Mario Vargas Llosa
I
Javier
se adelantó por un segundo:
—¡Pito!
—gritó, ya de pie.
La
tensión se quebró, violentamente, como una explosión. Todos estábamos parados:
el doctor Abásalo tenía la boca abierta. Enrojecía, apretando los puños.
Cuando, recobrándose, levantaba una mano y parecía a punto de lanzar un sermón,
el pito sonó de verdad. Salimos corriendo con estrépito, enloquecidos, azuzados
por el graznido de cuervo de Amaya, que avanzaba volteando carpetas.
El
patio estaba sacudido por los gritos. Los de cuarto y tercero habían salido
antes, formaban un gran círculo que se mecía bajo el polvo. Casi con nosotros,
entraron los de primero y segundo; traían nuevas frases agresivas, más odio. El
círculo creció. La indignación era unánime en la media. (La primaria tenía un
patio pequeño, de mosaicos azules, en el ala opuesta del colegio)
—Quiere
fregarnos, el serrano.
—Sí.
Maldito sea.
Nadie
hablaba de los exámenes finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones,
el escándalo indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director.
De pronto, dejé de hacer esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer
febrilmente los grupos: «¿Nos friega y nos callamos?». «Hay que hacer algo.»
«Hay que hacer algo.»
Una
mano férrea me extrajo del centro del círculo.
—Tú
no —dijo Javier—. No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes.
—Ahora
no me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¿ves? Hagamos que
formen.
En
voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído en oído: «Formen filas», «a
formar, rápido».
—¡Formemos
las filas! —el vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante de la mañana.
Muchos,
a la vez, corearon:
—¡A
formar! ¡A formar!
Los
inspectores Gallardo y Romero vieron entonces, sorprendidos, que de pronto
decaía el bullicio y se organizaban las filas antes de concluir el recreo.
Estaban apoyados en la pared, junto a la sala de profesores, frente a nosotros,
y nos miraban nerviosamente. Luego se miraron entre ellos. En la puerta habían
aparecido algunos profesores; también estaban extrañados.
El
inspector Gallardo se aproximó:
—¡Oigan!
—gritó, desconcertado—. Todavía no…
—Calla
—repuso alguien, desde atrás—. ¡Calla, Gallardo, maricón!
Gallardo
se puso pálido. A grandes pasos, con gesto amenazador, invadió las filas. A su
espalda, varios gritaban: «¡Gallardo, maricón!».
—Marchemos
—dije—. Demos vueltas al patio. Primero los de quinto.
Comenzamos
a marchar. Taconeábamos con fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda
vuelta —formábamos un rectángulo perfecto, ajustado a las dimensiones del patio—
Javier, Raygada, León y yo principiamos:
—Ho-ra-rio;
ho-ra-rio; ho-ra-rio…
El
coro se hizo general.
—¡Más
fuerte! —prorrumpió la voz de alguien que yo odiaba: Lu—. ¡Griten!
De
inmediato, el vocerío aumentó hasta ensordecer.
—Ho-ra-rio;
ho-ra-rio; ho-ra-rio…
Los
profesores, cautamente, habían desaparecido cerrando tras ellos la puerta de la
sala de estudios. Al pasar los de quinto junto al rincón donde Teobaldo vendía fruta
sobre un madero, dijo algo que no oímos. Movía las manos, como alentándonos. «Puerco»,
pensé.
Los
gritos arreciaban. Pero ni el compás de la marcha, ni el estímulo de los chillidos,
bastaban para disimular que estábamos asustados. Aquella espera era angustiosa.
¿Por qué tardaba en salir? Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas
habían comenzado a mirarse unos a otros y se escuchaban, de cuando en cuando,
agudas risitas forzadas. «No debo pensar en nada», me decía. «Ahora no.» Ya me
costaba trabajo gritar: estaba ronco y me ardía la garganta. De pronto, casi
sin saberlo, miraba el cielo: perseguía a un gallinazo que planeaba suavemente
sobre el colegio, bajo una bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada por un
disco amarillo en un costado, como un lunar. Bajé la cabeza, rápidamente.
Pequeño,
amoratado, Ferrufino había aparecido al final del pasillo que desembocaba en el
patio de recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de pato, que lo acercaban interrumpían
abusivamente el silencio que había reinado de improviso, sorprendiéndome. (La
puerta de la sala de profesores se abre; asoma un rostro diminuto, cómico.
Estrada quiere espiarnos: ve al director a unos pasos; velozmente, se hunde; su
mano infantil cierra la puerta.) Ferrufino estaba frente a nosotros: recorría
desorbitado los grupos de estudiantes enmudecidos. Se habían deshecho las
filas; algunos corrieron a los baños, otros rodeaban desesperadamente la
cantina de Teobaldo. Javier, Raygada, León y yo quedamos inmóviles.
