martes, 8 de julio de 2014

El odio

Junichiro Tanizaki

Me encanta ese sentimiento llamado “odio”. Creo que es el sentimiento más directo y absoluto, el más sugestivo que pudiera existir. Nada me parece tan divertido como odiar, odiar a alguien hasta más no poder.

Supongamos que entre mis amigos hay uno al que odio en particular. Jamás rompo de manera directa mi relación con él. Al contrario, procuro ser amable, fingiendo una amistad entrañable, pero en el fondo siento unos deseos inmensos de burlarme de él, despreciándolo y portándome de forma grosera, halagándolo con ironía y mostrándole mi falta de honestidad. La vida sería muy triste para mí si no tuviera en este mundo a quien odiar.

Recuerdo muy bien el rostro de las personas que odio. Mucho más que los rostros de las mujeres que he amado. Los puedo vislumbrar en mi mente con todos los detalles como si los tuviera delante de mí. Al odiar a una persona, todo lo suyo, incluyendo la textura y el color de su piel, la forma de su nariz, sus manos y piernas, termina pareciéndome odioso. Suelo decirme: “Qué piernas tan odiosas”, “qué manos tan odiosas”, “qué piel tan odiosa”.

Descubrí el odio por primera vez durante mi infancia, a los siete u ocho años. En esa época, trabajaba en mi casa Yasutaro, un muchacho muy inquieto de doce o trece años, con cara morena y ojos redondos. Era demasiado arrogante para su edad, lo que se manifestaba en su forma fluida de hablar, no sabía obedecer y despreciaba a los empleados y sirvientes de la casa, que lo regañaban constantemente. Tomaba cursos domésticos de caligrafía todas las noches después de acabar su trabajo en la tienda, pero no aguantaba estar sentado mucho tiempo delante de su pequeño escritorio para hacer los ejercicios obligatorios. Solía quedarse dormido, y si no, le daba por entablar conversación conmigo de esta manera:

—Oiga, mi niño, véngase un rato para acá.

Y empezaba a hablar tonterías conmigo, haciendo dibujos en el cuaderno de ejercicios hasta la medianoche.

—¿Usted sabe qué es esto?

Al hacerme preguntas como ésa, Yasutaro me mostraba dibujos obscenos e inmorales hasta hacerme chillar de la risa.

Yasutaro me caía bien al comienzo. Lo consideraba un tanto vulgar, pero me gustaba ver sus dibujos cómicos, y todas las noches esperaba ansiosamente a que terminara el trabajo de la tienda para acudir a su lado.

—Yasutaro, a ver si puedes dibujarme cuando me tiro un pedo.

Escogía temas así de ridículos para sus dibujos y me moría de la risa viendo los cuadros disparatados que resultaban. Por otro lado, Yasutaro me facilitaba conocimientos poco accesibles para los niños de mi edad —misterios tales como: ¿por qué las mujeres se embarazan?; ¿cómo nacen los bebés?—. Nos hicimos tan buenos amigos en poco tiempo que hasta comencé a acompañarlo a escondidas cuando tenía que salir a hacer diligencias, y aprendí a vagabundear por las calles con él.

Fue un domingo al mediodía. Como la tienda estaba cerrada por la mañana, la mayoría de los dependientes, desde el jefe hasta el cajero, habían salido a pasear a algún sitio, pero Yasutaro, que no era sino aprendiz, se tuvo que quedar ese día porque le habían encargado el cuidado de la casa. Ya que se encontraba solo conmigo, empezó con sus idioteces de siempre, hasta que se escuchó una voz que provenía del piso de arriba.

—¡Yasu malvado, qué falta de respeto! ¡No te da vergüenza estar enseñándole al niño esas tonterías en lugar de dedicarte a los ejercicios de caligrafía!

Venía bajando la escalera, maldiciendo de aquella forma, un hombre que había salido de una habitación del segundo piso. Era Zenbei, el interino, un gordo de unos treinta y cinco años, de rostro enrojecido que, a primera vista, inspiraba repugnancia. Parecía estar listo para salir a un asunto importante, puesto que se había calzado de manera formal y vestía un kimono elegante con bordados brillantes encima de la ropa interior de rayas, y lucía su cabello peinado con un esmero poco frecuente.

—¿Para dónde va, don Zen? Anda usted muy elegante.

Yasutaro escrutó detenidamente el traje de Zenbei con una mirada maliciosa.

—¿Y eso qué te importa?

Después de detenerse un momento en el zaguán para calzarse, Zenbei se sentó en el piso de madera mirando con cierto nerviosismo el reloj de pared.

—Uhm, que disfrutes entonces —Yasutaro se dirigió a Zenbei en un tono insinuante, agachando un poco la cabeza.

—¿Qué quieres decir, mocoso? ¿Qué sabes tú, muchacho descarado?

—Seré descarado, pero no al grado de frecuentar un prostíbulo.

—¿Qué? —Zenbei se puso serio de repente y con una mirada severa enfrentó a Yasutaro—: A ver, dímelo otra vez, y verás. ¿Qué tengo yo que ver con prostíbulos? ¿Crees que puedes decir cualquier tontería que se te antoje?

—No se enoje, que no es para tanto, sólo dije que yo no conocía un prostíbulo.

—¿Y a cuenta de qué te refieres a eso? Parece que no fue suficiente la cantidad de bofetadas que recibiste el otro día como castigo.

Al ser puesto en evidencia delante de mí, Zenbei seguramente se preocupaba de que su jefe se enterara del secreto. Quizá por eso resentía mi mirada, al tiempo que descargaba un fuerte manotazo sobre el cráneo semirrapado de Yasutaro.

—¡Ay, hombre! ¡Qué le pasa, pendejo!

—Como nunca entiendes las palabras, tengo que acudir a este remedio para que te acuerdes bien quién soy. Vas a ver si sigues portándote así.

—Qué gracioso. El que va a ver es usted, que se escapa de la tienda todas las noches y no vuelve hasta la madrugada. ¡Qué ingenuo, como para creer que nadie está enterado de eso!

Yasutaro hablaba a gritos y en un tono abiertamente desafiante, tal vez para vengarse de los golpes. Y a pesar de que luego recibió una tanda de bofetadas, se enfrentó a Zenbei con los brazos cruzados.

—¡Venga, coño! Pégueme cuanto quiera. A ver, ¿qué le pasa? ¡Déle!

Zenbei vaciló un instante ponderando su conducta violenta, tal vez temeroso por la actitud decidida de Yasutaro, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Lo sujetó de las solapas y lo arrojó al piso, y ahí comenzó a golpearlo a ciegas con los puños cerrados.

Aplastado de bruces como si lo hubieran colocado sobre una mesa de disección, Yasutaro forcejeaba en un intento vano por zafarse, y comenzó así a responder con contragolpes desesperados sobre las piernas de Zenbei, lanzando gritos exagerados para llamar la atención. Las mangas del vestido elegante de Zenbei quedaron destrozadas por los arañazos y pellizcos con que intentaba defenderse Yasutaro. Durante un buen rato me quedé como atontado observando en silencio aquel pleito desigual. Curiosamente, lo que más me llamaba la atención en esos momentos era el gesto miserablemente distorsionado de Yasutaro, que se encontraba aplastado bajo las rodillas de aquel hombre corpulento, y de igual forma me fijaba en el movimiento de sus piernas, que se retorcían de dolor. Al contemplar las plantas de sus pies, amarillentas y redondeadas, con los cinco dedos que se abrían y cerraban con notable fuerza, imaginé que se trataba de animales misteriosos, ajenos a la personalidad de Yasutaro. ¡Ah, y qué gracia tenía su cara con el perfil desfigurado! Desde donde estaba yo parado se veían con nitidez impresionante las fosas de su nariz chata, así como el interior rojo de su boca, que se abría cada vez que lanzaba un grito lloriqueante.

“¡Qué fosas nasales tan feas y sucias!”, se me ocurrió pensar. Continué así, en silencio, observando detenidamente cómo su nariz cambiaba de forma, cómo se distorsionaba según los gestos de dolor.

“¿Por qué será que el rostro humano tiene fosas nasales? Se vería mejor sin esos feos agujeros, me parece…”. No sé por qué se me ocurrió esta reflexión tan mal formulada, que reflejaba mi descontento.

Pronto una de las sirvientas acudió a separarlos y así acabó la pelea, pero esa imagen de las fosas nasales de Yasutaro no se me quitó de la mente durante varios días. Cada vez que me sentaba a la mesa para comer, se me aparecía como si la tuviera ahí mismo, delante de los ojos, y la impresión que me producía era siempre desagradable. A pesar de ese fuerte disgusto, de vez en cuando me veía impulsado por el deseo, totalmente inexplicable, de situarme al lado de Yasutaro para observar, en escorzo, la forma de su nariz.

Mirando detenidamente su nariz, me decía para mí mismo, muy en el fondo de mi mente: “De verdad que eres un tipo asqueroso. Qué feo te ves. Mírate no más esa nariz tan horrible que tienes”. Yasutaro, por quien hasta entonces había sentido cierto cariño, me comenzó a infundir una repugnancia que carecía de lógica, a medida que me habituaba a asociarlo con su fea nariz.

Obviamente, Yasutaro no se daba cuenta de lo que pasaba en mi interior. Me seguía tratando con mucho cariño y me hablaba de la misma forma relajada. Ahora que lo recuerdo, desde pequeño yo fui un niño demasiado precoz en cuanto a mañas y malicias se refiere. Era un niño tan ajeno a la inocencia que, aun cuando me disgustara alguien, jamás revelaba exteriormente ese sentimiento. Al contrario, le respondía siempre con el mismo cariño y con los mismos tratos amables. Y cuanto más me mostraba amable y alegre con él en mis tratos diarios, más crecía mi odio con una fuerza incontrolable. Además, me producía una felicidad suprema portarme como cualquier niño ingenuo sin revelar ni en lo más mínimo ese odio hirviente, bien escondido en las profundidades de mi corazón.

Rebosaba de alegría al formular secretamente en mi interior reflexiones insultantes: “Qué tipo tan fácil de engañar, este idiota incurable. Mucho mayor que yo, pero muy inferior en inteligencia”. Solía identificarme con esos subalternos listos y mañosos que aparecían en las historias de conflictos familiares de los antiguos caudillos, tales como Denzo Otsuki y Mimasaka Oguri, para disfrutar de la misma circunstancia que estaba viviendo. Hasta llegué a pensar que habría gozado más si yo hubiera sido el sirviente y Yasutaro mi amo, porque así me podría burlar más de él con lisonjas fingidas.

¿No habría manera de perjudicarlo sin que se diera cuenta de mi odio? Ya no me contentaba sólo con burlarme de él mediante una operación mental. Quería provocar algún suceso que incitara a alguien a golpear a Yasutaro tan cruelmente como en la ocasión anterior. Quería manejar a alguien a mi antojo, como a un títere, para poder disfrutar luego a hurtadillas de las lágrimas de dolor que Yasutaro tendría que tragarse. Empecé a desearle los sufrimientos más terribles. Ya no me importaba que se quedara cojo o que muriera de una vez. Sólo deseaba que recibiera los golpes más contundentes y dañinos, que hicieran sangrar su horrible nariz… Siempre imaginaba planes macabros para Yasutaro, y me mantenía alerta ante la oportunidad de poder ponerlos en práctica. Mentalmente no dejaba de saborear las imágenes de sus lloriqueos, de su cara distorsionada por la angustia, de los movimientos de sus piernas y brazos contorsionándose de dolor. Paladeaba aquellas imágenes como si fueran dulces manjares que se posesionaban de mí con una misteriosa atracción.

En esa época todavía no me podía explicar por qué había llegado a odiar a Yasutaro de semejante manera. Debería existir algún motivo que me impulsara a perder de repente todo el cariño que sentía por él, llevándome a experimentar tal aversión, que podía desearle el peor de los sufrimientos. Pero siendo como era un niño, aún no muy consciente de mis actuaciones, no se me ocurría pensar en tan complejos asuntos. Lo único que recuerdo de esos momentos con precisión es cómo me sentía con relación a Yasutaro. No se trataba de un rechazo ni de una repugnancia cualquiera, era algo mucho más radical y profundo: se podría hablar de una reacción psicológica casi irresistible. Era un sentimiento que quizá no se pueda expresar con un término tan superficial como odio. Sería más oportuno acudir a una metáfora: imaginen las horribles náuseas que sentiríamos al pensar en excrementos humanos justo cuando estamos comiendo. De eso se trataba, de algo muy cercano a esa sensación. Al ver la cara de Yasutaro, me sentía invadido por la desazón, y el asco casi me hacía vomitar, dejándome en la boca un desagradable sabor.

Por otro lado, no tengo ninguna justificación para odiar a Yasutaro. Ni siquiera era un hombre malo. Nunca me faltaba al respeto. Y tampoco tuvo ninguna culpa en la pelea con Zenbei, puesto que éste se molestó seguramente porque Yasutaro le dijo algo cierto con el propósito de provocarlo. En ese sentido, el objeto de mi odio debería haber sido Zenbei, y Yasutaro merecería más bien mi compasión. En fin, se puede suponer que mi odio hacia Yasutaro no se originó en mi ser mismo de ese entonces, sino que se produjo como consecuencia de algún factor desconocido que se había ido formando muy sutilmente en mi psiquis. En otros términos, puedo decir que fui atrapado de forma inesperada por ese fenómeno que se asocia con la llegada de la primavera.

Como ya lo conté antes, al ver cómo Zenbei golpeaba a Yasutaro, me sentí atraído —hasta el grado de alcanzar un placer casi como si estuviera escuchando una melodía muy agradable— hacia los músculos de las extremidades y del rostro, que se movían en curiosos vaivenes. Olvidando completamente la personalidad de Yasutaro, me concentré, de una forma por demás enfermiza, en cada una de las partes que componían su cuerpo.

“Siento unos deseos inmensos de pisotear sus muslos, como lo está haciendo Zenbei. Tengo ganas de pellizcarle las mejillas…”, me dije. Y ése fue el comienzo de mi odio hacia Yasutaro.

Empecé a odiar la forma de su nariz. Su aspecto físico repugnaba a mis ojos y me producía un malestar insoportable, sólo comparable con el que sentiría una persona rabiosa ante la comida que detesta. Mis sentimientos hacia Yasutaro ya estaban totalmente bajo el dominio de los estímulos sensoriales provocados por su cuerpo. Ya no podía apreciar su cuerpo más que como vestido o comida.

Su cuerpo era feo y miserable, mezquino y para colmo gordo —imagino que no era yo el único que, al contemplarlo, sentía el impulso irresistible de golpearlo, pellizcarlo o hacerle otras cosas peores—. Estoy convencido de que cualquiera de ustedes ha tenido una experiencia semejante en algún momento de sus vidas. Seguramente, algunos de mis lectores se acordarán de aquel juguete llamado arcilla de cera que se veía mucho en nuestra infancia. ¿Por qué será que ese juguete estuvo tan de moda entre los niños? Pudo ser por el placer que producía el acto mismo de trabajar la cera para hacer figuras muy variadas. Pero me parece que lo que más estimuló la curiosidad de los niños no fue otra cosa que esa sensación de lo blanduzco, viscoso y pulposo del mismo material. Ese efecto táctil, que experimentábamos al manipularlo a nuestro antojo, extendiéndolo, aplastándolo y manoseándolo, nos encantaba de una forma casi inconsciente. Ningún niño se resistía al deseo de juguetear con ese material cuando lo tenía a la mano.

Puedo nombrar otros casos semejantes. Por ejemplo, ¿por qué hay tanta gente que tiene una predilección muy especial por ciertas comidas, desabridas en sí mismas, como natillas y gelatinas? Seguro que es por el placer de esa sensación blanduzca que se experimenta al tratar de agarrarlas con cucharas o al saborearlas con la punta de la lengua. Mucha gente manifiesta ese apetito instintivo casi sin darse cuenta. De la misma manera, hay mujeres que tienen la manía de hacer cosas tan extrañas como sacarle canas a alguien o limpiar el pus de las heridas. Me parece que gustos tan exóticos son algo innato, en unos más que en otros, y comunes en todos los seres humanos.

Mi interés en el dolor del cuerpo de Yasutaro se puede explicar por el mismo placer causado por la arcilla de cera o por la gelatina. Sólo al ver cómo vibra una gelatina trémula, uno siente un placer inmenso, que tal vez no requiera de ninguna explicación. Sólo en busca de ese extraño placer era que deseaba ver de nuevo a Yasutaro forcejear de dolor.

Al fin, llegué a ingeniármelas con un truco bien elaborado. Un día, aprovechando el momento en que Yasutaro se tuvo que ausentar de casa por un encargo, robé secretamente de un cajón de su escritorio un cuchillo en cuya vaina estaba grabado su nombre, “Yasutaro Sato”. Luego me metí a hurtadillas en la habitación común de los empleados, ubicada en el segundo piso, y por fortuna la encontré completamente sola, pues era la hora en que había mucho trabajo en la tienda. Sin perder ni un minuto, abrí la maleta donde Zenbei guardaba su ropa, y de ahí saqué el vestido de gala cuidadosamente doblado, y después de maltratarlo insistentemente, le rasgué algunas partes con el cuchillo. Para completar el mandado, dejé a propósito la vaina en el fondo de la maleta, cerré la maleta hasta dejarla como la había encontrado al comienzo y bajé a mi cuarto con toda calma. Boté el cuchillo en la cloaca que pasaba cerca. Y así transcurrieron dos o tres días sin ninguna novedad.

“Seguro, antes del próximo domingo se va a armar un escándalo. Te vas a meter en tremendo lío. No sabes, idiota, lo que te espera”. Me colmaba de felicidad pensar de esta manera, mientras, en apariencia, seguía tratando a Yasutaro con el mismo cariño.

Mi truco dio su resultado el domingo en la mañana, tal como había calculado. Zenbei aguardó hasta que se fueron todos los empleados para ocuparse de Yasutaro, que se encontraba todo relajado bromeando conmigo, y lo empezó a interrogar severamente enfrentándolo a la vaina del cuchillo, que constituía una evidencia inobjetable.

—¿Te haces el tonto ante esta evidencia? Eres un tipo incorregible que no tiene ningún futuro. ¡Qué descaro! Mírame bien, malcriado, ¿todavía vas a decir que no?

—Por más que insista, no puedo admitir algo que no he hecho. Piense con calma, hombre, y verá. ¿Qué clase de idiota iba a dejar un objeto que tenga su propio nombre en esa maleta? —alcanzó a decir Yasutaro, pero no podía disimular su palidez delante del rostro desfigurado por la furia de su contrincante.

—¿Quién podría haber sido sino tú? Vas a ver cómo te entrego a la policía si no dices la verdad. A ver, ven conmigo.

La ira de Zenbei no era la de un adulto que se dirige a un niño para amonestarlo. Rebosando de la rabia que surgía desde el fondo de su alma, fijó su mirada enloquecida en su enemigo y empezó a arrastrarlo a la fuerza hacia el zaguán.

Cogido por el cuello, Yasutaro se resistía con desesperación, agarrándose a la columna y al armario, pero ante la fuerza superior de su rival no pudo hacer más nada sino dejarse arrastrar a lo largo del piso. Nadie decía ni una palabra. En medio de aquel silencio horroroso, cada quien dedicaba todas sus energías a intentar superar al otro en esta competencia singular.

De pronto se sintió un enorme estruendo: era Yasutaro que había caído de espaldas en el zaguán, quién sabe si había tropezado con algún objeto o si se había enredado en sus propios pies. Lanzando un chillido estridente que resonó por toda la casa, Yasutaro, en su desesperación, le mordió una pierna a Zenbei con las fuerzas que aún le restaban.

—¡Mierda, carajo! —Zenbei repitió varias veces ese insulto sin dejar de darle patadas a Yasutaro, a ciegas, en la cara, en las piernas, lo que acabó en un tremendo escándalo, algo nunca antes visto.

Yo observaba con calma aquella escena. El cuerpo de Yasutaro, que el traje con las solapas levantadas y las mangas enrolladas dejaba casi al descubierto, forcejeaba violentamente de dolor, un dolor aún más intenso que el de la vez pasada, y pataleaba en el vacío. Se pudo ver con nitidez cómo se contraían los músculos alrededor de esa nariz chata y horriblemente fea.

Como consecuencia lógica de aquel acto, no tardé en comenzar a manifestar mi odio hacia Yasutaro de manera directa y a maltratarlo con mis propias manos, ya sin intentar ocultar mi naturaleza demoníaca. Finalmente, me acostumbré a acosar a cualquier sirviente de la casa sin escrúpulo alguno.

—En esta casa no nos dura ninguna sirvienta, por causa de tu carácter violento —solía decir mi madre. Cada vez que llegaba una sirvienta nueva, me ocupaba de consentirla con exageración durante cierto tiempo, y comenzaba a odiar a las que llevaban más tiempo en casa, con las cuales me había encariñado en apariencia. Así sucesivamente se turnaban mis sentimientos. Yo necesitaba tanto a las sirvientas queridas como a las odiadas.

Me gradué en la escuela primaria, luego en la secundaria y al fin en la preparatoria, para continuar mis estudios en la universidad. Debo confesar, sin embargo, que cuando odio a alguien sigo dominado por el mismo sentimiento que experimenté en mi niñez. La única diferencia consiste en que ahora no lo manifiesto en mis actos, o mejor dicho, no me siento capaz de hacerlo.


Creo que el odio, al igual que el amor, brota de una fuente mucho más profunda que el interés práctico o la conciencia moral. Yo no sabía odiar de verdad hasta que descubrí el instinto sexual.

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