Thomas Ligotti
En
un hermoso hogar de una hermosa zona de la ciudad (la localidad de Nolgate,
sede de la prisión estatal), el doctor Munck examinaba el periódico vespertino
mientras su mujer descansaba en un sofá cercano, hojeando perezosamente el
desfile de colores de una revista de moda. Su hija Norleen estaba arriba,
durmiendo ya, o quizá disfrutando a escondidas de una sesión nocturna con el
nuevo televisor en color que había recibido la semana anterior por su
cumpleaños. De ser así, la violación de la regla acerca de la hora de irse a la
cama pasó desapercibida debido a la gran distancia entre su cuarto y el salón,
donde los padres no oían sonido de desobediencia alguno. La casa estaba en
silencio. El vecindario y el resto de la ciudad también estaban en calma de varias
formas, todas ellas levemente molestas para la esposa del doctor. Pero de
momento Leslie solo se había atrevido a quejarse del letargo social del modo más
jocoso («otra emocionante velada en el retiro monacal de los Munck»). Sabía que
su marido estaba volcado en su nuevo puesto en aquel nuevo entorno. Aunque
quizá esa noche exhibiera algunos síntomas alentadores de desencanto con su
trabajo.
—¿Qué
tal te ha ido hoy, David? —preguntó, levantando su mirada radiante por encima
de la portada de la revista, donde otro par de ojos refulgían lustrosos y
satinados—. Durante la cena has estado muy callado.
—Más
o menos como siempre —respondió David, sin bajar el periódico local para mirar
a su mujer.
—¿Significa
eso que no quieres hablar de ello?
Él
dobló el periódico hacia atrás, revelando el torso.
—Sonaba
a eso, ¿no?
—Sí,
sin duda. ¿Estás bien? —preguntó ella, dejando la revista sobre la mesa de café
para ofrecerle toda su atención.
—Lo
que estoy es terriblemente indeciso —respondió el doctor, con una especie de
reflexión ausente.
—¿Alguna
indecisión en particular, doctor Munck?
—Todas,
más o menos —respondió.
—¿Preparo
algo de beber?
—Te
lo agradecería enormemente.
Leslie
se dirigió a otra parte del salón y, de un gran aparador, sacó algunas botellas
y dos vasos. De la cocina trajo cubitos de hielo en un cubo de plástico marrón.
Los sonidos de la elaboración eran inusualmente audibles en aquel silencio. Las
cortinas estaban echadas en todas las ventanas salvo la de la esquina, donde
posaba una escultura de Afrodita. Más allá de la ventana había una calle
desierta iluminada por las farolas, y un trozo de luna sobre el opulento
follaje primaveral de los árboles.
—Tenga,
doctor —dijo Leslie, ofreciéndole un vaso de base muy gruesa e imperceptiblemente
ahusado hacia el borde.
—Gracias,
no sabes la falta que me hacía.
—¿Por
qué? ¿No te van bien las cosas en el trabajo?
—¿Te
refieres al trabajo en la penitenciaría?
—Sí,
claro.
—Podrías
decir «en la penitenciaría» de vez en cuando. No hablar siempre en abstracto.
Reconocer abiertamente el entorno profesional que he elegido, mi...
—Muy
bien, muy bien. ¿Qué tal te han ido las cosas en esa cárcel maravillosa,
cariño? ¿Mejor así? —Se detuvo y dio un buen trago a su copa, antes de calmarse
un poco—. Siento el sarcasmo, David.
—No,
me lo merecía. Te estoy echando la culpa por haber comprendido hace mucho algo
que yo mismo me niego a admitir.
—¿Y
que es...? —lo animó ella.
—Que
tal vez no fue la decisión más inteligente la de mudarnos aquí y cargar esta
misión sacrosanta sobre mis hombros de psicólogo.
Este
comentario era una indicación de un desencanto mucho más profundo de lo que
Leslie había deseado. Pero, de algún modo, aquellas palabras no la habían
alegrado como creía que harían. A lo lejos oía ya las furgonetas de la mudanza
acercándose a la casa, pero el sonido ya no le parecía tan maravilloso como
antes.
