Bram Stoker
Próxima la
época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde
poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y
también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho
tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pequeño pueblo sin pretensiones
donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus deseos de pedir consejo a
algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido
donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades,
y todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los
amigos. Así que decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan
sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró
un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los
trenes de cercanías.
Cuando al cabo de tres horas de viaje se bajó en
Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus
pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para
proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del pequeño y
soñoliento lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo
donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era
invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días
no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una
residencia aún más aislada y apacible que una fonda tan tranquila como «El Buen
Viajero». Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas
ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra más
apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía
transmitir una cierta idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de
construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más
pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas;
estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En
realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple
vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó—
el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su
alegría aumentó cuando se dio cuenta que estaba sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del
agente, que se sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la
vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un
amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer que le
producía el que alguien desease alquilar la casa.
—A decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por
los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque
fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla
habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie
de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es
ocuparla..., aunque sólo sea —añadió, alzando una astuta mirada hacia
Malcolmson— por un estudiante como usted, que desea quietud durante algún
tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre
acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más
información en cualquier otro lugar. Pagó pues por adelantado el alquiler de
tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se
comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De
ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y
bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y
provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le
dijo dónde pensaba alojarse.
—¡En la Casa del Juez no! —exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero
le explicó dónde estaba situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
—¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda que es el mismo
sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por
qué se llamaba así y qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el
pueblo la llamaban así porque hacía muchos años (no podía decir exactamente
cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían ser al
menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su
tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la
hostilidad con la que siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca
de lo que había en contra de la casa no podía decir nada. Ella misma lo había
preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos modos, el
sentimiento general era que allí había algo, y ella por su parte no aceptaría
ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que
permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson
ante la posibilidad que sus palabras pudieran preocuparle.
—Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y
además el que usted, un caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga,
a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no
pasaría usted allí ni una [sola] noche, aunque tuviera que ir yo misma en
persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas
intenciones, que Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le
expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente,
añadió:
—Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es
necesario que se preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas
superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle
ninguno de esos misteriosos «algos»; por otra parte, mi trabajo es demasiado
exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste
atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica, las
permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios
suficientes para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de
suministrarle provisiones, y él fue en busca de la vieja que le habían
recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de unas dos horas, regresó
con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba
en persona, junto con varios hombres y chiquillos portadores de diversos
paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en una carreta, puesto
que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas estuvieran
todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de
huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por
lo menos cincuenta años.
La buena mujer sentía a todas luces curiosidad por
ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan
temerosa de los «algos» que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual
no se separó ni un solo instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el
gran comedor, que era lo suficientemente espacioso como para satisfacer todas
sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la
asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos,
Malcolmson vio que, con mucha y bondadosa previsión, la mujer le había enviado
de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de
marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma
puerta, se volvió para decir:
—Quizá, señor, puesto que la habitación es grande y
con muchas corrientes de aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos
biombos grandes alrededor de la cama por la noche... Pero, laverdad sea dicha,
yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa
clase de..., ¡de «cosas» que asomarán sus cabezas por los lados o por encima
del biombo y se pondrán a mirarme!
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para
sus nervios y huyó precipitadamente.
La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó
un despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó
categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada a
atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
—Le diré a usted lo que pasa, señor —dijo—. Los
duendes son toda clase de cosas..., ¡menos duendes! Ratas, ratones y
escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de cajones que
aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la
noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo..., tiene cientos de
años! ¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que
sí! ¿E imagina usted que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los
duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas..., ¡y no crea otra cosa!
—Señora Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una
pequeña inclinación de cabeza—, ¡sabe usted más que un catedrático de
matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi estima hacia su indudable
salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré
que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto
que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
—¡Muchas gracias por su amabilidad, señor!
—respondió ella—. Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio:
vivo en la Casa de Caridad Greenhow, y si pasara una sola noche fuera de mis
habitaciones perdería todos los derechos de seguir viviendo allí. La reglas son
muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me
decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho
gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.
—Mi buena señora —dijo apresuradamente Malcolmson—,
he venido aquí con el propósito de estar solo, y créame que le estoy
profundamente agradecido al difunto señor Greenhow por haber organizado su casa
de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que me vea privado por la
fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no
habría podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
—¡Ah! —dijo—, ustedes los señoritos jóvenes no se
asustan de nada. Puede estar seguro que encontrará aquí toda la soledad que
desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer,
cuando Malcolmson regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros
para estudiar mientras paseaba), se encontró con la habitación barrida y
aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena con las
excelentes provisiones de la señora Witham.
—¡Esto sí es comodidad! —dijo mientras se frotaba
las manos.
Tras terminar de cenar y poner la bandeja con los
restos de la cena al otro extremo de la gran mesa de roble, volvió a sus
libros: echó más leña al fuego, despabiló la lámpara y se sumergió en su duro
trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su
tarea durante unos momentos para avivar el fuego y despabilar de nuevo la
lámpara y hacerse una taza de té.
Siempre había sido muy aficionado al té; durante
toda su vida universitaria solía quedarse estudiando hasta muy tarde, y siempre
tomaba té y más té hasta que dejaba de estudiar. El descanso era un lujo para
él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso y voluptuoso desahogo. El
fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y
antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la
sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por
primera vez el ruido que hacían las ratas.
«Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el
tiempo que he estado estudiando —pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado
cuenta!» Luego, mientras el ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que
aquellos rumores eran realmente nuevos. Resultaba evidente que al principio las
ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego
y de la lámpara, pero a medida que transcurría el tiempo se habían ido
volviendo más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus
ocupaciones habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por
detrás del zócalo que revestía la pared, por encima del cielo raso, por debajo
del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban!
Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la
señora Dempster: «los duendes son las ratas y las ratas son los duendes». El té
empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios e intelecto, y el
estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo
hechizo del estudio antes que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal
sensación de comodidad que se permitió el lujo de echar un ojeada por la
habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose
por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido
abandonada durante tanto tiempo. Los paneles de roble que recubrían las paredes
estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era
hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero
estaban tan densamente cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir
ningún detalle a pesar que levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos.
Aquí y allá, en su recorrido, topó con alguna grieta o agujero bloqueados por
un momento por la cabeza de una rata, cuyos brillantes ojos relucían a la luz,
pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida.
Sin embargo, lo que más intrigó a Malcolmson fue la cuerda de la gran campana
de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de
la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y
respaldo alto y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo
terminado, avivó el fuego y volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la
mesa, con el fuego a su izquierda. Durante un buen rato las ratas perturbaron
su estudio con su continuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al ruido, del
mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un
torrente; y así se sumergió de tal forma en el trabajo que nada en el mundo,
excepto el problema que estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer
mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún,
levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación tan peculiar que precede al
amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido
de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión que había cesado
hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino
silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido
apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa
dirección, y a pesar de toda su sang froid, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto
respaldo, a la derecha de la chimenea, había una enorme rata que le miraba
fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata
no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino
que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara,
sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza.
Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la
chimenea, corrió hacia la rata para matarla. Pero antes que pudiera golpearla,
ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y,
trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la oscuridad
donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde.
Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras
los paneles de roble se reanudó.
Esta vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo
en el problema; pero, cuando el gallo cantó afuera anunciando la llegada del
alba, se fue a la cama a descansar.
Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó
cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando
la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó
discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco cansado
de su duro trabajo nocturno, pero una cargada taza de té lo despejó pronto y,
tomando un libro, salió a dar su paseo matutino, llevándose consigo unos
bocadillos por si no le apetecía volver hasta la hora de la cena. Encontró un
sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando
su Laplace. A su regreso pasó a saludar a la señora Witham y a darle las
gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de
su sanctasanctórum, emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a la
calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente
y negó con la cabeza al tiempo que decía:
—No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana está
usted más pálido que otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un
trabajo tan duro para el cerebro no es bueno para nadie. Pero dígame, señor,
¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la
señora Dempster me dijo esta mañana que le había encontrado tan profundamente
dormido cuando llegó!
—Oh, sí, todo ha sido estupendo —repuso él con una
sonrisa—; todavía no me han molestado los «algos». Sólo las ratas. Tienen
montado un auténtico circo por todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico,
que hasta se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y no se
habría marchado de no haberla yo amenazado con el atizador; entonces trepó por
la cuerda de la campana de alarma y desapareció allá arriba, por encima de las
paredes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad.
—¡Dios nos asista! —exclamó la señora Witham—. ¡Un
viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga
mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas que se dicen en broma.
—¿Qué quiere usted decir? Palabra que no la
comprendo.
—¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh,
señor, no se ría usted! —pues Malcolmson había estallado en una franca
carcajada—. Ustedes, la gente joven, creen que es muy fácil reírse de cosas que
hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera
Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía,
olvidados por un momento todos sus temores.
—¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me
juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho gracia..., eso que el viejo diablo
en persona estaba anoche sentado en mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su
casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más
temprano; con toda seguridad se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo
dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto causado por su
imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a fumar
y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa
noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba
abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más
atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas
las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos brillantes como
lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para
el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de
siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón.
A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por
el suelo o a lo largo de las molduras de la pared.
Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle
demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la
mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus
escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego,
a pesar del ruido, Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio.
De repente, alzó la vista, como la noche anterior,
dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido
de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el
extraño suceso de la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que
había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su
cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de
roble tallado de respaldo alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente
con unos ojillos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía
más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se lo arrojó. El libro
fue mal dirigido y la rata ni se movió; así que tuvo que repetir la escena del
atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente
cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana de alarma. También fue muy
extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la
reanudación del ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente,
Malcolmson no pudo ver por qué parte de la estancia desapareció el animal, pues
la pantalla de su lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación
y el fuego brillaba mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche y,
no descontento del divertissement, avivó el fuego y se preparó una taza de té.
Había trabajado perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó
merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble
tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a
pensar que le gustaría saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba
a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con
una ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma
que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego
apiló todos los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para
arrojárselos al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la
campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con
la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo
flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que
llevaba sin usar.
«Se podría colgar a un hombre de ella», pensó para
sí. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las
caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le
distrajo el ruido que hacían las ratas, pronto se abandonó por completo a sus
proposiciones y problemas.
De nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor.
Esta vez no fue sólo el repentino silencio lo que llamó su atención; había,
además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin
moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego
deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se
dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le
contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se
lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el
proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras
otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle
un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su
deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe
resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor
una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde
cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual
subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó
bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse.
Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio,
gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y
desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared,
indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
—Mañana le echaré una ojeada a la vivienda de mi
amiga —dijo en voz alta el estudiante, mientras recogía los volúmenes tirados
por el suelo—. El tercer cuadro partir de la chimenea: no lo olvidaré. —Tomó
los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo
sus títulos—. Secciones cónicas no la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas,
ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que
la alcanzó! —Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se
sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor,
inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí—: ¡La Biblia que
me dio mi madre!
¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas
del zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin embargo, ahora no le molestaban; al
contrario, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero
no pudo concentrarse en el estudio y, después de intentar inútilmente dominar
el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse,
justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la
ventana que daba al este.
Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho;
cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era
de haber descansado mal, y durante algunos minutos no pareció darse cuenta
exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la
criada.
—Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa
quiero que tome la escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos
cuadros..., especialmente el tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué
hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolmson
estudiando a la sombra de los árboles; a medida que transcurría el día notó que
sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo
del día anterior. Ya había conseguido solucionar satisfactoriamente todos los
problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba en un estado
tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en «El Buen
Viajero». La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un
desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía
hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato
a hacerle toda una serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la
presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:
—Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier
pregunta que quiera hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo
hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y
respondió al momento:
—¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
—¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí
a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento
desconcertado, y la señora Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia
otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó
en contestar con franqueza:
—Así fue, en efecto, pero no quería que usted se
enterase. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han
hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la idea que
estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan
cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a
estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis tiempos, y
por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin
ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un
universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante
sonrisa.
—¡Choque esos cinco!, como dicen en Norteamérica
—exclamó—. Le agradezco mucho su interés, y también a la señora Witham; y su
amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda. Prometo no volver a tomar
té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice. Y esta noche me iré a
la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
—Estupendo —dijo el médico—. Y ahora cuénteme usted
todo lo que ha visto en el viejo caserón.
Malcolmson relató con todo detalle lo sucedido en
las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones
de la señora Witham, hasta que finalmente, al llegar al episodio de la Biblia,
toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y
hasta que no se le administró un buen vaso de coñac con agua no se repuso. El
doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando
el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:
—¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana
de alarma?
—Sí, siempre.
—Supongo que ya sabrá usted —dijo el doctor tras una
pausa— qué es esa cuerda.
—¡No!
—Es —dijo el doctor lentamente— la misma que
utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por
otro grito de la señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios
para que volviera a recobrarse. Malcolmson, tras consultar su reloj, observó
que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se
hubo recobrado.
Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí,
asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía
metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.
—Ya tiene allí demasiadas preocupaciones —añadió.
El doctor Thornhill respondió:
—¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto!
Lo que yo quería era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y
mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de gran
sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas
formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental
y corporalmente como el que más.
Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del
diablo... —El doctor agitó la cabeza y prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a
pasar la noche con él, pero estoy seguro que eso le hubiera humillado.
Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño
terror o alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está
completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a
tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y
tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch
recibe una sorpresa antes de mañana.
—Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
—Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho
probable, que esta noche oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como se
podía esperar.
Cuando Malcolmson llegó a la casa descubrió que era
un poco más tarde que de costumbre y que la señora Dempster ya se había
marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se
alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, un alegre fuego
ardía en la chimenea y la lámpara estaba bien despabilada. La tarde era muy
fría para el mes de abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que
crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El
ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada,
pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron.
Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo
que le hacía sentirse acompañado.
Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño
hecho que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la
gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena. Sólo estaba encendida la
lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la parte
superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea
se extendía cálida y agradable por el pavimento y brillaba sobre el blanco
mantel que cubría la mesa. Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y
espíritu alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a
su trabajo, decidido a que nada le distrajese, pues recordaba la promesa hecha
al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo que
disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, y
luego sus pensamientos empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear
por su cuenta. Las actuales circunstancias en las que se hallaba y la llamada
de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por
aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval
en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde
sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples
chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en
los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del
tejado debía estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y
bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo
inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y
hueco.
Al escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del
doctor: «Es la cuerda que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del
cruel juez.» Se acercó al rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para
contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso interés por ella, y
mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes
habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre
ante su vista una reliquia tan macabra.
Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la
campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento,
pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de
temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme
rata que, lentamente, bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y
retrocedió con brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta,
trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio
cuenta que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a
comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no
había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había
pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola
se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde
había visto desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente
sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus
facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su
frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse
nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos
pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio
era ya claramente distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y
armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una
boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de
un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de
un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna.
Contemplándolos, Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a
los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a
ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del
cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a
reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble
tallado de respaldo alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la
cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior
enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció en esa
escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor,
como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a
dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea y, lanzando un grito
desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando
tras ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre
mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la
tormenta, todo mantenía un completo silencio.
La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la
realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la
necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando
hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento.
—Esto no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo
así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por
Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es
curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora
todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó
resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando
levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el
viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas
los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa,
sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran
chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía
ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo. Malcolmson escuchó con
atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía
del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que
debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la
campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó
sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda
estaba ya casi roída por completo; se podía ver un color más claro en el punto
donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la
tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de
roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como
una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse
a uno y otro lado. Malcolmson sintió por un momento otra oleada brusca de terror
al darse cuenta que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir
auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida
por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó
contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes que el proyectil pudiera
alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido.
Malcolmson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y
desapareció en las sombras de la estancia.
Malcolmson comprendió que el estudio había
terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la monotonía de su
vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir
un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de
la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en
comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron
limpiamente. Desde donde estaba Malcolmson pudo ver, justo frente a él, el tercero
a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran
miedo empezó a invadirle.
En el centro del cuadro había un espacio vacío,
grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando
fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes, con la
silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había
desaparecido.
Malcolmson estremecido de terror, fue girando
lentamente, y entonces empezó a estremecerse y a temblar como afectado por un
ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole incapaz
de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y
oír.
Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo,
estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos
brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel,
mientras sostenía en sus manos un negro birrete. Malcolmson notó que la sangre
huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada
ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar
de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las
campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado.
Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una
estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror. A
medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la
cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó
el negro birrete en la cabeza.
Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su
asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos
como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus
extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta
quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en
su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a
donde se encontraba Malcolmson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó;
entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson empezó
a darse cuenta en ese momento que había caído en una trampa, e intentó pensar
qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se
apartaban de él, y cuya mirada Malcolmson se veía forzado a sostener. Vio que
el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven),
levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un
gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su
lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el
juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante
consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo.
Esto se repitió muchas veces, sin que el juez
pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un
gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, Malcolmson arrojó
una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante
luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y
agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física,
le proporcionó un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta que la cuerda
de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro estaba
cubierto de ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular
del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba
a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El
sonido fue muy tenue, pero apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría
aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos
fijos en Malcolmson, los levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su
rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el suelo con el
pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso
estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez
volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda,
como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue
acercando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al
llegar frente al estudiante pareció irradiar algo paralizante con su sola
presencia, y Malcolmson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su
garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo
se apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del
muchacho, lo levantó, colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido
junto a él, alzó su mano y tomó el extremo de la oscilante cuerda de la campana
de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del
techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató
a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al
suelo, quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa
del Juez se congregó de inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas
y, silenciosamente, la multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon
fuertemente la puerta, pero nadie respondió. Entonces la echaron abajo y
penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos.
El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo
de la cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez
mostraba una sonrisa maligna.
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