Francisco Tario
Sonaban en el reloj del hall las once, cuando mi
dueño cerró el libro que leía desde la tarde y se encaminó rumbo a su alcoba.
Una vez allí dio dos vueltas a la llave, entreabrió un poco la ventana —puesto
que es primavera— y comenzó a desnudarse con mayor calma que de costumbre.
Mi dueño es un hombre hercúleo, algo infernal y muy
alegre, a quien las mujeres miran siempre pecaminosamente y los hombres con
envidia. Se viste a la última moda, no piensa jamás en la muerte, ni por asomos
frecuenta la iglesia y a menudo sale de viaje. Cuando esto último ocurre, me
lleva indefectiblemente sobre sus espaldas, no sin enviarme de antemano a la
planchaduría. También me adorna entonces con una camisa blanca, un pañuelo del
mismo color y una corbata de seda, poblada de lunares rojos. En especialísimas
circunstancias usa guantes: unos guantes de color vainilla, con los pespuntes
negros, y siempre desabrochados, dejando visible el reloj de oro sobre la muñeca
velluda y sólida.
Puedo afirmar ante todo que se trata de un hombre
riquísimo —tal vez un millonario— porque así lo demuestran mil vanidades
distintas: el palacio en que vive, los criados que lo sirven, el perfume con
que se peina y el automóvil que tripula. Frecuenta la ópera, los balnearios
equívocos, los casinos de juego y los cabarets más inmundos. Durante el día hace
deporte —monta a caballo, juega tenis y nada—; almuerza en restaurantes llenos de
espejos, acompañado generalmente de bellas pecadoras impúdicas; charla, juega
al póker y da un paseo en canoa o en auto. Por la noche se viste de etiqueta y
baila, o bien acude a algún concierto sinfónico si se interpreta a Beethoven.
Gran parte de estos pormenores los he observado por
mí mismo; otros, en cambio, los aprendí de labios de mis compañeros. ¡Ah!,
prisioneros en el armario, cuando todo calla en la residencia, dialogamos los
trajes sabrosamente, mas con cautela, cuidando de no ser sorprendidos. Cierta
noche, por ejemplo, uno de mis vecinos —un traje beige con unos cuadros tan
estupendos que más parece una jaula— no supo contener la risa.
Eran aproximadamente las cuatro de la mañana y el
amo se despertó. Dio la luz, mirando sobrecogido a todas partes. Atisbo, con la
cabeza de lado. Mas no conforme con
esto, se levantó rápidamente, se echó encima un batín y empuñó el revólver. Así
lo vi salir de la estancia, apuntando con el cañón a los rincones.
A partir de incidente tan bochornoso, nos cuidamos,
digo, de provocar escándalo alguno, lo cual, dicho sea de paso, no es tarea
fácil, ya que existen trajes dotados de prodigioso humorismo que relatan los
episodios más dramáticos del modo más cómico de la tierra.
Preferentemente, como es lógico suponer, nuestras
conversaciones versan sobre asuntos de nuestro propio mundillo: solapas,
costuras, bolsillos... Los bolsillos son nuestros órganos capitales: el hígado,
los pulmones, el corazón, el estómago. Las costuras, nuestras arterias.
Nuestras solapas, el rostro. De ahí que cuando deseemos conocer la edad, salud
o condición moral de un individuo, fijemos nuestra atención en éstas: las
arrugas, la calvicie y el artritismo se reflejan inevitablemente en ellas. Y lo
propio sucede con la herejía, la piedad, la avaricia y la mansedumbre.
Hablamos, insisto, de nuestras experiencias diarias, de nuestras contingencias,
de nuestros reprobables deslices con algún vestido de señora. Quien narra una
cita de amor; quien un acto de caridad; quien una vulgar extravagancia o una
riña.
—Entre estos brazos que aquí veis —nos reveló en
cierta ocasión un compañero bastante malvado— he estrechado delirantemente los
tules del vestidito más subyugante y apetecible que hayáis visto jamás...
