Agustín Yáñez
Pegaba
recio el sol, como patrón malentraña. Chupaba el color a nopaleras y órganos,
dejándolos transparentes, a modo de cristianos encanijados que la falta de
sangre los hace relumbrar, y como que la luz los atraviesa, de tan flacos y
descoloridos. Así también se veían los contados magueyes del paraje. La tierra
echaba humo, de tan caliente; a la menor distancia bailaba, por el vaho del
mediodía, la visión de piedras o yerbas, y se perdían las lejanías, el sol a
plomo. Una rueda de auras volaba: señal era de muerte. Las veredas vacías, no
tanto por el calor como por la alarma cundida leguas a la redonda: que los
rebeldes bajaban de la sierra, que venían con este rumbo haciendo realada de
caballos, reses y cristianos, sin respetar mujeres, sino por lo contrario, con
más gusto, cargándolas, y los préstamos forzosos; que los habían visto ya
cerca, cuán presto en un punto, cuán presto en otro distinto y distante; que
iban sobre el pueblo y habían mandado ya pedir la plaza; que venían cantando la
Valentina; que no, que la Adelita; no, el Guango, no, la Cucaracha. El susto
cundía mientras más contradictorios y vagos eran los rumores. Las gentes
escondiéndose y escondiendo sus cosas de valor. Ni un alma se veía; pero se
sentía que caminaban detrás de las cercas, entre las jaras altas del arroyo y
las nopaleras. Invisibles en sus escondites, muchedumbre de ojos escrutaban los
horizontes, que la resolana húmeda cubría. Lo de admirar era cómo, sin aparecer
nadie, corrían, se transmitían, se abultaban los runrunes, igual que si ese
desierto fuera plaza en feria. Se podía pensar que las auras en lo alto, con
una que otra aguililla, y a ras de tierra las güilotas, los tecolotes ocultos a
la luz, las ardillas y lagartijas, hasta los caballos del diablo y los
mosquitos, la hicieron de correos; así también las peñas que dominan los rumbos
y recogen, retientan los ecos de arriba o abajo, pues ellas a un tiempo ven,
oyen y retumban. Sin alambres pasaban momento a momento las nuevas: que los
ranchos y el pueblo se habían quedado como cementerio; que colgaron a vecinos
pacíficos en el Derramadero; que juraban arrasar todo, no dejar piedra sobre
piedra, ni títere con cabeza. Los ojos desesperaban de no descuidar ningún
indicio en las lejanías; los estorbaba el aire denso de vapores. A la vez, la
congoja encogía los corazones con el sobresalto de que la gavilla saliera de
manos a boca, por donde menos la esperaran. El sol y las horas parecían
parados, paralizados. En el sopor, ningún ruido; ni el del aire ni el del
terror ni el del aliento en los que huían, espiaban, esperaban, recibían
alarmas y las difundían. El sol parado, capataz amenazante. Ni el aire, de
plomo, se movía.
