Pilar Galán
(…)
Porque no se puede ser feliz en este tiempo muerto y lentísimo,
el
indeseable paréntesis entre una vida que ya es mentira
y
otra que no acaba de ser verdad del todo.
Ningún
destino es tan ingrato
como
el de las personas condenadas a vivir
eternamente
en septiembre.
(A. Grandes)
La
casa está fría. Hay nubes deshilachadas, borrones grises, flecos azules a
través de la persiana. La luz se cuela aún como polen de oro, cada vez con
menos fuerza, como si presintiera ya el otoño.
La
siesta no nos ha hecho bien. Luis se ha levantado con el ceño fruncido, con ese
gesto tan suyo de estar enfadado con todos. Ana no quiere tomarse la leche.
Lloriquea aún desde la cocina, quiere empezar a andar sobre el suelo frío.
Anoche tosió un par de veces, a tientas en la madrugada aparecieron por fin los
edredones.
La
piscina se ha puesto verde. Flotan bolsas de plástico, alguna silla, el césped
se adueña ahora de todos los rincones. Luis pregunta por las ranas. Una y otra
vez, cientos de veces, tironea de mi falda hasta que atrae mi atención. Las
ranas, cuándo vuelven las ranas, están ya las ranas en el agua sucia, en esa
agua tan sucia ya que no ve ni el fondo, podemos bajar a ver las ranas, mamá
por favor. Ana llora.
Las
pastillas dejan la lengua resacosa y dura. Los ojos pesan, pesa la tarde entera
cada vez más cerca de la noche. Aún hay que lavarse la cara, tomarse un café,
coger el coche, comprar los libros.
Milagrosamente,
a las seis en punto estamos ya abajo. La portera nos mira como a recién
nacidos, con esa ternura tan dulce de las mujeres mayores. Los ha abrigado
usted mucho, me dice. Luego engaña el tiempo, veranillo de San Miguel,
veranillo de los membrillos. No tengo fuerzas para hablar del tiempo. Recojo el
correo. Tampoco hoy ha escrito. No sirven de nada los conjuros mágicos ni
retrasar el momento hasta la tarde. El hueco del buzón saluda desde las once de
la mañana.
Hay
tráfico ya. Luis pregunta cuánto tiempo tardaremos en llegar al híper. Ana le
imita. Luis le pega un manotazo en la boca. Desde el espejo retrovisor se ven
las cosas como en un cine, como si no estuvieran pasando.
Pongo
la radio. Suena por enésima vez la canción del verano. Atrás los dos se
desgañitan. Acabarán pegándose otra vez, cuando se acabe. Por suerte, luego
viene la segunda canción del verano, y luego la tercera. Sus voces me llegan
desde otro mundo.
Intento
mantener la concentración. Como en la autoescuela. Solo mirar al frente y a los
espejos. No desviar la mirada ni un segundo. Si una avispa entra en el coche,
bajar la ventanilla con cuidado, sin dar manotazos. Si nos pica, señalizar la
maniobra y apartar el coche hasta el arcén.
Doy
un manotazo a Luis. Cambio la cinta, me peino, en el semáforo en rojo me pinto
un poco la raya. Me pita el de atrás. Ahora se me cala, verás tú cómo se me
cala. Menos mal que me he puesto las zapatillas de deporte. Rebobino la cinta,
subo el volumen, le paso a Ana el muñequito rosa. Me incorporo por fin a la
autovía. Me pongo el cinturón de seguridad. Estoy suspensa, es lo primero que
tendría que haber hecho. Bajo el seguro del coche. Estoy a punto de estrellarme
con un camión. Ha empezado a llover.
Toda
la ciudad ha decidido salir a comprar los libros esta tarde. Seguro. Podríamos
haber ido en autobús. Me lo dijo mamá. Hija, no te arriesgues tanto, que vas
con esas dos criaturas.
—Tres
criaturas, mamá, eso es lo que somos. Una madre asustada y dos hijos llorones.
Mamá
no sabe aparcar, dice Luis, con su voz de hombre. Le miro con odio por el
retrovisor. No sabe aparcar, no sabe aparcar, canta. Ana ha empezado a seguir
la melodía. Podría echarme a llorar ahora mismo, dejar el coche en mitad de la
explanada, con las puertas abiertas y mis hijos dentro, y correr bajo la
lluvia, como cuando era niña, exactamente igual, sentir las gotas resbalando
por mi pelo, saborearlas, pisar charcos, volver a casa con las piernas
empapadas, sabiendo que me espera un vaso de leche caliente y dos azotes.
En
vez de eso, cuento hasta diez y sigo dando vueltas sin sentido. Aparco por fin
en la otra punta de la puerta de entrada. Me miro en el espejo orgullosa de mi
hazaña. Estoy horrible. Parece que me he echado encima veinte años.
Lo
primero que me levanta dolor de cabeza es el ruido de la gente. Todos en
procesión en busca de los libros. Luego, la música de las narices. Julio
Iglesias a todo volumen. Ana arrastra los pies.
Hay
una cola enorme para recoger los libros. Jugamos a contar niños, jugamos a
adivinar colores, jugamos al veo-veo. Luis dice que se aburre. Que quiere ir a
ver juguetes. Por megafonía anuncian que regalan el forro para los libros de
texto. También hay ofertas de pescado. Ana dice que tiene hambre. Me deseo la
muerte. Me llevo deseando la muerte desde las seis de la tarde.
A
las ocho y media tengo todos los libros en la mano. Conocimiento del medio,
Matemáticas, mi primer diccionario. Luis los abre sin cuidado alguno, pasa las
páginas con sus dedos negros de arrastrarse por el suelo. Intento reñirle, pero
no quiero gastar fuerzas innecesarias. Total, van a acabar despanzurrados por
su cartera dentro de una semana.
Compro
leche condensada, galletas, pepinillos, cerveza, una botella de vino blanco,
pizzas variadas, patés. Los niños están emocionados con la cena. Yo también.
Pienso ponerme a morir de pepinillos en cuanto se acuesten.
Sigue
lloviendo. Ahora hace frío y la noche se extiende por encima de las luces de
neón de las ofertas. Saco el coche sin rozar la pared. Luis aplaude. Riño a Ana
para que no se duerma, por favor, bonita, que tengo que bañarte, que tienes que
cenar, que si no, te dan las dos y mamá trabaja mañana. Le canto, pongo música,
digo a mi hijo que le pegue de vez en cuando un manotazo. Lo hace encantado.
Llego
a casa cargada de bolsas. Huele a naftalina, a septiembre, a forro de libro
nuevo. Tengo que contenerme para no llorar. No hay luz cuando entramos. El
salón está más vacío que nunca. Las plantas hacen sombras raras en los
rincones.
Pongo
los dibujos, baño a la niña, más dibujos, Luis hace el idiota en la bañera. Se
llenan los pijamas de queso fundido, de salchichas con tomate. Ana unta en
sueños su dedo en leche condensada. Protestan un poco aún. Luego caen rendidos.
A
las once en punto, en mitad de mi atracón de pepinillos, suena el teléfono.
Miguel quiere saber cómo están sus hijos. Hablamos despacio, muy educados. Me
pregunta también por el coche, si he vuelto a rozarlo, si soy ya capaz de
meterlo en el garaje. Cuento hasta veinte antes de contestar. Oigo su
respiración al otro lado.
Dice
que puede encargarse él de lo de los libros. Le digo que no lo dudo, pero que
da la casualidad de que ya los hemos comprado. Parece fascinarle que haya sido
tan aventurera como para adentrarme en el territorio prohibido del híper.
Le
pregunto por el trabajo. Dice que trabaja mucho. Como siempre, se me escapa. Sé
que me ha oído y que cuenta a su vez para no estallar. Se le escapa a él
también preguntarme por todo en general, qué tal van tus cosas, murmura.
Mientras intento contestar oigo la tos de Ana desde el pasillo. Bien, como
siempre, también, ya sabes. Y me muerdo la lengua porque sé que sabe, porque me
está viendo sola en su casa de antes, un poco borracha de cerveza y vino
blanco, un poco asqueada de tanto pepinillo, y le gustaría decirme con su voz
de hombre, al otro lado, puedo ir a ver a los niños esta noche, aunque sepa muy
bien qué hora es, siempre lo ha sabido, que a las once los niños duermen hace
mucho, y no esperan a que el señor importante vuelva del trabajo para contar
cuentos.
Sé
que está esperando una señal, que me derrumbe, que le diga con voz pastosa que
no puedo más, que se me caló el coche en el semáforo, que olvidé comprar el
libro de ciencias, que estoy ya llorando a moco tendido delante del forro
maldito que no se deja cortar, y me estoy llenando los dedos de plástico
transparente, y me aburre enormemente hojear tanto contenido para aprender a
hacer los deberes, partes de la tierra, funciones del lenguaje, diferencias
entre climas…
Pero
cuento hasta diez y le digo que van bien las cosas, todo lo bien que pueden ir,
que se cuide, que ahora tiene que empezar a hacer frío y septiembre es un mes
muy traicionero. Y le imagino en su cocina blanca, impoluta, encendiendo un
cigarro más antes de colgarse al teléfono con su madre o con su jefe, o con
quien sea, mientras la cocina sigue limpia y no hay ninguna imbécil que le haga
la cena. Le digo también lo del veranillo de San Miguel y lo de los membrillos.
Y cuelgo, acto seguido, porque ya las lágrimas se acumulan en los ojos, y hay
un temblor absurdo en la garganta, y me arde el estómago con los pepinillos, y
me duele la cabeza con el vino, y Ana tose cada vez más.
Y
lloro, a lágrima viva, tirada en el sofá, como una niña. Porque es septiembre,
porque huele a libro y forro nuevo, a patio de colegio, leche condensada y
comidas de madre. Porque no hay nadie que me explique por qué no escribe, por
qué se empeña en hacerse el fuerte y el distante.
Me
tomo dos pastillas. No hay que mezclarlas con alcohol, dice la voz protectora
de mi madre. Me da igual, mamá. Tampoco estás aquí para pasarme la mano por el
pelo, para llamarme bonita y explicarme qué salió mal después de todo, si me
casé con el hombre que yo amaba, si tuve dos hijos preciosos y un trabajo, un
piso, el carné de conducir sin coger el coche, si era la envidia de todas mis
amigas, si todos le adoraban. A ver por qué, hija, tuviste que conocer a ese
otro, estar a punto de perder tus hijos, cariño, con lo querían a su padre, una
vida estable, toda la vida por delante.
Se
me va la cabeza. Hablo sola. No tengo ganas de contestarte, mamá, de verdad que
no, otra noche más no. Ya hemos hablado bastante. No me vuelvas a decir que hay
que aguantar, que todos los hombres son iguales. No entiendes nada. Quiero
estar sola. Quiero vivir sola.
Ana
tose más fuerte. Me duele todo. El suelo está frío bajo mis pies descalzos.
Avanzo
a tientas por el pasillo. No quiero ver en ningún sitio el reflejo de la
ausencia.
Me
tumbo al lado de mi hija, al lado de su cuerpo caliente de vainilla y
chocolate. La abrazo fuerte, le doy besitos, le digo bajo que ya estoy aquí
para cuidarla, porque soy mamá, y tú eres pequeña, y ahora puedo cuidarte,
luego no.
Ya
estoy llorando otra vez, como una idiota. Por cuidar, por no ser cuidada, por
las noches y las tardes como hoy, por el miedo que me da conducir, porque
quiero vivir sola, porque también quiero vivir con él.
Y,
mientras acaricio a Ana, muy despacio, imagino que también a mí me tocan, me
pasan la mano por el pelo, me dan besos, me abrazan. Que alguien, quien sea, me
dice que es normal estar asustada, el otoño y todo eso, qué valiente has sido
con el coche, no te agobies si no escribe, nada importa, solo tú y tus hijos.
Al
compás de esa voz me voy quedando dormida, poco a poco. Mañana habrá carta en
el buzón, seguro, y dejará de llover, y no habrá tráfico. Anita se pondrá bien
y Luis no pegará a nadie en el colegio. Ya verás cómo sí.
Sin
embargo, justo antes de perder del todo la consciencia, en mitad del silencio
de la casa, siento el frío de septiembre, el aire de la noche que arrastra la
luz y el polen de oro.
Y
me duermo, por fin, sabiendo definitivamente que mañana no va a ser otro día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario