Gertrude Bacon
Aquellos
que surcan el mar en sus naves ven cosas extrañas, pero a veces, lo que cuentan
aún es más extraño. La vida marinera imparte una facultad para fantasear, con
la misma facilidad y seguridad con que da un paso típico y una tez curtida. Uno
de los dones del océano es una excelente imaginación, lo cual queda atestiguado
por el sorprendente e ilimitado poder de expresión y epíteto poseídos por el
marino. Y una excelente imaginación se manifiesta frecuentemente en otras
formas que en la creación de palabrotas.
El
capitán Brader es uno de los hombres más dotados en este sentido de toda la
marina mercante. Sus oficiales dicen de él con orgullo que posee el mayor
vocabulario de la gran compañía naviera de la que es uno de los más viejos y
respetados capitanes, y que la total imposibilidad de sus narraciones solo es
igualada por el genio que muestra al adornarlas con minuciosos detalles y con
todas las apariencias externas de la realidad.
Me
enteré por primera vez de esto hablando con el segundo maquinista durante la
tarde del sexto día de nuestro viaje, mientras nos hallábamos inclinados sobre
la borda, contemplando la puesta de sol. También el segundo maquinista es
bastante mentiroso... o quizá debería decir bastante cuentista. El día que me
llevó a visitar la sala de máquinas me contó, como si se tratara de
experiencias personales, narraciones de fogoneros indígenas amotinados, de
oficiales poco populares que desaparecían repentinamente en las ardientes bocas
de las calderas, etcétera, que por muy reales que fueran en su fundamento,
desde luego habían ganado mucho con la narración. Como humilde aspirante en la
misma rama del arte, reconocía de buena gana el genio de aquel viejo maestro,
el capitán, y su admiración por su jefe era tan sincera como ilimitada.
—Por
cierto, señorita Baker —dijo, sin que viniera a cuento—, ¿ya ha tenido una
sesión con el capitán?
No
que yo sepa— le contesté —. ¿A qué se refiere?
—¿Cómo?
¿Quiere decir que aún no le ha contado ningún cuento? No hay ningún hombre en
toda la marina que sepa narrar historias como él. ¡No negaré que lleva muchos
años de navegación y que se ha encontrado en algunos líos notables, pero de lo
que no cabe duda es que para un buen cuentista no hay nadie como el viejo
Brander!
—Oh,
me gustaría oírle contar alguno —exclamé—. Nada me gustaría tanto como eso.
Dígame cómo puedo lograrlo.
—Bueno,
en general, no le gusta que se lo vayan pidiendo —dijo el maquinista —.
Prefiere dejar correr su imaginación. Veamos —continuó—. Mañana por la tarde
estaremos pasando junto a las Islas Griegas. Pregúntele algo sobre ellas, y
trate de hacer que la conversación recaiga en las gorgonas.
—¡Gorgonas!
—dije— ¡Qué extraño tema de conversación! Vaya, si casi he olvidado lo que me
explicaron en la escuela acerca de ellas. ¿No eran seres mitológicos que
convertían en piedra a la gente que las miraba?
—Creo
que es así —dijo el ingeniero—. Y un tipo llamado Perseo les cortó las cabezas,
o algo así. De cualquier forma, es una mentira, pero no deje de preguntárselo
al capitán.
Era
costumbre del capitán Brader el efectuar cada tarde una especie de gira por
entre sus pasajeros, recorriendo enteramente la nave; pasando lentamente de
grupo a grupo, con un chiste aquí y un comentario allá, y derramando sus
favores en una forma mayestática e imparcial... especialmente entre las damas.
A menudo lo había contemplado atravesar toda la cubierta de paseo, lanzando
algún cumplido a una muchacha, dando unas palmadas a otra en un hombro, y hasta
acariciando a otra en la barbilla; con una sensación de suprema
autosatisfacción iluminando sus rojas mejillas, rizando su grisáceo cabello y
difuminándose por toda su figura baja y regordeta. Desde luego era excéntrico;
indiferente a su apariencia personal: su maltrecha gorra parecía tener tantos
años de navegación como él; pero jamás caminó por un puente un hombre más
popular o un oficial más hábil. En aquella ocasión en particular, yo me hallaba
al extremo de la cubierta, y había dispuesto las cosas de forma que una
invitadora tumbona se hallase vacía junto a la mía. Cansado de su paseo, cuando
llegó junto a mí cayó de inmediato en mi inocente trampa, y se sentó en la
silla vacía, se inclinó hacia atrás y extendió las piernas. Él y yo éramos
amigos desde el día que había intentado fotografiarlo y él había frustrado mi
intento desatornillando el objetivo de mi cámara y guardándoselo en el bolsillo
durante el resto de la mañana.
—Capitán
—dije, señalando hacia una difuminada silueta gris apenas visible en el
horizonte del este —, ¿qué tierra es esa?
—¡Mi
querida damisela! —contestó él—. ¡Estoy harto de contestar esta pregunta! Por
lo menos me la han hecho veinte veces en la última media hora. La vieja señora
Matherson, esa que lleva la toquilla roja, me ha acorralado con este tema
durante tanto tiempo que creí que nunca iba a poder escaparle. ¡Qué maravillosa
sed de conocimientos tiene esa buena señora! Y parece creer que porque soy el
capitán, debo tener un conocimiento completo de geografía, geología, historia,
etimología, mitología y navegación. Bueno, por vigésimo primera vez, estamos
pasando frente a las islas de la costa de Grecia, y esa de ahí enfrente es la
de Zante.
—¿Así
que eso es Grecia? —me pregunté en voz alta—. Bueno, al menos desde aquí parece
bastante vieja y romántica como para ser el hogar de todos esos héroes antiguos
de los que hemos oído hablar: Alejandro y Hércules y... y.. las gorgonas y
todas esas cosas.
—¿Qué
es lo que sabe usted acerca de las gorgonas?
—Oh,
creo que tanto como cualquiera —le respondí—. ¿Sabe?, son una especie de cuento
de hadas.
—Yo
no estoy tan seguro de eso —dijo el capitán Brander—. Esos cuentos de hadas,
como usted los llama, acostumbran tener un fondo de verdad. En cuanto a las
gorgonas, bueno, le podría contar un pequeño incidente que me sucedió en cierta
ocasión... pero es una historia demasiado larga.
Entonces,
usé mi mejor persuasión, aunque lo cierto es que no necesitaba que lo animasen
demasiado, por lo que, echándose hacia atrás su vieja gorra y mostrando su
calva cabeza, y hablando lentamente y con un acento peculiar en él, me contó el
siguiente relato maravilloso:
—Fue
hace casi treinta años, señorita Baker... mucho antes de que usted naciera o de
que siquiera pensaran en la posibilidad de ello, cuando yo era cuarto oficial a
bordo del Haslar, un navío de dos mil toneladas de esta misma compañía. ¡Desde
luego, los tiempos han cambiado! Se consideraba al Haslar como un excelente
navío en aquellos tiempos, y si entonces alguien me hubiera dicho que en el
futuro yo iba a mandar un buque de ocho mil toneladas, con unos motores de once
mil caballos de vapor y más hombres de tripulación de los que podía llevar el
Haslar yendo atiborrado, probablemente no lo hubiera creído. De cualquier
forma, esto no viene al caso. Lo cierto es que hace treinta años, en primavera,
ahora que pienso en ello fue en el mes de abril, estábamos navegando por estos
mismos rumbos, y una noche de espesa niebla nuestro capitán se equivocó de
ruta, se acercó demasiado a la costa, y nos embarrancó en la punta sur de
Zante.
"Naturalmente,
hubo un tremendo revuelo, y todo el mundo subió a cubierta con los salvavidas,
y las mujeres gritaban y todos los jóvenes jugaban a salvarlas o morir en el
intento; y el capitán se puso tan blanco como el papel, y no es que tuviera
miedo, pues no era ningún cobarde; ninguno de nuestros oficiales lo es, sino
que era porque sabía que su futuro había quedado arruinado, que sería despedido
por la compañía y que posiblemente se le retirase el título, y tenía esposa y
una gran familia, el pobre hombre. Naturalmente, yo no me preocupaba por eso,
puesta estaba echado en mi litera, dormido, en aquel momento, pero desde luego
a él sí que le parecía aterrador.
"Bueno,
pronto se descubrió que la nave no se iba a hundir de inmediato, y nadie se
subió a los botes, aunque estos habían sido ya arriados. Y cuando llegó la luz
del día, vimos que estábamos atrapados entre las rocas, con media popa bajo el
agua, y la cámara y muchos camarotes inundados. Pero el Haslar ya no podía
hundirse más, y con la mar en calma uno casi podía caminar casi sin mojarse
hasta tierra. No obstante, no había forma de desembarrancarlo, así que todos
los pasajeros fueron bajados a tierra y enviados hacia algún lugar habitado, lo
cual les supuso un viaje bastante duro, pues Zante no es un sitio demasiado
hospitalario; mientras los oficiales teníamos que quedarnos en la nave hasta
poder obtener ayuda, y luego hasta reparar la nave lo bastante como para, de
alguna manera, lograr llevarla hasta dique.
"Fue
una tarea tediosa, pues la ayuda tardaba en llegar; y entonces tuvimos que
desmontar las calderas antes de poder hacer flotar el barco, y nos hartamos de
todo aquello, se lo puedo asegurar, pues teníamos que trabajar duro, y Zante es
un lugar monstruoso para pasar en ella más de media hora. Nuestra única
diversión, cuando no estábamos trabajando, era ir a tierra a pie o remar
alrededor de la isla en un bote, cazando pájaros silvestres y explorando el
lugar. Había pocas cosas que ver, y no mucho que cazar, y no nos lo pasábamos
demasiado bien hasta que un día el segundo oficial regresó de un paseo por
tierra y nos dijo que había ido hasta un remoto poblado en la costa en donde
había una caverna entre las colinas en la que los pueblerinos le advirtieron
que no entrase. No podía averiguar el motivo de esto, porque no comprendía lo
bastante su extraño idioma, pero como estaba haciéndose tarde se vio obligado a
regresar a la nave sin más investigaciones.
"Cuando
yo era joven siempre me atrajeron las aventuras, y en cuanto el segundo oficial
hubo contado su historia yo me hice a la idea de ir a explorar aquella caverna
antes de que cualquiera de los demás tuviera oportunidad de ello. Y resultó que
al día siguiente me tocaba a mí bajar a tierra, y fui a buscar a uno de los
agregados de máquinas y le persuadí para que viniera conmigo. Deseaba que fuera
él porque era amigo mío, y también porque era el único de nosotros que sabía
chapurrear algo aquel idioma. Había estado por allá anteriormente, y
habitualmente actuaba como intérprete en nuestros tratos con los nativos. Su
nombre era Travers, un tipo bajito oscuro y algo extraño, de ojos negros y
temperamento muy irritable, pero bastante amistoso si uno sabía tratarlo, y que
siempre estaba dispuesto a apuntarse a cualquier cosa. Rápidamente aceptó venir
conmigo, y nos pusimos en marcha tan pronto como pudimos despistarnos, no
diciéndole a nadie nuestro destino, pues no teníamos deseo alguno de que nos
siguieran.
"Fue
un largo camino, atravesando toda la isla, hasta llegar al pueblo que Jenkins,
el segundo oficial, había indicado. Pero al fin, tras subir una agotadora
colina, miramos hacia abajo para divisar algunos chamizos apretados que se
alzaban entre viñedos en el valle de abajo, mientras que otra pared de rocas
mucho más abrupta se alzaba al otro lado, con todo el aspecto de haber sido
producida por un terremoto, y que estaba en intersección con un profundo
barranco. Aquí y allá entre las rocas se veían oscuras sombras y zonas negras,
que podrían haber sido entradas a cavernas en la montaña.
—Este
debe ser el lugar —dije—. Y una de esas es la caverna prohibida. ¿Cómo vamos a
averiguar cuál?
"Como
respuesta a mi pregunta, en aquel momento, apareció en la cima de la colina y
caminando hacia nosotros un tosco campesino de rostro tostado y ropas
remendadas. Nos miró con asombro como era natural, pues por aquellos parajes
recibían la visita de pocos extranjeros, y nos espetó alguna frase en su raro
idioma, que naturalmente yo no comprendía, pero Travers sí, por lo que le
respondió. Al ver que le comprendían, el nativo se detuvo y habló.
—¡Ah!
—dijo, o al menos eso fue lo que Travers interpretó—. Así que han llegado
ustedes al valle de La Caverna Hechizada. Es un lugar alejado del mundo y
difícil de encontrar, pero que ahora se abre ante ustedes.
—Pero,
¿cuál es la Caverna Hechizada, y por qué se llama así? —preguntó Travers.
—Se
encuentra más allá de esas colinas —contestó el hombre, señalando al barranco—.
Y la llaman la Caverna Hechizada porque nadie que se atreva a entrar en ella
regresa con vida. No, no vuelven ni vivos ni muertos. ¡Nunca más vuelven a ser
vistos!
—¡Que
llamen a la infantería de marina! —exclamó Travers. Solo que en lugar de esto
tradujo al griego o a lo que las gentes de Zanter toman por griego —: ¡No irá a
esperar que me crea un cuento como ese! ¿Qué hay en ese lugar?
—Eso
es lo que nadie puede decir —le replicó el campesino—, pues nadie ha vuelto
para contarlo. Y les aseguro que lo que digo es verdad. Muchos hombres han
intentado averiguar el secreto. Según me han contado, en los tiempos pasados
toda una tropa de soldados fue enviada ahí dentro en busca de unos bandidos que
se suponía se ocultaban en ella, y nunca fue vuelto a ver ninguno. La caverna
tiene una mala reputación, y ahora todo el mundo la evita, aunque de vez en
cuando surja un joven más osado que el resto, que no escucha las advertencias de
los viejos y espera romper el hechizo y hallar el tesoro que algunos dicen que
está oculto ahí dentro, por lo que se mete en ella henchido de esperanzas y
valor, para desaparecer por siempre jamás.
—Pero,
¿a qué se debe esto? —insistió Travers, el muy incrédulo.
—Ah,
eso no lo podemos decir —reiteró el hombre—. Uno puede caminar un trecho por el
barranco que lleva hasta la caverna. Yo mismo he ido hasta allí, y desde luego
no se puede ver nada más que un valle árido, repleto de enormes piedras negras.
Nada más, y nadie debe atreverse a ir más allá de la boca de la cueva.
—¡Vaya
por Dios! —exclamó Travers, encantado— ¿Oíste alguna vez a un mentiroso mayor?
Esto supera cualquier cosa que yo hubiera podido creer que existiera en este
siglo XIX. ¡Vamos, Brander! Esta vez tenemos suerte — y el impetuoso muchacho
bajó a la carrera colina abajo, conmigo pisándole los talones, dejando al
nativo totalmente anonadado tras nosotros.
"Al
pie de la colina entramos en el pequeño poblado. Un viejo de cabello canoso y
de aspecto bastante distinguido estaba cruzando el sendero frente a nosotros.
Travers se acercó a él y le preguntó el camino hacia la Caverna Hechizada. El
viejo se puso muy pálido por el asombro y la aprensión.
—La
Caverna Hechizada, hijo mío —dijo, con tono tembloroso— ¿No irán a ir allí?
—Sí,
allá vamos —dijo Travers, con los ojos bailando por la excitación. Era
maravillosa la energía vital que aquel chico, pues aun lo era, poseía—. ¡Y si
no nos explica usted el camino, lo hallaremos por nosotros mismos! — y siguió
adelante sin hacer caso del viejo, que extendió sus huesudas manos como para
detenerlo.
"Antes
de que pudiéramos salir del pueblo la noticia se había difundido de alguna
manera, y todos los habitantes del mismo, sabiendo que íbamos a explorar la
cueva, habían salido, muy excitados. Algunos deseaban detenernos por la fuerza,
hasta que Travers empezó a ponerse de mal humor, sacó su revólver y habló de
volar unas cuantas cabezas. Muchos reiteraron y enfatizaron alarmantes
advertencias y afirmaciones de que jamás regresaríamos. Todos nos contemplaban
con tremendo interés, y nos seguían muy de cerca, hasta que comenzamos a
aproximarnos al punto fatal, en donde dejaron, uno a uno o por grupos, de
acompañarnos, hasta que al final, a la entrada del barranco, hubimos dejado
atrás hasta a los espíritus más aventureros.
