viernes, 9 de mayo de 2014

Los jefes

Mario Vargas Llosa
I
Javier se adelantó por un segundo:

—¡Pito! —gritó, ya de pie.

La tensión se quebró, violentamente, como una explosión. Todos estábamos parados: el doctor Abásalo tenía la boca abierta. Enrojecía, apretando los puños. Cuando, recobrándose, levantaba una mano y parecía a punto de lanzar un sermón, el pito sonó de verdad. Salimos corriendo con estrépito, enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo de Amaya, que avanzaba volteando carpetas.

El patio estaba sacudido por los gritos. Los de cuarto y tercero habían salido antes, formaban un gran círculo que se mecía bajo el polvo. Casi con nosotros, entraron los de primero y segundo; traían nuevas frases agresivas, más odio. El círculo creció. La indignación era unánime en la media. (La primaria tenía un patio pequeño, de mosaicos azules, en el ala opuesta del colegio)

—Quiere fregarnos, el serrano.

—Sí. Maldito sea.

Nadie hablaba de los exámenes finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones, el escándalo indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director. De pronto, dejé de hacer esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer febrilmente los grupos: «¿Nos friega y nos callamos?». «Hay que hacer algo.» «Hay que hacer algo.»

Una mano férrea me extrajo del centro del círculo.

—Tú no —dijo Javier—. No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes.

—Ahora no me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¿ves? Hagamos que formen.

En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído en oído: «Formen filas», «a formar, rápido».

—¡Formemos las filas! —el vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante de la mañana.

Muchos, a la vez, corearon:

—¡A formar! ¡A formar!

Los inspectores Gallardo y Romero vieron entonces, sorprendidos, que de pronto decaía el bullicio y se organizaban las filas antes de concluir el recreo. Estaban apoyados en la pared, junto a la sala de profesores, frente a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se miraron entre ellos. En la puerta habían aparecido algunos profesores; también estaban extrañados.

El inspector Gallardo se aproximó:

—¡Oigan! —gritó, desconcertado—. Todavía no…

—Calla —repuso alguien, desde atrás—. ¡Calla, Gallardo, maricón!

Gallardo se puso pálido. A grandes pasos, con gesto amenazador, invadió las filas. A su espalda, varios gritaban: «¡Gallardo, maricón!».

—Marchemos —dije—. Demos vueltas al patio. Primero los de quinto.

Comenzamos a marchar. Taconeábamos con fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda vuelta —formábamos un rectángulo perfecto, ajustado a las dimensiones del patio— Javier, Raygada, León y yo principiamos:

—Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio…

El coro se hizo general.

—¡Más fuerte! —prorrumpió la voz de alguien que yo odiaba: Lu—. ¡Griten!

De inmediato, el vocerío aumentó hasta ensordecer.

—Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio…

Los profesores, cautamente, habían desaparecido cerrando tras ellos la puerta de la sala de estudios. Al pasar los de quinto junto al rincón donde Teobaldo vendía fruta sobre un madero, dijo algo que no oímos. Movía las manos, como alentándonos. «Puerco», pensé.

Los gritos arreciaban. Pero ni el compás de la marcha, ni el estímulo de los chillidos, bastaban para disimular que estábamos asustados. Aquella espera era angustiosa. ¿Por qué tardaba en salir? Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas habían comenzado a mirarse unos a otros y se escuchaban, de cuando en cuando, agudas risitas forzadas. «No debo pensar en nada», me decía. «Ahora no.» Ya me costaba trabajo gritar: estaba ronco y me ardía la garganta. De pronto, casi sin saberlo, miraba el cielo: perseguía a un gallinazo que planeaba suavemente sobre el colegio, bajo una bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada por un disco amarillo en un costado, como un lunar. Bajé la cabeza, rápidamente.

Pequeño, amoratado, Ferrufino había aparecido al final del pasillo que desembocaba en el patio de recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de pato, que lo acercaban interrumpían abusivamente el silencio que había reinado de improviso, sorprendiéndome. (La puerta de la sala de profesores se abre; asoma un rostro diminuto, cómico. Estrada quiere espiarnos: ve al director a unos pasos; velozmente, se hunde; su mano infantil cierra la puerta.) Ferrufino estaba frente a nosotros: recorría desorbitado los grupos de estudiantes enmudecidos. Se habían deshecho las filas; algunos corrieron a los baños, otros rodeaban desesperadamente la cantina de Teobaldo. Javier, Raygada, León y yo quedamos inmóviles.

—No tengan miedo —dije, pero nadie me oyó porque simultáneamente había dicho el director:

—Toque el pito, Gallardo.

