martes, 15 de julio de 2014

La llegada del gusano blanco

Clark Ashton Smith

Evagh el mago, que vivía al borde del mar boreal, conocía muchos de los portentos extraños y anacrónicos que tenían lugar hacia mediados del verano. Gélido era el sol que ardía sobre Mhu Thulan desde un cielo límpido y pálido como el hielo. Al atardecer, la aurora descendía del cenit hasta la tierra como un velo en la cámara sagrada de los dioses. Pocas y raras eran las amapolas y pequeñas las anémonas que crecían en los valles ocultos por los precipicios, detrás de la casa de Evagh, y las frutas de su jardín vallado tenían la piel pálida y el corazón verde. De día contemplaba la huida, impropia para la época, de grandes bandadas de faisanes que se dirigían hacia el sur, procedentes de las islas que se encuentran más allá de Mhu Thulan y de noche escuchaba el clamor de otras bandadas.
Pero Evagh estaba preocupado por tales acontecimientos, ya que su magia no podía interpretarlos en su totalidad. Los toscos pescadores de la costa, que habitaban el puerto debajo de la morada de Evagh, también se sentían preocupados a su manera. A lo largo del verano habían salido todos los días canoas de cuero de ciervo y troncos de sauce para echar sus redes, pero al retirarlas sólo sacaban peces muertos, reventados por el fuego o por un frío intenso, y a causa de ello, con el deslizar del verano, eran pocos los que se molestaban en salir a la mar.
Entonces, y procedente del norte, adonde se dirigen los navíos de Cerngoth para recorrer las islas árticas, llegó deslizándose una galera cuyos remos estaban parados y el timón carecía de guía. La marea empujó la galera entre los barcos de los pescadores sobre las arenas, bajo la casa de Evagh, que se alzaba en el acantilado. Rodeándola, los pescadores contemplaron a sus remeros inmóviles en los remos y a su capitán en el timón. Pero sus rostros y manos eran tan blancos como los de los leprosos, y las pupilas se habían difuminado, confundiéndose con la del blanco de sus ojos abiertos, y todos ellos reflejaban un gran horror, tan profundo como el hielo que se congela en el fondo de los lagos.
Los pescadores temían tocar a los muertos y murmuraban diciendo que había caído una maldición sobre el mar, y todas las cosas y hombres con él relacionados. Pero Evagh, pensando que los cuerpos se pudrirían al sol llenando el aire de olores pestilentes, les encargó que levantasen una pila de madera seca cerca de la galera. Cuando dicha pila adquirió la altura del castillo, escondiendo a los remeros muertos, le prendió fuego con sus propias manos. Las llamas alcanzaron una gran altura y el humo se elevaba tan negro como una nube de tormenta, soplando en montoncillos. Pero cuando se apagó el fuego, los cuerpos de los remeros seguían sentados entre los bancos ardidos, y sus brazos permanecían estirados en posición de remar, con los dedos cerrados, aunque los remos se habían deshecho en cenizas. El capitán de la galera seguía inmóvil, de pie ante lo que antes fuera timón, ahora quemado sobre la cubierta. El fuego había consumido todo salvo los cuerpos, que brillaban como mármol blanco sobre la escoria de madera, sin presentar ninguna mancha negra ni ninguna huella de fuego.
Considerando el fenómeno como un prodigio de mal agüero, los pescadores quedaron estupefactos y huyeron raudos a las rocas más altas. Pero el hechicero Evagh esperó a que se enfriasen las brasas. Estas se oscurecieron rápidamente, pero siguió saliendo humo durante todo el mediodía y por la tarde, y cuando llegó el anochecer todavía estaban demasiado calientes para tocarlas. En vista de ello, Evagh cogió agua del mar en grandes jarras y roció con ella las cenizas y las brasas de manera que pudiese acercarse a los cadáveres. Cuando cesaron el humo y el chisporroteo se adelantó, y a medida que se aproximaba a los cadáveres tenía la sensación de un frío intenso, un frío que se apoderaba de sus manos y orejas, introduciéndose a través de su capa de pieles. Cuando llegó cerca tocó uno de los cuerpos con la punta de su dedo índice, y aunque lo retiró inmediatamente, sintió como si lo cruzase una llamarada de fuego.
Evagh no cabía en sí de asombro: la condición de dichos cadáveres le resultó desconocida hasta entonces, y no había nada en toda su ciencia mágica que pudiera ilustrarle en este sentido. Al volver a su casa aquella tarde quemó en cada una de las ventanas y puertas los talismanes más ofensivos para los demonios del norte. Acto seguido releyó con todo cuidado los escritos de Pnom, donde se explican numerosos exorcismos de gran efectividad contra los espíritus blancos del polo. Al parecer, eran estos espíritus los que habían dejado caer su poder sobre la tripulación de la galera, y a él no le quedaba más remedio que enterarse del alcance de dicho poder. Aunque en la habitación ardía un buen fuego, a base de hermosos troncos de pino y eucalipto, hacia medianoche comenzó a invadirla un mortífero frío. Los dedos de Evagh se entorpecieron sobre las páginas de pergamino, de manera que casi no podía ni moverlas. El frío se hizo más intenso, disminuyendo la circulación de su sangre como si fuera hielo puro, y sintió sobre su rostro el aliento de un viento gélido. Sin embargo, las pesadas puertas y las ventanas de sólidos paneles estaban perfectamente cerradas, mientras en el interior el fuego ardía con todas sus fuerzas, sin necesidad de volverlo a cargar.
Entonces, con ojos cuyos párpados se endurecían, Evagh vio cómo la habitación se iluminaba con una luz que penetraba por las ventanas orientadas hacia el norte. Pálida era la luz y llegaba a la habitación en un rayo enorme que caía directamente donde se encontraba sentado. La luz cruzó sus ojos con una brillantez helada y el frío se hizo más crudo con el resplandor; el viento silbó fuera de la luz, y ya no parecía aire, sino un elemento extraño, tan irrespirable como el éter. En vano, y con la mente entorpecida, luchó por recordar los exorcismos de Pnom; pero su aliento le ahogó en el viento afilado como un cuchillo y cayó en una especie de sopor muy próximo a la muerte. Le pareció oír voces que murmuraban encantamientos desconocidos, mientras que la luz cegadora y el éter le embebían flotando como una marea en su derredor. Al poco tiempo tuvo la sensación de que sus ojos y su carne se iban acostumbrando; y pudo volver a respirar, y su sangre corrió de nuevo por sus venas, y el sopor se disipó, y se levantó como si regresase de la muerte.
La extraña luz caía sobre él con todas sus fuerzas a través de las ventanas; pero el entumecimiento del frío había desaparecido de sus miembros y ya no sentía el frescor propio de las últimas noches del estío Al mirar por una de las ventanas contempló un espectáculo inusitado: en el puerto se encontraba un iceberg como ningún barco había visto hasta entonces en su navegar por el norte. Llenaba el amplio puerto de orilla a orilla y se elevaba hasta una altura inconmensurable con escarpados superpuestos y precipicios profundos; sus cumbres colgaban como torres en el cenit. Era más grande y más alto que la montaña Yarak, que delimita la frontera con el polo boreal, y desde su cúspide despedía un resplandor helado, más pálido y más brillante que la luz de la luna llena. Al pie del iceberg, en la orilla, quedaban los restos carbonizados de la galera, y entre los mismos podían distinguirse los cadáveres incombustibles. A lo largo de las playas arenosas y de las rocas había pescadores caídos o todavía en pie, en posturas rígidas y quietas, como si hubieran descendido hasta la orilla para contemplar al gran iceberg y sucumbido a un sueño mágico. Y todo, desde el puerto y la playa hasta el jardín de Evagh, resplandecía pálidamente, como si estuviera bajo un grueso manto de hielo.
Consciente de una gran maravilla, Evagh sintió deseos de salir de su casa; pero aún no había dado tres pasos cuando sintió que se entorpecían todos sus miembros, mientras un sueño profundo invadía sus sentidos, allí mismo donde se encontraba. Cuando despertó el sol brillaba en lo alto. Al mirar afuera fue testigo de otra nueva maravilla: ya no podía distinguir ni su jardín, ni las rocas, ni la playa. En su lugar sólo quedaban plataformas lisas de hielo que rodeaban su casa, con altos picachos. Más allá del hielo pudo ver un mar muy lejano, y más allá del mismo, una playa triste y confusa. Entonces, Evagh se sintió lleno de miedo, al reconocer en cuanto veía los resultados de una magia fuera del poder de los magos mortales. Estaba seguro que su sólida casa de piedra ya no se encontraba en la costa de Mhu Thulan, sino sobre alguna cresta superior del enorme iceberg que contemplara la noche anterior. Temblando, se arrodilló y rezó a los Antiguos, que habitaban secretamente en cavernas subterráneas, o bajo el mar, o en espacios extraterrestres. Mientras rezaba oyó unos golpes fuertes sobre la puerta.
No sin temor, se levantó y abrió el portal. Ante él se encontraban dos hombres, de rostro extraño y piel brillante, cuyas capas se asemejaban a las que acostumbran a llevar los magos, con letras entrelazadas. Dichos caracteres eran bastos y desconocidos, pero cuando los hombres le hablaron comprendió parte de su lengua, un dialecto de las islas hyperbóreas.
—Servimos al Ser Exterior cuyo nombre es Rlim Shaikorth —dijeron—. Procedente de espacios más allá del norte ha llegado en su ciudadela flotante, la montaña de hielo Yikilth, de donde brota un frío extremado y un resplandor pálido que quema la carne humana. Sólo nos ha respetado a nosotros de entre todos los habitantes de la isla Thulask, acomodando nuestro cuerpo al rigor de su morada, haciendo respirable para nosotros un aire insoportable para cualquier mortal y llevándonos consigo a lo largo de su travesía en Yikilth. También tú has sido respetado y aclimatado mediante sus encantamientos al frío y al éter. Saludos, oh Evagh, a quien consideramos un gran mago, ya que sólo los hechiceros más poderosos son elegidos y perdonados.
Evagh no salía de su asombro; pero al ver que tenía que entendérselas con hombres como él, interrogó detenidamente a los dos magos de Thulask. Se llamaban Dooni y Ux Loddhan respectivamente, y hablaban con respeto de los viejos dioses. Nada podían decirle sobre Rlim Shaikorth, pero le confesaron que su servicio para con dicho ser era igual a la adoración y culto que se rinden a un dios, junto con el rechazo de cuantos lazos le unieran hasta entonces con la humanidad. También le dijeron a Evagh que debía partir con ellos inmediatamente, llegar a la presencia de Rlim Shaikorth y realizar el ritual acostumbrado de obediencia y acatamiento del lazo señor—siervo. Evagh acompañó a los thulaskianos, quienes le condujeron hasta el pico más alto de hielo, sobre el que caían impotentes los rayos del sol. Dicho pico estaba hueco; descendiendo por unas escaleras de hielo, llegaron por fin a la cámara de Rlim Shaikorth, de planta circular abovedada, y con un bloque redondo en el centro formando un trono.

Al ver lo que ocupaba el trono, el pulso de Evagh se paralizó durante un instante por el terror; después de la primera sensación de miedo, se le revolvió el estómago de puro asco y repugnancia. Nada en el mundo podía compararse por su fealdad a Rlim Shaikorth. En cierto modo se parecía a un gusano gordo y blanco, pero su tamaño superaba con creces el de un elefante marino. Su cola, medio enroscada, era tan gruesa como los pliegues centrales de su cuerpo, y la parte frontal del mismo se elevaba del trono hacia arriba formando un disco blanco sobre el cual estaban impresos algunos rasgos. En lo que podría llamarse rostro, observábase una boca curva tan ancha como el disco, que se abría y se cerraba incesantemente dejando ver una cavidad pálida exenta de lengua y de dientes. Las cuencas de los ojos estaban muy juntas, encima de las profundas aletas de la nariz; pero dichas cuencas se hallaban vacías, y en vez de ojos aparecían de cuando en cuando glóbulos de una sustancia sanguinolenta, que se desparramaba delante del trono. Del suelo helado ascendían dos masas parecidas a las estalagmitas, oscuras y de color granate, que se habían formado con el incesante chorrear de los glóbulos.
Dooni y Ux Loddhan se postraron, y Evagh creyó oportuno imitarlos. Mientras permanecía tendido sobre el hielo oyó cómo caían las gotas rojas con el mismo ruido que el de gruesas láminas; entonces le pareció oír una voz que llegaba desde la cúpula, y la voz se parecía al sonido de una catarata oculta en un glaciar hueco lleno de cavernas.
—Oh Evagh —dijo la voz—, te he conservado de la desdicha de los demás, haciéndote igual a los que habitan dentro de las fronteras del frío y respiran el vacío sin aire. Tuya será la sabiduría eterna, y el dominio inalcanzable para los mortales, si me adoras y te conviertes en mi servidor. Viajarás conmigo por los reinos y las islas de la tierra y contemplarás cómo cae sobre ellos la blanca muerte que despide la luz de Yikilth. Nuestra llegada llevará una helada perpetua a sus jardines, infligiendo en la carne de la gente el rigor de los golfos transárticos. Y todo esto lo verás tú mismo, como si fueras uno de los señores de la muerte, sobrenatural e inmortal; y al final regresarás conmigo al mundo que se extiende más allá del polo, donde se encuentra mi imperio.
Al ver que no tenía opción alguna, Evagh declaró estar dispuesto a rendir culto y servicio al gusano pálido. Siguiendo las instrucciones de sus colegas, realizó los ritos impropios de ser narrados, y juró el voto de servidumbre. La travesía fue muy extraña, ya que al parecer el gran iceberg se movía por magia, superando toda clase de vientos y mareas. A medida que avanzaban les precedía el gélido resplandor que emanaba de Yikilth. Alcanzaron grandes galeras, cuyas tripulaciones quedaron congeladas en los remos. Los alegres puertos hyperbóreos, activos con el tráfico marítimo, se paralizaban a la llegada del iceberg. Calles y muelles quedaban inactivos y era nulo el ajetreo habitual en los puertos cuando llegaba la luz pálida. Los rayos alcanzaban las zonas del interior llevando a los campos y a los jardines una helada más duradera que el propio invierno; se helaban los bosques, y las bestias que pastaban se convenían en estatuas de mármol, de manera que los hombres que llegaron años después se encontraron a los ciervos, osos y mamuts en las posturas que tenían en el momento de morir. Pero Evagh, sentado en su casa o caminando por el iceberg, no sentía más frío que el propio de los crepúsculos estivales.
Además de Dooni y Ux Loddhan había otros cinco magos que viajaban con Evagh, escogidos igualmente por Rlim Shaikorth y transportados con sus casas al iceberg mediante encantamientos desconocidos. Eran extranjeros, llamados polarianos, y procedían de islas más próximas al polo que la gran Thulask. Evagh no terminaba de comprender sus costumbres, su magia le era extraña y su lengua incomprensible, al igual que para los thulaskianos. Los ocho magos encontraban cada día sobre sus mesas todo lo necesario para la subsistencia humana, aunque desconocían al suministrador. Lo que les unía era la adoración al gusano. Pero Evagh estaba intranquilo en su fuero interno, al contemplar la desgracia que conllevaba la aparición de Yikilth en ciudades maravillosas y zonas costeras muy productivas. No sin pena, observó la congelación de la florida Cerngoth, y la quietud que se apresuró de las ruidosas calles de Leqquan, y la helada que repentinamente cayó sobre las vegas y huertas del valle marítimo de Aguil.
El gran iceberg continuaba su viaje hacia el sur, llevando consigo el invierno mortal a tierras donde el sol estival lucía intensamente. Y Evagh se guardó para sí mismo sus pensamientos, siguiendo en todo las costumbres de los demás. A intervalos regulados por los cambios de las estrellas circumpolares, los magos ascendían hasta la cámara donde Rlim Shaikorth residía continuamente, medio enroscado sobre su trono de hielo. Una vez allí, y siguiendo un ritual cuya cadencia se correspondía con la caída de las lágrimas en forma de ojo, y con genuflexiones acordes con los bostezos de la boca del gusano, rendían a Rlim Shaikorth la adoración exigida. Y Evagh aprendió de los demás que el gusano dormía durante cierto tiempo cada vez que se oscurecía la luna; y sólo entonces cesaban de caer las lágrimas sanguinolentas y los bostezos.
A la tercera repetición de los ritos, sólo siete magos subieron a la torre. Al contarlos, Evagh se dio cuenta que el que faltaba era uno de los cinco extranjeros. Más tarde interrogó a Dooni y a Ux Loddhan e hizo signos de interrogación a los cuatro norteños; pero al parecer la suerte del mago que faltaba constituía igualmente un misterio para ellos. Ni le habían visto ni oído: después de mucho meditar, Evagh se sintió muy intranquilo. Dicha inquietud se debía a que durante la ceremonia en la cámara de la torre le había parecido que el gusano estaba más grueso que la vez anterior. Discretamente preguntó a los thulaskianos qué clase de alimentos necesitaba Rlim Shaikorth. En este sentido, ninguno se ponía de acuerdo, ya que Ux Loddhan mantenía que el gusano se nutría con los corazones de los blancos osos polares, mientras que Dooni juraba que su alimento consistía en el hígado de las ballenas. Pero, en conjunto, coincidían en que el gusano no había comido durante su estancia sobre el Yikilth.
Pero el iceberg continuaba su camino bajo el ardiente sol; y una vez más, en la fecha señalada por las estrellas, es decir, cada dos días, los magos acudían a la presencia del gusano. Ahora sólo quedaban seis, y el hechicero que faltaba era otro extranjero. El gusano estaba más gordo aún que la vez anterior, engordando visiblemente desde la cabeza hasta la cola. En esta ocasión, y utilizando cada uno su propia lengua, los seis magos restantes imploraron al gusano que les explicase la suerte corrida por sus dos compañeros ausentes. Y el gusano contestó, y su lenguaje era comprensible para todos, y cada uno pensaba que le hablaba en su propio idioma:
—Esto es un misterio, pero seréis informados a vuestro debido tiempo. Sabed esto: los dos que han desaparecido están presentes; y tanto ellos como vosotros disfrutaréis por igual de las riquezas ultramundanas y del imperio de Rlim Shaikorth, como os he prometido.

Cuando descendieron de la torre, Evagh y los dos thulaskianos discutieron acerca de la interpretación de dicha respuesta. Evagh mantenía que sus compañeros desaparecidos sólo estaban presentes desde el estómago del gusano; pero los otros sostenían que dichos hombres habían sufrido una transformación más mística, y se encontraban elevados por encima de la vista y el oído humanos. A partir de entonces comenzaron a prepararse con oraciones y ayuno para la sublime apoteosis que, según creían, les llegaría a su vez. Pero Evagh no podía confiar en las promesas confusas del gusano, y la duda y el temor aumentaron en su ánimo.
Con esperanza de encontrar alguna huella de los polarianos perdidos para mitigar su incertidumbre, realizó una búsqueda a fondo por el gran iceberg, donde tanto su casa como las de los demás hechiceros estaban colgadas, al igual que las diminutas cabañas de los pescadores, sobre los acantilados. Nadie le acompañó en su búsqueda, por temor a desagradar al gusano. Deambuló de una punta a la otra y escaló los peligrosos escarpados de hielo; descendió por los precipicios y penetró en las cuevas donde el sol no llega, y cuya única luz era el extraño brillo que se desprendía del hielo. Empotradas en las paredes, como si estuvieran incrustadas en la roca madre, vio casas como nunca las construyera el hombre, y navíos que bien podían pertenecer a otras edades y a otros mundos; pero en ninguna parte pudo detectar la presencia de criaturas vivas, y ningún espíritu o sombra respondió a sus llamadas.
En consecuencia, Evagh temía aún la traición del gusano, por lo que decidió permanecer despierto la noche anterior a la siguiente celebración de los ritos de adoración. La víspera de dicha noche se aseguró que los otros magos se hallaban en sus respectivas casas, hasta cinco; entonces se propuso vigilar sin remisión la entrada a la torre de Rlim Shaikorth, perfectamente visible desde sus propias ventanas. La luz que despedía el gran iceberg en la oscuridad era extraña y fría, desparramando un sinfín de estrellas heladas. La luna apareció muy pronto sobre el mar oriental. Pero Evagh, firme en su vigilia desde su ventana hasta bien entrada la medianoche, no vio forma alguna que saliese o entrase a la torre. A medianoche cayó súbitamente presa de un gran sopor, y no pudiendo mantener la vigilancia por más tiempo, durmió profundamente durante el resto de la noche. Al día siguiente sólo quedaban cuatro magos, quienes se reunieron en la cámara de hielo para tributar el acostumbrado homenaje a Rlim Shaikorth. Evagh observó que otros dos extranjeros, hombres de menos estatura y tamaño que sus compañeros, también faltaban.
Uno tras otro desaparecieron los compañeros de Evagh las vísperas de las noches prescritas para la ceremonia de adoración. La siguiente víctima fue el último polariano; y llegó un momento en que sólo fueron a la torre Evagh, Ux Loddhan y Dooni, pero luego Evagh y Ux Loddhan fueron los únicos en acudir. El terror de Evagh aumentaba diariamente y se habría lanzado al mar desde Yikilth si Ux Loddhan, adivinando su intención, no le hubiera advertido que ningún hombre podía escaparse de allí y seguir viviendo después en el calor solar, respirando el aire terrenal, cuando ya estaba acostumbrado al frío y al intangible éter. Llegó el momento en que la luna se oscureció completamente, y Evagh llegó ante Rlim Shaikorth preso de una gran agitación. Cuando penetró en la bóveda, con los ojos humillados, advirtió que era el único adorador. El miedo le paralizaba mientras rendía obediencia, y apenas se atrevía a elevar la vista y contemplar al gusano. Pero poco después, al iniciar las genuflexiones de rigor, pudo observar que las lágrimas rojas de Rlim Shaikorth ya no caían sobre las estalagmitas granates; tampoco se oía ruido alguno, como el que acostumbraba a hacer el gusano con sus perpetuos abrir y cerrar de boca. Por último, Evagh se atrevió a levantar la vista, y pudo observar que la masa hinchada del monstruo desbordaba por completo el borde del trono, cayendo por los lados del mismo; además, tanto la boca como las cuencas de los ojos estaban completamente cerradas. Entonces se acordó de lo que le dijeran los magos de Thulask: el gusano dormía durante cierto tiempo cada vez que se oscurecía la luna.
Pero Evagh estaba desconcertado: los ritos que le habían enseñado sólo se podían realizar mientras cayesen las lágrimas de Rlim Shaikorth y su boca se abriese y cerrase alternativa y rítmicamente. Nadie le había dicho cuáles eran los ritos adecuados cuando el gusano dormía. Tan grande era su incertidumbre, que dijo suavemente:
—¡Despertaos, oh Rlim Shaikorth!
Como respuesta, le pareció oír una multitud de voces que procedían oscuramente de la pálida masa que tenía ante sí. El sonido de las voces le llegaba amortiguado, pero pudo distinguir los acentos de Dooni y de Ux Loddhan entre un murmullo denso de palabras desconocidas que identificó con la lengua de los cinco polarianos, y, al fondo de todo, captó innumerables susurros pertenecientes a criaturas no terrenales. Y las voces se hicieron más sonoras, produciendo un clamor parecido al de prisioneros confinados en algún calabozo profundo. Pero mientras escuchaba preso de asombro y terror, la voz de Dooni se dejó oír por encima de las demás, y cesó el clamar y el murmullo, como si una multitud se silenciara para dejar hablar a un portavoz. Y Evagh oyó la voz de Dooni, que decía:
—El gusano duerme, pero nosotros, los que hemos sido devorados por él, estamos despiertos. Nos ha engañado sutilmente, y ha venido a nuestras casas durante la noche para devorarnos uno a uno mientras dormíamos bajo sus encantamientos. Se ha comido nuestras almas y nuestros cuerpos, y ahora formamos parte de Rlim Shaikorth, aunque sólo existamos en un calabozo oscuro y ruidoso. Mientras el gusano duerme, carecemos de cuerpo separado, ya que estamos inmersos en el propio ser de Rlim Shaikorth.
—Escucha, pues, oh Evagh, la verdad que hemos aprendido al formar un sólo ser con el gusano. Nos ha salvado del sino blanco y nos ha traído a Yikilth por la siguiente razón: somos los únicos de toda la humanidad que, por ser hechiceros con grandes dotes y conocimientos, podemos soportar el peligroso cambio al hielo, y respirar en un ambiente sin aire, y en consecuencia, convertirnos en un alimento apropiado para él. El gusano es tan poderoso como terrible, y el lugar de donde procede y al cual regresará no cabe en imaginación humana. El gusano es todopoderoso, excepto por el hecho de que desconoce el despertar de los que ha devorado, y la conciencia de los mismos durante su sopor. Pero el gusano, aunque es más antiguo que la antigüedad misma de los mundos, no es inmortal, sino vulnerable en una forma muy particular. Quien conozca el momento y la forma de su vulnerabilidad, y posea los arrestos necesarios, puede darle muerte fácilmente. Por tanto, te rogamos ahora en nombre de la fe para con los Antiguos que desenvaines la espada que llevas bajo el manto y la hundas en el costado de Rlim Shaikorth: así es como puede morir. Ésta es la única manera de poner fin a la muerte blanca, y de que nosotros, tus colegas, obtengamos la libertad de nuestro encarcelamiento; y junto con nosotros, son muchos los traicionados y devorados por el gusano en épocas anteriores y en mundos lejanos. Además, ésta es la única forma, asimismo, de que te libres de las fauces del gusano, y no te veas enclaustrado como un fantasma dentro de su estómago. Pero has de saber, no obstante, que quien dé muerte a Rlim Shaikorth perecerá a su vez en la empresa.
En medio de su gran asombro, Evagh interrogó a Dooni, quien le respondió con rapidez a todas sus preguntas. Aprendió mucho acerca del origen y esencia del gusano, así como de la forma en que Yikilth había descendido flotando desde los golfos transpolares para navegar por los mares de la Tierra. A medida que escuchaba, aumentaba su aborrecimiento, si bien las prácticas de magia negra hacía tiempo que endurecieran su carne y su alma, permitiéndole soportar sin inmutarse horrores indescriptibles. Pero enfermaríamos si relatásemos todo lo que oyó y aprendió. Por último, el silencio invadió la bóveda; Evagh se sentía sin fuerzas para seguir haciendo preguntas al fantasma de Dooni, y, por su parte, los que estaban encerrados con este último parecían esperar y mirar con la quietud de los muertos.
Hombre de decisión y valentía, Evagh no retrasó por más tiempo su cometido, y desenvainó de la vaina de marfil la espada de bronce corta y bien templada, que llevaba en su cinto. Acercándose al trono, hundió la hoja en la hinchada masa de Rlim Shaikorth. El arma penetró fácilmente, cortando y desgarrando, como si hubiera tocado un hígado monstruoso donde también cabía el ancho enmangue; por último, la mano derecha entera de Evagh fue arrastrada dentro de la herida. Por parte del gusano no pudo apreciar ningún movimiento, si bien de la herida brotó un torrente de una materia líquida de color negruzco, que fue adquiriendo mayor rapidez y densidad, hasta que la espada de Evagh quedó atrapada como si estuviera en un torbellino. Mucho más caliente que la sangre, y despidiendo extraños vapores humeantes, el liquido empapó sus brazos y ropas. En escasos minutos, el hielo del suelo estaba completamente cubierto, pero el fluido seguía brotando como si surgiese de alguna fuente inagotable de suciedad, desparramándose por doquier y formando charcos y riachuelos.
Evagh hubiera escapado entonces, pero cuando llegó a la escalera principal el líquido oscuro seguía subiendo, llegándole hasta los tobillos, precipitándose delante de él, escaleras abajo, como una catarata. Cada vez estaba más caliente, hirviendo y burbujeando mientras que la corriente aumentaba, agarrándole y atrayéndole con garras malignas. No se atrevía a intentar las escaleras hacia el piso inferior, pero tampoco podía encaramarse a ningún sitio dentro de la cámara abovedada. Al darse la vuelta, luchando contra la marejada por no perder pie, pudo ver entre los densos vapores la masa entronizada de Rlim Shaikorth. La herida se había agrandado prodigiosamente y el vapor salía como si fuera el agua que se escapa de una tubería rota; pero aun así, y como prueba indiscutible de la naturaleza sobrenatural del gusano, no por ello había disminuido lo más mínimo su enorme corpachón. El negro líquido seguía brotando a grandes borbotones, subiendo rápidamente hasta las rodillas de Evagh; por su parte, los vapores parecían adoptar la forma de fantasmales sirenas, retorciéndose y multiplicándose difusamente al pasar por su lado. Entonces, cuando luchaba en vano por mantenerse en pie, la marea negra le arrastró violentamente, lanzándole a una muerte segura por los peldaños de hielo, hacia los profundos abismos.
Ese mismo día, las tripulaciones de algunos veleros mercantes, que navegaban por el mar que se extiende al este de la Hyperbórea central, contemplaron un espectáculo insólito. Al avanzar hacia el norte, de regreso de las lejanas islas oceánicas y ayudados por un viento favorable, divisaron a la caída de la tarde un iceberg monstruoso, cuyas cumbres se elevaban tan altas como montañas. Parte del bloque de hielo brillaba con una luz extraña, mientras que desde el pico más alto brotaba un torrente tan negro como la tinta: todas las colinas de hielo y las plataformas inferiores estaban completamente cubiertas de ríos y cascadas de idéntica negrura, que humeaban como agua hirviendo al lanzarse al océano; el mar que rodeaba al iceberg estaba nublado y rayado en una enorme extensión, como si se tratase de una gran cantidad de Líquido negro de los pulpos.
Los marineros no se atrevían a acercarse; pero presos de asombro y admiración, pararon sus remos y permanecieron quietos contemplando el iceberg; además, cesó el viento, con lo cual sus galeras no pudieron alejarse en todo el día. El iceberg se balanceó suavemente, derritiéndose como si lo consumiera algún fuego desconocido; el aire adquirió un calor extraño entre golpes de frío ártico, y el agua que rodeaba sus barcos se tornó tibia. El hielo se deshacía trozo a trozo, y las grandes torretas heladas caían en el mar con gran estruendo, hasta que se desmoronó el pico más alto; pero el líquido negro brotaba aún como de una fuente inagotable. Los espectadores creyeron ver por un instante casas que se deslizaban hacia el mar entre restos sueltos, aunque tampoco estaban seguros a causa de los densos vapores. A la hora del crepúsculo, el iceberg se había reducido a una masa no mayor que la de un islote de hielo normal; pero la corriente negra no cesaba; y cuando el iceberg se hundió en su totalidad, la extraña luz se apagó. A partir de entonces, y dada la ausencia de luz lunar, se perdió en la oscuridad. Se levantó una galerna, que soplaba con fuerza desde el sur, y con el amanecer el mar surgió limpio de vestigios.

Referente a los temas relatados más arriba, son muchas las leyendas que han corrido por todo Mhu Thulan, así como por todos los reinos hyperboreales y sus archipiélagos. La verdad no se encuentra en dichos relatos, ya que ningún hombre ha conocido la verdad hasta ahora. Pero yo, el mago Eibon, convocando con mi necromancia al espíritu vagabundo de Evagh, he podido enterarme a través de él de la verdadera historia sobre la llegada del gusano. Y la he escrito en mi volumen omitiendo únicamente aquello que considero necesario teniendo en cuenta la debilidad y salud mortales. Y los hombres leerán este informe, muchos días después de la llegada y deshielo del gran glaciar.

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