamente ese miedo
-que encierra algo curiosamente atrayente, voluptuoso- lo que me mantiene a
distancia y a la vez me atrae hacia ella. Es como si recorriera un amplio
círculo en torno a ella, me acercara un poco más, me retirara otra vez,
corriera de nuevo hacia ella y otra vez volviera a retroceder. Hasta que al
final -y eso lo sé positivamente- tendría que volver a ella otra vez. Clarimonde
está sentada en la ventana e hila. Hilos largos, finos, infinitamente delgados.
Está haciendo un tapiz; no sé exactamente de lo que se trata. Y no puedo
comprender cómo puede hacer esa red sin enredar ni romper una y otra vez tan
delicados hilos. Su fino trabajo está plagado de dibujos fantásticos...,
animales fabulosos y criaturas grotescas. Pero... ¿qué estoy escribiendo? La
verdad es que no puedo ver lo que teje; los hilos son demasiado finos. Y, sin
embargo, tengo la impresión de que su trabajo es exactamente como me lo
imagino... cuando cierro los ojos. Exactamente. Una gran red con muchas
criaturas, animales fabulosos y seres grotescos.
Jueves, 17 de marzo.
Me encuentro en un notable estado
de excitación. Ya no hablo con nadie; apenas doy los buenos días a la señora
Dubonnet o al mozo. Ni siquiera me tomo el tiempo para comer; ya sólo quiero
sentarme frente a la ventana y jugar con ella. Es un juego inquietante;
realmente lo es. Y tengo el presentimiento de que mañana sucederá algo.
Viernes, 18 de marzo.
Sí, sí, tiene que ocurrir hoy. Me
digo a mí mismo -bien alto, para oír mi voz- que para eso estoy aquí. Pero lo
malo es que tengo miedo. Y ese miedo de que me pueda ocu rrir en esta
habitación lo mismo que a mis predecesores se confunde curiosamente con el otro
miedo: el miedo a Clarimonde. Apenas puedo separarlos. Tengo miedo. Quisiera
gritar.
Seis de la tarde del mismo día.
Rápidamente, unas pocas palabras,
con el sombrero y el abrigo puestos. Cuando dieron las cinco mi fortaleza me
había abandonado. ¡Oh!, ahora sé con toda seguridad que esta sexta hora de la
tarde del penúltimo día de la semana es bastante extraña... Ahora ya no me río
del truco que le hice al comisario. He estado sentado en el sillón y me he
aferrado a él con fuerza. Pero algo me arrastraba, tiraba materialmente de mí
hacia la ventana... y otra vez surgió ese horrible miedo a la ventana. Los vi
allí colgados. Al viajante de comercio suizo, grandote, de recio cuello y con
barba de dos días. Y al esbelto artista. Y al sargento, bajo y fuerte. A los
tres los vi, uno tras otro. Y luego los vi juntos en el mismo gancho, con las
bocas abiertas y las lenguas fuera. Y luego me vi a mí mismo entre ellos. ¡Oh,
este miedo! Sentí que era tan grande el temor que experimentaba hacia
Clarimonde como el que me causaban el dintel de la ventana o el espantoso
gancho. Que me perdone, pero es así. En mi vergonzoso terror, siempre la
mezclaba a ella con las imágenes de los otros tres, colgando de la ventana, con
las piernas arrastrando por el suelo.
La verdad es que en ningún
momento sentí deseos o impaciencia por ahorcarme; tampoco tenía miedo de
desearlo... No, tan sólo tenía miedo de la ventana... y de Clarimonde.... de
algo terrorífico, incierto, que debía ocurrir ahora. Aun así, sentía el
ardiente e invencible deseo de levantarme y acercarme a la ventana. Y tenía que
hacerlo... En ese momento sonó el teléfono. Cogí el auricular y, antes de que
pudiera oír una sola palabra, grité: «¡Venga! Fue como si ese estridente grito
hubiera hecho desaparecer al instante todas las sombras por entre las grietas
del pavimento. De repente me tranquilicé. Me sequé el sudor de la frente y bebí
un vaso de agua; después reflexioné sobre lo que diría al comisario cuando
llegara. Finalmente me acerqué a la ventana, saludé y sonreí. Y Clarimonde
saludó y sonrió. Cinco minutos más tarde, el comisario estaba conmigo. Le dije
que por fin había llegado al fondo del asunto y le rogué que por el momento no
me hiciera preguntas, que pronto estaría en condiciones de poder hacerle una
singular revelación. Lo extraño de todo es que, mientras le mentía, estaba
completamente seguro de decirle la verdad. Y aún lo creo... pese a la falta de
toda evidencia.