Otro, evocando un desaguisado, comentó:
—El automóvil del amo —que me odia con un rencor
inextinguible— diome artera puñalada. Aconteció frente al casino, durante un
crepúsculo de mayo... Me la tiró aquí, sobre el omoplato y era mortal de
necesidad. Pero gracias a mi pericia, conseguí verificar una maniobra muy hábil
y apenas si alcanzó a herirme en un brazo. ¡Oh, fue una verdadera fortuna!
Hay trajes cristianos y altruistas —mis exclusivos
amigos— capaces de la más heroica renuncia; trajes que, por ejemplo, sacrifican
gustosamente su excursión casual, con objeto de cedérsela a un camarada
enfermo. Sucede así: durante la noche se estrujan, se refriegan, se comprimen
como sardinas. A la mañana siguiente, el amo los extrae de su escondrijo y
comienza a vomitar improperios. Entonces, requiere al criado; y lo amonesta; y
lo zarandea. Al fin, elige otro traje. De ordinario, como era de esperarse, el que
más se asemeja al primero.
No obstante, según debe ocurrir también entre los
hombres, existen trajes impuros, ofensivos y viles. Trajes que se entretienen,
mientras dormimos, en descomponer nuestra figura o en afear nuestros
semblantes; trajes canallas y fanfarrones que se mofan de nuestras desventuras,
de nuestra morigeración, de nuestros temores religiosos. Trajes libertinos y
execrables —verdaderos candidatos al averno— que, aún de viejos, se atildan
repugnantemente, con la ilusión grosera de alguna sórdida aventura. Por castigo
del cielo suelen ser éstos los negros o aquellos cuyo color no acertaría a
descifrar el pintor más ducho en matices. Se les distingue muy fácilmente por
la expresión malsana de sus ojos, por la rigidez de sus piernas —víctimas incurables
de alguna enfermedad abyecta—, por los ademanes tardíos de sus brazos, por la
calvicie prematura.
No es extraño oírles vanagloriarse:
—Hoy violé a una niña...
Y nos refieren con todo lujo de detalles, la
pornográfica historieta de cierto uniforme de colegiala sacrificado en la
planchaduría durante la noche.
Pues bien. Mi amo esta vez ha procedido a desnudarse
con toda calma, ordenando celosamente mis tres piezas sobre una silla, cual si
se propusiera utilizarme de nuevo mañana. Ya ha quitado la luz, y lo siento
revolverse entre las sábanas. Todo está en sombras, recogido, expectante. Del
jardín asciende, a impulsos del aire, el perfume de los claveles, las mimosas y
los rosales. Escucho el gotear del agua en la fuente de piedra y el canto de
los grillos. También, de tiempo en tiempo, viene hasta mí el rumor del reloj en
la planta baja del edificio y, regularmente, sus campanadas siniestras, profundas,
alarmantes.
"El tiempo huye" —pienso encomendándome a
Dios. Pero acude el diablo.
Y por primera vez en mi existencia piadosa
—involuntariamente, lo juro— comienzo a ser víctima de los más atroces
pensamientos, de las alucinaciones más tenebrosas. Uno a uno, desfilan ante mis
ojos con minuciosidad insufrible los episodios más salientes de mi vida; uno a
uno, como espectros, danzan alrededor mío, dilatan sus sombras, exageran su
contenido, huyen, vuelven y se dispersan, abrumándome con su espantosa
monotonía. Nada, nada hay en ellos de interesante, sensacional o misterioso.
Todo es gris, gris, como el color que llevo a cuestas: románticos e infructuosos
amores; sacrificios estériles; titubeos irreparables; exaltaciones ridículas; prolongados
y horrendos encierros en la obscuridad pavorosa del armario; ensueños...
Oigo, no sé dónde, una voz que me interroga:
"¿Qué sentido tiene, pues, tu vida?"
Me santiguo y pienso en Dios, en la Gloria, en el
Fuego Eterno. Pretendo balbucir mis rezos. Invoco a los mártires, a las santas.
