Sir Arthur Conan Doyle
Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi
amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación
con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos
rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a
retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la
puerta a mis espaldas.
—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson
—dijo cordialmente.
—Temí que estuviera usted ocupado.
—Lo estoy, y mucho.
—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.
—Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi
compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe
duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.
El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y
emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora
de sus ojillos rodeados de grasa.
—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de
nuevo en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre
que se sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi
afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la
monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con
el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer
en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.
—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante
—respondí.
—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos
metiéramos en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary
Sutherland, le comenté que si queremos efectos extraños y combinaciones
extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho
más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.
—Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en
duda.
—Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar
mi punto de vista, pues de lo contrario empezaré a amontonar sobre usted datos
y más datos, hasta que sus argumentos se hundan bajo el peso y se vea obligado
a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la
amabilidad de venir a visitarme esta mañana, y ha empezado a contarme una
historia que promete ser una de las más curiosas que he escuchado en mucho
tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e insólitas no
suelen presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos
pequeños e incluso con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido
delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en
este caso hay delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno
de los más extraños que he oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la
bondad de empezar de nuevo su relato. No se lo pido sólo porque mi amigo el
doctor Watson no ha oído el principio, sino también porque el carácter insólito
de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus labios hasta el último
detalle. Como regla general, en cuanto percibo la más ligera indicación del
curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos
semejantes que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la
obligación de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi
conocimiento, algo nunca visto.
El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a
un ligero orgullo, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio
y arrugado. Mientras recorría con la vista la columna de anuncios, con la
cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen vistazo, esforzándome por
interpretar, como hacía mi compañero, cualquier indicio que ofrecieran sus
ropas o su aspecto.
Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro
visitante tenía todas las trazas del típico comerciante británico: obeso,
pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones grises a cuadros con enormes
rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada por delante, y
un chaleco gris-amarillento con una gruesa cadena de latón y una pieza de metal
con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla,
había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de
terciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había
nada notable en aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la
expresión de inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones.
Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos
ojos de Sherlock Holmes, que movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis
inquisitivas miradas.
—Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha
realizado trabajos manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en
China y que últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más —dijo.
El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo
el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
—¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso,
señor Holmes? —preguntó—. ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con
las manos? Es tan cierto como el Evangelio que empecé siendo carpintero de
barcos.
—Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más
grande que la izquierda. Ha trabajado usted con ella y los músculos se han
desarrollado más.
—Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?
—No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he
sabido eso, especialmente teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas
normas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás.
—¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?
—¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su
manga derecha se vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras
que el de la izquierda está rozado cerca del codo, por donde se apoya en la
mesa?
—Bien. ¿Y lo de China?
—El pez que lleva usted tatuado justo encima de la muñeca
derecha sólo se ha podido hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio
sobre los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese
truco de teñir las escamas con una delicada tonalidad rosa es completamente
exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda china colgando de la
cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.
El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente.
—¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. Al principio me
pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de
que, después de todo, no tiene ningún mérito.
—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un
error al dar explicaciones. Omne ignotum
pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale,
se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor
Wilson?
—Sí, ya lo tengo —respondió Wilson, con su dedo grueso y
colorado plantado a mitad de la columna—. Aquí está. Todo empezó por aquí.
Léalo usted mismo, señor.
Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente:
«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.—Con cargo al legado del
difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE.UU., se ha producido otra
vacante que da derecho a un miembro de la Liga a percibir un salario de cuatro
libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden optar al puesto
todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún
años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan Ross, en las oficinas
de la Liga, 7 Pope’s Court, Fleet Street.»
—¿Qué diablos significa esto? —exclamé después de haber
leído dos veces el extravagante anuncio.
Holmes se rio por lo bajo y se removió en su asiento,
como solía hacer cuando estaba de buen humor.
—Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? —dijo—.
Y ahora, señor Wilson, empiece por el principio y cuéntenoslo todo acerca de
usted, su familia y el efecto que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero
primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha.
—Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace
exactamente dos meses.
—Muy bien. Vamos, señor Wilson.
—Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez
Wilson secándose la frente—, poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg
Square, cerca de la City. No es un negocio importante, y en los últimos años me
daba lo justo para vivir. Antes podía permitirme tener dos empleados, pero
ahora sólo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle si no fuera porque
está dispuesto a trabajar por media paga, mientras aprende el oficio.
—¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? —preguntó
Sherlock Holmes.
—Se llama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta
dificil calcular su edad. No podría haber encontrado un ayudante más eficaz,
señor Holmes, y estoy convencido de que podría mejorar de posición y ganar el
doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está
satisfecho, ¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza?
—Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo? Creo que ha tenido
usted mucha suerte al encontrar un empleado más barato que los precios del
mercado. No todos los patrones pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé
qué es más extraordinario, si su ayudante o su anuncio.
—Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—.
Jamás he visto a nadie tan aficionado a la fotografía. Siempre está sacando
instantáneas cuando debería estar cultivando la mente, y luego zambulléndose en
el sótano como un conejo en su madriguera para revelar las fotos. Ese es su
principal defecto; pero en conjunto es un buen trabajador. Y no tiene vicios.
—Todavía sigue con usted, supongo.
—Sí, señor. Él y una chica de catorce años, que cocina un
poco y se encarga de la limpieza. Eso es todo lo que tengo en casa, ya que soy
viudo y no tengo más familia. Los tres llevamos una vida muy tranquila, sí
señor, y nos dábamos por satisfechos con tener un techo bajo el que cobijarnos
y pagar nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nos sacó de nuestras casillas.
Hace justo ocho semanas, Spaulding bajó a la oficina con este mismo periódico
en la mano diciendo:
»—¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera yo pelirrojo!
»—¿Y eso por qué? ——pregunté yo.
»—Mire —dijo—: hay otra plaza vacante en la Liga de los
Pelirrojos. Eso significa una pequeña fortuna para el que pueda conseguirla, y
tengo entendido que hay más plazas vacantes que personas para ocuparlas, de
manera que los albaceas andan como locos sin saber qué hacer con el dinero. Si
mi pelo cambiara de color, este puestecillo me vendría a la medida.
»—Pero ¿de qué se trata? —pregunté—. Verá usted, señor
Spaulding, yo soy un hombre muy casero y como mi negocio viene a mí, en lugar
de tener que ir yo a él, muchas veces pasan semanas sin que ponga los pies más
allá del felpudo de la puerta. Por eso no estoy muy enterado de lo que ocurre
por ahí fuera y siempre me agrada recibir noticias.
»—¿Es que nunca ha oído hablar de la Liga de los Pelirrojos?
—preguntó Spaulding, abriendo mucho los ojos.
»—Nunca.
»—¡Caramba, me sorprende mucho, ya que usted podría optar
perfectamente a una de las plazas!
»—¿Y qué sacaría con ello?
»—Bueno, nada más que un par de cientos al año, pero el
trabajo es mínimo y apenas interfiere con las demás ocupaciones que uno tenga.
»Como podrá imaginar, aquello me hizo estirar las orejas,
pues el negocio no marchaba demasiado bien en los últimos años, y doscientas
libras de más me habrían venido muy bien.
»—Cuénteme todo lo que sepa —le dije.
»——Bueno ——dijo, enseñándome el anuncio——, como puede
ver, existe una vacante en la Liga y aquí está la dirección en la que deben
presentarse los aspirantes. Por lo que yo sé, la Liga fue fundada por un millonario
americano, Ezekiah Hopkins, un tipo bastante excéntrico. Era pelirrojo y sentía
una gran simpatía por todos los pelirrojos, de manera que cuando murió se supo
que había dejado toda su enorme fortuna en manos de unos albaceas, con
instrucciones de que invirtieran los intereses en proporcionar empleos cómodos
a personas con dicho color de pelo. Según he oído, la paga es espléndida y
apenas hay que hacer nada.
»——Pero tiene que haber millones de pelirrojos que soliciten
un puesto de esos ——dije yo.
»——Menos de los que usted cree ——respondió——. Verá, la
oferta está limitada a los londinenses mayores de edad. Este americano procedía
de Londres, de donde salió siendo joven, y quiso hacer algo por su vieja
ciudad. Además, he oído que es inútil presentarse si uno tiene el pelo rojo
claro o rojo oscuro, o de cualquier otro tono que no sea rojo intenso y
brillante como el fuego. Pero si usted se presentara, señor Wilson, le
aceptarían de inmediato. Aunque quizá no valga la pena que se tome esa molestia
sólo por unos pocos cientos de libras.
»Ahora bien, es un hecho, como pueden ver por sí mismos,
que mi cabello es de un tono rojo muy intenso, de manera que me pareció que,
por mucha competencia que hubiera, yo tenía tantas posibilidades como el que
más. Vincent Spaulding parecía estar tan informado del asunto que pensé que
podría serme útil, de modo que le dije que echara el cierre por lo que quedaba
de jornada y me acompañara. Se alegró mucho de poder hacer fiesta, así que
cerramos el negocio y partimos hacia la dirección que indicaba el anuncio.
»No creo que vuelva a ver en mi vida un espectáculo semejante,
señor Holmes. Del norte, del sur, del este y del oeste, todos los hombres cuyo
cabello presentara alguna tonalidad rojiza se habían plantado en la City en
respuesta al anuncio. Fleet Street se encontraba abarrotada de pelirrojos, y
Pope’s Court parecía el carro de un vendedor de naranjas. Jamás pensé que
hubiera en el país tantos pelirrojos como los que habían acudido atraídos por
aquel solo anuncio. Los había de todos los matices: rojo pajizo, limón,
naranja, ladrillo, de perro setter, rojo hígado, rojo arcilla… pero, como había
dicho Spaulding, no había muchos que presentaran la auténtica tonalidad
rojo-fuego. Cuando vi que eran tantos, me desanimé y estuve a punto de echarme
atrás; pero Spaulding no lo consintió. No me explico cómo se las arregló, pero
a base de empujar, tirar y embestir, consiguió hacerme atravesar la multitud y
llegar hasta la escalera que llevaba a la oficina. En la escalera había una
doble hilera de personas: unas que subían esperanzadas y otras que bajaban
rechazadas; pero también allí nos abrimos paso como pudimos y pronto nos
encontramos en la oficina.
—Una experiencia de lo más divertida —comentó Holmes,
mientras su cliente hacía una pausa y se refrescaba la memoria con una buena
dosis de rapé—. Le ruego que continúe con la interesantísima exposición.
—En la oficina no había nada más que un par de sillas de
madera y una mesita, detrás de la cual se sentaba un hombre menudo, con una
cabellera aún más roja que la mía. Cambiaba un par de palabras con cada
candidato que se presentaba y luego siempre les encontraba algún defecto que
los descalificaba. Por lo visto, conseguir la plaza no era tan sencillo como
parecía. Sin embargo, cuando nos llegó el turno, el hombrecillo se mostró más
inclinado por mí que por ningún otro, y cerró la puerta en cuanto entramos,
para poder hablar con nosotros en privado.
»—Éste es el señor Jabez Wilson —dijo mi empleado—, y aspira
a ocupar la plaza vacante en la Liga.
»—Y parece admirablemente dotado para ello —respondió el
otro—. Cumple todos los requisitos. No recuerdo haber visto nada tan perfecto.
»Retrocedió un paso, torció la cabeza hacia un lado y me
miró el pelo hasta hacerme ruborizar. De pronto, se abalanzó hacia mí, me
estrechó la mano y me felicitó calurosamente por mi éxito.
»—Sería una injusticia dudar de usted —dijo—, pero estoy
seguro de que me perdonará usted por tomar una precaución obvia —y diciendo
esto, me agarró del pelo con las dos manos y tiró hasta hacerme chillar de
dolor—. Veo lágrimas en sus ojos —dijo al soltarme—, lo cual indica que todo
está como es debido. Tenemos que ser muy cuidadosos, porque ya nos han engañado
dos veces con pelucas y una con tinte. Podría contarle historias sobre tintes
para zapatos que le harían sentirse asqueado de la condición humana —se acercó
a la ventana y gritó por ella, con toda la fuerza de sus pulmones, que la plaza
estaba cubierta. Desde abajo nos llegó un gemido de desilusión, y la multitud
se desbandó en distintas direcciones hasta que no quedó una cabeza pelirroja a
la vista, exceptuando la mía y la del gerente.
»—Me llamo Duncan Ross —dijo éste—, y soy uno de los
pensionistas del fondo legado por nuestro noble benefactor. ¿Está usted casado,
señor Wilson? ¿Tiene usted familia?
»Le respondí que no. Al instante se le demudó el rostro.
»—¡Válgame Dios! —exclamó muy serio—. Esto es muy grave,
de verdad. Lamento oírle decir eso. El legado, naturalmente, tiene como
objetivo la propagación y expansión de los pelirrojos, y no sólo su mantenimiento.
Es un terrible inconveniente que sea usted soltero.
»Al oír aquello, puse una cara muy larga, señor Holmes,
pensando que después de todo no iba a conseguir la plaza; pero después de
pensárselo unos minutos, el gerente dijo que no importaba.
»—De tratarse de otro —dijo—, la objeción habría podido
ser fatal, pero creo que debemos ser un poco flexibles a favor de un hombre con
un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?
»—Bueno, hay un pequeño problema, ya que tengo un negocio
propio —dije.
»—¡Oh, no se preocupe de eso, señor Wilson! —dijo Vincent
Spaulding—. Yo puedo ocuparme de ello por usted.
»—¿Cuál sería el horario? —pregunté.
»—De diez a dos.
»Ahora bien, el negocio del prestamista se hace principalmente
por las noches, señor Holmes, sobre todo las noches del jueves y el viernes,
justo antes del día de paga; de manera que me vendría muy bien ganar algún
dinerillo por las mañanas. Además, me constaba que mi empleado era un buen
hombre y que se encargaría de lo que pudiera presentarse.
»—Me viene muy bien —dije—. ¿Y la paga?
»—Cuatro libras a la semana.
»—¿Y el trabajo?
»—Es puramente nominal.
»—¿Qué entiende usted por puramente nominal?
»—Bueno, tiene usted que estar en la oficina, o al menos
en el edificio, todo el tiempo. Si se ausenta, pierde para siempre el puesto.
El testamento es muy claro en este aspecto. Si se ausenta de la oficina durante
esas horas, falta usted al compromiso.
»—No son más que cuatro horas al día, y no pienso ausentarme
—dije.
»—No se acepta ninguna excusa —insistió el señor Duncan
Ross—. Ni enfermedad, ni negocios, ni nada de nada. Tiene usted que estar aquí
o pierde el empleo.
»—¿Y el trabajo?
»—Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En ese estante
tiene el primer volumen. Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y el papel
secante; nosotros le proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Podrá empezar
mañana?
»—Desde luego.
»—Entonces, adiós, señor Jabez Wilson, y permítame felicitarle
una vez más por el importante puesto que ha tenido la suerte de conseguir.
»Se despidió de mí con una reverencia y yo me volví a
casa con mi empleado, sin apenas saber qué decir ni qué hacer, tan satisfecho
me sentía de mi buena suerte.
»Me pasé todo el día pensando en el asunto y por la noche
volvía a sentirme deprimido, pues había logrado convencerme de que todo aquello
tenía que ser una gigantesca estafa o un fraude, aunque no podía imaginar qué
se proponían con ello. Parecía absolutamente increíble que alguien dejara un
testamento semejante, y que se pagara semejante suma por hacer algo tan
sencillo como copiar la Enciclopedia Británica. Vincent Spaulding hizo todo lo
que pudo por animarme, pero a la hora de acostarme yo ya había decidido
desentenderme del asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente pensé que valla la
pena probar, así que compré un tintero de un penique, me hice con una pluma y
siete pliegos de papel, y me encaminé a Pope’s Court.
»Para mi sorpresa y satisfacción, todo salió a pedir de
boca. Encontré la mesa ya preparada para mí, y al señor Duncan Ross esperando a
ver si me presentaba puntualmente al trabajo. Me dijo que empezara por la letra
A y me dejó solo; pero se dejaba caer de vez en cuando para comprobar que todo
iba bien. A las dos me deseó buenas tardes, me felicitó por lo mucho que había
escrito y cerró la puerta de la oficina cuando yo salí.
»Todo siguió igual un día tras otro, señor Holmes, y el
sábado se presentó el gerente y me abonó cuatro soberanos por el trabajo de la
semana. Lo mismo ocurrió a la semana siguiente, y a la otra. Yo llegaba cada
mañana a las diez y me marchaba a las dos de la tarde. Poco a poco, el señor
Duncan Ross se limitó a aparecer una vez cada mañana y, con el tiempo, dejó de
presentarse. Aun así, como es natural, yo no me atrevía a ausentarme de la
habitación ni un instante, pues no estaba seguro de cuándo podría aparecer, y
el empleo era tan bueno y me venía tan bien que no quería arriesgarme a
perderlo.
»De este modo transcurrieron ocho semanas, durante las
cuales escribí sobre Abades, Armaduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y
esperaba llegar muy pronto a la B si me aplicaba. Tuve que gastar algo en
papel, y ya tenía un estante casi lleno de hojas escritas. Y de pronto, todo se
acabó.
—¿Que se acabó?
—Sí, señor. Esta misma mañana. Como de costumbre, acudí
al trabajo a las diez en punto, pero encontré la puerta cerrada con llave y una
pequeña cartulina clavada en la madera con una chincheta. Aquí la tiene, puede
leerla usted mismo.
Extendió un trozo de cartulina blanca, del tamaño aproximado
de una cuartilla. En ella estaba escrito lo siguiente:
«HA QUEDADO DISUELTA LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.
9 de octubre de 1890»
Sherlock Holmes y yo examinamos aquel conciso anuncio y
la cara afligida que había detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto
dominó tan completamente las demás consideraciones que ambos nos echamos a reír
a carcajadas.
—No sé qué les hace tanta gracia —exclamó nuestro
cliente, sonrojándose hasta las raíces de su llameante cabello—. Si lo mejor
que saben hacer es reírse de mí, más vale que recurra a otros.
—No, no —exclamó Holmes, empujándolo de nuevo hacia la
silla de la que casi se había levantado—. Le aseguro que no dejaría escapar su
caso por nada del mundo. Resulta reconfortantemente insólito. Pero, si me
perdona que se lo diga, el asunto presenta algunos aspectos bastante graciosos.
Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted después de encontrar esta tarjeta en la
puerta?
—Me quedé de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entonces
entré en las oficinas de al lado, pero en ninguna de ellas parecían saber nada
del asunto. Por último, me dirigí al administrador, un contable que vive en la
planta baja, y le pregunté si sabía qué había pasado con la Liga de los Pelirrojos.
Me respondió que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le
pregunté por el señor Duncan Ross. Me dijo que era la primera vez que oía ese
nombre.
»—Bueno —dije yo—, me refiero al caballero del número 4.
»—Cómo, ¿el pelirrojo?
»—Sí.
»—¡Oh! —dijo—. Se llama William Morris. Es abogado y estaba
utilizando el local como despacho provisional mientras acondicionaba sus nuevas
oficinas. Se marchó ayer.
»—¿Dónde puedo encontrarlo?
»—Pues en sus nuevas oficinas. Me dio la dirección. Sí,
eso es, King Edward Street, número 17, cerca de San Pablo. »Salí disparado,
señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba
de una fábrica de rodilleras artificiales y que allí nadie había oído hablar
del señor William Morris ni del señor Duncan Ross.
—¿Y qué hizo entonces? —preguntó Holmes.
—Volví a mi casa en Saxe-Coburg Square y pedí consejo a
mi empleado. Pero no pudo darme ninguna solución, aparte de decirme que, si esperaba,
acabaría por recibir noticias por carta. Pero aquello no me bastaba, señor
Holmes. No estaba dispuesto a perder un puesto tan bueno sin luchar, y como
había oído que usted tenía la amabilidad de aconsejar a la pobre gente
necesitada, me vine directamente a verle.
—E hizo usted muy bien —dijo Holmes—. Su caso es de lo
más notable y me encantará echarle un vistazo. Por lo que me ha contado, me
parece muy posible que estén en juego cosas más graves que lo que parece a
simple vista.
—¡Ya lo creo que son graves! —dijo el señor Jabez Wilson—.
¡Como que me he quedado sin cuatro libras a la semana!
—Por lo que a usted respecta —le hizo notar Holmes—, no
veo que tenga motivos para quejarse de esta extraordinaria Liga. Por el
contrario, tal como yo lo veo, ha salido usted ganando unas treinta libras, y
eso sin mencionar los detallados conocimientos que ha adquirido sobre todos los
temas que empiezan por la letra A. Usted no ha perdido nada.
—No, señor. Pero quiero averiguar algo sobre ellos, saber
quiénes son y qué se proponían al hacerme esta jugarreta… si es que se trata de
una jugarreta. La broma les ha salido bastante cara, ya que les ha costado
treinta y dos libras.
—Procuraremos poner en claro esos puntos para usted. Pero
antes, una o dos preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien le
hizo fijarse en el anuncio… ¿cuánto tiempo llevaba con usted?
—Entonces llevaba como un mes más o menos.
—¿Cómo llegó hasta usted?
—En respuesta a un anuncio.
—¿Fue el único aspirante?
—No, recibí una docena.
—¿Y por qué lo eligió a él?
—Porque parecía listo y se ofrecía barato.
—A mitad de salario, ¿no es así?
—Eso es.
—¿Cómo es este Vincent Spaulding?
—Bajo, corpulento, de movimientos rápidos, barbilampiño,
aunque no tendrá menos de treinta años. Tiene una mancha blanca de ácido en la
frente.
Holmes se incorporó en su asiento muy excitado.
—Me lo había figurado —dijo—. ¿Se ha fijado usted en si tiene
las orejas perforadas, como para llevar pendientes?
—Sí, señor. Me dijo que se las había agujereado una
gitana cuando era muchacho.
—¡Hum! —exclamó Holmes, sumiéndose en profundas reflexiones—.
¿Sigue aún con usted?
—¡Oh, sí, señor! Acabo de dejarle.
—¿Y el negocio ha estado bien atendido durante su ausencia?
—No tengo ninguna queja, señor. Nunca hay mucho trabajo
por las mañanas.
—Con eso bastará, señor Wilson. Tendré el gusto de darle
una opinión sobre el asunto dentro de uno o dos días. Hoy es sábado; espero que
para el lunes hayamos llegado a una conclusión.
—Bien, Watson —dijo Holmes en cuanto nuestro visitante se
hubo marchado—. ¿Qué saca usted de todo esto?
—No saco nada —respondí con franqueza—. Es un asunto de
lo más misterioso.
—Como regla general —dijo Holmes—, cuanto más extravagante
es una cosa, menos misteriosa suele resultar. Son los delitos corrientes, sin
ningún rasgo notable, los que resultan verdaderamente desconcertantes, del
mismo modo que un rostro vulgar resulta más difícil de identificar. Tengo que
ponerme inmediatamente en acción.
—¿Y qué va usted a hacer? —pregunté.
—Fumar —respondió—. Es un problema de tres pipas, así que
le ruego que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.
Se acurrucó en su sillón con sus flacas rodillas alzadas
hasta la nariz de halcón, y allí se quedó, con los ojos cerrados y la pipa de
arcilla negra sobresaliendo como el pico de algún pájaro raro. Yo había llegado
ya a la conclusión de que se había quedado dormido, y de hecho yo mismo
empezaba a dar cabezadas, cuando de pronto saltó de su asiento con el gesto de
quien acaba de tomar una resolución, y dejó la pipa sobre la repisa de la
chimenea.
—Esta noche toca Sarasate en el St. James Hall —comentó—.
¿Qué le parece, Watson? ¿Podrán sus pacientes prescindir de usted durante unas
pocas horas?
—No tengo nada que hacer hoy. Mi trabajo nunca es muy
absorbente.
—Entonces, póngase el sombrero y venga. Antes tengo que
pasar por la City, y podemos comer algo por el camino. He visto que hay en el
programa mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana o la
francesa. Es introspectiva y yo quiero reflexionar. ¡En marcha!
Viajamos en el Metro hasta Aldersgate, y una corta
caminata nos llevó a Saxe-Coburg Square, escenario de la singular historia que
habíamos escuchado por la mañana. Era una placita insignificante, pobre pero de
aspecto digno, con cuatro hileras de desvencijadas casas de ladrillo, de dos
pisos, rodeando un jardincito vallado, donde un montón de hierbas sin cuidar y
unas pocas matas de laurel ajado mantenían una dura lucha contra la atmósfera
hostil y cargada de humo. En la esquina de una casa, tres bolas doradas y un rótulo
marrón con las palabras «JABEZ WILSON» en letras de oro anunciaban el local
donde nuestro pelirrojo cliente tenía su negocio. Sherlock Holmes se detuvo
ante la casa, con la cabeza ladeada, y la examinó atentamente, con los ojos brillándole
bajo los párpados fruncidos. A continuación, caminó despacio calle arriba y
calle abajo, sin dejar de examinar las casas. Por último, regresó frente a la
tienda del prestamista y, después de dar dos o tres fuertes golpes en el suelo
con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió al instante un joven con
cara de listo y bien afeitado, que le invitó a entrar.
—Gracias —dijo Holmes—. Sólo quería preguntar por dónde
se va desde aquí al Strand.
—La tercera a la derecha y la cuarta a la izquierda —respondió
sin vacilar el empleado, cerrando a continuación la puerta.
—Un tipo listo —comentó Holmes mientras nos alejábamos—.
En mi opinión, es el cuarto hombre más inteligente de Londres; y en cuanto a
audacia, creo que podría aspirar al tercer puesto. Ya he tenido noticias suyas
anteriormente.
——s evidente ——dije yo— que el empleado del señor Wilson
desempeña un importante papel en este misterio de la Liga de los Pelirrojos.
Estoy seguro de que usted le ha preguntado el camino sólo para poder echarle un
vistazo.
—No a él.
—Entonces, ¿a qué?
—A las rodilleras de sus pantalones.
—¿Y qué es lo que vio?
—Lo que esperaba ver.
—¿Para qué golpeó el pavimento?
—Mi querido doctor, lo que hay que hacer ahora es observar,
no hablar. Somos espías en territorio enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square.
Exploremos ahora las calles que hay detrás.
La calle en la que nos metimos al dar la vuelta a la
esquina de la recóndita Saxe-Coburg Square presentaba con ésta tanto contraste
como el derecho de un cuadro con el revés. Se trataba de una de las principales
arterias por donde discurre el tráfico de la City hacia el norte y hacia el
oeste. La calzada estaba bloqueada por el inmenso río de tráfico comercial que
fluía en ambas direcciones, y las aceras no daban abasto al presuroso enjambre
de peatones. Al contemplar la hilera de tiendas elegantes y oficinas lujosas,
nadie habría pensado que su parte trasera estuviera pegada a la de la solitaria
y descolorida plaza que acabábamos de abandonar.
—Veamos —dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando
la hilera de edificios—. Me gustaría recordar el orden de las casas. Una de mis
aficiones es conocer Londres al detalle. Aquí está Mortimer’s, la tienda de
tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal de Coburg del City and
Suburban Bank, el restaurante vegetariano y las cocheras McFarlane. Con esto
llegamos a la siguiente manzana. Y ahora, doctor, nuestro trabajo está hecho y ya
es hora de que tengamos algo de diversión. Un bocadillo, una taza de café y
derechos a la tierra del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y
donde no hay clientes pelirrojos que nos fastidien con sus rompecabezas.
Mi amigo era un entusiasta de la música, no sólo un intérprete
muy dotado, sino también un compositor de méritos fuera de lo común. Se pasó toda
la velada sentado en su butaca, sumido en la más absoluta felicidad, marcando
suavemente el ritmo de la música con sus largos y afilados dedos, con una
sonrisa apacible y unos ojos lánguidos y soñadores que se parecían muy poco a
los de Holmes el sabueso, Holmes el implacable, Holmes el astuto e infalible
azote de criminales. La curiosa dualidad de la naturaleza de su carácter se
manifestaba alternativamente, y muchas veces he pensado que su exagerada
exactitud y su gran astucia representaban una reacción contra el humor poético
y contemplativo que de vez en cuando predominaba en él. Estas oscilaciones de
su carácter lo llevaban de la languidez extrema a la energía devoradora y, como
yo bien sabía, jamás se mostraba tan formidable como después de pasar días
enteros repantigado en su sillón, sumido en sus improvisaciones y en sus libros
antiguos. Entonces le venía de golpe el instinto cazador, y sus brillantes
dotes de razonador se elevaban hasta el nivel de la intuición, hasta que
aquellos que no estaban familiarizados con sus métodos se le quedaban mirando
asombrados, como se mira a un hombre que posee un conocimiento superior al de
los demás mortales. Cuando le vi aquella tarde, tan absorto en la música del
St. James Hall, sentí que nada bueno les esperaba a los que se había propuesto
cazar.
—Sin duda querrá usted ir a su casa, doctor —dijo en cuanto
salimos.
—Sí, ya va siendo hora.
—Y yo tengo que hacer algo que me llevará unas horas.
Este asunto de Coburg Square es grave.
—¿Por qué es grave?
—Se está preparando un delito importante. Tengo toda
clase de razones para creer que llegaremos a tiempo de impedirlo. Pero el hecho
de que hoy sea sábado complica las cosas. Necesitaré su ayuda esta noche.
—¿A qué hora?
—A las diez estará bien.
—Estaré en Baker Street a las diez.
—Muy bien. ¡Y oiga, doctor! Puede que haya algo de peligro,
así que haga el favor de echarse al bolsillo su revólver del ejército.
Se despidió con un gesto de la mano, dio media vuelta y
en un instante desapareció entre la multitud.
No creo ser más torpe que cualquier hijo de vecino, y sin
embargo, siempre que trataba con Sherlock Holmes me sentía como agobiado por mi
propia estupidez. En este caso había oído lo mismo que él, había visto lo mismo
que él, y sin embargo, a juzgar por sus palabras, era evidente que él veía con
claridad no sólo lo que había sucedido, sino incluso lo que iba a suceder,
mientras que para mí todo el asunto seguía igual de confuso y grotesco.
Mientras me dirigía a mi casa en Kensington estuve pensando en todo ello, desde
la extraordinaria historia del pelirrojo copiador de enciclopedias hasta la
visita a Saxe-Coburg Square y las ominosas palabras con que Holmes se había
despedido de mí. ¿Qué era aquella expedición nocturna, y por qué tenía que ir
armado? ¿Dónde íbamos a ir y qué íbamos a hacer? Holmes había dado a entender
que aquel imberbe empleado del prestamista era un tipo de cuidado, un hombre
empeñado en un juego importante. Traté de descifrar el embrollo, pero acabé por
darme por vencido, y decidí dejar de pensar en ello hasta que la noche aportase
alguna explicación.
A las nueve y cuarto salí de casa, atravesé el parque y
recorrí Oxford Street hasta llegar a Baker Street. Había dos coches aguardando
en la puerta, y al entrar en el vestíbulo oí voces arriba. Al penetrar en la
habitación encontré a Holmes en animada conversación con dos hombres, a uno de
los cuales identifiqué como Peter Jones, agente de policía; el otro era un
hombre larguirucho, de cara triste, con un sombrero muy lustroso y una levita
abrumadoramente respetable.
—¡Ajá! Nuestro equipo está completo —dijo Holmes, abotonándose
su chaquetón marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza—. Watson,
creo que ya conoce al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente
al señor Merryweather, que nos acompañará en nuestra aventura nocturna.
—Como ve, doctor, otra vez vamos de caza por parejas —dijo
Jones con su retintín habitual——. Aquí nuestro amigo es único organizando
cacerías. Sólo necesita un perro viejo que le ayude a correr la pieza.
—Espero que al final no resulte que hemos cazado fantasmas
—comentó el señor Merryweather en tono sombrío.
—Puede usted depositar una considerable confianza en el
señor Holmes, caballero —dijo el policía con aire petulante—. Tiene sus métodos
particulares, que son, si me permite decirlo, un poco demasiado teóricos y
fantasiosos, pero tiene madera de detective. No exagero al decir que en una o
dos ocasiones, como en aquel caso del crimen de los Sholto y el tesoro de Agra,
ha llegado a acercarse más a la verdad que el cuerpo de policía.
—Bien, si usted lo dice, señor Jones, por mí de acuerdo —dijo
el desconocido con deferencia—. Aun así, confieso que echo de menos mi partida
de cartas. Es la primera noche de sábado en veintisiete años que no juego mi
partida.
—Creo que pronto comprobará —dijo Sherlock Holmes— que
esta noche se juega usted mucho más de lo que se ha jugado en su vida, y que la
partida será mucho más apasionante. Para usted, señor Merryweather, la apuesta
es de unas treinta mil libras; y para usted, Jones, el hombre al que tanto
desea echar el guante.
—John Clay, asesino, ladrón, estafador y falsificador. Es
un hombre joven, señor Merryweather, pero se encuentra ya en la cumbre de su
profesión, y tengo más ganas de ponerle las esposas a él que a ningún otro
criminal de Londres. Un individuo notable, este joven John Clay. Es nieto de un
duque de sangre real, y ha estudiado en Eton y en Oxford. Su cerebro es tan
ágil como sus manos, y aunque encontramos rastros suyos a cada paso, nunca
sabemos dónde encontrarlo a él. Esta semana puede reventar una casa en Escocia,
y a la siguiente puede estar recaudando fondos para construir un orfanato en
Cornualles. Llevo años siguiéndole la pista y jamás he logrado ponerle los ojos
encima.
—Espero tener el placer de presentárselo esta noche. Yo
también he tenido un par de pequeños roces con el señor John Clay, y estoy de
acuerdo con usted en que se encuentra en la cumbre de su profesión. No
obstante, son ya más de las diez, y va siendo hora de que nos pongamos en
marcha. Si cogen ustedes el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el
segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante el
largo trayecto, y permaneció arrellanado, tarareando las melodías que había
escuchado por la tarde. Avanzamos traqueteando a través de un interminable
laberinto de calles iluminadas por farolas de gas, hasta que salimos a Farringdon
Street.
—Ya nos vamos acercando —comentó mi amigo—. Este
Merryweather es director de banco, y el asunto le interesa de manera personal.
Y me pareció conveniente que también nos acompañase Jones. No es mal tipo,
aunque profesionalmente sea un completo imbécil. Pero posee una virtud positiva:
es valiente como un bulldog y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus
garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos están esperando.
Nos encontrábamos en la misma calle concurrida en la que
habíamos estado por la mañana. Despedimos a nuestros coches y, guiados por el
señor Merryweather, nos metimos por un estrecho pasadizo y penetramos por una
puerta lateral que Merryweather nos abrió. Recorrimos un pequeño pasillo que
terminaba en una puerta de hierro muy pesada. También ésta se abrió, dejándonos
pasar a una escalera de piedra que terminaba en otra puerta formidable. El
señor Merryweather se detuvo para encender una linterna y luego nos siguió por
un oscuro corredor que olía a tierra, hasta llevarnos, tras abrir una tercera
puerta, a una enorme bóveda o sótano, en el que se amontonaban por todas partes
grandes cajas y cajones.
—No es usted muy vulnerable por arriba —comentó Holmes,
levantando la linterna y mirando a su alrededor.
—Ni por abajo —respondió el señor Merryweather, golpeando
con su bastón las losas que pavimentaban el suelo—. Pero… ¡válgame Dios! ¡Esto
suena a hueco! ——exclamó, alzando sorprendido la mirada.
—Debo rogarle que no haga tanto ruido —dijo Holmes con
tono severo—. Acaba de poner en peligro el éxito de nuestra expedición. ¿Puedo
pedirle que tenga la bondad de sentarse en uno de esos cajones y no interferir?
El solemne señor Merryweather se instaló sobre un cajón,
con cara de sentirse muy ofendido, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo
y, con ayuda de la linterna y de una lupa, empezaba a examinar atentamente las
rendijas que había entre las losas. A los pocos segundos se dio por satisfecho,
se puso de nuevo en pie y se guardó la lupa en el bolsillo.
—Disponemos por lo menos de una hora —dijo—, porque no
pueden hacer nada hasta que el bueno del prestamista se haya ido a la cama.
Entonces no perderán ni un minuto, pues cuanto antes hagan su trabajo, más
tiempo tendrán para escapar. Como sin duda habrá adivinado, doctor, nos encontramos
en el sótano de la sucursal en la City de uno de los principales bancos de
Londres. El señor Merryweather es el presidente del consejo de dirección y le
explicará qué razones existen para que los delincuentes más atrevidos de Londres
se interesen tanto en su sótano estos días.
—Es nuestro oro francés —susurró el director—. Ya hemos
tenido varios avisos de que pueden intentar robarlo.
—¿Su oro francés?
—Sí. Hace unos meses creímos conveniente reforzar nuestras
reservas y, por este motivo, solicitamos al Banco de Francia un préstamo de
treinta mil napoleones de oro. Se ha filtrado la noticia de que no hemos tenido
tiempo de desembalar el dinero y que éste se encuentra aún en nuestro sótano.
El cajón sobre el que estoy sentado contiene dos mil napoleones empaquetados en
hojas de plomo. En estos momentos, nuestras reservas de oro son mucho mayores
que lo que se suele guardar en una sola sucursal, y los directores se sienten
intranquilos al respecto.
—Y no les falta razón para ello —comentó Holmes—. Y ahora,
es el momento de poner en orden nuestros planes. Calculo que el movimiento empezará
dentro de una hora. Mientras tanto, señor Merryweather, conviene que tapemos la
luz de esa linterna.
—¿Y quedarnos a oscuras?
—Me temo que sí. Traía en el bolsillo una baraja y había
pensado que, puesto que somos cuatro, podría usted jugar su partidita después
de todo. Pero, por lo que he visto, los preparativos del enemigo están tan
avanzados que no podemos arriesgarnos a tener una luz encendida. Antes que
nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es muy osada y, aunque los
cojamos por sorpresa, podrían hacernos daño si no andamos con cuidado. Yo me
pondré detrás de este cajón, y ustedes escóndanse detrás de aquéllos. Cuando yo
los ilumine con la linterna, rodéenlos inmediatamente. Y si disparan, Watson,
no tenga reparos en tumbarlos a tiros.
Coloqué el revólver, amartillado, encima de la caja de madera
detrás de la que me había agazapado. Holmes corrió la pantalla de la linterna
sorda y nos dejó en la más negra oscuridad, la oscuridad más absoluta que yo
jamás había experimentado. Sólo el olor del metal caliente nos recordaba que la
luz seguía ahí, preparada para brillar en el instante preciso. Para mí, que
tenía los nervios de punta a causa de la expectación, había algo de deprimente
y ominoso en aquellas súbitas tinieblas y en el aire frío y húmedo de la
bóveda.
—Sólo tienen una vía de retirada —susurró Holmes—, que
consiste en volver a la casa y salir a Saxe-Coburg Square. Espero que habrá
hecho lo que le pedí, Jones.
—Tengo un inspector y dos agentes esperando delante de la
puerta.
—Entonces, hemos tapado todos los agujeros. Y ahora, a
callar y esperar.
¡Qué larga me pareció la espera! Comparando notas más
tarde, resultó que sólo había durado una hora y cuarto, pero a mí me parecía
que ya tenía que haber transcurrido casi toda la noche y que por encima de
nosotros debía estar amaneciendo ya. Tenía los miembros doloridos y
agarrotados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían
alcanzado el límite máximo de tensión, y mi oído se había vuelto tan agudo que
no sólo podía oír la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía
el tono grave y pesado de las inspiraciones del corpulento Jones, de las notas
suspirantes del director de banco. Desde mi posición podía mirar por encima del
cajón el piso de la bóveda. De pronto, mis ojos captaron un destello de luz.
Al principio no fue más que una chispita brillando sobre
el pavimento de piedra. Luego se fue alargando hasta convertirse en una línea
amarilla; y entonces, sin previo aviso ni sonido, pareció abrirse una grieta y
apareció una mano, una mano blanca, casi de mujer, que tanteó a su alrededor en
el centro de la pequeña zona de luz. Durante un minuto, o quizá más, la mano de
dedos inquietos siguió sobresaliendo del suelo. Luego se retiró tan de golpe
como había aparecido, y todo volvió a oscuras, excepto por el débil resplandor
que indicaba una rendija entre las piedras.
Sin embargo, la desaparición fue momentánea. Con un
fuerte chasquido, una de las grandes losas blancas giró sobre uno de sus lados
y dejó un hueco cuadrado del que salía proyectada la luz de una linterna. Por
la abertura asomó un rostro juvenil y atractivo, que miró atentamente a su
alrededor y luego, con una mano a cada lado del hueco, se fue izando, primero
hasta los hombros y luego hasta la cintura, hasta apoyar una rodilla en el
borde. Un instante después estaba de pie junto al agujero, ayudando a subir a
un compañero, pequeño y ágil como él, con cara pálida y una mata de pelo de
color rojo intenso.
—No hay moros en la costa —susurró—. ¿Tienes el formón y
los sacos? ¡Rayos y truenos! ¡Salta, Archie, salta, que me cuelguen sólo a mí!
Sherlock Holmes había saltado sobre el intruso, agarrándolo
por el cuello de la chaqueta. El otro se zambulló de cabeza en el agujero y
pude oír el sonido de la tela rasgada al agarrarlo Jones por los faldones.
Brilló a la luz el cañón de un revólver, pero el látigo de Holmes se abatió
sobre la muñeca del hombre, y el revólver rebotó con ruido metálico sobre el
suelo de piedra.
—Es inútil, John Clay —dijo Holmes suavemente—. No tiene
usted ninguna posibilidad.
—Ya veo —respondió el otro con absoluta sangre fría—.
Confío en que mi colega esté a salvo, aunque veo que se han quedado ustedes con
los faldones de su chaqueta.
—Hay tres hombres esperándolo en la puerta —dijo Holmes.
—¡Ah, vaya! Parece que no se le escapa ningún detalle.
Tengo que felicitarle.
—Y yo a usted —respondió Holmes—. Esa idea de los pelirrojos
ha sido de lo más original y astuta.
—Pronto volverá usted a ver a su amigo —dijo Jones—. Es
más rápido que yo saltando por agujeros. Extienda las manos para que le ponga
las esposas.
—Le ruego que no me toque con sus sucias manos —dijo el
prisionero mientras las esposas se cerraban en torno a sus muñecas—. Quizá
ignore usted que por mis venas corre sangre real. Y cuando se dirija a mí tenga
la bondad de decir siempre «señor» y «por favor».
—Perfectamente —dijo Jones, mirándolo fijamente y con una
risita contenida—. ¿Tendría el señor la bondad de subir por la escalera para
que podamos tomar un coche en el que llevar a vuestra alteza a la comisaría?
—Así está mejor —dijo John Clay serenamente. Nos saludó a
los tres con una inclinación de cabeza y salió tranquilamente, custodiado por
el policía.
—La verdad, señor Holmes —dijo el señor Merryweather
mientras salíamos del sótano tras ellos—, no sé cómo podrá el banco agradecerle
y recompensarle por esto. No cabe duda de que ha descubierto y frustrado de la
manera más completa uno de los intentos de robo a un banco más audaces que ha
conocido mi experiencia.
—Tenía un par de cuentas pendientes con el señor John
Clay —dijo Holmes—. El asunto me ha ocasionado algunos pequeños gastos, que
espero que el banco me reembolse, pero aparte de eso me considero pagado de
sobra con haber tenido una experiencia tan extraordinaria en tantos aspectos, y
con haber oído la increíble historia de la Liga de los Pelirrojos.
—Como ve, Watson —explicó Holmes a primeras horas de la
mañana, mientras tomábamos un vaso de whisky con soda en Baker Street—, desde
un principio estaba perfectamente claro que el único objeto posible de esta
fantástica maquinación del anuncio de la Liga y el copiar la Enciclopedia era
quitar de en medio durante unas cuantas horas al día a nuestro no demasiado
brillante prestamista. Para conseguirlo, recurrieron a un procedimiento
bastante extravagante, pero la verdad es que sería difícil encontrar otro
mejor. Sin duda, fue el color del pelo de su cómplice lo que inspiró la idea al
ingenioso cerebro de Clay. Las cuatro libras a la semana eran un cebo que no
podía dejar de atraerlo, ¿y qué significaba esa cantidad para ellos, que
andaban metidos en una jugada de varios miles? Ponen el anuncio; uno de los
granujas alquila temporalmente la oficina, el otro incita al prestamista a que
se presente, y juntos se las arreglan para que esté ausente todas las mañanas.
Desde el momento en que oí que ese empleado trabajaba por medio salario,
comprendí que tenía algún motivo muy poderoso para ocupar aquel puesto.
—Pero ¿cómo pudo adivinar cuál era ese motivo?
—De haber habido mujeres en la casa, habría sospechado
una intriga más vulgar. Sin embargo, eso quedaba descartado. El negocio del
prestamista era modesto, y en su casa no había nada que pudiera justificar unos
preparativos tan complicados y unos gastos como los que estaban haciendo. Por
tanto, tenía que tratarse de algo que estaba fuera de la casa. ¿Qué podía ser?
Pensé en la afición del empleado a la fotografía, y en su manía de desaparecer
en el sótano. ¡El sótano! Allí estaba el extremo de este enmarañado ovillo. Entonces
hice algunas averiguaciones acerca de este misterioso empleado, y descubrí que
tenía que habérmelas con uno de los delincuentes más calculadores y audaces de
Londres. Algo estaba haciendo en el sótano… algo que le ocupaba varias horas al
día durante meses y meses. ¿Qué podía ser?, repito. Lo único que se me ocurrió
es que estaba excavando un túnel hacia algún otro edificio.
»Hasta aquí había llegado cuando fuimos a visitar el escenario
de los hechos. A usted le sorprendió el que yo golpeara el pavimento con el
bastón. Estaba comprobando si el sótano se extendía hacia delante o hacia
detrás de la casa. No estaba por delante. Entonces llamé a la puerta y, tal
como había esperado, abrió el empleado. Habíamos tenido alguna que otra
escaramuza, pero nunca nos habíamos visto el uno al otro. Yo apenas le miré la
cara; lo que me interesaba eran sus rodillas. Hasta usted se habrá fijado en lo
sucias, arrugadas y gastadas que estaban. Eso demostraba las muchas horas que había
pasado excavando. Sólo quedaba por averiguar para qué excavaban. Al doblar la
esquina y ver el edificio del City and Suburban Bank pegado espalda con espalda
al local de nuestro amigo, consideré resuelto el problema. Mientras usted
volvía a su casa después del concierto, yo hice una visita a Scodand Yard y
otra al director del banco, con el resultado que ha podido usted ver.
—¿Y cómo pudo saber que intentarían dar el golpe esta noche?
—pregunté.
—Bueno, el que clausuraran la Liga era señal de que ya no
les preocupaba la presencia del señor Jabez Wilson; en otras palabras, tenían
ya terminado el túnel. Pero era esencial que lo utilizaran en seguida, antes de
que lo descubrieran o de que trasladaran el oro a otra parte. El sábado era el
día más adecuado, puesto que les dejaría dos días para escapar. Por todas estas
razones, esperaba que vinieran esta noche.
—Lo ha razonado todo maravillosamente —exclamé sin disimular
mi admiración—. Una cadena tan larga y, sin embargo, cada uno de sus eslabones
suena a verdad.
—Me salvó del aburrimiento —respondió, bostezando—. ¡Ay,
ya lo siento abatirse de nuevo sobre mí! Mi vida se consume en un prolongado
esfuerzo por escapar de las vulgaridades de la existencia. Estos pequeños
problemas me ayudan a conseguirlo.
—Y además, en beneficio de la raza humana —añadí yo.
Holmes se encogió de hombros.
—Bueno, es posible que, a fin de cuentas, tenga alguna pequeña
utilidad —comentó—. L’homme c’est ríen, l’oeuvre c’est tout, como le escribió Gustave Flaubert a George Sand.
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