Probablemente advirtió mi
singular estado de ánimo. Sobre todo cuando me excusé por mi grito de terror e
intenté balbucear una explicación lo más razonable posible... sin que pudiera
encontrar las palabras. Muy amablemente me sugirió que no necesitaba
preocuparme por él; que estaba a mi disposición; que era su deber; que prefería
realizar una docena de viajes inútiles a hacerse esperar una sola vez cuando
fuera realmente necesario. Luego me invitó a salir con él aquella noche; eso me
distraería; no era bueno que estuviera tanto tiempo solo. He aceptado, aunque
me resultaba difícil: no me gusta separarme de esta habitación.
Sábado, 19 de marzo.
Estuvimos en el Gaieté
Rochechouart, en el Cigale y en el Lune Rousee. El comisario tenía razón. Fue
bueno para mí salir de aquí y respirar otra atmósfera. Al principio me sentí
incómodo, como si estuviera haciendo algo malo, como si fuera un desertor que
hubiera abandonado su bandera. Pero luego esa sensación desapareció; bebimos
mucho, reímos y charlamos. Cuando me asomé a la ventana esta mañana me pareció
leer un reproche en la mirada de Clarimonde. Aunque quizá sólo fue una
apreciación mía. ¿Cómo podía saber ella que yo había salido la pasada noche? De
cualquier forma, aquello no duró más que un segundo, pues al instante sonrió de
nuevo.
Domingo, 29 de marzo.
Hoy sólo puedo repetir lo que
escribí ayer: hemos jugado todo el día.
Lunes, 21 de marzo.
Hemos jugado todo el día.
Martes, 22 de marzo.
Sí, y eso es lo que hemos hecho
también hoy. Y ninguna otra cosa. A veces me pregunto ¿para qué?, ¿por qué? 0
bien, ¿qué es lo que quiero en realidad?, ¿adónde me lleva todo esto? Pero no
me contesto. Pues lo más seguro es que no desee otra cosa. Y que lo que
sucederá más adelante es lo único que anhelo. Por supuesto que en todos estos
días no nos hemos dicho ni una sola palabra. Algunas veces hemos movido los
labios; otras, simplemente nos hemos mirado. Pero nos hemos entendido muy bien.
Tenía yo razón: Clarimonde me reprochaba el haberme ido el pasado viernes.
Después le pedí perdón y le dije que reconocía que había sido tonto y poco
amable. Me ha perdonado y yo le he prometido que nunca más abandonaré esta
ventana. Y nos hemos besado: hemos apretado los labios contra los cristales
durante mucho tiempo.
Miércoles, 23 de marzo.
Ahora sé que la amo. Así debe
ser, estoy impregnado de ella hasta la última fibra. Es posible que el amor sea
distinto en otras personas. Pero ¿existe, acaso, una cabeza, una oreja, una
mano, igual a otra entre miles de millones? Todas son distintas. Por eso no
puede haber un amor igual a otro. Mi amor es extraño, eso bien lo sé. Pero ¿es
por eso menos hermoso? Casi soy feliz con este amor. ¡Si no fuera por ese
miedo! A veces se adormece y entonces lo olvido. Pero sólo durante unos pocos
minutos; luego despierta de nuevo y se aferra a mí. Es como una pobre ratita
que luchase contra una enorme y fascinante serpiente para librarse de su
poderoso abrazo. ¡Espera un poco, pobre y pequeño miedo, pues ya pronto te
devorará este gran amor!
Jueves, 24 de marzo.
He hecho un descubrimiento: no
juego yo con Clarimonde..., es ella la que juega conmigo. Sucedió de este modo:
Anoche, como de costumbre, pensaba en nuestro juego. Escribí algunas
complicadas series de movimientos, con los que pensaba sorprenderla esta
mañana; cada movimiento tenía asignado un número. Los practiqué, para poder
ejecutarlos lo más rápidamente posible, primero en orden y después hacia atrás.
Luego solamente los números pares seguidos de los impares. Después sólo los
primeros y últimos movimientos de cada una de las cinco series. Era algo complicado,
pero me producía gran satisfacción porque me acercaba más a Clarimonde, pese a
no poder verla. Practiqué durante horas y al final los hacía con la precisión
de un reloj. Por fin, esta mañana me acerqué a la ventana. Nos saludamos.
Entonces empezó el juego. Hacia delante, hacia atrás.... era increíble lo
rápidamente que me entendía; repetía casi instantáneamente todo lo que yo
hacía.
Entonces llamaron a la puerta:
era el mozo que me traía las botas. Las cogí. Cuando regresaba a la ventana
reparé en la hoja de papel en la que había anotado mis series. Y entonces me di
cuenta de que no había ejecutado ni uno solo de esos movimientos. Estuve a
punto de tambalearme; me sujeté al respaldo del sillón y me dejé caer en él. No
lo podía creer. Leí la hoja una y otra vez. La verdad es que había ejecutado en
la ventana una serie de movimientos.... pero ninguno de los míos. Y una vez más
tuve la sensación de que una puerta se abría..., su puerta. Estoy de pie ante
ella y miro a su interior...; nada, nada..., tan sólo esa oscuridad vacía.
Entonces supe que si me marchaba en ese momento, estaría salvado. Y comprendí
perfectamente que podía irme. Sin embargo, no me fui. Y no lo hice porque tenía
el presentimiento de que estaba a punto de descubrir el misterio. París... ¡iba
a conquistar París! Durante unos momentos París era más fuerte que Clarimonde.
¡Ay! Pero ahora ya casi no pienso
en eso. Sólo siento mi amor y dentro de él ese miedo callado y voluptuoso. Pero
en aquel momento eso me dio fuerzas. Leí de nuevo mi primera serie y grabé en
mi mente con exactitud cada uno de sus movimientos. Luego volví a la ventana.
Me fijé bien en lo que hacía: ni uno solo de los movimientos estaba entre los
que me proponía ejecutar. Decidí entonces tocarme la nariz con el dedo índice.
Pero besé el cristal. Quise tamborilear sobre el alféizar de la ventana, pero
me pasé la mano por el cabello. Así, pues, era cierto: Clarimonde no imitaba lo
que yo hacía; era más bien yo quien hacía lo que ella indicaba. Y lo hacía con
la celeridad del relámpago y casi tan instantáneamente que incluso ahora me
parece como si lo hubiera hecho por mi propia voluntad. Y soy yo, yo, que
estaba tan orgulloso de haber influido en sus pensamientos, el que estoy total
y completamente dominado. Sólo que... este dominio es tan suave, tan ligero...
¡Oh! No hay nada que pudiera hacerme tanto bien.
Todavía lo intenté otra vez. Metí
ambas manos en los bolsillos y decidí firmemente no moverlas de ellos, La miré.
Vi cómo levantaba la mano, cómo sonreía y cómo me recriminaba suavemente con el
dedo índice. No me moví. Sentía que mi mano derecha quería salir del bolsillo,
pero clavé profundamente los dedos en el forro. Seguidamente, pasados unos
minutos, mis dedos se relajaron..., la mano salió del bolsillo y el brazo se
elevó. La reprendí con el dedo y sonreí. Era como si no fuera yo el que hacía
esas cosas, sino un extraño al que observaba. No, no, no era eso. Yo, era yo
quien lo hacía... en tanto que un extraño me observaba a mí. Precisamente era
ese extraño, tan fuerte, el que intentaba hacer un gran descubrimiento. Pero
ése no era yo. Yo..., ¿y a mí qué me importa ya el descubrimiento? Estoy aquí
para hacer lo que quiera ella, Clarimonde, a la que amo con delicioso terror.
Viernes, 25 de marzo.
He cortado el cable del teléfono.
No tengo ya ganas de que ese estúpido comisario me interrumpa, precisamente
ahora que se acerca la hora fatal... ¡Dios mío! ¿Por qué escribo estas cosas?
Nada de esto es cierto. Es como si alguien guiara mi pluma. Pero yo quiero...,
quiero..., quiero escribir lo que ocurre. Tengo que hacer un atroz esfuerzo.
Pero quiero hacerlo. Si pudiera hacer tan sólo una vez más... lo que
verdaderamente quiero hacer. He cortado el cable del teléfono. ¡Ah! Porque
tenía que hacerlo. ¡Por fin lo he escrito! Porque tenía, tenía que hacerlo.
Esta mañana hemos estado jugando frente a la ventana. Nuestro juego ha variado
desde ayer. Ella hace algún movimiento y yo me resisto todo lo que puedo, hasta
que finalmente tengo que ceder, impotente, y hacer lo que ella desea. Y
difícilmente puedo expresar el maravilloso placer que supone esa rendición...,
esa entrega a sus deseos.
Jugamos. Y, de repente, ella se
levantó y retrocedió. Su habitación estaba tan oscura que casi ya no podía
verla. Parecía haber desaparecido en la oscuridad. Pero pronto volvió, trayendo
en sus manos un teléfono de mesa igual que el mío. Lo colocó, sonriendo, sobre
el alféizar de la ventana, cogió un cuchillo, cortó el cable y se lo llevó de
nuevo. Durante un cuarto de hora me resistí. Mi temor era mayor que nunca, y
esa sensación de sucumbir lentamente, cada vez más deliciosa. Finalmente traje
mi teléfono, corté el cable y lo puse otra vez sobre la mesa.
Así es como sucedió. Estoy
sentado ante mi mesa. He tomado el té y el mozo se ha llevado ya la bandeja. Le
pregunté qué hora era, ya que mi reloj no va bien. Son las cinco y cuarto, las
cinco y cuarto... Sé que si miro ahora, Clarimonde estará haciendo algo. Estará
haciendo algo que yo tendré que hacer también. De todos modos, miro. Está allí,
de pie y sonriente. ¡Si pudiera siquiera apartar mis ojos!... Ahora se acerca a
la cortina. Coge el cordón..., es rojo, como el de mi ventana... Hace un nudo
corredizo. Cuelga el cordón arriba, en el gancho del dintel de la ventana.
Se sienta y sonríe.
No, esto que experimento ya no
puedo llamarlo miedo. Es un terror enloquecedor, sofocante, que aun así no
cambiaría por nada del mundo. Es una fuerza de una índole desconocida, y no
obstante extrañamente sensual en su ineludible tiranía. Podría correr inmediatamente
a la ventana y hacer lo que ella quiere. Pero espero, lucho, me resisto. Siento
que esa atracción se va haciendo más apremiante cada minuto que pasa... Así,
pues, aquí estoy otra vez sentado. Me he apresurado a hacer lo que ella quería:
coger el cordón, hacer un nudo corredizo y colgarlo del gancho. Y ya no quiero
mirar más. Sólo quiero estar aquí y mirar fijamente el papel. Pues ahora sé lo
que ella hará si la miro... ; ahora, en la sexta hora del penúltimo día de la
semana. Si la miro, tendré que hacer lo que ella quiera.... tendré entonces
que...
No quiero mirarla. Entonces me
río... en voz alta. No, no soy yo el que se ríe, alguien lo hace dentro de mí.
Y sé por qué: por ese «no quiero». No quiero, y sin embargo sé con certeza que
debo hacerlo. Debo mirarla, debo, debo mirarla... y después... todo lo demás.
Si todavía no lo hago es tan sólo para prolongar esta tortura. Sí, eso es.
Estos indecibles sufrimientos constituyen mi más sublime deleite. Escribo
rápidamente para permanecer aquí más tiempo, con el fin de prolongar estos
segundos de dolor que aumentan mi éxtasis amoroso hasta el infinito. Más, más
tiempo... ¡Otra vez el miedo! Sé que la miraré, que me levantaré, que me
ahorcaré. Pero eso no es lo que temo. ¡Oh, no!... ¡Eso es bueno, es dulce! Pero
hay algo, algo más... que ocurrirá después. No sé lo que es... pero sucederá
con toda seguridad. Pues el gozo de mis tormentos es tan inmensamente grande...
¡Oh! Siento, siento que ha de suceder algo terrible.
No debo pensar... Debo escribir
algo, cualquier cosa. Pero deprisa..., para no pensar. Mi nombre... Richard Bracquemont Richard
Bracquemont, Richard... ¡Oh! No puedo seguir... Richard Bracquemont, Richard
Bracquemont... Ahora..., ahora tengo que mirarla... Richard Bracquemont,
tengo..., no, más, más... Richard... Richard Bracque...
Al no obtener respuesta alguna a
sus repetidas llamadas telefónicas, el comisario del distrito IX entró a las
seis y cinco en el hotel Stevens. Encontró en la habitación número 7 el cuerpo
del estudiante Richard Bracquemont, colgado del dintel de la ventana, exactamente
en la misma posición que sus tres predecesores. Tan sólo su rostro tenía una
expresión distinta. Estaba desfigurado, con una mueca de terrible horror, y sus
ojos, abiertos, parecían salirse de sus órbitas. Los labios estaban separados y
los dientes fuertemente apretados. Y entre ellos, mordida y triturada, había
una gran araña negra, con curiosos lunares violeta. Sobre la mesa se encontraba
el diario del estudiante. El comisario lo leyó y se acercó inmediatamente a la
casa de enfrente. Descubrió que el segundo piso había estado vacío y
deshabitado desde hacía meses...
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