—No
tengan miedo —dije, pero nadie me oyó porque simultáneamente había dicho el
director:
—Toque
el pito, Gallardo.
De
nuevo se organizaron las hileras, esta vez con lentitud. El calor no era todavía
excesivo, pero ya padecíamos cierto sopor, una especie de aburrimiento. «Se
cansaron
—murmuró
Javier—. Malo.» Y advirtió, furioso:
—¡Cuidado
con hablar!
Otros
propagaron el aviso.
—No
—dije—. Espera. Se pondrán como fieras apenas hable Ferrufino.
Pasaron
algunos segundos de silencio, de sospechosa gravedad, antes de que fuéramos
levantando la vista, uno por uno, hacia aquel hombrecito vestido de gris.
Estaba con las manos enlazadas sobre el vientre, los pies juntos, quieto.
—No
quiero saber quién inició este tumulto —recitaba. Un actor: el tono de su voz,
pausado, suave, las palabras casi cordiales, su postura de estatua, eran
cuidadosamente afectadas. ¿Habría estado ensayándose solo, en su despacho?—.
Actos como éste son una vergüenza para ustedes, para el colegio y para mí. He
tenido mucha paciencia, demasiada, óiganlo bien, con el promotor de estos
desórdenes, pero ha llegado al límite…
¿Yo
o Lu? Una interminable lengua de fuego lamía mi espalda, mi cuello, mis
mejillas a medida que los ojos de toda la media iban girando hasta encontrarme.
¿Me miraba Lu? ¿Tenía envidia? ¿Me miraban los coyotes? Desde atrás, alguien
palmeó mi brazo dos veces, alentándome. El director habló largamente sobre
Dios, la disciplina y los valores supremos del espíritu. Dijo que las puertas
de la dirección estaban siempre abiertas, que los valientes de verdad debían
dar la cara.
—Dar
la cara —repitió; ahora era autoritario—, es decir, hablar de frente, hablarme
a mí.
—¡No
seas imbécil! —dije, rápido—. ¡No seas imbécil!
Pero
Raygada ya había levantado su mano al mismo tiempo que daba un paso a la
izquierda, abandonando la formación. Una sonrisa complaciente cruzó la boca de Ferrufino
y desapareció de inmediato.
—Escucho,
Raygada… —dijo.
A
medida que éste hablaba, sus palabras le inyectaban valor. Llegó incluso, en un
momento, a agitar sus brazos, dramáticamente. Afirmó que no éramos malos y que
amábamos el colegio y a nuestros maestros; recordó que la juventud era
impulsiva. En nombre de todos, pidió disculpas. Luego tartamudeó, pero siguió
adelante:
—Nosotros
le pedimos, señor director, que ponga horarios de exámenes como en años
anteriores… —se calló, asustado.
—Anote,
Gallardo —dijo Ferrufino—. El alumno Raygada vendrá a estudiar la próxima semana,
todos los días, hasta las nueve de la noche —hizo una pausa—. El motivo
figurará en la libreta: por rebelarse contra una disposición pedagógica.
—Señor
director… —Raygada estaba lívido.
—Me
parece justo —susurró Javier—. Por bruto.
II
Un
rayo de sol atravesaba el sucio tragaluz y venía a acariciar mi frente y mis
ojos, me invadía de paz. Sin embargo, mi corazón estaba algo agitado y a ratos
sentía ahogos. Faltaba media hora para la salida; la impaciencia de los
muchachos había decaído un poco. ¿Responderían, después de todo?
—Siéntese,
Montes —dijo el profesor Zambrano—. Es usted un asno.
—Nadie
lo duda —afirmó Javier, a mi costado—. Es un asno.
¿Habría
llegado la consigna a todos los años? No quería martirizar de nuevo mi cerebro
con suposiciones pesimistas, pero a cada momento veía a Lu, a pocos metros de
mi carpeta, y sentía desasosiego y duda, porque sabía que en el fondo iba a
decidirse, no el horario de exámenes, ni siquiera una cuestión de honor, sino
una venganza personal. ¿Cómo descuidar esta ocasión feliz para atacar al
enemigo que había bajado la guardia?
—Toma
—dijo a mi lado, alguien—. Es de Lu.
«Acepto
tomar el mando, contigo y Raygada.» Lu había firmado dos veces. Entre sus
nombres, como un pequeño borrón, aparecía con la tinta brillante aún, un signo que
todos respetábamos: la letra C, en mayúscula, encerrada en un círculo negro. Lo
miré: su frente y su boca eran estrechas; tenía los ojos rasgados, la piel hundida
en las mejillas y la mandíbula pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso
pensaba que la situación le exigía ser cordial.
En
el mismo papel respondí: «Con Javier». Leyó sin inmutarse y movió la cabeza
afirmativamente.
—Javier
—dije.
—Ya
sé —respondió—. Está bien. Le haremos pasar un mal rato.
¿Al
director o a Lu? Iba a preguntárselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba
la salida. Simultáneamente se elevó el griterío sobre nuestras cabezas,
mezclado con el ruido de las carpetas removidas. Alguien —¿Córdoba, quizá?— silbaba
con fuerza, como queriendo destacar.
—¿Ya
saben? —dijo Raygada, en la fila—. Al Malecón.
—¡Qué
vivo! —exclamó uno—. Está enterado hasta Ferrufino.
Salíamos
por la puerta de atrás, un cuarto de hora después que la primaria. Otros lo
habían hecho ya, y la mayoría de los alumnos se había detenido en la calzada, formando
pequeños grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban.
—Que
nadie se quede por aquí —dije.
—¡Conmigo
los coyotes! —gritó Lu, orgulloso.
Veinte
muchachos lo rodearon.
—Al
Malecón —ordenó—, todos al Malecón.
Tomados
de los brazos, en una línea que unía las dos aceras, cerramos la marcha los de
quinto, obligando a apresurarse a los menos entusiastas a codazos.
Una
brisa tibia, que no lograba agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos,
llevaba de un lado a otro la arena que cubría a pedazos el suelo calcinado del
Malecón. Habían respondido. Ante nosotros —Lu, Javier, Raygada y yo—, que dábamos
la espalda a la baranda y a los interminables arenales que comenzaban en la
orilla contraria del cauce, una muchedumbre compacta, extendida a lo largo de
toda la cuadra, se mantenía serena, aunque a veces, aisladamente, se escuchaban
gritos estridentes.
—¿Quién
habla? —preguntó Javier.
—Yo
—propuso Lu, listo para saltar a la baranda.
—No
—dije—. Habla tú, Javier.
Lu
se contuvo y me miró, pero no estaba enojado.
—Bueno
—dijo; y agregó, encogiendo los hombros—: ¡Total!
Javier
trepó. Con una de sus manos se apoyaba en un árbol encorvado y reseco y con la
otra se sostenía de mi cuello. Entre sus piernas, agitadas por un leve temblor que
desaparecía a medida que el tono de su voz se hacía convincente y enérgico, veía
yo el seco y ardiente cauce del río y pensaba en Lu y en los coyotes. Había
sido suficiente apenas un segundo para que pasara a primer lugar; ahora tenía
el mando y lo admiraban, a él, ratita amarillenta que no hacía seis meses
imploraba mi permiso para
entrar
en la banda. Un descuido infinitamente pequeño, y luego la sangre, corriendo en
abundancia por mi rostro y mi cuello, y mis brazos y piernas inmovilizados bajo
la claridad lunar, incapaces ya de responder a sus puños.
—Te
he ganado —dijo, resollando—. Ahora soy el jefe. Así acordamos.
Ninguna
de las sombras estiradas en círculo en la blanda arena, se había movido. Sólo
los sapos y los grillos respondían a Lu, que me insultaba. Tendido todavía sobre
el cálido suelo, atiné a gritar:
—Me
retiro de la banda. Formaré otra, mucho mejor.
Pero
yo y Lu y los coyotes que continuaban agazapados en la sombra, sabíamos que no
era verdad.
—Me
retiro yo también —dijo Javier.
Me
ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad, y, mientras caminábamos por las
calles vacías, yo iba limpiándome con el pañuelo de Javier la sangre y las
lágrimas.
—Habla
tú ahora —dijo Javier. Había bajado y algunos lo aplaudían.
—Bueno
—repuse y subí a la baranda.
Ni
las paredes del fondo, ni los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía
las manos húmedas y creí que eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba
en el centro del cielo; nos sofocaba. Los ojos de mis compañeros no llegaban a
los míos: miraban el suelo y mis rodillas. Guardaban silencio. El sol me
protegía.
—Pediremos
al director que ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años. Raygada,
Javier, Lu y yo formamos la comisión. La media está de acuerdo, ¿no es verdad?
La
mayoría asintió, moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: «Sí, sí».
—Lo
haremos ahora mismo —dije—. Ustedes nos esperarán en la plaza Merino.
Echamos
a andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza;
escuchábamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió el inspector Gallardo.
—¿Están
locos? —dijo—. No hagan eso.
—No
se meta —lo interrumpió Lu—. ¿Cree que el serrano nos da miedo?
—Pasen
—dijo Gallardo—. Ya verán.
III
Sus
ojillos nos observaban minuciosamente. Quería aparentar sorna y despreocupación,
pero no ignorábamos que su sonrisa era forzada y que en el fondo de ese cuerpo rechoncho
había temor y odio. Fruncía y despejaba el ceño, el sudor brotaba a chorros de
sus pequeñas manos moradas.
Estaba
trémulo:
—¿Saben
ustedes cómo se llama esto? Se llama rebelión, insurrección. ¿Creen ustedes que
voy a someterme a los caprichos de unos ociosos? Las insolencias las aplasto…
Bajaba
y subía la voz. Lo veía esforzarse por no gritar. «¿Por qué no revientas de una
vez?», pensé. «¡Cobarde!»