Repito en voz baja los mandamientos. Pero nada ni nadie me auxilia; nada ni
nadie acude en mi ayuda. Estoy solo, inexorablemente abandonado, como el más
primitivo de los impíos.
Y la voz insiste:
"¡Oh, tu vida es tonta, tonta, inútil! Muy
pronto envejecerás y todo habrá concluido. Como un miserable perro, merodearás
por los tugurios, por las iglesias, por los basureros públicos. Se extinguirá
tu virilidad, se embotará tu cerebro, la corriente en tus venas será cada día
menos impetuosa. Y un cúmulo de fracasos, de recuerdos ingratos, de
arrepentimientos tardíos te aplastará bajo su peso. ¡Hay que vivir, vivir! — prorrumpe
la voz ya a gritos—. ¡Vuestro deber es vivir! ¿Aún nadie lo ha
comprendido?"
—¡Yo lo comprendo! —grito también, obsesionado por
el péndulo—.Y me arranco una enorme cana: la única. A continuación recuerdo
fríamente:
"Hoy he ido al Banco."
En efecto: aquí está la cartera del amo, repleta de
billetes de todas clases.
Estiro piernas y brazos; me visto el chaleco;
enderezo la espalda; me incorporo, hecho un hombre. Distingo mi sombra en el
muro, proyectada por cierto fulgor invisible, y me sobrecojo un poco.
"Es la novedad" —me consuelo.
Avanzo en dirección al amo, inclinándome sobre su
cabeza. Pero duerme, duerme el pobrecito como un patriarca o un gato, y estoy a
punto de retractarme al considerarlo tan débil.
—¡Fuera prejuicios! —exclamo, sacudiendo un brazo.
Y bebiéndome las lágrimas, me descuelgo por el
balcón.
Un vientecillo risueño y fresco mece los árboles. La
luna, las estrellas, las pequeñas nubes, de cara al vacío, tiemblan ante las
explosiones de la primavera. ¡Cómo huelenlos frutos, la tierra, las plantas!
¡Cómo susurran las hojas, el agua, la hiedra...!
Luego de ajustarme brevemente el chaleco y de
tirarme en debida forma de la americana, avanzo hasta la reja y me deslizo por
entre los barrotes.
—¡Ya soy libre, libre, libre! —prorrumpo en la
calle, manoseando la cartera.
Y me lanzo cuesta abajo por una avenida muy amplia
que se bifurca graciosamente. Por todas partes crecen los robles, los abedules,
las hayas, y en sus ramas duermen los pájaros. Las ramas son muy exuberantes,
se entrelazan caprichosamente y adoptan posturas ingenuas: ora es un hombre a
horcajadas sobre una serpiente; una bruja anciana junto a un pozo; una joven
peinándose; un diablo; un apóstol...
Camino, camino, y el tiempo transcurre
irremediablemente. La ciudad está aún lejos. ¿Tan lejos que nunca podré
alcanzarla? Por lo pronto, heme aquí en la carretera. De tarde en tarde cruza
un automóvil y yo me oculto entre la maleza, temeroso de que el amo haya
descubierto mi fuga y se dirija hacia acá con la pistola en la mano. De improviso,
observo que a lo lejos un hombre se aproxima. No me inmuto lo más mínimo y
prosigo mi marcha: gallardo, triunfante, resuelto, como atañe a un traje gris,
rico y libre.
"Debe ser un miserable tahonero aburrido de su
familia" —deduzco con sorna.
Pero ocurre que cuando estoy a regular distancia de
él, le veo detenerse, titubear, llevarse las manos a los ojos y huir, lanzando
gritos angustiosos.
—¡Se espantó! —razono muy satisfecho—. Un traje gris
que camina solo, camina, camina... no debe ser grato.
Me desternillo de risa y al punto la sangre se hiela
en mis venas.
—¡Pero entonces no podré ir a ninguna parte!
