Yukio Mishima
El
10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba
celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había
invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura,
Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de
casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Estas
señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto"
y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que
alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al
convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.
Para
aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los
brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas.
Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.
Mientras
la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del
anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel
un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido
inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó,
pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que
luego haría algo al respecto.
Los
platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que
prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la
torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho
ubicado a sus espaldas.
El
problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación
producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a
la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el
tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se
congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada
tarea de encender cuarenta y tres velitas.
Tampoco
podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar,
apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo
suscitó no pocos comentarios risueños.
Después
del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada
del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su
respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante
considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.
La
torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado,
salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar
cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.
En
la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta
cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas
de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus
platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego,
cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía,
comieron sus porciones.
Aquélla
no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación
en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era
excelente.
La
señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad,
recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan
displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido.
Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía
perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su
intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.
—No
es nada... Un segundo, por favor... —repuso a las cariñosas preguntas de sus
amigas.
Pese
a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y
revisaron el mantel y el piso.
La
señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente
deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una
situación tan desagradable por el extravío de una perla.
La
señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:
—¡Eso
fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me
sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté
y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta.
Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a
riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una
perla, no puedo sino pedirte perdón.
Este
anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de
un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora
Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban
y se la comió.
—Mmmm
—comentó—, ¡ésta tiene gusto a perla!
En
esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la
risa general, quedó totalmente olvidado.
Al
finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con
ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la
señora Azuma dijo:
—¡No
puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto?
Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas
palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que
fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una
acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una
perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era
ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello
en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.
—Pero,
¡por favor! —protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el
rostro de la señora Azuma—. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!
—No
es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue
suficiente para mí.
La
confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero,
sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras
la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó
la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de
sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una
perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general
causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos
esa posibilidad.
Revisó
mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún
momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo,
si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.
La
señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia
otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda
de que —quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos— en uno o
dos días es fácil recuperarla.
Y
junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron
transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había
vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto,
pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la
culpa del asunto para proteger a una amiga.
Mientras
tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección,
retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura
abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho
durante toda la reunión.
Al
tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba
hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora
Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.
La
señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus
relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba
compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco
agradables para ella.
Afortunadamente
la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del
súbito sobresalto de su acompañante.
Sorprendida
por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo
había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por
su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un
acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias,
lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo
contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que
se tratara de una perla —o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni
demasiado caro— contribuía a hacer su posición más ambigua.
Resolvió,
pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible
desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan
bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.
La
señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en
aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se
detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.
Una
vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca
determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma.
Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso
momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.
En
el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir
su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había
rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que
la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo,
concibió un plan malicioso.
Mientras
las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del
bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la
silla vecina.
Desamparada,
en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi,
la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.
En
primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su
conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás
habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por
otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas
sobre ella misma.
No
obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla,
desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo
pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas
y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca
de esta posibilidad.
Fue
entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan
magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría
del riesgo de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró
el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al
conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la
perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez
efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.
El
plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora
Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su
anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al
tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la
señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba
aceptar la señora Matsumura.
La
señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger
a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por
una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero,
al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está
totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y
luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"
Con
esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la
infamia de la sospecha y de igual manera —mediante un pequeño desembolso— de
los remordimientos de una conciencia intranquila.
Volvamos
a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose
lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo
tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería
demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues,
necesario que la perla apareciera de alguna manera.
En
resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos
su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente
demostrada.
Si
esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la
perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.
La
habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al
cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con
ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una
perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas
plateadas de la torta.
Llamó
por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había
descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la
señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan
amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?
Para
sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco
verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.
La
señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada
de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la
señora Matsumura había deseado que pensara.
Se
sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga,
acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.
La
señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a
último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No
dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus
amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era
demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.
En
el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de
saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y
locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.
La
señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia
cierta que no se había tragado la perla.
Había
sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la
fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de
aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido
cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la
peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar
por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la
intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al
descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e
impulsiva en un grave desorden mental.
Por
su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se
hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera
verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma
haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la
sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más
de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora
Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si
la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar
tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de
los actores de segundo orden.
Pero
retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y
después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió
algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos
del incidente.
Estaba
segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera
sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo
que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto
más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse
en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en
un bolso cerrado?
En
aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple
detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de
su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado
la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de
las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin
duda, la detestable señora Yamamoto.
Con
los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la
señora Yamamoto.
Al
verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la
había llevado hasta allí y preparó su defensa.
Desde
el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue
inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.
—Has
sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa —comenzó la señora Matsumura.
—¿Por
qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es
porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? —la señora Yamamoto
se mantenía en una rígida compostura.
La
señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo
sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin
proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias
para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora
Yamamoto.
Ésta
guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla
traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había
preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.
—No
pensaba que me odiaras tanto —la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los
ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no
dejarse ablandar por las lágrimas.
—Bueno,
voy a decirte algo que jamás pensé decir —continuó la señora Yamamoto—. No voy
a mencionar nombres, pero una de las invitadas...
—¿Con
eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?
—Por
favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las
invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo,
inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi
desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría
siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más
palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte!
Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta
franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...
—Comprendo.
Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las
señoras presentes, ¿verdad?
—¿Culpar
a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el
herir a alguien...
—Está
bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías
haber mencionado todo esto en el taxi.
—Probablemente
lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla
cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin
decir una palabra!
Por
primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.
—¿Comprendes,
entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.
La
señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.
—Si
vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas
esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.
Al
escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.
—Gracias
a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán... —sollozó.
Para
la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió
firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar
el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo
de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.
Para
ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto,
el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de
alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en
apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un
acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la
señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante
en la culpa de la señora Yamamoto.
—Tenemos
naturalezas diferentes —continuó la señora Yamamoto entre lágrimas— y no puedo
negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es
espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja
contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será
la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto.
En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.
Una
vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza
sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.
Al
contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de
su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora
Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.
Cuando,
después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza
nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible
aun para su visitante.
Un
poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la
silla.
—Esto
no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como
antes.
Al
hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó
una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la
perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la
boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla
con un sorbo de té de Ceilán frío.
La
señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido
sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse
una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la
desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.
Sin
embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente
conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había
disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la
hacían considerarla ahora como a una santa.
Los
ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de
la señora Yamamoto.
—Te
ruego que me perdones —dijo—, me he equivocado.
Lloraron
juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel
momento, las mejores amigas.
Cuando
la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora
Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora
Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo
explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.
Fuera
como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió
a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran
engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin
ulteriores incidentes.
Al
poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando
alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de
siempre.
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