F. Scott
Fitzgerald
I
Hasta
1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen, los grandes
dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién
nacido deben ser emitidos en la atmósfera aséptica de un hospital,
preferiblemente en un hospital elegante. Así que el señor y la señora Button se
adelantaron cincuenta años a la moda cuando decidieron, un día de verano de
1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este
anacronismo tuvo alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto
de referirles.
Les
contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen por sí mismos.
Los
Button gozaban de una posición envidiable, tanto social como económica, en el
Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con Esta o Aquella
Familia, lo que, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de
la inmensa aristocracia que habitaba la Confederación. Era su primera
experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de tener
hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba en que fuera un
niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución
en la que el propio señor Button había sido conocido durante cuatro años con el
apodo, más bien obvio, de Cuello Duro.
La
mañana de septiembre consagrada al extraordinario acontecimiento se levantó muy
nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las
calles de Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la
noche había traído en su seno una nueva vida.
A
unos cien metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor
Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal
restregándose las manos como si se las lavara —como todos los médicos están
obligados a hacer, de acuerdo con los principios éticos, nunca escritos, de la
profesión.
El
señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros
Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo
que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
—Doctor
Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!
El
doctor lo oyó, se volvió y se paró a esperarlo, mientras una expresión extraña
se iba dibujando en su severa cara de médico a medida que el señor Button se
acercaba.
—¿Qué
ha ocurrido? —preguntó el señor Button, respirando con dificultad después de su
carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido?
¿Qué…?
—Serénese
—dijo el doctor Keene ásperamente. Parecía algo irritado.
—¿Ha
nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.
El
doctor Keene frunció el entrecejo.
—Diantre,
sí, supongo… en cierto modo —y volvió a lanzarle una extraña mirada al señor
Button.
—¿Mi
mujer está bien?
—Sí.
—¿Es
niño o niña?
—¡Y
dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le ruego que lo vea
usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra cupo casi en una sola sílaba.
Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi
reputación profesional? Otro caso así sería mi ruina… la ruina de cualquiera.
—¿Qué
pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No,
nada de trillizos! —respondió el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted
mismo. Y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido
el médico de su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No
quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más! ¡Adiós!
Se
volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió a su faetón, que lo esperaba en
la calzada, y se alejó muy serio.
El
señor Button se quedó en la acera, estupefacto y temblando de pies a cabeza.
¿Qué horrible desgracia había ocurrido? De repente había perdido el más mínimo
deseo de entrar en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un
instante después, haciendo un terrible esfueFZo, se obligó a subir las
escaleras y cruzó la puerta principal.
Había
una enfermera sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo.
Venciendo su vergüenza, el señor Button se le acercó.
—Buenos
días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos
días. Soy… Soy el señor Button.
Una
expresión de horror se adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un
salto y pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias a
un esfuerzo ímprobo y evidente.
—Quiero
ver a mi hijo —dijo el señor Button.
La
enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por
supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las escaleras. ¡Suba!
Le
señaló la dirección con el dedo, y el señor Button, bañado en sudor frío, dio
media vuelta, vacilante, y empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de
arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la
mano.
—Soy
el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi…
¡Clanc!
La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clanc!
¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si participara en el terror general
que había desatado aquel caballero.
—¡Quiero
ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba. Estaba a punto de sufrir un
ataque.
¡Clanc!
La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el control
de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.
—De
acuerdo, señor Button —concedió con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted
supiera cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante!
Esta clínica no conservará ni sombra de su reputación después de…
—¡Rápido!
—gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!
—Venga
entonces por aquí, señor Button. Se arrastró penosamente tras ella. Al final de
un largo pasillo llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una
sala que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los lloros».
Entraron. Alineadas a lo largo de las pareces había media docena de cunas con
ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una etiqueta pegada en la cabecera.
—Bueno
—resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél
—dijo la enfermera.
Los
ojos del señor Button siguieron la dirección que señalaba el dedo de la
enfermera, y esto es lo que vieron: envuelto en una voluminosa manta blanca,
casi saliéndose de la cuna, había sentado un anciano que aparentaba unos
setenta años. Sus escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una
larga barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá, abanicada por
la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos
desvaídos y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no hallaba
respuesta.
—¿Estoy
loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O la clínica
quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A
nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera severamente—. Y no
sé si usted está loco o no, pero lo que es absolutamente seguro es que ése es
su hijo.
El
sudor frío se duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a
abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta años, un recién
nacido de setenta años, un recién nacido al que las piernas se le salían de la
cuna en la que descansaba.
El
anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un instante, y
de repente habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres
mi padre? —preguntó.
El
señor Button y la enfermera se llevaron un terrible susto.
—Porque,
si lo eres —prosiguió el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras
de este sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora cómoda.
—Pero,
en nombre de Dios, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres tú? —estalló el señor
Button exasperado.
—No
te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz quejumbrosa—, porque sólo
hace unas cuantas horas que he nacido. Pero mi apellido es Button, no hay duda.
—¡Mientes!
¡Eres un impostor!
El
anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.
—Bonito
modo de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que
se equivoca, ¿quiere?
—Se
equivoca, señor Button —dijo severamente la enfermera—. Este es su hijo.
Debería asumir la situación de la mejor manera posible. Nos vemos en la
obligación de pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A
casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí,
no podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo
me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio! Vamos, el sitio ideal
para albergar a un joven de gustos tranquilos. Con todos estos chillidos y
llantos, no he podido pegar ojo. He pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó
una aguda nota de protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
El
señor Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la cara entre
las manos.
—¡Dios
mío! —murmuró, aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a hacer?
—Tiene
que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Inmediatamente!
Una
imagen grotesca se materializó con tremenda nitidez ante ios ojos del hombre
atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas calles de la
ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su lado.
—No
puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La
gente se pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que presentar a
ese… a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido esta mañana temprano». Y
el anciano se acurrucaría bajo la manta y seguirían su camino penosamente,
pasando por delante de las tiendas atestadas y el mercado de esclavos (durante
un oscuro instante, el señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera
negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el
asilo de ancianos…
—¡Vamos!
¡Cálmese! —ordenó la enfermera.
—Mire
—anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta
manta, se equivoca de medio a medio.