De nuevo se organizaron las hileras, esta vez con lentitud. El calor no era todavía excesivo, pero ya padecíamos cierto sopor, una especie de aburrimiento. «Se cansaron
—murmuró Javier—. Malo.» Y advirtió, furioso:

—¡Cuidado con hablar!

Otros propagaron el aviso.

—No —dije—. Espera. Se pondrán como fieras apenas hable Ferrufino.

Pasaron algunos segundos de silencio, de sospechosa gravedad, antes de que fuéramos levantando la vista, uno por uno, hacia aquel hombrecito vestido de gris. Estaba con las manos enlazadas sobre el vientre, los pies juntos, quieto.

—No quiero saber quién inició este tumulto —recitaba. Un actor: el tono de su voz, pausado, suave, las palabras casi cordiales, su postura de estatua, eran cuidadosamente afectadas. ¿Habría estado ensayándose solo, en su despacho?—. Actos como éste son una vergüenza para ustedes, para el colegio y para mí. He tenido mucha paciencia, demasiada, óiganlo bien, con el promotor de estos desórdenes, pero ha llegado al límite…

¿Yo o Lu? Una interminable lengua de fuego lamía mi espalda, mi cuello, mis mejillas a medida que los ojos de toda la media iban girando hasta encontrarme. ¿Me miraba Lu? ¿Tenía envidia? ¿Me miraban los coyotes? Desde atrás, alguien palmeó mi brazo dos veces, alentándome. El director habló largamente sobre Dios, la disciplina y los valores supremos del espíritu. Dijo que las puertas de la dirección estaban siempre abiertas, que los valientes de verdad debían dar la cara.

—Dar la cara —repitió; ahora era autoritario—, es decir, hablar de frente, hablarme a mí.

—¡No seas imbécil! —dije, rápido—. ¡No seas imbécil!

Pero Raygada ya había levantado su mano al mismo tiempo que daba un paso a la izquierda, abandonando la formación. Una sonrisa complaciente cruzó la boca de Ferrufino y desapareció de inmediato.

—Escucho, Raygada… —dijo.

A medida que éste hablaba, sus palabras le inyectaban valor. Llegó incluso, en un momento, a agitar sus brazos, dramáticamente. Afirmó que no éramos malos y que amábamos el colegio y a nuestros maestros; recordó que la juventud era impulsiva. En nombre de todos, pidió disculpas. Luego tartamudeó, pero siguió adelante:

—Nosotros le pedimos, señor director, que ponga horarios de exámenes como en años anteriores… —se calló, asustado.

—Anote, Gallardo —dijo Ferrufino—. El alumno Raygada vendrá a estudiar la próxima semana, todos los días, hasta las nueve de la noche —hizo una pausa—. El motivo figurará en la libreta: por rebelarse contra una disposición pedagógica.

—Señor director… —Raygada estaba lívido.

—Me parece justo —susurró Javier—. Por bruto.


II
Un rayo de sol atravesaba el sucio tragaluz y venía a acariciar mi frente y mis ojos, me invadía de paz. Sin embargo, mi corazón estaba algo agitado y a ratos sentía ahogos. Faltaba media hora para la salida; la impaciencia de los muchachos había decaído un poco. ¿Responderían, después de todo?

—Siéntese, Montes —dijo el profesor Zambrano—. Es usted un asno.

—Nadie lo duda —afirmó Javier, a mi costado—. Es un asno.

¿Habría llegado la consigna a todos los años? No quería martirizar de nuevo mi cerebro con suposiciones pesimistas, pero a cada momento veía a Lu, a pocos metros de mi carpeta, y sentía desasosiego y duda, porque sabía que en el fondo iba a decidirse, no el horario de exámenes, ni siquiera una cuestión de honor, sino una venganza personal. ¿Cómo descuidar esta ocasión feliz para atacar al enemigo que había bajado la guardia?

—Toma —dijo a mi lado, alguien—. Es de Lu.

«Acepto tomar el mando, contigo y Raygada.» Lu había firmado dos veces. Entre sus nombres, como un pequeño borrón, aparecía con la tinta brillante aún, un signo que todos respetábamos: la letra C, en mayúscula, encerrada en un círculo negro. Lo miré: su frente y su boca eran estrechas; tenía los ojos rasgados, la piel hundida en las mejillas y la mandíbula pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situación le exigía ser cordial.

En el mismo papel respondí: «Con Javier». Leyó sin inmutarse y movió la cabeza afirmativamente.

—Javier —dije.

—Ya sé —respondió—. Está bien. Le haremos pasar un mal rato.

¿Al director o a Lu? Iba a preguntárselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba la salida. Simultáneamente se elevó el griterío sobre nuestras cabezas, mezclado con el ruido de las carpetas removidas. Alguien —¿Córdoba, quizá?— silbaba con fuerza, como queriendo destacar.

—¿Ya saben? —dijo Raygada, en la fila—. Al Malecón.

—¡Qué vivo! —exclamó uno—. Está enterado hasta Ferrufino.

Salíamos por la puerta de atrás, un cuarto de hora después que la primaria. Otros lo habían hecho ya, y la mayoría de los alumnos se había detenido en la calzada, formando pequeños grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban.

—Que nadie se quede por aquí —dije.

—¡Conmigo los coyotes! —gritó Lu, orgulloso.

Veinte muchachos lo rodearon.

—Al Malecón —ordenó—, todos al Malecón.

Tomados de los brazos, en una línea que unía las dos aceras, cerramos la marcha los de quinto, obligando a apresurarse a los menos entusiastas a codazos.

Una brisa tibia, que no lograba agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba de un lado a otro la arena que cubría a pedazos el suelo calcinado del Malecón. Habían respondido. Ante nosotros —Lu, Javier, Raygada y yo—, que dábamos la espalda a la baranda y a los interminables arenales que comenzaban en la orilla contraria del cauce, una muchedumbre compacta, extendida a lo largo de toda la cuadra, se mantenía serena, aunque a veces, aisladamente, se escuchaban gritos estridentes.

—¿Quién habla? —preguntó Javier.

—Yo —propuso Lu, listo para saltar a la baranda.

—No —dije—. Habla tú, Javier.

Lu se contuvo y me miró, pero no estaba enojado.

—Bueno —dijo; y agregó, encogiendo los hombros—: ¡Total!

Javier trepó. Con una de sus manos se apoyaba en un árbol encorvado y reseco y con la otra se sostenía de mi cuello. Entre sus piernas, agitadas por un leve temblor que desaparecía a medida que el tono de su voz se hacía convincente y enérgico, veía yo el seco y ardiente cauce del río y pensaba en Lu y en los coyotes. Había sido suficiente apenas un segundo para que pasara a primer lugar; ahora tenía el mando y lo admiraban, a él, ratita amarillenta que no hacía seis meses imploraba mi permiso para
entrar en la banda. Un descuido infinitamente pequeño, y luego la sangre, corriendo en abundancia por mi rostro y mi cuello, y mis brazos y piernas inmovilizados bajo la claridad lunar, incapaces ya de responder a sus puños.

—Te he ganado —dijo, resollando—. Ahora soy el jefe. Así acordamos.

Ninguna de las sombras estiradas en círculo en la blanda arena, se había movido. Sólo los sapos y los grillos respondían a Lu, que me insultaba. Tendido todavía sobre el cálido suelo, atiné a gritar:

—Me retiro de la banda. Formaré otra, mucho mejor.

Pero yo y Lu y los coyotes que continuaban agazapados en la sombra, sabíamos que no era verdad.

—Me retiro yo también —dijo Javier.

Me ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad, y, mientras caminábamos por las calles vacías, yo iba limpiándome con el pañuelo de Javier la sangre y las lágrimas.

—Habla tú ahora —dijo Javier. Había bajado y algunos lo aplaudían.

—Bueno —repuse y subí a la baranda.

Ni las paredes del fondo, ni los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía las manos húmedas y creí que eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba en el centro del cielo; nos sofocaba. Los ojos de mis compañeros no llegaban a los míos: miraban el suelo y mis rodillas. Guardaban silencio. El sol me protegía.

—Pediremos al director que ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años. Raygada, Javier, Lu y yo formamos la comisión. La media está de acuerdo, ¿no es verdad?

La mayoría asintió, moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: «Sí, sí».

—Lo haremos ahora mismo —dije—. Ustedes nos esperarán en la plaza Merino.

Echamos a andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza; escuchábamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió el inspector Gallardo.

—¿Están locos? —dijo—. No hagan eso.

—No se meta —lo interrumpió Lu—. ¿Cree que el serrano nos da miedo?

—Pasen —dijo Gallardo—. Ya verán.


III
Sus ojillos nos observaban minuciosamente. Quería aparentar sorna y despreocupación, pero no ignorábamos que su sonrisa era forzada y que en el fondo de ese cuerpo rechoncho había temor y odio. Fruncía y despejaba el ceño, el sudor brotaba a chorros de sus pequeñas manos moradas.

Estaba trémulo:

—¿Saben ustedes cómo se llama esto? Se llama rebelión, insurrección. ¿Creen ustedes que voy a someterme a los caprichos de unos ociosos? Las insolencias las aplasto…

Bajaba y subía la voz. Lo veía esforzarse por no gritar. «¿Por qué no revientas de una vez?», pensé. «¡Cobarde!»