Se
había parado. Una mancha gris flotaba en torno de sus manos, apoyadas sobre el
vidrio del escritorio. De pronto su voz ascendió, se volvió áspera:
—¡Fuera!
Quien vuelva a mencionar los exámenes será castigado.
Antes
que Javier o yo pudiéramos hacerle una señal, apareció entonces el verdadero Lu,
el de los asaltos nocturnos a las rancherías de la Tablada, el de los combates contra
los zorros en los médanos.
—Señor
director…
No
me volví a mirarlo. Sus ojos oblicuos estarían despidiendo fuego y violencia,
como cuando luchamos en el seco cauce del río. Ahora tendría también muy
abierta su boca llena de babas, mostraría sus dientes amarillos.
—Tampoco
nosotros podemos aceptar que nos jalen a todos porque quiere que no haya
horarios. ¿Por qué quiere que todos saquemos notas bajas? ¿Por qué…?
Ferrufino
se había acercado. Casi lo tocaba con su cuerpo. Lu, pálido, aterrado,
continuaba hablando:
—…
estamos ya cansados…
—¡Cállate!
El
director había levantado los brazos y sus puños estrujaban algo.
—¡Cállate!
—repitió con ira—. ¡Cállate, animal! ¡Cómo te atreves!
Lu
estaba ya callado, pero miraba a Ferrufino a los ojos como si fuera a saltar
súbitamente sobre su cuello: «Son iguales», pensé. «Dos perros.»
—De
modo que has aprendido de éste.
Su
dedo apuntaba a mi frente. Me mordí el labio: pronto sentí que recorría mi
lengua un hilito caliente y eso me calmó.
—¡Fuera!
—gritó de nuevo—. ¡Fuera de aquí! Les pesará.
Salimos.
Hasta el borde de los escalones que vinculaban el Colegio San Miguel con la
plaza Merino se extendía una multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían
invadido los pequeños jardines y la fuente; estaban silenciosos y angustiados.
Extrañamente, entre la mancha clara y estática aparecían blancos, diminutos rectángulos
que nadie pisaba. Las cabezas parecían iguales, uniformes, como en la formación
para el desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrogó; se hacían a un
lado, dejándonos paso y apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se
mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una consigna que nadie había
impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin compás, como para ir a
clases.
El
pavimento hervía, parecía un espejo que el sol iba disolviendo. «¿Será verdad?»,
pensé. Una noche calurosa y desierta me lo habían contado, en esta misma avenida,
y no lo creí. Pero los periódicos decían que el sol, en algunos apartados lugares,
volvía locos a los hombres y a veces los mataba.
—Javier
—pregunté—. ¿Tú viste que el huevo se freía solo, en la pista?
Sorprendido,
movió la cabeza.
—No.
Me lo contaron.
—¿Será
verdad?
—Quizás.
Ahora podríamos hacer la prueba. El suelo arde, parece un brasero.
En
la puerta de La Reina apareció Alberto. Su pelo rubio brillaba hermosamente:
parecía de oro. Agitó su mano derecha, cordial. Tenía muy abiertos sus enormes ojos
verdes y sonreía. Tendría curiosidad por saber a dónde marchaba esa multitud
uniformada y silenciosa, bajo el rudo calor.
—¿Vienes
después? —me gritó.
—No
puedo. Nos veremos a la noche.
—Es
un imbécil —dijo Javier—. Es un borracho.
—No
—afirmé—. Es mi amigo. Es un buen muchacho.
IV
—Déjame
hablar, Lu —le pedí, procurando ser suave.
Pero
ya nadie podía contenerlo. Estaba parado en la baranda, bajo las ramas del seco
algarrobo: mantenía admirablemente el equilibrio y su piel y su rostro
recordaban un lagarto.
—¡No!
—dijo agresivamente—. Voy a hablar yo.
Hice
una seña a Javier. Nos acercamos a Lu y apresamos sus piernas. Pero logró
tomarse a tiempo del árbol y zafar su pierna derecha de mis brazos; rechazado por
un fuerte puntapié en el hombro tres pasos atrás, vi a Javier enlazar velozmente
a Lu de las rodillas, y alzar su rostro y desafiarlo con sus ojos que hería el
sol salvajemente.
—¡No
le pegues! —grité. Se contuvo, temblando, mientras Lu comenzaba a chillar:
—¿Saben
ustedes lo que nos dijo el director? Nos insultó, nos trató como a bestias. No
le da su gana de poner los horarios porque quiere fregarnos. Jalará a todo el colegio
y no le importa. Es un…
Ocupábamos
el mismo lugar que antes y las torcidas filas de muchachos comenzaban a
cimbrearse. Casi toda la media continuaba presente. Con el calor y cada palabra
de Lu crecía la indignación de los alumnos. Se enardecían.
