Richard Matheson
Después de la cena, bajaron al lago y miraron el reflejo
de la luna sobre su superficie.
—Bonito, ¿verdad? —dijo
ella.
—Ajá.
—Han sido unas vacaciones muy agradables.
—Sí que lo han sido —dijo
él.
Detrás de ellos, la puerta del porche del hotel se abrió
y se cerró. Alguien bajó por el camino de grava en dirección al lago. Jean echó
un vistazo por encima del hombro.
—¿Quién es? —preguntó
Hal sin volverse.
—El hombre que vimos en el comedor —dijo
ella.
Al cabo de unos momentos, el hombre estaba en pie junto a
la orilla. Ni hablaba ni les miraba. Se quedó mirando los bosques distantes, al
otro lado del lago.
—¿Deberíamos hablar con él? —susurró
Jean.
—No lo sé —susurró
él.
Volvieron a mirar el lago y el brazo de Hal se deslizó
alrededor de su cintura.
De pronto, el hombre preguntó:
—¿Los oyen?
—¿Perdone? —dijo
Hal.
El hombrecillo se volvió y los miró. Sus ojos parecían
brillar bajo la luz de la luna.
—Les preguntaba si los oyen —dijo.
Hubo una breve pausa antes de que Hal preguntara:
—¿A quiénes?
—A los grillos.
Los dos se quedaron en silencio. Entonces Jean se aclaró
la garganta.
—Sí, son agradables —dijo.
—¿Agradables?
El hombre se dio la vuelta. Al cabo de un momento, se dio
la vuelta otra vez y se acercó hasta ellos.
—Me llamo John Morgan —dijo.
—Hal y Jean Galloway —le
dijo Hal, y se produjo un silencio incómodo.
—Hace una noche maravillosa —tanteó
Jean.
—La haría si no fuera por ellos —dijo el señor Morgan—.
Los grillos.
—¿Por qué no le gustan? —preguntó Jean.
El señor Morgan pareció escuchar un momento, con la cara
rígida. Su delgada garganta subió y bajó. Luego forzó una sonrisa.
—Permítanme el placer de invitarles a una copa de vino —dijo.
—Bueno... —empezó Hal.
—Por favor.
Había una urgencia repentina en la voz del señor Morgan.
El comedor era como una enorme caverna sombría. La única
luz procedía de la pequeña lámpara de su mesa, que proyectaba sus sombras
amorfas sobre las paredes.
—A su salud —dijo el señor Morgan, levantando el vaso.
El vino era seco y áspero. Rodó en gotas heladas por la
garganta de Jean, provocándole un escalofrío.
—¿Qué les pasa a los grillos? —preguntó Hal.
El señor Morgan
dejó la copa.
—No sé si debería decírselo —dijo. Los observó atentamente.
Jean se sentía inquieta bajo su examen y estiró la mano para tomar un sorbo de
su copa.
De pronto, con un movimiento tan brusco que hizo que su
mano diera una sacudida y derramara algo de vino, el señor Morgan sacó un
pequeño cuaderno de notas del bolsillo de su chaqueta. Lo depositó sobre la
mesa cuidadosamente.
—Aquí tienen —dijo.
—¿Qué es? —preguntó Hal.
—Un código —dijo el señor Morgan.
Observaron cómo se servía más vino, y luego dejó la
botella y la sombra de la botella sobre el mantel de la mesa. Tomó la copa e
hizo girar su soporte entre los dedos.
—Es el código de los grillos —dijo.
Jean se estremeció. No sabía por qué. No había nada
terrible en aquellas palabras. Era la forma en que las había dicho el señor
Morgan.
El señor Morgan se inclinó hacia delante, sus ojos
brillando bajo la luz de la lámpara.
—Escuchen —dijo—. Cuando frotan sus alas no se limitan a
producir ruidos indiscriminados —se detuvo—. Están enviando mensajes —dijo.
Jean se sintió como si fuera un pedazo de madera. Parecía
que la habitación se balanceara a su alrededor, que todo se inclinara hacia
ella.
—¿Por qué nos cuenta esto? —preguntó Hal.
—Porque ahora estoy seguro —dijo el señor Morgan. Se
inclinó aún más—. ¿Alguna vez han prestado atención a los grillos? —preguntó—.
Me refiero de verdad. Si lo hubieran hecho, habrían distinguido un ritmo en el
ruido que emiten. Un compás... un tono definido.
»Yo los he escuchado —continuó—. Los he escuchado durante
siete años. Y cuanto más los escuchaba más me convencía de que su ruido era un
código; que estaban enviando mensajes en la noche.
»Entonces, hace una semana, de pronto distinguí el
patrón. Es como un código morse, sólo que, por supuesto, los sonidos son
distintos.
El señor Morgan dejó de hablar y miró su cuaderno negro.
—Y aquí está —dijo—. Después de siete años de trabajo,
aquí está. Lo he descifrado.
Su garganta se movió convulsivamente al recoger su vaso y
vaciarlo de un trago.
—Bueno, ¿y qué dicen? —preguntó Hal, violento.
El señor Morgan le miró.
—Nombres —dijo—. Vean, se lo enseñaré.
Buscó en uno de sus bolsillos y extrajo un lápiz
achatado. Arrancando una página en blanco de su cuaderno, empezó a escribir en
ella, murmurando entre dientes.
—Uno, uno, silencio, uno, uno, uno, silencio, uno,
silencio...
Hal y Jean se miraron el uno al otro. Hal intentó sonreír
pero no pudo. Volvieron a mirar al hombrecillo inclinado sobre la mesa,
escuchando a los grillos y escribiendo.
El señor Morgan soltó el lápiz.
—Servirá para que se hagan una idea —dijo, ofreciéndoles
la hoja. La miraron. MARIE CADMAN, decía. JOHN JOSEPH ALSTER. SAMUEL...
—Ya ven —dijo el señor Morgan—. Nombres.
—¿De quién? —Jean tuvo que hacer la pregunta, aun cuando
no quería.
El señor Morgan apretó el cuaderno en un puño.
—De los muertos —contestó.
Aquella noche, Jean se metió en la cama al lado de Hal y
se abrazó fuerte a él.
—Tengo frío —murmuró.
—Tienes miedo.
—¿Y tú no?
—Bueno —dijo—, si lo tengo, no es por lo que crees.
—¿Ah, no?
—No me creo lo que ha dicho. Pero podría ser un hombre
peligroso. Eso es lo que me da miedo.
—¿De dónde habrá sacado esos nombres?
—Puede que sean amigos suyos —dijo—. Tal vez los sacara
de lápidas. Tal vez se los inventara —gruñó suavemente—. Pero no creo que se
los dijeran los grillos —dijo.
Jean se acurrucó junto a él.
—Me alegro de que le dijeras que estábamos cansados —dijo—.
No habría podido soportarlo mucho más tiempo.
—Cariño —dijo—, ese amable hombrecillo nos informa sobre
los grillos y tú le menosprecias.
—Hal —dijo—, no podré volver a disfrutar de los grillos en
toda mi vida.
Se apretaron mucho el uno al otro y se durmieron. Y
fuera, en la oscuridad silenciosa, los grillos frotaron sus alas hasta que
llegó la mañana.
El señor Morgan cruzó rápidamente el comedor y se sentó a
la mesa.
—Llevo todo el día buscándoles —dijo—. Tienen que
ayudarme.
Hal apretó los labios.
—¿Ayudarle a qué? —preguntó, bajando el tenedor.
—Saben que les he descubierto —dijo el señor Morgan—. Van
a por mí.
—¿Quiénes, los grillos? —preguntó Hal, harto.
—No lo sé —dijo el señor Morgan—. O ellos o...
Jean sujetó el cuchillo y el tenedor con dedos rígidos.
Por alguna razón, sintió que un escalofrío subía por sus piernas.
—Señor Morgan —Hal intentó sonar paciente.
—Compréndanme —suplicó el señor Morgan—. Los grillos
están bajo las órdenes de los muertos. Los muertos son quienes envían estos
mensajes.
—¿Por qué?
—Están recopilando una lista de todos sus nombres —dijo
el señor Morgan—. Envían los nombres a través de los grillos para que los otros
lo sepan.
—¿Por qué? —repitió Hal.
Las manos del señor Morgan temblaron.
—No lo sé, no lo sé —dijo—. Tal vez cuando haya nombres
suficientes, cuando haya suficientes preparados, ellos... —su garganta se movió
convulsivamente—. Ellos vuelvan —dijo.
Pasado un instante, Hal preguntó:
—¿Qué le hace pensar que está en peligro?
—Que mientras estaba copiando más nombres anoche —dijo el
señor Morgan—, pronunciaron mi nombre.
Hal rompió el pesado silencio.
—¿Qué podemos hacer nosotros? —preguntó con una voz que
bordeaba la grosería.
—No se separen de mí —dijo el señor Morgan—, para que no
me puedan coger.
Jean miró nerviosa a Hal.
—No les molestaré —dijo el señor Morgan—, ni siquiera me
sentaré aquí, me sentaré al otro lado de la habitación. Sólo quiero tenerlos a
la vista.
Se levantó rápidamente y sacó su cuaderno.
—¿Quieren ver esto? —preguntó.
Antes de que pudiera decir otra palabra, dejó la mesa y
cruzó el comedor, esquivando las mesas con manteles blancos. Se sentó a unos
quince metros de ellos, mirándoles directamente. Vieron que estiraba la mano y
encendía la luz de la lámpara.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jean.
—Nos quedaremos un rato —dijo Hal—. Nos acabaremos la
botella, y cuando esté vacía, nos iremos a la cama.
—¿Tenemos que quedarnos?
—Cariño, ¿quién sabe lo que puede pasarle por la cabeza?
No quiero arriesgarme.
Jean cerró los ojos y resopló cansada.
—Menuda manera de arruinarnos las vacaciones —dijo.
Hal estiró la mano y cogió el cuaderno. Al hacerlo, tomó
conciencia del murmullo de los grillos en el exterior. Hojeó las páginas.
Seguían un orden alfabético, y en cada página había tres letras con sus
equivalentes rítmicos.
—Nos está observando —dijo Jean.
—Olvídale.
Jean se inclinó y miró el cuaderno con él. Sus ojos
siguieron los conjuntos de puntos y rayas.
—¿Crees que hay algo de verdad en esto? —preguntó.
—Esperemos que no —dijo Hal.
Intentó escuchar el ruido de los grillos y encontrar
algún punto de comparación con las notas. No pudo. Después de varios minutos, cerró el libro.
Cuando la botella de vino se quedó vacía, Hal se puso en
pie.
—A la cama —dijo.
Antes de que Jean se hubiera levantado, el señor Morgan
ya estaba a mitad de camino de su mesa.
—¿Se marchan? —preguntó.
—Señor Morgan,
son casi las once —dijo Hal—. Estamos cansados. Lo siento pero tenemos que
irnos a la cama.
El hombrecillo se quedó sin palabras. Miró a uno y otro
con ojos suplicantes, desesperados. Parecía a punto de hablar, cuando sus
estrechos hombros se hundieron y su mirada cayó al suelo. Le oyeron tragar
saliva.
—¿Cuidarán del cuaderno? —preguntó.
—¿No lo quiere usted?
—No —el señor Morgan se dio la vuelta. Dio unos pasos, se
detuvo y miró hacia atrás por encima del hombro—. ¿Podrían dejar la puerta
abierta para que pueda... llamarles?
—Muy bien, señor Morgan —dijo Hal.
Una leve sonrisa animó los labios del señor Morgan.
—Gracias —dijo, y se marchó.
Eran más de las cuatro cuando les despertó el chillido.
Hal sintió los dedos de Jean aferrando su brazo mientras ambos se sentaban en
la cama de un salto, mirando la oscuridad.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Jean, tragando saliva.
—No lo sé —Hal se quitó las sábanas de encima y cayó de
un salto al suelo.
—¡No me dejes! —dijo Jean.
—¡Pues ven conmigo!
El pasillo estaba iluminado por una bombilla desangelada.
Hal corrió sobre las tablas del suelo hacia la habitación del señor Morgan. La
puerta estaba cerrada, aunque antes la había dejado abierta. Hal llamó con el
puño.
—¡Señor Morgan! —gritó.
Del interior de la habitación procedía un ruido
chasqueante, de roce, como de un millón de tamborcillos tocados salvajemente.
El ruido hizo que la mano de Hal se retirase convulsivamente del pomo de la
puerta.
—¿Qué es eso? —preguntó Jean con un susurro aterrorizado.
No contestó. Se quedaron inmóviles, sin saber qué hacer.
Entonces, dentro, el ruido cesó. Hal respiró hondo y empujó la puerta hasta
abrirla.
El chillido se ahogó en la garganta de Jean.
Tumbado en un charco de luz de luna salpicada de sangre
estaba el señor Morgan, con la piel desgarrada como si le hubieran cortado con
mil pequeñas navajas. Había un enorme agujero en la pantalla de la ventana.
Jean se quedó paralizada, un puño apretado contra la boca
mientras Hal se acercaba al lado del señor Morgan. Se arrodilló junto al hombre
inmóvil y palpó el pecho del señor Morgan, donde la prenda superior del pijama
había sido hecha trizas. Un débil latido palpitaba bajo sus dedos temblorosos.
El señor Morgan abrió los ojos. Ojos fijos como platos
que no reconocían nada, que miraban a través de Hal.
—P-H-I-L-I-P M-A-X-W-E-L-L —el señor Morgan deletreó el
nombre con voz gorgoteante.
—M-A-R-Y G-A-B-R-I-E-L —deletreó el señor Morgan, con los
ojos vidriosos.
El pecho se le hinchó una vez. Sus ojos se abrieron aún
más.
—J-O-H-N M-O-R-G-A-N —deletreó.
Entonces sus ojos se dirigieron a Hal. De su garganta
surgió un terrible traqueteo. Como si un poder que no fuera suyo le estuviera
arrancando los sonidos uno a uno, volvió a hablar.
—H-A-R-O-L-D G-A-L-L-O-W-A-Y —deletreó—, J-E-A-N
G-A-L-L-O-W-A-Y.
Y entonces se quedaron solos con un muerto. Y fuera, en
la noche, un millón de grillos frotaron sus alas.
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