Jean Paul Sartre
Nos arrojaron en una gran
sala blanca y mis ojos parpadearon porque la luz les hacía mal. Luego vi una
mesa y cuatro tipos detrás de ella, algunos civiles, que miraban papeles.
Habían amontonado a los otros prisioneros en el fondo y nos fue necesario
atravesar toda la habitación para reunirnos con ellos. Había muchos a quienes
yo conocía y otros que debían de ser extranjeros. Los dos que estaban delante
de mí eran rubios con cabezas redondas; se parecían; franceses, pensé. El más
bajo se subía todo el tiempo el pantalón: estaba nervioso.
Esto duró cerca de tres
horas; yo estaba embrutecido y tenía la cabeza vacía; pero la pieza estaba bien
caldeada, lo que me parecía muy agradable, hacía veinticuatro horas que no
dejábamos de tiritar. Los guardianes llevaban los prisioneros uno después de
otro delante de la mesa. Los cuatro tipos les preguntaban entonces su nombre y
su profesión. La mayoría de las veces no iban más jejos — o bien a veces les
hacían una pregunta suelta: “¿Tomaste parte en el sabotaje de las municiones?”,
o bien: “¿Dónde estabas y qué hacías el 9 por la mañana?” No escuchaban la
respuesta o por lo menos parecían no escucharla: se callaban un momento mirando
fijamente hacia adelante y luego se ponían a escribir. Preguntaron a Tom si era
verdad que servía en la Brigada Internacional: Tom no podía decir lo contrario
debido a los papeles que le habían encontrado en su ropa. A Juan no le
preguntaron nada, pero, en cuanto dijo su nombre, escribieron largo tiempo.
—Es mi hermano José el que
es anarquista —dijo Juan—. Ustedes saben que no está aquí. Yo no soy de ningún
partido, no he hecho nunca política.
No contestaron nada. Juan
dijo todavía:
—No he hecho nada. No quiero
pagar por los otros. Sus labios temblaban. Un guardián le hizo callar y se lo
llevó. Era mi turno:
—¿Usted se llama Pablo Ibbieta?
Dije que sí.
El tipo miró sus papeles y
me dijo:
—¿Dónde está Ramón Gris?
—No lo sé.
—Usted lo ocultó en su casa
desde el 6 al 19.
—No.
Escribieron un momento y los
guardianes me hicieron salir. En el corredor Tom y Juan esperaban entre dos guardianes.
Nos pusimos en marcha. Tom preguntó a uno de los guardianes:
—¿Y ahora?
—¿Qué? —dijo el guardián.
—¿Esto es un interrogatorio
o un juicio?
—Era el juicio, dijo el
guardián.
—Bueno. ¿Qué van a hacer con
nosotros?
El guardián respondió
secamente:
—Se les comunicará la
sentencia en la celda.
En realidad lo que nos
servía de celda era uno de los sótanos del hospital. Se sentía terriblemente el
frío, debido a las corrientes de aire. Toda la noche habíamos tiritado y durante
el día no lo habíamos pasado mejor. Los cinco días precedentes había estado en
un calabozo del arzobispado, una especie de subterráneo que debía datar de la
Edad Media: como había muchos prisioneros y poco lugar se les metía en
cualquier parte. No eché de menos mi calabozo: allí no había sufrido frío, pero
estaba solo; lo que a la larga es irritante. En el sótano tenía compañía Juan
casi no hablaba: tenía miedo y luego era demasiado joven para tener algo que
decir. Pero Tom era buen conversador y sabía muy bien el español. En el
subterráneo había un banco y cuatro jergones. Cuando nos devolvieron, nos
reunimos y esperamos en silencio. Tom dijo al cabo de un momento:
—Estamos reventados.
—Yo también lo pienso —le
dije—, pero creo que no harán nada al pequeño.
—No tienen nada que
reprocharle —dijo Tom—, es el hermano de un militante, eso es todo.
Yo miraba a Juan: no tenía
aire de entender, Tom continuó:
—¿Sabes lo que hacen en
Zaragoza? Acuestan a los tipos en el camino y les pasan encima los camiones.
Nos lo dijo un marroquí desertor. Dicen que es para economizar municiones.
—Eso no economiza nafta
—dije.
Estaba irritado contra Tom:
no debió decir eso.
—Hay algunos oficiales que
se pasean por el camino —prosiguió—, y que vigilan eso con las manos en los
bolsillos, fumando cigarrillos. ¿Crees que terminan con los tipos? Te engañas.
Los dejan gritar. A veces durante una hora. El marroquí decía que la primera
vez casi vomitó.
—No creo que hagan eso
—dije—, a menos que verdaderamente les falten municiones.
La luz entraba por cuatro
respiraderos y por una abertura redonda, que habían practicado en el techo, a
la izquierda y que daba sobre el cielo. Era por este agujero redondo,
generalmente cerrado con una trampa, por donde se descargaba el carbón en el
sótano. Justamente debajo del agujero había un gran montón de cisco; destinado
a caldear el hospital, pero desde el comienzo de la guerra se evacuaron los enfermos
y el carbón quedó allí, inutilizado; le llovía encima en ocasiones, porque se
habían olvidado de cerrar la trampa.
Tom se puso a tiritar.
—Maldita sea, tirito —dijo—,
vuelta a empezar.
Se levantó y se puso a hacer
gimnasia. A cada movimiento la camisa se le abría sobre el pecho blanco y
velludo. Se tendió de espaldas, levantó las piernas e hizo tijeras en el aire;
yo veía temblar sus gruesas nalgas. Tom era ancho, pero tenía demasiada grasa.
Pensé que balas de fusil o puntas de bayonetas iban a hundirse bien pronto en
esa masa de carne tierna como en un pedazo de manteca. Esto no me causaba la
misma impresión que si hubiera sido flaco.
No tenía exactamente frío,
pero no sentía la espalda ni los brazos. De cuando en cuando tenía la impresión
de que me faltaba algo y comenzaba a buscar mi chaqueta alrededor, luego me
acordaba bruscamente que no me habían dado la chaqueta. Era muy molesto. Habían
tomado nuestros trajes para darlos a sus soldados y no nos habían dejado más
que nuestras camisas — y esos pantalones de tela que los enfermos
hospitalizados llevan en la mitad del verano. Al cabo de un momento Tom se
levantó y se sentó cerca de mí, resoplando.
—¿Entraste en calor?
—No, maldita sea. Pero estoy
sofocado.
A eso de las ocho de la
noche entró un comandante con dos falangistas. Tenía una hoja de papel en la
mano. Preguntó al guardián:
—¿Cómo se llaman estos tres?
—Steinbock, Ibbieta y
Mirbal, dijo el guardián.
El comandante se puso los
anteojos y miró en la lista:
—Steinbock… Steinbock… Aquí
está. Usted está condenado a muerte. Será fusilado mañana a la mañana.
Miró de nuevo:
—Los otros dos también
—dijo.
—No es posible —dijo Juan—.
Yo no.
El comandante le miró con
aire asombrado.
—¿Cómo se llama usted?
—Juan Mirbal.
—Pues bueno, su nombre está
aquí —dijo el comandante—, usted está condenado.
—Yo no he hecho nada —dijo
Juan.
El comandante se encogió de
hombros y se volvió hacia Tom y hacia mí.
—¿Ustedes son vascos?
—Ninguno es vasco.
Tomó un aire irritado.
—Me dijeron que había tres
vascos. No voy a perder el tiempo corriendo tras ellos. Entonces, naturalmente,
¿ustedes no quieren sacerdote?
No respondimos nada. Dijo:
—En seguida vendrá un médico
belga. Tiene autorización para pasar la noche con ustedes.
Hizo el saludo militar y
salió.
—Que te dije —exclamó Tom—,
estamos listos.
—Sí —dije—, es estúpido por
el chico.
Decía esto por ser justo,
pero no me gustaba el chico. Tenía un rostro demasiado fino y el miedo y el
sufrimiento lo habían desfigurado, habían torcido todos sus rasgos. Tres días
antes era un chicuelo de tipo delicado, eso puede agradar; pero ahora tenía el
aire de una vieja alcahueta y pensé que nunca más volvería a ser joven, aun
cuando lo pusieran en libertad. No hubiera estado mal tener un poco de piedad
para ofrecerle, pero la piedad me disgusta; más bien me daba horror. No había
dicho nada más pero se había vuelto gris: su rostro y sus manos eran grises. Se
volvió a sentar y miró el suelo con ojos muy abiertos. Tom era un alma buena, quiso
tomarlo del brazo, pero el pequeño se soltó violentamente haciendo una mueca.
—Déjalo —dije en voz baja—,
bien ves que va a ponerse a chillar.
Tom obedeció a disgusto;
hubiera querido consolar al chico; eso le hubiera ocupado y no habría estado
tentado de pensar en sí mismo. Pero eso me irritaba. Yo no había pensado nunca
en la muerte porque no se me había presentado la ocasión, pero ahora la ocasión
estaba aquí y no había más remedio que pensar en ella.
Tom se puso a hablar;
—¿Has reventado algunos
tipos? —me preguntó.
No contesté. Comenzó a
explicarme que él había reventado seis desde el comienzo del mes de agosto; no
se daba cuenta de la situación, y vi claramente que no quería darse cuenta. Yo
mismo no lo lograba completamente todavía; me preguntaba si se sufriría mucho,
pensaba en las balas, imaginaba su ardiente granizo a través de mi cuerpo. Todo
esto estaba fuera de la verdadera cuestión; estaba tranquilo, teníamos toda la
noche para comprender. Al cabo de un momento Tom dejó de hablar y le miré de
reojo; vi que él también se había vuelto gris y que tenía un aire miserable, me
dije: “empezamos”. Era casi de noche, una luz suave se filtraba a través de los
respiraderos y el montón de carbón formaba una gran mancha bajo el cielo; por
el agujero del techo veía ya una estrella, la noche sería pura y helada.
Se abrió la puerta y
entraron dos guardianes. Iban seguidos por un hombre rubio que llevaba un
uniforme castaño claro. Nos saludó:
—Soy médico —dijo—. Tengo
autorización para asistirlos en estas penosas circunstancias.
Tenía una voz agradable y
distinguida. Le dije:
—¿Qué viene a hacer aquí?
—Me pongo a disposición de
ustedes. Haré todo lo posible para que estas horas les sean menos pesadas.
—¿Por qué ha venido con
nosotros? Hay otros tipos, el hospital está lleno.
—Me han mandado aquí
—respondió con aire vago.
—¡Ah! ¿Les agradaría fumar,
eh? —agregó precipitadamente—. Tengo cigarrillos y hasta cigarros.