Por
más que no quisiera, la sangre se le encabritó a la vista de su tierra. La
tierra de su sangre y de sus deudos. Paró el caballo. Venía en la vanguardia de
reconocimiento. Después de tantos años y peligros, la bocanada que subía de la
barranca le produjo sensaciones en comezón. Se le iban los ojos reconstruyendo
datos, unos olvidados, otros reducidos y algunos aumentados. No había vuelto a
saber nada de su tierra y parentela desde que lo arrearon en leva los rurales
por incriminaciones del comisario. Abajo encuentra los golpes de su infancia:
uno a uno suben a la memoria, clamando venganza con mayor fuerza que todos los
otros días de todos los otros años de andar en armas, sacándole vueltas a la
muerte. Se llegó el día de pedir cuentas a grandes y chicos, con réditos
acumulados. Pero junto a los agravios, trepaban ternuras cuesta arriba,
implorando lástimas al sañudo. Era la noche del Quince, cuando el Grito, a la
hora de la procesión con el cuadro del Cura Hidalgo sacado de la comisaría, las
telarañas a medio limpiar; él, Jorge, se acomidió a cargarlo; entregó a otro
muchacho la tea de ocote, y puso el hombro a la carga; fue cuando por atrás una
patada lo hizo ver chispas y luego al comisario que lo jaloneaba con sarta de
malas palabras y lo mandaba poner preso; el golpe o el fuerte olor de la
santamaría le produjeron desvanecimiento; el primero en defenderlo, a pesar de
ser casi párvulo, fue Martín su hermano, que trató de írsele a golpes al
abusivo, llamándolo “montonero”; ahora recuerda con fuerza la cara de Martín,
encendida de coraje y valor, resuelta a todo, él, un mocoso de seis o siete
años, rifándose por su hermano, y como a él también le trincaron y lo aventaron
lejos, a modo de olote; y la cara de su madre, que daba dolor verla, cuando sus
gritos por los hijos maltratados no ablandaron a los perros, ni tampoco el
miedo de ninguno de los mirones de palo; la misma cara traspasada de
sufrimiento que Jorge recuerda siempre: aquel día, siendo muy chico, recién
muerto su padre, según oía decir, cuando los corrieron de su casa con lo
encapillado, sin dejarlos sacar ni las cobijas, dizque por deudas, y hasta
querían quitarle a sus dos criaturas: él, Jorge, y Martín entonces de pecho , dizque
para darlos en pago al rico; no se acuerda bien a bien más que de la cara
desgarrada, la misma cara que le clavaba los ojos con desesperación,
queriéndose pegar, el día que al llamado del comisario llegaron los rurales
hacía una semana, desde la noche del Grito, que lo tenían encerrado , le
trincaron los brazos por atrás y se lo llevaron a pie, descalzo, igual que
bestia mostrenca, estirándolo sin compasión, enseñándole toda clase de
crueldades, aunque muchas había aprendido en tantas caras maldosas de vecinos
que los hicieron sufrir al rodar de un rancho a otro en busca de socorro;
primero, caras de hombres duros; después, caras de mujer, en las que se fue
fijando y como que le tenían asco, aversión, repugnancia, desprecio;
ultimadamente hasta los niños con los que quería jugar y alguna vez jugaba. No
todas: ahora se acuerda de algunas caras compadecidas, aunque se le han
olvidado los nombres, principalmente el de aquella muchacha, ya en el pueblo,
que a escondidas le convidaba cosas de comer y hasta le dio un ceñidor de
desecho. Desde chico tantos trabajos y tantas injusticias, aunque pronto
decidió no dejarse, lo que le acarreó fama de lebrón y le tupieron
contrariedades. Comenzando con los muchachos, hizo que le tuvieran miedo, y
luego que lo reconocieran por cabecilla; los obligó a jugar bajo sus órdenes; a
los que se le rebelaban, los castigaba sin miramiento; se les impuso. Con esto,
los viejos lo hicieron perro del mal, achacándole las diabluras que pasaban,
causando nuevas mortificaciones y amonestaciones de su madre, sobre la que
llovían quejas, amenazas de adoloridos, compadecimientos hirientes y consejos
de meter en orden al perdulario. Este pensaba seguir con las mujeres para que
lo tomaran en cuenta. Se quedó con el resabio, pues pasó lo del Quince, sin
deberla ni temerla. Ese día juró que se las pagarían juntas, comenzando con la
muerte de su padre, con las afrentas a su madre, con el aventón a Martín su
hermano y con tantas humillaciones de cada día; estuvo calentando la inquina,
meses y años, a saltos con la muerte, que lo espoleaba cada vez que conseguía
escapársele. Su pleito de vivir era para desquitarse, aunque ya no existieran
los culpables directos. Era su lucha por volver, tanto tiempo estorbada.