Se había parado. Una mancha gris flotaba en torno de sus manos, apoyadas sobre el vidrio del escritorio. De pronto su voz ascendió, se volvió áspera:

—¡Fuera! Quien vuelva a mencionar los exámenes será castigado.

Antes que Javier o yo pudiéramos hacerle una señal, apareció entonces el verdadero Lu, el de los asaltos nocturnos a las rancherías de la Tablada, el de los combates contra los zorros en los médanos.

—Señor director…

No me volví a mirarlo. Sus ojos oblicuos estarían despidiendo fuego y violencia, como cuando luchamos en el seco cauce del río. Ahora tendría también muy abierta su boca llena de babas, mostraría sus dientes amarillos.

—Tampoco nosotros podemos aceptar que nos jalen a todos porque quiere que no haya horarios. ¿Por qué quiere que todos saquemos notas bajas? ¿Por qué…?

Ferrufino se había acercado. Casi lo tocaba con su cuerpo. Lu, pálido, aterrado, continuaba hablando:

—… estamos ya cansados…

—¡Cállate!

El director había levantado los brazos y sus puños estrujaban algo.

—¡Cállate! —repitió con ira—. ¡Cállate, animal! ¡Cómo te atreves!

Lu estaba ya callado, pero miraba a Ferrufino a los ojos como si fuera a saltar súbitamente sobre su cuello: «Son iguales», pensé. «Dos perros.»

—De modo que has aprendido de éste.

Su dedo apuntaba a mi frente. Me mordí el labio: pronto sentí que recorría mi lengua un hilito caliente y eso me calmó.

—¡Fuera! —gritó de nuevo—. ¡Fuera de aquí! Les pesará.

Salimos. Hasta el borde de los escalones que vinculaban el Colegio San Miguel con la plaza Merino se extendía una multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían invadido los pequeños jardines y la fuente; estaban silenciosos y angustiados. Extrañamente, entre la mancha clara y estática aparecían blancos, diminutos rectángulos que nadie pisaba. Las cabezas parecían iguales, uniformes, como en la formación para el desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrogó; se hacían a un lado, dejándonos paso y apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una consigna que nadie había impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin compás, como para ir a clases.

El pavimento hervía, parecía un espejo que el sol iba disolviendo. «¿Será verdad?», pensé. Una noche calurosa y desierta me lo habían contado, en esta misma avenida, y no lo creí. Pero los periódicos decían que el sol, en algunos apartados lugares, volvía locos a los hombres y a veces los mataba.

—Javier —pregunté—. ¿Tú viste que el huevo se freía solo, en la pista?

Sorprendido, movió la cabeza.

—No. Me lo contaron.

—¿Será verdad?

—Quizás. Ahora podríamos hacer la prueba. El suelo arde, parece un brasero.

En la puerta de La Reina apareció Alberto. Su pelo rubio brillaba hermosamente: parecía de oro. Agitó su mano derecha, cordial. Tenía muy abiertos sus enormes ojos verdes y sonreía. Tendría curiosidad por saber a dónde marchaba esa multitud uniformada y silenciosa, bajo el rudo calor.

—¿Vienes después? —me gritó.

—No puedo. Nos veremos a la noche.

—Es un imbécil —dijo Javier—. Es un borracho.

—No —afirmé—. Es mi amigo. Es un buen muchacho.


IV
—Déjame hablar, Lu —le pedí, procurando ser suave.

Pero ya nadie podía contenerlo. Estaba parado en la baranda, bajo las ramas del seco algarrobo: mantenía admirablemente el equilibrio y su piel y su rostro recordaban un lagarto.

—¡No! —dijo agresivamente—. Voy a hablar yo.

Hice una seña a Javier. Nos acercamos a Lu y apresamos sus piernas. Pero logró tomarse a tiempo del árbol y zafar su pierna derecha de mis brazos; rechazado por un fuerte puntapié en el hombro tres pasos atrás, vi a Javier enlazar velozmente a Lu de las rodillas, y alzar su rostro y desafiarlo con sus ojos que hería el sol salvajemente.

—¡No le pegues! —grité. Se contuvo, temblando, mientras Lu comenzaba a chillar:

—¿Saben ustedes lo que nos dijo el director? Nos insultó, nos trató como a bestias. No le da su gana de poner los horarios porque quiere fregarnos. Jalará a todo el colegio y no le importa. Es un…

Ocupábamos el mismo lugar que antes y las torcidas filas de muchachos comenzaban a cimbrearse. Casi toda la media continuaba presente. Con el calor y cada palabra de Lu crecía la indignación de los alumnos. Se enardecían.

—Sabemos que nos odia. No nos entendemos con él. Desde que llegó, el colegio no es un colegio. Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los exámenes.

Una voz aguda y anónima lo interrumpió:

—¿A quién le ha pegado?

Lu dudó un instante. Estalló de nuevo:

—¿A quién? —desafió—. ¡Arévalo, que te vean todos la espalda!

Entre murmullos, surgió Arévalo del centro de la masa. Estaba pálido. Era un coyote. Llegó hasta Lu y descubrió su pecho y espalda. Sobre sus costillas, aparecía una gruesa franja roja.

—¡Esto es Ferrufino! —la mano de Lu mostraba la marca mientras sus ojos escrutaban los rostros atónitos de los más inmediatos. Tumultuosamente, el mar humano se estrechó en torno a nosotros; todos pugnaban por acercarse a Arévalo y nadie oía a Lu, ni a Javier y Raygada que pedían calma, ni a mí, que gritaba: «¡Es mentira!, ¡no le hagan caso!, ¡es mentira!». La marea me alejó de la baranda y de Lu. Estaba ahogado. Logré abrirme camino hasta salir del tumulto. Desanudé mi corbata y tomé aire con la boca abierta y los brazos en alto, lentamente, hasta sentir que mi corazón recuperaba su ritmo.
Raygada estaba junto a mí. Indignado, me preguntó:

—¿Cuándo fue lo de Arévalo?

—Nunca.

—¿Cómo?

Hasta él, siempre sereno, había sido conquistado. Las aletas de su nariz palpitaban vivamente y tenía apretados los puños.

—Nada —dije—, no sé cuándo fue.

Lu esperó que decayera un poco la excitación. Luego, levantando su voz sobre las protestas dispersas:

—¿Ferrufino nos va a ganar? —preguntó a gritos; su puño colérico amenazaba a los alumnos—. ¿Nos va a ganar? ¡Respóndanme!

—¡No! —prorrumpieron quinientos o más—. ¡No! ¡No!

Estremecido por el esfuerzo que le imponían sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso sobre la baranda.

—Que nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exámenes. Es justo. Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la primaria.

Su voz agresiva se perdió entre los gritos. Frente a mí, en la masa erizada de brazos que agitaban jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distinguí uno solo que permaneciera indiferente o adverso.

—¿Qué hacemos?

Javier quería demostrar tranquilidad, pero sus pupilas brillaban.

—Está bien —dije—. Lu tiene razón. Vamos ayudarlo.

Corrí hacia la baranda y trepé.

—Adviertan a los de primaria que no hay clases a la tarde —dije—. Pueden irse ahora. Quédense los de quinto y los de cuarto para rodear el colegio.

—Y también los coyotes —concluyó Lu, feliz.


V
—Tengo hambre —dijo Javier.

El calor había atenuado. En el único banco útil de la plaza Merino recibíamos los rayos del sol, filtrados fácilmente a través de unas cuantas gasas que habían aparecido en el cielo, pero casi ninguno transpiraba.

León se frotaba las manos y sonreía: estaba inquieto.

—No tiembles —dijo Amaya—. Estás grandazo para tenerle miedo a Ferrufino.

—¡Cuidado! —la cara de mono de León había enrojecido y su mentón sobresalía—. ¡Cuidado, Amaya!—estaba de pie.

—No peleen —dijo Raygada tranquilamente—. Nadie tiene miedo. Sería un imbécil.

—Demos una vuelta por atrás —propuse a Javier.

Contorneamos el colegio, caminando por el centro de la calle. Las altas ventanas estaban entreabiertas y no se veía a nadie tras ellas, ni se escuchaba ruido alguno.

—Están almorzando —dijo Javier.

—Sí, claro.

En la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano. Los medios internos estaban apostados en el techo, observándonos. Sin duda, habían sido informados.

—¡Qué muchachos valientes! —se burló alguien.

Javier los insultó. Respondió una lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin acertar. Hubo risas. «Se mueren de envidia», murmuró Javier.

En la esquina vimos a Lu. Estaba sentado en la vereda, solo, y miraba distraídamente la pista. Nos vio y caminó hacia nosotros. Parecía contento.

—Vinieron dos churres de primero —dijo—. Los mandamos a jugar al río.

—¿Sí? —dijo Javier—. Espera media hora y verás. Se va a armar el gran escándalo.

Lu y los coyotes custodiaban la puerta trasera del colegio. Estaban repartidos entre las esquinas de las calles de Lima y Arequipa. Cuando llegamos al umbral del callejón, conversaban en grupo y reían. Todos llevaban palos y piedras.

—Así no —dije—. Si les pegan, los churres van a querer entrar de todos modos.

Lu rió.

—Ya verán. Por esta puerta no entra nadie.

También él tenía un garrote que ocultaba hasta entonces con su cuerpo. Nos lo enseñó, agitándolo.

—¿Y por allá? —preguntó.

—Todavía nada.

A nuestra espalda alguien voceaba nuestros nombres. Era Raygada: venía corriendo y nos llamaba agitando la mano frenéticamente. «Ya llegan, ya llegan —dijo, con ansiedad—. Vengan.» Se detuvo de golpe diez metros antes de alcanzarnos. Dio media vuelta y regresó a toda carrera. Estaba excitadísimo. Javier y yo también corrimos. Lu nos gritó algo del río. «¿El río?», pensé. «No existe. ¿Por qué todo el mundo habla del río si sólo baja el agua un mes al año?» Javier corría a mi lado, resoplando.

—¿Podremos contenerlos?

—¿Qué? —le costaba trabajo abrir la boca, se fatigaba más.

—¿Podremos contener a la primaria?

—Creo que sí. Todo depende.

—Mira.

En el centro de la plaza, junto a la fuente, León, Amaya y Raygada hablaban con un grupo de pequeños, cinco o seis. La situación parecía tranquila.

—Repito —decía Raygada, con la lengua afuera—. Váyanse al río. No hay clases, no hay clases. ¿Está claro? ¿O paso una película?

—Eso —dijo uno, de nariz respingada—. Que sea en colores.

—Miren —les dije—. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al río. Jugaremos fútbol: primaria contra media. ¿De acuerdo?

—Ja, ja —rio el de la nariz, con suficiencia—. Les ganamos. Somos más.

—Ya veremos. Vayan para allá.

—No quiero —replicó una voz atrevida—. Yo voy al colegio.

Era un muchacho de cuarto, delgado y pálido. Su largo cuello emergía como un palo de escoba de la camisa comando, demasiado ancha para él. Era brigadier de año. Inquieto por su audacia, dio unos pasos hacia atrás. León corrió y lo tomó de un brazo.

—¿No has entendido? —había acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. ¿De qué diablos se asustaba León?—. ¿No has entendido, churre? No entra nadie. Ya vamos, camina.

—No lo empujes —dije—. Va a ir solo.

—¡No voy! —gritó. Tenía el rostro levantado hacia León, lo miraba con furia—. ¡No voy! No quiero huelga.

—¡Cállate, imbécil! ¿Quién quiere huelga? —León parecía muy nervioso. Apretaba con todas sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus compañeros observaban la escena, divertidos.

—¡Nos pueden expulsar! —el brigadier se dirigía a los pequeños, se le notaba atemorizado y colérico—. Ellos quieren huelga porque no les van a poner horario, les van a tomar los exámenes de repente, sin que sepan cuándo. ¿Creen que no sé? ¡Nos pueden expulsar! Vamos al colegio, muchachos.

Hubo un movimiento de sorpresa entre los chiquillos. Se miraban ya sin sonreír, mientras el otro seguía chillando que nos iban a expulsar. Lloraba.

—¡No le pegues! —grité, demasiado tarde. León lo había golpeado en la cara, no muy fuerte, pero el chico se puso a patalear y a gritar.

—Pareces un chivo —advirtió alguien.

Miré a Javier. Ya había corrido. Lo levantó y se lo echó a los hombros como un fardo. Se alejó con él. Lo siguieron varios, riendo a carcajadas.

—¡Al río! —gritó Raygada. Javier escuchó porque lo vimos doblar con su carga por la avenida Sánchez Cerro, camino al Malecón.

El grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y en los bancos rotos, y los demás transitando aburridamente por los pequeños senderos asfaltados del parque, nadie, felizmente, intentaba ingresar al colegio. Repartidos en parejas, los diez encargados de custodiar la puerta principal, tratábamos de entusiasmarlos: «Tienen que poner los horarios, porque si no, nos friegan. Y a ustedes también, cuando les toque».

—Siguen llegando —me dijo Raygada—. Somos pocos. Nos pueden aplastar, si quieren.

—Si los entretenemos diez minutos, se acabó —dijo León—. Vendrá la media y entonces los corremos al río a patadas.

De pronto, un chico gritó convulsionado:

—¡Tienen razón! ¡Ellos tienen razón! —y, dirigiéndose a nosotros, con aire dramático—: Estoy con ustedes.

—¡Buena! ¡Muy bien! —lo aplaudimos—. Eres un hombre.

Palmeamos su espalda, lo abrazamos.

El ejemplo cundió. Alguien dio un grito: «Yo también. Ustedes tienen razón». Comenzaron a discutir entre ellos. Nosotros alentábamos a los más excitados, halagándolos: «Bien, churre. No eres ningún marica».

