José Donoso
No
recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su
existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía
que atravesaba un barrio popular.
Cuando
me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún
tranvía, cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba
un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo
esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una semana,
limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las calles.
No
recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el
tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y,
sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia
como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la
reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante de mí, un cuello
rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada; tres o cuatro
personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la esquina había una
botica de barrio con su letrero luminoso, y un carabinero bostezó junto al
buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además, vi una rodilla
cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.
Conocía
la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en indagar
dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la
sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la mirada para
ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un impermeable verde.
Era
una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero
funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por
miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones
regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más
de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo más distintivo
de su rostro.
Hago
esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la
señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo
desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que
limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. Un chiquillo salió de un
despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La hilera de casas bajas se
prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta, dos
ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus
comercios exiguos.
Iban
tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó del
tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no
volví a pensar en ella? No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.
Mi
casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el
tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a
medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba
cansado, ya que pasara gran parte de la noche charlando con amigos ante
cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello del abrigo muy
subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó
familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un
instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde
anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable
verde. Hay miles de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de
que se trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos
segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra acera. Esa noche me
dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la calle
solitaria.
Una
mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El
movimiento de las doce estaba en su apogeo. Las mujeres se detenían en las
vidrieras para discutir la posible adquisición de un vestido o de una tela. Los
hombres salían de sus oficinas con documentos bajo el brazo. La reconocí de
nuevo al verla pasar mezclada con todo esto, aunque no iba vestida como en las
veces anteriores. Me cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no se
había borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la
ciudad.
En
adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas
partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me
asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme. Pero la
deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio
de la multitud. A mí, en cambio, me gustaba percibir su identidad entre tanto
rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella lo cruzaba llevando un
bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella pagando
los suyos. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me
miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa.
Usaba un anillo grande, bastante vulgar.
Poco
a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo un
libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en
vez de concentrarme en lo escrito. Lo colocaba en situaciones imaginarias, en
medio de objetos que yo desconocía. Principié a reunir datos acerca de su
persona, todos carentes de importancia y significación. Le gustaba el color
verde. Fumaba sólo cierta clase de cigarrillos. Ella hacía las compras para las
comidas de su casa.
A
veces sentía la necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado
para salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y
volvía malhumorado a encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa
durante el resto de la noche.
Una
tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el
banco de una plaza. Sólo en esta ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva,
parecía un accidente en ese barrio utilitario, ni próspero ni miserable. Los
árboles eran raquíticos, como si se hubieran negado a crecer, ofendidos al ser
plantados en terreno tan pobre, en un sector tan opaco y anodino. En una
esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras de tres muchachos que
charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que al parecer
nunca se terminó de construir, había ladrillos trizados, cáscaras de fruta,
papeles. Las parejas apenas conversaban en los bancos, como si la fealdad de la
plaza no propiciara mayor intimidad.
Por
uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban
con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora
decía con tono acongojado: -¡Imposible!
La
otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla.
Circundando la pileta inconclusa se alejaron por otro sendero.
Inquieto,
me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para preguntar
a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas
cuantas personas transitaban en pos de los últimos menesteres del día.
No
tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la
esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía
haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no poseía la
menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber
si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba. Frecuenté los sitios en
que soliera divisarla, pensando detener a algunas personas que se me antojaban
sus parientes o amigos para preguntarles por la señora. Pero no hubiera sabido
por quién preguntar y los dejaba seguir. No la vi en toda esa semana.
Las
semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para
quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al
cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto el primer día y cuando
menos lo esperara. Pero no logré resistirme, y salí después de dos días en que
la señora habitó mi cuarto en todo momento. Al levantarme, me sentí débil,
físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y
asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no apareció por parte
alguna.
Pero
después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón
de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una
gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de la
estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió en la confusión de las
calles.
Su
imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella
ocasión. Volví a mis amigos, conocí gente y paseé solo o acompañado por las
calles. No es que la olvidara. Su presencia, más bien, parecía haberse fundido
con el resto de las personas que habitan la ciudad.
Una
mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba
muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles
de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas
por un chal peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del
jardín, alistándolos para el verano. Había poca gente, y los objetos y los
ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido... Pero en alguna parte de
la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir.
Regresé
a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.
Desde
mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue
madurando lentamente más allá de los techos, y más allá del cerro, la luz fue
gastándose más y más. Los alambres seguían vibrando, respirando. En el jardín
alguien regaba el pasto con una manguera. Los pájaros se aprontaban para la
noche, colmando de ruido y movimiento las copas de todos los árboles que veía
desde mi ventana. Rio un niño en el jardín vecino. Un perro ladró.
Instantáneamente
después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de
silencio en la tarde apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio
desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa
noche, y arderían cirios en una habitación llena de voces quedas y de
consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible, apagándose todos
mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber dormido, porque
no recuerdo más de esa tarde.
Al
día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia
anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?… Sí. Sin
duda era ella.
Asistí
al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre
personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien
sentían dolor. Después caminé un rato bajo los árboles oscuros, porque esa
tarde asoleada me trajo una tranquilidad especial.
Ahora
pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.
A
veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no
es más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me
ocurre que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de imperturbable verde.
Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho,
en una pared con centenares de nichos todos iguales.
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