Junichiro Tanizaki
Me
encanta ese sentimiento llamado “odio”. Creo que es el sentimiento más directo
y absoluto, el más sugestivo que pudiera existir. Nada me parece tan divertido
como odiar, odiar a alguien hasta más no poder.
Supongamos
que entre mis amigos hay uno al que odio en particular. Jamás rompo de manera
directa mi relación con él. Al contrario, procuro ser amable, fingiendo una
amistad entrañable, pero en el fondo siento unos deseos inmensos de burlarme de
él, despreciándolo y portándome de forma grosera, halagándolo con ironía y
mostrándole mi falta de honestidad. La vida sería muy triste para mí si no
tuviera en este mundo a quien odiar.
Recuerdo
muy bien el rostro de las personas que odio. Mucho más que los rostros de las
mujeres que he amado. Los puedo vislumbrar en mi mente con todos los detalles
como si los tuviera delante de mí. Al odiar a una persona, todo lo suyo,
incluyendo la textura y el color de su piel, la forma de su nariz, sus manos y
piernas, termina pareciéndome odioso. Suelo decirme: “Qué piernas tan odiosas”,
“qué manos tan odiosas”, “qué piel tan odiosa”.
Descubrí
el odio por primera vez durante mi infancia, a los siete u ocho años. En esa
época, trabajaba en mi casa Yasutaro, un muchacho muy inquieto de doce o trece
años, con cara morena y ojos redondos. Era demasiado arrogante para su edad, lo
que se manifestaba en su forma fluida de hablar, no sabía obedecer y
despreciaba a los empleados y sirvientes de la casa, que lo regañaban
constantemente. Tomaba cursos domésticos de caligrafía todas las noches después
de acabar su trabajo en la tienda, pero no aguantaba estar sentado mucho tiempo
delante de su pequeño escritorio para hacer los ejercicios obligatorios. Solía
quedarse dormido, y si no, le daba por entablar conversación conmigo de esta
manera:
—Oiga,
mi niño, véngase un rato para acá.
Y
empezaba a hablar tonterías conmigo, haciendo dibujos en el cuaderno de
ejercicios hasta la medianoche.
—¿Usted
sabe qué es esto?
Al
hacerme preguntas como ésa, Yasutaro me mostraba dibujos obscenos e inmorales
hasta hacerme chillar de la risa.
Yasutaro
me caía bien al comienzo. Lo consideraba un tanto vulgar, pero me gustaba ver
sus dibujos cómicos, y todas las noches esperaba ansiosamente a que terminara
el trabajo de la tienda para acudir a su lado.
—Yasutaro,
a ver si puedes dibujarme cuando me tiro un pedo.
Escogía
temas así de ridículos para sus dibujos y me moría de la risa viendo los
cuadros disparatados que resultaban. Por otro lado, Yasutaro me facilitaba
conocimientos poco accesibles para los niños de mi edad —misterios tales como:
¿por qué las mujeres se embarazan?; ¿cómo nacen los bebés?—. Nos hicimos tan
buenos amigos en poco tiempo que hasta comencé a acompañarlo a escondidas
cuando tenía que salir a hacer diligencias, y aprendí a vagabundear por las
calles con él.
Fue
un domingo al mediodía. Como la tienda estaba cerrada por la mañana, la mayoría
de los dependientes, desde el jefe hasta el cajero, habían salido a pasear a
algún sitio, pero Yasutaro, que no era sino aprendiz, se tuvo que quedar ese
día porque le habían encargado el cuidado de la casa. Ya que se encontraba solo
conmigo, empezó con sus idioteces de siempre, hasta que se escuchó una voz que
provenía del piso de arriba.
—¡Yasu
malvado, qué falta de respeto! ¡No te da vergüenza estar enseñándole al niño
esas tonterías en lugar de dedicarte a los ejercicios de caligrafía!
Venía
bajando la escalera, maldiciendo de aquella forma, un hombre que había salido
de una habitación del segundo piso. Era Zenbei, el interino, un gordo de unos
treinta y cinco años, de rostro enrojecido que, a primera vista, inspiraba
repugnancia. Parecía estar listo para salir a un asunto importante, puesto que
se había calzado de manera formal y vestía un kimono elegante con bordados
brillantes encima de la ropa interior de rayas, y lucía su cabello peinado con
un esmero poco frecuente.
—¿Para
dónde va, don Zen? Anda usted muy elegante.
Yasutaro
escrutó detenidamente el traje de Zenbei con una mirada maliciosa.
—¿Y
eso qué te importa?
Después
de detenerse un momento en el zaguán para calzarse, Zenbei se sentó en el piso
de madera mirando con cierto nerviosismo el reloj de pared.
—Uhm,
que disfrutes entonces —Yasutaro se dirigió a Zenbei en un tono insinuante,
agachando un poco la cabeza.
—¿Qué
quieres decir, mocoso? ¿Qué sabes tú, muchacho descarado?
—Seré
descarado, pero no al grado de frecuentar un prostíbulo.
—¿Qué?
—Zenbei se puso serio de repente y con una mirada severa enfrentó a Yasutaro—:
A ver, dímelo otra vez, y verás. ¿Qué tengo yo que ver con prostíbulos? ¿Crees
que puedes decir cualquier tontería que se te antoje?
—No
se enoje, que no es para tanto, sólo dije que yo no conocía un prostíbulo.
—¿Y
a cuenta de qué te refieres a eso? Parece que no fue suficiente la cantidad de
bofetadas que recibiste el otro día como castigo.
Al
ser puesto en evidencia delante de mí, Zenbei seguramente se preocupaba de que
su jefe se enterara del secreto. Quizá por eso resentía mi mirada, al tiempo
que descargaba un fuerte manotazo sobre el cráneo semirrapado de Yasutaro.
—¡Ay,
hombre! ¡Qué le pasa, pendejo!
—Como
nunca entiendes las palabras, tengo que acudir a este remedio para que te
acuerdes bien quién soy. Vas a ver si sigues portándote así.
—Qué
gracioso. El que va a ver es usted, que se escapa de la tienda todas las noches
y no vuelve hasta la madrugada. ¡Qué ingenuo, como para creer que nadie está
enterado de eso!
Yasutaro
hablaba a gritos y en un tono abiertamente desafiante, tal vez para vengarse de
los golpes. Y a pesar de que luego recibió una tanda de bofetadas, se enfrentó
a Zenbei con los brazos cruzados.
—¡Venga,
coño! Pégueme cuanto quiera. A ver, ¿qué le pasa? ¡Déle!
Zenbei
vaciló un instante ponderando su conducta violenta, tal vez temeroso por la
actitud decidida de Yasutaro, pero ya era demasiado tarde para dar marcha
atrás. Lo sujetó de las solapas y lo arrojó al piso, y ahí comenzó a golpearlo
a ciegas con los puños cerrados.
Aplastado
de bruces como si lo hubieran colocado sobre una mesa de disección, Yasutaro
forcejeaba en un intento vano por zafarse, y comenzó así a responder con
contragolpes desesperados sobre las piernas de Zenbei, lanzando gritos
exagerados para llamar la atención. Las mangas del vestido elegante de Zenbei
quedaron destrozadas por los arañazos y pellizcos con que intentaba defenderse
Yasutaro. Durante un buen rato me quedé como atontado observando en silencio
aquel pleito desigual. Curiosamente, lo que más me llamaba la atención en esos
momentos era el gesto miserablemente distorsionado de Yasutaro, que se
encontraba aplastado bajo las rodillas de aquel hombre corpulento, y de igual
forma me fijaba en el movimiento de sus piernas, que se retorcían de dolor. Al
contemplar las plantas de sus pies, amarillentas y redondeadas, con los cinco
dedos que se abrían y cerraban con notable fuerza, imaginé que se trataba de
animales misteriosos, ajenos a la personalidad de Yasutaro. ¡Ah, y qué gracia
tenía su cara con el perfil desfigurado! Desde donde estaba yo parado se veían
con nitidez impresionante las fosas de su nariz chata, así como el interior
rojo de su boca, que se abría cada vez que lanzaba un grito lloriqueante.
“¡Qué
fosas nasales tan feas y sucias!”, se me ocurrió pensar. Continué así, en
silencio, observando detenidamente cómo su nariz cambiaba de forma, cómo se
distorsionaba según los gestos de dolor.
“¿Por
qué será que el rostro humano tiene fosas nasales? Se vería mejor sin esos feos
agujeros, me parece…”. No sé por qué se me ocurrió esta reflexión tan mal
formulada, que reflejaba mi descontento.
Pronto
una de las sirvientas acudió a separarlos y así acabó la pelea, pero esa imagen
de las fosas nasales de Yasutaro no se me quitó de la mente durante varios
días. Cada vez que me sentaba a la mesa para comer, se me aparecía como si la
tuviera ahí mismo, delante de los ojos, y la impresión que me producía era
siempre desagradable. A pesar de ese fuerte disgusto, de vez en cuando me veía
impulsado por el deseo, totalmente inexplicable, de situarme al lado de
Yasutaro para observar, en escorzo, la forma de su nariz.