Raygada se encaramó sobre la fuente. Tenía la boina en la mano derecha y la agitaba, suavemente.

—Lleguemos a un acuerdo —exclamó—. ¿Todos unidos?

Lo rodearon. Seguían llegando grupos de alumnos, algunos de quinto de media; con ellos formamos una muralla, entre la fuente y la puerta del colegio, mientras Raygada hablaba.

—Esto se llama solidaridad —decía—. Solidaridad —se calló como si hubiera terminado, pero un segundo después abrió los brazos y clamó—: ¡No dejaremos que
se cometa un abuso!

Lo aplaudieron.

—Vamos al río —dije—. Todos.

—Bueno. Ustedes también.

—Nosotros vamos después.

—Todos juntos o ninguno —repuso la misma voz. Nadie se movió.

Javier regresaba. Venía solo.

—Ésos están tranquilos —dijo—. Le han quitado el burro a una mujer. Juegan de lo lindo.

—La hora —pidió León—. Dígame alguien qué hora es.

Eran las dos.

—A las dos y media nos vamos —dije—. Basta que se quede uno para avisar a los retrasados.

Los que llegaban se sumergían en la masa de chiquillos. Se dejaban convencer rápidamente.

—Es peligroso —dijo Javier. Hablaba de una manera rara: ¿tendría miedo?—. Es peligroso. Ya sabemos qué va a pasar si al director se le antoja salir. Antes que hable, estaremos en las clases.

—Sí —dije—. Que comiencen a irse. Hay que animarlos.

Pero nadie quería moverse. Había tensión, se esperaba que, de un momento a otro, ocurriera algo. León estaba a mi lado.

—Los de media han cumplido —dijo—. Fíjate. Sólo han venido los encargados de las puertas.

Apenas un momento después, vimos que llegaban los de media, en grandes corrillos que se mezclaban con las olas de chiquillos. Hacían bromas. Javier se enfureció:

—¿Y ustedes? —dijo—. ¿Qué hacen aquí? ¿A qué han venido?

Se dirigía a los que estaban más cerca de nosotros; al frente de ellos iba Antenor, brigadier de segundo de media.

—¡Gua! —Antenor parecía muy sorprendido—. ¿Acaso vamos a entrar? Venimos a ayudarlos.

Javier saltó hacia él, lo agarró del cuello.

—¡Ayudarnos! ¿Y los uniformes? ¿Y los libros?

—Calla —dije—. Suéltalo. Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al río. Ha llegado casi todo el colegio.

La plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenían tranquilos, sin discutir. Algunos fumaban. Por la avenida Sánchez Cerro pasaban muchos carros,
que disminuían la velocidad al cruzar la plaza Merino. De un camión, un hombre nos saludó gritando:

—Buena, muchachos. No se dejen.

—¿Ves? —dijo Javier—. Toda la ciudad está enterada. ¿Te imaginas la cara de Ferrufino?

—¡Las dos y media! —gritó León—. Vámonos. Rápido, rápido.

Miré mi reloj: faltaban cinco minutos.

—Vámonos —grité—. Vámonos al río.

Algunos hicieron como que se movían. Javier, León, Raygada y varios más gritaron también, comenzaron a empujar a unos y a otros. Una palabra se repetía sin cesar: «Río, río, río».

Lentamente, la multitud de muchachos principió a agitarse. Dejamos de azuzarlos y, al callar nosotros, me sorprendió, por segunda vez en el día, un silencio total. Me ponía nervioso. Lo rompí:

—Los de media, atrás —indiqué—. A la cola, formando fila…

A mi lado, alguien tiró al suelo un barquillo de helado, que salpicó mis zapatos. Enlazando los brazos, formamos un cinturón humano. Avanzábamos trabajosamente. Nadie se negaba, pero la marcha era lentísima. Una cabeza iba casi hundida en mi pecho. Se volvió: ¿cómo se llamaba? Sus ojos pequeños eran cordiales.

—Tu padre te va a matar —dijo.

«Ah», pensé. «Mi vecino.»

—No —le dije—. En fin, ya veremos. Empuja.

Habíamos abandonado la plaza. La gruesa columna ocupaba íntegramente el ancho de la avenida. Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras más allá, se veía la baranda verde amarillenta y los grandes algarrobos del Malecón. Entre ellos, como puntitos blancos, los arenales.

El primero en escuchar fue Javier, que marchaba a mi lado. En sus estrechos ojos oscuros había sobresalto.

—¿Qué pasa? —dije—. Dime.

Movió la cabeza.

—¿Qué pasa? —le grité—. ¿Qué oyes?

