William Gibson
Supongo que la cosa empezó
en Londres, en aquella falsa taberna griega de Battersea Park Road, con un
almuerzo a expensas de la empresa de Cohen.
Por fortuna, el asunto
empieza a desvanecerse, a convertirse en un episodio. Cuando todavía capto la
extraña visión, es periférica; meros fragmentos de cromo de científico loco,
que se limitan al rabillo del ojo. Hubo aquella ala volante sobre San Francisco
la semana pasada, pero era casi translúcida. Y los descapotables de aleta de
tiburón se han vuelto más escasos, y las autopistas evitan discretamente
desplegarse, para no convertirse en esos esplendorosos monstruos de ochenta
carriles que forzosamente tuve que recorrer el mes pasado en mi Toyota
alquilado. Y sé que nada de eso me seguirá hasta Nueva York; mi visión se está
estrechando, centrándose en una única longitud de onda de probabilidad. He
trabajado duro para lograrlo. La televisión ayudó mucho.
Supongo que la cosa empezó
en Londres, en aquella falsa taberna griega de Battersea Park Road, con un
almuerzo a expensas de la empresa de Cohen. Comida recalentada, y luego
tardaron treinta minutos en encontrar un cubo de hielo para el retsina. Cohen
trabaja en Barris—Watford, que publica libros de formato grande, en rústica,
sobre temas de moda: historias ilustradas de los letreros de neón, la máquina
tragamonedas, los juguetes de cuerda del Japón Ocupado. Yo había ido para
fotografiar una serie de anuncios de calzado; chicas californianas de piernas
bronceadas y juguetonas zapatillas fluorescentes hicieron travesuras para mí en
las escaleras mecánicas de St. John’s Wood y en los andenes de Tooting Bec. Una
magra y hambrienta agencia de publicidad había decidido que los misterios del
London Transport venderían zapatillas de nailon de suela reticular. Ellos
deciden; yo hago las fotos. Y Cohen, a quien conocía vagamente de los viejos
tiempos en Nueva York, me había invitado a almorzar la víspera de mi partida
desde Heathrow. Apareció acompañado por una mujer joven vestida muy a la moda y
llamada Dialta Downes, que carecía virtualmente de mentón y era, sin duda, una
conocida historiadora del pop art.
Retrospectivamente, la veo
caminando junto a Cohen bajo un aviso de neón flotante que destella
intermitentes “Por aquí está la locura” en enormes mayúsculas sin serif.
Cohen nos presentó y me
explicó que Dialta era la principal animadora del último proyecto de Barris—Watford,
una historia ilustrada de lo que ella llamó el “modernismo aerodinámico
americano”. Cohen lo llamaba “gótico de pistola de rayos”. El título provisorio
de la obra era La futurópolis aerodinámica: el mañana que nunca fue.
Hay en los británicos una
obsesión por los elementos más barrocos de la cultura pop americana, algo
parecido al extraño fetichismo de los alemanes con los indios-y-vaqueros o la
aberrante ansia de los franceses por las viejas películas de Jerry Lewis. En
Dialta Downes esto se manifestaba en una manía por un estilo arquitectónico,
exclusivamente norteamericano, del que la mayoría de los norteamericanos casi
no son conscientes. Al principio yo no sabía bien de qué me hablaba, pero luego
empecé a comprender. Me encontré recordando la televisión matutina de los
domingos en los años cincuenta.
A veces, el canal local
pasaba, como relleno, viejos y gastados noticiarios. Uno se sentaba con un
bocadillo de manteca de cacahuete y un vaso de leche; y una voz de barítono
hollywoodense, plagada de ruidos de estática, te decía que había Un Coche
Volador En Tu Futuro. Y tres ingenieros de Detroit se ponían a dar vueltas en
un viejo y enorme Nash alado; y los veías pasar retumbando por alguna
abandonada carretera de Michigan. En realidad nunca te mostraban cuándo
despegaba, pero se iba volando hasta la tierra del nunca jamás de Dialta
Downes, verdadero hogar de una generación de tecnófilos totalmente
desinhibidos.
Ella hablaba de esos retazos
de la arquitectura “futurista” de los años treinta y cuarenta con que uno se
cruza todos los días en las ciudades americanas sin tenerlos en cuenta: las
marquesinas de los cines, diseñadas para que irradien una energía misteriosa,
las tiendas de baratijas con fachadas de aluminio acanalado, las sillas de
tubos cromados que acumulan polvo en los vestíbulos de los hoteles. Ella veía
esas cosas como segmentos de un mundo de sueños, abandonados en un presente
perezoso; quería que yo se los fotografiase.
La década de los treinta dio
luz a la primera generación de diseñadores industriales; hasta entonces todos los
sacapuntas habían parecido sacapuntas: el básico mecanismo victoriano, tal vez
con algún arabesco decorativo en los bordes. Tras el advenimiento de los
diseñadores, algunos sacapuntas parecían haber sido armados en túneles de
viento. En la mayoría, el cambio era sólo superficial: bajo la aerodinámica
cáscara cromada uno descubría el mismo mecanismo victoriano. Lo cual en cierto
modo era lógico, pues los diseñadores norteamericanos más famosos habían sido
reclutados en las filas de los escenógrafos de Broadway. Todo era un escenario
teatral, una serie de exquisitos decorados para jugar a vivir en el futuro.
Durante la sobremesa, Cohen
sacó un grueso sobre de manila lleno de fotografías en papel brillante. Vi las
estatuas aladas que guardan la presa Hoover, adornos de hormigón de doce metros
de altura que apuntan con firmeza hacia un huracán imaginario. Vi una docena de
fotos del Johnson’s Wax Building de Frank Lloyd Wright, pegadas sobre carátulas
de viejos números de Amazing Stories, obra de un artista llamado Frank R. Paul;
a los empleados del Johnson’s Wax les habría parecido que estaban entrando en
una de las utopías que Paul pintaba con aerógrafo. El edificio de Wright daba
la impresión de haber sido diseñado para gente que llevara togas blancas y sandalias
de acrílico. Me demoré en un esbozo de un avión de hélice especialmente
pomposo, todo ala, como un gordo y simétrico búmeran, con ventanas en lugares
inverosímiles. Unas flechas rotuladas indicaban la posición de la sala de baile
y dos canchas de squash. Databa de 1936.
—Esta cosa no podría haber
volado, ¿verdad? —miré a Dialta Downes.
—Qué va, de ninguna manera,
aun con esas doce hélices enormes; pero a ellos les encantaba el aspecto,
¿entiendes? De Nueva York a Londres en menos de dos días, comedores de primera
clase, camarotes privados, cubiertas para tomar sol, jazz y baile por las
noches… Los diseñadores eran populistas, y trataban de dar al público lo que el
público quería. Lo que el público quería que fuese el futuro.
Hacía tres días que estaba
en Burbank, tratando de infundir carisma a un roquero de aspecto realmente
aburrido, cuando recibí el paquete de Cohen. Es posible fotografiar lo que no
está; resulta muy difícil y es, por lo tanto, un talento muy vendible. Si bien
es cierto que no lo hago mal, no soy exactamente el mejor, y aquel pobre tipo
agotó la credibilidad de mi Nikon. Salí deprimido, porque me gusta hacer bien
mi trabajo, pero no deprimido del todo, porque me aseguré de recibir el cheque
por el trabajo, y resolví reponerme con el sublime, seudoartístico encargo de
Barris Watford. Cohen me había enviado algunos libros sobre el diseño de los
años treinta, más fotos de edificios aerodinámicos, y una lista con los
cincuenta ejemplos favoritos de Dialta Downes en California.
La fotografía arquitectónica
implica a veces una gran dosis de espera: el edificio se convierte en una
especie de reloj de sol, mientras uno aguarda a que una sombra se aleje de un
detalle que se quiere fotografiar, o que la masa y el equilibrio de la
estructura se muestren de una cierta manera. Mientras esperaba, me imaginé en
la América de Dialta Downes. Cuando aislé algunos de los edificios de fábricas
en el cristal esmerilado de la Hasselblad, aparecieron con una especie de
siniestra dignidad totalitaria, como los estadios que Albert Speer construía
para Hitler. Pero el resto era inexorablemente cursi: material efímero moldeado
por el subconsciente colectivo norteamericano de los años treinta, y que tendía
a sobrevivir ante todo en zonas deprimentes, bordeadas de moteles polvorientos,
colchonerías al por mayor y pequeños depósitos de automóviles de ocasión. Me
dediqué sobre todo a las estaciones de servicio. Durante el apogeo de la Era
Downes, encargaron a Ming el Implacable el diseño de las estaciones de servicio
de California. Partidario de la arquitectura de su Mongo natal, Ming recorrió
la costa de arriba abajo, levantando estructuras de pistola de rayos con estuco
blanco. Muchas de ellas presentaban superfluas torres centrales rodeadas de
esos extraños rebordes de radiador que eran el sello distintivo del estilo y
las hacían parecer capaces de generar potentes estallidos de puro entusiasmo
tecnológico, si tan sólo se pudiese encontrar el interruptor que las ponía en
marcha. Fotografié una en San José una hora antes de que llegaran las
motoniveladoras y arremetieran contra la estructural verdad de yeso, listones y
hormigón barato.
—Considera eso —había dicho
Dialta Downes— una especie de América alternativa: un 1980 que nunca sucedió.
Una arquitectura de sueños frustrados.
Y ese fue mi estado de ánimo
mientras recorría las estaciones de intrincada mezcla socioarquitectónica en mi
Toyota rojo; mientras iba sintonizando la imagen de una vaga Norteamérica que
no fue, de plantas de Coca—Cola que parecían submarinos varados, y de cines de
quinta que parecían templos de alguna secta perdida que había adorado los
espejos azules y la geometría. Y mientras andaba entre aquellas ruinas secretas
se me ocurrió preguntarme qué pensarían del mundo en el que yo vivía los habitantes
de ese futuro perdido.
La década de los treinta
soñó con mármol blanco y cromo aerodinámico, cristal inmortal y bronce bruñido,
pero los cohetes de las portadas de las revistas de Gernsback habían caído en
Londres en plena noche, chillando. Después de la guerra, todo el mundo tuvo
coche —sin alas— y la prometida autopista para conducirlo, con lo que hasta el
mismo cielo se oscureció, y los gases carcomieron el mármol y agujerearon el
cristal milagroso.
Y un día, en las afueras de
Bolinas, mientras me preparaba para fotografiar un ejemplar especialmente
lujoso de la arquitectura marcial de Ming, atravesé una delgada membrana, una
membrana de probabilidad… Casi sin darme cuenta, fui más allá del Borde… Y miré
hacia arriba y vi una cosa con doce motores que parecía un búmeran inflado,
todo ala, volando hacia el este con un zumbido monótono y una gracia
elefantina, tan bajo que pude contar los remaches en esa piel de plata opaca y
oír —quizás— un eco de jazz. Se la llevé a Kihn.
Merv Kihn, periodista
independiente, con una dilatada trayectoria en pterodáctilos de Texas,
campesinos visitados por ovnis, monstruos de Loch Ness de segunda y las diez
principales teorías conspiratorias del rincón más lunático del inconsciente
colectivo norteamericano.
—Está bien —dijo Kihn,
sacando brillo a las amarillas gafas de caza Polaroid con el dobladillo de la
camisa hawaiana—, pero no es mental; le falta lo más importante.
—Pero lo vi, Mervyn,
estábamos sentados junto a una piscina, al brillante sol de Arizona. Él había
ido a Tucson a esperar a un grupo de funcionarios jubilados de Las Vegas cuya
líder recibía mensajes de Ellos en el horno de microondas. Yo había conducido
toda la noche y lo sentía.
—Claro que lo viste. Claro
que lo viste. Has leído mis cosas. ¿No has entendido mi solución general para
el problema de los ovnis? Es muy, muy sencilla: la gente —se colocó
cuidadosamente las gafas sobre la nariz larga y ganchuda y me clavó su mejor
mirada de basilisco— ve… cosas. La gente ve esas cosas. No hay nada, pero la
gente ve esas cosas. No hay nada, pero la gente ve de todos modos. Quizá porque
lo necesita. Has leído a Jung, y deberías saber de qué se trata… Tu caso es tan
obvio: admites que pensabas en esa arquitectura chiflada, que fantaseabas…
Mira, estoy seguro de que habrás probado tus drogas, ¿no es cierto? ¿Cuánta
gente sobrevivió a los sesenta en California sin sufrir alguna que otra
alucinación? Por ejemplo esas noches en que descubrías que ejércitos enteros de
técnicos de Disney se habían ocupado de bordarte en los tejanos hologramas
animados de jeroglíficos egipcios, o esos momentos en que…
—Pero no fue así.
—Claro que no. Claro que no
fue así; ocurrió “en un marco de clara realidad”, ¿no es cierto? Todo normal, y
de pronto ahí está el monstruo, el mandala, el cigarro de neón. En tu caso, un
gigantesco avión de novela de aventura. Sucede todo el tiempo. Ni siquiera
estás loco. Eso lo sabes, ¿verdad? —sacó una cerveza de la maltratada nevera
portátil de telgopor que tenía junto a la silla.
—La semana pasada estuve en
Virginia. En el condado de Grayson. Entrevisté a una chica de dieciséis años
que había sido atacada por una cabeza de oso.
—¿Una qué?
—Una cabeza de oso. La
cabeza cortada de un oso. Pues esta cabeza, verás, flotaba por ahí en su propio
platillo volador, que se parecía un poco a los tapacubos del Caddy antiguo del
primo Wayne. Tenía ojos colorados y brillantes, como dos brasas de cigarro, y
antenas telescópicas de cromo que se le abomban por detrás de las orejas
—Mervyn eructó.
—¿La atacó? ¿Cómo?
—No lo quieras saber; sin
duda eres impresionable. “Era una cabeza fría —dijo, ensayando su mal acento
sureño— y metálica.” Hacía ruidos electrónicos. Eso es auténtico, amigo, un
material que llega directamente del inconsciente colectivo; esa niña es una
bruja. No tiene sitio en esta sociedad. Habría visto al diablo si no hubiese
crecido con El hombre biónico y todas esas reposiciones de Star Trek. Está
conectada a la vena principal. Y sabe que eso le sucedió. Me fui diez minutos
antes de que apareciesen los fanáticos de los ovnis con el polígrafo.
Debió de pensar que yo
estaba disgustado, porque puso cuidadosamente la cerveza junto a la nevera y se
incorporó.
—Si quieres una explicación
más elegante, te diría que viste un fantasma semiótico. Todas esas historias de
contactos, por ejemplo, comparten un tipo de imaginería de ciencia—ficción que
impregna nuestra cultura. Podría aceptar extraterrestres, pero no
extraterrestres que pareciesen salidos de un cómic de los años cincuenta. Son
fantasmas semióticos, trozos de imaginería cultural profunda que se han
desprendido y adquirido vida propia, como las aeronaves de Julio Verne que
siempre veían esos viejos granjeros de Kansas. Pero tú viste otra clase de fantasma,
eso es todo. Ese avión fue en otro tiempo parte del inconsciente colectivo. Tú,
de alguna manera, sintonizaste con eso. Lo importante es no preocuparse.
Pero yo me preocupaba.
Kihn se peinó el menguante
pelo rubio y se fue a oír lo que Ellos habían dicho por el radar últimamente;
yo corrí las cortinas de mi habitación y me acosté a preocuparme en la
oscuridad refrigerada.
Aún estaba preocupándome
cuando desperté. Kihn me había dejado un mensaje en la puerta: volaba hacia el
norte en un avión alquilado para verificar un rumor sobre mutilaciones de
ganado (“mutis”, decía él; otra de sus especialidades periodísticas).
Comí, me duché, tomé una
desmigajada pastilla dietética que había estado un tiempo dando tumbos en el
fondo del estuche de la afeitadora y emprendí el regreso a Los Angeles.
La velocidad limitaba mi
visión al túnel de las luces del Toyota. El cuerpo podría conducir, me decía,
mientras la mente funcionase. Funcionase y se mantuviese alejada del extraño y
periférico acompañamiento visual de las anfetaminas y el agotamiento, la
vegetación espectral, luminosa, que crece en el rabillo del ojo mental cuando
se recorren autopistas a altas horas de la noche. Pero la mente tiene sus
propias ideas, y la opinión de Kihn respecto a lo que yo ya consideraba mi
“visión” me resonaba interminablemente en la cabeza, girando en órbita
asimétrica. Fantasmas semióticos. Fragmentos del Sueño Colectivo caracoleando
al viento a mi paso. Por algún motivo, aquel bucle de retroacción agravó el
efecto de la pastilla dietética, y la vegetación que crece junto a la carretera
comenzó a adoptar los colores de una imagen de satélite captada con
infrarrojos, jirones brillantes que estallaban al paso del Toyota.
Entonces salí de la
autopista y media docena de latas de cerveza parpadearon dándome las buenas
noches antes de apagar las luces. Me pregunté qué hora sería en Londres, y
traté de imaginar a Dialta Downes desayunando en su apartamento de Hampstead,
rodeada de aerodinámicas estatuillas de cromo y libros sobre la cultura
americana.
Las noches del desierto son
enormes en esa región; la luna está más cerca. Miré la luna un buen rato y
llegué a la conclusión de que Kihn tenía razón: lo importante era no
preocuparse. A todo lo ancho del continente, día tras día, gente que era más
normal de lo que yo jamás habría aspirado ser veía pájaros gigantes, patagones,
refinerías de petróleo voladoras: ellos mantenían a Kihn ocupado y solvente.
¿Por qué habría yo de alterarme por una fugaz visión de la imaginación popular
de los años treinta en el cielo de Bolinas? Resolví dormirme, sin otras
preocupaciones que las serpientes de cascabel y los hippies caníbales; a salvo
en medio de la amistosa basura de una carretera de mi bien conocido continuo.
Al día siguiente iría a Nogales a fotografiar los viejos burdeles, cosa que
pretendía hacer desde hacía años. El efecto de la pastilla dietética había
terminado.
Me despertó la luz, y luego
las voces.
La luz venía de alguna parte
a mis espaldas, y arrojaba sombras movedizas al interior del automóvil. Eran
voces serenas, confusas, de hombre y de mujer conversando.
Tenía el cuello tieso y una
sensación de arena en los ojos. La pierna se me había dormido, presionada contra
el volante. Busqué atolondradamente las gafas en el bolsillo de la camisa y por
fin logré ponérmelas.
Entonces miré hacia atrás y
vi la ciudad.
Los libros sobre el diseño
de los años treinta estaban en el maletero; uno de ellos contenía esbozos de
una ciudad idealizada inspirada en Metrópolis y en Lo que vendrá, pero donde
todo se escuadraba, lanzándose hacia arriba entre las nubes perfectas de un
arquitecto hasta unos muelles de zepelines y unos delirantes chapiteles de
neón. Aquella ciudad era un modelo a escala de la que se alzaba a mis espaldas.
Los chapiteles se erguían unos sobre otros en brillantes zigurats que subían
hasta una dorada torre del templo central rodeado por los dementes rebordes de
radiador de las gasolineras de Mongo. Podías esconder el Empire State en la más
pequeña de aquellas torres. Calles de cristal subían entre los chapiteles,
transitadas de arriba abajo por formas plateadas y lisas como gotas de
mercurio. El aire estaba atiborrado de naves: aviones de alas gigantescas, cosas
pequeñas, plateadas, velocísimas (a veces, una de las formas de mercurio de los
puentes celestes se elevaba con gracia en el aire para sumarse a la danza),
dirigibles de más de un kilómetro de longitud, cosas con forma de libélula que
planeaban, girocópteros…
Cerré los ojos y di media
vuelta en el asiento. Cuando los abrí, me obligué a mirar el cuentakilómetros,
el pálido polvo de la carretera sobre el plástico negro del tablero, el
cenicero desbordante.
—Psicosis anfetamínica
—dije. Abrí los ojos. El tablero seguía allí, el polvo, las colillas
aplastadas. Con mucho cuidado, sin mover la cabeza, encendí las luces altas.
Y los vi.
Eran rubios. Estaban de pie
junto a su automóvil, un aguacate de aluminio con una aleta central de tiburón
y ruedas lisas y negras como las de un juguete infantil. El rodeaba con el
brazo la cintura de la muchacha, y señalaba hacia la ciudad. Ambos estaban
vestidos de blanco: ropas holgadas, las piernas desnudas, zapatos de un blanco
inmaculado. Ninguno parecía advertir mis luces. El decía algo que era sabio y
fuerte, y ella asentía, y de pronto me asusté: un susto distinto. La cordura
había dejado de ser un problema; sabía, por alguna razón, que la ciudad a mis
espaldas era Tucson: un sueño que Tucson había proyectado arrancándolo del
sueño colectivo de toda una época. Que era real, completamente real. Pero la
pareja frente a mí vivía en él, y ellos me asustaban.
Eran los hijos de los
ochenta que nunca fueron, los ochenta de Dialta Downes; los Herederos del
Sueño. Eran blancos, rubios, y probablemente de ojos azules. Eran americanos.
Dialta había dicho que el futuro había llegado a América primero, pero que
había pasado de largo. Pero no allí, en el corazón del sueño. Allí habíamos
seguido adelante, dentro de una lógica de sueños que no sabía nada de polución,
de los límites finitos del combustible fósil, de guerras extranjeras que era
posible perder. Ellos eran limpios, felices, y totalmente satisfechos de sí
mismos y del mundo. Y en el Sueño, aquél era el mundo de ellos.
Detrás de mí, la ciudad
iluminada: unos reflectores barrían el cielo por puro placer. Imaginé a la
gente atestando las plazas de mármol blanco, metódica y alerta, los ojos
luminosos brillando de entusiasmo por las avenidas inundadas de luz y por los
coches plateados.
Tenía todo el siniestro
gusto de la propaganda de las Juventudes Hitlerianas.
Puse el coche en primera y
avancé despacio, hasta que el parachoques quedó a poco menos de un metro de
ellos. Seguían sin verme. Bajé la ventanilla y escuché lo que decía el hombre.
Sus palabras eran luminosas y huecas, como el tono de un folleto de alguna
Cámara de Comercio, y supe que creía en ellas totalmente.
—John —oí que decía la
mujer—, hemos olvidado tomar nuestras pastillas alimenticias —la mujer sacó dos
obleas de una cosa que llevaba en el cinto y le dio una a él. Regresé a la
autopista y me puse en marcha hacia Los Angeles, estremeciéndome y sacudiendo
la cabeza.
Llamé a Kihn desde un puesto
de gasolina. Uno nuevo, en mal Español Moderno. Había regresado de su
expedición y no pareció molestarle la llamada.
—Sí, ésa sí que es rara.
¿Trataste de sacar fotos? No es porque fuera a salir nada, pero añade un
frisson interesante a la historia, que las fotos no hayan salido…
Pero, ¿qué debería hacer?
—Ver mucha televisión, sobre
todo programas de juegos y telenovelas. Películas porno. ¿Has visto Nazi Love
Motel? La pasan por cable, aquí. Es horrible de verdad. Justo lo que necesitas.
¿Qué me estaba diciendo?
—Deja de gritar y escúchame.
Te voy a revelar un secreto profesional: puedes exorcizar todos esos fantasmas
semióticos con la peor programación. Si a mí me quita de encima a los fanáticos
de los ovnis, a ti te puede liberar de esos futuroides modernistas. Inténtalo.
¿Qué puedes perder?
Y entonces me rogó que lo
dejara en paz, aduciendo que tenía una cita temprano con el Elegido.
—¿El qué?
—Esos viejos de Las Vegas;
los de los microondas.
Pensé en hacer una llamada a
Londres, a cobro revertido, hablar con Cohen en Barris—Watford y decirle que su
fotógrafo se iba a pasar una larga temporada en la Zona Gris. Al final, dejé
que una máquina me preparase un café realmente imposible y volví al Toyota para
terminar el viaje a Los Angeles.
Los Angeles fue una mala
idea, y pasé allí dos semanas. Era el país primordial de Downes; había allí
demasiado Sueño, y demasiados fragmentos del Sueño aguardando para tenderme una
celada. Casi destrozo el coche en un paso a nivel cerca de Disneylandia, cuando
la carretera se abrió en abanico como un truco de origami y me dejó
zigzagueando entre una docena de minicarriles llenos de sibilantes lágrimas de
cromo con aletas de tiburón. Peor aún. Hollywood estaba lleno de gente que se
parecía demasiado a la pareja que había visto en Arizona. Contraté a un
director italiano que se las arreglaba haciendo trabajos de laboratorio y
diseñando terrazas alrededor de las piscinas mientras esperaba la llegada de su
nave; hizo copias de todos los negativos que había acumulado durante el encargo
de Downes. No quise ver el material. Eso, sin embargo, no pareció molestar a
Leonardo, y cuando hubo terminado el trabajo examiné las copias al vuelo, como
quien mira un mazo de baraja, las empaqueté y las envié a Londres vía aérea.
Luego fui en taxi hasta una sala donde pasaban Nazi Love Motel, y mantuve los
ojos cerrados todo el tiempo.
El telegrama de felicitación
de Cohen me llegó una semana después a San Francisco. A Dialta le habían encantado
las fotos. El admiró el modo en que me había “metido en el asunto”, y esperaba
volver a trabajar conmigo. Esa tarde vi un ala volante sobre Castro Street,
pero tenía algo de tenue, como si estuviese sólo a medias.
Corrí hasta el quiosco de
periódicos más cercano y busqué todo lo que había sobre la crisis petrolera y
los peligros de la energía nuclear. Acababa de decidir comprar un billete aéreo
para ir a Nueva York.
—Vaya mundo en el que
vivimos, ¿verdad? —el propietario era un negro delgado de mala dentadura y
evidente peluca. Asentí, buscando monedas en los bolsillos del pantalón,
deseando encontrar un banco de parque donde poder sumergirme en la dura
evidencia de la casi distopía humana en que vivimos—. Pero podría ser peor,
¿verdad?
—Así es —dije—, o peor aún,
podría ser perfecto.
El hombre se quedó mirándome
mientras me alejaba por la calle con mi pequeño fajo de catástrofes
condensadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario