Joseph
Sheridan Le Fanu
(De los papeles dejados
por el difunto Francis Purcell, Párroco de Drumcoolagh)
Sin
duda le sorprenderá a usted, mi querido amigo, el tema de la presente
narración. ¿Qué tengo yo que ver con Schalken o Schalken conmigo? Sin duda,
habría vuelto a su país natal, y probablemente estaría ya muerto enterrado
antes de nacer yo; jamás visité Holanda ni hablé con un natural de ese país.
Creo que todo esto ya lo sabe usted. Debo, pues, en primer lugar, demostrarle
que sé de buena tinta lo que sé, y manifestarle con franqueza cómo ha llegado
hasta mí la extraña historia que voy a exponer ante usted. Yo tuve amistad, en
mis años mozos, con cierto capitán Vandael, cuyo padre había servido al rey
Guillermo en los Países Bajos y también en mi desdichada patria durante la
campaña irlandesa. No sé por qué me agradó la compañía de este hombre, pues
diferíamos en ideas políticas y religión; pero el caso es que me agradaba; y
precisamente gracias al libre intercambio de ideas a que nuestra amistad dio
lugar, llegué a conocer el curioso relato que va a oír seguidamente. Con
frecuencia me había llamado la atención, cuando iba a casa de Vandael, un
cuadro notable, en el que, a pesar de no ser ningún connoisseur, no podía dejar
de discernir ciertas peculiaridades muy llamativas, particularmente en la
distribución de luces y sombras, así como también una singularidad en el dibujo
mismo, que despertaron mi interés. El cuadro representaba el interior de lo que
podría tomarse por cámara de algún antiguo edificio religioso. El primer
término estaba ocupado por una figura femenina envuelta en una especie de
blanca hopalanda, cuya parte superior le ocultaba parcialmente la cabeza a modo
de velo. El hábito, sin embargo, no pertenecía estrictamente a ninguna orden
religiosa concreta. En su mano, la figura porta una lámpara, a cuya sola luz
están iluminadas su figura y su rostro; las facciones están animadas por una
sonrisa pícara, semejante a la que las mujeres bonitas suelen mostrar cuando
ponen en práctica, con éxito, alguna travesura; al fondo, totalmente en
sombras, excepto en un rincón, donde se divisa la tenue luz roja de un fuego agonizante
que sirve para definir las formas, se alza la figura de un hombre vestido a la
antigua usanza, con jubón y todo lo demás, en actitud de alarma, colocada su
mano en la empuñadura de la espada, la cual parece estar a punto de
desenvainar.
—Hay
cuadros —dije a mi amigo—, que le dan a uno, no sé por qué, la impresión de que
representan no sólo las meras formas ideales que hayan cruzado por la
imaginación del artista, sino escenas, caras y situaciones que han tenido algún
día existencia real. Cuando miro ese cuadro tengo la certeza de que estoy
contemplando la representación de una realidad.
Vandael
sonrió y, fijando su vista en la pintura, musitó:
—Su
fantasía no le engaña, mi buen amigo, pues ese cuadro es testimonio, y creo que
muy fiel, de un suceso notable y misterioso. Fue pintado por Schalken, y la
cara de la figura femenina que ocupa la parte más destacada de la obra es un
exacto retrato de Rose Velderkaust, sobrina de Gerard Douw, la cual fue el
primero y creo que el único amor de Godfrey Schalken. Mi padre conoció bien al
pintor, y supo de sus propios labios la historia del drama misterioso, una de
cuyas escenas reproduce el cuadro. Esta tela, que se considera como un finísimo
ejemplo del estilo de Schalken, fue legada a mi padre por voluntad del artista;
y, como usted ha observado, es una producción tan sorprendente como
interesante.
Rogué
a Vandael que me refiriese la historia del cuadro y fui complacido en seguida;
así es como puedo ahora ofrecerle a usted una fiel relación de cuanto oí yo mismo,
dejando a su criterio el rechazar o aceptar la veracidad de la tradición. Sólo
le haré esta única advertencia: que Schalken fue un holandés rudo y honrado,
totalmente incapaz de dejarse arrastrar por su imaginación; y más aún, que
Vandael, de quien oí la historia, parecía firmemente convencido de su
veracidad. Pocas figuras hay sobre las que el manto del misterio y de lo
novelesco parezca flotar más tenebrosamente que sobre la del tosco y grosero
Schalken —el rústico holandés —, hombre rudo y terco, pero también el más hábil
de los pintores cuyas obras entusiasman a los expertos de hoy en día casi tanto
como sus modales disgustaron a los refinados de su tiempo; y, sin embargo, este
hombre tan rudo, tan terco, tan descuidado, casi debería decir salvaje en su
porte y modales durante su época de éxito posterior, había sido elegido por la
diosa caprichosa, en su años mozos, como héroe de una novela no desprovista de
interés ni misterio. ¿Quién puede decir cuán apto habría sido en sus años
jóvenes para representar el papel de amante o héroe? ¿Quién puede decir que en
su mocedad haya sido el mismo áspero, huraño y tosco patán que fue en su edad
madura? ¿O hasta qué punto la descuidada rudeza que ulteriormente caracterizó
su aspecto y modales no puede haber sido el desarrollo de esta apática
indiferencia que a menudo se origina en las amargas desgracias y conflictos de
los años tempranos? Estas preguntas ya nunca podrán ser respondidas. Debemos
contentarnos, pues, con la simple relación de los hechos, o al menos, de lo que
como tales han sido recibidos y transmitidos, dejando a un lado el tipo de
especulación.
Schalken
era un adolescente en su época de estudios con el inmortal Gerard Douw; y pese
a la constitución flemática y modales impasibles de que gozaba (según tenemos
entendido), al igual que la mayor parte de sus compatriotas, no fue capaz de
sentir hondas y vivas impresiones; está demostrado que el joven pintor sentía
considerable interés por la bella sobrina de su poderoso maestro. Rose
Velderkaust era entonces muy joven, no habiendo alcanzado, en la época a que se
remonta esta narración, los diecisiete años todavía; y, si la tradición es
cierta, poseía todos los dulces y risueños encantos de las bellas y rubias
doncellas flamencas. No llevaba aún Schalken mucho tiempo estudiando en la
escuela de Gerard Douw, cuando empezó a sentir que este interés se hacía más
profundo, hasta transformarse por fin en un sentimiento más agudo e intenso de
lo que era compatible con la paz de su honrado corazón holandés; y al mismo
tiempo percibió, o creyó percibir, halagüeños síntomas de reciprocidad en el
objeto amado, lo cual acabó con cualquier indecisión que hasta entonces pudiera
haber tenido y bastó para impulsarle a consagrar a ella exclusivamente todas
las esperanzas y sentimientos de su corazón. En pocas palabras: estaba tan
enamorado como puede estarlo un holandés. No anduvo remiso en dar a conocer su
pasión a la hermosa doncella que la inspiraba; y su declaración provocó una
confesión similar por parte de la joven.