—Decías
que querías hacer algo más que tratar neurosis urbanas. Algo más significativo,
más desafiante.
—Lo
que quería, a mi modo masoquista, era un trabajo ingrato, imposible. Y lo
conseguí.
—¿Tan
malo es? —preguntó Leslie, sin creer del todo que hubiera hecho la preguntas
con un escepticismo alentador tal ante la gravedad real de la situación. Se
felicitó por colocar la autoestima de David por encima de su propio deseo de un
cambio de aires, por importante que lo considerara.
—Me
temo que sí. Cuando visité por primera vez la sección psiquiátrica de la
penitenciaría y conocí a los otros doctores, me juré que no me haría tan desesperanzado
y cruelmente cínico como ellos. Las cosas serían diferentes conmigo. Parece que
me sobrevaloré, pero mucho. Hoy, uno de los enfermeros volvió a ser apaleado
por dos de los prisioneros, perdón, «pacientes». La semana pasada fue el doctor
Valdman; por eso estuve tan bajo en el cumpleaños de Norleen. De momento he
tenido suerte, lo único que hacen es escupirme. Por lo que a mí respecta,
pueden pudrirse todos en ese agujero infernal.
David
sintió cómo sus palabras alteraban la atmósfera del salón, contaminando la
serenidad de la casa. Hasta entonces su hogar había sido un refugio insular
alejado de la polución de la prisión, una imponente estructura fuera de los
límites de la ciudad. Ahora su imposición psíquica trascendía los límites de la
distancia física. Las distancias interiores se constreñían, y David sentía cómo
los gruesos muros de la penitenciaría oscurecían el acogedor vecindario.
—¿Sabes
por qué he llegado tarde esta noche? —preguntó a su esposa.
—No.
¿Por qué?
—Porque
tuve una charla más que extensa con un tipo que aún no tiene nombre.
—¿Ese
del que me contaste que no le ha dicho a nadie de dónde es o cómo se llama de
verdad?
—Ese.
No es más que un ejemplo de la perniciosa monstruosidad de ese lugar. Es peor
que una bestia, que un animal rabioso. Una agresión demente, ciega... pero
astuta. Debido a ese jueguecito suyo del nombre, fue clasificado como
inadecuado para la población reclusa normal, de modo que nos lo mandaron a la
sección psiquiátrica. Pero según él tiene muchos nombres, no menos de mil,
ninguno de los cuales ha consentido en pronunciar en presencia de nadie. Desde
mi punto de vista, en realidad no tiene necesidad alguna de un nombre humano.
Pero nos lo han endilgado, sin nombre y todo.
—¿Lo
llamas así, «sin nombre»?
—Pues
quizá deberíamos hacerlo, pero no.
—¿Y
cómo lo llamáis entonces?
—Bueno,
fue condenado como John Doe, y desde entonces todos lo llaman así. Aún está por
descubrir alguna documentación oficial sobre él. Ni sus huellas ni su
fotografía se corresponden con ningún registro de condenas previas. Sé que lo
detuvieron en un coche robado estacionado frente a una escuela primaria. Un
vecino observador informó de él como un tipo sospechoso al que se veía a menudo
por la zona. Supongo que todos estaban alerta después de las primeras
desapariciones en el colegio, y la policía lo vigilaba mientras llevaba a una
nueva víctima al coche. Fue entonces cuando lo pescaron. Pero su versión de la
historia es un poco distinta. Dice que era plenamente consciente de que lo
perseguían y que esperaba, incluso deseaba, ser arrestado, sentenciado y
confinado en la penitenciaría.
—¿Por
qué?
—¿Por
qué? ¿Por qué preguntar por qué? ¿Por qué pedirle a un psicópata que explique
sus motivaciones, si no se logra más que hacerlo todo más confuso? Y John Doe
es aún más inescrutable que la mayoría.
—¿A
qué te refieres? —preguntó Leslie.
—Te
lo puedo explicar narrando una pequeña escena de una entrevista que he tenido
hoy con él. Le he preguntado si sabía por qué estaba en prisión. «Por retozar»,
me ha dicho. «¿Qué significa eso?», le pregunto. Su respuesta: «Eso, so, so, so
borrico». Esa musiquilla infantil me sonó en cierto modo como si imitara a sus
víctimas. Para entonces ya había tenido bastante, pero fui lo bastante
insensato para proseguir la entrevista. «¿Sabes por qué no puedes marcharte de
aquí?», le pregunto calmadamente, como una variación cutre de mi pregunta
original. «¿Quién ha dicho que no puedo? Me iré cuando me apetezca. Pero aún no
me apetece». Por supuesto, le pregunto: «¿Por qué no quieres?» «Acabo de
llegar», me dice. «Creo que me viene bien un descanso después de tanto retozar.
Pero quiero estar con todos los demás. Es una atmósfera incuestionablemente
estimulante. ¿Cuándo podré ir con ellos, cuándo?».
»¿Te
lo puedes creer? Pero sería cruel ponerlo con la población reclusa normal, por
no decir que él no merece su crueldad. En interno medio detesta el tipo de
delito de Doe, y no es posible predecir qué sucedería si lo pusiéramos ahí y
los otros descubrieran por qué había sido condenado.
—Entonces,
¿va a pasarse el resto de la sentencia en la sección psiquiátrica? —preguntó
Leslie.
—Él
no lo cree. Piensa que puede irse cuando quiera.
—¿Y
puede? —preguntó Leslie con una firme ausencia de humor en la voz.
Aquel
había sido siempre uno de sus mayores temores al mudarse a aquella ciudad: que
a todas horas del día y de la noche había demonios horrendos planeando escapar
a través de lo que a ella se le imaginaban como muros de papel. Criar a una
hija en un entorno así era otra de las objeciones al trabajo de su marido.
—Ya
te lo he dicho, Leslie, en esa cárcel ha habido poquísimas fugas con éxito. Y
si un preso logra superar los muros, su primer impulso suele ser el del instinto
de conservación, por lo que intentaría alejarse de aquí todo lo posible. Por
eso, en caso de fuga éste sería probablemente el lugar más seguro. De todos modos,
la mayoría de los huidos son atrapados a las pocas horas.
—¿Y
qué hay de un prisionero como John Doe? ¿Tiene él este impulso del «instinto de
conservación»?, o ese preferiría quedarse por aquí para hacerle daño a alguien?
—No
es habitual que los prisioneros así se fuguen. Suelen dedicarse a darse golpes
contra las paredes, no a saltarlas. ¿Entiendes lo que te digo?
Leslie
dijo que así era, pero aquello no rebajó lo más mínimo la fuerza de sus miedos,
que tenían su fuente en una prisión imaginaria de una ciudad imaginaria, y
donde podía suceder cualquier cosa mientras se tratara de algo repulsivo. La
morbidez nunca había sido uno de sus puntos fuertes, y detestaba aquella
intrusión en su carácter. Y, pese a lo presto que estaba siempre David a
insistir en la seguridad del presidio, también él parecía profundamente
inquieto. Ahora se sentaba muy quieto, sujetando su bebida entre las rodillas,
como si estuviera escuchando algo.
—¿Qué
sucede, David? —preguntó Leslie.
—Creí
haber oído... un sonido.
—¿Un
sonido como qué?
—No
lo puedo describir con exactitud. Un ruido lejano.
Se
incorporó y miró alrededor, como si quisiera ver si el sonido había dejado alguna
prueba comprometedora en la quietud de la casa, quizá una pegajosa huella
sonora.
—Voy
a ver a Norleen —dijo David, depositando con brusquedad el vaso sobre la mesa,
junto a la silla, salpicando la bebida. Atravesó el salón, recorrió el pasillo,
subió los tres tramos de la escalera y cruzó el pasillo superior. Al contemplar
el cuarto de su hija vio su figura diminuta descansando plácidamente, mientras
abrazaba en su sueño a un Bambi de peluche. En ocasiones seguía durmiendo con
un compañero inanimado, aunque ya se estaba haciendo un poco mayor para ello.