Entendió
la impaciencia de sus compañeros de armas por esa larga contemplación; picó
espuelas, aflojó la rienda, emprendió el trote, cuesta abajo. Aquel día, la
lengua de fuera, bañado de sudor, sangrándole los pies, agotándosele las
fuerzas a cada paso, crecía la certeza de no llegar vivo a esta cumbre, por
este mismo camino que recorre a la inversa su furor, cada vez más rabioso, al
reconocer lugares de aquel calvario; los estirones y el impedimento de los
brazos amarrados a la espalda lo hacían perder a cada momento el equilibrio,
tropezar entre las piedras o en cualquier desnivel del terreno; caía y se
levantaba; la última vez, ya casi arriba, en la ceja de la barranca, el vértigo
lo desplomó, privándolo de sentido; ni la bola de injurias, ni los jalones, ni
luego los culatazos y hasta piquetes de bayoneta, lograban volverlo en sí; no
faltó quien propusiera rematarlo con un tiro de gracia; pero el jefe de la
partida ordenó que lo embrocaran amarrado en una montura, hasta que se
repusiera del desmayo. Le revivían los padecimientos como si acabara de
pasarlos. ¡Eh!, su madre, la pobre, les contaba que los habían bautizado con
esos nombres: Jorge y Martín, por ser de santos montados a caballo, y ella
tenía las dos imágenes, que no se le apartaban, como reliquias, y les rezaba
para que algún día sus hijos tuvieran buenos cuacos y fueran jinetes famosos,
comparables con los santos de su devoción; por cierto, los dos eran hombres de
guerra, pero mientras la lanza de uno servía para darle aplaque a un horrible
animal de muchos hocicos y patas, la espada del otro partía una capa en ademán
compasivo junto a un encuerado. Quién sabe qué habrá sido de la pobre de su
madre, tan resignada en su sinfín de aflicciones, y de Martín, tan leal, tan
decidido y de tan buen corazón, capaz de partirse el pecho por alguien que lo
necesitara, y eso que todavía estaba muy tierno: siete, ocho años a lo sumo.
Quién sabe si Martín haya conseguido un caballo como éste, bien herrado, que
arranca chispas con las pezuñas al bajar la cuesta, y es un grullo para
espantarse los balazos en las refriegas más tupidas. ¡Ah!, cuánto tiene que
contar, si es que viven su madre y Martín; si es que los encuentra. Desde que
lo dieron de alta en la leva los pelones; desde que se les fugó y se unió a los
rebeldes, desde que por su temeridad fue saltando grados hasta coronel, desde
que tuvo mando de tropas, desde que al venir la división de los cabecillas le
tocó quedar sin querer, en un bando, aunque más bien quedó a sus anchas,
independiente, las manos libres, al frente de hombres que no tienen otra
voluntad que la suya, y por eso llegó el tiempo de acercarse al terruño
mañosamente, cautelosamente, y llegó el día de arreglar cuentas al comisario y
al rico, por parejo; a las mujeres despreciativas; a los hombres que le
pegaron, a los que le negaron trabajo, a los que no quisieron defenderlo; a las
casas que les cerraron las puertas; a las tiendas que no les fiaban; a la
iglesia de donde una vez lo corrieron vergonzosamente disque por bellaco. Nada
escaparía. Como perro de caza, el olfato hacía correr a la impaciencia, sin
precauciones, adelantándose sin esperar al grueso de la columna. El olor
caliente de sus primeros años más penetrante a medida que bajaba la barranca,
comparable a olla hirviente lo excitaba; fue reconociendo las emanaciones en
mezcla tropical, desprendidas de las peñas, de las yerbas, de los charcos, de
la tierra enardecida por los rayos del sol; saltaba como abeja de olor en olor,
respirándolos a pulmón lleno.
—Jefe,
sería bueno esperar a la gente.
—A
buena hora se me andan corveando.
Igual
que si les diera una bofetada en plena cara. Jorge no se fijó en el gesto de
sus hombres, pues a ese tiempo descubrió el color, el olor de la santamaría,
fragante a fiestas de septiembre. Cierto: era el mes de septiembre, quién sabe
qué día, pues no llevaba cuenta de fechas. La idea le vino de golpe, no: la
traía sin verla con claridad, a modo de gusano que siente bullir adentro, sin
aparecer, hasta que al fin supo lo que quería; ser quien diera el Grito en el
pueblo, esa misma noche, no importaba el día, bien fuera antes o después del
Quince, acostumbrado en convertir en ley su voluntad, sin que se lo estorbaran,
hacía tiempo; y quien ordenara la bajada y la procesión del Cura Hidalgo, entre
festones de santamaría; y quien ordenara la salva de honor, ahora sí, con
fusiles y parque de deveras.
Algo
más hondo quería tiempo atrás le venía dando vueltas a la idea: que su gente lo
proclamara general, sobre la marcha; qué mejor ocasión: en su pueblo, la noche
del Grito. Lo entusiasmó la ocurrencia. Qué mejor desquite, allí, en el mismo
sitio en que lo humillaron, y para dar más vuelo a la justicia que se proponía
ejecutar.
Cuando
los invisibles correos –laderas o zopilotes, chirinas o lagartijas– divulgaron
que Jorge Villegas era el cabecilla, se sosegaron algunos corazones; pero se
apachurraron otros, al conjuro de recuerdos arrumbados.
—Precisamente
ahora estoy acordándome de cuán cruel era y cómo hacía sufrir, por mejor gusto
a los animales, obligándoles a jugar con él.
—Cómo
se portaba con los muchachos que agarraba.
—Sencillamente
una fiera. Feroz.
—Ni
su madre lo soportaba. Qué de fechorías, a diario.
—Era
el azote de la comarca, sencillamente.
—Lebrón.
—Facineroso,
hecho y derecho, a sus años.
—Lleno
de rencores y resentimientos.
—En
cambio su hermano Martín.
—Y
su madre, una santa, llena de resignación.
—¡Jesús
nos ampare!
—¡Jesús
mil veces!
—Cargaron
con él por perdulario, sacapleitos, alborotador.
Queriendo
dejar sus escondrijos, los tranquilos reflexionaban:
—Qué
mejor que sea una gente del rumbo.
—Ya
lo dice el dicho: más vale malo conocido que bueno por conocer.
—Más
vale.
—Yo
ayudé a esa familia.
—Conmigo
se arrimó la madre.
—Hasta
quiero recordar que su padre me hizo compadre.
—Las
pilas de veces que lo escondí, que di por él la cara cuando sus estropicios.
—Y
yo las veces que lo puse en paz, lo sosegué al verlo desesperado por falsos que
le levantaban al pobre.
Cuando
las orejas volanderas oyeron, cuando los escondidos ojos adivinaron movimiento
que avanzaba de opuesto rumbo, y los correos aseguraron que traían estos otros
la canción enemiga de los que bajaban la cuesta, corazones y voces abrazaron
con más fuerza la invocación contra los rayos:
—¡Jesús
mil veces!
—¡Santa
Bárbara bendita!
Como
tras el deslumbramiento, la espera fatal del trueno, de la descarga, del
aniquilamiento.
—Con
los otros anda, viene Martín su hermano.
—Sí,
seguro: es de los que cantan la Valentina para darse valor y matar a gusto.
—La
bandera, el himno del otro es Adelita, para entrarle bien a los plomazos.
—Bien
dicen los que dicen: hermanos contra hermanos.
Como
se hacen a un lado los mirones para dejar campo a los trenzados en pleito.
Llegaban
ojos azorados que lo habían visto: Martín al frente, muy quitado de la pena.
Impulsos
de poner sobre aviso, refrenados por el miedo.
Como
se contiene la respiración para escapar al peligro: hasta se quiere que se abra
el suelo como refugio.
Las
orejas azoradas oyen o inventan las canciones rivales.
—Ya
entran los dos bandos en el callejón sin salida.
Como
se deslizan los asustados, pegándose a pared, queriendo traspasarla, sin ruido
ni de resuello.
Cada
vez más baja, la rueda de auras no dejaba dudas.
Quitado
de la pena, cruzada la pierna sobre la cabeza de la silla, con cara de muchacho
alegre, venía entre los de adelante, chupando y cantando. Si de él hubiera
dependido, no habrían tomado este rumbo. Primero, porque no tenía ganas de
volver. En seguida, porque ni pensar quería en las barbaridades a que su tierra
quedaba expuesta. No ha podido él acostumbrarse a las atrocidades. Y no es que
tenga corazón de pollo, como lo motejan sus compañeros de armas. Harto les
tiene demostrado ser el primero en cumplir comisiones que a otros corvean; el
primero en arrebatar posiciones enemigas que creían inaccesibles, y en coronar
hazañas que le han merecido fama de loco. Desde chiquillo fue temerario. Pero
nunca, ni ahora, le ha divertido hacer sufrir injustamente. Siempre anda en
dificultades con jefes y compañeros por interceder o interponerse para que no
se perpetren tropelías inútiles. La bola lo arrastró. Mejor dicho: él se dejó
arrastrar. No había otro camino para dar con su hermano y juntársele. Desde que
se acuerda, Jorge fue su admiración; y a un tiempo, se sintió llamado a
protegerlo. Su madre le confirmó el encargo: Cuídalo a cada paso le
recomendaba, con ser el hijo menor y menos fuerte. La maldad anduvo siempre
pisándoles los talones. No se dejaban. Le hacían frente, a como diera lugar.
Jorge se lanzaba sin más ni más; de lo primero que había que protegerlo era del
enfurecimiento que fácilmente lo cegaba, como si una nube de sangre le cubriera
los ojos; daba trabajo serenarlo, evitar que se ensañara con los contrarios.
Por fin la maldad venció y se llevó a Jorge, hecho santocristo. No hubo modo de
arrebatárselo. Creció al encarnizamiento sobre Martín, aunque no diera éste
motivo y rehuyera cuestiones. Le hicieron imposible la vida; y como también
quería reunirse a toda costa con su hermano, cuya ausencia lo hacía sentirse
incompleto e inseguro de sí mismo, tuvo que largar la tierra, cargando no más
con la bendición y las lágrimas de la madre. Ay, hijo, Dios quiera que halles a
Jorge y que lo cuides, y que los dos consigan buenos caballos como los santos
benditos de sus nombres a los que se los encomendé cuando nacieron. El ruego de
la madre se cumplió, aunque con fatigas. No uno, sino muchos caballos, y buenos,
ha conseguido Martín; los prefiere blancos como los del santo compadecido con
los pobres; a uno se los han matado en las refriegas; otros los ha perdido en
los azares de la tropa. Si todavía es de este mundo y así lo cree Martín ciegamente,
Jorge tendrá igual suerte: caballos a montones, buenas monturas y buenas armas,
todo conseguido con mayor facilidad, porque es más listo y no se anda con
tanteos ni rodeos. Martín, en cambio, ¡cuántos trabajos!, ¡qué sinfín de
humillaciones!, ¡qué paciencia para sobrellevar malas voluntades! Cuando dejó
la querencia, e iba de paz, buscando acomodo por la buena, todos lo encontraban
sospechoso; le cerraban las puertas, le rehuían o lo perseguían, como a
lazarino, como a prófugo. Hambres. Cárceles. Empellones y golpes. Malas caras y
peores palabras. Acorralado como bestia. Sin otra salida que juntarse con la
primera bola armada que halló al paso sin saber qué plan peleaban, sin que le
ofrecieran ventajas, ni armas ni cabalgadura, y sin reflexionar en algo. Como
desesperado que se avienta desde alta peña para escapar. Tampoco dejó así de
ser sospechoso; recelaban que fuera espía; estuvo a punto de ser fusilado en
repetidas ocasiones, con y sin consejos fulminantes de guerra; lo probaron de
diferentes modos, igualmente odiosos; lo arrojaban a la muerte siempre que se
presentaba la ocasión; y al fin esto lo salvó, por el gusto al peligro, por la
sangre fría, por las mañas y agilidades con que a cuerpo limpio toreaba
situaciones mortales; a falta de carabina, usaba chiflidos, aullidos, gritos,
brincos, piedras; o sencilla, rápidamente, como rayo, se abalanzaba con
increíble fuerza sobre el enemigo. Fue la manera de proveerse pronto y surtir a
la tropa de armas, cartucheras repletas, cabalgaduras, vestuario y vituallas;
la manera de conquistar los ánimos de la gavilla; mal que luego surgieron
envidias convertidas en chismes y acechanzas constantes; pero su bravura llegó
a ser necesaria, y el cabecilla irreplicable acabó por decretar que Martín era
muy sangre liviana, decisión equivalente a irrestricta inmunidad, puesta en
riesgos nuevos cuando el agraciado comenzó a meter las manos para evitar
desmanes; recrecieron las suspicacias, las acusaciones, las violencias del
cabecilla y los secuaces. Martín los vencía con paciencia, buen humor y
alegatos irrebatibles. Por compasivo no llegarás a ninguna parte; tarde o
temprano te arrepentirás de tener corazón de pollo, que de nada sirve y de
mucho estorba en lo que andamos. Lo que servía, por lo que no se deshacían de
Martín, era la bravura, la viveza, la limpia franqueza del muchacho, en las
duras y en las maduras. A donde quería llegar era al encuentro de su hermano
Jorge. Sin que ninguna noticia tuviera, adivinaba, olía que el ausente andaba
levantado en armas. Necesitaba cuidarlo, irle a la mano. Necesitaban
completarse. Nadie les pararía bola cuando se juntara. Llegaría la verdadera
justicia, para poder vivir como gentes y no como animales perseguidos. Por esto
aguanta la compañía de malosos, que al fin y al cabo lo empujan al encuentro de
Jorge. Ay, hijo, Dios quiera que lo halles y lo cuides. La pobre ni siquiera
pidió que se lo llevara. Qué gusto le dará verlos llegar juntos, montados en
buenos cuacos, con buenas armas, cruzando el pecho con carrilleras repletas, ya
sin miedo a los abusos de antes. Jorge convertido en general. ¿Habrá cambiado
de cara y semblante? ¿Se reconocerán? Siendo una misma sangre, la duda ofende.
Y unos mismos huesos. El mismo coraje. Aunque hubiera mudado de rostro, a
leguas lo reconocerá. Entonces sí que le entrarán bonito a la lucha, para
acabar pronto. Martín se verá libre de los forajidos a quienes acompaña,
consecuentándolos como precio del viaje hasta Jorge, Cuando no hubo más remedio
que tomar este rumbo, acudió a la cabeza la idea, ya otras veces pensada, de
que tarde o temprano Jorge volverá triunfante a la tierra. La contrariedad se
tornó en alegría, porque la ocurrencia se hizo certidumbre. Aquí se verán.
Desde aquí, serán ellos, ahora, los que le pisen los talones a la malvada
injusticia, sin dejarla respirar, hasta que caiga redonda, muerta. Los paisanos
dirán: Tenía razón su madre, se parecen a San Jorge y a San Martín benditos ¡y
nosotros que les hacíamos pesada la vida!
Los
ojos invisibles contemplaron el encuentro en el callejón sin salida, donde se
habían metido los dos bandos por una y otra entrada, sin que pudieran, sin que
quisieran retroceder cuando unos y otros oyeron los cascos de sus caballerías,
cuando lanzaron el reto de sus canciones rivales, cuando todavía sin mirarse
frente a frente rompieron los fuegos, cuando con feroz prontitud se abalanzaron
cuerpo a cuerpo, estrechados por la doble cerca del callejón.
Sobre
la balacera, sobre las opuestas canciones de guerra, sobre los relinchos
espantados, y el griterío provocativo, y los golpes de cuerpos derribados, y la
impotencia de las injurias, de las maldiciones, y las pausas del estruendo, y
su más furioso recomenzar, las orejas escondidas retenían la desesperación de
la voz esperada, temida:
—¡Jorge!
Soy…
A
tiros cortada, derrumbada muy al principio del encuentro; pronto sepultada por
tupidas descargas, relinchos, canciones, golpes, maldiciones, clamores
inarticulados, jadeos y remotos ladridos, aullidos, graznidos malagoreros; la
voz envuelta en suspiros ocultos, en rezos clandestinos, en empavorecidas
lágrimas, en esperanzas impedidas. A las peñas y al cielo había ido a
refugiarse la mutilada voz:
—¡Jorge!
Soy…
Mientras,
hecha sangre, yacía, chupada por tierra, sol y moscas, la voz que al filo de la
muerte no pasó de ser mirada en relámpago, no alcanzó a ser eco: —¡Martín, tú!
Disminuyeron
detonaciones y alaridos. Continuaban las carreras de caballos enloquecidos. Se
sentían sus brincos sobre cuerpos caídos de cristianos y bestias. El
bamboleante movimiento de masas, como dos ríos que al confluir batallan con
alterna pujanza, tomó una sola dirección. Los correos, suspensos en el curso de
la lucha, se apresuraron a difundir:
—Ya
se hicieron uno.
Como
animales de rapiña tras la tormenta, las gentes comenzaron a dejas sus escondrijos,
alentadas por el anuncio:
—Ya
se van juntos como si no hubieran peleado; hechos una misma gavilla.
Y
luego:
—Cabrestean
hartos caballos vacíos; pero dejan muchos más desbalagados; abandonaron sin
compasión a los hombres muertos y a los heridos, como regalo para los cuervos.
Antes
que alguien saltara las cercas del callejón, que alguien viera y pusiera los
pies en el campo fratricida, voló la noticia:
—Bien
muertos los dos, abrazados encarnizadamente. Mientras más tiempo pase, costará
más trabajo separarlos.
Con
toda su fuerza, el sol oreaba el campo de la matanza. Las moscas acudían en
legiones a cada momento más nutridas. La tierra vaporizaba. El olor de la
santamaría y otras yerbas tocaba retirada, derrotado por los miasmas crecientes
de la carnicería.
Las
veredas habían ido llenándose de compasivos y curiosos, las caras aún
amarillas, verdes, por el miedo; recelosas de posibles emboscadas o del regreso
punitivo. La tentación era más fuerte; la tentación de ver el abrazo de los dos
hermanos, antes de que vecinos compadecidos los apartaran para enterrarlos; y
ver también la mortandad confusa de cristianos y bestias, las muecas
desorbitadas de los yacentes, los sacudimientos de los todavía moribundos, los
lamentos de los heridos, que pedían agua. Las cercas que forman el callejón se
coronaron pronto de curiosos. Ninguna nube mitigaba los rigores del sol, y esto
indicaba la rapidez de los sucesos. Hombres, muchachos, hasta mujeres
ahuyentaban a pedradas la impaciencia de auras, cuervos y zopilotes. Nada
intentaba contra las moscas. El sordo vocerío cariacontecido, en confusión:
—será peor en la noche, con los coyotes —con que éste es el mentado Jorge
Villegas —el pobre Martín quedó inconciliable —que van cantando la Valentina,
hechos uno —que no, que la Adelita —Dios los haya perdonado —quiera Dios que
llueva para lavar tanta sangre —que ya vuelven —que no, ya para qué —lo bueno
es que la pobre madre se les adelantó, Dios la tenga en su reino —quién había
de decirles que les esperaba su fin en el mismo lugar en que danzaban
inseparables — porque no hubo quien los previniera —lo bueno es que a su pobre
madre no le tocó presenciar este cuadro.
A
fuerza de tirones lograron separarlo.
El
sol comenzó a caminar, y el aire a moverse. Los mirones no se movían; era
inútil que les pidieran auxilio los contados hombres y mujeres puestos a la
obra de socorrer heridos y levantar muertos. Lo más que conseguían era que
ahuyentaran a pedradas las ruedas incesantes de auras, cuervos y zopilotes.
Martín
quedó al cielo con los ojos abiertos. Los de Jorge habían sido arrancados con
bala explosiva.
—Hoy
mismo hay que sepultarlos, porque mañana es Quince de Septiembre.
—De
veras; no hay que echar a perder el Grito.
Una
mujer cubrió los cuerpos con flores y santamaría y con mirasoles.
Una
paloma que yacía escondida en la resquebrajadura de la barranca, echó a volar.
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