Schalken,
sin embargo, era hombre pobre y no poseía ninguna ventajosa compensación, en
cuanto a linaje o de otro tipo, que indujese al viejo maestro a consentir una
unión que complicaría a su sobrina y ahijada en las dificultades de un joven
artista sin amigos ni recursos. Estaba por ello dispuesto a esperar hasta que
el tiempo le diese oportunidad de alcanzar el éxito; y entonces, si sus
trabajos resultaran suficientemente lucrativos, era de esperar que su
proposición fuese al menos escuchada por el celoso tutor. Pasaron meses y,
estimulado por las sonrisas de la joven Rose, los esfuerzos de Schalken se
redoblaron de tal modo que pronto pudo alimentar razonables esperanzas de que
se realizasen sus deseos, así como de adquirir fama y nombre en su arte antes
de que transcurrieran muchos años. El mismo curso de esta feliz prosperidad
estaba, sin embargo, destinado a experimentar una brusca y formidable
interrupción; y ésta sería, además, de un cariz tan extraño y misterioso que
frustraría toda investigación ulterior y arrojaría sobre los propios sucesos
una sombra de horror casi sobrenatural.
Schalken
se había quedado una tarde en el estudio del maestro hasta bastante más tarde
que sus condiscípulos, quienes, menos aplicados, se habían aprovechado
alegremente de la excusa que la media luz del crepúsculo les ofrecía, para
abandonar sus tareas y terminar la jornada en el alegre bullicio de la taberna.
Pero Schalken trabajaba en pos de la perfección, o, mejor dicho, del amor.
Además, estaba ahora ocupado simplemente en esbozar un dibujo, tarea ésta que,
a diferencia de la de colorear, podía ser continuada mientras hubiese luz
suficiente para distinguir el lienzo del carboncillo. No había descubierto aún,
ni por supuesto lo hizo hasta mucho después, los peculiares poderes de su
lápiz, y se dedicaba a la sazón a componer un grupo de trasgos y demonios
extremadamente pícaros y grotescos, entregados a la tarea de inflingir
ingeniosos tormentos a un panzudo y sudoroso San Antonio, reclinado en medio de
ellos, y aparentemente en último grado de embriaguez. El joven artista, sin
embargo, aunque capaz aún de ejecutar, o incluso de apreciar, algo
verdaderamente sublime, tenía, no obstante, discernimiento suficiente para no
caer en el vicio de la complacencia a toda cosa ante su propia obra; y muchas
eran las pacientes borraduras y correcciones que habrían sufrido los miembros y
rasgos de santo y demonios, sin que ninguna de ellas, empero, produjese, en su
nuevo arreglo, mejoría alguna en el efecto general. El vasto salón, pasado de
moda, estaba en silencio y, a excepción de él, totalmente desierto. La luz del
día había declinado ya, y el crepúsculo iba dando paso rápidamente a la
oscuridad de la noche. La paciencia del joven estaba agotada, y permaneció en
pie ante su incompleta producción, sumido en no muy agradables reflexiones, una
mano enterrada entre las mechas de su largo cabello oscuro, y la otra
sosteniendo el trozo de carboncillo con que tan mal ejecutaba su obra, y que
ahora frotaba con irritada premura y sin preocuparse mucho de las rayas negras
que esto originaba en sus amplios pantalones flamencos.
—¡Psché!
—dijo el joven en voz alta—. ¡Así se hundirá el cuadro, con diablos, santo y
todo, donde debiera estar: en el infierno!
Una
breve y súbita carcajada, proferida sorprendentemente cerca de su oído,
respondió al instante su exclamación. El artista giró vivamente en redondo y
por primera vez se dio cuenta de que un desconocido había estado contemplando
sus esfuerzos. A cosa de yarda y media detrás de él se erguía un hombre, al
parecer, de cierta edad; llevaba una capota corta y un sombrero de alas anchas
y copa cónica y, en su mano, que estaba protegida por un pesado guantelete,
sostenía un largo bastón de ébano rematado por lo que parecía —pues así
brillaba, tenuemente en la media luz— un macizo de puño de oro; y sobre el
pecho, entre los pliegues de la capa, relucían los eslabones de una rica cadena
del mismo metal. La habitación se hallaba tan oscura que no se podían
distinguir más detalles de aquella figura, ya que la cara estaba también
sombreada por la pesada ala del sombrero, y no se podían discernir sus rasgos.
Bajo ese sombrero tenebroso se escapaba una masa de cabello oscuro,
circunstancia esta que, en relación con el porte firme y erguido del intruso,
indicaba que su edad aproximada no debía exceder de los sesenta años, había
gravedad e importancia en el porte de este personaje, y también algo
indescriptiblemente extraño, casi terrorífico, en la perfecta inmovilidad
pétrea de aquella figura que tan bruscamente había reprimido los enojados
dicterios que empezó a proferir el irritado artista. Éste, por tanto, tan
pronto se hubo recobrado de la sorpresa, rogó al desconocido, educadamente que
se sentase, y deseó saber si tenía algún recado que dar a su maestro.
—Decid
a Gerar Douw —dijo el desconocido sin alterar el menor grado de actitud—,que
Minheer Vanderhausen, de Rotterdam, desea hablar con él mañana por la tarde, a
esta misma hora y, si le place, en esta misma estancia, sobre asuntos de peso.
Eso es todo. Buenas noches.
El
forastero, una vez terminado de dar su mensaje, giró bruscamente, y con pasos
rápidos, pero silenciosos, abandonó la estancia antes de que Schalken tuviera
tiempo de pronunciar una sola palabra en respuesta a las suyas. El joven sintió
curiosidad por ver qué dirección tomaría el ciudadano de Rotterdam al salir del
estudio; y, con este objeto, se dirigió a la ventana que daba encima justo del
portal de la calle. Entre la puerta interior de la estancia del artista y el
portal de salida a la calle mediaba un corredor de considerable extensión, de
modo que Schalken ocupó su puesto de observación mucho antes de que el viejo
caballero hubiera podido alcanzar aquélla. Sin embargo, esperó en vano. No
había otra salida. ¿Se había desvanecido el viejo? ¿Quizá se había quedado
acechando en algún recodo del corredor? Esta última posibilidad llenó a
Schalken de un vago horror, el cual pronto llegó a ser tan inexpresablemente
intenso que le aterró por igual quedarse en la estancia solitaria o atravesar
el corredor. Sin embargo, y merced a un esfuerzo aparentemente desproporcionado
al que la ocasión requería, se armó de valor suficiente para abandonar el
cuarto; y tras cerrar con doble llave la puerta y guardarse aquélla en el
bolsillo, se lanzó sin mirar a derecha ni a izquierda, a través del pasaje que
tan recientemente había contenido —y quizá aún contenía— a la persona de su
misterioso visitante, sin atreverse apenas a respirar hasta que llegó a la
calle.
—Minheer
Vanderhausen —decía Gerard Douw al día siguiente cuando ya se iba acercando la
hora de la cita—. ¡Minheer Vanderhausen, de Rotterdam! Nunca oí ese nombre
hasta ayer. ¿Qué puede querer de mí? ¿Quizá que le pinte un retrato; o que
enseñe el oficio a un hijo suyo o a un pariente pobre; o que evalúe una colección;
o... bueno, no hay nadie en Rotterdam que me pueda dejar una herencia. Bien,
sea cual fuere el negocio, pronto sabremos de qué se trata.
