Julio Cortázar
Y salían en
ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del
hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la
joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo
sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y
él —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la
máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento
fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el
rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle
Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero
paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas
que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos
bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía,
se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas
empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el
accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada
a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó
con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer,
y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo.
Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía
gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no
podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer
a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su
único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al
cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le
ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia
próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las
piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina
de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así
va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en
la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a
los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a
gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock
terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le
dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos
veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala
suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta
no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la
ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al
hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo
llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo
árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado.
Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una
ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le
movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban
todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se
habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y
veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como
una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y
delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le
acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de
blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano
derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque
estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya
que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de
donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia
compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo
era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y
su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva,
cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas,
conocían.
Lo que más lo torturaba era el
olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra
eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra
atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse
y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba
el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas.
Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo
fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no
se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba
como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,
pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra
florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas.
A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la
calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los
tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo.
Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia
adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el
enfermo de la cama de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde,
con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de
sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la
pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió
sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha
agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de
quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros
enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un
carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó
con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada
con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven
vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar
alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un
estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales
y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película
aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso
caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más
precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le
dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces
una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a
manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco
incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y
calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un
atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas.
Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo
cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada",
pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de
hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la
oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba
cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo
ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal,
subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el
amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que
trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los
bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban
hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la
luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo
profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las
ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad
de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el
tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal
del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo
sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de
un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio
antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer
en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los
gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga
lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama
de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a
ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde
volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta
velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser,
respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin
acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas
cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que
tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de
agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía
ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya
no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas,
como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién
hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del
accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no
alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado
del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo
tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No,
ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de
algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento.
De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras
los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la
ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al
día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al
médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia
abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del
agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La
luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo
sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a
humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a
comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una
oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los
tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo.
El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó
torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora
estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como
filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo
habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su
turno.
Oyó gritar, un grito ronco que
rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba
en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el
grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que
llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio.
Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas
agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un
esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo.
Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en
la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo
intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las
antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la
ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con
desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro
lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos
calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba,
tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo
de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando
en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata
incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero
ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero
todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo
brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del
hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó
que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de
noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la
sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el
olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que
cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado
pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo
protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a
esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó
un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en
un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con
súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el
techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos
se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los
ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al
otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez
que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata,
ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras,
las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante
de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban
para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza
apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo
lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo
cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura
ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en
la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba
a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el
otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por
extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían
sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas.
En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también
alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca
arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
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