Nos ofreció cigarrillos
ingleses y algunos puros, pero rehusamos. Yo le miraba en los ojos y pareció
molesto. Le dije:
—Usted no viene aquí por
compasión. Por lo demás lo conozco, le vi con algunos fascistas en el patio del
cuartel, el día en que me arrestaron.
Iba a continuar, pero de
pronto me ocurrió algo que me sorprendió: la presencia de ese médico cesó
bruscamente de interesarme. Generalmente cuando me encaro con un hombre no lo
dejo más. Y sin embargo, me abandonó el deseo de hablar; me encogí de hombros y
desvié los ojos. Algo más tarde levanté la cabeza: me observaba con aire de
curiosidad. Los guardianes se habían sentado sobre un jergón. Pedro, alto y
delgado, volvía los pulgares, el otro agitaba de vez en cuando la cabeza para
evitar dormirse.
¿Quiere luz? —dijo de pronto
Pedro al médico. El otro hizo que “sí” con la cabeza: pensé que no tenía más
inteligencia que un leño, pero que sin duda no era ruin. Al mirar sus grandes
ojos azules y fríos, me pareció que pecaba sobre todo por falta de imaginación.
Pedro salió y volvió con una lámpara de petróleo que colocó sobre un rincón del
banco. Iluminaba mal, pero era mejor que nada: la víspera nos habían dejado a
oscuras. Miré durante un buen rato el redondel de luz que la lámpara hacía en
el techo. Estaba fascinado. Luego, bruscamente, me desperté, se borró el
redondel de luz y me sentí aplastado bajo un puño enorme. No era el pensamiento
de la muerte ni el temor: era lo anónimo. Los pómulos me ardían y me dolía el
cráneo.
Me sacudí y miré a mis dos compañeros.
Tom tenía hundida la cabeza entre las manos; yo veía solamente su nuca gruesa y
blanca. El pequeño Juan era por cierto el que estaba peor, tenía la boca
abierta y su nariz temblaba. El médico se aproximó a él y le puso la mano sobre
el hombro como para reconfortarlo; pero sus ojos permanecían fríos. Luego vi la
mano del belga descender solapadamente a lo largo del brazo de Juan hasta la
muñeca. Juan se dejaba hacer con indiferencia. El belga le tomó la muñeca con
tres dedos, con aire distraído; al mismo tiempo retrocedió algo y se las
arregló para darme la espalda. Pero yo me incliné hacia atrás y le vi sacar su
reloj y contemplarlo un momento sin dejar la muñeca del chico. Al cabo de un
momento dejó caer la mano inerte y fue a apoyarse en el muro, luego, como si se
acordara de pronto de algo muy importante que era necesario anotar de inmediato
tomó una libreta de su bolsillo y escribió en ella algunas líneas: “El puerco
—pensé con cólera—, que no venga a tomarme el pulso, le hundiré el puño en su
sucia boca.”
No vino pero sentí que me
miraba. Me dijo con voz impersonal:
—¿No le parece que aquí se
tirita?
Parecía tener frío; estaba
violeta.
—No tengo frío —le contesté
No dejaba de mirarme, con
mirada dura. Comprendí bruscamente y me llevé las manos a la cara; estaba
empapado en sudor. En ese sótano, en pleno invierno, en plena corriente de
aire, sudaba. Me pasé las manos por los cabellos que estaban cubiertos de
transpiración; me apercibí al mismo tiempo de que mi camisa estaba húmeda y
pegada a mi piel: yo chorreaba sudor desde hacía por lo menos una hora y no
había sentido nada. Pero eso no había escapado al cochino del belga; había
visto rodar las gotas por mis mejillas y había pensado: es la manifestación de
un estado de terror casi patológico; y se había sentido normal y orgulloso de
serlo porque tenía frío. Quise levantarme para ir a romperle la cara, pero
apenas había esbozado un gesto, cuando mi vergüenza y mi cólera desaparecieron;
volví a caer sobre el banco con indiferencia.
Me contenté con frotarme el
cuello con mi pañuelo, porque ahora sentía el sudor que me goteaba de los
cabellos sobre la nuca y era desagradable. Por lo demás, bien pronto renuncié a
frotarme, era inútil: mi pañuelo estaba ya como para retorcerlo y yo seguía
sudando. Sudaba también en las nalgas y mi pantalón húmedo se adhería al banco.
De pronto, habló el pequeño
Juan.
—¿Usted es médico?
—Sí —dijo el belga.
—¿Es que se sufre… mucho
tiempo?
—¡Oh! ¿Cuando…? Nada de eso
—dijo el belga con voz paternal—, termina rápidamente.
Tenía aire de tranquilizar a
un enfermo de consultorio.
—Pero yo… me habían dicho…
que a veces se necesitan dos descargas.
Algunas veces —dijo el belga
agachando la cabeza—. Puede ocurrir que la primera descarga no interese ninguno
de los órganos vitales.
—¿Entonces es necesario que
vuelvan a cargar los fusiles y que apunten de nuevo?
Reflexionó y agregó con voz
enronquecida:
—¡Eso lleva tiempo!
Tenía un miedo espantoso de
sufrir, no pensaba sino en eso; propio de su edad. Yo no pensaba mucho en eso y
no era el miedo de sufrir lo que me hacía transpirar.
Me levanté y caminé hasta el
montón de carbón.
Tom se sobresaltó y me lanzó
una mirada rencorosa: se irritaba porque mis zapatos crujían. Me pregunté si
tendría el rostro tan terroso como él: vi que también sudaba. El cielo estaba
soberbio, ninguna luz se deslizaba en ese sombrío rincón y no tenía más que
levantar la cabeza para ver la Osa Mayor. Pero ya no era como antes; la
víspera, en mi calabozo del arzobispado, podía ver un gran pedazo de cielo y
cada hora del día me traía un recuerdo distinto. A la mañana, cuando el cielo
era de un azul duro y ligero pensaba en algunas playas del borde del Atlántico;
a mediodía veía el sol y me acordaba de un bar de Sevilla donde bebía
manzanilla comiendo anchoas y aceitunas; a mediodía quedaba en la sombra y
pensaba en la sombra profunda que se extiende en la mitad de las arenas
mientras la otra mitad centellea al sol; era verdaderamente penoso ver
reflejarse así toda la tierra en el cielo. Pero al presente podía mirar para
arriba tanto como quisiera, el cielo no me evocaba nada. Preferí esto. Volví a
sentarme cerca de Tom. Pasó largo rato.
Tom se puso a hablar en voz
baja. Necesitaba siempre hablar, sin ello no reconocía sus pensamientos. Pienso
que se dirigía a mí, pero no me miraba. Sin duda tenía miedo de verme como
estaba, gris y sudoroso: éramos semejantes y peores que espejos el uno para el
otro. Miraba al belga, el viviente.
—¿Comprendes tú? —decía—. En
cuanto a mí, no comprendo.
Me puse también a hablar en
voz baja. Miraba al belga.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que hay?
—Nos va a ocurrir algo que
yo no puedo comprender.
Había alrededor de Tom un
olor terrible. Me pareció que era más sensible que antes a los olores. Dije
irónicamente:
—Comprenderás dentro de un
momento.
—Esto no está claro —dijo
con aire obstinado—. Quiero tener, valor, pero es necesario al menos que sepa…
Escucha, nos van a llevar al patio. Bueno. Los tipos van a alinearse delante de
nosotros. ¿Cuántos serán?
—No sé. Cinco u ocho. No
más.
—Vamos. Serán ocho. Les
gritarán: ¡Apunten! Y veré los ocho fusiles asestados contra mí. Pienso que
querré meterme en el muro. Empujaré el muro con la espalda, con todas mis
fuerzas, y el muro resistirá como en las pesadillas. Todo esto puedo
imaginármelo. ¡Ah! ¡Si supieras cómo puedo imaginármelo!
—¡Vaya! —le dije—, yo
también me lo imagino.
—Eso debe producir un dolor
de perros. Sabes que tiran a los ojos y a la boca para desfigurar —agregó
malignamente—. Ya siento las heridas, desde hace una hora siento dolores en la
cabeza y en el cuello. No verdaderos dolores; es peor: son los dolores que
sentiré mañana a la mañana. Pero, ¿después?
Yo comprendía muy bien lo
que quería decir, pero no quería demostrarlo. En cuanto a los dolores yo
también los llevaba en mi cuerpo como una multitud de pequeñas cuchilladas. No
podía hacer nada, pero estando como él, no le daba importancia.
—Después —dije rudamente—,
te tragarás la lengua.
Se puso a hablar consigo
mismo: no sacaba los ojos del belga. Éste no parecía escuchar. Yo sabía lo que
había venido a hacer; lo que pensábamos no le interesaba; había venido a mirar
nuestros cuerpos, cuerpos que agonizaban en plena salud.
—Es como en las pesadillas
—decía Tom— Se puede pensar en cualquier cosa, se tiene todo el tiempo la
impresión de que es así, de que se va a comprender y luego se desliza, se
escapa y vuelve a caer. Me digo: después no hay nada más. Pero no comprendo lo
que quiero decir. Hay momentos en que casi llego… y luego vuelvo a caer,
recomienzo a pensar en los dolores, en las balas, en las detonaciones. Soy
materialista, te lo juro, no estoy loco, pero hay algo que no marcha. Veo mi
cadáver: eso no es difícil, pero no soy yo quien lo ve con mis ojos. Es
necesario que llegue a pensar… que no veré nada más, que no escucharé nada más
y que el mundo continuará para los otros. No estamos hechos para pensar en eso,
Pablo. Puedes creerme: me ha ocurrido ya velar toda una noche esperando algo.
Pero esto, esto no se parece a nada; esto nos cogerá por la espalda, Pablo, y
no habremos podido prepararnos para ello.
—Valor —dije—. ¿Quieres que
llame un confesor?
No respondió. Ya había
notado que tenía tendencia a hacer el profeta, y a llamarme Pablo hablando con
una voz blanca. Eso no me gustaba mucho; pero parece que todos los irlandeses
son así. Tuve la vaga impresión de que olía a orina. En el fondo no tenía mucha
simpatía por Tom, y no veía por qué, por el hecho de que íbamos a morir juntos,
debía sentirla en adelante. Había algunos tipos con los que la cosa hubiera
sido diferente. Con Ramón Gris, por ejemplo. Pero entre Tom y Juan me sentía
solo. Por lo demás prefería esto, con Ramón tal vez me hubiera enternecido.
Pero me sentía terriblemente duro en ese momento, y quería conservarme duro.
Continuó masticando las
palabras con una especie de distracción. Hablaba seguramente para impedirse
pensar. Olía de lleno a orina como los viejos prostáticos. Naturalmente, era de
su parecer; todo lo que decía, yo hubiera podido decirlo: no es natural morir.
Y luego desde que iba a morir nada me parecía natural, ni ese montón de carbón,
ni el banco, ni la sucia boca de Pedro. Sólo que me disgustaba pensar las
mismas cosas que Tom. Y sabía bien que a lo largo de toda la noche, dentro de
cinco minutos continuaríamos pensando las mismas cosas al mismo tiempo, sudando
y estremeciéndonos al mismo tiempo. Le miraba de reojo, y, por primera vez me
pareció desconocido; llevaba la muerte en el rostro. Estaba herido en mi
orgullo: durante veinticuatro horas había vivido al lado de Tom, le había
escuchado le había hablado y sabía que no teníamos nada en común. Y ahora nos
parecíamos como dos hermanos gemelos, simplemente porque íbamos a reventar
juntos.
Tom me tomó la mano sin
mirarme:
—Pablo, me pregunto… me
pregunto si es verdad que uno queda aniquilado.
Desprendí mi mano, y le
dije:
—Mira entre tus pies,
cochino.
Había un charco entre sus
pies y algunas gotas caían de su pantalón.
—¿Qué es eso? —dijo con
turbación.
—Te orinas en el
calzoncillo.
—No es verdad —dijo
furioso—, no me orino. No siento nada.
El belga se aproximó y
preguntó con falsa solicitud:
—¿Se siente usted mal?
Tom no respondió. El belga
miró el charco sin decir nada.
—No sé que será —dijo Tom
con tono huraño—. Pero no tengo miedo. Les juro que no tengo miedo.
El belga no contestó. Tom se
levantó y fue a orinar en un rincón Volvió abotonándose la bragueta, se sentó y
no dijo una palabra. El belga tomaba algunas notas.
Los tres le miramos porque
estaba vivo Tenía los gestos de un vivo, las preocupaciones de un vivo;
tiritaba en ese sótano como debían tiritar los vivientes; tenía un cuerpo bien
nutrido que le obedecía. Nosotros casi no sentíamos nuestros cuerpos —en todo
caso no de la misma manera. Yo tenía ganas de tantear mi pantalón entre las
piernas, pero no me atrevía; miraba al belga arqueado sobre sus piernas, dueño
de sus músculos— y que podía pensar en el mañana. Nosotros estábamos allí, tres
sombras privadas de sangre; lo mirábamos y chupábamos su vida como vampiros.
Terminó por aproximarse al
pequeño Juan. ¿Quiso tantearle la nuca por algún motivo profesional o bien
obedeció a un impulso caritativo? Si obró por caridad fue la sola y única vez
que lo hizo en toda la noche. Acarició el cráneo y el cuello del pequeño Juan.
El chico se dejaba hacer, sin sacarle los ojos de encima; luego, de pronto, le
tomó la mano y la miró de modo extraño. Mantenía la mano del belga entre las
dos suyas, y no tenían nada de agradable esas dos pinzas grises que estrechaban
aquella mano gruesa y rojiza. Yo sospechaba lo que iba a ocurrir y Tom debía
sospecharlo también; pero el belga no sospechaba nada y sonreía paternalmente.
Al cabo de un rato el chico llevó la gruesa pata gorda a su boca y quiso
morderla. El belga se desasió vivamente y retrocedió hasta el muro titubeando. Nos
miró con horror durante un segundo, de pronto debió comprender que no éramos
hombres como él. Me eché a reír, y uno de los guardianes se sobresaltó. El otro
se había dormido, sus ojos, muy abiertos, estaban blancos.
Me sentía a la vez cansado y
sobrexcitado. No quería pensar más en lo que ocurriría al alba, en la muerte.
Aquello no venía bien con nada, sólo encontraba algunas palabras y el vacío.
Pero en cuanto trataba de pensar en otra cosa, veía asestados contra mí caños
de fusiles. Quizás veinte veces seguidas viví mi ejecución; hasta una vez creí
que era real: debí de adormecerme durante un minuto. Me llevaban hasta el muro
y yo me debatía, les pedía perdón. Me desperté con sobresalto y miré al belga;
temí haber gritado durante mi sueño. Pero se alisaba el bigote, nada había
notado. Si hubiera querido creo que hubiera podido dormir un momento: hacía
cuarenta y ocho horas que velaba; estaba agotado. Pero no deseaba perder dos
horas de vida: vendrían a despertarme al alba, les seguiría atontado de sueño y
reventaría sin hacer ni “uf”; no quería eso, no quería morir como una bestia,
quería comprender. Temía además sufrir pesadillas. Me levanté, me puse a pasear
de arriba abajo y para cambiar de idea me puse a pensar en mi vida pasada.
Acudieron a mí, mezclados, una multitud de recuerdos. Había entre ellos buenos
y malos —o al menos así los llamaba yo antes—. Había rostros e historias. Volví
a ver la cara de un pequeño novillero que se había dejado cornear en Valencia,
la de uno de mis tíos, la de Ramón Gris. Recordaba algunas historias: cómo
había estado desocupado durante tres meses en 1926, cómo casi había reventado
de hambre. Me acordé de una noche que pasé en un banco de Granada: no había
comido hacía tres días, estaba rabioso, no quería reventar. Eso me hizo
sonreír. Con qué violencia corría tras de la felicidad, tras de las mujeres,
tras de la libertad. ¿Para qué? Quise libertar a España, admiraba a Pi y
Margall, me adherí al movimiento anarquista, hablé en reuniones públicas:
tomaba todo en serio como si fuera inmortal.
Tuve en ese momento la
impresión de que tenía toda mi vida ante mí y pensé: “Es una maldita mentira”.
Nada valía puesto que terminaba. Me pregunté cómo había podido pascar,
divertirme con las muchachas: no hubiera movido ni el dedo meñique si hubiera
podido imaginar que moriría así. Mi vida estaba ante mí terminada, cerrada como
un saco y, sin embargo, todo lo que había en ella estaba inconcluso. Intenté
durante un momento juzgarla. Hubiera querido decirme: es una bella vida. Pero
no se podía emitir juicio sobre ella, era un esbozo; había gastado mi tiempo en
trazar algunos rasgos para la eternidad, no había comprendido nada. Casi no lo
lamentaba: había un montón de cosas que hubiera podido añorar, el gusto de la
manzanilla o bien los baños que tomaba en verano en una pequeña caleta cerca de
Cádiz; pero la muerte privaba a todo de su encanto.
El belga tuvo de pronto una
gran idea.
—Amigos míos —dijo—, puedo
encargarme, si la administración militar consiente en ello, de llevar una
palabra, un recuerdo a las personas que ustedes quieran.
Tom gruñó:
—No tengo a nadie.
Yo no respondí nada. Tom
esperó un momento, luego me preguntó con curiosidad.
—¿No tienes nada que decir a
Concha?
—No.
Detestaba esa tierna
complicidad: era culpa mía, la noche precedente había hablado de Concha,
hubiera debido contenerme. Estaba con ella desde hacía un año. La víspera me
hubiera todavía cortado un brazo a hachazos para volver a verla cinco minutos.
Por eso hablé de ella, era más fuerte que yo. Ahora no deseaba volver a verla,
no tenía nada más que decirle. Ni siquiera hubiera querido abrazarla: mi cuerpo
me horrorizaba porque se había vuelto gris y sudaba, y no estaba seguro de no
tener también horror del suyo. Cuando sepa mi muerte Concha llorará; durante
algunos meses no sentirá ya gusto por la vida. Pero en cualquier forma era yo
quien iba a morir. Pensé en sus ojos bellos y tiernos. Cuando me miraba, algo
pasaba de ella a mí. Pensé que eso había terminado: si me miraba ahora su
mirada permanecería en sus ojos, no llegaría hasta mí. Estaba solo.
Tom también estaba solo,
pero no de la misma manera. Se había sentado a horcajadas y se había puesto a
mirar el banco con una especie de sonrisa, parecía asombrado. Avanzó la mano y
tocó la madera con precaución, como si hubiera temido romper algo, retiró en
seguida vivamente la mano y se estremeció. Si hubiera sido Tom no me hubiera
divertido en tocar el banco; era todavía comedia irlandesa, pero encontraba
también que los objetos tenían un aire raro; eran más borrosos, menos densos
que de costumbre. Bastaba que mirara el banco, la lámpara, el montón de carbón,
para sentir que iba a morir. Naturalmente no podía pensar con claridad en mi
muerte, pero la veía en todas partes, en las cosas, en la manera en que las cosas
habían retrocedido y se mantenían a distancia, discretamente, como gente que
habla bajo a la cabecera de un moribundo. Era su muerte lo que Tom acababa de
tocar sobre el banco.
En el estado en que me
hallaba, si hubieran venido a anunciarme que podía volver tranquilamente a mi
casa, que se me dejaba salvar la vida, eso me hubiera dejado frío. No tenía más
a nadie, en cierto sentido estaba tranquilo. Pero era una calma horrible, a
causa de mi cuerpo: mi cuerpo, yo veía con sus ojos, escuchaba con sus oídos,
pero no era mío; sudaba y temblaba solo y yo no lo reconocía. Estaba obligado a
tocarlo y a mirarlo para saber lo que hacía como si hubiera sido el cuerpo de
otro. Por momentos todavía lo sentía, sentía algunos deslizamientos, especies
de vuelcos, como cuando un avión entra en picada, o bien sentía latir mi
corazón. Pero esto no me tranquilizaba: todo lo que venía de mi cuerpo tenía un
aire suciamente sospechoso. La mayoría del tiempo se callaba, se mantenía
quieto y no sentía nada más que una especie de pesadez, una presencia inmunda
pegada a mí. Tenía la impresión de estar ligado a un gusano enorme. En un
momento dado tanteé mi pantalón y sentí que estaba húmedo, no sabía si estaba
mojado con sudor o con orina, pero por precaución fui a orinar sobre el montón
de carbón.
El belga sacó su reloj y lo
miró. Dijo:
—Son las tres y media.
¡Puerco! Debió de hacerlo
expresamente Tom saltó en el aire, todavía no nos habíamos dado cuenta de que
corría el tiempo; la noche nos rodeaba como una masa informe y sombría, ya no
me acordaba cuándo había comenzado.
El pequeño Juan se puso a
gritar. Se retorcía las manos, suplicaba:
—¡No quiero morir, no quiero
morir!
Corrió por todo el sótano levantando
los brazos en el aire, después se abatió sobre uno de los jergones y sollozó.
Tom le miraba con ojos pesados y ni aun tenía deseos de consolarlo. En realidad
no valía la pena; el chico hacía más ruido que nosotros, pero estaba menos
grave: era como un enfermo que se defiende de su mal por medio de la fiebre.
Cuando ni siquiera hay fiebre, es más grave.
Lloraba. Vi perfectamente
que tenía lástima de sí mismo; no pensaba en la muerte. Un segundo, un solo
segundo, tuve también deseos de llorar, de llorar de piedad sobre mí mismo.
Pero lo que ocurrió fue lo contrario: arrojé una mirada sobre el pequeño, vi su
delgada espalda sollozante y me sentí inhumano: no pude tener piedad ni de los
otros ni de mí mismo. Me dije: “Quiero morir valientemente”.
Tom se levantó, se puso
justo debajo de la abertura redonda y se puso a esperar el día. Pero, por
encima de todo, desde que el médico nos había dicho la hora, yo sentía el
tiempo que huía, que corría gota a gota.
Era todavía oscuro cuando
escuché la voz de Tom:
—¿Los oyes?
—Sí.
Algunos tipos marchaban por
el patio.
—¿Qué vienen a jorobar? Sin
embargo no pueden tirar de noche.
Al cabo de un momento no
escuchamos nada más. Dije a Tom:
—Ahí está el día.
Pedro se levantó bostezando
y fue a apagar la lámpara. Dijo a su compañero:
-—Un frío de perros.
El sótano estaba totalmente
gris. Escuchamos detonaciones lejanas.
—Ya empiezan —dije a Tom—,
deben hacer eso en el patio de atrás.
Tom pidió al médico que le
diera un cigarrillo. Pero yo no quise; no quería cigarrillos ni alcohol. A
partir de ese momento no cesaron los disparos.
—¿Te das cuenta? —dijo Tom.
Quería agregar algo pero se
calló; miraba la puerta. La puerta se abrió y entró un subteniente con cuatro
soldados. Tom dejó caer su cigarrillo.
—¿Steinbock?
Tom no respondió. Fue Pedro
quien lo designó.
—¿Juan Mirbal?
—Es ese que está sobre el
jergón.
—Levántese —dijo el
subteniente.
Juan no se movió. Dos
soldados lo tomaron por las axilas y lo pararon. Pero en cuanto lo dejaron
volvió a caer.
Los soldados dudaban.
—No es el primero que se
siente mal —dijo el subteniente—; no tienen más que llevarlo entre los dos, ya
se arreglarán allá.
Se volvió hacia Tom:
—Vamos, venga.
Tom salió entre dos
soldados. Otros dos le seguían, llevaban al chico por las axilas y por las
corvas. Cuando quise salir el subteniente me detuvo:
—¿Usted es Ibbieta?
—Sí.
—Espere aquí, vendrán a
buscarlo en seguida.
Salieron. El belga y los dos
carceleros salieron también; quedé solo. No comprendía lo que ocurría, pero
hubiera preferido que terminaran en seguida. Escuchaba las salvas a intervalos
casi regulares; me estremecía a cada una de ellas. Tenía ganas de aullar y de
arrancarme los cabellos. Pero apretaba los dientes y hundía las manos en los
bolsillos porque quería permanecer tranquilo.
Al cabo de una hora vinieron
a buscarme y me condujeron al primer piso a una pequeña pieza que olía a
cigarro y cuyo olor me pareció sofocante. Había allí dos oficiales que fumaban
sentados en unos sillones, con algunos papeles sobre las rodillas.
—¿Te llamas Ibbieta?
—Sí.
—¿Dónde está Ramón Gris?
—No lo sé.
El que me interrogaba era
bajo y grueso. Tenía ojos duros detrás de los anteojos. Me dijo:
—Aproxímate.
Me aproximé. Se levantó y me
tomó por los brazos mirándome con un aire como para hundirme bajo tierra. Al
mismo tiempo me apretaba los bíceps con todas sus fuerzas. No lo hacía para
hacerme mal, era su gran recurso: quería dominarme. Juzgaba necesario también
enviarme su aliento podrido en plena cara. Quedamos un momento así; me daban
más bien deseos de reír. Era necesario mucho más para intimidar a un hombre que
iba a morir: eso no tenía importancia. Me rechazó violentamente y se sentó. Dijo:
—Es tu vida contra la suya.
Se te perdona la vida si nos dices dónde está.
Estos dos tipos adornados
con sus látigos y sus botas, eran también hombres que iban a morir. Un poco más
tarde que yo, pero no mucho más. Se ocupaban de buscar nombres en sus papeluchos,
corrían detrás de otros hombres para aprisionarlos o suprimirlos; tenían
opiniones sobre el porvenir de España y sobre otros temas. Sus pequeñas
actividades me parecieron chocantes y burlescas; no conseguía ponerme en su
lugar, me parecía que estaban locos.
El gordo bajito me miraba
siempre azotando sus botas con su látigo. Todos sus gestos estaban calculados
para darle el aspecto de una bestia viva y feroz.
—¿Entonces? ¿Comprendido?
—No sé dónde está Gris
—contesté—, creía que estaba en Madrid.
El otro oficial levantó con
indolencia su mano pálida. Esta indolencia también era calculada. Veía todos
sus pequeños manejos y estaba asombrado de que se encontraran hombres que se
divirtieran con eso.
—Tienes un cuarto de hora
para reflexionar —dijo lentamente—. Llévenlo a la ropería, lo traen dentro de
un cuarto de hora. Si persiste en negar se le ejecutará de inmediato.
Sabían lo que hacían: había
pasado la noche esperando; después me hicieron esperar todavía una hora en el
sótano, mientras fusilaban a Tom y a Juan y ahora me encerraban en la ropería;
habían debido preparar el golpe desde la víspera. Se dirían que a la larga se
gastan los nervios y esperaban llevarme a eso.
Se engañaban. En la ropería
me senté sobre un escabel porque me sentía muy débil y me puse a reflexionar.
Pero no en su proposición. Naturalmente que sabía dónde estaba Gris; se
ocultaba en casa de unos primos a cuatro kilómetros de la ciudad. Sabía también
que no revelaría su escondrijo, salvo si me torturaban (pero no parecían ni
soñar en ello). Todo esto estaba perfectamente en regla, definitivo y de ningún
modo me interesaba. Sólo hubiera querido comprender las razones de mi conducta.
Prefería reventar antes que entregar a Gris. ¿Por qué? No quería ya a Ramón
Gris. Mi amistad por él había muerto un poco antes del alba al mismo tiempo que
mi amor por Concha, al mismo tiempo que mi deseo de vivir. Sin duda le seguía
estimando: era fuerte. Pero ésa no era una razón para que aceptara morir en su
lugar; su vida no tenía más valor que la mía; ninguna vida tenía valor. Se iba
a colocar a un hombre contra un muro y a tirar sobre él hasta que reventara:
que fuera yo o Gris u otro era igual. Sabía bien que era más útil que yo a la
causa de España, pero yo me cagaba en España y en la anarquía: nada tenía ya
importancia. Y sin embargo yo estaba allí, podía salvar mi pellejo entregando a
Gris y me negaba a hacerlo. Encontraba eso bastante cómico: era obstinación.
Pensaba: “Hay que ser testarudo”. Y una extraña alegría me invadía.
Vinieron a buscarme y me
llevaron ante los dos oficiales. Una rata huyó bajo nuestros pies y eso me
divirtió. Me volví hacia uno de los falangistas y le dije:
—¿Vio la rata?
No me respondió. Estaba
sombrío, se tomaba en serio. Tenía ganas de reír, pero me contenía temiendo no
poder detenerme si comenzaba. El falangista llevaba bigote. Todavía le dije:
—Tendrían que cortarte los
bigotes, perro.
Encontré extraño que dejara
durante su vida que el pelo le invadiera la cara. Me dio un puntapié, sin gran
convicción, y me callé.
—Bueno —dijo el oficial
gordo— ¿reflexionaste?
Los miraba con curiosidad
como a insectos de una especie muy rara. Les dije:
—Sé donde está. Está
escondido en el cementerio. En una cripta o en la cabaña del sepulturero.
Era para hacerles una
jugarreta. Quería verles levantarse, apretarse los cinturones y dar órdenes con
aire agitado.
Pegaron un salto:
—Vamos allá. Moles, vaya a
pedir quince hombres al subteniente López. En cuanto a ti —me dijo el gordo
bajito—, si has dicho la verdad, no tengo más que una palabra. Pero lo pagarás
muy caro si te has burlado de nosotros.
Partieron con mucho ruido y
esperé apaciblemente bajo la guardia de los falangistas. Sonreía de tiempo en
tiempo pensando en la cara que iban a poner. Me sentía embrutecido y malicioso.
Los imaginaba levantando las piedras de las tumbas, abriendo una a una las
puertas de las criptas. Me representaba la situación como si hubiera sido otro,
ese prisionero obstinado en hacer el héroe, esos graves falangistas con sus
bigotes y sus hombres uniformados que corrían entre las tumbas: era de un
efecto cómico irresistible.
Al cabo de una media hora el
gordo bajito volvió solo. Pensé que venía a dar la orden de ejecutarme. Los
otros debían de haberse quedado en el cementerio:
El oficial me miró. No
parecía molesto en absoluto.
—Llévenlo al patio grande
con los otros —dijo—. Cuando terminen las operaciones militares un tribunal
ordinario decidirá de su suerte.
Creí no haber comprendido.
Le pregunté:
—Entonces, ¿no me… no me
fusilarán?
—Por ahora no. Después, no
me concierne.
Yo seguía sin comprender. Le
dije:
—Pero, ¿por qué?
Se encogió de hombros sin
contestar y los soldados me llevaron. En el patio grande había un centenar de
prisioneros, mujeres, niños y algunos viejos. Me puse a dar vueltas alrededor
del césped central, estaba atontado. Al mediodía nos dieron de comer en el
refectorio. Dos o tres tipos me interpelaron. Debía de conocerlos pero no les
contesté: no sabía ni dónde estaba.
Al anochecer echaron al
patio una docena de nuevos prisioneros. Reconocí al panadero García. Me dijo:
—¡Maldito suertudo! No creí
volver a verte vivo.
—Me condenaron a muerte
—dije—, y luego cambiaron de idea. No sé por qué.
—Me arrestaron hace dos
horas, dijo García.
—¿Por qué?
García no se ocupaba de
política.
—No sé —dijo—, arrestan a
todos los que no piensan como ellos.
Bajó la voz:
—Lo agarraron a Gris.
Yo me eché a temblar:
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Había hecho
una idiotez. Dejó a su primo el martes porque tuvieron algunas palabras. No
faltaban tipos que lo querían ocultar, pero no quería deber nada a nadie. Dijo:
“Me hubiera escondido en casa de Ibbieta pero, puesto que lo han tomado, iré a
esconderme en el cementerio”.
—¿En el cementerio?
—Sí. Era idiota.
Naturalmente ellos pasaron por allí esta mañana. Tenía que suceder. Lo
encontraron en la cabaña del sepulturero. Les tiró y le liquidaron.
—¡En el cementerio!
Todo se puso a dar vueltas y
me encontré sentado en el suelo: me reía tan fuertemente que los ojos se me
llenaron de lágrimas.
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