Dino Buzzatti
Partí
a explorar el reino de mi padre, pero día a día me alejo más de la ciudad y las
noticias que me llegan se hacen cada vez más escasas. Comencé el viaje apenas
cumplidos los treinta años y ya más de ocho han pasado, exactamente ocho años,
seis meses y quince días de ininterrumpida marcha. Cuando partí, Veía que en
pocas semanas alcanzaría con facilidad los confines del reino; sin embargo, no
he cesado de encontrar nuevas gentes y pueblos, y en todas partes hombres que
hablaban mi misma lengua, que decían ser súbditos míos. A veces pienso que la
brújula de mi geógrafo se ha vuelto loca y que, creyendo ir siempre hacia el
mediodía, en realidad quizá estemos dando vueltas en torno a nosotros mismos,
sin aumentar nunca la distancia que nos separa de la capital; esto podría
explicar por qué todavía no hemos alcanzado la última frontera. Más a menudo,
sin embargo, me atormenta la duda de que este confín no exista, de que el reino
se extienda sin límite alguno y de que, por más que avance, nunca podré llegar
a su fin.
Emprendí
el camino cuando tenía ya más de treinta dos, demasiado tarde quizás. Mis
amigos, mis propios parientes, se burlaban de mi proyecto como de un inútil
dispendio de los mejores años de la vida. En realidad, pocos de aquellos que
eran de mi confianza aceptaron acompañarme.
Aunque
despreocupado —¡mucho más de lo que lo soy ahora!—, pensé en el modo de poder comunicarme
durante el viaje con mis allegados y, de entre los caballeros de mi escolta,
elegí a los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros.
Creía,
ignorante de mí, que tener siete era incluso una exageración. Con el tiempo
advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, y eso que ninguno de
ellos ha caído nunca enfermo ni ha sido sorprendido por los bandidos ni ha
reventado ninguna cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una
devoción que difícilmente podré nunca recompensar.
Para
distinguirlos con facilidad, les puse nombres cuyas iniciales seguían el orden
alfabético: Alejandro, Bartolomé, Cayo, Domingo, Escipión, Federico y Gregorio.
Poco
habituado a estar lejos de casa, mandé al primero, Alejandro, la noche del segundo
día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. Para asegurarme
la continuidad de las comunicaciones, la noche siguiente envié al segundo,
luego al tercero, luego al cuarto, y así de forma consecutiva hasta la octava
noche del viaje, en que partió Gregorio. El primero aún no había vuelto.
Éste
nos alcanzó la décima noche, mientras nos hallábamos plantando el campamento
para pernoctar en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había
sido inferior a la prevista; yo había pensado que, yendo solo y montando un
magnífico corcel, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que
nosotros; sin embargo, sólo había podido recorrer la equivalente a una vez y
media; en una jornada, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él
devoraba sesenta, pero no más.
Lo
mismo ocurrió con los demás. Bartolomé, que partió hacia la ciudad la tercera
noche de viaje, volvió la decimoquinta. Cayo, que partió la cuarta, no regresó
hasta la vigésima. Pronto comprobé que bastaba multiplicar por cinco los días
empleados hasta el momento para saber cuándo nos alcanzaría el mensajero. Como
cada vez nos alejábamos más de la capital, el itinerario de los mensajeros
aumentaba en consecuencia. Transcurridos cincuenta días de camino, el intervalo
entre la llegada de un mensajero y la de otro comenzó a espaciarse de forma
notable; mientras que antes veía volver al campamento uno cada cinco días, el
intervalo se hizo de veinticinco; de este modo, la voz de mi ciudad se hacía
cada vez más débil; pasaban semanas enteras sin que tuviese ninguna noticia.
Pasados que fueron seis meses —habíamos atravesado ya los montes Fasanos—, el
intervalo entre una llegada y otra aumentó a cuatro meses largos. Ahora me
traían noticias lejanas; los sobres me llegaban arrugados, a veces con manchas
de humedad a causa de las noches pasadas al raso de quien me los traía.
Seguimos avanzando. En vano intentaba persuadirme de que las nubes que pasaban
por encima de mí eran iguales a aquellas de mi infancia, de que el cielo de la
ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que pendía sobre mí, de que el
aire era el mismo, igual el soplo del viento, idéntico el canto de los pájaros.
Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros me parecían
verdaderamente cosas nuevas y diferentes, y yo me sentía extranjero. ¡Adelante,
adelante! Vagabundos que encontrábamos por las llanuras me decían que los
confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, sofocaba
las expresiones de desaliento que nacían en sus labios. Cuatro años habían
pasado ya desde mi partida; qué esfuerzo más prolongado. La capital, mi casa,
mi padre, se habían hecho extrañamente remotos, apenas me parecían reales.
Veinte meses largos de silencio y de soledad transcurrían ahora entre las sucesivas
comparecencias de los mensajeros. Me traían curiosas cartas amarillentas por el
tiempo y en ellas encontraba nombres olvidados, formas de expresión insólitas
para mí, sentimientos que no conseguía comprender. A la mañana siguiente,
después de sólo una noche de descanso, cuando nosotros reanudábamos el camino,
el mensajero partía en dirección opuesta, llevando a la ciudad las cartas que
hacía tiempo yo había preparado.
Sin
embargo, han pasado ocho años y medio. Esta noche, estaba cenando solo en mi
tienda cuando ha entrado en ella Domingo, que, aunque agotado de cansancio, aún
conseguía sonreír. Hacía casi siete años que no lo veía. Durante todo este
larguísimo período no ha hecho otra cosa que correr a través de prados, bosques
y desiertos, cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura para traerme ese
mazo de sobres que todavía no he tenido ganas de abrir. Él se ha ido ya a
dormir y volverá a marcharse mañana mismo al alba.
Volverá
a marcharse por última vez. Con lápiz y papel he calculado que, si todo va
bien, yo continuando el camino como he hecho hasta ahora y él haciendo el suyo,
no podré volver a ver a Domingo hasta dentro de treinta y cuatro años. Para
entonces yo tendré setenta y dos. Pero comienzo a sentirme cansado y es
probable que la muerte se me lleve antes. Por tanto, no podré volver a verlo
nunca más.
Dentro
de treinta y cuatro años (antes más bien, mucho antes) Domingo vislumbrará de
forma inesperada las hogueras de mi campamento y se preguntará cómo es que
entre tanto he recorrido tan poco camino. Igual que esta noche, el buen
mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarilleadas por los años, llenas
de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; sin embargo, al verme inmóvil,
tendido sobre el lecho, con dos soldados franqueándome con antorchas, muerto,
se detendrá en el umbral.
¡Aun
así, marcha, Domingo, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo a la
ciudad donde nací. Tú eres el vínculo superviviente con el mundo que antaño fue
también mío. Los últimos mensajes me han hecho saber que muchas cosas han
cambiado, que mi padre ha muerto, que la corona ha pasado a mi hermano mayor,
que me dan por perdido, que allí donde antes estaban los robles bajo los cuales
solía ir jugar han construido altos palacios de piedra. Pero sigue siendo mi
vieja patria.
Tú
eres el último vínculo con ellos, Domingo. El quinto mensajero, Escipión, que
me alcanzará, si Dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a
marchar por— que no le daría tiempo a volver. Después de ti, Domingo, el
silencio, a no ser que encuentre por fin los ansiados confines. Sin embargo,
cuanto más avanzo, más me voy convenciendo de que no existe frontera.
No
existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido en que nosotros estamos
acostumbrados a pensar. No hay murallas que separen ni valles que dividan ni
montañas que cierren el paso. Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo
siquiera e, ignorante de ello, continuaré avanzando.
Por
esta razón pretendo que, cuando me hayan alcanzado de nuevo, Escipión y los
otros mensajeros que le siguen no partan ya hacia la capital, sino que marchen
por delante, precediéndome, para que yo pueda saber con antelación aquello que
me aguarda.
Desde
hace un tiempo, se despierta en mí por las noches una agitación insólita, y no
es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas, como ocurría en los primeros
tiempos del viaje; es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas
hacia las que me dirijo.
Día
a día, a medida que avanzo hacia la incierta meta, voy notando —y hasta ahora a
nadie se lo he confesado— cómo en el cielo resplandece una luz insólita como
nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los montes,
los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de aquella de
nuestra tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar.
Mañana
por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia
esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez
más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo desaparece en
el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje.
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