Pero su padre psicólogo se cuidaba de no cuestionar su derecho a aquel solaz
pueril. Antes de dejar la habitación, el Dr. Munck bajó la ventana, que estaba
parcialmente abierta a la cálida noche primaveral.
Cuando
volvió al salón transmitió el mensaje maravillosamente rutinario de que Norleen
dormía sin problemas. Con un gesto que contenía leves tonos de alivio
celebrante, Leslie preparó dos nuevas copas, tras lo que dijo:
—David,
antes comentabas que tuviste una «charla más que extensa» con ese John Doe. No
es curiosidad morbosa ni nada así, pero, ¿has conseguido alguna vez que revele
algo acerca de sí mismo?
—Sin
duda —respondió el doctor Munck, jugueteando con un cubito de hielo en la boca.
Su voz era ahora más relajada—. Me lo dijo todo acerca de sí mismo, y en
apariencia era todo un sinsentido. Le pregunté, como si no fuera en realidad
conmigo, de dónde era. «De ningún lugar», respondió como un psicópata simplón.
«¿De ningún lugar?», tanteé. «Sí, precisamente de ahí, herr Doktor». «¿Dónde
naciste?», le pregunté con otra brillante alternativa de la cuestión. «¿A qué
tiempo, po-po-podías referirte?», replicó, y así. Podría seguir con esta
cháchara hasta...
—Imitas
muy bien a ese John Doe.
—Muchas
gracias, pero no podría mantenerlo mucho tiempo. No sería fácil imitar todas
sus voces diferentes y todos sus niveles de falta de articulación. Podría ser
algo que se acercara a la personalidad múltiple. No lo tengo claro. Tendría que
revisar la cinta de la entrevista para ver si aparece algún patrón coherente,
posiblemente algo que los detectives pudieran usar para establecer la identidad
de ese hombre, si es que le queda alguna. La parte trágica es que, por supuesto,
en lo que concierne a las víctimas de los crímenes de Doe toda esta información
sería totalmente inútil..., y lo mismo en lo que a mí respecta, en realidad. No
soy un esteta de la patología. Nunca he tenido la ambición de estudiar la
enfermedad en sí misma, sin efectuar alguna clase de mejora, sin tratar de
ayudar a alguien al que le encantaría verme muerto, o algo peor. Antes creía en
la rehabilitación, puede que con demasiada ingenuidad e idealismo. Pero esa
gente, esas... cosas de la prisión son solo una horrible mancha de la
existencia. Que se vayan al infierno —concluyó, bebiéndose su copa hasta que
los cubitos empezaron a tintinear.
—¿Quieres
otro? —le preguntó Leslie con un tono suave y terapéutico.
David
le sonrió, purgado en parte por el estallido anterior.
—Venga,
emborrachémonos.
Leslie
le recogió el vaso para rellenarlo. Pensaba que ahora había algo que celebrar.
Su marido no iba a dejar su trabajo por una sensación de fracaso e ineficacia,
sino por furia. La furia se convertiría en resignación, la resignación en
indiferencia, y después todo sería como siempre; podrían largarse de aquella
ciudad penitenciaria y volver a casa. De hecho, podrían mudarse a donde
quisieran. Puede que antes se tomaran unas largas vacaciones, para que Norleen
conociera un lugar soleado. Leslie pensaba todo esto mientras preparaba las
copas en la quietud de aquel hermoso salón. Aquel silencio ya no era indicación
de un mudo estancamiento, sino un preludio delicioso de los prometedores días
venideros. La felicidad indistinta ante el futuro resplandecía en su interior,
acompañada por el alcohol; sentía la gravedad de las agradables profecías.
Quizá fuera aquel el momento para tener otro hijo, un hermanito para Norleen.
Pero eso podía esperar un poco más. Ante ellos se abría una vida de
posibilidades, aguardando sus deseos como un genio distinguido y paternal.
Antes
de volver con las bebidas, Leslie se dirigió a la cocina. Tenía algo que quería
dar a su marido, y aquel era el momento perfecto. Una pequeña muestra para
enseñarle a David que, aunque su trabajo había resultado ser un triste
desperdicio de sus esfuerzos, ella lo había apoyado a su modo. Con un vaso en
cada mano, sostenía bajo el codo izquierdo la cajita que había recogido de la
cocina.
—¿Qué
es eso? —preguntó David, tomando su copa.
—Algo
para ti, amante del arte. Lo compré en esa tiendecita donde venden cosas hechas
por los presos de la penitenciaría. Cinturones, bisutería, ceniceros, ya sabes.
—Ya
sé —dijo David con una inhabitual falta de entusiasmo—. No sabía que nadie
comprara estas cosas.
—Yo,
por lo menos. Creía que ayudaría a apoyar a los reos que están haciendo algo...
creativo, en vez de... Bueno, en vez de cosas destructivas.
—La
creatividad no es siempre una indicación de bondad, Leslie —la reconvino David.
—Espérate
a verlo antes de juzgarlo —dijo ella, abriendo la tapa de la caja—.Ten. ¿No es
bonito? —Puso la pieza sobre la mesilla.
El
doctor Munck se precipitó hacia esa sobriedad que solo es posible alcanzar si
se llega desde una cima alcohólica. Miró el objeto. Claro que lo había visto
antes, había contemplado cómo era amasado con ternura, acariciado por manos
creativas, hasta que sintió mareos y no pudo seguir mirando. Era la cabeza de
un joven, descubierta en una arcilla gris e informe, y con una pátina azul y
resplandeciente. El trabajo irradiaba una belleza extraordinaria e intensa. La
cara expresaba una especie de serenidad extática, la simplicidad laberíntica de
la mirada de un visionario.
—Bueno,
¿qué te parece? —preguntó Leslie.
David
miró a su mujer y dijo con solemnidad:
—Por
favor, devuélvelo a la caja y líbrate de eso.
—¿Liberarme
de esto? ¿Por qué?
—¿Por
qué? Porque sé cuál de los presos hizo esa cosa. Estaba muy orgulloso de ella,
e incluso me vi obligado a expresar un cumplido por la manufactura. Era
evidentemente notable. Pero entonces me dijo quién era el chico. Esa expresión
pacífica, azul como el cielo, no estaba en la cara del chico cuando lo
encontraron tirado en un campo hace seis meses.
—No,
David —dijo Leslie, negando prematuramente la revelación que esperaba de su
marido.
—Ésta
fue su último, y según él el más memorable, «retozo».
—Oh,
Dios mío —murmuró Leslie con suavidad, llevándose la mano derecha a la mejilla.
Entonces, con ambas manos, devolvió poco a poco al chico azul a la caja—. Lo
devolveré a la tienda —dijo muy bajo.
—Hazlo
pronto, Leslie. No sé cuánto tiempo seguiremos viviendo aquí.
En
el incómodo silencio posterior, Leslie pensó brevemente en la realidad de su
partida de la ciudad de Nolgate, de su huida, ahora expresada abiertamente, una
realidad definida. Dijo:
—David...
¿Habló... habló de las cosas que hizo? Me refiero a...
—Sé
a qué te refieres. Sí, lo hizo —respondió el doctor Munck con seriedad profesional.
—Pobre
David —se compadeció Leslie.
—En
realidad no fue tan duro. Las conversaciones que tuvimos podrían incluso
considerarse estimulantes, desde un punto de vista cínico. Describía su «retozar»
de un modo irreal y muy imaginativo que no siempre resultaba repulsivo. La
extraña belleza de esa cosa de la caja, aunque sea perturbadora, es un cierto
reflejo del lenguaje que emplea al hablar de esos pobres chicos. A veces no
podía evitar sentirme fascinado, aunque puede que estuviera protegiendo mis
sensaciones con un distanciamiento profesional. A veces es necesario alejarse,
aunque eso signifique ser un poco menos humano.
»En
cualquier caso, nada de lo que dijo era gráficamente enfermizo, no como puedas
imaginarlo. Cuando me habló de su «último y más memorable retozo», lo hizo con
un fuerte sentido de asombro, con nostalgia, por chocante que pueda sonarme
ahora. Parecía una especie de... añoranza, pero de un «hogar» que era un ruina
execrable de su mente podrida. Su psicosis había creado una blasfemo cuento de
hadas que para él existe de un modo poderoso y nítido, y a pesar de la grandeza
demente de su millar de nombres, en realidad se ve solo como una figura menor
en este mundo, como un mediocre cortesano en un espantoso reino de horrores.
Esto es realmente interesante cuando consideras la magnificencia egoísta que
muchísimos psicópatas se atribuirían en un mundo imaginario y sin límites en el
que pudieran representar cualquier papel. Pero no así John Doe. Él es un medio
demonio comparativamente perezoso de un lugar, un No Lugar, donde el caos
confuso es la norma, un estado en el que él medra con gula. Lo que sirve como
adecuada descripción de la economía metafísica del universo de un psicópata.
»Y
en el mundo onírico que describe existe una geografía poética. Habló de un
lugar que sonaba como los callejones de una especie de barrios bajos cósmicos,
un callejón sin salida intradimensional, lo que podría ser indicativo de que
Doe creció en un gueto. De ser así, su locura ha transformado los recuerdos de
este gueto en un reino que combina la realidad banal de las calles con un
paraíso psicopático. Aquí es donde se da a sus «retozos» con lo que él llama
«su fascinada compañía», un lugar que probablemente sea un edificio abandonado,
o incluso una alcantarilla conveniente. Digo esto porque menciona repetidamente
un «alegre río de desechos» y unos «montones angulosos en las sombras», que sin
duda son transmutaciones dementes de un yermo literal. Menos comprensibles son
sus recuerdos de un pasillo iluminado por la luna en el que hay espejos que
gritan y ríen, de picos oscuros de alguna clase que no permanecen quietos, de
una escalera que está «rota» de un modo extraño, aunque esto último encaja con
el pasado de un barrio deprimido.
»Pero
a pesar de todos estos detalles oníricos de la imaginación de Doe, la evidencia
mundana de sus retozos sigue apuntando a un crimen de horrores tan familiares
como terrenos. A una atrocidad corriente. Doe asegura con consistencia que a
posteriori hizo que las pruebas apuntaran a eso deliberadamente, que aquello a
lo que se refiere en realidad con «retozos» es un tipo de actividad muy
distinta, incluso opuesta al crimen por el que fue condenado. Es probable que
este término tenga alguna asociación privada enraizada en su pasado.
El
doctor Munck hizo una pausa y agitó los cubitos de hielo en su vaso vacío. Leslie
parecía haberse encerrado en sí misma mientras él hablaba. Había encendido un
cigarrillo y estaba recostada sobre el brazo del sofá, con las piernas sobre
los cojines, de modo que las rodillas apuntaban a su marido.
—Deberías
dejar de fumar, de verdad —le dijo.
Leslie
bajó la mirada como una niña reprendida.
—En
cuanto nos mudemos, lo prometo. ¿Trato hecho?
—Trato
hecho —dijo David—. Y tengo otra propuesta. Primero déjame decirte que he
decidido entregar mañana por la mañana mi carta de dimisión.
—¿No
es un poco pronto? —preguntó Leslie, esperando que no fuera así.
—Te
aseguro que nadie se va a sorprender mucho. No creo ni que les importe. En
cualquier caso, mi propuesta es que mañana cogemos a Norleen y alquilamos una
vivienda al norte, para unos días. Podríamos montar a caballo. ¿Te acuerdas lo
bien que se lo pasó el verano pasado? ¿Qué me dices?
—Suena
bien —aceptó Leslie con un profundo brillo de entusiasmo—. Pero que muy bien.
—Y
de vuelta podríamos dejarla con tus padres. Puede quedarse allí mientras nos
encargamos de los asuntos de la mudanza, de encontrar algún apartamento
temporal. No creo que les importe tenerla una semana, ¿no?
—No,
claro que no, les encantará. ¿Pero por qué tanta prisa? Norleen sigue en el
colegio, ya lo sabes. Igual tendríamos que esperar a que terminara el curso.
Solo queda un mes.
David
permaneció un momento en silencio, como si estuviera ordenando sus ideas.
—¿Qué
pasa? —preguntó Leslie, con el más leve asomo de ansiedad en su voz.
—No,
no pasa nada, de verdad. Pero...
—¿Pero
qué?
—Bueno,
tiene que ver con la penitenciaría. Ya sé que sonaba muy orgulloso al decirte
lo seguros que estamos ante cualquier fuga, y sigo manteniéndolo. Pero ese
preso del que te he hablado es muy extraño, como sin duda habrás comprobado. Es
sin duda un psicópata criminal..., pero también es algo más.
Leslie
preguntó a su marido con los ojos.
—Creía
que decías que se dedicaba a darse contra las paredes, no a...
—Sí,
gran parte del tiempo es así. Pero a veces, bueno...
—¿Qué
intentas decirme, David? —preguntó Leslie inquieta.
—Es
algo que Doe dijo cuando hablaba hoy con él. Nada realmente definido, pero me
sentiría infinitamente más cómodo si Norleen se quedara con tus padres mientras
nos organizamos.
Leslie
encendió otro cigarrillo.
—Dime
qué es eso que te preocupa tanto —pidió con firmeza—. Yo también debería
saberlo.
—Cuando
te lo diga, probablemente pensarás que yo también estoy un poco loco. Pero tú
no has hablado con él. El tono, o más bien los muchos tonos distintos de su voz,
las expresiones cambiantes de aquella cara chupada... Durante buena parte del
tiempo que estuve con él tuve la sensación de que estaba más allá de mí, en
cierto modo, aunque no sé exactamente cómo. Estoy convencido de que era el
comportamiento de rigor del psicópata, para intentar asustar al doctor. Le da
una sensación de poder.
—Cuéntame
qué es lo que dijo —insistió Leslie.
—Muy
bien, te lo diré. Como te he dicho, probablemente no sea nada. Pero hacia el
final de la entrevista de hoy, cuando hablábamos de esos chavales, y de los
chicos en general, dijo algo que no me gusta nada. Lo hizo con un acento afectado,
escocés esta vez, y con algo de alemán. Dijo: «¿No tendrá usted también una
mujercita malandra y una chiquita pequeña, no, profesor von Munck?». Después me
sonrió en silencio.
»Ahora
estoy seguro de que intentaba deliberadamente ponerme nervioso, pero sin más
propósito en mente.
—Pero
lo que dijo, David: «y una chiquita pequeña»...
—Gramaticalmente,
por supuesto, hubiera sido más adecuado «o», pero estoy seguro de que no tenía
más intención.
—No
le habrás dicho nada de Norleen, ¿no?
—Claro
que no. Esa no es precisamente la clase de cosas que trataría con esa... gente.
—Entonces,
¿por qué lo dijo así?
—No
tengo ni idea. Tiene una clase de inteligencia muy rara, habla gran parte del
tiempo con vagas sugerencias, incluso con chistes sutiles. Puede que haya oído
cosas sobre mí de otra gente, supongo. Pero de todos modos, podría ser solo una
coincidencia inocente. —Miró a su mujer esperando su comentario.
—Probablemente
tengas razón —aceptó Leslie con un deseo ambivalente de creer en esta
conclusión—. Pero de todos modos, creo entender por qué quieres que Norleen se
quede con mis padres. No porque pudiera pasar nada...
—No,
en absoluto. No hay motivo para pensar que nada pudiera suceder. Puede que sea
uno de esos casos en los que el paciente consigue superar al doctor, pero en
realidad no me preocupa demasiado. Cualquier persona razonable se asustaría un
tanto después de pasar un día tras otro en el caos y el peligro psíquico de ese
lugar. Los asesinos, los violadores, lo peor de lo peor. Es imposible llevar
una vida familiar normal mientras se trabaja en esas condiciones. Ya viste cómo
estaba en el cumpleaños de Norleen.
—Lo
sé. No es el mejor sitio para criar a un hijo.
David
asintió lentamente.
—Cuando
pienso en cómo estaba cuando fui a verla hace un rato, abrazada a uno de esos
cinturones de seguridad de peluche suyos... —Tomó un sorbo de su bebida—. Era
uno nuevo. ¿Lo compraste hoy?
Leslie
lo miró inexpresiva.
—Lo
único que compré fue esto —dijo, señalando la caja sobre la mesilla de café—.
¿A qué te refieres con «uno nuevo»?
—Al
Bambi de peluche. Puede que lo tuviera de antes y nunca me hubiera fijado
—dijo, rechazando en parte aquel asunto.
—Pues
si lo tenía de antes no fue por mí —dijo Leslie muy resuelta.
—Ni
por mí.
—No
recuerdo que lo tuviera cuando la metí en la cama —dijo Leslie.
—Pues
lo tenía cuando fui a verla después de oír...
David
se detuvo con una mirada de intensa concentración, una indicación de una
búsqueda interior frenética.
—¿Qué
pasa, David? —preguntó Leslie, fallándole la voz.
—No
estoy muy seguro. Es como si supiera algo y lo ignorara al mismo tiempo.
Pero
el doctor Munck comenzaba a saber. Con la mano izquierda se cubrió la nuca,
calentándola. ¿Había corriente en la casa? Aquella no era una casa con muchas corrientes,
ni en un estado tal que el viento se colara a través de los tableros del tejado
y los cercos de las ventanas. Pero el viento era perceptible, podía oírlo
acechando en el exterior, y alcanzaba a ver los árboles inquietos a través de
la ventana detrás de la escultura de Afrodita. La diosa posaba lánguida con la
cabeza inmaculada echada hacia atrás, contemplando con ojos ciegos el techo, y
más allá. ¿Pero más allá del techo? ¿Más allá del sonido huevo del viento, frío
y muerto? ¿Y la corriente?
¿Qué?
—David,
¿sientes una corriente? —preguntó su mujer.
—Sí
—respondió él muy alto, con una fuerza inusual—. Sí —repitió, levantándose de
la silla, cruzando el salón, acelerando sus pasos hacia las escaleras, subiendo
los tres tramos, corriendo ya por el pasillo de la planta alta.
—Norleen,
Norleen —canturreaba antes de alcanzar la puerta medio cerrada del dormitorio.
Podía sentir la brisa procedente de allí.
Lo sabía y no lo sabía.
.
Buscó
a tientas el interruptor de la luz. Estaba muy abajo, a la altura de un niño.
Encendió. La niña había desaparecido. Al otro lado del cuarto, la ventana estaba
muy abierta, las cortinas blancas, traslúcidas, se agitaban ante el viento invasor.
Sobre la cama estaba, solo, el animal de peluche, desgarrado, cubriendo el
colchón de suaves entrañas. En su interior había ahora, floreciendo como un
capullo, un trozo de papel, y el doctor Munck pudo distinguir entre los pliegues
un fragmento del encabezado del papel oficial de la penitenciaría. Pero la nota
no era un mensaje impreso con algún asunto oficial. La caligrafía variaba desde
una escritura cursiva y clara hasta el garrapateo de un niño. Miró desesperado
las palabras durante lo que pareció un tiempo infinito, antes de comprender el
mensaje. Entonces, por fin, lo aprehendió.
«Doctor
Munck», decía la nota del interior del animal, «dejamos esto atrás, en sus
capaces manos, pues a las cunetas y callejones de negra espuma del paraíso, a
la húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano galáctico, a los huecos
remolinos perlados de mares como cloacas, a las ciudades sin estrellas de la
locura y a sus suburbios... mi cervatillo fascinado y yo hemos ido a retozar.
Nos veremos pronto. Jonathan Doe».
—¿David?
—oyó a su mujer preguntar desde la base de la escalera—. ¿Está todo bien?
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