—Los
niños pequeños siempre llevan mantas.
Con
una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire!
—dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han preparado.
—Los
niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera remilgadamente.
—Bueno
—dijo el anciano—. Pues este niño no va a llevar nada puesto dentro de dos
minutos. Esta manta pica. Me podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela!
¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—.
¿Qué hago?
—Vaya
al centro y cómprele a su hijo algo de ropa.
La
voz del anciano siguió al señor Button hasta el vestíbulo:
—Y
un bastón, papá. Quiero un bastón.
El
señor Button salió dando un terrible portazo.
II
—Buenos
días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la mercería
Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué
edad tiene su hijo, señor?
—Seis
horas —respondió el señor Button, sin pensárselo dos veces.
—La
sección de bebés está en la parte de atrás.
—Bueno,
no creo… No estoy seguro de lo que busco. Es… es un niño extraordinariamente
grande. Excepcionalmente… excepcionalmente grande.
—Allí
puede encontrar tallas grandes para bebés.
—¿Dónde
está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando
desesperadamente de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había
olido ya su vergonzoso secreto.
—Aquí
mismo.
—Bueno…
—el señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con ropa de
hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico grande, muy
grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y teñir las canas: así
conseguiría disimular los peores detalles, y conservar algo de su dignidad, por
no mencionar su posición social en Baltimore.
Pero
la búsqueda afanosa por la sección de chicos fue inútil: no encontró ropa
adecuada para el Button que acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a
la tienda, claro está… En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a
la tienda.
—¿Qué
edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.
—Tiene…
dieciséis años.
—Ah,
perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de jóvenes en el
siguiente pasillo.
El
señor Button se alejó con aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló
con el dedo hacia un maniquí del escaparate.
—¡Aquél!
—exclamó—. Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.
El
dependiente lo miró asombrado.
—Pero,
hombre —protestó—, ése no es un traje para chicos. Podría ponérselo un chico,
sí, pero es un disfraz. ¡También se lo podría poner usted!
—Envuélvamelo
—insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El
sorprendido dependiente obedeció.
De
vuelta en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y
casi le lanzó el paquete a su hijo.
—Aquí
tienes la ropa —le espetó.
El
anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.
—Me
parece un poco ridículo —se quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de…
—¡Tú
sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button, feroz—. Es mejor
que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa… o… o te pegaré.
Le
costó pronunciar la última palabra, aunque consideraba que era lo que debía
decir.
—De
acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido
más, tú sabes más. Como tú digas.
Como
antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor
Button.
—Y
date prisa.
—Me
estoy dando prisa, padre.
Cuando
su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El traje se
componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una blusa con cintutón y un
amplio cuello blanco. Sobre el cuello ondeaba la larga barba blanca, que casi
llegaba a la cintura. No producía buen efecto.
—¡Espera!
El
señor Button empuñó unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos
cercenó gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto distaba
mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún quedaba, los ojos acuosos,
los dientes de viejo, producían un raro contraste con aquel traje tan alegre.
El señor Button, sin embargo, era obstinado. Alargó una mano.
—¡Vamos!
—dijo con severidad.
Su
hijo le cogió de la mano confiadamente.
—¿Cómo
me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de
los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que pienses un nombre mejor?
El
señor Button gruñó.
—No
sé —respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.
III
Incluso
después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el pelo y se
lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo afeitaran hasta el punto de
que le resplandeciera la cara, y lo equiparan con ropa de muchachito hecha a la
medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara
que su hijo era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad,
Benjamín Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más apropiado, aunque
demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro y setenta y cinco
centímetros. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y el tinte de
las cejas ocultaban el hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados,
húmedos y cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los Button
habían contratado abandonó la casa, sensiblemente indignada.
Pero
el señor Button persistió en su propósito inamovible. Bejamin era un niño, y
como un niño había que tratarlo. Al principio sentenció que, si a Benjamín no
le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio
permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto,
harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamín,
insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el
anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron
oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.
Pero
no había duda de que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras
diversiones más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor
Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más puros de los
que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después cuando, al entrar
inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró inmerso en una vaga humareda
azulada, mientras Benjamín, con expresión culpable, trataba de esconder los
restos de un habano. Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el
señor Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a
advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.
El
señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a casa soldaditos
de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y preciosos animales de trapo
y, para darle veracidad a la ilusión que estaba creando —al menos para sí
mismo—, preguntó con vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa
desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de los esfuerzos
paternos, a Benjamín nada de aquello le interesaba. Se escabullía por las
escaleras de servicio y volvía a su habitación con un volumen de la
Enciclopedia Británica, ante el que podía pasar absorto una tarde entera,
mientras las vacas de trapo y el arca de Noé yacían abandonadas en el suelo.
Contra una tozudez semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.
Fue
enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore. Lo que
aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a sus parientes no
podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra Civil dirigió la atención
de los ciudadanos hacia otros asuntos. Hubo quienes, irreprochablemente
corteses, se devanaron los sesos para felicitar a los padres; y al fin se les
ocurrió la ingeniosa estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo,
lo que, dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los hombres
de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su esposa no les agradó,
y el abuelo de Benjamín se sintió terriblemente ofendido.
Benjamín,
en cuanto salió de la clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos
niños para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando
encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las arregló para
romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con un tirachinas, hazaña que
complació secretamente a su padre. Desde entonces Benjamín se las ingeniaba
para romper algo todos los días, pero hacía cosas así porque era lo que
esperaban de él, y porque era servicial por naturaleza.
Cuando
la hostilidad inicial de su abuelo desapareció, Benjamín y aquel caballero
encontraron un enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y
experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como viejos
compinches, con monotonía incansable, los lentos acontecimientos de la jornada.
Benjamín se sentía más a sus anchas con su abuelo que con sus padres, que
parecían tenerle una especie de temor invencible y reverencial, y, a pesar de
la autoridad dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamín
estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y mental que
aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por lo que pudo ver, no
se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante la insistencia de su padre, hizo
sinceros esfuerzos por jugar con otros niños, y a menudo participó en los
juegos más pacíficos: el fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso
de fractura, sus huesos de viejo se negaran a soldarse.
Cuando
cumplió cinco años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de
pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores y
construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e incluso a
dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y asustaba a su joven
profesora. Para su alivio, la profesora se quejó a sus padres y éstos lo
sacaron del colegio. Los Button dijeron a sus amigos que el niño era demasiado
pequeño.
Cuando
cumplió doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de la
costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era diferente a
todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa les recordaba el hecho.
Pero un día, pocas semanas después de su duodécimo cumpleaños, mientras se
miraba al espejo, Benjamin hizo, o creyó hacer, un asombroso descubrimiento.
¿Lo engañaba la vista, o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero,
bajo el tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la red de
arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme, incluso con algo del
buen color que da el invierno? No podía decirlo. Sabía que ya no andaba
encorvado y que sus condiciones físicas habían mejorado desde sus primeros días
de vida.
—¿Será
que…? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió a pensar.
Fue
a hablar con su padre.
—Ya
soy mayor —anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones largos.
Su
padre dudó.
—Bueno
—dijo por fin—, no sé. Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones
largos, y tú sólo tienes doce.
—Pero
tienes que admitir —protestó Benjamin— que estoy muy grande para la edad que
tengo.
Su
padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah,
no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a los doce años.
No
era verdad: aquella afirmación formaba parte del pacto secreto que Roger Button
había hecho consigo mismo para creer en la normalidad de su hijo.
Llegaron
por fin a un acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más
empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni llevaría
bastón por la calle. A cambio de tales concesiones, recibió permiso para su
primer traje de pantalones largos.
IV
No
me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los doce y los
veinte años. Baste recordar que fueron años de normal decrecimiento. Cuando
Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan derecho como un hombre de cincuenta;
tenía más pelo, gris oscuro; su paso era firme, su voz había perdido el temblor
cascado: ahora era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre
lo mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la Universidad
de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en alumno de primer curso.
Tres
días después de matricularse recibió una notificación del señor Hart,
secretario de la Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el
plan de estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse el
pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la cómoda,
descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se acordó entonces: se le
había terminado el día anterior y la había tirado.
Estaba
en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco
minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.
—Buenos
días —dijo el secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su
hijo.
—Bueno,
la verdad es que soy Button —empezó a decir Benjamin, pero el señor Hart lo
interrumpió.
—Encantando
de conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a otro.
—¡Soy
yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer curso.
—¿Cómo?
—Soy
alumno de primero.
—Bromea
usted, claro.
—En
absoluto.
El
secretario frunció el entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía
delante.
—Bueno,
según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho años.
—Esa
edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un poco.
El
secretario lo miró con un gesto de fastidio.
—No
esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamín
sonrió con un gesto de fastidio.
—Tengo
dieciocho años —repitió.
El
secretario señaló con determinación la puerta.
—Fuera
—dijo—. Váyase de la universidad y de la ciudad. Es usted un lunático
peligroso.
—Tengo
dieciocho años.
El
señor Hart abrió la puerta.
—¡Qué
ocurrencia! —gritó—. Un hombre de su edad intentando matricularse en primero.
Tiene dieciocho años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone
la ciudad.
Benjamin
Button salió con dignidad del despacho, y media docena de estudiantes que
esperaban en el vestíbulo lo siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo
recorrido unos metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que
aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:
—Tengo
dieciocho años.
Entre
un coro de risas disimuladas, procedente del grupo de estudiantes, Benjamin
salió.
Pero
no quería el destino que escapara con tanta facilidad. En su melancólico paseo
hacia la estación de ferrocarril se dio cuenta de que lo seguía un grupo, luego
un tropel y por fin una muchedumbre de estudiantes. Se había corrido la voz de
que un lunático había aprobado el examen de ingreso en Yale y pretendía hacerse
pasar por un joven de dieciocho años. Una excitación febril se apoderó de la
universidad. Hombres sin sombrero se precipitaban fuera de las aulas, el equipo
de fútbol abandonó el entrenamiento y se unió a la multitud, las esposas de los
profesores, con la cofia torcida y el polisón mal puesto, corrían y gritaban
tras la comitiva, de la que procedía una serie incesante de comentarios
dirigidos a los delicados sentimientos de Benjamin Button.
—¡Debe
ser el Judío Errante!
—¡A
su edad debería ir al instituto!
—¡Mirad
al niño prodigio!
—¡Creería
que esto era un asilo de ancianos!
—¡Que
se vaya a Harvard!
Benjamin
aceleró el paso y pronto echó a correr. ¡Ya les enseñaría! ¡Iría a Harvard, y
se arrepentirían de aquellas burlas irreflexivas!
A
salvo en el tren de Baltimore, sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Os
arrepentiréis! —gritó.
—Ja,
ja! —rieron los estudiantes—. Ja, ja, ja!
Fue
el mayor error que la Universidad de Yale haya cometido en su historia.
V
En
1880 Benjamin Button tenía veinte años, y celebró su cumpleaños comenzando a
trabajar en la empresa de su padre, Roger Button & Company, Ferreteros
Mayoristas. Aquel año también empezó a alternar en sociedad: es decir, su padre
se empeñó en llevarlo a algunos bailes elegantes. Roger Button tenía entonces
cincuenta años, y él y su hijo se entendían cada vez mejor. De hecho, desde que
Benjamin había dejado de tintarse el pelo, todavía canoso, parecían más o menos
de la misma edad, y podrían haber pasado por hermanos.
Una
noche de agosto salieron en el faetón vestidos de etiqueta, camino de un baile
en la casa de campo de los Shevlin, justo a la salida de Baltimore. Era una
noche magnífica. La luna llena bañaba la carretera con un apagado color platino,
y, en el aire inmóvil, la cosecha de flores tardías exhalaba aromas que eran
como risas suaves, con sordina. Los campos, alfombrados de trigo reluciente,
brillaban como si fuera de día. Era casi imposible no emocionarse ante la
belleza del cielo, casi imposible.
—El
negocio de la mercería tiene un gran futuro —estaba diciendo Roger Button. No
era un hombre espiritual: su sentido de la estética era rudimentario—. Los
viejos ya tenemos poco que aprender —observó profundamente—. Sois vosotros, los
jóvenes con energía y vitalidad, los que tenéis un gran futuro por delante.
Las
luces de la casa de campo de los Shevlin surgieron al final del camino. Ahora
les llegaba un rumor, como un suspiro inacabable: podía ser la queja de los
violines o el susurro del trigo plateado bajo la luna.
Se
detuvieron tras un distinguido carruaje cuyos pasajeros se apeaban ante la
puerta. Bajó una dama, la siguió un caballero de mediana edad, y por fin
apareció otra dama, una joven bella como el pecado. Benjamin se sobresaltó: fue
como si una transformación química disolviera y recompusiera cada partícula de
su cuerpo. Se apoderó de él cierta rigidez, la sangre le afluyó a las mejillas
y a la frente, y sintió en los oídos el palpitar constante de la sangre. Era el
primer amor.
La
chica era frágil y delgada, de cabellos cenicientos a la luz de la luna y color
miel bajo las chisporroteantes lámparas del pórtico. Llevaba echada sobre los
hombros una mantilla española del amarillo más pálido, con bordados en negro;
sus pies eran relucientes capullos que asomaban bajo el traje con polisón.
Roger
Button se acercó confidencialmente a su hijo.
—Ésa
—dijo— es la joven Hildegarde Moncrief, la hija del general Moncrief.
Benjamin
asintió con frialdad.
—Una
criatura preciosa —dijo con indiferencia. Pero, en cuanto el criado negro se
hubo llevado el carruaje, añadió—: Podrías presentármela, papá.
Se
acercaron a un grupo en el que la señorita Moncrief era el centro. Educada
según las viejas tradiciones, se inclinó ante Benjamin. Sí, le concedería un
baile. Benjamín le dio las gracias y se alejó Se alejó tambaleándose.
La
espera hasta que llegara su turno se hizo interminablemente larga. Benjamin se
quedó cerca de la pared, callado, inescrutable, mirando con ojos asesinos a los
aristocráticos jóvenes de Baltimore que mariposeaban alrededor de Hildegarde
Moncrief con caras de apasionada admiración. ¡Qué detestables le parecían a
Benjamin; qué intolerablemente sonrosados! Aquellas barbas morenas y rizadas le
provocaban una sensación parecida a la indigestión.
Pero
cuando llegó su turno, y se deslizaba con ella por la movediza pista de baile
al compás del último vals de París, la angustia y los celos se derritieron como
un manto de nieve. Ciego de placer, hechizado, sintió que la vida acababa de
empezar.
—Usted
y su hermano llegaron cuando llegábamos nosotros, ¿verdad? —preguntó
Hildegarde, mirándolo con ojos que brillaban como esmalte azul.
Benjamin
dudó. Si Hildegarde lo tomaba por el hermano de su padre, ¿debía aclarar la
confusión? Recordó su experiencia en Yale, y decidió no hacerlo. Sería una
descortesía contradecir a una dama; sería un crimen echar a perder aquella
exquisita oportunidad con la grotesca historia de su nacimiento. Más tarde,
quizá. Así que asintió, sonrió, escuchó, fue feliz.
—Me
gustan los hombres de su edad —decía Hildegarde—. Los jóvenes son tan tontos…
Me cuentan cuánto champán bebieron en la universidad, y cuánto dinero perdieron
jugando a las cartas. Los hombres de su edad saben apreciar a las mujeres.
Benjamin
sintió que estaba a punto de declararse. Dominó la tentación con esfuerzo.
—Usted
está en la edad romántica —continuó Hildegarde—. Cincuenta años. A los
veinticinco los hombres son demasiado mundanos; a los treinta están atosigados
por el exceso de trabajo. Los cuarenta son la edad de las historias largas:
para contarlas se necesita un puro entero; los sesenta… Ah, los sesenta están
demasiado cerca de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la madurez.
Me encantan los cincuenta.
Los
cincuenta le parecieron a Benjamin una edad gloriosa. Deseó apasionadamente
tener cincuenta años.
—Siempre
lo he dicho —continuó Hildegarde—: prefiero casarme con un hombre de cincuenta
años y que me cuide, a casarme con uno de treinta y cuidar de él.
Para
Benjamin el resto de la velada estuvo bañado por una neblina color miel.
Hildegarde le concedió dos bailes más, y descubrieron que estaban
maravillosamente de acuerdo en todos los temas de actualidad. Darían un paseo
en calesa el domingo, y hablarían más detenidamente.
Volviendo
a casa en el faetón, justo antes de romper el alba, cuando empezaban a zumbar
las primeras abejas y la luna consumida brillaba débilmente en la niebla fría,
Benjamin se dio cuenta vagamente de que su padre estaba hablando de ferretería
al por mayor.
—¿Qué
asunto propones que tratemos, además de los clavos y los martillos? —decía el
señor Button.
—Los
besos —respondió Benjamin, distraído.
—¿Los
pesos? —exclamó Roger Button—. ¡Pero si acabo de hablar de pesos y básculas!
Benjamin
lo miró aturdido, y el cielo, hacia el este, reventó de luz, y una oropéndola
bostezó entre los árboles que pasaban veloces…
VI
Cuando,
seis meses después, se supo la noticia del enlace entre la señorita Hildegarde
Moncrief y el señor Benjamín Button (y digo «se supo la noticia» porque el
general Moncrief declaró que prefería arrojarse sobre su espada antes que
anunciarlo), la conmoción de la alta sociedad de Baltimore alcanzó niveles
febriles. La casi olvidada historia del nacimiento de Benjamín fue recordada y
propalada escandalosamente a los cuatro vientos de los modos más picarescos e
increíbles. Se dijo que, en realidad, Benjamin era el padre de Roger Button,
que era un hermano que había pasado cuarenta años en la cárcel, que era el
mismísimo John Wilkes Booth disfrazado… y que dos cuernecillos despuntaban en
su cabeza.
Los
suplementos dominicales de los periódicos de Nueva York explotaron el caso con
fascinantes ilustraciones que mostraban la cabeza de Benjamin Button acoplada
al cuerpo de un pez o de una serpiente, o rematando una estatua de bronce.
Llegó a ser conocido en el mundo periodístico como El Misterioso Hombre de
Maryland. Pero la verdadera historia, como suele ser normal, apenas tuvo
difusión.
Como
quiera que fuera, todos coincidieron con el general Moncrief: era un crimen que
una chica encantadora, que podía haberse casado con el mejor galán de
Baltimore, se arrojara en brazos de un hombre que tenía por lo menos cincuenta
años. Fue inútil que el señor Roger Button publicara el certificado de
nacimiento de su hijo en grandes caracteres en el Blaze de Baltimore. Nadie lo
creyó. Bastaba tener ojos en la cara y mirar a Benjamin.
Por
lo que se refiere a las dos personas a quienes más concernía el asunto, no hubo
vacilación alguna. Circulaban tantas historias falsas acerca de su prometido,
que Hildegarde se negó terminantemente a creer la verdadera. Fue inútil que el
general Moncrief le señalara el alto índice de mortalidad entre los hombres de
cincuenta años, o, al menos, entre los hombres que aparentaban cincuenta años;
e inútil que le hablara de la inestabilidad del negocio de la ferretería al por
mayor. Hildegarde eligió casarse con la madurez… y se casó.
VII
En
una cosa, al menos, los amigos de Hildegarde Moncrief se equivocaron. El
negocio de ferretería al por mayor prosperó de manera asombrosa. En los quince
años que transcurrieron entre la boda de Benjamin Button, en 1880, y la
jubilación de su padre, en 1895, la fortuna familiar se había duplicado,
gracias en gran medida al miembro más joven de la firma.
No
hay que decir que Baltimore acabó acogiendo a la pareja en su seno. Incluso el
anciano general Moncrief llegó a reconciliarse con su yerno cuando Benjamin le
dio el dinero necesario para sacar a la luz su Historia de la Guerra Civil en
treinta volúmenes, que había sido rechazada por nueve destacados editores.
Quince
años provocaron muchos cambios en el propio Benjamin. Le parecía que la sangre
le corría con nuevo vigor por las venas. Empezó a gustarle levantarse por la
mañana, caminar con paso enérgico por la calle concurrida y soleada, trabajar
incansablemente en sus envíos de martillos y sus cargamentos de clavos. Fue en
1890 cuando logró su mayor éxito en los negocios: lanzó la famosa idea de que
todos los clavos usados para clavar cajas destinadas al transporte de clavos
son propiedad del transportista, propuesta que, con rango de proyecto de ley,
fue aprobada por el presidente del Tribunal Supremo, el señor Fossile, y ahorró
a Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, más de seiscientos clavos
anuales.
Y
Benjamin descubrió que lo atraía cada vez más el lado alegre de la vida. Típico
de su creciente entusiasmo por el placer fue el hecho de que se convirtiera en
el primer hombre de la ciudad de Baltimore que poseyó y condujo un automóvil.
Cuando se lo encontraban por la calle, sus coetáneos lo miraban con envidia,
tal era su imagen de salud y vitalidad.
—Parece
que está más joven cada día —observaban. Y, si el viejo Roger Button, ahora de
sesenta y cinco años, no había sabido darle a su hijo una bienvenida adecuada,
acabó reparando su falta colmándolo de atenciones que rozaban la adulación.
Llegamos
a un asunto desagradable sobre el que pasaremos lo más rápidamente posible.
Sólo una cosa preocupaba a Benjamin Button: su mujer había dejado de atraerle.
En
aquel tiempo Hildegarde era una mujer de treinta y cinco años, con un hijo,
Roscoe, de catorce. En los primeros días de su matrimonio Benjamín había
sentido adoración por ella. Pero, con los años su cabellera color miel se
volvió castaña, vulgar, y el esmalte azul de sus ojos adquirió el aspecto de la
loza barata. Además, y por encima de todo, Hildegarde había ido moderando sus
costumbres, demasiado plácida, demasiado satisfecha, demasiado anémica en sus
manifestaciones de entusiasmo: sus gustos eran demasiado sobrios. Cuando eran
novios ella era la que arrastraba a Benjamín a bailes y cenas; pero ahora era
al contrario. Hildegarde lo acompañaba siempre en sociedad, pero sin
entusiasmo, consumida ya por esa sempiterna inercia que viene a vivir un día
con nosotros y se queda a nuestro lado hasta el final.
La
insatisfacción de Benjamín se hizo cada vez más profunda. Cuando estalló la
Guerra Hispano-Norteamericana en 1898, su casa le ofrecía tan pocos atractivos
que decidió alistarse en el ejército. Gracias a su influencia en el campo de
los negocios, obtuvo el grado de capitán, y demostró tanta eficacia que fue
ascendido a mayor y por fin a teniente coronel, justo a tiempo para participar
en la famoso carga contra la colina de San Juan. Fue herido levemente y mereció
una medalla.
Benjamin
estaba tan apegado a las actividades y las emociones del ejército, que lamentó
tener que licenciarse, pero los negocios exigían su atención, así que renunció
a los galones y volvió a su ciudad. Una banda de música lo recibió en la
estación y lo escoltó hasta su casa.
VIII
Hildegarde,
ondeando una gran bandera de seda, lo recibió en el porche, y en el momento
preciso de besarla Benjamin sintió que el corazón le daba un vuelco: aquellos
tres años habían tenido un precio. HÜdelgarde era ahora una mujer de cuarenta
años, y una tenue sombra gris se insinuaba ya en su pelo. El descubrimiento lo
entristeció.
Cuando
llegó a su habitación, se miró en el espejo: se acercó más y examinó su cara
con ansiedad, comparándola con una foto en la que aparecía en uniforme, una
foto de antes de la guerra.
—¡Dios
santo! —dijo en voz alta. El proceso continuaba. No había la más mínima duda:
ahora aparentaba tener treinta años. En vez de alegrarse, se preocupó: estaba
rejuveneciendo. Hasta entonces había creído que, cuando alcanzara una edad
corporal equivalente a su edad en años, cesaría el fenómeno grotesco que había
caracterizado su nacimiento. Se estremeció. Su destino le pareció horrible,
increíble.
Volvió
a la planta principal. Hildegarde lo estaba esperando: parecía enfadada, y
Benjamin se preguntó si habría descubierto al fin que pasaba algo malo. E,
intentado aliviar la tensión, abordó el asunto durante la comida, de la manera
más delicada que se le ocurrió.
—Bueno
—observó en tono desenfadado—, todos dicen que parezco más joven que nunca.
Hildegarde
lo miró con desdén. Y sollozó.
—¿Y
te parece algo de lo que presumir?
—No
estoy presumiendo —aseguró Benjamin, incómodo.
Ella
volvió a sollozar.
—Vaya
idea —dijo, y agregó un instante después—: Creía que tendrías el suficiente
amor propio como para acabar con esto.
—¿Y
cómo? —preguntó Benjamin.
—No
voy a discutir contigo —replicó su mujer—. Pero hay una manera apropiada de
hacer las cosas y una manera equivocada. Si tú has decidido ser distinto a
todos, me figuro que no puedo impedírtelo, pero la verdad es que no me parece
muy considerado por tu parte.
—Pero,
Hildegarde, ¡yo no puedo hacer nada!
—Sí
que puedes. Pero eres un cabezón, sólo eso. Estás convencido de que tienes que
ser distinto. Has sido siempre así y lo seguiras siendo. Pero piensa, sólo un
momento, qué pasaría si todos compartieran tu manera de ver las cosas… ¿Cómo
sería el mundo?
Se
trababa de una discusión estéril, sin solución, así que Benjamín no contestó, y
desde aquel instante un abismo comenzó a abrirse entre ellos. Y Benjamín se
preguntaba qué fascinación podía haber ejercido Hildegarde sobre él en otro
tiempo.
Y,
para ahondar la brecha, Benjamín se dio cuenta de que, a medida que el nuevo
siglo avanzaba, se fortalecía su sed de diversiones. No había fiesta en
Baltimore en la que no se le viera bailar con las casadas más hermosas y
charlar con las debutantes más solicitadas, disfrutando de los encantos de su
compañía, mientras su mujer, como una viuda de mal agüero, se sentaba entre las
madres y las tías vigilantes, para observarlo con altiva desaprobación, o
seguirlo con ojos solemnes, perplejos y acusadores.
—¡Mira!
—comentaba la gente—. ¡Qué lástima! Un joven de esa edad casado con una mujer
de cuarenta y cinco años. Debe de tener por lo menos veinte años menos que su
mujer.
Habían
olvidado —porque la gente olvida inevitablemente— que ya en 1880 sus papas y
mamas también habían hecho comentarios sobre aquel matrimonio mal emparejado.
Pero
la gran variedad de sus nuevas aficiones compensaba la creciente infelicidad
hogareña de Benjamín. Descubrió el golf, y obtuvo grandes éxitos. Se entregó al
baile: en 1906 era un experto en el boston, y en 1908 era considerado un
experto del maxixe, mientras que en 1909 su castle walk fue la envidia de todos
los jóvenes de la ciudad.
Su
vida social, naturalmente, se mezcló hasta cierto punto con sus negocios, pero
ya llevaba veinticinco años dedicado en cuerpo y alma a la ferretería al por
mayor y pensó que iba siendo hora de que se hiciera cargo del negocio su hijo Roscoe,
que había terminado sus estudios en Harvard.
Y,
de hecho, a menudo confundían a Benjamín con su hijo. Semejante confusión
agradaba a Benjamín, que olvidó pronto el miedo insidioso que lo había invadido
a su regreso de la Guerra Hispano-Norteamericana: su aspecto le producía ahora
un placer ingenuo. Sólo tenía una contraindicación aquel delicioso ungüento:
detestaba aparecer en público con su mujer. Hildegarde tenía casi cincuenta
años, y, cuando la veía, se sentía completamente absurdo.
IX
Un
día de septiembre de 1910 —pocos años después de que el joven Roscoe Button se
hicera cargo de la Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas— un hombre
que aparentaba unos veinte años se matriculó como alumno de primer curso en la
Universidad de Harvard, en Cambridge. No cometió el error de anunciar que nunca
volvería a cumplir los cincuenta, ni mencionó el hecho de que su hijo había
obtenido su licenciatura en la misma institución diez años antes.
Fue
admitido, y, casi desde el primer día, alcanzó una relevante posición en su
curso, en parte porque parecía un poco mayor que los otros estudiantes de
primero, cuya media de edad rondaba los dieciocho años.
Pero
su éxito se debió fundamentalmente al hecho de que en el partido de fútbol
contra Yale jugó de forma tan brillante, con tanto brío y tanta furia fría e
implacable, que marcó siete touchdowns y catorce goles de campo a favor de
Harvard, y consiguió que los once hombres de Yale fueran sacados uno a uno del
campo, inconscientes. Se convirtió en el hombre más célebre de la universidad.
Aunque
parezca raro, en tercer curso apenas si fue capaz de formar parte del equipo.
Los entrenadores dijeron que había perdido peso, y los más observadores
repararon en que no era tan alto como antes. Ya no marcaba touchdowns. Lo
mantenían en el equipo con la esperanza de que su enorme reputación sembrara el
terror y la desorganización en el equipo de Yale.
En
el último curso, ni siquiera lo incluyeron en el equipo. Se había vuelto tan
delgado y frágil que un día unos estudiantes de segundo lo confundieron con un
novato, incidente que lo humilló profundamente. Empezó a ser conocido como una
especie de prodigio —un alumno de los últimos cursos que quizá no tenía más de dieciséis
años— y a menudo lo escandalizaba la mundanería de algunos de sus compañeros.
Los estudios le parecían más difíciles, demasiado avanzados. Había oído a sus
compañeros hablar del San Midas, famoso colegio preuniversitario, en el que
muchos de ellos se habían preparado para la Universidad, y decidió que, cuando
acabara la licenciatura, se matricularía en el San Midas, donde, entre chicos
de su complexión, estaría más protegido y la vida sería más agradable.
Terminó
los estudios en 1914 y volvió a su casa, a Baltimore, con el título de Harvard
en el bolsillo. Hildegarde residía ahora en Italia, así que Benjamin se fue a
vivir con su hijo, Roscoe. Pero, aunque fue recibido como de costumbre, era
evidente que el afecto de su hijo se había enfriado: incluso manifestaba cierta
tendencia a considerar un estorbo a Benjamin, cuando vagaba por la casa presa
de melancolías de adolescente. Roscoe se había casado, ocupaba un lugar
prominente en la vida social de Baltimore, y no deseaba que en torno a su
familia se suscitara el menor escándalo.
Benjamin
ya no era persona grata entre las debutantes y los universitarios más jóvenes,
y se sentía abandonado, muy solo, con la única compañía de tres o cuatro chicos
de la vecindad, de catorce o quince años. Recordó el proyecto de ir al colegio
de San Midas.
—Oye
—le dijo a Roscoe un día—, ¿cuántas veces tengo que decirte que quiero ir al
colegio?
—Bueno,
pues ve, entonces —abrevió Roscoe. El asunto le desagradaba, y deseaba evitar
la discusión.
—No
puedo ir solo —dijo Benjamin, vulnerable—. Tienes que matricularme y llevarme
tú.
—No
tengo tiempo —declaró Roscoe con brusquedad. Entrecerró los ojos y miró
preocupado a su padre—. El caso es —añadió— que ya está bien: podrías pararte
ya, ¿no? Sería mejor… —se interrumpió, y su cara se volvió roja mientras
buscaba las palabras—. Tienes que dar un giro de ciento ochenta grados: empezar
de nuevo, pero en dirección contraria. Esto ya ha ido demasiado lejos para ser
una broma. Ya no tiene gracia. Tú… ¡Ya es hora de que te portes bien!
Benjamin
lo miró, al borde de las lágrimas.
—Y
otra cosa —continuó Roscoe—: cuando haya visitas en casa, quiero que me llames
tío, no Roscoe, sino tío, ¿comprendes? Parece absurdo que un niño de quince
años me llame por mi nombre de pila. Quizá harías bien en llamarme tío siempre,
así te acostumbrarías.
Después
de mirar severamente a su padre, Roscoe le dio la espalda.
X
Cuando
terminó esta discusión, Benjamin, muy triste, subió a su dormitorio y se miró
al espejo. No se afeitaba desde hacía tres meses, pero apenas si se descubría
en la cara una pelusilla incolora, que no valía la pena tocar. La primera vez
que, en vacaciones, volvió de Harvad, Roscoe se había atrevido a sugerirle que
debería llevar gafas y una barba postiza pegada a las mejillas: por un momento
pareció que iba a repetirse la farsa de sus primeros años. Pero la barba le
picaba, y le daba vergüenza. Benjamin lloró, y Roscoe había acabado cediendo a
regañadientes.
Benjamin
abrió un libro de cuentos para niños, Los boy scouts en la bahía de Bimini, y
comenzó a leer. Pero no podía quitarse de la cabeza la guerra. Hacía un mes que
Estados Unidos se había unido a la causa aliada, y Benjamin quería alistarse,
pero, ay, dieciséis años eran la edad mínima, y Benjamin no parecía tenerlos.
De cualquier modo, su verdadera edad, cincuenta y cinco años, también lo
inhabilitaba para el ejército.
Llamaron
a la puerta y el mayordomo apareció con una carta con gran membrete oficial en
una esquina, dirigida al señor Benjamin Button. Benjamin la abrió, rasgando el
sobre con impaciencia, y leyó la misiva con deleite: muchos militares de alta
graduación, actualmente en la reserva, que habían prestado servicio durante la
guerra con España, estaban siendo llamados al servicio con un rango superior.
Con la carta se adjuntaba su nombramiento como general de brigada del ejército
de Estados Unidos y la orden de incorporarse inmediatamente.
Benjamin
se puso en pie de un salto, casi temblando de entusiasmo. Aquello era lo que
había deseado. Cogió su gorra y diez minutos después entraba en una gran
sastrería de Charles Street y, con insegura voz de tiple, ordenaba que le
tomaran medidas para el uniforme.
—¿Quieres
jugar a los soldados, niño? —preguntó un dependiente, con indiferencia.
Benjamin
enrojeció.
—¡Oiga!
¡A usted no le importa lo que yo quiera! —replicó con rabia—. Me llamo Button y
vivo en la Mt. Vernon Place, así que ya sabe quién soy.
—Bueno
—admitió el dependiente, titubeando—, por lo menos sé quién es su padre.
Le
tomaron las medidas, y una semana después estuvo listo el uniforme. Tuvo
algunos problemas para conseguir los galones e insignias de general porque el
comerciante insistía en que una bonita insignia de la Asociación de Jóvenes
Cristianas quedaría igual de bien y sería mucho mejor para jugar.
Sin
decirle nada a Roscoe, Benjamin salió de casa una noche y se trasladó en tren a
Camp Mosby, en Carolina del Sur, donde debía asumir el mando de una brigada de
infantería. En un sofocante día de abril Benjamin llegó a las puertas del
campamento, pagó el taxi que lo había llevado hasta allí desde la estación y se
dirigió al centinela de guardia.
—¡Que
alguien recoja mi equipaje! —dijo enérgicamente.
El
centinela lo miró con mala cara.
—Dime
—observó—, ¿adónde vas disfrazado de general, niño?
Benjamin,
veterano de la Guerra Hispano-Norteamericana, se volvió hacia el soldado
echando chispas por los ojos, pero, por desgracia, con voz aguda e insegura.
—¡Cuádrese!
—intentó decir con voz de trueno; hizo una pausa para recobrar el aliento, e
inmediatamente vio cómo el centinela entrechocaba los talones y presentaba
armas. Benjamin disimuló una sonrisa de satisfacción, pero cuando miró a su
alrededor la sonrisa se le heló en los labios. No había sido él la causa de
aquel gesto de obediencia, sino un imponente coronel de artillería que se
acercaba a caballo.
—¡Coronel!
—llamó Benjamin con voz aguda.
El
coronel se acercó, tiró de las riendas y lo miró fríamente desde lo alto, con
un extraño centelleo en los ojos.
—¿Quién
eres, niño? ¿Quién es tu padre? —preguntó afectuosamente.
—Ya
le enseñaré yo quién soy —contestó Benjamin con voz fiera—. ¡Baje
inmediatamente del caballo!
El
coronel se rio a carcajadas.
—Quieres
mi caballo, ¿eh, general?
—¡Tenga!
—gritó Benjamin exasperado—. ¡Lea esto! —y tendió su nombramiento al coronel.
El
coronel lo leyó y los ojos se le salían de las órbitas.
—¿Dónde
lo has conseguido? —preguntó, metiéndose el documento en su bolsillo.
—¡Me
lo ha mandado el Gobierno, como usted descubrirá enseguida!
—¡Acompáñame!
—dijo el coronel, con una mirada extraña—. Vamos al puesto de mando, allí
hablaremos. Venga, vamos.
El
coronel dirigió su caballo, al paso, hacia el puesto de mando. Y Benjamin no
tuvo más remedio que seguirlo con toda la dignidad de la que era capaz:
prometiéndose, mientras tanto, una dura venganza.
Pero
la venganza no llegó a materializarse. Se materializó, Hos días después, su
hijo Roscoe, que llegó de Baltimore, acalorado y de mal humor por el viaje
inesperado, y escoltó al lloroso general, sans uniforme, de vuelta a casa.
XI
En
1920 nació el primer hijo de Roscoe Button. Durante las fiestas de rigor, a
nadie se le ocurrió mencionar que el chiquillo mugriento que aparentaba unos
diez años de edad y jugueteaba por la casa con soldaditos de plomo y un circo
en miniatura era el mismísimo abuelo del recién nacido.
A
nadie molestaba aquel chiquillo de cara fresca y alegre en la que a veces se
adivinaba una sombra de tristeza, pero para Roscoe Button su presencia era una
fuente de preocupaciones. En el idioma de su generación, Roscoe no consideraba
que el asunto reportara la menor utilidad. Le parecía que su padre, negándose a
parecer un anciano de sesenta años, no se comportaba como un «hombre de pelo en
pecho» —ésta era la expresión preferida de Roscoe—, sino de un modo perverso y
estrafalario. Pensar en aquel asunto más de media hora lo ponía al borde de la
locura. Roscoe creía que los «hombres con nervios de acero» debían mantenerse
jóvenes, pero llevar las cosas a tal extremo… no reportaba ninguna utilidad. Y
en este punto Roscoe interrumpía sus pensamientos.
Cinco
años más tarde, el hijo de Roscoe había crecido lo suficiente para jugar con el
pequeño Benjamín bajo la supervisión de la misma niñera. Roscoe los llevó a los
dos al parvulario el mismo día y Benjamín descubrió que jugar con tiras de
papel de colores, y hacer mantelitos y cenefas y curiosos y bonitos dibujos,
era el juego más fascinante del mundo. Una vez se portó mal y tuvo que quedarse
en un rincón, y lloró, pero casi siempre las horas transcurrían felices en aquella
habitación alegre, donde la luz del sol entraba por las ventanas y la amable
mano de la señorita Bailey de vez en cuando se posaba sobre su pelo despeinado.
Un
año después el hijo de Roscoe pasó a primer grado, pero Benjamín siguió en el
parvulario. Era muy feliz. Algunas veces, cuando otros niños hablaban de lo que
harían cuando fueran mayores, una sombra cruzaba su carita como si de un modo
vago, pueril, se diera cuenta de que eran cosas que él nunca compartiría.
Los
días pasaban con alegre monotonía. Volvió por tercer año al parvulario, pero ya
era demasiado pequeño para entender para qué servían las brillantes y
llamativas tiras de papel. Lloraba porque los otros niños eran mayores y le
daban miedo. La maestra habló con él, pero, aunque intentó comprender, no
comprendió nada.
Lo
sacaron del parvulario. Su niñera, Nana, con su uniforme almidonado, pasó a ser
el centro de su minúsculo mundo. Los días de sol iban de paseo al parque; Nana
le señalaba con el dedo un gran monstruo gris y decía «elefante», y Benjamín
debía repetir la palabra, y aquella noche, mientras lo desnudaran para
acostarlo, la repetiría una y otra vez en voz alta: «leíante, lefante,
leíante». Algunas veces Nana le permitía saltar en la cama, y entonces se lo
pasaba muy bien, porque, si te sentabas exactamente como debías, rebotabas, y
si decías «ah» durante mucho tiempo mientras dabas saltos, conseguías un efecto
vocal intermitente muy agradable.
Le
gustaba mucho coger del perchero un gran bastón y andar de acá para allá
golpeando sillas y mesas, y diciendo: «Pelea, pelea, pelea». Si había visita,
las señoras mayores chasqueaban la lengua a su paso, lo que le llamaba la
atención, y las jóvenes intentaban besarlo, a lo que él se sometía con un
ligero fastidio. Y, cuando el largo día acababa, a las cinco en punto, Nana lo
llevaba arriba y le daba a cucharadas harina de avena y unas papillas
estupendas.
No
había malos recuerdos en su sueño infantil: no le quedaban recuerdos de sus
magníficos días universitarios ni de los años espléndidos en que rompía el
corazón de tantas chicas. Sólo existían las blancas, seguras paredes de su
cuna, y Nana y un hombre que venía a verlo de vez en cuando, y una inmensa
esfera anaranjada, que Nana le señalaba un segundo antes del crepúsculo y la
hora de dormir, a la que Nana llamaba el sol. Cuando el sol desaparecía, los
ojos de Benjamin se cerraban, soñolientos… Y no había sueños, ningún sueño
venía a perturbarlo.
El
pasado: la salvaje carga al frente de sus hombres contra la colina de San Juan;
los primeros años de su matrimonio, cuando se quedaba trabajando hasta muy
tarde en los anocheceres veraniegos de la ciudad presurosa, trabajando por la
joven Hildegarde, a la que quería; y, antes, aquellos días en que se sentaba a
fumar con su abuelo hasta bien entrada la noche en la vieja y lóbrega casa de
los Button, en Monroe Street… Todo se había desvanecido como un sueño
inconsistente, pura imaginación, como si nunca hubiera existido.
No
se acordaba de nada. No recordaba con claridad si la leche de su última comida
estaba templada o fría; ni el paso de los días… Sólo existían su cuna y la
presencia familiar de Nana. Y, aparte de eso, no se acordaba de nada. Cuando
tenía hambre lloraba, eso era todo. Durante las tardes y las noches respiraba,
y lo envolvían suaves murmullos y susurros que apenas oía, y olores casi
indistinguibles, y luz y oscuridad.
Luego
fue todo oscuridad, y su blanca cuna y los rostros confusos que se movían por
encima de él, y el tibio y dulce aroma de la leche, acabaron de desvanecerse.
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