Logré ver en ese instante un muchacho uniformado que cruzaba velozmente la plaza Merino hacia nosotros. Los gritos del recién llegado se confundieron en mis oídos con el violento vocerío que se desató en las apretadas columnas de chiquillos, parejo a un movimiento de confusión. Los que marchábamos en la última hilera no entendíamos bien. Tuvimos un segundo de desconcierto: aflojamos los brazos, algunos se soltaron. Nos sentimos arrojados hacia atrás, separados. Sobre nosotros pasaban centenares de cuerpos, corriendo y gritando histéricamente. «¿Qué pasa?», grité a León. Señaló algo con el dedo, sin dejar de correr. «Es Lu», dijeron a mi oído. «Algo ha pasado allá. Dicen que hay un lío.» Eché a correr.

En la bocacalle que se abría a pocos metros de la puerta trasera del colegio, me detuve en seco. En ese momento era imposible ver: oleadas de uniformes afluían de todos lados y cubrían la calle de gritos y cabezas descubiertas. De pronto, a unos quince pasos, encaramado sobre algo, divisé a Lu. Su cuerpo delgado se destacaba nítidamente en la sombra de la pared que lo sostenía. Estaba arrinconado y descargaba su garrote a todos lados. Entonces, entre el ruido, más poderosa que la de quienes lo insultaban y retrocedían para librarse de sus golpes, escuché su voz:

—¿Quién se acerca? —gritaba—. ¿Quién se acerca?

Cuatro metros más allá, dos coyotes, rodeados también, se defendían a palazos y hacían esfuerzos desesperados para romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los acosaban, vi rostros de media. Algunos habían conseguido piedras y se las arrojaban, aunque sin acercarse. A lo lejos vi asimismo a otros dos de la banda, que corrían despavoridos: los perseguía un grupo de muchachos con palos.

—¡Cálmense! ¡Cálmense! Vamos al río.

Una voz nacía a mi lado, angustiosamente.

Era Raygada. Parecía a punto de llorar.

—No seas idiota —dijo Javier. Se reía a carcajadas—. Cállate, ¿no ves?

La puerta estaba abierta y por ella entraban los estudiantes a docenas, ávidamente. Continuaban llegando a la bocacalle nuevos compañeros, algunos se sumaban al grupo que rodeaba a Lu y los suyos. Habían conseguido juntarse. Lu tenía la camisa abierta, asomaba su flaco pecho lampiño, sudoroso y brillante; un hilillo de sangre le corría por la nariz y los labios. Escupía de cuando en cuando, y miraba con odio a los que estaban más próximos. Únicamente él tenía levantado el palo, dispuesto a descargarlo. Los otros lo habían bajado, exhaustos.

—¿Quién se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente.

A medida que entraban al colegio, iban poniéndose de cualquier modo las boinas y las insignias del año. Poco a poco, comenzó a disolverse, entre injurias, el grupo que cercaba a Lu. Raygada me dio un codazo:

—Dijo que con su banda podía derrotar a todo el colegio —hablaba con tristeza—. ¿Por qué dejamos solo a este animal?

Raygada se alejó. Desde la puerta nos hizo una seña, como dudando. Luego entró. Javier y yo nos acercamos a Lu. Temblaba de cólera.

—¿Por qué no vinieron? —dijo, frenético, levantando la voz—. ¿Por qué no vinieron a ayudarnos? Éramos apenas ocho, porque los otros…

Tenía una vista extraordinaria y era flexible como un gato. Se echó velozmente hacia atrás, mientras mi puño apenas rozaba su oreja y luego, con el apoyo de todo su cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su garrote. Recibí en el pecho el impacto y me tambaleé. Javier se puso en medio.

—Acá no —dijo—. Vamos al Malecón.

—Vamos —dijo Lu—. Te voy a enseñar otra vez.

—Ya veremos —dije—. Vamos.

Caminamos media cuadra, despacio, porque mis piernas vacilaban. En la esquina nos detuvo León.

—No peleen —dijo—. No vale la pena. Vamos al colegio. Tenemos que estar unidos.

Lu me miraba con sus ojos semicerrados. Parecía incómodo.

—¿Por qué les pegaste a los churres? —le dije—. ¿Sabes lo que nos va a pasar ahora a ti y a mí?

No respondió ni hizo ningún gesto. Se había calmado del todo y tenía la cabeza baja.
—Contesta, Lu —insistí—. ¿Sabes?

—Está bien —dijo León—. Trataremos de ayudarlos. Dense la mano.


Lu levantó el rostro y me miró, apenado. Al sentir su mano entre las mías, la noté suave y delicada, y recordé que era la primera vez que nos saludábamos de ese modo. Dimos media vuelta, caminamos en fila hacia el colegio. Sentí un brazo en el hombro. Era Javier.

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