Julio Torri
El
fusilamiento es una institución que adolece de algunos inconvenientes en la
actualidad.
Desde
luego, se practica a las primeras horas de la mañana. “Hasta para morir precisa
madrugar”, me decía lúgubremente en el patíbulo un condiscípulo mío que llegó a
destacarse como uno de los asesinos más notables de nuestro tiempo.
El
rocío de las yerbas moja lamentablemente nuestros zapatos, y el frescor del
ambiente nos arromadiza. Los encantos de nuestra diáfana campiña desaparecen
con las neblinas matinales.
La
mala educación de los jefes de escolta arrebata a los fusilamientos muchos de
sus mejores partidarios. Se han ido definitivamente de entre nosotros las
buenas maneras que antaño volvían dulce y noble el vivir, poniendo en el
comercio diario gracia y decoro. Rudas experiencias se delatan en la cortesía
peculiar de los soldados. Aun los hombres de temple más firme se sienten
empequeñecidos, humillados, por el trato de quienes difícilmente se contienen
un instante en la áspera ocupación de mandar y castigar.
Los
soldados rasos presentan a veces deplorable aspecto: los vestidos, viejos;
crecidas las barbas; los zapatones cubiertos de polvo; y el mayor desaseo en
las personas. Aunque sean breves instantes los que estáis ante ellos, no podéis
sino sufrir atrozmente con su vista. Se explica que muchos reos sentenciados a
la última pena soliciten que les venden los ojos.
Por
otra parte, cuando se pide como postrera gracia un tabaco, lo suministrarán de
pésima calidad piadosas damas que poseen un celo admirable y una ignorancia
candorosa en materia de malos hábitos. Acontece otro tanto con el vasito de aguardiente,
que previene el ceremonial. La palidez de muchos en el postrer trance no
procede de otra cosa sino de la baja calidad del licor que les desgarra las
entrañas.
El
público a esta clase de diversiones es siempre numeroso; lo constituyen gente
de humilde extracción, de tosca sensibilidad y de pésimo gusto en artes. Nada
tan odioso como hallarse delante de tales mirones. En balde asumiréis una
actitud sobria, un ademán noble y sin artificio. Nadie los estimará.
Insensiblemente os veréis compelidos a las burdas frases de los embaucadores.
Y
luego, la carencia de especialistas de fusilamientos en la prensa periódica.
Quien escribe de teatros y deportes tratará acerca de fusilamientos e
incendios. ¡Perniciosa confusión de conceptos! Un fusilamiento y un incendio no
son ni un deporte ni un espectáculo teatral. De aquí proviene ese estilo
ampuloso que aflige al connaisseur, esas expresiones de tan penosa lectura como
“visiblemente conmovido”, “su rostro denotaba la contrición”, “el terrible
castigo”, etcétera.
Si
el Estado quiere evitar eficazmente las evasiones de los condenados a la última
pena, que no redoble las guardias, ni eleve los muros de las prisiones. Que
purifique solamente de pormenores enfadosos y de aparato ridículo un acto que a
los ojos de algunos conserva todavía cierta importancia.
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