"Ciertamente,
se trataba de un punto extraño aquel al que habíamos llegado. El estrecho
sendero nos había llevado bastante repentinamente alrededor de una estribación
de la montaña, y ahora, mirásemos hacia donde mirásemos, las gigantescas rocas
se alzaban muy altas ante nosotros, hasta centenares de metros por encima,
formando inaccesibles paredes grises. El sol poniente estaba ahora demasiado
bajo para brillar en aquel lugar tan recogido, al que sus rayos solo podían
iluminar a mediodía, y el mismo aire parecía húmedo y frío. Nos hallábamos en
un valle totalmente cerrado por los farallones, que tenía una considerable
extensión, pero al que no se podía entrar por ningún otro camino más que por el
que nosotros habíamos llegado. El terreno era firme y liso, pero completamente
repleto de unas extrañísimas piedras negras de todas las formas y en todas las
posiciones, aunque de un tamaño bastante uniforme y un material muy similar.
Había algo macabro y espantoso en aquellas extrañas rocas negras, que se
acumulaban más densamente a medida que íbamos avanzando, hasta que al extremo
más lejano, donde un enorme agujero negro se abría ominoso en la pared de roca,
casi cerraban totalmente el camino.
"La
oscura caverna tenía un aspecto terriblemente hosco y amedrentador a la luz
poniente. Un arroyuelo surgía de su boca y corría entre las piedras. No
gorgoteaba y brillaba como la mayor parte de los arroyos de montaña, sino que
fluía silencioso, lento y apagado, reuniéndose en estanques en su rocoso curso.
Ningún pájaro cantaba en aquel lugar tétrico, ningún sonido del exterior
penetraba hasta allí. Todo era silencio, oscuridad y frío como en una tumba.
"A
pesar de todos mis esfuerzos, noté como el hechizo de aquel extraño lugar me
iba embargando, y un gélido estremecimiento me recorría la espina dorsal. El
sendero, cada vez más estrecho, solo permitía el paso en fila india, y yo iba
delante. Mis pasos se fueron haciendo cada vez más lentos, y finalmente me
detuve y volví para mirar a Travers y ver si él también estaba notando la
opresiva sensación de maldad que parecía flotar densa en el mismo aire. Pero en
su rostro solo se podía leer un éxtasis de ansia y dicha. Sus ojos negros
chisporroteaban de nuevo, sus mejillas estaban enrojecidas, su respiración era
apresurada y todo su cuerpo se estremecía por la excitación.
—¡Adelante,
Brander! —gritó—. ¿Por qué te paras, muchacho? Esto es maravilloso. Desde luego
tenemos suerte. ¿Viste alguna vez lugar como este? ¡Vamos, quiero llegar a esa
caverna!
"Me
sentí totalmente avergonzado y no pude confesar mi debilidad, pero ciertamente
a lo que temía cada vez más era a aquella caverna. Piense usted lo que piense,
señorita Baker, no me vanaglorio al decir que no soy ningún cobarde. He visto
muchos peligros, y los he corrido durante toda mi vida, pero hasta aquel
momento dudo que hubiera sabido lo que era el miedo. Pero entonces sí lo supe:
el miedo ciego e irracional que roba la fuerza de la mente y músculos y vacía
el corazón y paraliza todo pensamiento, dejando un único e irresistible
instinto de escapar... a cualquier lugar. Sin embargo, ante la ansia de
Travers, no me atrevía a mostrar mi terror. Por consiguiente, di la espalda a
la oscura caverna, que ahora se abría ante nosotros, y traté de temporizar.
—Travers
—dije—, ¿has visto alguna vez unas piedras tan extrañas como estas? ¿Cómo
supones que habrán llegado aquí? Son de un material muy distinto al de los
acantilados, así que no pueden haber caído de ellos.
—¡Al
infierno con las piedras! —dijo Travers—. No quiero mirarlas ahora. Quiero
entrar en esa caverna. ¡Rápido, antes que se haga oscuro — y, mientras yo aún
dudaba, me apartó a un lado, aprovechando un espacio algo más abierto que había
delante, casi en la boca de la caverna. No me atreví a abandonarlo, y corría
tras él tan rápido como podía, cuando repentinamente le oí gritar con un acento
que jamás había escuchado antes, y que espero no volver a oír nunca. Un grito
agudo y estridente, en el que se mezclaban la sorpresa, el asombro, la
repugnancia, la alarma y un espantoso horror: un grito de incredulidad, un
alarido de agonía, un chillido de desaliento.
—¡Mira,
Branden! ¡Mira! ¡Mira!
"Podría
haber jurado que cuando habló mi compañero estaba a plena vista, muy cerca de
mí, casi tocándome, aunque en aquel momento exacto mis ojos no le miraban. Pero
cuando volví la cabeza para responder a su grito, había desaparecido.
"Había
mantenido la mirada apartada solo durante un segundo, pero en aquel tiempo
había desaparecido totalmente de mi vista, desvaneciéndose como un relámpago,
ido a... ¿dónde? Una gran piedra negra se alzaba junto a mí, similar al resto
de las de aquel valle fantasmal. Y, sin embargo, podría haber jurado que no la
había visto antes allí. Coloqué mi mano sobre ella para mirar al otro lado y
ver si Travers estaba oculto detrás, y un estremecimiento que no pude explicar
recorrió mi brazo, pues noté la piedra caliente al tacto. No tuve en aquel
momento tiempo para analizar mi irrazonable horror ante aquella circunstancia
trivial; estaba demasiado ansioso por hallar a mi amigo. Corrí locamente entre
las piedras, grité su nombre una y otra vez, pero solo me contestaron extraños
ecos de mi grito, devueltos en innumerables resonancias por farallones y
cavernas.
"Seguí
mi búsqueda en un frenesí de desesperación, pues estaba seguro de que por
ningún medio natural había podido desaparecer Travers tan totalmente en un
espacio tan breve de tiempo. Un pánico ciego se apoderó de mí, y no supe lo que
hacía hasta que mis ojos cayeron repentinamente sobre un poco profundo charco
de agua recogido en un hueco de la roca, a mis propios pies. No tenía más de
cinco centímetros de profundidad, y apenas si un metro de ancho, pero en su
plácida superficie se reflejaba la roca que se alzaba tras él, y la abertura de
la caverna. Y también algo más que hizo que clavara horrorizado mis ojos en él,
y que mis pies se quedaran enraizados al suelo.
"Justamente
encima de la boca de la caverna había una estrecha cornisa de roca, que corría
horizontalmente, y tenía algunos centímetros de ancho. Sobre aquel estante
natural vi, reflejado en el agua, un deteriorado fragmento de piel de cabra,
putrefacto por el paso del tiempo, y que quizá en otro tiempo, muchos años
antes, hubiera estado envolviendo algo. Sobre el mismo, como si se hubiese
escapado de entre sus pliegues, descansaba una cabeza.
"Era
una cabeza humana, cortada por el cuello, pero fresca y coloreada como si
estuviese recién cercenada. Tenía las facciones de una mujer, de una mujer de
una belleza más perfecta de la que jamás se ha narrado en un relato, esculpido
en mármol o pintado en tela. Cada facción, cada línea, era de la más pura
belleza. Estaba fundida en el más noble de los moldes: era el rostro de una
diosa. Pero, sobre aquel perfecto semblante, se hallaba la señal del dolor
eterno, de una agonía no cortada por la muerte y un sufrimiento inenarrable. La
frente estaba fruncida y arrugada; los labios, blancos como la muerte, estaban
muy apretados en un tormento mudo; en los amplios ojos parecía brillar una
llama de un fuego inextinguible; mientras que alrededor de las hermosas sienes,
en lugar de cabellos, se hallaban enrollados los repugnantes cuerpos de
serpientes venenosas, congeladas por la muerte, pero con sus monstruosas formas
aun erectas, con sus malignas cabezas aun inclinadas hacia delante, como para
morder.
"Mi
corazón dejó de latir, y el frío de la muerte invadió mis extremidades,
mientras con ojos que se salían de sus órbitas miraba a la monstruosa cabeza
reflejada en el charco. Me pareció contemplarla fascinado durante horas, tal
cual queda encantado por el ojo de la serpiente el pájaro. No podía ni pensar
ni moverme, hasta que4, de pronto, una olvidada enseñanza de mis días escolares
comenzó a pasar por mi mente, y supe que estaba mirando el reflejo de la
Medusa, la Gorgona, la más hermosa y repugnante de las cosas vivas, el ser
impuro, medio mujer medio águila, aniquilado por el héroe Perseo, y cuya visión
convertía a los hombres en piedra, por el horror de lo que contemplaban.
"Sabía
que si alzaba mis ojos desde el reflejo hasta la misma cabeza situada allá
encima, yo también me transformaría en un instante en otro bloque negro, tal
como le había ocurrido al pobre Travers y a todos los demás que habían entrado
en el maldito valle. Y, mientras se me ocurría este pensamiento, el deseo de
levantar la vista y contemplar el verdadero objeto se hizo tan acuciante que
por simple deseo de supervivencia incliné mi rostro más y más hacia el agua,
hasta que casi parecí tocarla, y entonces perdí el sentido y ya no supe nada
más.
"Cuando
desperté al fin, la noche estaba muy avanzada, y una brillante luna, muy en lo
alto, dejaba caer su luz sobre el valle, revelando las paredes de piedra y las
rocas desparramadas con una fría brillantez que casi igualaba la luz del día.
Yo estaba congelado y rígido junto al charco, y alcé la vista asombrado,
incapaz de recordar, durante un momento, donde me hallaba o qué hacía allí.
Afortunadamente, daba la espalda a la caverna, y mientras paseaba mi vista por
el fantasmal y desierto paisaje, los acontecimientos del día anterior volvieron
repentinamente a mí en un estallido de terror.
"Mi
único pensamiento fue entonces huir de aquel maléfico lugar, y para lograr
hacerlo, decidí no volver a mirar al charco que tenía a mis pies por si la
terrible fascinación no se fuera a apoderar de nuevo de mí. No puedo explicarlo
lo que me costó seguir esta resolución, pero, con el valor de la desesperación,
seguí ciegamente hacia la entrada del barranco, deteniéndome únicamente un
instante para colocar mi mano sobre la piedra, ahora helada, que antes fue
Travers.
"¡Pobre
Travers! ¡Un tipo tan alegre y animoso! Siempre era el primero en los peligros,
la aventura, y las bromas. Lo ansioso que se había mostrado por resolver el
secreto del valle encantado, que ahora sería por siempre su tumba. Con qué
alegría y vigor había correteado unas horas antes por entre aquellas rocas, una
de las cuales, alzándose rígida junto a la multitud de sus compañeras, era al
mismo tiempo el monumento y única reliquia de un muchacho sin miedo, un
compañero alegre y un intrépido marino. ¡El buen amigo Travers! ¡Un chico bravo
y despreocupado! Desde luego, mi corazón estaba tremendamente apenado por su
trágico destino, y cuando reverentemente toqué la piedra, murmuré en la brisa
nocturna que soplaba por entre las rocas:
¡Adiós,
viejo amigo; duerme tranquilo!
"En
mi soledad y terror, me pareció que mi horrible camino nunca iba a terminar;
que, perdido en un laberinto, debería caminar por siempre en aquel valle. Pero
al fin, tras interminables horas, llegué al otro extremo del barranco, y, de
nuevo en terreno abierto, estiré mis tensos músculos y corrí, corrí sin cesar
hasta que llegué de nuevo al buque.
Entonces
el capitán hizo una pausa, supongo que más por necesidad de tomar aliento que
otra cosa.
—Prosiga,
capitán Brander —exclamé—. Aún no ha terminado. ¿Qué es lo que dijo al regresar
y cómo explicó lo del pobre Travers?
—Jovencita
—dijo el capitán Brander— Creo que ya le he contado bastante por esta tarde — y
entonces, al llegar un oficial a buscarle, me abandonó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario