John Cheever
Era
uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan
“Anoche bebí demasiado”. Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses
que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se
debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o
en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible
malestar del día siguiente.
—Bebí
demasiado —dijo Donald Westerhazy.
—Todos
bebimos demasiado —dijo Lucinda Merrill.
—Seguramente
fue el vino —dijo Helen Westerhazy—. Bebí demasiado clarete.
Esto
sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un
pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde
claro. El tiempo era excelente. Hacia el oeste se dibujaba un macizo de
cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad —vistos desde la proa de un
barco que se acercaba— que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa.
Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del
agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era
un hombre esbelto —parecía tener la especial esbeltez de la juventud— y, si
bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda
y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que
estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café
en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía
raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de
juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba
estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los
componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio
placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa
se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus
cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a
tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar
a su casa por el agua.
Su
vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía
explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un
cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría
el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía
moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban
las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una
indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día
hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su
belleza.
Se
quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un
inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó
una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro
brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno—dos, uno—dos de
la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la
domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte,
y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual.
Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un
placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar
sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se
alzó sobre el reborde del extremo opuesto —nunca usaba la escalerilla— y
comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que
volvía nadando a casa.
Los
únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar,
pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear,
los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la
propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los
Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los
Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde.
El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido
de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía
exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un
camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un
explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del
camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.
Atravesó
un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los
Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que
albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
—Caramba,
Neddy —dijo la señora Graham—, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he
tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa— comprendió
entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con
cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería
llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y
tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo
al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada
de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos
formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la
fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela
vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los
ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo
oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los
Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó
la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa
distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.
El
agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el
aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos
peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y
mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba
sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del
río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas
color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra
fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento,
describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un
niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura
dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él
pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio
comenzó a gritar:
—¡Oh,
vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que
usted no podía venir, sentí que me moría— se abrió paso entre la gente para
llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con
paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar
las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había
visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y
Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en
conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se
zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de
Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a
quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del
jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de
desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la
piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido
brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que
provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la
retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre
los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del
sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el
camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió
la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un
letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times.
Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no
había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la
casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco
antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa
instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con
farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso
y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la
mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese
momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.
Habría
tormenta. El grupo de cúmulos —esa ciudad— se había elevado y ensombrecido, y
mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión
de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned
creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero
cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar.
Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las
cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero,
con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores
envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el
tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de
cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y
reconocible la llegada de la tormenta. A su espalda se oyó el ruido leve del
agua que caía de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo.
Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles
altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación
cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba
impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de
una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas
cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las
buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una
explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la
señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un
año antes?
Permaneció
en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado
el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas
y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era
mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió
una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso
y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la
pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto
estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley
habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían
dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca
de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó
caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde
descubrió que la piscina estaba seca.
La
ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo
absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y
encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era
costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era
evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban
plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con
llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a
la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que
indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez
de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda
habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas
una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había
disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había
deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de
un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar
con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill
atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más
difícil.
Si
ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo
hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la
oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma
pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba
sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de
la autopista —latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas— expuesto a
todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese
trecho era parte de su trayecto —había estado en sus mapas—, pero al
enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz
estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le
arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad
ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde
Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni
prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso,
que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común, no
podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso
amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte
de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar
claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los
componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos
habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una
distancia que imposibilitaba el regreso.
Un
anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le
permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de
pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte,
pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve
trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de
Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El
efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma
que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes,
más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la
reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA
PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una
ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del
agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados
en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con
intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces.
Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía
contaminarse —perjudicar su propio bienestar y su encanto— nadando en ese
lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba
sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló,
arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la
cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo
salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos
salvavidas estaban gritándole:
—¡Eh,
usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua!
Así
lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y
cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de
cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran.
No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta
que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los
Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse
con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores,
pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a
veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas
era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy.
Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su
invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca
había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir
verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la
inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy
se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La
señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba
leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya
con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La
piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de
lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban
el oro opaco del arroyo.
—Estoy
nadando a través del condado —dijo Ned.
—Vaya,
no sabía que era posible —exclamó la señora Halloran.
—Bien,
vengo de la casa de los Westerhazy —afirmó Ned—. Unos seis kilómetros.
Dejó
los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo contrario y
nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la señora
Halloran que decía:
—Neddy,
nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
—¿Mis
desgracias? —preguntó Ned—. No sé de qué habla.
—Bien,
oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
—No
recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—, y las niñas están allí.
—Sí
—suspiró la señora Halloran—. Sí… —su voz impregnó el aire de una desagradable
melancolía y Ned habló con brusquedad:
—Gracias
por permitirme nadar.
—Bien,
que tenga un buen viaje —dijo la señora Halloran.
Después
del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se
preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y
estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían
deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía
haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado
al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas
como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos
y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las
hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en
esa época del año?
Necesitaba
una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última
etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era
un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían
brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la
casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que
habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs.
La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
—Oh,
Neddy —exclamó Helen—. ¿Almorzaste en casa de mamá?
—En
realidad, no —dijo Ned—. Pero en efecto vi a tus padres —le pareció que la
explicación bastaba—. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y
pienso que podrían ofrecerme un trago.
—Bien,
me encantaría —dijo Helen—, pero después de la operación de Eric no tenemos
bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba
perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo
inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en
dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió
del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y
dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había
desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la
mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre
sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa
brecha en la sucesión?
—Estoy
segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger —dijo Helen—. Celebran
una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella
alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los
jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las
voces reflejadas en el agua.
—Bien,
me mojaré —dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de
elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los
Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro—.
Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos —dijo por encima del hombro, la cara
vuelta hacia la propiedad de los Biswanger—. Lamentamos que haya pasado tanto
tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó
algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se
sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los
Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis
semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban
enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y
antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el
precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios
durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de
ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en
la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la
piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues
parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando
llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el
tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al
negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del
crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal.
Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo
vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en
actitud belicosa.
—Caramba,
a esta fiesta viene todo el mundo —dijo en voz alta—, hasta los colados.
Ella
no podía perjudicarlo socialmente…, eso era indudable, y él no se impresionó.
—En
mi calidad de colado —preguntó cortésmente—, ¿puedo pedir una copa?
—Como
guste —dijo ella—. No parece que preste mucha atención a las invitaciones.
Le
volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y
pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un
mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse
desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido
cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba
informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
—Se
arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan… y él
apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… —esa
mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. Se
zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La
piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua
amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger,
aquí podía curarse. El amor —en realidad, el combate sexual— era el supremo
elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera
de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un affaire la
semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había
interrumpido la relación, pues era quien tenía la ventaja, y pasó el portón en
la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como
la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina,
pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio
allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa
y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto
superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía
confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no
lo permitiese, volvería a llorar?
—¿Qué
deseas? —preguntó.
—Estoy
nadando a través del condado.
—Santo
Dios. ¿Jamás crecerás?
—¿Qué
pasa?
—Si
viniste a buscar dinero —dijo—, no te daré un centavo más.
—Podrías
ofrecerme una bebida.
—Podría,
pero no lo haré. No estoy sola.
—Bien,
ya me voy.
Se
zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los
brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le
respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por
encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando
salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas —una tenaz fragancia otoñal—
en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que
habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda,
Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del
verano? Se echó a llorar.
Probablemente
era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en
su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y
desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante
que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones.
Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y ahora tenía
irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de
compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino
directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección
a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló
y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular
que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino
hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la
piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al
borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero
estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo.
Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el
sendero de su propia casa.
El
lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda
se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a
buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el
domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas
del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban
cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las
manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido
uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla
de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada
con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente
habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban
criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y
después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario