Henry James
En
medio de la conversación salió a relucir el nombre de una dama, desconocida
para mí, y alguien inquirió si estábamos enterados de la enigmática forma en que
acababa de “forrarse”: la suerte que repentinamente había iluminado el gris
atardecer de su existencia, oscura y solitaria. Inicialmente nos vimos
reducidos, en nuestra ignorancia, a una cochina envidia; pero la anciana Lady
Emma, que durante un rato no dijo nada y ni siquiera pareció escuchar,
limitándose a dejar que nuestras cábalas, bastante lejanas de la verdad,
amainaran por sí solas, emergió de su mutismo para observar que, si lo que le
había sucedido a Lavinia era ciertamente prodigioso, los acontecimientos que a
lo largo de muchos años precedieron al hecho en sí, y desembocaron en él,
tampoco habían carecido de singulares características. Al punto nos dimos
cuenta de que Lady Emma tenía una historia que contar: una historia, además,
ignorada incluso por aquéllos de sus invitados que habían tenido ocasión de
tratar a la modosa protagonista de la misma. Casi lo más raro —como resultó
después— fue que aquella situación hubiera quedado, aparencialmente, tan al
fondo en la vida de dicha protagonista. Por “después” quiero decir,
sencillamente, justo antes de separarnos; pues lo que se supo, se supo
enseguida, por estímulo y presión, por nuestra intrigada insistencia unánime.
Lady Emma, que siempre me recordaba un antiguo y exquisito instrumento musical
que hay que templar antes de tocarlo, después de algunos minutos en que hubimos
de rascarle las cuerdas y ponerle la digitación convino en que, dado que ya
había dicho tanto, no podía abstenerse de contarlo todo sin que su reserva
fuera motivo de penoso tormento para nosotros, inflamada nuestra curiosidad. En
efecto, Lady Emma conocía desde mucho tiempo atrás a Lavinia, a la cual
mencionaba simplemente por su nombre de pila, y sabía que... Pero mejor será
que le ceda la conducción del relato a la propia Lady Emma, recogiendo sus
palabras con la máxima literalidad posible. Nos habló desde su rincón del sofá,
y el parpadeo de las llamas del hogar en su rostro fue como un trasunto del
vaivén de los recuerdos, los aleteos del pensamiento, en su alma.
“Entonces,
¿por qué diantres no lo has aceptado?”, pregunté. Creo que de esta guisa,
cuando Lavinia tenía alrededor de veinte años —antes de que quizá algunos de
ustedes hubieran nacido—, fue como empezó, para mí, el asunto. Formulé la
pregunta porque sabía que Lavinia había rechazado una oportunidad, aunque no
podía imaginarme el gran error que resultaría no haberla aprovechado. Me
interesaba el caso porque ambos me agradaban —ustedes son la mejor prueba de
que continúa gustándome la gente joven— y porque, como se habían conocido en mi
casa, ello me otorgaba cierta responsabilidad sobre sus relaciones mutuas. Me
parece que debo comenzar la historia desde muy atrás, diciendo que Lavinia era
hija de mi más antigua institutriz, casi la única que en mi niñez tuve, por la cual
yo sentía gran afecto y que abandonó el servicio de mi familia para contraer un
matrimonio que —para tratarse de una simple institutriz— podríamos calificar de
“ventajoso”; y, por su parte, Marmaduke (¡no se llama así en realidad!) era
hijo de uno de los muchos hombres de buen gusto que, en mi juventud —de
muchacha era yo guapísima, palabra que lo era—, me habían solicitado en
matrimonio. Este en concreto se me declaró tras haberse quedado viudo, pero a
mí, por la razón que sea, los viudos no me atraían. A pesar de ello, y aun
después de haberme casado con otro hombre, me sentí unida por un agradable lazo
con un muchacho del cual pude ser madrastra y a quien, acaso por vanidad,
demostraba que como tal no habría sido de las peores. El hecho de que la mujer
con la cual contrajo matrimonio posteriormente su padre no se mostrara
demasiado cariñosa con el hijo, indujo a éste a cultivar mi amistad maternal.
Lavinia
era una entre nueve hermanos, varones y hembras, ninguno de los cuales ha hecho
nunca nada para ayudarla y que, en diversos países, han contribuido, creo que
en la misma escala, a poblar el globo. Lavinia poseía, sorprendentemente
mezcladas, dos características que casi se excluyen mutuamente: una gran
timidez y, unido a ella, a modo de pequeña maldad que podía cualificar a una
inofensiva criatura para un mundo de perversidades, un inesperado engreimiento
respecto de ciertas cuestiones, por el cual yo la reprendía a veces, pero que,
como comprobé más adelante, habría podido sazonar la chatura de su vida si no
se hubiera volatilizado en el decurso de esta historia. En cualquier caso, era
una de esas personas que no se sabe si habrían podido ser atractivas de haber
sido felices, o si habrían podido ser felices de haber sido atractivas.
Confieso que me extrañó que no hubiera aceptado a Marmaduke bendiciendo su
suerte; probablemente menos porque yo pensara maravillas de él que porque ella
daba demasiado por supuestas sus perspectivas. Lavinia había cometido un error,
y no tardó en reconocerlo; pero recuerdo que cuando me expresó su
convencimiento de que Marmaduke insistiría en su petición, consideré muy
probable tal cosa, pues yo había hablado entretanto con el joven. “A Lavinia le
gustas”, declaré; y, pese a todo el tiempo transcurrido, aún me parece ver su apuesto,
juvenil e ingenuo semblante animado, ante aquellas palabras, casi a despecho de
sí propio, por una inhabitual traza de estar meditando un poco.
No
insistí demasiado, pues Marmaduke no tenía, al fin y a la postre, gran cosa que
ofrecer (sin embargo, mi conciencia estuvo más tranquila, después, por no haber
dicho menos): su madre le había dejado una renta de sólo trescientas cincuenta
libras al año, y uno de sus tíos le había prometido algo: no me refiero a una
pensión, sino a un empleo, si mi memoria no me engaña, en algún negociejo.
Marmaduke me aseguró que él amaba como un hombre —¡un hombre de veintidós
años!— ama sólo una vez. Lo afirmó, al menos, como un hombre lo afirma sólo una
vez.
—Pues
bien, en tal caso —repuse— ya sabes lo que tienes que hacer.
—¿Hablar
de nuevo con ella?
—Sí...,
inténtalo.
Durante
unos momentos pareció intentarlo en su imaginación; después de lo cual, para no
pequeña sorpresa mía, preguntó:
—¿Estaría
muy fuera de lugar que fuese ella quien me hablara a mí?
Lo
miré pasmada:
—¿Te
refieres a que ella te persiga... y te atrape? ¡Ah, si lo que piensas hacer es
huir!
—¡No
huyo! —En esto se mostró categórico—. Pero cuando se ha llegado tan lejos como
yo...
—...¿no
puede llegarse más lejos? Tal vez —repliqué secamente—. Pero en ese caso no
cabe hablar de “cariño”.
—Oh,
yo amo de veras a Lavinia.
Negué
con la cabeza:
—¡No,
si eres tan orgulloso! —Tras lo cual me di la vuelta, aunque tan sólo para
tornar a encararlo inmediatamente, pues me pareció que su extraño silencio
momentáneo indicaba que el joven aceptaba mi opinión. Entonces me di cuenta de
que no la había aceptado; en realidad me di cuenta de que mi opinión era
fundamentalmente absurda. Él se volvió, a cuenta de esto, más expresivo que
nunca hasta entonces: exhibió la más extraña, más franca y, para un joven de
sus características, más triste de las sonrisas.
—No
soy orgulloso. No está en mí. Esas cosas se llevan dentro, ¿sabe? Creo que no
tengo ningún orgullo.
Se
me ocurrió que esto último era probable, pensándolo bien; pero en aquel
instante, extrañamente, no lo aprecié menos por ello, aunque lo cierto es que
hablé con alguna aspereza:
—Entonces,
¿cuál es el problema?
Se
paseó de un extremo a otro de la habitación, con pinta de que lo que él mismo
acababa de decir lo hubiese dejado algo más tranquilo.
—Pues
—contestó— que ¿qué más puede un hombre decir? —Después, cuando yo estaba a
punto de comentarle que ignoraba lo que él ya habría dicho, continuó—: Le juré
a Lavinia que entonces no me casaría nunca. ¿No es suficiente eso?
—¿Para
que ella vaya detrás de ti?
—No,
claro que no, sino para que ella se sienta segura de mí, para que sepa
aguardar.
—Aguardar
¿qué?
—Pues
hasta que yo regrese.
—Que
regreses ¿de dónde?
—De
Suiza. Ah, ¿no se lo había dicho? La semana próxima parto con mi tía y mi prima
para disfrutar de un viaje por Suiza.
Llevaba
él toda la razón al decir que no era orgulloso: aquélla era una consolación
obviamente humilde.
Y,
sin embargo, ya verán ustedes las extraordinarias consecuencias de la humilde
consolación; la primera indicación de ellas la recibí, a principios de otoño,
por intermedio de la pobre Lavinia. Marmaduke le había escrito, ya que
continuaban siendo amigos; y así ella supo que la tía y la prima del joven
habían regresado sin él. Marmaduke había prolongado su estancia en Suiza,
dirigiéndose después a los lagos italianos y a Venecia; ahora se encontraba en
París. La noticia me extrañó un tanto, sabiendo yo como sabía que Marmaduke
siempre andaba más bien escaso de dinero y que había podido permitirse ir a
Suiza sólo gracias a la generosidad de su tío.
—Entonces,
¿es que ha pescado a alguien? —inquirí, para lamentarlo inmediatamente porque,
ante mis palabras, Lavinia se arreboló. Casi me pregunté si el joven habría
“pescado” a alguna dama de mala reputación, aunque, en tal caso, él no se lo
habría escrito a Lavinia y aquello no le habría permitido precisamente una
posibilidad de incrementar sus fondos.
—Oh,
Marmaduke entabla relaciones con mucha facilidad: dos minutos le bastan para
hacerse amigo de cualquiera —dijo la joven—. Y sabe hacerse querer de todo el
mundo.
Esto
era absolutamente verdad, y yo vi lo que Lavinia veía en ello.
—¡Ah,
querida —dije—, debe de tener un círculo inmenso de amistades preparado para
ti!
—Bueno
—repuso—, si la gente viene tras nosotros, no voy a creer que lo hará por mí.
Será por él, y ello no me importa. Mi placer estará en... pero ya verá. —Ya vi.
Vi
por lo menos lo que ella imaginaba ver: el salón de ellos dos lleno de mujeres
vistosas y ella en actitud angelical. La joven prosiguió—: ¿Sabe lo que él me
dijo por segunda vez antes de salir de viaje?
Me
maravillé: Marmaduke había hablado con ella. Contesté:
—Que
nunca, nunca se casaría...
—...¡con
nadie sino conmigo! —completó la frase candorosamente Lavinia—.Entonces, ¿lo
sabía usted?
—Lo
suponía —dije, acaso sin faltar a la verdad.
—Y
¿no se lo cree?
Otra
vez titubeé, y después respondí:
—Sí.
—Pero todo aquello aún no me explicaba por qué Lavinia había mudado de color—:
¿Es un secreto lo de quién lo acompaña?
—Oh,
no, por lo visto son muy majos. Lo que hace un momento me impresionó fue ver lo
bien que lo conoce usted, el que comprendiera enseguida que era una nueva
amistad lo que motiva que no haya regresado. Es su afecto a la familia Dedrick.
Está viajando con ella.
De
nuevo me maravillé:
—¿Quieres
decir que se lo han llevado con ellos?
—Sí:
lo invitaron a acompañarlos.
No,
reflexioné yo, Marmaduke realmente no era orgulloso. Pero lo que dije fue:
—Y
¿quién narices son los Dedrick?
—Gente
muy educada y simpática que Marmaduke conoció por casualidad el mes pasado, en
Suiza. Él había salido a dar un paseo: un paseo largo por una ruta bastante
absurda, según me han dicho, sin su tía ni su prima, quienes prefirieron alguna
otra actividad y lo emplazaron a reunírseles a determinada hora. Se vio
sorprendido por una lluvia torrencial y, cuando buscaba un lugar donde
guarecerse, unas personas que pasaban montadas en un carruaje lo invitaron amablemente
a subir. Se entregaron a charlar, tengo entendido, durante varias horas; así
comenzó su amistad, que hasta ahora no se ha interrumpido.
Lo
consideré unos instantes y pregunté:
—¿Alguna
mujer?
La
capacidad cogitativa de Lavinia también emprendió un tanto el vuelo:
—Creo
que alrededor de cuarenta.
—¿Cuarenta
mujeres?
Lavinia
reaccionó rápidamente:
—Oh,
no; me refería a que la señora Dedrick es una mujer de alrededor de cuarenta
años.
—¿Alrededor
de cuarenta años? Entonces la señorita Dedrick...
—No
existe ninguna señorita Dedrick.
—¿No
tienen ninguna hija?
—Si
la hay, no viaja con ellos. A la señora sólo la acompaña el marido.
Reflexioné
de nuevo, e inquirí:
—Y
¿qué edad tiene él?
Lavinia
siguió mi ejemplo, y luego respondió:
—Alrededor
de cuarenta, también.
—¿Digamos
entonces que son cuarenta y dos? —Nos echamos a reír a la vez, y exclamé—:
¡Bueno, todo está aclarado! —Y así de aclarado, al menos por el momento,
pareció quedar todo.
La
ausencia de Marmaduke se prolongó, no obstante, y vi a Lavinia en repetidas
ocasiones, y ella y yo hablamos siempre de él, si bien ello representaba una
preocupación mucho mayor por los asuntos del joven de lo que yo me había
considerado obligada a mostrar. Yo nunca había trabado conocimiento con el
resto de la familia de su padre, y por consiguiente no había visto ni a su tía
ni a su prima, conque el relato dado por aquellas parientas sobre las
circunstancias de su separación de Marmaduke me llegó al fin por conducto de mi
joven amiga, cuya información, a su vez —pues conocía a la familia del muchacho
casi tan poco como yo—, también era de segunda mano. Al parecer, las sufridas
damas estimaban que Marmaduke no se había portado con ellas como es debido,
sino que las había sacrificado egoístamente en favor de unos conocidos
ocasionales; reproche éste que a Lavinia la molestó profundamente, aunque me di
cuenta de que ella tampoco las tenía todas consigo respecto de aquellos
conocidos ocasionales. “¿Cómo habría podido él evitarlo si es tan seductor?”,
preguntó Lavinia; y es que para mostrarse adecuadamente indignada en un
respecto debía esforzarse por parecer encantada en el otro. Marmaduke era un
muchacho “seductor”; pero no por ello dejamos de llegar a la conclusión de que
sin duda los Dedrick tenían que ser unas personas muy poco normales. No pudimos
apoyarnos en ninguna prueba adicional, pues Marmaduke cesó de escribir, aunque,
naturalmente, esto mismo se nos antojó un síntoma. Entretanto, yo había
reflexionado —siempre me ha gustado esta modalidad de estudio de la conducta
humana— sobre en qué consistía ser seductor. El resumen de mis meditaciones,
que la experiencia no ha hecho más que confirmar, fue que se trata de algo
puramente intrínseco. Es una cualidad que no exige la obligada presencia de
ninguna otra. Marmaduke no poseía ninguna otra. ¿Para qué la habría necesitado?
Por
fin, pese a todo, Marmaduke regresó; pero lo que ocurrió entonces, cuando el
joven vino a visitarme, fue que si bien su puntual descripción de sus
deliciosos nuevos amigos avivó incluso más de lo que yo había esperado mi
impresión de la variedad de la especie humana, mi curiosidad se negó a
responderme cuando Marmaduke me sugirió que lo acompañara a hacerles alguna
visita a su casa. Es un hecho difícil de explicar, y yo no pretendo ser capaz de
hacerlo, pero ¿acaso muchas veces no sucede que opinamos favorablemente de una
persona sin sentirnos inflamados por el deseo de conocer —con la excusa de un
tal sentimiento— a individuos que opinan aún mejor de la misma? Extrañamente
—por muy buena persona que fuese Marmaduke— no hacía muy recomendables a los
Dedrick el hecho de que estuvieran locos por él. No dije esto (procuré decir
poco); lo cual no impidió que Marmaduke se apresurara a proponer la alternativa
de traérselos a mi casa para presentármelos.
—Y
si no, ¿por qué no? —dijo riéndose. Marmaduke se reía por cualquier cosa.
—¿Que
por qué no? Porque me parece que a la hora de conceder tu amistad no sueles
exigirles ninguna garantía a los aspirantes. Ahora debes industriártelas tú
solito.
—Oh,
pero si son unas personas tan de fiar —adujocomo el Banco de Inglaterra.
Respetables y bondadosas.
—Dos
cualidades que mi modesto trato no contribuirá a mejorar. —Él no había llegado
a decirme, y ello me sorprendió, que me parecerían unas personas “divertidas”, pero
sí se había apresurado a mencionar, en cambio, que su residencia estaba en la
adinerada zona de Westbourne Terrace. No tenían cuarenta años, sino cuarenta y
cinco; pero el señor Dedrick se había retirado ya de su profesión, por lo visto
una profesión muy corriente y moliente, después de haber obtenido en ella
considerables ganancias. Eran las personas más sencillas y más corteses del
mundo, y al mismo tiempo las más originales y las más inhabituales, y ningún
cariño podía ser mayor, con entera franqueza, que el que le habían tomado a él.
Marmaduke hablaba de ello con una conforme placidez que resultaba casi
irritante. Supongo que yo lo habría despreciado si, después de los beneficios
que él les había aceptado, hubiese dicho que lo aburrían; pero el hecho de que
no lo aburrieran me molestó incluso más de lo que me intrigaba—. Y ¿a quién
conocen?
—Únicamente
a mí. En Londres hay mucha gente así.
—¿Que
sólo te conoce a ti?
—No,
me refiero a gente de buena posición pero que no se relaciona especialmente con
nadie. En Londres hay personas infrecuentes, que son rematadamente
encantadoras. No tiene usted idea. No persiguen a nadie, no ambicionan tratarse
con la aristocracia. Viven su vida a su manera, siguen su propio camino
independiente. En ellas uno encuentra (¿cómo suele decirse?) refinamiento,
cultura, inteligencia, ¿sabe usted?, y gusto por la música, y por la pintura, y
por la espiritualidad, y por una buena mesa: cosas positivas de todas las
clases. Uno sólo puede toparse con ellos por casualidad; pero existen por
doquier.
Asentí
ante aquello: el mundo era por demás prodigioso y desde luego había que ver
todo lo que se pudiera. Dentro de mi esfera, también yo encontraba bastantes
maravillas.
—Pero
tú —inquirí—, ¿estás tan encariñado con ellos como...?
—...¿como
ellos lo están conmigo? —completó al instante, sin la menor nube en su mirar—.
No me cabe duda de que con el tiempo podré contestar afirmativamente a esa
pregunta.
—Entonces,
¿vas a llevar a Lavinia...?
—...¿a
visitarlos? No. —Al punto me di cuenta, yo sola, palmariamente, de haber
cometido un error—. ¿En calidad de qué podría llevarla allí?
Hice
propósito de enmienda:
—Siempre
se me olvida que no estáis prometidos.
—Vaya
—dijo al cabo de un momento—, nunca me casaré con otra.
En
cierta forma, me crispó los nervios oírselo repetir.
—¡Caramba,
¿en qué la beneficiará eso, si no te casas con ella?! —exclamé.
Ante
esto no respondió: se limitó a darse la vuelta; tras lo cual, cuando volvió a
encararme, su semblante estaba arrebolado.
—Lavinia
habría debido aceptarme aquel día —dijo en tono serio no menos que amable;
además me atalayó como si deseara decir más.
Recuerdo
que dicha amabilidad me desesperó; alguna muestra de resentimiento habría sido
una promesa de que el caso tenía aún solución. Pero de momento abandoné el
dichoso caso, sin dejarlo decir más, y, volviendo a lo de los Dedrick, le
pregunté cómo diablos pasaban entonces el tiempo, si no trabajaban en nada ni
frecuentaban la sociedad. Por un instante mi pregunta semejó desconcertarlo,
pero no tardó en orientarse; lo cual, de paso, según advertí, le infundió un
color más saludable que nuestras alusiones a Lavinia.
—Oh,
viven consagrados a Maud-Evelyn —fue su respuesta.
—Y
¿quién es Maud-Evelyn?
—Su
hija, naturalmente.
—¿Su
hija? —Yo había supuesto que no tenían hijos.
Marmaduke
explicó el hecho en parte:
—Por
desgracia se quedaron sin ella.
—¿Se
quedaron sin ella? —La explicación no resultaba demasiado clara.
De
nuevo vaciló:
—Quiero
decir que la mayoría de las personas lo llamaría así. Ellos, en cambio, opinan
de otro modo.
Especulé:
—¿Quieres
decir que las demás personas la habrían expulsado de sus pensamientos?
—Sí,
es posible. Pero los Dedrick no son capaces de olvidarla.
Me
pregunté qué habría hecho Maud-Evelyn; ¿algo realmente criminal? Sin embargo,
no era de mi incumbencia, así que me limité a decir:
—¿Siguen
en contacto con ella?
—Huy,
continuamente.
—Entonces,
¿por qué ella no vive con ellos?
Marmaduke
meditó, y repuso:
—Sí
vive con ellos. En la actualidad.
—¿“En
la actualidad”? ¿Desde cuándo?
—Desde
el año pasado.
—Entonces,
¿por qué has dicho que se quedaron sin ella?
—Ah
—dijo, con una sonrisa triste—, porque yo diría que es así. En todo caso
—ahondó—, yo no he podido verla.
Mi
sorpresa iba en aumento:
—¿Es
que la guardan oculta?
Meditó
de nuevo, y respondió:
—No,
por cierto. Como ya he dicho, ellos viven consagrados a ella.
—Pero
no desean que tú hagas lo mismo, ¿es eso?
Ante
esto, por primera vez me miró, a mi entender, con una expresión de extrañeza:
—¿Cómo
podría yo hacerlo? —Me lo planteó como si, de una u otra manera, por su parte
estuviese mal no hacerlo; pero yo intenté, empleándome a fondo, zanjar la
cuestión:
—No
puedes hacerlo, es cierto. ¿Por qué diantres deberías hacerlo? Tú tienes que
consagrarte a mi muchacha. Conságrate a Lavinia.
Desgraciadamente,
yo había incurrido en el riesgo de fastidiarlo de nuevo con aquella idea, y,
aunque en ese preciso momento no la rechazó, atribuí a la misma el que no
volviera a presentarse por mi casa durante varias semanas. En este transcurso
vi a “mi muchacha“, como la había denominado yo, si bien ambas evitamos muy
cuidadosamente hablar de Marmaduke. Eso precisamente fue lo que me hizo creer
que la joven estaba llena con su recuerdo. Y esto último fue lo que me decidió,
una y otra vez, a no rectificarle su error en lo atinente a la falta de
descendencia de los Dedrick. Pero, a despecho de todos mis silenciamientos, el
que Lavinia nombrara al joven fue sólo cuestión de tiempo, pues al cabo de un
mes me dijo que Marmaduke había estado dos veces en casa de su madre —mi ex
institutriz— y que ella lo había visto en ambas ocasiones.
—¿Y
bien?
—Es
muy feliz —dijo Lavinia.
—Y
¿sigue apegado a...?
—Tan
apegado como hasta ahora, sí, a esa familia. Él no me dijo eso, pero yo pude
inferirlo.
También
yo pude inferirlo, y asimismo inferir las inferencias de ella.
—Entonces,
¿qué te dijo? —ahondé.
—Nada...
aunque creo que hay algo que desearía decirme. Sólo que no es lo que usted cree
—agregó.
Al
calor de esto me pregunté si se trataría de lo que él me había revelado en
nuestra más reciente conversación.
—En
tal caso, ¿qué lo retrae? —pregunté.
—¿De
decírmelo? No lo sé.
En
la entonación de estas palabras mi oído detectó la primera nota de una tan
profunda resignación y una tan extraña aceptación que me dieron, a la postre,
aún más motivo de sorpresa que todo lo demás.
—Si
no puede decírtelo, ¿a qué va a tu casa?
Casi
sonrió:
—Creo
que ya lo sabré.
La
miré; recuerdo que le di un beso.
—Eres
admirable —comenté—; pero no está bien por su parte.
—¡Oh
—replicó—, él tan sólo desea ser considerado!
—¿Con
ellos? Entonces debería dejar tranquilos a los demás. Pero lo que yo digo que
no está bien por su parte es que únicamente se limite a ser tan “considerado”.
—¿Con
los Dedrick? —Reflexionó como si la cuestión pudiera ser juzgada desde diversos
ángulos—. ¿No es posible que él esté ayudándolos, que esté haciéndoles alguna
clase de bien?
La
idea no me convenció.
—¿Qué
bien puede hacer Marmaduke? He de pedirte algo importante —seguí — por si acaso
te propone ir a conocer a los Dedrick. ¿Me prometes que no accederás?
Se
limitó a parecer desconcertada y perpleja:
—¿A
hacerme amiga de ellos?
—A
visitarlos, a aproximárteles... en toda tu vida.
De
nuevo quedó pensativa:
—¿Quiere
decir que usted se niega a conocerlos?
—Desde
luego.
—Entonces
creo que no me gustará la idea de ir.
—Huy,
pero eso no es una promesa. —Le insistí—: Quiero que me des tu palabra.
Dudó
un poco:
—Pero
¿por qué?
—Para
que, al menos, Marmaduke no pueda utilizarte para sus manejos —dije con
firmeza. Mi firmeza la dominó, aunque percibí que, en realidad, ella habría
querido prestarse a cualquier posible manejo.
—Le
doy a usted mi palabra, pero sólo porque sé que se trata de algo que él nunca
me propondrá.
Yo
opinaba de muy distinto modo, a fuer de persuadida de que la intención de
hacerle la propuesta de marras era lo que a Lavinia la había hecho sentirse
segura de que Marmaduke intentaba decirle algo; pero en nuestra siguiente
entrevista la oí hablar de otro asunto, el cual, según me percaté nada más
verla, parecía haberla excitado extraordinariamente.
—¿Sabía
usted lo de la hija y no me lo contó? Marmaduke estuvo ayer en casa —explicó al
advertir mi mirada de extrañeza ante su deslavazado chorro de palabras — y
ahora ya conozco lo que quería decirme. Por fin lo ha soltado.
No
cesé de mirarla pasmada:
—¿Qué
es lo que ha soltado?
—Lo
ha soltado todo. —Pareció sorprendida por mi semblante—: ¿No le habló a usted
de Maud-Evelyn?
Yo
recordaba la cuestión perfectamente, pero seguía sin estar cierta de comprender
a Lavinia:
—Me
habló de que los Dedrick tenían una hija, pero tan sólo me dijo que había algo
especial en relación con ella. ¿De qué se trata?
La
joven repitió mis palabras:
—¿Que
de qué se “trata”? ¿En qué mundo vive usted? De que está muerta, sencillamente.
—¿Muerta?
—Me quedé de una pieza, como es lógico—. ¿Cuándo murió?
—Caramba,
hace muchos años... quince, creo. Cuando era una niña. ¿No lo comprendió usted?
—¿Cómo
habría podido comprenderlo... si Marmaduke me dijo que ella vivía “con” ellos y
que ellos vivían consagrados a ella?
—Bueno
—aclaró mi joven amiga—, lo que quiso decir es que están consagrados a su
recuerdo. Ella vive con ellos, en el sentido de que ellos no piensan en otra
cosa.
En
esta rectificación hallé motivo de pasmo, pero asimismo, inicialmente, motivo
de alivio. Al mismo tiempo originaba, mirándolo bien, un nuevo misterio.
—Si
no piensan en otra cosa —dije—, ¿cómo pueden pensar tanto en Marmaduke?
La
objeción la impresionó, aunque ya por entonces experimenté la vaga sensación de
que Lavinia estaba, por así decirlo, bastante de parte de Marmaduke, o, por lo
menos —casi contra su propia voluntad—, en sintonía con los Dedrick. Pero su
respuesta fue rauda:
—Caramba,
tienen un buen motivo: el de poder hablar con él sobre su hija.
—Comprendo
—dije, lo cual no era completamente cierto—. Pero ¿cuál es el interés que tiene
él en...?
—...¿en
mezclarse en esa historia? —De nuevo, Lavinia resolvió la dificultad—:¡Pues que
era una muchacha tan interesante! Al parecer era muy seductora.
Sin
duda me quedé totalmente boquiabierta:
—¡Pero
si no era más que una niña con delantalito!
—No
crea, ya no llevaba delantalito; había cumplido, creo, los catorce años. ¡O incluso
los dieciséis! Lo que es seguro es que su belleza era radiante.
—Eso
es lo que se dice de todas. En cualquier caso, ¿qué importancia tiene ello para
él, si nunca la vio?
Meditó
unos instantes, pero esta vez no ofreció aclaración.
—¡Vaya,
tendrá usted que preguntárselo a él!
Decidí
que lo haría en cuanto pudiera; pero mientras tanto tenía aún ante mí otros
contrasentidos.
—¿No
estaría bien —sugerí— que a la vez le preguntara qué quiere decir con eso del
“contacto” en que siguen los Dedrick con su hija?
Oh,
aquello era sencillo:
—Lo
obtienen a través de “médiums”, ¿sabe?, con golpes en una mesa y todo eso.
Empezaron hace uno o dos años.
—¡Los
muy chalados! —exclamé ante esto, según recuerdo, de manera asaz intolerante—.
Y ¿quieren arrastrarlo a él a...?
—No,
por cierto; no lo desean, y Marmaduke no tiene nada que ver en ello.
—Entonces,
¿por qué diablos va a verlos?
Lavinia
apartó el semblante; de nuevo pareció azorada. Por último espetó:
—Haga
que él le enseñe la fotografía de la muchacha.
Pero
aquello no me iluminó.
—¿Lo
chifla esa fotografía? —dije.
Una
vez más, Lavinia se ruborizó intensamente:
—¡Bueno,
es la de una joven beldad!
—¿A
la cual él va mostrando por ahí?
Vaciló:
—Creo
que únicamente me la ha enseñado a mí.
—¡Ah,
a la última persona en el mundo a quien habría debido enseñársela! —me permití
observar.
—¿Por
qué, si yo también me siento impresionada?
En
Lavinia había algo que comenzaba a no alcanzárseme, y debí de mirarla con gran
fijeza.
—¡Es
un gran detalle por tu parte sentirte impresionada!
—No
quiero decir únicamente ante la belleza del rostro —completó—; quiero decir
ante todo el asunto: con la actitud de los padres, con su fidelidad,
extraordinaria hasta el punto de, como dice Marmaduke, haber convertido el
recuerdo de su hija en una verdadera religión. Esto, sobre todo, es lo que él
había estado queriendo explicarme.
Ahora
fui yo quien apartó el semblante, y ella no tardó en irse; pero antes de que
nos separásemos no pude evitar un comentario mordaz diciéndole que nunca había
supuesto que Marmaduke fuera esa clase de asno.
Si
yo fuera la persona cínica que probablemente se figuran ustedes, no me
abstendría de declarar que para mí el principal interés del resto del asunto
residió en establecer la clase de asno que había supuesto que era Marmaduke.
Pero temo, pensándolo bien, que mi narración termine siendo principalmente un
retrato de mi propia insensatez. Yo nunca habría llegado al pleno conocimiento
de toda la historia si no hubiera acabado por aceptarla, y nunca la habría
aceptado si toda la historia no hubiese estado, a mi modo de ver, extrañamente
libre de lo grotesco. Debo agregar sin tardanza, empero, que lo grotesco, y aun
algo peor, fue lo que al principio me pareció que cabalmente la impregnaba. Después
de aquella conversación con Lavinia me apresté a enviar recado a nuestro amigo
de que viniera a visitarme; y entonces me tomé la libertad de interrogarlo sin
ambages acerca de todo lo que Lavinia había estado contándome. Especialmente,
había un extremo que yo deseaba que me fuera aclarado y que me parecía mucho
más prioritario que de qué color era el cabello de Maud-Evelyn o cuál era la
longitud exacta de su delantal; me refiero, obviamente, a la buena fe de mi
joven amigo. ¿Era un perfecto imbécil o sencillamente un redomado cazador de
herencias? De momento mi elección parecía restringida a esta disyuntiva.
Después
de que él me hubo dicho: “Será tan ridículo como usted quiera, pero el caso es
que los Dedrick me han adoptado”, le pregunté abiertamente, en el acto,
apelando a la simple decencia, qué era lo que él, para que su autoestima
quedara intacta, podía darles a semejantes benefactores a cambio de semejante
generosidad. Me considero obligada a decir que aunque, de entrada, yo estaba
deseosísima de vituperarlo, su placidez me resultó amansadora. Su alegato fue
que el beneficio que él representaba para sus amigos era algo que sólo a éstos
concernía valorar. Ni por un momento pretendió ser más importante que lo que lo
hacía la fantasía de sus amigos. Él jamás había hecho nada deliberado para
ocasionar que los Dedrick lo apreciaran tantísimo: tamaño vínculo era
exclusivamente fruto de la espontaneidad de aquella pareja, de su insistencia,
de su excentricidad, sin duda, e incluso, si yo quería, de su chaladura. ¿No
bastaba que él estuviera dispuesto a asegurar, mirándome a los ojos, que sentía
un afecto “real y verdadero” hacia ellos y que no lo hastiaban ni pizca? Yo
evidentemente tenía —¿no me daba cuenta?— una imagen ideal de él que él no
estaba en condiciones, si le permitía decírmelo, de encarnar. Fue él mismo
quien lo expresó así, y ello me hizo concebir el dictamen de que había algo
irresistible en el refinamiento de su descaro.
—Nunca
voy a casa de la señora Jex —me dijo (la señora Jex era la médium favorita de
los Dedrick)—; ella me parece fea, vulgar y pesada, y detesto ese lado del
asunto. Además —agregó, con palabras que yo recordaría posteriormente— no lo
necesito: yo puedo pasarme estupendamente sin ello. Pero mis amigos
—insistió—,aunque no sean de una tipología que usted se haya encontrado a
menudo, no son feos, no son pesados, no son en modo alguno un “mal trago”. Son,
antes bien, a su manera poco convencional, una bonísima compañía. Su trato es
una fuente inagotable de interés. Son deliciosamente insólitos y rebuscados y
corteses: son como personajes de una historia antigua o un tiempo antiguo. En
todo caso, nuestras relaciones sólo nos importan a nosotros (a ellos y a mí) y
le ruego que me crea cuando le digo que me habría negado a hablar del asunto
con cualquier otra persona que no hubiese sido usted.
Recuerdo
haberle dicho, tres meses después: “No me has contado nunca lo que realmente
necesitan de ti los Dedrick”; pero temo que fue una modalidad de reproche que
se me ocurrió precisamente porque yo ya había empezado a adivinar. Lo cierto es
que a esas alturas yo ya había tenido grandes atisbos, lo mismo que la pobre
Lavinia —de hecho, los suyos, entonces y después, estaban bastante mejor
informados—, y ella y yo los habíamos compartido, conque lo que pudiera emerger
no iba a cogerme totalmente de sorpresa. Fueron los añadidos de Lavinia lo que
convirtió mis intuiciones en un cuadro completo. El retrato de la niña muerta
había evocado algo atractivo, aunque una no hubiese habitado tanto en el mundo
sin oír infinidad de historias de niñas muertas; y llegó un momento en que me
pareció haber estado personalmente con Marmaduke en todas y cada una de las
habitaciones convertidas por los Dedrick —con ayuda no sólo de las pequeñas y
amadas reliquias, sino también de los más tiernos recuerdos reales o
imaginados, evocaciones ingeniosas y sentidas, frutos inexpugnables de un dolor
meditabundo y una pasión inextinguible— en un templo de pesar y de adoración.
Saltaba a la vista que la niña, indiscutiblemente hermosa, había sido querida
apasionadamente, y, al carecer las vidas de ellos —supongo que por mero azar
originariamente— de otros elementos, tales como nuevos placeres o nuevas penas,
que sí abundan en las vidas de la mayoría de la gente, su sentimiento se había
hecho omnímodo, transformándose en una especie de inofensiva locura. Era una
idea fija que no les dejaba espacio para ninguna otra. El mundo, en términos
generales, no da oportunidad para semejante ritual, pero el mundo había pasado
por alto de manera persistente a aquella tímida pareja hogareña, que era
sensible a las ilusiones y cuya sinceridad y fidelidad, lo mismo que su
mansedumbre y sus rarezas, eran de un anticuado estilo inflexible. No me
gustaría dar la impresión de que aquellos centros de interés, o mi curiosidad
por sus tejemanejes, monopolizaban mi tiempo; pues yo tenía muchos compromisos
que satisfacer y muchas complicaciones que solventar, un centenar de cuidados y
mucho más hondas preocupaciones. Mi joven amiga, por su parte, también tenía
otras relaciones y contingencias... y asimismo otras dificultades, la pobre;
así es que había períodos de tiempo durante los cuales yo no veía a Marmaduke
ni oía hablar de los Dedrick. Una vez, una sola vez, en el extranjero, en una
estación de ferrocarril de Alemania, me encontré a Marmaduke acompañando a los
Dedrick. Eran éstos unos británicos de cierta edad, incoloros, corrientes, de
la especie que cabe reconocer por la librea de sus lacayos o por el rotulado de
sus equipajes, y el verlos justificó ante mi conciencia el haber rehuido, desde
los inicios, la peliaguda posibilidad de conversar con ellos. Marmaduke me vio
inmediatamente y se acercó a mí. Era inequívoca su vívida lozanía. Había
engordado —o casi, aunque no de manera antiestética— y habría podido pasar
perfectamente por el guapo y feliz hijo rubicundo de unos padres acomodados que
no querían perderlo de vista y en opinión de los cuales era un modelo de
respeto y solicitud. Los Dedrick lo observaron con plácidos y placidos ojos
cuando se reunió conmigo, pero sin llamar la atención sobre sí mismos y
haciendo natural que él no dijera nada sobre ellos. Tuvo fascinación, lo
confieso, la manera como logró mostrarse espontáneo y cordial para conmigo, no
menos que correcto, sin dejar de cobrar conciencia de la coyuntura. La
coyuntura de la cual cobró conciencia era que había nuevas cosas suyas que a
esas alturas yo ya sabía... al igual que, mientras permanecíamos allí charlando
y sondeábamos bienhumoradamente nuestros respectivos semblantes —pues yo,
considerando haberlo asimilado todo por fin, no sentía sino una módica
curiosidad —, de repente cobré conciencia de que él escudriñaba mi nivel de
información.
Cuando
el joven se despidió de mí y volvió junto a los padres acomodados, hube de
admitir que, por muy acomodados que fueran, no me parecía que hubiese salido
malcriado. Ello era increíble habida cuenta de las circunstancias, pero el caso
es que se había vuelto más adulto. Después de haberme subido a mi tren, que no
era el mismo que el de ellos, recordé con algún arrepentimiento ciertas
palabras que, un par de años antes, yo le había espetado a la pobre Lavinia.
Aludiendo a nuestro recurrente tema con motivo de algún nuevo descubrimiento
que ahora no viene al caso, ella me había dicho:
—Los
sentimientos de él hacia Maud-Evelyn, ¿sabe usted?, son ahora los mismos que
los de los padres de la niña.
—¡Qué
bonito, pero lo malo —había replicado yoes que a él lo pagan por ello!
—¿Lo
pagan? —había inquirido Lavinia, muy pálida.
—Enriqueciéndolo
con todos los lujos y comodidades —le expliqué— que le reporta el vivir con
ellos. Prácticamente, la existencia de Marmaduke se limita a disfrutar de eso.
Ahora
me di cuenta de lo equivocada que yo había estado. A Marmaduke lo enriquecían,
pero de un modo distinto, y, realmente, la demostración estaba en su proceder
durante nuestro breve encuentro en la sala de espera de la estación. A partir
de entonces, rastreé el asunto paso por paso.
Por
ejemplo, pude ver a Lavinia, en su lamentable traje de luto, inmediatamente
después de la muerte de su madre. Este triste acontecimiento había ido
precedido de prolongadas ansiedades, y Lavinia se había marchitado
notablemente, comenzando a parecer envejecida. Pero Marmaduke, en aquellos
momentos de aflicción, había acudido a visitarla, conque, al punto, Lavinia
vino a verme.
—¿Sabe
usted lo que él cree ahora? —me dijo nada más entrar—. Cree que la conoció.
—¿Que
conoció a la niña? —Recibí esto como si casi me lo hubiera esperado.
—Ahora
habla de ella como si no se tratara de una niña. —Mi visitante me dedicó la más
extraña de las sonrisas impostadas—. Parece ser que no era tan pequeña...
parece ser que credo.
La
miré fijamente.
—¿Dices
que “parece ser”? —inquirí—. ¿Cómo es posible? ¡Sus padres han de saberlo! Los
hechos, hechos son.
—Ya
—dijo Lavinia—, pero ellos semejan verlos desde otro punto de vista.
Marmaduke
me habló largamente, y todo el rato acerca de ella. Me contó cosas.
—¿Qué
clase de cosas? Supongo que no te hablaría de paparruchas de “contactos”... de
que la había visto u oído.
—Oh
no, no ha llegado a ese extremo; eso se lo deja a los viejos, quienes, creo,
continúan con sus médiums, con sus sesiones y sus trances y encuentran en todo
ello consuelo y entretenimiento, que a él no lo molesta, porque lo considera
inofensivo. Me refiero a anécdotas, recuerdos suyos propios. Me refiero a cosas
que ella le dijo y cosas que hicieron juntos, lugares que visitaron. Su mente
está llena de ellas.
Le
di vueltas a aquello:
—¿Crees
que estará loco de atar?
Con
comprensiva paciencia, Lavinia hizo un ademán negativo:
—¡Oh,
no: todo ello es demasiado hermoso!
—Entonces,
¿vas a aceptar tú también la disparatada teoría de...?
—Es
una teoría —atajó—, pero no forzosamente es disparatada. Cualquier teoría tiene
que presuponer algo —continuó juiciosamente— y, en todo caso, depende de sobre
qué sea la teoría. Es maravilloso ver cómo funciona ésta.
—¡Siempre
es maravilloso ver cómo va creciendo una leyenda! —exclamé riéndome—. Una rara
oportunidad ésta de encontrarse una en plena formación. Los Dedrick y Marmaduke
están elaborándola juntos de buena fe. ¿Acaso no es esto lo que en definitiva
quieres decir?
Su
ajado rostro se alegró patentemente, y dijo:
—Sí:
ya veo que lo comprende usted; lo ha expresado mejor que yo. Es el efecto
gradual de rumiar el pasado: de este modo, el pasado crece y crece. Ellos van
fabricándolo. Se convencen uno a otro (los padres) de tantas cosas, que al
final acaban por convencerlo también a él. Una especie de contagio.
—Eres
tú quien lo expresa bien —repuse—. Es la cosa más extraña que he oído jamás,
pero es, a su modo, una realidad. Sólo que no debemos hablarles de esto a otras
personas.
Rápidamente
convino con aquella precaución:
—No:
a nadie. Él no lo hace. Sólo se me confía a mí.
—¡Confiriéndote
de ese modo —observé sarcástica— un inapreciable privilegio!
Permaneció
en silencio unos instantes, apartando de mí la mirada.
—Vaya
—dijo finalmente—, Marmaduke ha cumplido su promesa.
—¿Te
refieres a la de no casarse? ¿Estás segurísima? ¿No lo habrá hecho quizá
con...? —Pero por respeto me abstuve de completar la osadía de mi broma.
Al
siguiente instante me percaté de que no habría sido necesario:
—Marmaduke
estaba enamorado de ella —espetó Lavinia.
Esta
vez estallé en una carcajada que, si bien había sido provocada, incluso a mis
propios oídos sonó descortés casi hasta el extremo de la grosería.
—¿Literalmente
te ha dicho eso él mismo? —pregunté.
Me
replicó con bastante convicción:
—No
creo que él lo sepa. Se limita a dejarse llevar.
—¿A
dejarse llevar por la chifladura de los viejos?
Una
vez más, mi compañera titubeó; pero sabía qué pensar:
—Bueno,
independientemente de cómo lo denominemos, a mí me parece hermosísimo. No es
frecuente, tal como va el mundo, que persona alguna (no digamos ya dos o tres)
conserve tan bellos sentimientos hacia los muertos. Es un engaño, qué duda
cabe, pero viene de algo que... vaya —titubeó de nuevo—, resulta agradable
cuando se oye hablar de ello. Los Dedrick han hecho crecer a su hija para
imaginar que la tuvieron más tiempo consigo; y la han hecho vivir una serie de
experiencias para pensar que disfrutó más largamente de la vida. Le han
inventado toda una existencia, y Marmaduke se ha convertido en parte de dicha
existencia.
Había
una cosa, por encima de todas, que ellos deseaban que su hija tuviera. —El
rostro de mi joven amiga, mientras analizaba el misterio, se volvió cada vez
más ardoroso al compás de su discurso. Con cierto matiz de sobrecogimiento se
me pasó por la cabeza que la actitud de los Dedrick era contagiosa—. ¡Y la ha
tenido! —afirmó Lavinia.
Me
dejó francamente pasmada, mas si pese a ello pude mostrarme absolutamente
serena sin caer en lo ridículo, de veras fue, más que nada, para incitarla a
completar el informe.
—¿Ha
tenido la dicha de conocer a Marmaduke? —pregunté—. Muy bien, de acuerdo, ya
que ella no está aquí para contradecirnos. ¡Pero lo que no acabo de concebir es
que él se haya conformado con tan poco! —Fácilmente cabe imaginar hasta qué
punto, por el momento, no lograba yo concebirlo. Fue la última vez que mi
impaciencia me pudo, pero, eso sí, recuerdo que estallé diciendo—: ¡Un hombre
que habría podido tenerte a ti!
Por
un instante temí haberla alterado; en su rostro me pareció ver el temblor de un
sollozo. Pero la pobre Lavinia estuvo magnífica:
—No
se trata de que él habría podido tenerme “a mí”: eso no es nada; fue, a lo
sumo, que yo habría podido tenerlo a él. Y bueno, ¿no es eso lo que ha
ocurrido?
Marmaduke
es mío por el hecho de que ninguna otra mujer lo tiene. He perdido el pasado,
pero ¿no se da usted cuenta de que no me fallará el futuro? Estoy más segura
que nunca de que no se casará.
—Claro
que no. ¡Cómo iba a enemistarse con esas personas!
Durante
un instante, Lavinia no dijo nada; después se limitó a exclamar:
—¡Bien,
por el motivo que sea!
Ahora,
no obstante, yo había hecho asomar en sus ojos un par de lágrimas silenciosas,
conque decidí dar por finalizada la penosa escena abandonando el asunto de
aquella morbosa farsa.
Pude
abandonarlo, pero en realidad no pude olvidarme de él... ni, en el fondo, sin
duda, lo deseaba, pues tener en la vida propia, año tras año, una cuestión
particular, o dos, sobre las cuales no quepa decidirse cómoda y tajantemente,
es lo que nos permite no caer en la apatía. Había habido poca necesidad de que
yo recomendara reserva a Lavinia: obedeció, por lo que hace a guardar
impenetrable secretismo excepto conmigo, a un instinto, un interés propio. Por
consiguiente, nosotras nunca “expusimos”, como se dice ahora, al pobre
Marmaduke: éramos bastante cuidadosas, por no hablar de que, además, ella
estaba demasiado orgullosa; y, en cuanto a él mismo, jamás escogió,
patentemente, en todo Londres, otras personas a las cuales confiarse cuando lo
necesitaba. Nunca nos llegó ningún eco público del extraño papel que él se
dedicaba a representar; y apenas si puedo expresar cómo tal hecho, por sí solo,
gradualmente me permitió formarme una idea de lo intenso del hechizo bajo el
cual se hallaba Marmaduke. De tarde en tarde me lo encontraba “en sociedad”:
normalmente en alguna cena. Había crecido como una persona con una posición y
todo un historial. En él, sonrosado y maduro, y también gordo, ya
inequívocamente gordo, había algo de la blandura —una blandura no ingenua— del
joven heredero de un importante negocio. Si los Dedrick hubiesen sido
banqueros, Marmaduke habría podido constituir el futuro de la casa. Sin
embargo, hubo un largo período durante el cual, a pesar de hallarnos todos en
Londres casi permanentemente, el joven no fue mencionado en mis conversaciones
con Lavinia.
Las
dos teníamos conciencia de ello; pero lo mismo ella que yo comprendíamos que a
fin de cuentas hay cosas que no es dable comentar, y, de todas maneras, aquella
reticencia no tenía nada que ver con que ella viera o no a nuestro amigo. Yo
estaba segura, por lo demás, de que sí lo veía. Pero hubo ocasiones memorables
que acertaron a ocurrirme a mí personalmente. Una de ellas tuvo lugar una tarde
dominical en que hacía un tiempo tan endemoniadamente lluvioso que, dando yo
por sentado que no habría de tener visitante alguno, me instalé junto al fuego
con un libro —una novela de gran éxito en mis tiempos— dispuesta a terminarlo
sin interrupciones. Súbitamente, en medio de mi abstracción, oí un firme
toc-toc-toc; ante lo cual recuerdo que emití un gruñido de inhospitalidad. Pero
mi visitante era Marmaduke, y Marmaduke resultó ser —y de una manera, pese a
todo lo acontecido hasta este punto, aún menos esperada— todavía más absorbente
que la novela. Me parece que fue puro azar que se mostrara tan cautivador; por
el grosor de un cabello no se limitó a un aburrido convencionalismo. No había
venido a confesar nada: sólo había venido a charlar intrascendentemente, para
mostrar una vez más que podíamos seguir siendo buenos amigos sin necesidad de
que él hablara de su vida privada. Pero había que tener en cuenta las
condiciones circundantes: el insinuante fuego del hogar, los objetos de la
habitación que le recordaban días pretéritos, y quizá también la cubierta de mi
libro mirándolo desde el lugar en que yo lo había depositado y dándole la
oportunidad de pensar que podía sustituir y superar a Wilkie Collins. En todo
caso, existía una promesa de intimidades en el ambiente, de oportunidad, para
él, en la tempestad que se estrellaba contra las ventanas. Estaríamos solos,
cómodos y seguros.
Estas
impresiones le obraron un influjo tanto más intenso cuanto que lo que hubieron
de remover, después lo vi, no fue en modo alguno el deseo de causar un efecto,
sino simplemente un estado de exultación que exigía desahogarse. Había llegado
a ser abrumador para él. Su pasado, acumulándose año tras año, se había vuelto
demasiado emocionante. Pero, así y todo, Marmaduke estuvo desmedidamente
increíble. No recuerdo qué pormenor de nuestra cháchara preliminar lo motivó,
mas se explayó, al calor de una u otra observación, como no se había explayado
jamás:
—¡Cuando
un hombre ha tenido durante unos meses lo que yo he tenido, ah! —Por lo visto,
la moraleja era que nada, en cuestiones de experiencia humana relacionada con
lo exquisito, podía ya importar especialmente. Advirtió, no obstante, que, al
pronto, yo no conseguía hacer casar aquella reflexión con ningún asunto
concreto, así es que continuó, con la más franca de las sonrisas—: Parece usted
tan desconcertada como si sospechase que aludo a alguna de esas cosas de las
que habitualmente no se habla; pero le aseguro que no me refiero a nada más
inconfesable que a los meses de nuestro venturoso compromiso matrimonial, que
vino a ser frustrado por la muerte.
—¿Vuestro
venturoso compromiso matrimonial? —No pude evitar el incrédulo tono en que le
repliqué; pero la manera como lo acogió fue algo cuya influencia siento todavía
hoy. Fue sólo una mirada, pero puso fin a mi tono para siempre. Hizo que, por
mi parte, un instante después, yo desviara la mirada hacia el fuego —una mirada
intensa— e incluso que me arrebolara un poco. En aquel momento estudié mi
dilema e hice mi elección; de modo que cuando nos miramos a la cara otra vez, yo
me sentía bastante más tolerante—: ¿Continúas todavía pensando —le dije,
siguiéndole la corriente— en lo mucho que ella hizo por ti?
No
bien hube dicho estas palabras comprobé que desde aquel momento inauguraban el
buen camino. Al punto, todo fue diferente. La principal interrogante sería si
yo era capaz de seguirlo sin dudar. Recuerdo que tan sólo unos minutos después,
sin ir más lejos, tal interrogante se me planteó con gran vividez. Su
contestación había sido abundante e imperturbable: había incluido algunas
alusiones a la manera como la muerte hace resaltar las más insulsas cosas que
la hayan precedido; ante lo cual me sentí de pronto tan inquieta como si él me
diera miedo. Me levanté para llamar a un criado a fin de ordenarle que se
ocupara de preparar el té; Marmaduke continuó hablando... hablando de
Maud-Evelyn, de lo que para él había representado la muchacha; y cuando acudió
el sirviente, nerviosamente prolongué adrede la orden. Esto me permitía ganar
tiempo, y fui capaz de dar instrucciones al sirviente sin pensar realmente en
lo que le decía; en lo que realmente pensaba era en la posibilidad de dar media
vuelta con unas pocas palabras francas. La tentación era fuerte: las mismas
impresiones que habían obrado su influjo sobre mi visitante, también lo
obraron, de un modo asaz distinto, durante esos uno o dos momentos, sobre mí.
¿Debía, cogiéndolo por sorpresa, espetarle directamente?:
“Vamos,
aclárame esto de una vez por todas: ¿eres el más desvergonzado y vil de los
cazafortunas, o sólo es que, de una manera más inocente y acaso más agradable,
se te ha reblandecido el cerebro?” Pero se me escapó la oportunidad... lo cual,
a decir verdad, no hube de lamentar posteriormente. Salió el criado y de nuevo
encaré a mi interlocutor, quien retomó la conversación. Lo miré a los ojos otra
vez, y se repitió la influencia de los mismos. Si le había ocurrido algo a su
cerebro, su consecuencia debía de ser el magnetismo que hay en la mirada del
loco. Ahora bien, Marmaduke fue el más cordial y el más amable de los locos.
Para cuando volvió el sirviente con el té, yo ya estaba preparada; estaba
preparada para todo. Con eso de “todo” me refiero a cualquier cosa que
sobreviniera en mi inmediato trato aceptador del caso. El caso era realmente
singular. Como todo lo demás, recuerdo el escenario: el ruido del viento y de
la lluvia; la vista de la plazoleta desolada, deslucida, desierta, y de la luz
de la tempestad primaveral; la manera como, sin que nada nos interrumpiese,
tomamos el té junto al fuego de la chimenea. De esta guisa, él me notó
receptiva y yo me sentí capaz de parecer simplemente atenta y bondadosa cuando
me dijo, por ejemplo:
—Los
Dedrick, sepa usted, de veras, aquel primer día (el día en que me recogieron en
el desfiladero del Splügen), reconocieron en mí al hombre ideal.
—¿Al
hombre ideal?
—Para
ser su yerno. Querían que su hija —completó— hubiera tenido, entiéndame, todo.
—Pues
bien, como ya lo ha tenido —procuré parecer entusiasta—, ¿no está arreglado el
problema?
—Oh,
está arreglado ahora —respondió—, ahora que lo tenemos todo. Mire, no habrían
podido quererme tanto —él deseaba que yo lo comprendiera— si no hubieran visto
en mí al hombre ideal.
—Comprendo,
es muy natural.
—Pues
bien —dijo Marmaduke—, esto excluyó la posibilidad de cualquier otro.
—¡Oh,
con otro, el asunto no habría dado tan buen resultado!
Pero
la espléndida satisfacción que sentía Marmaduke lo hizo inaccesible a mi
ironía.
—Verá
usted —siguió—, los pobres ancianos no podían hacer mucho (y ahora pueden hacer
todavía menos) con el futuro; de modo que tenían que hacer lo que pudieran con
el pasado.
—Y
al parecer —asentí— han hecho muchísimo con él.
—Lo
han hecho todo, sencillamente. Todo —repitió. Luego se le ocurrió una idea,
aunque nada insistente o importuno; lo adiviné por la expresión de su rostro —.
Si viniera usted a Westbourne Terrace...
—¡Oh,
no hablemos de ello! —atajé—. Ahora no sería correcto ir allí. Habría debido
hacerlo, si acaso, hace diez años.
Pero
se refería, siempre de buen talante, a algo más que eso:
—Comprendo.
Pero en la casa hay ahora muchas más cosas que entonces.
—Es
lógico. La gente adquiere cosas nuevas. ¡Aun así...! —En lo más hondo, lo que
yo hacía no era sino reprimir mi curiosidad.
Marmaduke
no me apremió, pero quiso informarme:
—Hay
nuestras habitaciones, toda la serie de nuestras estancias; y no creo que usted
haya visto nunca nada más encantador, pues el buen gusto de ella era
extraordinario. Creo que yo también tengo algo que ver en eso. —Luego,
percatándose de que, una vez más, yo estaba un poco desorientada, aclaró—:
Estoy significándole los aposentos preparados para nuestro matrimonio. —Estaba
“significando” cual príncipe de la Corona—. Estaban amueblados, hasta el último
detalle; no había que poner allí nada más. Y están como estaban: no se ha
movido ni un mueble, no se ha alterado ningún detalle, nadie más que nosotros
entra allí. Se conserva todo con mucho primor. Todos nuestros regalos están
allí; me habría gustado que los viera usted.
Era
ya un tormento; me percaté de haber cometido un error. Pero salí airosa:
—¡Oh,
no habría soportado el espectáculo!
—No
tiene nada de triste —dijo con una sonrisa—; es demasiado encantador como para
resultar triste. Es alegre. ¡Y los objetos...! —Semejó, en el apasionamiento de
su plática, tenerlos delante de sí.
—¿Tan
bellísimos son?
—Huy,
escogidos con una paciencia que los hace casi inapreciables. Es realmente un
museo. No había nada que los Dedrick considerasen excesivamente bueno para su
hija.
Me
había perdido el museo, pero reflexioné que no podía contener ningún objeto tan
raro como mi visitante.
—Hay
que reconocer que sí los has ayudado, después de todo; has podido hacerlo.
Convino
con gran ilusión:
—¡He
podido hacerlo, gracias a Dios, he podido hacerlo! Lo intuí desde el primer
momento y eso es lo que he hecho. —Luego, como si hubiese una relación directa,
añadió—: Todos los objetos míos están allí.
Cavilé
un momento.
—¿Tus
regalos?
—Los
que le hice a ella. A ella le gustaban todos, y recuerdo sus comentarios acerca
de cada uno. Aunque esté mal que sea yo quien lo diga —completó—, ninguno de
los demás puede compararse con los míos. Los miro todos los días, y puedo
asegurarle que no me siento nada avergonzado. —A todas luces, en suma, él había
sido espléndido, y prosiguió hablando de ello sin parar. En verdad se
ensoberbeció como nunca.
Por
lo que hace a épocas e intervalos, únicamente recuerdo que si esta visita de
Marmaduke tuvo lugar a principios de primavera, fue durante un día de finales
de otoño —pero probablemente de otoño de otro año posterior, un día
caracterizado por una luz solar calinosa y soñolienta y por las hojas pardas y
amarillas en los árboles— cuando, mientras atravesaba yo los Jardines de
Kensington, me encontré, en uno de los senderos más a trasmano, con una pareja
que ocupaba un par de sillas bajo un árbol y que al verme se levantó
inmediatamente. Yo tardé más en reconocerlos, tal vez debido al riguroso luto
que llevaba Marmaduke. En mi deseo de no traslucir mi engorro por habérmelos
topado, así como de mitigar la turbación que mi aparición hubiese podido
causarles, los intimé a volver a sentarse y les solicité, ya que había
desocupada una tercera silla, permiso para compartir unos momentos su descanso.
De esta guisa sucedió que, al cabo de un instante, Lavinia y yo estábamos
sentadas en tanto que nuestro amigo, que había consultado su reloj, permanecía
en pie ante nosotras sobre las hojas caídas y observaba que, lamentándolo
mucho, se veía obligado a dejarnos. Lavinia no dijo nada, pero yo expresé un
educado pesar; yo no estaba, sin embargo, según me pareció, en condiciones de
hablar, sin incurrir en despiste o malinterpretación, como si hubiera
interrumpido un tierno coloquio o separado a una pareja de enamorados. Pero sí
que estaba en condiciones de mirar a Marmaduke de arriba a abajo, con aire de
sorpresa ante su riguroso luto. Para dejarnos no daba otro pretexto que el de
que era tarde y debía regresar a casa. “A casa”, en boca suya, no tenía más que
un significado: yo lo sabía instalado en Westbourne Terrace.
—Espero
que no habrás sufrido —dije— la pérdida de alguien a quien yo conozca.
Marmaduke
miró a su acompañante, y su acompañante miró a Marmaduke.
—Ha
perdido a su esposa —me hizo saber Lavinia.
Oh,
esta vez, me temo, me invadió un pequeño acceso de crueldad; pero fue hacia él
hacia quien lo dirigí:
—¿A
tu esposa? ¡No sabía que estabas casado!
—Bueno
—respondió Marmaduke, decididamente alegre vestido con su traje negro, sus
guantes negros, su sombrero negro—, cuanto más vivimos en el pasado, más
descubrimos en él. Eso es un hecho absolutamente cierto. Comprendería usted
cuán cierto es si su vida hubiera tomado un giro semejante.
—Yo
vivo en el pasado —terció amablemente Lavinia como para ayudarnos a los dos.
—¡Confío,
querida —repliqué—, en que no habrás hecho unos descubrimientos igual de
extraordinarios! —Parecía absurdo andarse con chiquitas.
—¡Ojalá
que ninguno de sus descubrimientos sea tan aciago como el mío! — Marmaduke no
hablaba con entonación dramática, sino que tuvo el buen gusto de expresarse con
sencillez—. Tan apasionadamente han querido esto para ella —continuó
diciéndome, con un efecto anonadante—, que finalmente hemos visto lo que nos
correspondía hacer... Me refiero a lo que ha dicho Lavinia. —No vaciló más allá
de tres segundos; lo espetó orgullosamente—: Maud-Evelyn ha tenido toda su
felicidad de joven.
Lo
miré pasmada, pero Lavinia estuvo, a su propia manera, no menos deslumbrante:
—El
matrimonio se consumó —me explicó, tranquila, estupendamente.
Pues
bien, me resolví a no quedarme atrás.
—De
modo que luego quedaste viudo —dije con toda seriedad—, y es la razón de que
lleves luto.
—Sí,
y lo llevaré siempre.
—Pero
¿no es empezar un poco tarde a llevarlo?
Mi
pregunta fue estúpida, me di cuenta de ello enseguida; pero no importaba: él
estuvo a la altura requerida.
—Oh,
he tenido que esperar, ¿sabe?, a que me lo permitieran los demás hechos de mi
matrimonio. —Y de nuevo consultó su reloj—. Discúlpeme; debo marcharme. Adiós.
Adiós. —Nos estrechó la mano a las dos y se alejó. En tanto que, sentadas,
veíamos cómo se alejaba me sentí impresionada por la propiedad con que
encarnaba su personaje. Lo cierto es que en ese preciso instante me pareció que
ambas estábamos de acuerdo con esta idea, aunque no dije nada hasta que él se
perdió de vista. Luego, movidas por el mismo impulso, nos volvimos la una hacia
la otra.
—¡Yo
tenía entendido que no iba a casarse nunca! —exclamé para mi amiga.
Su
tierno rostro consumido me miró gravemente; dijo:
—Y
no lo hará. Nunca. Será todavía más fiel.
—¿Fiel?
¿A quién?
—A
Maud-Evelyn, desde luego. —Yo no dije nada: me limité a reprimir una
exclamación; pero extendí una mano y le cogí una de las suyas, y permanecimos
en silencio unos instantes—. Sé que todo ello no es más que una idea —volvió a
hablar finalmente—, pero a mí me parece una idea preciosa. —Luego añadió de
modo resignado e inolvidable—: Y ahora son ellos quienes pueden morir.
—¿Te
refieres al señor y la señora Dedrick? —Presté toda mi atención—. ¿Es que están
enfermos?
—No
exactamente, aunque, al parecer, la anciana está muy débil y cada vez más
quebradiza... no tanto, creo, por achaque alguno cuanto porque le parece que ya
ha realizado la tarea de su existencia y ahora, como dice Marmaduke, considera
que su vida ha cesado de tener sentido. ¡Además, figúrese, con todo su apego a
su hija, sus motivos para anhelar morirse! Y Marmaduke piensa que si ella
fallece, el señor Dedrick la seguirá pronto. Más o menos un “Juntos para
siempre los dos”.
—¿Le
hace compañía en su descenso para yacer junto a ella al pie de la colina?
—Sí,
tras haber dejado resueltas todas las cosas.
Les
di vueltas a tales cosas mientras nos íbamos y a la manera como las habían
resuelto en pro de la plenitud de Maud-Evelyn y la holgada prosperidad de
Marmaduke; y recuerdo que antes de que nos separáramos aquella tarde —habíamos
tomado un carruaje en Bayswater Road y Lavinia había venido conmigo— le dije:
—Entonces,
cuando ellos mueran, Marmaduke quedará en libertad, ¿no es así?
Lavinia
pareció no entender apenas:
—¿En
libertad?
—Para
hacer lo que él quiera.
Se
extrañó:
—Marmaduke
está haciendo ahora lo que él quiere.
—Pues,
en tal caso, para hacer lo que tú quieres.
—¡Huy,
ya ve usted que lo que yo quiero...!
¡Ah,
le cerré la boca!
—¡Lo
que quieres es colaborar en unas horribles mentiras: sí, ya lo veo!
A
su debido tiempo, así y todo, sí ocurrió lo que Lavinia me había aseverado: en
el curso del año siguiente tuve noticia del fallecimiento de la señora Dedrick,
y unos meses más tarde, sin que en el intervalo me hubiera visto yo con
Marmaduke, absolutamente dedicado a su desolado protector, supe que también
éste último, afligidamente, había seguido su suerte. Yo estaba fuera de
Inglaterra entonces: tuvimos que llevar una vida más económica y alquilamos
nuestra querida mansión; de modo que pasé tres inviernos sucesivos en Italia y
dediqué los periodos intermedios, en nuestro país, a visitar sobre todo a
parientes, que no conocían a estos amigos míos. Por supuesto, Lavinia me
escribía; me escribió, entre otras cosas, que Marmaduke estaba enfermo y que ya
no parecía el mismo desde la pérdida de su “familia”, y ello pese a que, en su
testamento, los Dedrick, como también me lo había participado ella en su
momento, se lo habían dejado “virtualmente todo”. Yo sabía, antes de regresar
para ya quedarme, que ahora ella lo veía a menudo y se ocupaba de cuidarlo en
muchos aspectos, habida cuenta de que semejaba agotado física y
espiritualmente. No bien nos vimos, la pregunté por él; ante lo cual me dijo:
—Está
consumiéndose paulatinamente. —Y, advirtiendo mi sorpresa, explicó—: Se ha
desgastado por la pasión con que ha realizado la tarea de su existencia.
—¿Quieres
decir que considera que su vida ha cesado de tener sentido, igual que él mismo
dijo de la señora Dedrick? —pregunté con amarga sorna.
Ante
esto se dio la vuelta:
—Usted
nunca ha comprendido.
Yo
sí había llegado a comprender, en mi opinión; y acabaría sintiéndome por entero
cierta de ello tras ir a visitarlo posteriormente. Pero por ahora, en este
reencuentro con Lavinia, me contenté con informarla de que lo visitaría a la
mayor brevedad; lo cual fue precisamente lo que la hizo desvelar el clímax, a
mi entender, de esta narración.
—Ahora,
Marmaduke, ¿sabe usted? —me advirtió Lavinia, tornando a encararme—, no se
halla en Westbourne Terrace. Ha alquilado una casita por Kensington.
—Entonces,
¿no ha conservado los objetos?
—Lo
ha conservado todo. —En todavía mayor grado me miró como si yo nunca hubiera
comprendido.
—¿Quieres
decir que los ha trasladado de residencia?
Lavinia
se mostró paciente conmigo.
—No
ha trasladado nada —dijo—. Todo sigue donde y como estaba, conservado
primorosamente.
Me
extrañé:
—Pero,
si él no vive allí...
—Sí
que lo hace.
—Entonces,
¿cómo es que está en Kensington?
Vaciló,
pero fue capaz de matizar con aún mayor soltura que antaño:
—Está
en Kensington... sin vivir allí.
—¿Quieres
decir que en la otra casa...?
—Sí,
ahí es donde pasa la mayor parte del tiempo. Va todos los días, pasa allá horas
enteras. Conserva la casa para esto.
—Comprendo:
continúa siendo el museo.
—¡Continúa
siendo el templo! —replicó Lavinia, con extraordinaria seriedad.
—En
tal caso, ¿por qué se ha mudado?
—Porque,
mire usted, en Kensington... —titubeó otra vez—...sí soy capaz de visitarlo. Y
él me necesita —dijo con admirable llaneza.
Lentamente
lo asimilé.
—Aun
después de la muerte de los padres, ¿tú no has ido nunca a Westbourne Terrace?
—Nunca.
—¿De
modo que no has visto nada? ¿Nada que fuese de Maud-Evelyn?
—Nada.
Yo
la entendía, vaya que sí; pero no he de negar que me noté decepcionada: había
esperado un relato de las maravillas que encerraba la casa y en el acto me hice
cargo de que no sería correcto que yo diera un paso que Lavinia no había
querido dar. Cuando, poco tiempo después, los vi juntos en Kensington Square
—había ciertas horas del día que Lavinia pasaba regularmente con él—, observé
que todo lo relacionado con él era distinto, llamativo y generoso. Los dos
resultaban, en su insólita unión postrimera —si unión podía denominarse—, muy
sencillos y muy conmovedores; pero él estaba visiblemente acabado: llevaba la
muerte inscrita en la mirada. Ella lo atendía cual hermana de la caridad... o
cual hermana de él mismo, cuando menos. Ahora no estaba robusto y sonrosado, ni
parecía tener bajo control su propia atención, e, íntima y fantasiosamente, me
pregunté por dónde divagaría ésta y en qué se recrearía. Pero el pobre Marmaduke
fue un caballero hasta el final: no olvidó su rectitud ni en la hora de la
agonía. Murió hace doce días; se dio lectura a su testamento; y durante la
semana pasada vi a Lavinia, quien me informó de las disposiciones del mismo. Le
había legado todo cuanto él mismo heredara. Sin embargo, ella me habló de un
modo que me hizo preguntar, sorprendida:
—Pero
¿no has estado aún en la casa?
—Todavía
no. Sólo he visto a los procuradores, los cuales me han dicho que no habrá
ninguna complicación.
En
su entonación había algo que me hizo seguir preguntando:
—¿Es
que no sientes ninguna curiosidad por ver lo que hay allí?
Me
dirigió una mirada acongojada —casi suplicante— que yo comprendí; e
inmediatamente dijo:
—¿Irá
usted conmigo?
—Algún
día, con mucho gusto... pero no la primera vez. La primera visita tienes que
hacerla sola. Lo que encontrarás allí —completé (pues había advertido su
semblante)—, ahora no debes considerarlo como las reliquias de ella...
—...¿Sino
como las reliquias de él?
—Habida
cuenta de la relación íntima de Marmaduke con ellas, ¿acaso su muerte no te las
ha convertido en eso?
Se
le iluminó el rostro; me di cuenta de que me agradecía haberle formulado esa
concepción.
—Comprendo
—murmuró—, comprendo. Son las reliquias de él. Iré.
Lavinia
fue a la casa de Westbourne Terrace y hace tres días vino a verme. Son
realmente maravillas, al parecer, tesoros extraordinarios, y no falta ni uno.
La semana próxima iré con ella; podré verlos por fin. ¿Cómo dices? ¿Que a ti
tengo que contártelo todo sobre ellos? Cómo no, mi querido amigo.
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