Robert A.
Heinlein
22:17 ZONA
TEMPORAL V. 7 NOV 1970. Nueva
York. Bar de Pop
Yo
lustraba una copa de coñac cuando entró la Madre Soltera. Anoté la hora: las
22.17, zona cinco, tiempo del Este, 7 de noviembre de 1970. Los agentes
temporales siempre apuntamos la fecha y la hora. Es una norma.
La
Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, de cara
infantil y mal carácter. No me gustaba su aspecto (nunca me gustó) pero yo
había venido aquí para reclutarlo. Era mi muchacho. Le obsequié mi mejor
sonrisa de cantinero.
Tal
vez soy demasiado severo. No era maricón ni nada parecido. Lo llamaban así por
lo que contestaba cuando algún entrometido quería saber a qué se dedicaba: —Soy
una madre soltera —decía, y si no tenía ganas de pegarle a alguien continuaba: —A
cuatro centavos por palabra. Escribo confesiones.
Si
estaba de mal humor se quedaba esperando que alguien hiciese un chiste. Tenía
un estilo letal para la pelea cuerpo a cuerpo, como el de una mujer policía…,
razón por la cual yo lo buscaba. Y no la única.
Hoy
estaba ya bastante servido y parecía detestar a la gente más que de costumbre.
Le serví en silencio una ración doble de Old Underwear y dejé la botella. Bebió
y se sirvió otro vaso.
Yo
pasé el trapo por el mostrador.
—¿Cómo
va el negocio de la Madre Soltera?
Sus
dedos apretaron el vaso. Pensé que me lo iba a tirar a la cara y tanteé bajo
del mostrador en busca de la cachiporra. En la manipulación temporal uno trata
de planearlo todo, pero hay tantos factores que uno no debe correr riesgos
innecesarios.
Vi
que se relajaba en ese grado pequeñísimo que nos enseñan a detectar en la
escuela del Buró.
—Perdón
—dije—. Sólo preguntaba cómo iba el negocio. Haga de cuenta que le pregunté
cómo está el clima.
Se
veía amargado.
—El
negocio va bien. Yo escribo, ellos publican, yo como.
Me
serví un trago y me incliné hacia él.
—De
hecho —le comenté—, usted escribe bien. He leído algunas de sus historias. Le
sale de maravilla el punto de vista femenino.
Éste
era un desliz al que debía arriesgarme: él nunca había dicho qué seudónimos
usaba. Pero estaba tan enojado como para sólo oír lo último.
—¡El
punto de vista femenino! —repitió, bufando—. Ah, sí, yo me sé el punto de vista
femenino. Claro que me lo sé.
—¿Sí?
—dije, como dudando— ¿Hermanas?
—No.
Si se lo cuento no me lo cree.
—Bueno
—repuse suavemente—, los psiquiatras y los cantineros aprenden que nada es más
extraño que la verdad. Mire, joven, si usted oyera las historias que yo oigo,
bueno, se haría rico. Increíble.
—Usted
no sabe qué es “increíble”.
—¿De
veras? A mí no me asombra nada. Ya todo lo he oído.
La
Madre Soltera volvió a resoplar.
—¿Le
apuesto el resto de la botella?
—Le
apuesto otra botella entera —dije, y la puse en el mostrador.
—Bueno…
Le
hice señas al otro barman para que se ocupara del negocio. Estábamos en la
punta del mostrador, un lugar para un solo banquillo que yo tenía como refugio
privado; para bloquearlo ponía sobre el mostrador frascos con huevos en
conserva y cosas por el estilo. En la otra punta había unos parroquianos viendo
el box en la televisión y alguien hacía sonar la rocola. Estábamos tan en
privado como en una cama.
—Muy
bien —dijo la Madre Soltera—. Para empezar, soy un bastardo.
—Eso
no es una ninguna distinción aquí —le contesté.
—Lo
digo en serio —replicó—. Mis padres no estaban casados.
—Es
no es raro —insistí—. Los míos tampoco.
—Cuando…
—se interrumpió y, por primera vez desde que lo conocía, me miró con alguna
calidez—. ¿En serio?
—Claro.
Bastardo cien por ciento. De hecho —agregué— nadie se casa en mi familia. Puro
bastardo.
—¿Y
eso?
—Ah,
esto —se lo mostré—. Parece un anillo de compromiso. Es para ahuyentar a las
mujeres —era una vieja sortija que le compré en 1985 a un colega, que la había
traído de la Creta pre-cristiana—. La serpiente Uroboros —expliqué—; la
Serpiente del Mundo que se muerde eternamente la cola. Un símbolo de la Gran
Paradoja.
Él
apenas la miró.
—Si
usted es realmente un bastardo, sabe cómo se siente uno. Cuando yo era todavía
una niña pequeña…
—¡Momento!
—lo interrumpí— ¿Lo oí bien?
—¿Quién
está contando la historia? Cuando yo era una niña pequeña… Mire, ¿nunca ha oído
hablar de Christine Jorgenson? ¿O de Roberta Cowell?
—¿Cambios
de sexo? ¿Me está tratando de decir…?
—Si
me interrumpe, no hablo. A mí me dejaron en un orfanato de Cleveland, en 1945,
cuando tenía un mes de edad. De chica envidiaba a los niños que tenían padres.
Luego, cuando empecé a saber de sexo…, y créame, Pop, que se aprende rápido en
un orfanato…
—Lo
sé.
—…
juré solemnemente que si tenía un hijo, tendría padre y madre. Esa idea me
mantuvo “pura’, cosa que era una hazaña en ese medio… Tuve que aprender a
pelear. Después fui creciendo y entendí que tenía muy pocas posibilidades de
casarme…, por lo mismo por lo que nadie me había adoptado —hizo una mueca—.
Tenía cara de caballo, dientes de conejo, pecho plano, pelo de cepillo…
—No
está mucho peor que yo.
—¿A
quién le importa cómo se ve un cantinero? ¿O un escritor? Pero la gente que
quiere adoptar elige a los tarados de ojos azules y cabellos de oro. Y luego
los hombres quieren pechos grandes, caras lindas y esa actitud de “oh, qué
hombre” —se encogió de hombros—. Yo no podía competir. Por eso decidí meterme a
R.A.M.E.R.A.S.
—¿A
dónde?
—Red
Astronáutica Múltiple Especializada en Relajación y Atención Sanitaria. Lo que
ahora llaman “Ángeles del Espacio”: Auxiliares Navales, Grupo de Enfermería
Lenitiva.
Reconocí
ambas siglas cuando las ubiqué en el tiempo. Nosotros usamos todavía una
tercera sigla, la del grupo de élite: Patrulla Unificada de Tareas de Animación
y Solaz. El cambio de vocabulario es el peor obstáculo en los saltos por el
tiempo. ¿Sabían ustedes que las “estaciones de servicio” servían gasolina en un
tiempo? Una vez, cuando yo cumplía una misión en la Era Churchill, una mujer me
dijo: “Lo espero en la estación de servicio de junto”, pero las estaciones de
servicio (en ese entonces) no tenían camas.
La
Madre Soltera continuó:
—Entonces
fue cuando admitieron que era imposible enviar hombres solos al espacio durante
meses y años sin aliviarles la tensión. ¿Recuerda cómo chillaron los puritanos?
Yo aproveché porque no había muchas voluntarias. Una debía ser respetable, de
preferencia virgen (querían adiestrarlas desde cero), mentalmente por arriba
del promedio y emocionalmente estable. Pero la mayoría de las voluntarias eran
prostitutas viejas o neuróticas que habrían acabado locas diez días después de
salir de la Tierra. Así que no hacía falta que yo fuera bonita; si me aceptaban
me arreglarían los dientes, me ondularían el pelo, me enseñarían a caminar y a
bailar, a escuchar a un hombre con expresión agradable, y todo lo demás… sin
contar el adiestramiento para los deberes fundamentales. De ser necesario hasta
me harían la cirugía estética… Nada era demasiado bueno para Nuestros
Muchachos.
“Y
lo mejor de todo era que se aseguraban de que una no quedara embarazada…, y,
casi seguro, una se casaba al terminar el tiempo del contrato. Igual que ahora
con las A.N.G.E.L, que se casan con los astronautas. Hablan el mismo idioma.
“A
los dieciocho me pusieron como auxiliar de casa de familia. La familia sólo
quería una sirvienta barata, pero a mí no me importaba. No podía alistarme
antes de cumplir veintiuno. Hacía las labores de la casa y luego iba a la
escuela nocturna. Fingía estudiar taquigrafía y mecanografía, pero en realidad
iba a una clase de encanto, para que fuera más fácil que me reclutaran.
“Fue
entonces cuando conocí a este tipo con sus billetes de cien dólares —la Madre
Soltera torció la cara—. Un imbécil, pero realmente tenía un fajo de billetes
de cien… Una vez me los enseñó y me dijo que tomara lo que quisiera.
“Pero
yo no quise. Me gustaba. Era el primero que se mostraba amable conmigo sin
intentar ninguna otra cosa. Dejé la escuela nocturna para verlo más seguido.
Fue la época más feliz de mi vida.
“Hasta
que una noche, en el parque, empezaron las otras cosas.
La
Madre Soltera calló.
—¿Y
luego? —pregunté.
—¡Luego
nada! Nunca lo volví a ver. Me acompañó a casa, me dijo que me quería, me dio
un beso de buenas noches y nunca volvió —tenía una cara lúgubre—. Si pudiera
encontrarlo, lo mataría.
—Bueno
—le dije, en tono de condolencia—, sé cómo se siente. Pero matarlo…, sólo por
haber hecho lo más natural… ¿Usted se resistió?
—¿Qué?
¿Eso qué importa?
—Mucho.
Tal vez se merezca que le rompan los brazos por irse así, pero…
—¡Merece
algo peor! Espere a que termine. Me las arreglé para que nadie sospechara, y me
consolé pensando que había sido para bien; que realmente no lo había querido y
que probablemente nunca querría a nadie… Y estaba más ansiosa que nunca por
ingresar en R.A.M.E.R.A.S. No estaba descalificada porque no se insistía mucho
en lo de la virginidad. Al fin me reanimé.
“Sólo
entendí hasta que las faldas empezaron a quedarme chicas.
—¿Embarazada?
—¡Como
una vaca! Los tacaños con los que vivía se hicieron tontos mientras pude
trabajar, y entonces me echaron a patadas. El orfanato no quiso recibirme otra
vez. Acabé en un hospital de caridad, rodeada de otras gordas y limpiando
bacinicas hasta que llegó la hora.
“Una
noche me encontré en una mesa de operaciones, con una enfermera que decía:
“Relájese. Ahora respire hondo…”
“Me
desperté en la cama, paralizada del pecho para abajo. Llega el cirujano y me
pregunta muy contento:
“—¿Qué
tal, cómo se siente?
“—Como
una momia.
“—Es
natural. Está envuelta como una momia, y llena de anestésico para que no
sienta. Va a salir bien, pero una cesárea no es cualquier cosa.
“—Una
cesárea —dije—… Doctor, ¿perdí al bebé?
“—No,
su bebé está bien.
“—¿Fue
niño o niña?
“—Niña.
Totalmente sana. Cinco libras, tres onzas.
“Me
tranquilicé. Ya era algo haber hecho un bebé. Me iría a cualquier parte, pensé,
me pondría ‘señora de’ en el apellido y dejaría que la niña pensara que su
padre había muerto. Mi hija no iba a acabar en un orfanato.
“Pero el cirujano seguía hablando:
“—Dígame, este… —no dijo mi nombre—. ¿Alguna
vez pensó que su sistema glandular era… raro?
Yo dije:
—¿Qué?
Claro que no. ¿A qué se refiere?
“Él,
primero, se quedó callado.
—Se
lo diré en una sola dosis. Luego una inyección, para que se duerma y se le
pasen los nervios. Le va a hacer falta.
“—¿Nervios? ¿Por qué? —le dije.
“—¿Alguna vez oyó hablar de ese médico escocés
que fue mujer hasta los treinta y cinco años? Después se operó, y fue un
hombre, desde el punto de vista médico y legal. Hasta se casó. Todo perfecto.
“—¿Eso qué tiene que ver conmigo?
“—Es lo que estoy tratando de explicarle. Usted
es un hombre.
“Me quise enderezar.
—¿Qué?
“—Cálmese. Cuando la abrí, encontré un
revoltijo. Mientras sacaba al bebé llamé al jefe de cirugía; lo consulté con
usted todavía en la mesa, y trabajamos varias horas para salvar lo que se podía
salvar. Usted tenía dos juegos completos de órganos sexuales, ambos inmaduros,
pero el femenino estaba lo bastante desarrollado como para permitirle tener un
bebé. Ya no le iban a servir, así que los extirpamos y dejamos todo puesto para
que usted pueda desarrollarse adecuadamente como hombre —me puso una mano en el
hombro— No se preocupe. Es usted joven, los huesos se ajustarán, cuidaremos su
equilibrio glandular… y haremos de usted un hombre.
“Me eché a llorar.
—¿Y
qué va a pasar con mi hija?
—Bueno,
no va a poder amamantarla… No tiene leche ni para un gatito. Si yo fuera usted
ni siquiera la vería: la pondría en adopción…
“—¡No!
“A él no le importó. —Usted decide. Es la
madre…, es decir… Usted la engendró. Pero ahora no se preocupe. Lo primero es
que se ponga bien.
“Al día siguiente me dejaron ver a la niña, y
seguí viéndola a diario. Trataba de acostumbrarme a ella. Nunca había visto un
recién nacido, y no tenía idea de qué horribles son… Mi hija parecía un monito
anaranjado. Eso sí, mis sentimientos se volvieron una decisión firme de hacer
todo por ella. Pero cuatro semanas después, todo eso dio lo mismo.
—¿Cómo?
—La
secuestraron.
—¿La
secuestraron?
La
Madre Soltera estuvo a punto de tirar la botella.
—La
raptaron. ¡La robaron de la enfermería del hospital! —la Madre Soltera
respiraba con fuerza— ¿Qué le parece cómo le pueden quitar a un hombre la única
razón que tiene para vivir?
—Qué
feo —admití—. Tómese otro. ¿No hubo pistas?
—Nada
que le sirviera a la policía. Alguien fue a verla diciendo que era el tío.
Cuando la enfermera le dio la espalda, se la llevó.
—¿Cómo
era?
—Un
tipo cualquiera, con una cara en forma de cara, como la de usted o la mía —frunció
el ceño—. Ha de haber sido el padre. La enfermera juró que era un hombre de más
edad, pero seguro se maquilló. ¿Quién más se iba a llevar a mi bebé? Las
mujeres sin hijos hacen esas cosas, pero ¿quién iba a decir que un hombre…?
—¿Qué
pasó después?
—Once
meses más en ese lugar horrible y tres operaciones. A los cuatro meses empezó a
crecerme la barba. Antes de salir ya me rasuraba todos los días…, y sin duda
era hombre —sonrió ácidamente—. Ya empezaba a mirarle el busto a las
enfermeras.
—Bueno
—le dije—, me parece al final le fue bien. Helo aquí, un hombre normal que gana
bastante dinero y que no tiene problemas. Y la vida de la mujer no es fácil.
La
Madre Soltera me miró con furia.
—¡Usted
no tiene idea!
—¿Por
qué?
—¿Alguna
vez oyó esa expresión, “una mujer arruinada”?
—Huy,
hace años. Ya no tiene mucho sentido.
—Yo
estaba tan arruinado como puede estarlo una mujer. Ese maldito realmente me
arruinó la vida. Yo ya no era una mujer y no sabía cómo ser un hombre.
—Habrá
tomado tiempo acostumbrarse…
—Usted
no tiene la menor idea. No me refiero a aprender a vestirme, o de no
equivocarme de baño. Todo eso lo aprendí en el hospital. ¿Pero cómo iba a
vivir? ¿En qué iba a trabajar? Carajo, ni siquiera sabía manejar. No sabía
ningún oficio y no podía hacer trabajo manual: tenía demasiadas cicatrices,
demasiado tejido blando…
“Además,
yo odiaba a aquel tipo por haberme quitado esa posibilidad de entrar en
R.A.M.E.R.A.S, pero fue peor cuando quise entrar en el Cuerpo Espacial. Con
verme el abdomen me declararon inepto para el servicio militar. El oficial
médico me dedicó un buen rato por pura curiosidad. Ya había leído acerca de mi
caso.
“Entonces
cambié de nombre y vine a Nueva York. Trabajé friendo cosas en un restaurante.
Después renté una máquina de escribir y quise ser escribano público…. ¡Qué
risa! En cuatro meses escribí cuatro cartas y un manuscrito. El manuscrito era
para Casos de la Vida Real y era puro desperdicio de papel, pero el idiota que
lo escribió pudo venderlo.
Eso
me dio una idea. Compré un montón de revistas para mujeres y las estudié… —ahora
tenía una cara cínica—, y ahora ya sabe cómo puedo escribir el punto de vista
femenino en mis cuentos sobre madres solteras. Gracias a la única versión que
no he vendido: la verdadera. ¿Me gané la botella?
La
empujé hacia él. Yo mismo me sentía bastante trastornado, pero había trabajo
que hacer.
Le
dije:
—Joven,
¿todavía le gustaría agarrar a ese tal por cuál?
Sus
ojos se encendieron con un brillo de fiera.
—¡Momento!
—dije— No lo mataría, ¿o sí?
Soltó
una risa maligna.
—Póngame
a prueba.
—Calma.
Sé más de este asunto de lo que usted piensa. Lo puedo ayudar. Sé dónde está.
Él
pasó un brazo sobre el mostrador.
—¿Dónde
está?
—Suélteme
la camisa, joven, o va acabar en el callejón y le tendré que decir a la policía
que desmayó.
La
Madre Soltera me soltó.
—Perdón.
Pero ¿dónde está? —me miró— ¿Y cómo sabe tanto?
—Todo
a su tiempo. Hay registros: del hospital, del orfanato, de los médicos. La
directora del orfanato era la señora Fetherage, ¿verdad? Y después vino la
señora Gruenstein, ¿verdad? Y cuando usted era niña su nombre era Jane,
¿verdad? Y usted no me dijo nada de esto, ¿verdad?
Había
logrado desconcertarlo, tal vez asustarlo.
—¿De
qué se trata? ¿Quiere meterme en problemas?
—Claro
que no. Me interesa su bienestar. Puedo poner al tipo junto a usted. Usted hace
con él lo que quiera…, y le garantizo que no le pasará nada. Eso sí, creo que
no va a matarlo. Tendría que estar loco para matarlo… y usted no está loco. No
mucho.
No
me hizo mucho caso.
—Menos
habladas. ¿Dónde está?
Le
serví un trago, chico. Seguía borracho, pero no se notaba por la ira.
—No
tan rápido. Yo le hago un favor, usted me hace un favor.
—¿Cuál?
—A
usted no le gusta su trabajo. ¿Qué me diría si yo le ofrezco otro, bien pagado,
permanente, gastos ilimitados, con usted de su propio jefe, y un montón de
diversión y aventuras?
Se
me quedó mirando.
—Le
diría que me contara otro cuento. Ya basta, Pop. Ese empleo no existe.
—Hagámoslo
de otro modo: yo le entrego el hombre, usted se arregla con él y luego prueba
el trabajo que le ofrezco. Si no es como le digo, no pasa nada.
Él
vacilaba, pero se decidió con el último trago.
—¿Cuándo
me lo entrega? — dijo con voz pastosa.
—Sí
está de acuerdo… ¡ahora mismo!
Él
extendió la mano. —¡Trato hecho!
Le
hice una seña a mi ayudante para que vigilara las dos puntas del mostrador,
tomé nota de la hora —23.00— y cuando me agachaba para cruzar la puertita bajo
el mostrador, la rocola empezó a sonar con “¡Soy mi propio abuelo!”. El
encargado tenía la orden de poner sólo clásicos y Americano, porque yo no
aguanto la “música” de 1970, pero yo no sabía que esa grabación se hubiera
infiltrado. Así que grité:
—¡Apaga
eso! ¡Devuélvele el dinero al cliente! —y agregué: —Voy al almacén. No tardo.
Y
allá fui, seguido por la Madre Soltera.
El
almacén estaba al fondo del pasillo, del otro lado de los baños. Una puerta de
acero de la que sólo el encargado de día y yo teníamos llave. Adentro, había
otra puerta que llevaba a un cuarto del que sólo yo tenía llave. Entramos ahí.
La
madre soltera miró, confundido, las paredes sin ventanas.
—¿Dónde
está?
—Ahora
mismo viene.
No
había nada en el cuarto salvo un estuche. Lo abrí. Era un Equipo de Campo
Transformador de Coordenadas de la U.S.F.F., serie 1992, modelo II. Una
belleza, sin partes móviles, 23 kilos de peso a plena carga y diseñado para
parecer una maleta. Lo había ajustado con precisión desde temprano. Todo lo que
había que hacer era desplegar la red metálica que limita el campo de
transformación. Cosa que hice.
—¿Qué
es eso? —preguntó.
—Una
máquina del tiempo —respondí, y eché la red sobre nosotros.
—¡Oiga!
—gritó la Madre Soltera, y dio un paso atrás. Hay una técnica para hacer esto:
hay que lanzar la red de modo que el sujeto retroceda instintivamente hacia la
malla de metal, y entonces acabar de cerrar la red para que los dos quedemos
adentro. Si no, uno puede dejar detrás la suela de un zapato, o la punta de un
pie, o bien llevarse un trozo del suelo. Pero no hace falta más. Algunos
agentes engañan al sujeto para que se meta en la red; yo digo la verdad y uso
ese momento de asombro total para mover el interruptor. Cosa que hice.
1030-VI-3
ABR 1963. Cleveland, Ohio. Edificio Apex
—¡Oiga!
—volvió a decir él—. ¡Quíteme esta porquería de encima!
—Lo
siento —me disculpé, plegué la red y la guardé en la maleta—. Usted me dijo que
quería encontrarlo.
—
Pero… ¡usted dijo que eso era una máquina del tiempo!
Le
señalé una ventana.
—¿Le
parece que estamos en noviembre? ¿O en Nueva York?
Mientras
él veía, estupefacto, los capullos nuevos y el cielo primaveral, reabrí el
estuche, saqué un fajo de billetes de cien y comprobé que la numeración y la
firma fueran compatibles con 1963. Al Buró del Tiempo no le importa lo que uno
gaste (no cuesta), pero tampoco le gustan los anacronismos innecesarios. Si
comete muchos errores, una corte marcial lo puede exiliar por un año a algún
periodo especialmente malo, 1974 por ejemplo, con su racionamiento estricto y
sus trabajos forzados. Yo nunca cometo esos errores. El dinero era perfecto.
La
Madre Soltera dio media vuelta y preguntó:
—¿Qué
pasó?
—El
tipo está aquí. Salga y vaya por él. Aquí tiene dinero para sus gastos —le
empujé el fajo y añadí: —Arréglese con él y después yo lo recojo.
Los
billetes de cien dólares tienen un efecto hipnótico en la gente que los ve
poco. Seguía pasándolos de a uno, con cara de no poder creerlo, cuando lo
empujé al vestíbulo y cerré por dentro. El siguiente salto fue fácil: un
pequeño desplazamiento en la misma era.
1700-VI.
10 MAR 1964. Cleveland. Edificio Apex
Habían
echado un aviso por debajo de la puerta: el contrato de mi renta expiraba la
semana próxima. Salvo ese detalle, el cuarto se veía como un momento antes.
Afuera, los árboles estaban pelados y parecía que iba a nevar. Me apuré, con
sólo una pausa para recoger dinero contemporáneo y saco, sombrero y un abrigo
que había dejado allí al rentar el cuarto. Pedí un taxi y fui al hospital. Tardé
veinte minutos en aburrir lo suficiente a la enfermera como para llevarme la
criatura sin que nadie me viera. Regresamos al edificio Apex. Los ajustes
fueron más complicados ahora pues el edificio no existía aún en 1945. Pero ya
lo había calculado.
0100-VI-20
SEP 1945. Cleveland. Motel Skyview
El
equipo, el bebé y yo llegamos a un hotel en las afueras de la ciudad.
Previamente me había registrado como “Gregory Johnson, de Warren, Ohio”, así
que aparecimos en un cuarto con cortinas corridas, ventanas cerradas, puertas
atrancadas y el piso libre de obstáculos, como precaución contra oscilaciones
mientras la máquina se orientara. Uno puede darse un mal golpe por una silla en
el lugar equivocado…, no por la silla, desde luego, sino la descarga retroactiva
del campo.
No
hubo problemas. Jane dormía profundamente. La llevé afuera, la puse en una caja
de cartón sobre el asiento de un automóvil que había rentado previamente, la
llevé al orfanato, la dejé en la escalera de la entrada, recorrí dos cuadras hasta
llegar a una “estación de servicio” (de las que vendían gasolina) y llamé por
teléfono al orfanato. Después regresé, a tiempo para ver cómo metían la caja de
cartón, seguí avanzando, dejé el coche cerca del motel, caminé hasta la entrada
y salté hasta adelante, hasta el edificio Apex en 1963.
2200-VI-24
ABR 1963. Cleveland. Edificio Apex
Yo
no me había dejado mucho margen. La exactitud en el salto del tiempo depende de
cuánto se salta, salvo cuando se regresa a cero. Si no me había equivocado,
Jane estaría descubriendo ahora, en el parque, en esa noche perfumada de
primavera, que no era una chica tan decente como había creído. Tomé un taxi a
la casa de los tacaños y le ordené al chofer que esperara a la vuelta de la
esquina, mientras yo me observaba en lo oscuro.
De
pronto los vi venir por la calle, tomados del brazo. El hombre la llevó hasta
el porche y le dio un largo beso de buenas noches: mucho más largo de lo que yo
creía. Ella entró y él se alejó por la vereda. Lo alcancé y lo tomé por el brazo.
—Eso
es todo, joven —le anuncié en voz baja—. Ya vine a recogerlo.
—¡Usted!
—dijo, sin aliento.
—Sí,
yo. Y ahora ya sabe quién es él, y si lo piensa sabrá quién es usted…, y si lo
piensa más sabrá quién es el bebé… y quién soy yo.
No
me contestó. La sacudida había sido grande. Es un choque el que le prueben a
uno que no puede resistir la tentación de seducirse a sí mismo. Lo llevé al
edificio Apex y saltamos otra vez.
2300-VII-12
AGO 1985. Base Sub-Rocallosas
Desperté
al sargento de guardia, le mostré mi identificación y le ordené que pusiera a
mi acompañante en la cama, le diera una pastilla y lo reclutara a la mañana
siguiente. El sargento se veía de mal humor, pero el rango es el rango en
cualquier época. Hizo lo que le dije, pensando, sin duda, que la próxima vez
que nos encontráramos él podría ser el coronel y yo el sargento. Cosa que,
efectivamente, puede suceder en el Buró.
—¿Qué
nombre? —preguntó.
Se
lo escribí. Él enarcó las cejas.
—Conque
sí, ¿eh?
—Sólo
haga su trabajo, sargento —me volví a mi acompañante—. Joven, ya se acabaron
sus problemas. Está por iniciarse en el mejor empleo que un hombre puede tener
Y le irá bien. Yo sé.
—¡Claro
que sí! —se me unió el sargento—. Míreme a mí: nacido en 1917, y todavía ando
por aquí, todavía soy joven, todavía disfruto de la vida.
Regresé
al cuarto de saltos y ajusté todo para ir al cero preseleccionado.
2301-V-7
NOV 1970. Nueva York. Bar de Pop
Salí
del almacén con una botella de Drambuie para justificar el minuto de ausencia.
Mi ayudante discutía con el cliente que quería oír “¡Soy mi propio abuelo!”. Le
dije:
—Déjalo
que lo escuche. Después desconecta la rocola.
Estaba
muy cansado.
El
trabajo es duro, pero alguien debe hacerlo, y luego del Error de 1972 es
difícil reclutar en los años tardíos. ¿Puede haber una fuente mejor que
seleccionar a gente más en la ruina, estén donde estén, y ofrecerle un trabajo
interesante y bien pagado (aunque peligroso) para una buena causa? Todo el
mundo sabe ahora por qué fracasó la Guerra del Fallo de 1963: la bomba que iba
para Nueva York no explotó jamás, y otras mil cosas no ocurrieron como habían
sido planeadas…, todo gracias a gente como yo.
Pero
no el Error de 1972. Ese no fue nuestra culpa, y ya no tiene arreglo. No hay
ninguna paradoja. Una cosa o es, o no es, ahora y para siempre. Amén. Pero
nunca habrá otro error así: una orden fechada 1992 tiene prioridad en cualquier
año.
Cerré
el bar cinco minutos antes de la hora, y dejé en la caja registradora una carta
donde le explicaba al encargado de día que aceptaba su ofrecimiento de comprar
mi parte, y que se entrevistara con mi abogado, porque yo me iba a tomar unas
largas vacaciones. El Buró podía cobrarle o no cobrarle, pero quiere que no se
dejen cabos sueltos. Bajé al cuartito en el almacén y salté a 1993.
2200-VII-12
ENE 1993. Anexo Sub-Rocallosas, Cuartel del Buró del Tiempo
Me
presenté al oficial de guardia y fui a mi cuarto con la intención de dormir una
semana. Me había traído la botella que habíamos apostado (al fin y al cabo, me
la había ganado) y tomé un trago antes de escribir mi informe. Sabía horrible y
me pregunté cómo me había gustado alguna vez el Old Underwear. Pero era mejor
que nada: no me gusta estar totalmente sobrio, pienso demasiado. Pero tampoco
le doy de verdad a la botella. Otras personas ven serpientes…, yo veo personas.
Dicté
mi informe: cuarenta reclutamientos, todos aprobados por el Departamento de
Psico, incluyendo el mío, que ya sabía que aprobarían. Porque yo estaba aquí,
¿no? Luego grabé una solicitud para que me pasaran a operaciones: estaba harto
de reclutamientos. Metí las dos grabaciones en la ranura y fui hacia la cama.
Me
quedé mirando las “Leyes del Tiempo” sobre mi cabecera:
No
dejes para ayer lo que puedes hacer mañana
Si
al final tienes éxito no vuelvas a intentarlo
Una
puntada al Tiempo salva a nueve mil millones
Una
paradoja puede ser pararreglada
Es
más temprano cuando piensas
Los
antepasados son sólo gente
El
mismo Júpiter cabecea
Ya
no me inspiraban como cuando era recluta; treinta años subjetivos de saltos en
el tiempo lo cansan a uno. Me desvestí y me miré el abdomen. Las cesáreas dejan
grandes cicatrices, pero tengo tanto pelo ahora que no veo la mía a menos que
la busque.
Le
eché un vistazo al anillo que llevo en el dedo.
La
serpiente que se muerde la cola, por siempre y para siempre. Yo sé de dónde he
venido…, pero ¿de dónde han venido todos ustedes, zombies?
Sentí
que me venía un dolor de cabeza, pero yo no tomo analgésicos. Una vez tomé… y
todos ustedes se fueron.
Así
que me metí en la cama y apagué la luz.
En
realidad ustedes no están ahí. No hay nadie más que yo —Jane—, a solas, aquí en
la oscuridad.
¡Los
extraño tanto!
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