Siento que el corazón me sofoca, que algo áspero y
frío me desciende por la espina y que la tierra gira a mis pies como una rueda.
Mediante un esfuerzo sobrehumano del que nunca me consideré capaz, sigo
adelante, dando pronto con la solución más cómoda.
"Es menester adjudicarse un hombre."
Me pierdo en la enramada y salgo con una estaca en
la mano. Ya tiemblan las luces de la ciudad cercana. Comienzan a aparecer las
mansiones, señoriales, inmaculadas, la mayor parte en tinieblas. El cielo es
ahora rojo, cuadrado y tremendo... Pero no hay un alma viviente a la vista.
Por fortuna, al doblar una esquina descubro a la
víctima caminando sobre la misma acera que yo. Veo sus espaldas fornidas,
temibles, iluminadas oblicuamente por los farolones de gas. Percibo sus pasos
burdos, huecos, igual que los de un policía o un caballo. Me apresuro y llego
tan cerca de él que distingo con precisión absoluta la canción que tararea
entre dientes. Pienso en mil cosas concretas y alegres. En mí.
"Un traje gris que camina, camina..."
Y cuando susurra:
"Ven a mis brazos, amada..."
Alzo la estaca y lo mato de un solo golpe. Debí
fracturarle el cráneo. El hombre enmudece —amadaaa—, se tambalea sobre un pie,
me mira ya muerto, lanza una especie de mugido y se desploma contra el asfalto,
reblagado y estúpido.
Sin pérdida de tiempo lo desnudo, vistiéndolo a
continuación con mis ropas. Los pantalones le son un tanto cortos, pero las
demás prendas le sientan a maravilla. No pesa demasiado... Rompo a andar más
optimista que nunca, y en aquel preciso momento comienza a aullar un perro.
Dobla una campana en lo alto, anunciando la hora: las tres. Ahora sí distingo
mis pisadas con estos zapatotes que llevo...
—¿Qué procede hacer? —me pregunto.
¡Oh! Transcurre la noche sin que nada interesante se
me ocurra. Cruzo ante cabarets, restaurantes, hoteles, toda suerte de
mazmorras. Nada me atrae. Compro, pordistraerme, un habano y se lo meto en la
boca al muerto. En una taberna le ofrezco una copa de ron; otra; otra. Me
parece que va perdiendo el equilibrio. Así es: en una esquina me suplica me
detenga y se aprieta el estómago con verdadera furia. Un líquido caliente y
agrio, semejante a un chorro de alquitrán, surge bajo sus bigotes embadurnados.
"Ahora voy más ligero" —admito, mirando de
reojo al pozo de sangre.
Y el panorama persiste horrible: garitos,
hospitales, templos, comercios, hogares en penumbra. "¡Cuánta ruina en la
vida de los hombres! —medito—. ¡Cuánta complicada inmundicia! ¡Ni un simple
traje gris como yo alcanza a hallar en todo esto aliciente alguno!"
Penetro en un casino de juego y arriesgo unas
monedas a la ruleta. Después, un buen puñado de billetes. La bolita salta y
rueda y me produce risa. Cuando me levanto, porto en los bolsillos una
monstruosa fortuna.
"Se creen demasiado listos" —pienso, observando
a todos aquellos seres asustados y pálidos, de ojos hipócritas.
Aunque convengo allí mismo:
"¿Y de qué me sirven tantos miles?"
Lanzo al espacio los billetes, y los hombres, a su
vez, se lanzan en pos de aquéllos, desgarrándose el frac y otras cosas.
Derriban sillas y mesas, se acometen bárbaramente, se congestionan de ansiedad,
ruedan unos sobre otros como piedras.
Así los dejo y salgo a la intemperie, poseído del
aburrimiento más atroz. El mar suena en alguna parte y su murmullo me deprime hasta
lo indecible, sugiriéndome ideas nefastas. Ideas que, de ser yo un hombre, me
impulsarían irremediablemente a incendiar todos aquellos edificios, con sus
criados, sus perros, sus amos y sus caballos.
Entreveo las olas negras, coronadas de espuma, lamiendo
la costa recia. Distingo el olor saludable y fresco del mar... Llego a la playa
y me paseo a obscuras, muy pensativo, con las manos atrás. Totalmente desolado,
dejo que el viento rice mis cabellos, que alivie si es posible mi confusión.
—¡Oh, los hombres, los hombres, los hombres!
Los tropiezo a cientos, todos absurdamente iguales;
todos me desesperan. Unos son policías y portan amenazadoramente una linterna
en la mano. Otros van borrachos y eructan, apestando el aire puro. Otros deben
ser millonarios y abordan sus tumbas con ruedas. Otros son músicos, gigolós,
reverendos, ministros. ¡No hay diferencia entre ellos! Sin embargo, ellos
piensan que sí.
"¿Y para esto se multiplican? —cavilo—. ¿Y para
esto defienden con semejante furor sus vidas? ¿Y para esto se mandan a hacer
trajes caros, cuando podrían andar perfectamente en cueros?"
Fatigado, con el corazón maltrecho, decepcionado de
la noche, de los billetes, de Lucifer y del regocijo humano, me dejo caer sobre
el césped húmedo de un parque. Me tumbo, al cabo, cuan largo soy, y pronto
advierto por entre los troncos de los árboles a dos mujeres que avanzan
perezosamente. Examino con curiosidad sus figuritas flexibles, sus rostros de
niñas anémicas, sus ancas repletas de yegua. Visten admirablemente y se adornan
con joyas exquisitas. Me pongo en pie, sin titubeos. Las abordo, y ellas
pretenden gritar, pidiendo auxilio, mas yo las tranquilizo al punto, como se
tranquiliza a cualquier criatura mortal por desdichada que sea. Esto es,
mostrándole muchos papeles de Banco. Azoradas, cambian entre sí miradas de
pasmo, calculando tal vez con sus cabezas cuadradas que se trata de un
bandolero o un lunático.
Reaccionan en suma.
—¿Vamos? —las invito, sin ningún preámbulo.
—¡Vamos!
Detengo a un taxi y nos hundimos en su penumbra
sucia. Las mujercitas, poco a poco, comienzan a insinuárseme, manoseando la
barbilla del muerto o palmoteándole sobre el vientre. El pecho, a ratos,
amenaza con escapárseles por el descote. Sus muslos tiemblan prometedora y
ansiosamente. Hay no sé qué húmedo, criminal y tristón en sus ojos. Mas nada de
esto me interesa.
—Aprovéchate si quieres —aconsejo al cadáver.
Pero él qué ha de aprovecharse. Ahí va quieto, mudo,
duro como un garrote. Transcurridos unos minutos, nos apeamos frente a un hotel
de los más célebres por cuyas terrazas en sombra discurren grupos de hombres y
mujeres sospechosamente.
La playa está cercana y el agua sigue sonando,
sonando... A poco, ya estamos los tres instalados en el mejor aposento del
edificio. La atmósfera es en extremo tibia, perfumada y propicia. Una gran
colcha de damasco cubre el lecho, y los muebles están construidos de maderas
claras. La noche, tras los visillos, se muestra ahora más limitada y benigna.
Dan principio los galanteos, las caricias, los
besos: toda esa serie de explosiones groseras y cínicas, tan poco saludables, a
que se entregan los hombres en cuanto se sienten contentos.
—Desnudaos las dos —ordeno.
Proceden a quitarse las ropas mientras yo las
.contemplo de cerca. De un golpe, saltan ambas al lecho, cual si en realidad mi
presencia las intimidara profundamente. Por el contrario, ríen de un modo
histérico, pellizcándose las ancas.
"Se suponen tentadoras" —pienso con burla.
Y me siento con el muerto en una silla. Ahí sigue: tieso,
de gris, solemne; las piernas, velludas y azules; el vientre, repleto de
intestinos muertos. Quito la luz y las mujeres flirtean.