—Sabemos
que nos odia. No nos entendemos con él. Desde que llegó, el colegio no es un
colegio. Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los exámenes.
Una
voz aguda y anónima lo interrumpió:
—¿A
quién le ha pegado?
Lu
dudó un instante. Estalló de nuevo:
—¿A
quién? —desafió—. ¡Arévalo, que te vean todos la espalda!
Entre
murmullos, surgió Arévalo del centro de la masa. Estaba pálido. Era un coyote.
Llegó hasta Lu y descubrió su pecho y espalda. Sobre sus costillas, aparecía una
gruesa franja roja.
—¡Esto
es Ferrufino! —la mano de Lu mostraba la marca mientras sus ojos escrutaban los
rostros atónitos de los más inmediatos. Tumultuosamente, el mar humano se
estrechó en torno a nosotros; todos pugnaban por acercarse a Arévalo y nadie oía
a Lu, ni a Javier y Raygada que pedían calma, ni a mí, que gritaba: «¡Es
mentira!, ¡no le hagan caso!, ¡es mentira!». La marea me alejó de la baranda y
de Lu. Estaba ahogado. Logré abrirme camino hasta salir del tumulto. Desanudé
mi corbata y tomé aire con la boca abierta y los brazos en alto, lentamente, hasta
sentir que mi corazón recuperaba su ritmo.
Raygada
estaba junto a mí. Indignado, me preguntó:
—¿Cuándo
fue lo de Arévalo?
—Nunca.
—¿Cómo?
Hasta
él, siempre sereno, había sido conquistado. Las aletas de su nariz palpitaban
vivamente y tenía apretados los puños.
—Nada
—dije—, no sé cuándo fue.
Lu
esperó que decayera un poco la excitación. Luego, levantando su voz sobre las
protestas dispersas:
—¿Ferrufino
nos va a ganar? —preguntó a gritos; su puño colérico amenazaba a los alumnos—.
¿Nos va a ganar? ¡Respóndanme!
—¡No!
—prorrumpieron quinientos o más—. ¡No! ¡No!
Estremecido
por el esfuerzo que le imponían sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso
sobre la baranda.
—Que
nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exámenes. Es justo.
Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la primaria.
Su
voz agresiva se perdió entre los gritos. Frente a mí, en la masa erizada de brazos
que agitaban jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distinguí uno solo
que permaneciera indiferente o adverso.
—¿Qué
hacemos?
Javier
quería demostrar tranquilidad, pero sus pupilas brillaban.
—Está
bien —dije—. Lu tiene razón. Vamos ayudarlo.
Corrí
hacia la baranda y trepé.
—Adviertan
a los de primaria que no hay clases a la tarde —dije—. Pueden irse ahora.
Quédense los de quinto y los de cuarto para rodear el colegio.
—Y
también los coyotes —concluyó Lu, feliz.
V
—Tengo
hambre —dijo Javier.
El
calor había atenuado. En el único banco útil de la plaza Merino recibíamos los
rayos del sol, filtrados fácilmente a través de unas cuantas gasas que habían
aparecido en el cielo, pero casi ninguno transpiraba.
León
se frotaba las manos y sonreía: estaba inquieto.
—No
tiembles —dijo Amaya—. Estás grandazo para tenerle miedo a Ferrufino.
—¡Cuidado!
—la cara de mono de León había enrojecido y su mentón sobresalía—. ¡Cuidado,
Amaya!—estaba de pie.
—No
peleen —dijo Raygada tranquilamente—. Nadie tiene miedo. Sería un imbécil.
—Demos
una vuelta por atrás —propuse a Javier.
Contorneamos
el colegio, caminando por el centro de la calle. Las altas ventanas estaban
entreabiertas y no se veía a nadie tras ellas, ni se escuchaba ruido alguno.
—Están
almorzando —dijo Javier.
—Sí,
claro.
En
la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano. Los medios
internos estaban apostados en el techo, observándonos. Sin duda, habían sido
informados.
—¡Qué
muchachos valientes! —se burló alguien.
Javier
los insultó. Respondió una lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin
acertar. Hubo risas. «Se mueren de envidia», murmuró Javier.
En
la esquina vimos a Lu. Estaba sentado en la vereda, solo, y miraba distraídamente
la pista. Nos vio y caminó hacia nosotros. Parecía contento.
—Vinieron
dos churres de primero —dijo—. Los mandamos a jugar al río.
—¿Sí?
—dijo Javier—. Espera media hora y verás. Se va a armar el gran escándalo.
Lu
y los coyotes custodiaban la puerta trasera del colegio. Estaban repartidos entre
las esquinas de las calles de Lima y Arequipa. Cuando llegamos al umbral del callejón,
conversaban en grupo y reían. Todos llevaban palos y piedras.
—Así
no —dije—. Si les pegan, los churres van a querer entrar de todos modos.
