Roberto Bolaño
La forma en que se desarrolló mi
amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía
veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona,
en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras
marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un
cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir
durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y
dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar,
momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una
sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba,
de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y
aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso
fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de
Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su
nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades:
poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a
luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me
pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me
enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores,
su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía.
Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía
(no tenía muchos) y me senté a esperar.
Cuando el premio se falló
trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde
absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil
pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me
llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis
finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el
premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso
siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo
libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un
cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un
cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había
muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo
plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el
cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios
geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un
ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer
accésit y al cuarto, quinto y sexto.
No sé qué fue lo que me impulsó a
pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una
novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela
era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos
momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la
Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la
habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial,
pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me
encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en
varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi
todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía
otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas,
y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años
veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más
conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti,
desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus
secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea
excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores
de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera
anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y
escéptica que al final se los fue tragando a todos.
A mí me gustaban. En una época
lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los
cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos
de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas
argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo
del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la
mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban
parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían
en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos
compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi
favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera
sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso
literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él,
saludarlo, decirle cuánto lo quería.
Así pues, el Ayuntamiento de
Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después
de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de
ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi
casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de
la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas
ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería
junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que
esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome
las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le
había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario
que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma
sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente)
para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había
leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden»,
decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no,
como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en
los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a
preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte»,
encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En
contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en
Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas
bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas
madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos
concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más
bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una
carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía.
Recuerdo que pensé: qué extraña
carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días
aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de
libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía
mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho
habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de
vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro
de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo,
de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este
material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor
quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en
todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces
hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos,
aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se
desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se
llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada,
desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo
que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de
cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que
a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva.
En el concurso de Plasencia no
alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares
de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me
quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que
decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los
días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos
atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos
de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos
los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas,
ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de
la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de
posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito
catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en
ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta.
Como siempre, la respuesta me
llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de
mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién
comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres
concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado,
premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente,
el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté
diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en
marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la
mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le
pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por
capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y
el laberinto, les sucede a muchos chilenos.
La respuesta de Sensini fue
puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En
un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de
estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le
hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe
si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al
referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro,
decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un
poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la
información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan
previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que
participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como
medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por
ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas.
Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y
que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera
experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una
vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue
como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el
tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin
remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en
ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios
estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin
remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre
existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio
singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y
poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la
literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el
repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues
éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las
leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin
remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida
precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La
carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo
vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero
que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si
en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la
salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir
sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de
la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy
triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si
me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue
inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue
como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se
parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria.
No me dediqué, como me sugería
Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que
entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer
doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba
Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más
profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le
proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante
un año por la red de la Renfe.
Con el tiempo fui sabiendo más
cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de
diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba
perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía
treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus
diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de
derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En
esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la
descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas.
Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco
años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini
escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me
pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido
una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por
supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario,
Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo,
una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a
Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por
lo que pasó mi hijo mayor.
Poco a poco las cartas de Sensini
se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un
piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía
de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini
escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están
dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos
editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a
pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus
numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las
olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era
ligarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en
comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media
baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el
curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores
editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en
más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La
hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era
inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba
a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena
estudiará medicina.
Una noche le escribí pidiéndole
una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di
cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó
una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a
una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta,
con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad
miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al
fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la
foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos
de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos
pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la
cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia.
Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir
bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que
lo hacía parecer mayor.
Durante mucho tiempo la foto y la
fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato
contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta
caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara
una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de
la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que
me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así
que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más
dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto
con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin
recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros
que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y
que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el
amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en
busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que
brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían
imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano.
La respuesta fue larga y cordial.
Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un
poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la
postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco,
apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y
domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino
que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo
quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini
imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a
principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco
hablaba de los concursos.
Al principio pensé en mandarle a
Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no
hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron
las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo
mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una
carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté
sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes
certámenes literarios adonde enviar sus relatos.
Insistí en que viajaran a Girona.
Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos
días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones
en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer.
Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que
comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía
cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la
Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga
carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me
informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez,
era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo
que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando.
En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la
profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte
para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya
digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su
familia no estaba bien de salud.
Dos o tres meses después me llegó
la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un
cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor,
sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de
organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta
cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera
gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo
yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía,
aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el
cadáver de Gregorio.
Luego llegó el verano y me puse a
trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en
conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de
ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo
reseñó.
A finales de agosto le envié una
tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle
una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la
poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con
fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina,
que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso
permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el
destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por
supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de
inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta.
Poco a poco me fui haciendo a la
idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me
escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar.
Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo.
La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me
consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para
respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid,
con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de
un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí
y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a
Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías
de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca
iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y
de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho
suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí.
Uno o dos años después supe que
había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en
ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por
aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de
haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el
escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en
España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban
Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que
Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico.
Tiempo después, cuando la foto de
Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban
junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que
prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían
de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo,
me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido
a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré
a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini,
aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían
pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz
ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los
invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático
rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella
noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba
Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía
en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa.
¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había
visto en foto, le contesté.
Después de cenar les preparé una
habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también
pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a
resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban
dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me
puse a pensar en Sensini.
Poco después sentí pasos en la
escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado
y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona
(llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan
tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después
hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de
la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba
muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté
cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en
Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual
que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un
trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada.
¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián
y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No,
poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las
imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le
puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por
Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después
Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires.
Se había marchado de Madrid ya
enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis
y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la
Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde
la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio.
Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y
rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar
con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario,
consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron
exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a
Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e
incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas
reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna
noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el
montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor
seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o
no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un
Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que
Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció.
Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía,
dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier
condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos
Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió.
Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en
un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía
todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había
reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y
dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me
miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de
importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y
a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran
divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un
nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los
cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me
imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu
padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo
Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos
quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un
accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió
una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo
ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió
sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije
yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho
algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de
coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona.
Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío,
y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De
pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa
habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas
imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se
moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener
más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.
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