Mirando
detenidamente su nariz, me decía para mí mismo, muy en el fondo de mi mente:
“De verdad que eres un tipo asqueroso. Qué feo te ves. Mírate no más esa nariz
tan horrible que tienes”. Yasutaro, por quien hasta entonces había sentido
cierto cariño, me comenzó a infundir una repugnancia que carecía de lógica, a
medida que me habituaba a asociarlo con su fea nariz.
Obviamente,
Yasutaro no se daba cuenta de lo que pasaba en mi interior. Me seguía tratando
con mucho cariño y me hablaba de la misma forma relajada. Ahora que lo
recuerdo, desde pequeño yo fui un niño demasiado precoz en cuanto a mañas y
malicias se refiere. Era un niño tan ajeno a la inocencia que, aun cuando me
disgustara alguien, jamás revelaba exteriormente ese sentimiento. Al contrario,
le respondía siempre con el mismo cariño y con los mismos tratos amables. Y
cuanto más me mostraba amable y alegre con él en mis tratos diarios, más crecía
mi odio con una fuerza incontrolable. Además, me producía una felicidad suprema
portarme como cualquier niño ingenuo sin revelar ni en lo más mínimo ese odio
hirviente, bien escondido en las profundidades de mi corazón.
Rebosaba
de alegría al formular secretamente en mi interior reflexiones insultantes:
“Qué tipo tan fácil de engañar, este idiota incurable. Mucho mayor que yo, pero
muy inferior en inteligencia”. Solía identificarme con esos subalternos listos
y mañosos que aparecían en las historias de conflictos familiares de los
antiguos caudillos, tales como Denzo Otsuki y Mimasaka Oguri, para disfrutar de
la misma circunstancia que estaba viviendo. Hasta llegué a pensar que habría gozado
más si yo hubiera sido el sirviente y Yasutaro mi amo, porque así me podría
burlar más de él con lisonjas fingidas.
¿No
habría manera de perjudicarlo sin que se diera cuenta de mi odio? Ya no me
contentaba sólo con burlarme de él mediante una operación mental. Quería
provocar algún suceso que incitara a alguien a golpear a Yasutaro tan
cruelmente como en la ocasión anterior. Quería manejar a alguien a mi antojo,
como a un títere, para poder disfrutar luego a hurtadillas de las lágrimas de
dolor que Yasutaro tendría que tragarse. Empecé a desearle los sufrimientos más
terribles. Ya no me importaba que se quedara cojo o que muriera de una vez.
Sólo deseaba que recibiera los golpes más contundentes y dañinos, que hicieran
sangrar su horrible nariz… Siempre imaginaba planes macabros para Yasutaro, y
me mantenía alerta ante la oportunidad de poder ponerlos en práctica.
Mentalmente no dejaba de saborear las imágenes de sus lloriqueos, de su cara
distorsionada por la angustia, de los movimientos de sus piernas y brazos
contorsionándose de dolor. Paladeaba aquellas imágenes como si fueran dulces
manjares que se posesionaban de mí con una misteriosa atracción.
En
esa época todavía no me podía explicar por qué había llegado a odiar a Yasutaro
de semejante manera. Debería existir algún motivo que me impulsara a perder de
repente todo el cariño que sentía por él, llevándome a experimentar tal
aversión, que podía desearle el peor de los sufrimientos. Pero siendo como era
un niño, aún no muy consciente de mis actuaciones, no se me ocurría pensar en
tan complejos asuntos. Lo único que recuerdo de esos momentos con precisión es
cómo me sentía con relación a Yasutaro. No se trataba de un rechazo ni de una
repugnancia cualquiera, era algo mucho más radical y profundo: se podría hablar
de una reacción psicológica casi irresistible. Era un sentimiento que quizá no
se pueda expresar con un término tan superficial como odio. Sería más oportuno
acudir a una metáfora: imaginen las horribles náuseas que sentiríamos al pensar
en excrementos humanos justo cuando estamos comiendo. De eso se trataba, de
algo muy cercano a esa sensación. Al ver la cara de Yasutaro, me sentía
invadido por la desazón, y el asco casi me hacía vomitar, dejándome en la boca
un desagradable sabor.
Por
otro lado, no tengo ninguna justificación para odiar a Yasutaro. Ni siquiera
era un hombre malo. Nunca me faltaba al respeto. Y tampoco tuvo ninguna culpa
en la pelea con Zenbei, puesto que éste se molestó seguramente porque Yasutaro
le dijo algo cierto con el propósito de provocarlo. En ese sentido, el objeto
de mi odio debería haber sido Zenbei, y Yasutaro merecería más bien mi
compasión. En fin, se puede suponer que mi odio hacia Yasutaro no se originó en
mi ser mismo de ese entonces, sino que se produjo como consecuencia de algún
factor desconocido que se había ido formando muy sutilmente en mi psiquis. En
otros términos, puedo decir que fui atrapado de forma inesperada por ese
fenómeno que se asocia con la llegada de la primavera.
Como
ya lo conté antes, al ver cómo Zenbei golpeaba a Yasutaro, me sentí atraído —hasta
el grado de alcanzar un placer casi como si estuviera escuchando una melodía
muy agradable— hacia los músculos de las extremidades y del rostro, que se
movían en curiosos vaivenes. Olvidando completamente la personalidad de
Yasutaro, me concentré, de una forma por demás enfermiza, en cada una de las
partes que componían su cuerpo.
“Siento
unos deseos inmensos de pisotear sus muslos, como lo está haciendo Zenbei.
Tengo ganas de pellizcarle las mejillas…”, me dije. Y ése fue el comienzo de mi
odio hacia Yasutaro.
Empecé
a odiar la forma de su nariz. Su aspecto físico repugnaba a mis ojos y me
producía un malestar insoportable, sólo comparable con el que sentiría una
persona rabiosa ante la comida que detesta. Mis sentimientos hacia Yasutaro ya
estaban totalmente bajo el dominio de los estímulos sensoriales provocados por
su cuerpo. Ya no podía apreciar su cuerpo más que como vestido o comida.
Su
cuerpo era feo y miserable, mezquino y para colmo gordo —imagino que no era yo
el único que, al contemplarlo, sentía el impulso irresistible de golpearlo,
pellizcarlo o hacerle otras cosas peores—. Estoy convencido de que cualquiera
de ustedes ha tenido una experiencia semejante en algún momento de sus vidas.
Seguramente, algunos de mis lectores se acordarán de aquel juguete llamado
arcilla de cera que se veía mucho en nuestra infancia. ¿Por qué será que ese juguete
estuvo tan de moda entre los niños? Pudo ser por el placer que producía el acto
mismo de trabajar la cera para hacer figuras muy variadas. Pero me parece que
lo que más estimuló la curiosidad de los niños no fue otra cosa que esa
sensación de lo blanduzco, viscoso y pulposo del mismo material. Ese efecto
táctil, que experimentábamos al manipularlo a nuestro antojo, extendiéndolo,
aplastándolo y manoseándolo, nos encantaba de una forma casi inconsciente.
Ningún niño se resistía al deseo de juguetear con ese material cuando lo tenía
a la mano.
Puedo
nombrar otros casos semejantes. Por ejemplo, ¿por qué hay tanta gente que tiene
una predilección muy especial por ciertas comidas, desabridas en sí mismas,
como natillas y gelatinas? Seguro que es por el placer de esa sensación
blanduzca que se experimenta al tratar de agarrarlas con cucharas o al
saborearlas con la punta de la lengua. Mucha gente manifiesta ese apetito
instintivo casi sin darse cuenta. De la misma manera, hay mujeres que tienen la
manía de hacer cosas tan extrañas como sacarle canas a alguien o limpiar el pus
de las heridas. Me parece que gustos tan exóticos son algo innato, en unos más
que en otros, y comunes en todos los seres humanos.
Mi
interés en el dolor del cuerpo de Yasutaro se puede explicar por el mismo
placer causado por la arcilla de cera o por la gelatina. Sólo al ver cómo vibra
una gelatina trémula, uno siente un placer inmenso, que tal vez no requiera de
ninguna explicación. Sólo en busca de ese extraño placer era que deseaba ver de
nuevo a Yasutaro forcejear de dolor.
Al
fin, llegué a ingeniármelas con un truco bien elaborado. Un día, aprovechando
el momento en que Yasutaro se tuvo que ausentar de casa por un encargo, robé
secretamente de un cajón de su escritorio un cuchillo en cuya vaina estaba
grabado su nombre, “Yasutaro Sato”. Luego me metí a hurtadillas en la
habitación común de los empleados, ubicada en el segundo piso, y por fortuna la
encontré completamente sola, pues era la hora en que había mucho trabajo en la
tienda. Sin perder ni un minuto, abrí la maleta donde Zenbei guardaba su ropa,
y de ahí saqué el vestido de gala cuidadosamente doblado, y después de
maltratarlo insistentemente, le rasgué algunas partes con el cuchillo. Para
completar el mandado, dejé a propósito la vaina en el fondo de la maleta, cerré
la maleta hasta dejarla como la había encontrado al comienzo y bajé a mi cuarto
con toda calma. Boté el cuchillo en la cloaca que pasaba cerca. Y así
transcurrieron dos o tres días sin ninguna novedad.
“Seguro,
antes del próximo domingo se va a armar un escándalo. Te vas a meter en
tremendo lío. No sabes, idiota, lo que te espera”. Me colmaba de felicidad
pensar de esta manera, mientras, en apariencia, seguía tratando a Yasutaro con
el mismo cariño.
Mi
truco dio su resultado el domingo en la mañana, tal como había calculado.
Zenbei aguardó hasta que se fueron todos los empleados para ocuparse de
Yasutaro, que se encontraba todo relajado bromeando conmigo, y lo empezó a
interrogar severamente enfrentándolo a la vaina del cuchillo, que constituía
una evidencia inobjetable.
—¿Te
haces el tonto ante esta evidencia? Eres un tipo incorregible que no tiene
ningún futuro. ¡Qué descaro! Mírame bien, malcriado, ¿todavía vas a decir que
no?
—Por
más que insista, no puedo admitir algo que no he hecho. Piense con calma,
hombre, y verá. ¿Qué clase de idiota iba a dejar un objeto que tenga su propio
nombre en esa maleta? —alcanzó a decir Yasutaro, pero no podía disimular su
palidez delante del rostro desfigurado por la furia de su contrincante.
—¿Quién
podría haber sido sino tú? Vas a ver cómo te entrego a la policía si no dices
la verdad. A ver, ven conmigo.
La
ira de Zenbei no era la de un adulto que se dirige a un niño para amonestarlo.
Rebosando de la rabia que surgía desde el fondo de su alma, fijó su mirada
enloquecida en su enemigo y empezó a arrastrarlo a la fuerza hacia el zaguán.
Cogido
por el cuello, Yasutaro se resistía con desesperación, agarrándose a la columna
y al armario, pero ante la fuerza superior de su rival no pudo hacer más nada
sino dejarse arrastrar a lo largo del piso. Nadie decía ni una palabra. En
medio de aquel silencio horroroso, cada quien dedicaba todas sus energías a
intentar superar al otro en esta competencia singular.
De
pronto se sintió un enorme estruendo: era Yasutaro que había caído de espaldas
en el zaguán, quién sabe si había tropezado con algún objeto o si se había
enredado en sus propios pies. Lanzando un chillido estridente que resonó por
toda la casa, Yasutaro, en su desesperación, le mordió una pierna a Zenbei con
las fuerzas que aún le restaban.
—¡Mierda,
carajo! —Zenbei repitió varias veces ese insulto sin dejar de darle patadas a
Yasutaro, a ciegas, en la cara, en las piernas, lo que acabó en un tremendo
escándalo, algo nunca antes visto.
Yo
observaba con calma aquella escena. El cuerpo de Yasutaro, que el traje con las
solapas levantadas y las mangas enrolladas dejaba casi al descubierto,
forcejeaba violentamente de dolor, un dolor aún más intenso que el de la vez
pasada, y pataleaba en el vacío. Se pudo ver con nitidez cómo se contraían los
músculos alrededor de esa nariz chata y horriblemente fea.
Como
consecuencia lógica de aquel acto, no tardé en comenzar a manifestar mi odio
hacia Yasutaro de manera directa y a maltratarlo con mis propias manos, ya sin
intentar ocultar mi naturaleza demoníaca. Finalmente, me acostumbré a acosar a
cualquier sirviente de la casa sin escrúpulo alguno.
—En
esta casa no nos dura ninguna sirvienta, por causa de tu carácter violento
—solía decir mi madre. Cada vez que llegaba una sirvienta nueva, me ocupaba de
consentirla con exageración durante cierto tiempo, y comenzaba a odiar a las
que llevaban más tiempo en casa, con las cuales me había encariñado en
apariencia. Así sucesivamente se turnaban mis sentimientos. Yo necesitaba tanto
a las sirvientas queridas como a las odiadas.
Me
gradué en la escuela primaria, luego en la secundaria y al fin en la
preparatoria, para continuar mis estudios en la universidad. Debo confesar, sin
embargo, que cuando odio a alguien sigo dominado por el mismo sentimiento que
experimenté en mi niñez. La única diferencia consiste en que ahora no lo
manifiesto en mis actos, o mejor dicho, no me siento capaz de hacerlo.
Creo
que el odio, al igual que el amor, brota de una fuente mucho más profunda que
el interés práctico o la conciencia moral. Yo no sabía odiar de verdad hasta
que descubrí el instinto sexual.
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