Joseph P. Brennan
El
Circo Ambulante Morgan llegó a Riverville para dar una función de noche, y
plantó sus tiendas en el parque situado en uno de los extremos del pueblo. Era
un cálido atardecer de primeros de octubre, y a eso de las siete una gran
multitud se había congregado ante la barraca principal del Circo, dispuesta a
divertirse.
El
espectáculo viajero no era nada del otro jueves en cuanto a presentación y
calidad, pero su aparición fue saludada con alborozo en Riverville, una
aislada comunidad montaraz que no contaba con cinematógrafos, ni teatros, ni
campos de deporte, como los que existen en las grandes ciudades.
Los
habitantes de Riverville no eran exigentes en sus diversiones; en consecuencia,
la inevitable Mujer Gorda, el Hombre Tatuado y el Muchacho Mono les hicieron
pasar un buen rato. Mientras contemplaban el espectáculo, masticaban cacahuetes
y rosetas de maíz, bebían vaso tras vaso
de limonada y mantenían ocupados sus dedos con los coloreados papeles que
envolvían los caramelos.
Todo
el mundo se hallaba en un relajado y tolerante estado de ánimo cuando el
locutor empezó a anunciar la actuación del Hipnotizador. El locutor, un hombre
pequeñito y rechoncho que vestía una americana a cuadros, aullaba a través de
un improvisado megáfono, mientras el Hipnotizador permanecía en último plano
sobre la plataforma de madera levantada delante del barracón, con aire
indiferente y burlón, sin dignarse mirar a la multitud de espectadores.
Al
final, sin embargo, cuando unas cincuenta almas se habían reunido ante la plataforma,
el Hipnotizador avanzó hasta quedar a plena luz. Un murmullo se elevó de la
multitud.
Iluminado
por la lámpara suspendida sobre su cabeza, el Hipnotizador ofrecía un aspecto
impresionante. Era un hombre alto, delgadísimo, con una tez sorprendentemente
pálida. Pero lo que más llamaba la
atención en él eran sus ojos oscuros hundidos en las cuencas, enormes y
brillantes. El usado traje negro que vestía, y la corbata de lazo, también
negra, que llevaba anudada al cuello, acababan de conferirle un aire
mefistofélico.
Contempló
a la multitud fríamente, con una expresión a la vez resignada y desafiante.
Todos
oyeron su voz sonora.
—Para
mi experimento, necesito un voluntario —dijo—. Si alguno de ustedes es tan
amable como para subir a la plataforma...
Todo
el mundo miró a su alrededor o dio con el codo a su vecino, pero nadie se
movió.
El
Hipnotizador se encogió de hombros.
—No
puedo trabajar, a menos que uno de ustedes se preste al experimento. Les
aseguro, damas y caballeros, que la demostración es completamente inofensiva y
no reviste el menor peligro.
Miró
a su alrededor con aire expectante, y de pronto un joven empezó a abrirse paso
entre la multitud y avanzo hacia la plataforma.
El
Hipnotizador le ayudó a subir los escalones de madera y le invitó a sentarse en
una silla.
—Relájese
—dijo el Hipnotizador—. Ahora va usted a dormirse. Y hará exactamente lo que yo
le ordene.
El
joven se movió en la silla, al tiempo que dirigía una burlesca mueca a la
multitud.
El
Hipnotizador reclamó su atención, fijando en él sus enormes ojos, y el joven
dejó de moverse.
Súbitamente,
uno de los espectadores lanzó una bolsita de rosas de maíz hacia la plataforma.
La bolsita describió un arco y fue a aterrizar exactamente en la cabeza del
joven sentado en la silla.
El
impacto aturdió al joven, que estuvo a punto de caer de la silla, y la
multitud, callada un momento antes, estalló en ruidosas carcajadas.
—¿Quién
ha sido el gracioso? —preguntó, en tono irritado.
El
Hipnotizador estaba furioso. Su pálida tez enrojeció y parecía a punto de
estallar de rabia al enfrentarse con los espectadores.
La
multitud guardó silencio.
El
Hipnotizador continuó mirándoles fijamente. Al final, el color abandonó su
rostro y dejó de temblar, pero sus brillantes ojos mantenían una expresión
amenazadora.
Al
cabo de unos segundos se volvió hacia el joven sentado en la silla, le despidió
dándole las gracias por su colaboración y se encaró de nuevo con la multitud.
—Debido
a la interrupción —anunció en voz baja—, será necesario volver a empezar la demostración...
con un nuevo sujeto. Tal vez a la persona que lanzó la bolsita no le importaría
subir a la plataforma.
Una
docena de espectadores se volvieron a mirar a alguien que permanecía medio
escondido detrás de la multitud.
El
Hipnotizador clavó en él sus oscuros ojos, y al hablar su tono era francamente
burlón.
—Quizá
—dijo— la persona que interrumpió el espectáculo tiene miedo de subir.
¡Prefiere esconderse detrás de la gente y lanzar bolsitas de maíz!
El
culpable profirió una exclamación y luego avanzó con aire beligerante hacia la
plataforma. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, tenía un vago
parecido con el joven que había subido anteriormente, y cualquier observador
casual les hubiera catalogado a los dos como típicos campesinos.
El
segundo joven subió a la plataforma y se sentó en la silla con un visible aire
de reto, y por espacio de unos minutos se hizo evidente que se negaba a
relajarse, tal como le sugería el Hipnotizador. De pronto, sin embargo, su
agresividad desapareció y se quedó mirando obedientemente los imperiosos ojos
situados delante de los suyos.
Al
cabo de unos instantes se puso en pie, obedeciendo la orden del Hipnotizador, y
se tendió de espaldas sobre el entarimado de la plataforma. Los espectadores se
quedaron boquiabiertos.
—Ahora
va usted a dormirse —le dijo el Hipnotizador—. Va usted a dormirse. Va usted a
dormirse. Va usted a dormirse. Va usted a dormirse y hará todo lo que yo le
ordene. Todo lo que yo le ordene. Todo...
Su
voz se convirtió en una especie de zumbido, repitiendo incansablemente las
mismas frases, y la multitud cayó en un religioso silencio.
De
repente, en la voz del Hipnotizador apareció una nota completamente nueva, y el
auditorio contuvo la respiración.
—Ahora,
va usted a alzarse sobre la plataforma —ordenó el Hipnotizador—. ¡Álcese sobre
la plataforma!
Sus
oscuros ojos brillaban con extraña intensidad, y la multitud se estremeció.
—¡Álcese!
¡Arriba!
El
suspiro colectivo de la multitud fue perfectamente audible.
El
joven tendido en la plataforma, completamente rígido, sin mover un músculo,
empezó a ascender horizontalmente. Subía con lentitud, casi imperceptiblemente
al principio, pero su ascensión no tardó en hacerse más rápida.
—¡Arriba!
—ordenó la voz del Hipnotizador.
El
joven continuó ascendiendo, hasta quedar a unos pies por encima de la
plataforma. Y siguió ascendiendo...
Los
espectadores estaban convencidos de que existía algún truco, pero a pesar de
ello contemplaban la ascensión del joven con la boca abierta. El joven parecía
estar suspendido y moverse en el aire sin ninguna clase de apoyo físico.
Repentinamente,
la atención de la multitud se vio distraída por otro suceso: el Hipnotizador se
llevó una mano al pecho, dio un traspié y se derrumbó sobre la plataforma.
Se
oyeron gritos reclamando la presencia de un médico. El locutor de la americana
a cuadros subió rápidamente a la plataforma y se inclinó sobre la inmóvil
figura.
Le
tomó el pulso, sacudió la cabeza y frunció el ceño. Alguien le ofreció una
botella de whisky, pero el locutor se limitó a encogerse de hombros.
De
pronto, una mujer lanzó un grito.
Todo
el mundo se volvió a mirarla, y un segundo después todos los ojos se fijaron en
un mismo punto.
El
grito de horror fue unánime: el joven a quien el Hipnotizador había dormido,
seguía ascendiendo. Mientras la atención de la multitud se había distraído con
el fatal colapso del Hipnotizador, el joven había continuado subiendo. Se
hallaba ahora a más de dos metros de altura por encima de la plataforma y
moviéndose inexorablemente hacia arriba. Incluso después de la muerte del
Hipnotizador continuaba obedeciendo aquella orden final: "¡Arriba!".
El
locutor, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, dio un frenético
salto tratando de agarrar al joven, pero fracasó en su intento. Sus dedos sólo
pudieron rozar a la moviente figura antes de caer de bruces sobre la
plataforma.
La
rígida forma siguió flotando hacia arriba, como atraída por una especie de
invisible imán.
Las
mujeres empezaron a gritar histéricamente; los hombres vociferaban. Pero nadie
sabía qué hacer. Una expresión de terror llenó los ojos del locutor al mirar
hacia arriba.
—¡Baja,
Frank! ¡Baja! —gritó la multitud— ¡Frank! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Párate, Frank!
Pero
la rígida forma de Frank se movía incesantemente hacia arriba. Arriba, arriba,
hasta que alcanzó el nivel del techo del barracón, hasta que alcanzó la altura
de las copas de los árboles más altos, hasta que sobrepasó los árboles y siguió
ascendiendo en dirección al despejado cielo de aquella noche de primeros de
octubre.
La
mayoría de los espectadores se cubrieron los horrorizados rostros con las
manos.
Los
que continuaron mirando vieron a la forma flotante ascender hacia el cielo
hasta que no fue más que una leve mancha, como un diminuto cilindro acercándose
cada vez más a la luna.
Luego
desapareció del todo.
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