domingo, 15 de junio de 2014

Corazones perdidos

M. R. James

Fue en septiembre de 1811, según he comprobado, cuando se detuvo un coche de alquiler en la puerta de Aswarby Hall, en el corazón de Lincolnshire. Un niño, que era el único pasajero, bajó en cuanto se detuvo y miró con viva curiosidad durante el breve intervalo que transcurrió desde que sonó la campanilla hasta que se abrió la puerta Vio una casa alta, cuadrada, de los tiempos de la reina Ana; se le había añadido una portada con pilares de piedra del más puro estilo clásico de 1790; sus ventanas eran numerosas, altas, estrechas, con cristales pequeños y gruesa carpintería blanca. Un frontón perforado por una ventana redonda coronaba la fachada. Dos alas, a derecha e izquierda, comunicaban con el cuerpo central mediante curiosas galerías acristaladas sostenidas por columnatas. En estas alas se hallaban claramente las cuadras y los servicios de la casa. Cada una tenía una cúpula ornamental rematada por una veleta dorada.

La luz del ocaso daba en el edificio, brillando en los cristales como si estuviesen en llamas. Frente a la mansión se extendía un parque de robles y bordeado de abetos que se recortaban contra el cielo. El reloj de la torre de la iglesia —oculta tras la franja de árboles, y cuya veleta dorada era lo único de ella que recibía la luz— estaba dando las seis, y sus tañidos llegaban arrastrados por el viento. Todo contribuía a transmitir al espíritu del niño una impresión agradable, aunque teñida de esa especie de melancolía propia de un atardecer de principios de otoño, mientras esperaba a que le abriesen.

El coche le traía de Warwickshire, donde había quedado huérfano. Gracias al generoso ofrecimiento de su viejo pariente el señor Abney llegaba ahora a Aswarby para quedarse. Fue un ofrecimiento inesperado, porque los que conocían al señor Abney le consideraban una especie de recluso, para el que la llegada de un niño supondría un elemento nuevo e incompatible. La verdad es que se sabía muy poco de las ocupaciones del señor Abney. Habían oído decir al profesor de Griego de Cambridge que el hombre que más sabía sobre creencias religiosas de los últimos paganos era el dueño de Aswarby. Desde luego, su biblioteca contenía todo lo publicado hasta entonces sobre los Misterios, los poemas órficos, el culto a Mitra y los neoplatónicos. En el vestíbulo de mármol se alzaba un hermoso grupo de Mitra matando al toro, importado de levante a un coste considerable por el dueño. Éste había publicado una descripción de dicho grupo en la Gentleman's Magazine, y había escrito una notable serie de artículos en la revista Critical Museum sobre supersticiones de los romanos durante el Bajo Imperio. En resumen, se le tenía por una persona sumergida en los libros; por lo que causó una sorpresa enorme entre sus vecinos que se hubiese enterado siquiera de la existencia de Stephen Elliott, su pariente huérfano, y más aún que se hubiera ofrecido a acogerle en Aswarby Hall.

Lo cierto es que el señor Abney —el alto, flaco y austero señor Abney— parecía dispuesto a brindar a su joven primo una cálida acogida. En el instante en que abrían la puerta de la entrada salió precipitadamente de su despacho frotándose las manos de satisfacción.

—¿Qué tal, muchacho, cómo estás? —dijo— ¿Cuántos años tienes? Quiero decir, espero que no estés demasiado cansado del viaje como para no cenar ¿verdad?

—No; gracias, señor. —dijo el joven Elliott— Estoy bien.

—Buen chico. —dijo el señor Abney— ¿Y cuántos años tienes?

Parecía extraño que le hiciera dos veces la misma pregunta en los primeros dos minutos de conocerse.

—Casi doce, señor —dijo Stephen.

—¿Y cuándo los cumplirás, pequeño? El doce de septiembre, ¿eh? Eso está bien; eso está muy bien. Dentro de un año, casi, ¿no? Me gusta. Me gusta anotar estas cosas en mi libro. ¿Seguro que el doce? ¿Seguro?

—Sí; completamente seguro, señor.

—¡Bien, bien! Parkes, llévele a la habitación de la señora Bunch y que tome su té, cena o lo que sea.

—Sí, señor. —contestó el circunspecto señor Parkes; y condujo a Stephen al interior.

La señora Bunch era la persona más amable de las que Stephen había conocido hasta ahora en Aswarby. Le hizo sentirse completamente a gusto; a los quince minutos habían hecho ya gran amistad; amistad que siguieron conservando. La señora Bunch había nacido cerca de la residencia unos cincuenta años antes de la llegada de Stephen, y llevaba veinte viviendo en ella. Así que si alguien estaba al corriente de cuanto ocurría en la casa y los alrededores era ella; y no le desagradaba ni mucho menos hacerse eco de cualquier novedad.

Naturalmente, había multitud de cosas en la residencia y los jardines. Stephen, que era de inclinación curiosa, estaba deseoso de que le explicasen: ¿Quién construyó el templo del final del paseo de laureles? ¿Quién es el anciano del cuadro de la escalera, sentado junto a una mesa con una calavera debajo de la mano? Éstas y otras preguntas fueron aclaradas gracias a la poderosa fuente de información que era la señora Bunch. Había otras, en cambio, cuya explicación encontró menos satisfactoria.

Un atardecer de noviembre, Stephen se hallaba sentado ante la chimenea del cuarto del ama de llaves pensando en todo lo que le rodeaba.

—¿Es bueno el señor Abney, e irá al cielo? —preguntó de repente, con esa confianza tan típica de los niños en la capacidad de los mayores para resolver estas cuestiones, cuya decisión se considera reservada a otros tribunales.

—¿Bueno? ¡Dios le bendiga! —dijo la señora Buch— ¡El señor es la persona más bondadosa que he conocido! ¿No te he hablado nunca del niño que recogió, puede decirse que de la calle, hará siete años? ¿O de la niña, a los dos años de entrar yo a trabajar?

—No. ¡Cuéntemelo, señora Bunch! ¡Cuéntemelo ahora!

—Bueno, —dijo la señora Bunch— de la niña no me acuerdo muy bien. Sé que el señor la trajo un día al volver de su paseo, y dio orden a la señora Ellis, que era el ama de llaves entonces, de que la atendiese en todo. La pobre criatura no tenía a nadie (ella misma me lo dijo), y vivió aquí con nosotros como unas tres semanas. Después, sea porque tenía algo de sangre gitana o por lo que fuera, saltó de la cama una madrugada antes de que los demás hubiéramos abierto los ojos, y desde entonces no hemos vuelto a saber de ella. El señor movilizó a toda la comarca y mandó dragar todas las charcas; pero yo estoy convencida de que se fue con los gitanos. Porque la noche en que desapareció estuvieron cantando alrededor de la casa lo menos una hora; y Parkes asegura que les oyó dar voces toda esa tarde en el bosque. ¡Pobre!, era una niña rarísima, y muy reservada; aunque yo me entendía con ella a las mil maravillas, porque era muy casera. Curioso, ¿verdad?

—¿Y qué pasó con el niño? —dijo Stephen.

—¡Ah, pobre chico! —suspiró la señora Bunch— Era extranjero; se llamaba Jevanny, y apareció por el camino un día de invierno. El señor le hizo entrar en seguida, le preguntó de dónde venía, cuántos años tenía, cómo había llegado, y dónde estaban sus parientes, todo con una amabilidad que no podía pedirse más. Pero pasó lo mismo. Me parece que esos extranjeros son gente ingobernable; y una madrugada se fue, igual que la niña. Estuvimos preguntándonos lo menos un año por qué lo haría.

Stephen se pasó el resto de la velada haciéndole preguntas a la señora Bunch. Esa noche tuvo un sueño extraño. Al final del pasillo de arriba, donde estaba su dormitorio, había un cuarto de baño que no se utilizaba. Estaba cerrado con llave; pero la mitad superior de la puerta era de cristal, y dado que había desaparecido hacía tiempo la cortina podía verse desde fuera la bañera de plomo pegada a la pared de la derecha, de cara a la ventana.

Esa noche, Stephen Elliott se descubrió a sí mismo mirando a través del cristal de esa puerta. La luna entraba por la ventana, y Stephen observaba fijamente una figura que había en la bañera.

Su descripción de lo que vio me recuerda lo que vi una vez en la famosa cripta de la iglesia de St. Michan, en Dublín, que tiene la horrible propiedad de preservar los cadáveres de la descomposición durante siglos. Era una figura indeciblemente delgada y conmovedora, de un color ceniciento, envuelta en una prenda parecida a un sudario, con sus finos labios contraídos en una leve y horrible sonrisa, y las manos fuertemente apretadas en la región del corazón.

Y mientras la miraba, pareció brotar de ella un gemido lejano, casi inaudible, y empezó a mover los brazos. El terror de la escena hizo retroceder a Stephen, y despertar al hecho de que, efectivamente, se hallaba de pie en el frío entarimado del corredor, a plena luz de la luna. Con un valor que no es normal en los chicos de su edad, se acercó a la puerta del cuarto de baño a comprobar si estaba allí realmente la figura del sueño. No estaba; así que regresó a la cama.

A la señora Bunch le causó honda impresión lo que le contó Stephen; al extremó de que volvió a poner una cortina en la puerta de cristal. El señor Abney, por su parte, al que narró también su experiencia en el desayunó, se mostró enormemente interesado, y tomó notas al respecto en lo que llamaba su libro.

Se aproximaba el equinoccio de primavera, y el señor Abney se lo recordaba a menudo a su joven pariente, añadiendo que los antiguos lo consideraron siempre una época difícil para los jóvenes, que haría bien en cuidarse, cerrando la ventana durante la noche.

Dos incidentes ocurrieron por entonces que impresionaron a Stephen.

El primero fue después de pasar una noche con sensación de opresión y desasosiego, aunque no consiguió recordar qué había soñado. Ya por la tarde, la señora Bunch estaba ocupada en coser el camisón de Stephen.

—¡Válgame Dios, señorito Stephen! —exclamó de repente con cierta irritación— ¿qué ha hecho para dejar el camisón así? ¡Mire el trabajó que da a las pobres criadas que tienen que zurcir y remendar!

Efectivamente, la prenda tenía una serie de desgarrones cuyo zurcido requería una aguja hábil. Estaban todos en el lado izquierdo del pecho: unos surcos largos, paralelos, de unas seis pulgadas. Stephen sólo pudo manifestar que ignoraba por completo su origen; estaba seguro de el camisón no los tenía la noche anterior.

—Pero, señora Bunch, —dijo— son iguales que los arañazos que tiene por fuera la puerta de mi cuarto; y le aseguró que no los he hecho yo.

La señora Bunch le miró boquiabierta; acto seguido cogió una vela, salió apresuradamente de la habitación, y la oyó subir. Unos minutos después bajó.

—No sé, señorito Stephen, —dijo— es muy extraño cómo han podido aparecer esos arañazos ahí: están demasiado altos para ser de un perro ó de un gato, y menos aún de una rata. Parecen hechos por las uñas de un chino, como nos contaba un tío mío que estuvo en el negocio del té cuando éramos chicas. Yo que usted no le diría nada al señor; pero cierre la puerta con llave cuando se vaya a acostar.

—Siempre lo hago, señora Bunch, después de rezar.

—¡Ah, buen chico! No se olvide nunca de rezar, y no le ocurrirá nada malo.

Dicho esto la señora Bunch se aplicó en coser el camisón, quedándose pensativa de cuando en cuando, hasta que se hizo hora de acostarse. Esto ocurrió un viernes por la noche, en marzo de 1812.

Durante la velada siguiente, el dúo habitual formado por Stephen y la señora Bunch se vio aumentado con la llegada repentina del mayordomo, el señor Parkes, que por regla general no salía de sus dominios. No se dio cuenta de que estaba Stephen; además, entró más nervioso y menos circunspecto que de costumbre.

—Si el señor quiere vino por la noche que vaya él a buscarlo. —fue su primer comentario— O lo subo de día, o no lo subo, señora Bunch. No sé qué puede ser: lo más probable es que sean las ratas o el viento que se cuela en las bodegas; pero yo ya tengo muchos años, y ya no lo soporto como cuando era joven.

—Vaya, señor Parkes; sería muy raro que hubiera ratas en esta casa, y usted lo sabe.

—No lo voy a negar, señora Bunch; y aunque he oído contar muchas veces a los hombres del astillero lo de la rata que hablaba, jamás me lo he creído; pero esta noche, si llegó a pegar la oreja a la puerta de la cueva del fondo, seguro que me habría enterado de lo que decían.

—¡Vamos, señor Parkes, no consiento que diga esas fantasías! ¡Ratas hablando en la bodega! ¿Habráse visto?

—Bueno, señora Bunch, no quiero discutir con usted; lo único que digo es que si va a la cueva del fondo y pega la oreja a la puerta, puede comprobar ahora mismo lo que digo.

—¡Señor Parkes, está diciendo tonterías que no está bien que oiga un niño! Va a asustar al señorito Stephen.

—¡Cómo! ¿El señorito Stephen? —dijo Parkes reparando en la presencia del niño— El señorito Stephen, señora Bunch, comprende que le estoy gastando una broma.

La verdad es que el señorito Stephen comprendía demasiado para suponer que el señor Parkes quisiera gastar ninguna broma. Mostró interés —un interés no del todo grato— por el caso. Pero ninguna de sus preguntas consiguió sacarle al mayordomo más detalles sobre su experiencia en la bodega.

Llegamos ahora al 24 de marzo de 1812. Fue un día de experiencias singulares para Stephen; un día de viento y ruidos que llenaron la casa y el parque de un vago desasosiego. Estando en la valla del jardín contemplando el parque, sintió como si desfilara ante él un cortejo interminable de seres invisibles arrastrados por el viento, irresistiblemente, sin objeto, mientras pugnaban en vano por detenerse, por sujetarse a lo que fuera para poner fin a su vuelo y volver a entrar en contactó con el mundo de los vivos del que habían formado parte.

Ese día, después de comer, dijo el señor Abney:

—Stephen, muchacho, ¿te importaría venir esta noche a mi despacho, a eso de las once?; hasta esa hora estaré ocupado. Quiero enseñarte algo que tiene que ver con tu vida futura, y es de suma importancia que conozcas. No se lo digas a la señora Bunch ni a nadie de la casa; y es mejor que subas a tu habitación a la hora de siempre.

He aquí una nueva emoción que añadir a la vida. Stephen aprovechó con avidez la ocasión que se le brindaba de permanecer levantado hasta las once. Esa noche, al subir, se asomó a la puerta de la biblioteca y observó que el brasero que había visto a menudo en un rincón de la estancia estaba delante de la chimenea; sobre la mesa había una antigua copa plateada llena de vino tinto, y al lado unas hojas escritas. En el momento de pasar Stephen el señor Abney estaba tomando incienso de una caja redonda y espolvoreándolo en el brasero; pero no oyó sus pasos.

El viento había cesado. La noche era tranquila y había luna llena. Hacia las diez, Stephen estaba de pie juntó a la ventana abierta de su dormitorio contemplando el campo. Pese a la quietud general, aún no se habían acallado los misteriosos habitantes del bosque lejano bajó la luna. De cuando en cuando le llegaban del otro lado del estanque gritos extraños como de seres errantes, perdidos, desesperados. Quizá eran chillidos de lechuzas o gaviotas, aunque no sonaban exactamente igual que estas aves. ¿No se estaban acercando? Unos momentos después provenían de la orilla más próxima. Y ahora parecían flotar en la zona de los arbustos. Cesaron a continuación. Pero justo cuando Stephen se disponía a cerrar la ventana y volver a su lectura de Robinson Crusoe advirtió dos figuras detenidas en el camino que se extendía juntó a la residencia: las figuras de un niño y una niña, parecían; estaban el uno al lado del otro y miraban hacia las ventanas. La de la niña le recordaba de manera irresistible a la de la bañera que había visto en sueños. El chico le inspiraba un miedo más intenso.

Mientras la niña permanecía inmóvil, medió sonriendo, con las manos apretadas sobre el corazón, el chico, de figura delgadísima, cabello negro y ropa andrajosa, alzó los brazos como en un gesto de amenaza y hambre y ansia insaciable. La luna iluminó sus manos traslúcidas, y Stephen vio que tenía las uñas terriblemente largas y que las atravesaba la luz. Y al alzar los brazos reveló un detalle espantoso: en el costado izquierdo del pechó tenía abierto un agujero negro. Y entonces le llegó a Stephen —al cerebro más que al oído— uno de esos gritos hambrientos y desolados que habían estado resonando en el bosque de Aswarby. Acto seguido la horrible pareja se desplazó veloz y silenciosa por la grava, y dejó de verla.

Aunque indeciblemente asustado, decidió coger una vela y bajar al despacho del señor Abney, porque casi era la hora a la que le había citado. El despacho ó biblioteca daba a un lado del vestíbulo; y Stephen, acuciado por sus terrores, llegó en un abrir y cerrar de ojos. No le fue tan fácil entrar. La puerta no estaba cerrada con llave, desde luego, ya que la llave estaba puesta por fuera como de costumbre. Sus repetidas llamadas no obtuvieron respuesta. El señor Abney estaba ocupado: le oía hablar. ¿Qué ocurría? ¿Por qué trataba de gritar? ¿Y por qué se le ahogaba un gritó en la garganta? ¿Había visto también a los misteriosos niños? Pero ahora quedó todo en silenció, y la puerta cedió al forcejeo aterrado y frenético de Stephen.

Sobre la mesa de escritorio del señor Abney se descubrieron ciertos papeles que explicaron a Stephen Elliott lo ocurrido cuando tuvo edad suficiente para entenderlos. He aquí los pasajes más relevantes:

...Era creencia general entre los antiguos (de cuyo saber en esta materia he tenido experiencias que me inducen a creer en sus afirmaciones) que merced a determinados procesos que para nosotros tienen algo de bárbaros, el hombre puede alcanzar una muy notable expansión de las facultades espirituales; que, por ejemplo, absorbiendo la personalidad de cierto número de individuos, se puede lograr un total dominio sobre esos órdenes de seres espirituales que controlan las fuerzas elementales de nuestro universo.

...Hay constancia de que Simón el Mago podía desplazarse por el aire, hacerse invisible o adoptar las formas que quisiera en virtud del alma de un niño al que —para utilizar el término calumnioso que emplea el autor de Clementine Recognitions— había asesinado. Además, en los escritos de Hermes Trimegisto encuentro detallado que pueden obtenerse idénticos resultados absorbiendo los corazones de al menos tres seres humanos menores de veintiún años. A comprobar la veracidad de esta fórmula he dedicado la mayor parte de los últimos veinte años, escogiendo como corpora vilia de mi experimento a sujetos a los que podía suprimir oportunamente sin que ocasionasen vacío alguno en la sociedad. La primera fase la llevé a efecto eliminando a una tal Phoebe Stanley, niña gitana, el 24 de marzo de1792. La segunda, mediante la supresión de un italiano vagabundo llamado Giovanni Paoli, la noche del23 de marzo de1805. La víctima final (por emplear un término que repugna sobremanera a mi sensibilidad) va será mi primo Stephen Elliott.

Su día será este 24 de marzo de1812.

...La mejor manera de lograr la absorción es extraer el corazón in vivo, reducirlo a cenizas, y mezclarlas con medio litro de vino tinto, preferentemente oporto. Conviene guardar ocultos al menos los restos de los dos primeros sujetos; un cuarto de baño en desuso o una bodega sirven perfectamente a este propósito. Puede que el componente psíquico de los sujetos —que la terminología popular dignifica con el nombre de fantasmas o espectros— ocasione alguna molestia. Pero un hombre de talante filosófico concederá muy poca importancia a los débiles esfuerzos de esas naturalezas por descargar su venganza. Pienso con la más viva satisfacción en la existencia prolongada e independiente que el experimento me conferirá si tiene éxito, no sólo poniéndome fuera del alcance de la pretendida justicia humana, sino eliminando prácticamente la perspectiva misma de la muerte...

El señor Abney fue encontrado en su silla, con la cabeza hacia atrás, el rostro contraído en una expresión de rabia, miedo y dolor insoportable. En el costado izquierdo tenía abierta una herida terrible que le dejaba el corazón al descubierto. No tenía sangre en las manos, y el largo cuchillo que había sobre la mesa estaba intacto.


Seguramente le infligió esa herida un gato montés: la ventana del despacho estaba abierta, y el dictamen del forense fue que el señor Abney había muerto víctima de alguna alimaña. Pero la lectura de los papeles que acabo de citar llevaron a Stephen Elliott a una conclusión muy diferente.

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