Ya
caía la tarde y no había nadie ante ninguno de los caballetes, excepto el de
Schalken. Gerard Douw recorría la estancia con pasos inquietos de impaciente
expectación, tatareando de vez en cuando un pasaje de una pieza musical que él
mismo estaba componiendo; pues, aunque no muy versado en este arte, lo
admiraba. A veces se detenía a echar una ojeada al trabajo de sus ausentes
discípulos; pero lo que con más frecuencia hacía era colocarse en la ventana,
desde la cual podía observar a los transeúntes que recorrían la oscura calleja
a que daba su estudio.
—¿No
dijiste, Godfrey —exclamó Douw, tras una larga e infrectuosa espera en su
puesto de observación, y volviéndose hacia Schalken—, no dijiste que la cita
era a las siete por el reloj del Ayuntamiento?
—Acababan
de dar las siete cuando le vi por primera vez, señor —contestó el estudiante.
—Entonces
ya falta poco para esa hora —dijo el maestro, consultando un reloj tan grande y
tan redondo como una naranja en la plenitud de su sazón—. Minheer Vanderhausen,
de Rotterdam, ¿no es así?
—Ése
era su nombre.
—¿Hombre
de edad, ricamente vestido? —continuó Douw.
—Así
le vi yo —replicó su discípulo—; no era joven, ni tampoco anciano; y sus ropas
eran ricas y severas, de hombre pudiente y considerado.
En
ese momento, con sonoro estruendo, el reloj del Ayuntamiento dio, campanada
tras campanada, las siete; los ojos, tanto del maestro como del discípulo, se
clavaron en la puerta; y sólo cuando hubo cesado de vibrar el último eco de la
vieja campana, exclamó Douw.
—Bueno,
bueno, ya no tardará en llegar su merced, es decir, si mantiene la palabra; si
no, tú te quedarás a esperarle, Godfrey, si es que deseas mantener amistad con
ese caprichoso ricachón; por lo que a mí respecta, creo que nuestra vieja
Leyden contiene bastantes individuos de esos para que sea necesario importarlos
de Rotterdam.
Schalken
rió, como por obligación y, tras una pausa de algunos minutos, Douw exclamó de
pronto:
—¿Y
si todo esto no fuese más que una broma, una farsa organizada por Vankarp o por
algún otro? Me gustaría que te hubieses arriesgado y hubieses propinado una
buena tunda al viejo burgomaestre, estatúder o lo que sea. Apostaría una docena
de monedas a que su merced habría alegado vieja amistad antes de la tercera
aplicación.
—Aquí
llega, señor —dijo Schalken en voz baja y admonitoria; y, volviéndose
instantáneamente hacia la puerta, Gerard Douw observó la misma figura con que
tan inesperadamente había tropezado el día anterior su discípulo Schalken.
Había
algo en el aire y en el porte de la figura que en seguida convenció al pintor
de que no se trataba de farsa de ningún tipo y de que realmente estaba en
presencia de un hombre de categoría, y, por ello, se quitó el sombrero sin
vacilar y saludando cortésmente al desconocido le rogó que se sentase. El
visitante agitó suavemente la mano, como en reconocimiento de la cortesía, pero
continuó de pie.
—¿Tengo
el honor de hablar con Minheer Vanderhausen, de Rotterdam? —dijo Gerard Douw.
—El
mismo —fue la lacónica respuesta de su visitante.
—Entiendo
que vuestra merced desea hablar conmigo —continuó Douw—, y aquí me tiene, según
se me citó, esperando vuestras órdenes.
—¿Es
hombre de confianza? —dijo Vanderhausen indicando a Schalken, que permanecía a
poca distancia detrás de su maestro.
—Ciertamente
—replicó Gerard.
—Entonces
ordénele que tome esta caja y vaya al más próximo joyero u orfebre para que
tase su contenido y vuelva luego aquí con un certificado de valor.
Al
mismo tiempo colocó un pequeño estuche, como de nueve pulgadas cuadradas, en
las manos de Gerard Douw, quien quedó muy asombrado de su peso, así como de la
extraña brusquedad con que le había sido entregado. De acuerdo con los deseos
del desconocido, lo depositó en las manos de Schalken, y repitiendo sus
instrucciones, le despachó para que realizase la misión. Schalken colocó su
preciosa carga en lugar seguro bajo los pliegues de su capa, y atravesando
rápidamente dos o tres estrechas callejas se detuvo en una esquina ante una
casa cuya planta baja estaba entonces ocupada por la tienda de un orfebre judío.
Schalken entró, y llamando al menudo hebreo que estaba en la oscuridad de la
trastienda, procedió a extender ante él el paquete de Vanderhausen. Al ser
examinado a la luz de la lámpara, resultó estar enteramente forrado de plomo,
cuya superficie exterior aparecía muy arañada, sucia y blanquecina por la edad.
Quitaron esta funda parcialmente y con dificultad descubrieron una caja de
cierta madera oscura singularmente dura; también ésta fue forzada y, después de
quitar dos o tres lienzos que envolvían el contenido, vieron que éste consistía
en una masa de lingotes de oro, estrechamente apilados y, según declaró el
judío, de la más perfecta calidad. Cada lingote soportó el meticuloso examen
del hebreo, quien parecía sentir un placer epicúreo en tocar y probar los
pedazos del glorioso metal; y cada uno de ellos fue devuelto a su lugar con la
misma exclamación:
—¡Mein
Gott, que perfección! ¡Ni un gramo de aleación! ¡Hermoso, hermoso!
Al
fin se concluyó la tarea y el judío certificó de su puño y letra la tasación de
los lingotes sometidos a su examen, la cual se remontaba a muchos miles de
pesos. Con el deseado documento en el pecho y la rica caja de oro
cuidadosamente sujeta bajo el brazo y oculta por la capa, rehizo Schalken su
camino y, entrando en el estudio, halló a su maestro y al forastero en íntima
conferencia. Tan pronto como el joven había abandonado la estancia, con el fin
de ejecutar la comisión que le fuera encargada, Vanderhausen se había dirigido
a Gerard Douw en los siguientes términos:
—No
debo demorarme esta noche con vuestra merced sino unos pocos minutos; por ello
os diré brevemente el motivo de mi visita. Vuestra merced visitó la ciudad de
Rotterdam hace unos meses y entonces vi, en la iglesia de San Lorenzo, a
vuestra sobrina, Rose Velderkaust. Deseo casarme con ella y, si os convengo por
mis riquezas, mucho mayores que las de cualquier otro esposo con que podáis
soñar para ella, espero que activéis, imponiendo vuestra máxima autoridad, la
superación de todo inconveniente que pudiera surgir. Es decir, si aprobáis mi
proposición podéis cerrar el trato inmediatamente, pues no puedo perder tiempo
en cálculos sin demoras.
Gerard
Douw se quedó tan asombrado como cualquier otro en su lugar ante la inesperada
proposición de MinheerVanderhausen; pero no dejó escapar ninguna descortés
expresión de sorpresa, pues, además de los motivos exigidos por la prudencia y
la educación, el pintor experimentaba, en presencia del extravagante forastero,
una especie de sensación helada y opresiva, semejante a la que se supone debe
afectar a un hombre colocado, sin saberlo, en contacto inmediato con algo hacia
lo cual sienta natural adversión —un horror indefinido, una ansiedad vaga—, que
le incapacitaba para decir o hacer nada que pudiera parecer ofensivo o ser razonablemente
tomado como tal.
—No
dudo —dijo Gerard, después de dos o tres tosecillas preparatorias— que la unión
con vuestra merced sería tan ventajosa como honrosa para mi sobrina; pero sabed
que ella tiene voluntad propia y puede no estar conforme con lo que nosotros
decidamos en bien suyo.
—No
intentéis burlarme, señor pintor —dijo Vanderhausen—; sois su tutor, ella es
vuestra ahijada; ella es mía si vuestra merced gusta que así sea.
El
hombre de Rotterdam, mientras hablaba avanzó un paso, y Gerard Douw, sin saber
apenas por qué, rogó interiormente que Schalken no tardase en volver.
—Deseo
—dijo el misterioso caballero— colocar inmediatamente en vuestras manos una
prueba segura de mi riqueza y de mi generosidad para con vuestra sobrina. El
muchacho volverá dentro de un minuto o dos con una suma cuyo valor es cinco
veces la fortuna total que ella tiene derecho a esperar de su marido. Ésta
quedará en vuestras manos, junto con su dote, y podréis aplicar la suma de
ambas cantidades como mejor convenga a sus intereses; todo ello será propiedad
exclusiva de ella mientras viva: ¿no es esto generosidad?
Douw
asintió, e interiormente pensó que el destino se mostraba extraordinariamente
amable para con su sobrina; el forastero —pensó— debía ser tan rico como generoso,
y una oferta semejante no era nada despreciable ni aunque procediese de un
excéntrico o de un personaje de no muy atractiva presencia. Rose no podía tener
aspiraciones muy altas, pues su dote era muy exigua; y así seguiría siéndolo,
excepto en los límites en que esta deficiencia fuera suplida por la generosidad
de su tío; tampoco tenía ella derecho alguno a mostrar escrúpulos contra su
pareja por motivos de alcurnia y linaje, pues su origen tampoco era, en forma
alguna, elevado; y, en cuanto a otras posibles objeciones, Gerard se decidió,
según la usanza de los tiempos, a no prestarles oído en absoluto.
—Señor
—dijo, dirigiéndose al forastero—, vuestra oferta es ciertamente de lo más
liberal, y si no me acabo de decidir a cerrar el trato inmediato esta vacilación
se debe tan sólo a que no tengo el honor de conocer a nadie de vuestra familia
o condición. Sobre estos puntos podréis, por supuesto, satisfacerme sin
dificultad.
—En
cuanto a mi respetabilidad —dijo el desconocido secamente—, podéis darla por probada
desde este mismo momento. No me incomodéis con vuestras preguntas; no podéis
descubrir de mí más que lo que yo quiera haceros saber. Tenéis ya suficientes
garantías de mi respetabilidad: mi palabra, si sois hombre de honor; si sois
avaro, mi oro.
—He
aquí a un viejo caballero enojadizo —pensó Douw—; él sabrá sus motivos; pero,
considerando todas las circunstancias, está justificado que le entregue mi
sobrina; tendría que ser mi propia hija y lo mismo haría con ella. Sin embargo,
no me comprometeré innecesariamente.
—No
os comprometeréis innecesariamente —dijo Vanderhausen, profiriendo las mismas
palabras que acababan de rondas la mente de su interlocutor; pero lo haréis si
es necesario, supongo; y yo demostraré que lo considero imprescindible. Si os place
el oro que pretendo dejar en vuestras manos, y si no deseáis que retire
inmediatamente mi proposición, antes de que yo abandone esta estancia debéis
escribir vuestro nombre en este contrato.
Y
tras de hablar así, puso un papel en las manos de Gerard, cuyo contenido
expresaba el compromiso adquirido por Gerard Douw de entregar en matrimonio a
su sobrina Rose Velderkaust a Wilken Vanderhausen, de Rotterdam, etcétera, en
el plazo de una semana a partir de la fecha. Mientras el pintor estaba ocupado
en leer este documento, Schalken, como queda dicho, entró en el estudio y,
habiendo depositado la caja y la tasación del judío en las manos del
desconocido, se iba a retirar cuando Vanderhausen le ordenó que esperase; y,
presentando el estuche y el certificado a Gerard Douw, esperó en silencio hasta
que éste hubo quedado satisfecho de la inspección de ambos, así como del valor
del compromiso en sus manos. Por fin dijo:
—¿Estáis
conforme?
El
pintor dijo que desearía tener otro día más para considerar la propuesta.
—Ni
una hora —dijo fríamente el demandante.
—Bien,
entonces —dijo Douw—, estoy conforme. Es un negocio.
—Entonces
firmad en seguida —dijo Vanderhausen—, ya estoy cansado. Al mismo tiempo le
presentó un pequeño estuche de útiles de escritura y Gerard firmó el importante
documento.
—Que
este joven sea testigo del acuerdo —dijo el viejo; y Godfrey Schalken, inconscientemente;
firmó el instrumento que otorgaba a otro aquella mano que él tanto tiempo había
considerado como objeto y recompensa de sus esfuerzos. Estando así finalizado
el contrato, el extraño visitante dobló el papel y lo guardó en un bolsillo
interior.
—Os
visitaré mañana por la noche, a las nueve, en vuestra casa, Gerard Douw, y veré
al objeto de nuestro contrato. ¡Hasta entonces! —y diciendo esto, Wilken
Vanderhausen salió silenciosa, pero velozmente, de la estancia.
Schalken,
deseoso de resolver sus dudas, se había colocado junto a la ventana, con el
objeto de expiar la puerta de la calle; pero el experimento sólo sirvió para
dar pie a sus sospechas, pues el viejo no salió por la puerta. Aquello era muy
raro, muy extraño, muy aterrador. Él y su maestro se fueron juntos, pero apenas
hablaron durante el camino, pues cada uno de ellos iba perdido en sus
reflexiones, en sus ansiedades y en sus esperanzas. Schalken, sin embargo, no
presentía la ruina que se cernía sobre sus dulces proyectos. Gerard Douw no
sabía nada de la afección que había nacido entre discípulo y sobrina; e incluso
de haberla sabido, es dudoso que hubiese considerado su existencia como
obstáculo serio a los deseos de Minheer Vanderhausen. Los matrimonios eran,
entonces y allí, materia de tráfico y especulación; habría parecido absurdo a
los ojos del tutor hacer un mutuo afecto elemento esencial de un contrato de
matrimonio, ya que, además, en tal caso —se decía— habrían tenido que redactar
el contrato matrimonial en términos propios de una novela caballeresca. El
pintor, sin embargo, no comunicó a su sobrina el importante paso que había dado
en relación con ella, y esta decisión se debió, no a que sospechase oposición
por su parte, sino solamente a la ridícula conciencia de que si ella, como
sería lo más natural, le pidiese que describiera el aspecto del novio que le
destinaba, se vería obligado a confesar que no le había visto la cara y, aun si
llegara a ello, que le sería imposible identificarlo. Al día siguiente, después
de comer, llamó a su sobrina junto a sí y, habiendo examinado toda su persona
con aire de satisfacción, la tomó de la mano y, contemplando su rostro bello e
inocente con una sonrisa de cariño, dijo:
—Rose
niña mía, esa cara que tienes hará tu fortuna —Rose se ruborizó y sonrió—.Un
rostro y un carácter como el tuyo rara vez van unidos; pero cuando lo van, esa
unión es un filtro de amor al que muy pocas cabezas o muy pocos corazones
puedan resistir; confía en mí, pronto estarás prometida, chiquilla; pero esto
no tiene importancia, dejémoslo. Ahora tengo prisa, así que haz que preparen el
salón grande para las ocho de la noche y da las órdenes para que esté la cena a
las nueve. Espero a un amigo esta noche; y fijate bien, hija mía, sal airosa de
tu cometido. No me gustaría que nos creyera pobres o descuidados.
Con
estas palabras abandonó la habitación y se dirigió a la estancia a que ya hemos
tenido ocasión de introducir a nuestros lectores aquella en que trabajaban sus
discípulos. Al caer la tarde, Gerard llamó a Schalken, que ya iba a irse a su
oscuro e inhóspito alojamiento, y le rogó que fuera esa noche a cenar en su
casa con Rose y Vanderhausen. La invitación, por supuesto, aceptada y pronto se
encontraron Gerard Douw y su discípulo en la hermosa y en cierto modo anticuada
habitación, que había sido preparada para recibir al forastero. En la espaciosa
chimenea ardía un alegre fuego de leña; a un lado estaba colocada la mesa de
antigua factura, con patas ricamente talladas, destinada, sin duda, a servir
para la cena, cuyos preparativos seguían adelante; y alineada con exacta
regularidad, se extendían las sillas de alto respaldo, cuya falta de garbo
estaba más que compensada por su comodidad. La pequeña reunión, consistente en
Rose, su tío y el artista, aguardaba la llegada del esperado visitante con
considerable impaciencia. Dieron, por fin, las nueve y, al mismo tiempo,
sonaron golpes en la puerta de la calle, que, siendo prontamente atendidos
fueron seguidos de lentos y enfáticos pasos en la escalera; los pasos recorrieron
pesadamente el corredor, se abrió lentamente la puerta de la estancia en que el
grupo descrito se hallaba reunido, y entró una figura que estremeció al
flemático holandés, y casi hizo gritar de espanto a Rose; era la forma y eran
los atavíos de Minheer Vanderhausen; el porte, el aire, la estatura eran los
mismos, pero ninguno del grupo había visto antes sus rasgos faciales. El
forastero se detuvo en la puerta de la estancia y mostró por entero la figura y
la cara. Portaba una capa de paño oscuro, corta y amplia, que no llegaba a las
rodillas; sus piernas iban enfundadas en medias de seda color púrpura oscuro, y
los zapatos estaban adornados con rosas del mismo color. La abertura delantera
de la capa mostraba las ropas que llevaba debajo, hechas de algún material muy
oscuro, quizá de piel, y sus manos estaban enfundadas en un par de pesados
guantes de cuero que le llegaban hasta bastante más arriba de la muñeca, en
forma de guantelete. En una mano llevaba su bastón y sombrero, que se había
quitado, y la otra pendía pesadamente a su costado. Una masa de cabellos grises
le descendía en largas mechas y sus extremos descansaban sobre los pliegues y
sus extremos descansaban sobre los pliegues de una gola almidonada que le
ocultaba totalmente el cuello. Hasta aquí todo iba bien; ¡pero la cara...!
Toda
la carne del rostro tenía ese color azulado, plomizo, que a veces se produce
por acción de medicinas metálicas administradas en excesiva cantidad; los ojos
eran enormes, y lo blanco aparecía tanto por arriba como por debajo del iris,
lo que les daba una expresión de locura, aumentada por su fijeza vítrea. La
nariz no era notable, pero la boca estaba considerablemente retorcida por uno
de sus lados, donde se abría con objeto de dar salida a dos largos,
descoloridos, colmillos de bestia que se proyectaban desde la mandíbula
superior hasta muy por debajo del labio inferior. El color de los labios
mantenía su habitual relación con el de la cara y era, por consiguiente, casi
negro; el carácter de la cara era maligno, incluso satánico; y ciertamente,
apenas se podía concebir tal cúmulo de horrores sino en el cadáver de algún
atroz malhechor que hubiese colgado largo tiempo, ennegreciéndose, de la horca,
hasta haberse convertido al cabo en morada de un demonio, espantoso objeto de
posesión satánica. Era muy notorio que el importante forastero procuraba que su
carne se viese lo menos posible, por lo que, durante su visita, no se quitó ni
una vez los guantes. Habiendo permanecido durante unos momentos ante la puerta,
Gerard Douw consiguió al final hallar ánimo y aliento para darle la bienvenida
y, con una muda inclinación de cabeza, el forastero entró en la habitación.
Había algo indescriptiblemente extraño e incluso horrible en sus movimientos,
algo indefinible, pero antinatural, inhumano —como si sus miembros fuesen
guiados y dirigidos por un espíritu no habituado a manejar la maquinaria del
cuerpo—. El desconocido apenas dijo nada durante su visita, que no excedería la
media hora; y su anfitrión apenas pudo hacerse del valor necesario para
proferir los escasos saludos y cortesías requeridos por la situación; y,
ciertamente, era tal el terror nervioso que inspiraba la presencia de
Vanderhausen, que habría bastado muy poco para que todos sus acompañantes
huyeran, gritando, de la estancia. No habían, sin embargo, perdido el domino de
sí mismos hasta el punto de no observar dos extrañas peculiaridades del
visitante. Durante el tiempo que estuvo allí no permitió que se cerrasen sus
párpados ni un instante fugaz, ni aun que se moviesen el menor grado; y más
aún, en toda su persona había una cadavérica inmovilidad, que incluso se
manifestaba en la total ausencia del palpitante movimiento del pecho causado
por el proceso de la respiración. Estas dos peculiaridades, aunque puedan
parecer banales al ser relatadas, producían un efecto muy sorprendente y
desagradable al ser vistas y observadas. Vanderhausen, por fin, liberó al
pintor de su desfavorable presencia; y con no poca gratitud oyó el pequeño
grupo el ruido de la puerta al cerrarse tras él.
—Querido
tío —dijo Rose—; ¡qué hombre tan horrible! No quisiera verle otra vez ni por
todas las riquezas del mundo.
—¡Bah,
chiquilla tonta! —dijo Douw, que, en el fondo no se sentía muy tranquilo—.Un
hombre puede ser feo como un demonio y, sin embargo, si su corazón y sus
acciones son buenos, vale más que todos esos muñecos bonitos y perfumados que
pasean por el Mall. Rose, niña mía, cierto es que no tiene una cara hermosa,
pero sé que es rico y generoso; y, aunque fuese diez veces más feo, lo cual es
inconcebible —observó Rose—,estas dos virtudes serían suficientes —continuó su
tío— para compensar toda su deformidad; y, aunque no sean capaces de alterar la
forma de sus rasgos, sí pueden, al menos, impedir que se los considere
perversos.
—¿Sabes,
tío? —dijo Rose—. Cuando le vi parado ante la puerta me recordó muchísimo a la
vieja figura de madera pintada que tanto solía asustarme en la iglesia de San
Lorenzo, de Rotterdam.
Gerard
rió, aunque no pudo dejar de reconocer, en su fuero interno, la justeza de la
comparación. Estaba decidido, sin embargo, a reprimir, en la medida de sus
posibilidades, toda inclinación de su sobrina a ridiculizar la fealdad de su
pretendido novio; y le agradó no poco observar que ella pareciese totalmente
exenta de ese misterioso terror que —no podía disimularlo ante sí mismo— le
afectaba a él tan considerablemente como a su discípulo Godfrey Schalken. A la
mañana siguiente, temprano, llegaron para Rose, procedentes de distintos
barrios de la ciudad, ricos presentes de sedas, terciopelos y joyas; y también
un paquete dirigido a Gerard Douw, en el que, al abrirlo, se halló un contrato
de matrimonio, formalmente extendido y redactado, entre Wilken Vanderhausen,
del Muelle de Botalón, en Rotterdam, y Rose Valderkaust, de Leyden, sobrina de
Gerard Douw, maestro en el arte de pintar, también de la misma ciudad, y
contenía otro documento en el que Vanderhausen se comprometía a dar a su
prometida una dote mucho mayor de lo que había hecho creer a su tutor, dote que
debería emplearse exclusivamente en beneficio de la novia, a saber, poninendo
el dinero en manos del propio Gerard Douw.
No
describiré ahora escenas sentimentales, ni crueldad de guardianes, ni
magnanimidad de tutores, ni tormentos de amantes. La relación que tengo que
hacer es sólo de sordidez, codicia e interés. En menos de una semana a partir
de la primera entrevista que hemos descrito, el contrato de matrimonio se llevó
a efecto, y Schalken vio a su amada —por la que habría arriesgado todo en la
vida—, arrebatada triunfalmente por su atractivo rival. Durante dos o tres días
se ausentó de la escuela; luego, volvió y trabajó, si bien con menos alegría,
sí con mucha más terca resolución que antes: los sueños de amor habían dejado
paso a los de ambición. Pasaron meses y, contrariamente a sus deseos y también
a las promesas concretas de los recién casados, Gerard Douw no tuvo noticias de
su sobrina ni de su respetable esposo. Los intereses de la dote, que deberían
haber sido reclamados trimestralmente, se fueron acumulando en sus manos.
Empezó a sentirse sumamente inquieto. Tenía en su poder la dirección de
MinheerVanderhausen en Rotterdam; tras alguna irresolución, se decidió
finalmente a dirigirse allí —empresa banal, fácilmente realizable—, para así
quedar tranquilo respecto a la seguridad y bienestar de su pupila, por quien
sentía un fuerte y honrado afecto. Sus búsquedas fueron infructuosas, sin
embargo; en Rotterdam nadie conocía a MinheerVanderhausen. Gerard Douw no dejó
de visitar ni una casa del Muelle del Botalón, pero todo fue en vano: nadie le
pudo dar el menor informe que se refiriese en lo más mínimo al objeto de su
búsqueda; y así fu como se vio obligado a retornar a Leyden sin saber más que
cuando había salido de allí. A su llegada corrió al establecimiento donde Vanderhausen
había alquilado el traqueteante vehículo —aunque de lo más lujoso, si tienen en
cuenta la época— que los recién casados habían empleado para trasladarse a
Rotterdam. Supo por el conductor de este carruaje que, habiendo viajado con
lentitud y haciendo muchos altos, habían llegado cerca de Rotterdam bien
entrada la noche, pero que, antes de entrar en la ciudad, y faltando cosa de
una milla para llegar a ella, había aparecido en el centro de la carretera,
obstruyendo el paso del carruaje, un pequeño grupo de hombres, sobriamente
ataviados y de acuerdo con la antigua moda, con puntiagudas barbas y bigotes.
El conductor frenó sus caballos, muy temeroso, por la oscuridad de la hora y la
soledad del camino, de que intentasen cometer algún daño. Se aliviaron, sin
embargo, sus temores cuando vio que esos hombres portaban una ancha litera, de
antigua factura, y que inmediatamente la depositaron en el suelo, adonde
también descendió el novio, tras haber abierto desde dentro la portezuela del
coche, y habiendo ayudado a su mujer a hacer otro tanto, la condujo, llorando
ella amargamente y retorciéndose las manos, a la litera, donde ambos entraron.
Entonces fue ésta levantada por los hombres que la rodeaban y velozmente
transportada en dirección a la ciudad; y antes de que hubieran recorrido mucha
distancia las sombras de la noche la ocultaron a la vista del cochero holandés.
En el interior del vehículo encontró una bolsa cuyo contenido pagaba más de
tres veces cumplidas el alquiler de coche y cochero. No había visto más de
MinheerVanderhausen ni de su bella esposa y, por tanto, no pudo contar nada
más. Este misterio se convirtió en fuente de profunda ansiedad y casi de duelo
para Gerard Douw. Evidentemente, había habido un fraude en la conducta de
Vanderhausen para con él, aunque ignoraba con qué propósito. Se preguntaba
angustiado hasta qué punto era posible que un hombre cuya apariencia externa
mostraba los más demoníacos sentimientos, no fuese en realidad más que un
villano; y cada día que pasaba sin noticias de su sobrina, en vez de inducirle
a olvidar sus temores, al contrario, le exasperaba cada vez más. La perdida de
su compañía encantadora le deprimía también los ánimos, y con objeto de disipar
este desaliento, que a menudo se deslizaba en su mente una vez cumplidas las
laboras del día, solía invitar a Schalken a cenar con él en casa para aliviar
en cierto modo con su presencia la melancolía de una cena que de otro modo
sería solitaria.
Una
noche, el pintor y su discípulo estaban sentados junto al fuego, después de
haber dado fin a una copiosa cena, y habían caído en un silencio pensativo al
que a veces induce el proceso de la digestión, cuando sus reflexiones fueron
interrumpidas por un gran estruendo de golpes dados en la puerta de la calle,
como ocasionados por alguna persona que se arrojase violenta y repentinamente
contra ella. Un criado corrió sin demora a averiguar la causa del incidente y
le oyeron interrogar por dos o tres veces a la persona que tan perentoriamente
solicitaba su admisión, sin obtener, no obstante, la menor respuesta ni que
cesasen los golpes. Le oyeron abrir la puerta del vestíbulo, seguidos a
continuación de rápidos pasos por la escalera. Schalken echó mano a su espada y
avanzó hacia la puerta. Se abrió antes de que él la alcanzase y Rose se
precipitó en la estancia. Su aspecto era macilento y enloquecido y estaba
pálida de agotamiento y terror; pero su vestidura les sorprendió tanto o más
que su inesperada aparición. Consistía en una especie de envoltura o túnica de
lana blanca, cerrada en torno al cuello y que caía, en pliegues, hasta el mismo
suelo. El extraño ropaje estaba muy ajado y sucio, sin duda, por el viaje. La
pobre criatura había apenas entrado en la estancia cuando cayó
inconscientemente al suelo. Con cierta dificultad consiguieron reanimarla y, al
recobrar sus sentidos, exclamó instantáneamente, en un tono de ávida y aterrada
impaciencia:
—Vino,
vino, deprisa, o estoy perdida.
Muy
alarmados por la extraña ansiedad con que la petición había sido hecha,
accedieron inmediatamente a sus deseos y la joven bebió un poco de vino con una
avidez que les sorprendió. Apenas lo había tomado volvió a exclamar con la
misma urgencia:
—Comida,
comida, en seguida, o pereceré.
En
la mesa había un considerable pedazo de asado y Schalken se lanzó
inmediatamente a cortar un trozo, pero Rose se le anticipó, pues tan pronto
como lo divisó también se abalanzó sobre él con la rapacidad de un buitre y
cogiéndolo con sus manos arrancó la carne con los dientes y la devoró. Cuando
se hubo apaciguado un poco el paroxismo del hambre, pareció de pronto darse
cuenta de cuán extraña había sido su conducta o también puede ser que otros
pensamientos más inquietantes volviesen a su mente, pues empezó a llorar
amargamente y a retorcerse las manos.
—Oh,
enviad a buscar un ministro de Dios —dijo—; no estaré a salvo mientras no
venga; mandad aprisa por él.
Gerard
Douw despachó a un mensajero inmediatamente, y persuadió a su sobrina de que le
aceptara su propia alcoba para descansar; también la convenció de que se
retirase en seguida a ella; su sobrina consintió con la condición de que no la
dejasen sola ni un momento.
—¡Oh,
si el sacerdote estuviera ya aquí! —dijo—; él me puede liberar... Los muertos
no pueden ser igual que los vivos... Dios lo ha prohibido.
Con
estas misteriosas palabras se entregó a los cuidados de sus acompañantes y
todos caminaron hacia la cámara que Gerard Douw le había asignado.
—No,
no me dejéis sola ni un momento —dijo—; estoy perdida para siempre si lo
hacéis.
La
alcoba de Gerard Douw estaba precedida por una espaciosa antecámara, que debían
atravesar, y en la cual se hallaban ahora a punto de entrar. Gerard Douw y
Schalken portaban cada uno una vela de cera, de tal modo que ambos arrojaban un
suficiente grado de luz sobre los objetos que les rodeaban. Estaban penetrando
en la vasta estancia que, como he dicho, comunicaba con la alcoba de Douw,
cuando Rose de pronto se detuvo y con un susurro trémulo de horror, dijo:
—¡Oh,
Dios! Está aquí, está aquí; mirad, mirad, ahí va.
Señalaba
hacia la puerta de la habitación interior y Schalken creyó ver una forma
sombría y mal definida deslizándose dentro de dicha estancia. Desenvainó la
espada y levantando la vela para iluminar más distintamente los objetos de la
habitación, entró en la cámara donde la sombra se había deslizado. Ninguna
figura había allí, nada sino el mobiliario propio de la habitación y, sin
embargo, no podía haberse equivocado respecto a que algo había entrado antes
que él en la estancia. Cayó sobre él un terror enfermizo y de su frente brotó
el sudor frío en pesadas gotas; tampoco le alivió la creciente urgencia, la
agonía de súplica, con que Rose les imploró que no la dejasen sola ni un
momento.
—Le
he visto —dijo—; está aquí. No me puedo equivocar... Le conozco... está junto a
mí... está conmigo... está en la habitación; por amor de Dios, si queréis
salvarme no os mováis de mi lado.
Por
fin consiguieron que se tendiera en el lecho, donde ella continuó suplicándoles
que no la dejaran sola. Frecuentemente profería frases incoherentes, repitiendo
una y otra vez: «No puede ser igual un muerto que un vivo... Dios lo ha
prohibido», y luego otra vez:
«que
descanses el que vigila... que duerma el que camina en sueños». Continuó
profiriendo esstas frases misteriosas e inconexas hasta la llegada del
sacerdote, Gerard Douw empezó a temer, naturalmente, que la pobre muchacha, por
terror o malos tratos, estuviera trastornada; y casi sospechaba, por lo súbito
de su aparición, lo intempestivo de la hora, y sobre todo por lo extraño y
aterrorizado de sus modales, que debía, sin duda, haberse escapado de algún
asilo de lunáticos, por cuyo motivo sentía miedo de verse perseguida. Decidió
solicitar consejo médico tan pronto como su sobrina hubiese sido tranquilizada
por los oficios del sacerdote, cuya asistencia tan ávidamente anhelaba, y hasta
que este objetivo no fuese alcanzado no se atrevería a hacerle ninguna pregunta
que quizá sirviera para reavivarle dolorosos u horribles recuerdos, aumentar su
agitación. Pronto llegó el sacerdote —hombre de porte ascético y edad
venerable— a quien Gerard Douw respetaba mucho como veterano polemista, ya que
era quizá más temido como orador que amado como cristiano; era hombre de moral
pura, cerebro sutil y frío corazón.
Entró
en la cámara que comunicaba con aquella en que reposaba Rose, y nada más entrar
le rogó la joven que rezase por ella y también por alguien que era presa de
Satán y que sólo del cielo podía esperar liberación. Para que nuestros lectores
puedan ahora comprender claramente todas las circunstancias del suceso que
vamos a intentar describir a continuación, es necesario hacer constar las
posiciones relativas que ocupaban los personajes implicados en él. El viejo
sacerdote y Schalken estaban en la antecámara de la que hemos hablado; Rose
yacía en la alcoba, cuya puerta estaba abierta, y al lado de la cama, según sus
deseos fervientes, estaba su tutor; en la alcoba ardía una vela y tres
iluminaban la otra estancia. El anciano religioso aclaró su voz como si fuese a
comenzar a hablar, pero antes de tener tiempo de hacerlo, una súbita ráfaga de
aire apagó la vela que servía para iluminar la estancia en que yacía la pobre
muchacha, y ésta, con alarma, se apresuró a exclamar:
—Godfrey,
trae otra vela; la oscuridad es peligrosa.
Gerard
Douw, olvidando por un momento los repetidos requerimientos de la joven y
siguiendo un impulso momentáneo, salió de la alcoba a la otra habitación con el
fin de hacer lo que ella pedía.
—¡Oh,
Dios! ¡No te vayas, querido tío! —gritó la desdichada joven, y al mismo tiempo
saltó del lecho y se lanzó tras él con la intención, a juzgar por su actitud,
de detenerle. Pero el aviso llegó demasiado tarde, pues apenas él había cruzado
el umbral y escasamente había tenido tiempo su sobrina de proferir su asustada
exclamación cuando la puerta que separaba las dos habitaciones se cerró
violentamente entre ambos, como empujada por una ráfaga de viento. Schalken y
él se precipitaron a la puerta, pero sus esfuerzos unidos y desesperados sólo
consiguieron hacerla estremecer. Un grito tras otro fueron brotando de la
alcoba cerrada con toda la agudeza taladrante del terror desesperado. Schalken
y Douw aplicaron todas sus energías —lastimando dolorosamente todos sus
músculos— a tratar de forzar la puerta y abrirla, pero todo fue en vano. En la
alcoba no se oía ningún tumulto de lucha, pero los chillidos parecían aumentar
en intensidad; al mismo tiempo oyeron el ruido que hacían los cerrojos de la
ventana emplomada al descorrerse, y de la propia ventana al rechinar sobre su
antepecho como si se abriese. Un último chillido, tan largo, taladrante y
agónico que apenas parecía humano, se hinchó y creció en la habitación, e
inesperadamente fue seguido por un silencio de muerte. Unos leves pasos se
oyeron cruzando el piso como si fueran del lecho a la ventana, y casi al mismo
instante, la puerta se abrió y cediendo de pronto a la violenta presión de los
que desde fuera empujaban, precipitó a éstos dentro de la habitación. Estaba
vacía. La ventana se hallaba abierta y Schalken saltó sobre una silla para
asomarse a la calle y al canal que corría bajo aquélla. No vio figura alguna
pero creyó contemplar cómo las aguas del ancho canal, bajo las ventana, se
agitaban formando anillos y más anillos que se ensanchaban en pesados círculos,
como si un momento antes hubieran sido alterados por la caída de una masa
grande y pesada.
Nunca
se descubrió la menos señal de Rose, ni nada cierto se supo nunca ni aun se
sospechó respecto a su misterioso esposo, no hallándose pista alguna que
permitiese desentrañar el intrincado laberinto y llegar a alguna conclusión
clara. Pero ocurrió un incidente que, aunque probablemente, a juicio de los más
racionales de nuestros lectores, no esclarece el asunto en lo más mínimo, sí
produjo una fuerte y duradera impresión en la mente de Schalken. Muchos años
después de los sucesos que hemos detallado, Schalken, que a la sazón vivía muy
lejos de allí, recibió noticia de que había fallecido su padre y de la fecha
fijada para su entierro en la iglesia de Rotterdam. Era necesario que la
fúnebre comitiva recorriese un camino muy largo y, como se comprenderá
fácilmente, que no fuese muy numerosa. Schalken, por su parte, llegó con
dificultades a Rotterdam en las últimas horas del día fijado para la ceremonia.
Pero aún no había llegado el cortejo. Cayó la noche y aún seguía sin aparecer.
Schalken entró y vagó por la iglesia —que encontró abierta— donde, según le
habían notificado, se iba a verificar el entierro, y en la cual ya estaba
abierta la cripta en que se depositaría el cuerpo. El sacristán, al ver un
caballero bien trajeado, cuyo objeto evidente era asistir al citado entierro, y
que paseaba ocioso por la nave de la iglesia, le invitó hospitalariamente a
compartir con él los placeres de un luminoso fuego de leña. Según costumbre suya
para tales ocasiones invernales, había encendido la chimenea en una cámara que
comunicaba, mediante un tramo de peldaños, con la cripta subterránea. En esa
cámara se sentaron Schalken y su acompañante, y el sacristán, después de varios
intentos infructuosos de entablar conversación con su invitado, se vio obligado
a dedicarse a su pipa y su tabaco para distraer la soledad. Pese a su tristeza
y preocupaciones, las fatigas de un rápido viaje de casi cuarenta horas
seguidas fueron apoderándose gradualmente de la mente y el cuerpo de Godfrey
Schalken, y se hundió en un profundo sueño del que fue despertado por golpecito
suave en el hombro.
Al
principio creyó que le llamaba el viejo sacristán, pero éste no estaba en la
habitación. Se levantó, y tan pronto como pudo observar con claridad cuando le
rodeaba, percibió una figura femenina, vestida con una especie de ligera túnica
de muselina, cuya parte superior estaba dispuesta en forma de velo que le
ocultase el rostro y que llevaba una lámpara en la mano. La figura se movía,
alejándose de él en dirección al tramo de escalones que conducían a las bóvedas
de la cripta. Schalken sintió un vago temor ante la visión de esta figura, pero
al mismo tiempo un impulso irresistible a seguir sus indicaciones. La siguió
hacia la cripta, pero al llegar al comienzo de la escalera se detuvo. La figura
también hizo un alto y volviéndose dulcemente hacia él dejó ver, a la luz de la
lámpara que portaba, el rostro y los rasgos de su primer amor, Rose
Valderkaust. No había nada horrible, ni aun triste, en su apariencia. Al
contrario, mostraba la misma dulce sonrisa que tanto encantara al artista en
otros tiempos, en sus días felices. Una sensación de pavor e interés, demasiado
intensa para resistirla, le incitó a seguir al espectro, si espectro era.
Descendió ella los peldaños —él la siguió— y torciendo a la izquierda y
atravesando un estrecho pasadizo, le condujo, para su infinita sorpresa, al
interior de lo que parecía ser una antigua vivienda holandesa, tal como las
pinturas de Gerard Douw habían inmortalizado. En la estancia había un abundante
y costoso mobiliario antiguo, y en un rincón se alzaba una cama con cuatro
columnas, rodeada de pesadas cortinas de paño oscuro. La figura frecuentemente
se volvía hacia él con la misma dulce sonrisa. Cuando llegó junto al lecho,
levantó sus cortinas y, a la luz de la lámpara con que iluminó su contenido,
mostró al horrorizado pintor, sentada, rígida, enhiesta, la forma lívida y
demoníaca de Vanderhausen. Apenas la vio, cayó Schalken al suelo, sin sentido,
donde fue descubierto a la mañana siguiente por las personas encargadas de
cerrar los pasajes del interior de la cripta. Yacía en una amplia celda,
derrumbado junto a un gran sarcófago sostenido por pequeños pilares de piedra
para preservarlo del ataque de los gusanos.
Hasta
el día de su muerte estuvo Schalken convencido de la realidad de esta visión;
nos ha dejado una curiosa prueba de la impresión que le produjo, en un cuadro
ejecutado poco antes después de los sucesos que acabamos de narrar y que es
estimable, no sólo por exhibir las peculiaridades que han hecho tan célebre
posteriormente la obra de Schalken, sino también por contener un retrato, tan
exacto y fiel como sea posible ejecutar de memoria, de su temprano amor, Rose
Velderkaust, cuyo misterioso destino quedará para siempre como tema de
discusión. El cuadro representa una cámara de viejos sillares, tal como se puede
encontrar en la mayor parte de las catedrales antiguas y está iluminada
tenuemente por la lámpara que lleva en la mano una figura femenina, tal como
más arriba hemos tratado de describir; y al fondo, y a la izquierda del que
contemple la pintura, se yergue la forma de un hombre aparentamente recién
salido del sueño y en actitud de temor, con la mano en la empuñadura de su
espada; esta última figura está iluminada sólo por el agonizante resplandor de
un fuego de leña o carbón. Toda la obra es un perfecto ejemplo de esa artística
y singular maestría en la distribución de luces y sombras que ha hecho inmortal
el nombre de Schalken entre los artistas de su país. Este relato es puramente
tradicional, y el lector deducirá fácilmente del hecho observable de que muchos
extremos de la relación quedan sin aclarar, cuando cualquier detalle adicional
podría haber añadido algún color y no poco efectismo al relato, que lo que
hemos pretendido presentar ante él no es una invención de la imaginación, sino
una tradición relativa y perteneciente a la biografía de un artista famoso.
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