Lu
rió.
—Ya
verán. Por esta puerta no entra nadie.
También
él tenía un garrote que ocultaba hasta entonces con su cuerpo. Nos lo enseñó,
agitándolo.
—¿Y
por allá? —preguntó.
—Todavía
nada.
A
nuestra espalda alguien voceaba nuestros nombres. Era Raygada: venía corriendo
y nos llamaba agitando la mano frenéticamente. «Ya llegan, ya llegan —dijo, con
ansiedad—. Vengan.» Se detuvo de golpe diez metros antes de alcanzarnos. Dio
media vuelta y regresó a toda carrera. Estaba excitadísimo. Javier y yo también
corrimos. Lu nos gritó algo del río. «¿El río?», pensé. «No existe. ¿Por qué
todo el mundo habla del río si sólo baja el agua un mes al año?» Javier corría
a mi lado, resoplando.
—¿Podremos
contenerlos?
—¿Qué?
—le costaba trabajo abrir la boca, se fatigaba más.
—¿Podremos
contener a la primaria?
—Creo
que sí. Todo depende.
—Mira.
En
el centro de la plaza, junto a la fuente, León, Amaya y Raygada hablaban con un
grupo de pequeños, cinco o seis. La situación parecía tranquila.
—Repito
—decía Raygada, con la lengua afuera—. Váyanse al río. No hay clases, no hay
clases. ¿Está claro? ¿O paso una película?
—Eso
—dijo uno, de nariz respingada—. Que sea en colores.
—Miren
—les dije—. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al río. Jugaremos fútbol:
primaria contra media. ¿De acuerdo?
—Ja,
ja —rio el de la nariz, con suficiencia—. Les ganamos. Somos más.
—Ya
veremos. Vayan para allá.
—No
quiero —replicó una voz atrevida—. Yo voy al colegio.
Era
un muchacho de cuarto, delgado y pálido. Su largo cuello emergía como un palo
de escoba de la camisa comando, demasiado ancha para él. Era brigadier de año.
Inquieto por su audacia, dio unos pasos hacia atrás. León corrió y lo tomó de
un brazo.
—¿No
has entendido? —había acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. ¿De qué
diablos se asustaba León?—. ¿No has entendido, churre? No entra nadie. Ya
vamos, camina.
—No
lo empujes —dije—. Va a ir solo.
—¡No
voy! —gritó. Tenía el rostro levantado hacia León, lo miraba con furia—. ¡No
voy! No quiero huelga.
—¡Cállate,
imbécil! ¿Quién quiere huelga? —León parecía muy nervioso. Apretaba con todas
sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus compañeros observaban la escena, divertidos.
—¡Nos
pueden expulsar! —el brigadier se dirigía a los pequeños, se le notaba
atemorizado y colérico—. Ellos quieren huelga porque no les van a poner
horario, les van a tomar los exámenes de repente, sin que sepan cuándo. ¿Creen
que no sé? ¡Nos pueden expulsar! Vamos al colegio, muchachos.
Hubo
un movimiento de sorpresa entre los chiquillos. Se miraban ya sin sonreír,
mientras el otro seguía chillando que nos iban a expulsar. Lloraba.
—¡No
le pegues! —grité, demasiado tarde. León lo había golpeado en la cara, no muy
fuerte, pero el chico se puso a patalear y a gritar.
—Pareces
un chivo —advirtió alguien.
Miré
a Javier. Ya había corrido. Lo levantó y se lo echó a los hombros como un
fardo. Se alejó con él. Lo siguieron varios, riendo a carcajadas.
—¡Al
río! —gritó Raygada. Javier escuchó porque lo vimos doblar con su carga por la
avenida Sánchez Cerro, camino al Malecón.
El
grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y en los bancos
rotos, y los demás transitando aburridamente por los pequeños senderos asfaltados
del parque, nadie, felizmente, intentaba ingresar al colegio. Repartidos en parejas,
los diez encargados de custodiar la puerta principal, tratábamos de
entusiasmarlos: «Tienen que poner los horarios, porque si no, nos friegan. Y a
ustedes también, cuando les toque».
—Siguen
llegando —me dijo Raygada—. Somos pocos. Nos pueden aplastar, si quieren.
—Si
los entretenemos diez minutos, se acabó —dijo León—. Vendrá la media y entonces
los corremos al río a patadas.
De
pronto, un chico gritó convulsionado:
—¡Tienen
razón! ¡Ellos tienen razón! —y, dirigiéndose a nosotros, con aire dramático—:
Estoy con ustedes.
—¡Buena!
¡Muy bien! —lo aplaudimos—. Eres un hombre.
Palmeamos
su espalda, lo abrazamos.
El
ejemplo cundió. Alguien dio un grito: «Yo también. Ustedes tienen razón».
Comenzaron a discutir entre ellos. Nosotros alentábamos a los más excitados,
halagándolos: «Bien, churre. No eres ningún marica».
Raygada
se encaramó sobre la fuente. Tenía la boina en la mano derecha y la agitaba,
suavemente.
—Lleguemos
a un acuerdo —exclamó—. ¿Todos unidos?
Lo
rodearon. Seguían llegando grupos de alumnos, algunos de quinto de media; con
ellos formamos una muralla, entre la fuente y la puerta del colegio, mientras Raygada
hablaba.
—Esto
se llama solidaridad —decía—. Solidaridad —se calló como si hubiera terminado,
pero un segundo después abrió los brazos y clamó—: ¡No dejaremos que
se
cometa un abuso!
Lo
aplaudieron.
—Vamos
al río —dije—. Todos.
—Bueno.
Ustedes también.
—Nosotros
vamos después.
—Todos
juntos o ninguno —repuso la misma voz. Nadie se movió.
Javier
regresaba. Venía solo.
—Ésos
están tranquilos —dijo—. Le han quitado el burro a una mujer. Juegan de lo
lindo.
—La
hora —pidió León—. Dígame alguien qué hora es.
Eran
las dos.
—A
las dos y media nos vamos —dije—. Basta que se quede uno para avisar a los
retrasados.
Los
que llegaban se sumergían en la masa de chiquillos. Se dejaban convencer
rápidamente.
—Es
peligroso —dijo Javier. Hablaba de una manera rara: ¿tendría miedo?—. Es
peligroso. Ya sabemos qué va a pasar si al director se le antoja salir. Antes
que hable, estaremos en las clases.
—Sí
—dije—. Que comiencen a irse. Hay que animarlos.
Pero
nadie quería moverse. Había tensión, se esperaba que, de un momento a otro, ocurriera
algo. León estaba a mi lado.
—Los
de media han cumplido —dijo—. Fíjate. Sólo han venido los encargados de las
puertas.
Apenas
un momento después, vimos que llegaban los de media, en grandes corrillos que
se mezclaban con las olas de chiquillos. Hacían bromas. Javier se enfureció:
—¿Y
ustedes? —dijo—. ¿Qué hacen aquí? ¿A qué han venido?
Se
dirigía a los que estaban más cerca de nosotros; al frente de ellos iba Antenor,
brigadier de segundo de media.
—¡Gua!
—Antenor parecía muy sorprendido—. ¿Acaso vamos a entrar? Venimos a ayudarlos.
Javier
saltó hacia él, lo agarró del cuello.
—¡Ayudarnos!
¿Y los uniformes? ¿Y los libros?
—Calla
—dije—. Suéltalo. Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al río. Ha llegado
casi todo el colegio.
La
plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenían tranquilos, sin
discutir. Algunos fumaban. Por la avenida Sánchez Cerro pasaban muchos carros,
que
disminuían la velocidad al cruzar la plaza Merino. De un camión, un hombre nos
saludó gritando:
—Buena,
muchachos. No se dejen.
—¿Ves?
—dijo Javier—. Toda la ciudad está enterada. ¿Te imaginas la cara de Ferrufino?
—¡Las
dos y media! —gritó León—. Vámonos. Rápido, rápido.
Miré
mi reloj: faltaban cinco minutos.
—Vámonos
—grité—. Vámonos al río.
Algunos
hicieron como que se movían. Javier, León, Raygada y varios más gritaron
también, comenzaron a empujar a unos y a otros. Una palabra se repetía sin
cesar: «Río, río, río».
Lentamente,
la multitud de muchachos principió a agitarse. Dejamos de azuzarlos y, al
callar nosotros, me sorprendió, por segunda vez en el día, un silencio total. Me
ponía nervioso. Lo rompí:
—Los
de media, atrás —indiqué—. A la cola, formando fila…
A
mi lado, alguien tiró al suelo un barquillo de helado, que salpicó mis zapatos.
Enlazando los brazos, formamos un cinturón humano. Avanzábamos trabajosamente. Nadie
se negaba, pero la marcha era lentísima. Una cabeza iba casi hundida en mi
pecho. Se volvió: ¿cómo se llamaba? Sus ojos pequeños eran cordiales.
—Tu
padre te va a matar —dijo.
«Ah»,
pensé. «Mi vecino.»
—No
—le dije—. En fin, ya veremos. Empuja.
Habíamos
abandonado la plaza. La gruesa columna ocupaba íntegramente el ancho de la
avenida. Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras más allá, se veía la
baranda verde amarillenta y los grandes algarrobos del Malecón. Entre ellos,
como puntitos blancos, los arenales.
El
primero en escuchar fue Javier, que marchaba a mi lado. En sus estrechos ojos
oscuros había sobresalto.
—¿Qué
pasa? —dije—. Dime.
Movió
la cabeza.
—¿Qué
pasa? —le grité—. ¿Qué oyes?
Logré
ver en ese instante un muchacho uniformado que cruzaba velozmente la plaza
Merino hacia nosotros. Los gritos del recién llegado se confundieron en mis
oídos con el violento vocerío que se desató en las apretadas columnas de
chiquillos, parejo a un movimiento de confusión. Los que marchábamos en la
última hilera no entendíamos bien. Tuvimos un segundo de desconcierto: aflojamos
los brazos, algunos se soltaron. Nos sentimos arrojados hacia atrás, separados.
Sobre nosotros pasaban centenares de cuerpos, corriendo y gritando histéricamente.
«¿Qué pasa?», grité a León. Señaló algo con el dedo, sin dejar de correr. «Es
Lu», dijeron a mi oído. «Algo ha pasado allá. Dicen que hay un lío.» Eché a
correr.
En
la bocacalle que se abría a pocos metros de la puerta trasera del colegio, me
detuve en seco. En ese momento era imposible ver: oleadas de uniformes afluían de
todos lados y cubrían la calle de gritos y cabezas descubiertas. De pronto, a
unos quince pasos, encaramado sobre algo, divisé a Lu. Su cuerpo delgado se
destacaba nítidamente en la sombra de la pared que lo sostenía. Estaba arrinconado
y descargaba su garrote a todos lados. Entonces, entre el ruido, más poderosa
que la de quienes lo insultaban y retrocedían para librarse de sus golpes, escuché
su voz:
—¿Quién
se acerca? —gritaba—. ¿Quién se acerca?
Cuatro
metros más allá, dos coyotes, rodeados también, se defendían a palazos y hacían
esfuerzos desesperados para romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los
acosaban, vi rostros de media. Algunos habían conseguido piedras y se las arrojaban,
aunque sin acercarse. A lo lejos vi asimismo a otros dos de la banda, que corrían
despavoridos: los perseguía un grupo de muchachos con palos.
—¡Cálmense!
¡Cálmense! Vamos al río.
Una
voz nacía a mi lado, angustiosamente.
Era
Raygada. Parecía a punto de llorar.
—No
seas idiota —dijo Javier. Se reía a carcajadas—. Cállate, ¿no ves?
La
puerta estaba abierta y por ella entraban los estudiantes a docenas, ávidamente.
Continuaban llegando a la bocacalle nuevos compañeros, algunos se sumaban al grupo
que rodeaba a Lu y los suyos. Habían conseguido juntarse. Lu tenía la camisa abierta,
asomaba su flaco pecho lampiño, sudoroso y brillante; un hilillo de sangre le corría
por la nariz y los labios. Escupía de cuando en cuando, y miraba con odio a los
que estaban más próximos. Únicamente él tenía levantado el palo, dispuesto a descargarlo.
Los otros lo habían bajado, exhaustos.
—¿Quién
se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente.
A
medida que entraban al colegio, iban poniéndose de cualquier modo las boinas y
las insignias del año. Poco a poco, comenzó a disolverse, entre injurias, el
grupo que cercaba a Lu. Raygada me dio un codazo:
—Dijo
que con su banda podía derrotar a todo el colegio —hablaba con tristeza—. ¿Por
qué dejamos solo a este animal?
Raygada
se alejó. Desde la puerta nos hizo una seña, como dudando. Luego entró. Javier
y yo nos acercamos a Lu. Temblaba de cólera.
—¿Por
qué no vinieron? —dijo, frenético, levantando la voz—. ¿Por qué no vinieron a
ayudarnos? Éramos apenas ocho, porque los otros…
Tenía
una vista extraordinaria y era flexible como un gato. Se echó velozmente hacia
atrás, mientras mi puño apenas rozaba su oreja y luego, con el apoyo de todo su
cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su garrote. Recibí en el pecho el
impacto y me tambaleé. Javier se puso en medio.
—Acá
no —dijo—. Vamos al Malecón.
—Vamos
—dijo Lu—. Te voy a enseñar otra vez.
—Ya
veremos —dije—. Vamos.
Caminamos
media cuadra, despacio, porque mis piernas vacilaban. En la esquina nos detuvo
León.
—No
peleen —dijo—. No vale la pena. Vamos al colegio. Tenemos que estar unidos.
Lu
me miraba con sus ojos semicerrados. Parecía incómodo.
—¿Por
qué les pegaste a los churres? —le dije—. ¿Sabes lo que nos va a pasar ahora a
ti y a mí?
No
respondió ni hizo ningún gesto. Se había calmado del todo y tenía la cabeza
baja.
—Contesta,
Lu —insistí—. ¿Sabes?
—Está
bien —dijo León—. Trataremos de ayudarlos. Dense la mano.
Lu
levantó el rostro y me miró, apenado. Al sentir su mano entre las mías, la noté
suave y delicada, y recordé que era la primera vez que nos saludábamos de ese modo.
Dimos media vuelta, caminamos en fila hacia el colegio. Sentí un brazo en el
hombro. Era Javier.
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