—¿Por qué nos dejas a obscuras si nuestros
cuerpecitos son tan lindos? ¿O es que no te gusta mirarnos?
Por respuesta, tomo al cadáver por los sobacos, me
desembarazo de él y se lo arrojo a ellas con todas mis fuerzas. Suenan reír y
protestar a un tiempo.
—¡Bruto! —chilla una amigablemente, al recibir sobre
su carne desnuda la mole fría y patética del desdichado.
Y sin perder un segundo me apodero de los vestiditos
de las mujeres galantes, saliendo a toda prisa de la alcoba. En el pasillo, una
dama al verme, se desmaya, exhibiendo sus ligas violeta. Más adelante un
botones se estrella, en su pánico, contra el muro.
Cruzo el vestíbulo, como un endemoniado. Salgo a la
calle. Me precipito contra un transeúnte que lleva a cuestas un contrabajo y
desaparezco en un taxi. Huyo, huyo, ahora sí, con la sangre envenenada de
deseo.
Primeramente los vestiditos desconfían, pretenden
llorar, suplican piedad en silencio.
—¡No lloréis! —les digo a propósito—: no temáis que
sea yo un bandolero o un sádico. No soy ningún delincuente. Por el contrario,
soy un millonario de las mejores costumbres que ha salido a divertirse.
Ya ríen ellas, entreabriendo sus boquitas húmedas.
Ya me miran complacientemente, agitando sus juveniles miembros.
"Se me entregarán sin lucha" —comprendo.
Y echo mano a la obra, rodeando sus cinturitas
traviesas, sus dedos ardientes, sus primorosos velos. Desfalleciente, con una
insoportable angustia en las rodillas, ordeno al chofer:
—¡Deténgase!
Bajamos, no lejos de la mansión de mi amo. Por entre
la fronda azul asoman sus terrazas fatales, sus paredes inicuas, sus cristales
malditos. A lo largo de una vereda, bajo las ramas sollozantes de los sauces,
nos dirigimos al lago. Vamos los tres del brazo, lo mismo que tres adolescentes
prófugos: locuaces, risueños, excitantes. Yo voy cortando flores para mis
amiguitas lindas y ellas las van deshojando entre sus dedos, cubriendo la
tierra de pétalos. ¡Cómo nos amamos!
—¿Verdad que nos amamos? —indago.
Pero, de súbito, se ponen tristes, palidecen y no
quieren más flores. Están, creo, al borde de echarse a llorar. Yo las invito
entonces a pasear en lancha, y pronto el agua nos circunda, una luz diáfana y
extraña nos envuelve, y la canción misteriosa de la noche, cálida, sugerente,
se difunde a través de mil invisibles gargantas.
—¿Verdad, verdad que nos amamos?
Por respuesta, un hedor inconfundible, enteramente
inesperada, salobre, mensual, se me agarra a la garganta. ¡Oh dolor! En la
orilla cabecean los sauces, multiplicados por las ondas. Las ondas son amplias,
elásticas, y se despliegan cada vez más cautivantes, formando una inmensa copa
frágil. La luna riela, auscultando la tierra...
¡Oh dolor, dolor, dolor!
Y la desesperación hace presa en mí. Reniego de mi
mala estrella.
—¡Si tuviera a mano un laúd! —prorrumpo, en el colmo
del erotismo frustrado.
Las pupilas de ellas se iluminan.
—¿Eres músico? —inquiere una muy tiernamente.
—¡Soy un desdichado! —grito, escupiendo con asco.
Y agrego a poco, mesándome los cabellos:
—¡Suicidémonos!
—¡Suicidémonos! —responden a dúo.
Casi amanece cuando nos lanzamos al agua. Nos
lanzamos los tres de la mano, con suavidad, suspirando amargamente, temblando
de pasión y frío, cada cual con una flor en la mano: tristes, tristes,
tristes...
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