Felisberto Hernández
En una noche de otoño hacía calor
húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las
calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré
a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y
pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas;
primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del
interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al
repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me
quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades
dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía
en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un
concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar
algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos
lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo
tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo ya no
tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer.
Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería
más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas
relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas
ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para
colocar medias.
El gerente había torcido el
gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había
sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su
marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia,
hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy
difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me
suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta
de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que
entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos
conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía
viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos
cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta
misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club
estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me
dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad
estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge
naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho
de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las
mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y
desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria
para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado
a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había
entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí
irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca
de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los
ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del
arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre
estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí
depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza
de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas
niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera.
Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la
bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado
oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero
seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había
convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena
de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso
ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de
vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído
malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una
de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar
me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo
había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla
negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido.
Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal
modo:
—¿Qué quieres?
—¿Está el dueño?
—No hay dueño. La que manda es mi
mamá.
—¿Ella no está?
—Fue a lo de doña Vicenta y viene
en seguida.
Apareció un niño como de tres
años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el
maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
—Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me
senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un
chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo.
Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos
en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la
oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a
mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por
fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y
se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la
dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos.
Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los
ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un
lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de
enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el
hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para
hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas.
Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener
pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la
nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas;
pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo;
tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos
en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente;
sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía
rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos
piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida
noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído
colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé
rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese
pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había
bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
—¿Qué le pasa? Yo soy una persona
en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo
fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho
ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como
para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle.
Ella tomó de nuevo la palabra:
—Hable, hable nomás. Yo he tenido
hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara
para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y
las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
—Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
—En estos asuntos, cuanto más se
piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de
mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de
humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
—Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia.
Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la
quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo —donde ella se había
paseado con el padre cuando él vivía— esa novia mía lloraba silenciosamente.
Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado,
condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía
al lado:
—Ella era una mujer que lloraba a
menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes
y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
—Ustedes siempre creen en las
lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un
poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
—Creo que usted está equivocada.
Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba
bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El
dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus
dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las
patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En
esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de
que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las
medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en
conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría
de un yuyo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y
yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda,
de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y
de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué
ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?".
Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún
tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía
demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de
arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y
rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de
sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre
está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación:
"Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala
noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido
tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"...
Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo.
¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo
estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían
como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que
hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse
en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que
habían acariciado las medias. Él decía:
—Pero compañero, un hombre tiene
que tener más ánimo...
Entonces yo me levanté como por
un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro,
y dije con la cara todavía mojada:
—¡Pero si me va bien! ¡Y tengo
mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del
silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
—¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
—Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la
cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita,
con ojos de loca, que me dijo:
—Yo lo conozco a usted. Me parece
que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en
un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca.
Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó
conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
—Ya sé que usted vende medias.
Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
—No se preocupe, señora (y
dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
—Me voy después del almuerzo.
¿Quiere dos docenas?
—No, con media docena...
—La casa no vende por menos de
una...
Saqué la libreta de ventas y
empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y
sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo
que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás
personas.
Pronto se supo que a mí me venía
"aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras
tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias
ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa
central —yo ya había llorado por todo el norte de aquel país— esperaba turno
para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro
corredor:
—Yo hago todo lo que puedo; ¡pero
no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le
respondió:
—Hay que hacer cualquier cosa; y
también llorarles...
El corredor interrumpió:
—¡Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el
gerente:
—¿Cómo, y quién le ha dicho?
—¡Sí! Hay uno que llora a
chorros...
La voz enferma empezó a reírse
con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se
alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron
llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio,
cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía
dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una
demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban
detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara
todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
—Apúrate, que uno de los
corredores va a llorar.
—¿Y por qué?
—¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del
gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no
podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense
en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.
—Cuando ellos hagan silencio,
lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los
amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una
ventana la copa de un árbol —estábamos en un primer piso— , me puse las manos
en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había
llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que
yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una
mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos
se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y
se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me
secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien".
Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía
y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces
alcancé al gerente y le dije:
—No quisiera que ninguno de ellos
utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa
reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
—Venga mañana y hablaremos de
eso.
Al otro día el secretario ya
había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar
y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí
los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban
el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una
muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
—¿Así que usted llora por gusto?
—Es verdad.
—Entonces yo sé más que usted.
Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé
pensativo; y después le dije:
—Mire: no es que yo sea de los
más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba —el gerente me
llamaba— alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si
me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba
en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera
querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me
separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con
lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se
había acercado preguntándome:
—¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado
sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la
cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre,
dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de
carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras
tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto
orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que
representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a
llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido
éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una
ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me
dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo
menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso;
fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café,
cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos
instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados
algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja —que no sé de dónde había salido—
se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba
la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de
ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer
concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la
última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con
demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no
tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero
las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al
final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las
tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de
sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me
levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y
trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me
caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando
alguien, desde el paraíso me gritó:
—¡Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me
lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera
parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de
"cocodrilo". Yo les decía:
—A mí me parece que el que me
gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y
no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el
cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían
presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo
parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me
dijo:
—Aquí, el amigo es médico. ¿Qué
dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró
con ojos de investigador policial y me preguntó:
—Dígame una cosa: ¿cuándo llora
más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en
la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
—Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas.
Pero al final me aconsejó:
—No coma carne. Usted tiene una
vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una
fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en
el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no
tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la
mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca
gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un
señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa
manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una
gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro
extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la
comisión y el conserje; mientras abrían el piano —el señor tenía cejas negras y
pelo blanco— me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del
liceo —amigo mío— diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató
de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme
nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé:
"Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es
capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no
lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la
cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de
cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a
mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la
alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y
me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos
que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y
las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y
mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la
media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? ¡Y tan luego
en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
—Perdone, señor, quisiera que me
firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida
traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a
explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado
eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero
mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo
comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la
angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me
decía:
—Es una pena que usted me haya
resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus
piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de
disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de
aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y
ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el
pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le
recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui
al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo
no conocía ninguna le dije:
—Déme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y
traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un
loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba
el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el
director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso.
Pronunció varias veces las palabras "avatares" y
"menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director
de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
—Ahora que debía llorar no puedo.
Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de
juntarse para bailar—. Y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al
director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella
me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la
media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me
sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
—Muy bien, muy bien, la pierna
del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y
fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
—¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un
mosquetero sacando una espada:
—Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con
una mano escondida en la espalda:
—El Pocho me dijo que a usted no
le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
—Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la
espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí;
tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la
otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a
mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un
placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la
angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado:
primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente
miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al
cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una
hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas
corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las
lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí.
Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise
levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar
de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel
ciego que tocaba el arpa
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