Francis Marion Crawford
La
he oído gritar a menudo. No, no estoy nervioso, no; no me dejo llevar por la
imaginación, y sigo sin creer en fantasmas, a menos que esto sea uno. Sea lo
que sea, me odia casi tanto como odiaba a Luke Pratt, y sus gritos me están
destinados.
Yo,
en lugar de usted, no explicaría nunca una historia referente a los métodos de
asesinato más ingeniosos; nunca se puede saber si alguien, sentado en su misma
mesa, no siente cierto cansancio de su cónyuge. Me he reprochado a menudo,
enérgicamente, la muerte de la señora Pratt, y supongo que tengo alguna
responsabilidad en su defunción, si bien, el cielo es testigo, nunca le desee
nada que no fuera una larga y feliz existencia. Si yo no hubiera explicado
aquella historia, quizás la señora Pratt continuaría con vida. Me parece que es
por esto que esa cosa me grita sus amenazas.
La
señora Pratt era una buena mujer; tenía, bien mirado, un temperamento agradable
y una bella voz. Pero recuerdo haberla oído chillar, un día, al imaginarse que
su hijo había fallecido a causa de un disparo; el revolver se había disparado
solo, cuando nadie lo creía cargado. Aquel chillido era el mismo, exactamente
el mismo, con una especie de trino agudo al final; ¿entiende lo que quiero
decir? Claro que sí.
En
verdad, yo no había comprendido que el doctor y su mujer no congeniaban.
Discutían de tanto en tanto, delante mío, y había observado a menudo que la
delicada señora Pratt se enrojecía y se mordía los labios con violencia para
conservar la calma, mientras Luke palidecía y la atacaba con palabras
arrogantes. Acostumbraba a portarse así cuando iba a párvulos, y también más
adelante en las diversas escuelas. Era primo mío, ¿sabe? Por eso he venido.
Después de su muerte y de la de su hijo Charlie, en África del Sur, la familia
entera quedó extinguida. Sí, el lugar es muy agradable, de lo más conveniente
para un viejo marino que ha decidido, como yo, pasar el resto de sus días
practicando la jardinería.
Se
recuerdan siempre los errores con mayor intensidad que las acciones
inteligentes, ¿no es cierto? Lo he observado a menudo. Cenaba con los Pratt,
cierto atardecer, cuando les expliqué aquella historia destinada a generar tan
grandes cambios. Era una de aquellas húmedas noches de noviembre, y la mar
gemía. ¡Silencio! Si calla podría oírla...
¿Oye
la marea? Su sonido es lúgubre, ¿no? A veces, en esta época del año... ¿eh?
¡Escuche! ¡No tenga miedo, amigo! No será comido. Al fin y al cabo, sólo es un
ruido. Pero estoy contento que lo haya escuchado, porque siempre hay quien
habla del viento, de mi imaginación, o de cualquier otra cosa. Esta noche ya no
volverá a escucharlo, me parece; habitualmente, grita una sola vez. Sí, ¡muy
bien! Ponga más leña en chimenea y añada un poco de tabaco a esa mezcla que le
gusta. ¿Recuerda el viejo Blauklot, el carpintero de aquel bajel alemán que nos
recogió cuando el Clontarf naufragó? Nos batíamos en medio de la tempestad
aquella noche, tan cómodos como en un salón, claro, y no había tierra en un
radio de quinientas millas. Y, después, llegó aquel navío, que se alzaba y caía
con la regularidad del tic-tac de un péndulo. El viejo Blauklot cantaba
mientras entraba de guardia en el velero. He pensado a menudo en aquel suceso
ahora que me he quedado en tierra para siempre.
Sí,
era una noche como aquella; estaba pasando una temporada en casa, a la espera
de tomar el mando del Olympia, en la que sería su primera travesía. Transcurría
el año 1892, a principios de noviembre.
El
tiempo era detestable. Pratt estaba con un humor de perros, y la cena, que era
infame, verdaderamente infame, y además estaba fría, para acabar de
redondearlo, no contribuía a mejorar el ambiente. La pobre señora estaba
realmente desolada por todo aquello, e insistió en prepararnos un pastel de
queso que redimiera los nabos demasiado crudos y el cordero poco hecho. Pratt,
seguramente, había tenido un mal día. Quizás se le había muerto algún paciente.
Fuera como fuese, su comportamiento era bastante antipático.
—Mi
mujer intenta envenenarme, ¿sabe? —dijo—. Un día u otro lo conseguirá.
Noté
que esta observación había ofendido a la señora Pratt, e hice ver que reía
diciendo que la señora era demasiado inteligente para deshacerse del marido con
un procedimiento tan elemental; y entonces me puse a hablar de los métodos
japoneses: vidrio picado, pelos desmenuzados de caballo, y yo que sé más.
Pratt,
siendo su profesión la medicina, conocía el tema, seguramente, mucho mejor que
yo, pero aquella superioridad suya me provocó. Les expliqué entonces una
historia, la de una irlandesa que había sido capaz de asesinar tres maridos
antes que sospecharan nada de ella.
¿Ya
ha oído hablar de esta historia? El cuarto marido se las compuso para
permanecer despierto y cogerla por sospresa. Fue colgada. ¿Cómo se las
ingeniaba aquella mujer? Hacía tragar un somnífero al marido de turno y, cuando
éste dormía profundamente, le derramaba plomo fundido en las orejas con la ayuda
de un pequeño embudo de cuerno... No, esto es solo el viento que silba.
Nuevamente sopla viento del sur. Lo sé por la calidad del sonido. Y, además, el
otro sonido nunca se produce más de una sola vez en el transcurso una misma
noche, incluso en esta época del año... ¡si llega a producirse! Era también
noviembre. La pobre señora Pratt murió, súbitamente, en su cama, poco después
de aquella velada. No puedo precisar la fecha, porque la noticia me llegó, en
Nueva York, en el navío que siguió al Olympia tras su primer viaje conmigo como
capitán. Así, ¿usted mandaba el Leofric aquel mismo año? Sí, lo recuerdo. ¡Qué
par de tipos, usted y yo! Ya casi se cumplen cincuenta años desde que éramos
grumetes a bordo del Clontarf. ¿Será posible olvidar algún día al viejo
Blauklot y su canción? ¡Ja!, ¡ja! ¡Pero sírvase, haga el favor! Éste es el
viejo Hulstkamp que hallé en la bodega cuando tomé posesión de la casa..., el
mismo que traje de Amsterdam para Luke veinticinco años atrás. Nunca llegó a
beber una sola gota. Quizás ahora le sepa mal, ¡pobre chico!
¿Por
dónde iba? Ah, sí: le explicaba que la señora Pratt murió súbitamente. Luke
debió sentirse muy solo, aquí, tras aquella pérdida. Yo lo visitaba de tanto en
tanto. Daba la impresión de estar preocupado, nervioso; me explicaba que su
clientela era demasiado numerosa para atenderla él solo, pero se negaba a
contratar un ayudante. Pasaron los años. Su hijo encontró la muerte en Africa
del Sur, y entonces Luke se convirtió en una persona extraña. No sé qué había en
él que lo hacía distinto a los demás. Me parece que continuó en sus cabales
hasta su muerte; no hubo quejas contra él por su labor, pero corrieron
rumores...
De
joven Luke era rubicundo, más bien pálido, y tras la muerte de su hijo comenzó
a adelgazar, a adelgazarse cada vez más, hasta el punto que su cabeza asemejó
una calavera cubierta de pergamino; los ojos le ardían con un brillo tan
extraño que incomodaban a quien los observara.
Luke
poseía un perro viejo, que la señora Pratt había querido mucho y que la seguía
a todas partes. Aquel magnífico bulldog era la bestia con mejor carácter del
mundo, aunque encogía el labio superior de una forma muy poco tranquilizadora.
A veces, durante la velada, Pratt y Bumble (así llamaban al perro) se sentaban
y se miraban horas y horas, recordando, sin duda, los buenos viejos tiempos,
los tiempos, supongo, cuando la mujer de Luke se instalaba en esta silla de
brazos que usted ocupa. Éste fue siempre su lugar, mientras que el doctor se
sentaba en la silla de brazos donde estoy yo ahora, Bumble se encaramaba
ayudándose con las patas de la silla; se había vuelto viejo y gordo, no podía
saltar gran cosa, y los dientes le bailaban cada vez más. Miraba a Luke,
directamente a los ojos, mientras éste miraba al perro... Y el rostro de Luke
parecía cada vez más un cráneo en cuyo centro brillaran dos brasas con
destellos rojizos; a los cinco minutos, a veces menos, el viejo Bumble
comenzaba a temblar de un extremo a otro, y, de pronto, dejaba ir un aullido
espantoso, como si acabaran de golpearlo, se dejaba caer de la silla y corría a
esconderse bajo el bufete, y, allí, gemía de una manera extraña.
El
comportamiento del perro no tiene nada de particular para quien recuerde la
mirada de Pratt en los últimos meses. No soy nervioso, ni poseo demasiada
imaginación, pero creo que podría haber puesto histérica a una mujer demasiado
sensible... ¡se parecía tanto a una calavera envuelta de pergamino!
Lo
visité el día de Navidad, al atardecer, mientras mi barco se encontraba en
dique seco, lo que me dejaba tres semanas de vacaciones. Bumble no estaba, y,
durante la conversación, comenté que quizás hubiera muerto.
—Sí
—contestó Pratt.
Encontré
algo extraño en su voz, no sé qué; lo observé incluso antes que prosiguiera.
—Lo
maté; ya no lo soportaba.
Le
pregunté por los detalles, aunque ya, más o menos, había entendido.
—¡Tenia
una manera de sentarse en la silla y de mirarme, antes de aullar...! —dijo,
tembloroso—. No sufrió más, el pobre Bumble —prosiguió, inmediatamente, como si
yo pudiera sospechar que había dado pruebas de crueldad—. Le drogué la bebida,
para dejarlo profundamente dormido, y después lo cloroformicé poco a poco para
que no se sintiera morir. Desde entonces, todo va mejor.
Me
pregunté qué había querido decir, ya que las palabras se le habían escapado de
los labios como si no hubiera podido contenerlas. Más tarde comprendí. Quería
decir que ya no escuchaba el grito con tanta frecuencia, tras la muerte del
perro. Quizás creyó, de principio, que se trataba del viejo Bumble, que aullaba
a la luna, en el patio..., pero no es el mismo tipo de grito, ¿verdad? Por otra
parte, sé lo que es, aunque Luke quizás no lo supiera. Es solo un ruido, al fin
y al cabo, y nunca un ruido ha matado a nadie. Pero Luke era más imaginativo
que yo. Estoy convencido que este lugar oculta algo que no puedo comprender,
pero, cuando no comprendo algo, me digo que se trata de un «fenómeno» y no
comienzo a imaginar que me matará, como pensó Luke. No lo entiendo todo,
realmente, y usted tampoco; no más que cualquier otro hombre que haya pasado
largo tiempo en la mar. Se hablaba de las trombas, pongamos por caso, y no nos
poníamos de acuerdo sobre su naturaleza; ahora se habla de «terremotos
submarinos» y se exponen cincuenta teorías, que podrían explicar los terremotos
si supiéramos qué son. Sufrí uno, un día, y el escritorio pegó contra la
mampara de mi cabina. Esto mismo pasó al capitán Lecky; supongo que usted debe
haber leído esta historia en su libro Reflexiones. Muy bien. Si este tipo de
fenómenos se produjeran en tierra, en esta habitación, por ejemplo, un tipo
nervioso hablaría de espíritus, de levitación y de otras tonterías que nada
quieren decir, en lugar de clasificar este misterio, sencillamente, dentro la
categoría de los «fenómenos» aún pendientes de explicación. Esta es mi opinión,
¿me sigue?
Por
otro lado, ¿qué cosa puede demostrar que Luke mató a su mujer? No me atrevería
nunca a sugerir una monstruosidad tal a nadie que no fuera usted. Solo una cosa
inquieta: la coincidencia de que la pobre señora Pratt muriera en la cama al
poco tiempo de la cena donde expliqué aquella historia. No es la única mujer
que ha muerto de esta manera. Luke fue a buscar al médico de la parroquia
vecina; los dos concluyeron que había muerto a consecuencia de un paro
cardíaco. ¿Por qué no? Es un mal muy frecuente.
Había
aquello de la cuchara, claro. No he hablado nunca de ello a nadie, y confieso
que me sobresalté cuando la hallé en el armario del dormitorio. Era una cuchara
nueva, un tanto estropeada aunque no había sido puesta entre las llamas más de
un par de veces. Tenía aún, en su fondo, restos de plomo derretido. Era una
cuchara gris, manchada de impurezas. Pero esto no demuestra nada. Un médico
rural suele ser un individuo avispado que realiza toda suerte de trabajos
manuales, y Luke podía haber tenido veinte motivos diferentes para fundir un
poco de plomo en una cuchara. Le gustaba pescar en la mar, por ejemplo, y tal
vez necesitó un pedazo de plomo para fabricarse una caña; o quizás necesitara
un peso para el reloj del salón, o cualquier otra cosa por el estilo. De todas
formas, al descubrir la cuchara, sentí en mi interior algo extraño, porque me
acordaba de aquello que había descrito al explicar mi historia de asesinatos.
¿Me entiende? La cuchara me impresionó, y de manera negativa. La tiré. Ahora se
encuentra en el fondo de la mar, a una milla del Spit y, si algún día la marea
la sacara, estaría tan oxidada que nadie la podría reconocer.
Mire,
Luke debió haberla comprado en el pueblo, años ha..., y aún hoy, el comerciante
que se la vendió no vende de otra clase. Supongo que las utilizan para cocinar.
De cualquier manera, no era conveniente que una camarera demasiado fisgona
descubriera aquel utensilio manchado de plomo: se habría preguntado de qué iba
la cosa, y quizás lo habría contado, en la hora del servicio, que me oyó
explicar la historia durante la cena; aquella chica se casó con el hijo del
fontanero del pueblo, y podría recordar no pocos detalles.
Usted
me entiende, ¿verdad? Ahora que Luke Pratt está muerto y enterrado junto a su
esposa, en una tumba de hombre honesto, no me gustaría nada que ciertos
acontecimientos ensuciaran su memoria. Los dos están muertos, y también lo está
su hijo. Por otro lado, la muerte de Luke está rodeada de un misterio considerable.
¿Qué
misterio? Una mañana lo hallaron muerto en la playa. El juez de instrucción
abrió una encuesta. El veredicto estableció que había muerto «a manos o entre
los dientes de alguna persona o animal desconocidos». La mitad del jurado
consideró que, con probabilidad, algún perro le había mordido la arteria
traqueal tras lanzarse sobre él; pero no había orificios en la piel del cuello.
Nadie sabía a que hora había salido Luke, ni dónde había ido. Lo encontraron
tendido de espaldas, sobre las señales de la marea alta; bajo su mano había,
abierta por completo, una vieja caja de sombreros, hecha de cartón, que había
sido propiedad de su mujer. La tapa había caído. Parecía como si Luke hubiera
intentado transportar, en su interior, una calavera... Los médicos suelen
aficionarse a coleccionar este tipo de objetos. La calavera había rodado por la
arena, y se había detenido junto la cabeza de Luke. Era una calavera bastante
bonita, más bien pequeña, admirablemente proporcionada y de un perfecto
blanco..., tan perfecto como la dentadura. Más exactamente, la hilera superior
era perfecta, ya que, cuando la vi por primera vez, le faltaba la mandíbula
inferior.
Sí,
encontré aquí aquella calavera, cuando regresé. Era blanca y pulida, como lo
son las calaveras que se conservan bajo cristal. La gente, aquí, no sabía de
donde procedía, ni qué debían hacer con ella; de nuevo la habían metido dentro
de la caja de cartón, y la habían guardado en el armario del mejor dormitorio.
Naturalmente, me la enseñaron cuando tomé posesión de la casa. También me
llevaron a la playa, para mostrarme el lugar exacto donde habían encontrado el
cadáver de Luke; un viejo pescador me describió la posición del cuerpo, como
yacía tendido junto a la calavera. Solo un detalle no conseguía explicarse:
¿por qué el cráneo había rodado sobre un terreno fangoso hasta la cabeza de
Luke, y no, siguiendo la pendiente, hacia sus pies? En aquel instante el
detalle no me llamó en absoluto la atención, pero luego he pensado con
frecuencia, porque aquel lugar es considerablente escarpado. Mañana ya le
acompañaré, si usted quiere..., allí mismo he alzado un túmulo de piedras.
Cuando
Luke cayó, o cuando lo hicieron caer, la caja golpeó contra la arena y su tapa
saltó. Su contenido cayó, y debería haber rodado hacia abajo. Pero no. Se
encontraba cerca de la cabeza de Luke, casi tocándolo, y parecía mirarlo de
frente. Ya he dicho que aquel detalle no me preocupó al principio, pero después
no he podido dejar de pensar en ello, cada vez con mayor frecuencia, hasta el
punto de imaginarme la escena con tan sólo cerrar los ojos. Comencé a
preguntarme por qué aquel maldito objeto había rodado hacia arriba y no al
contrario, y por qué se había detenido cerca de la cabeza de Luke y no en
cualquier otro lugar, un paso más allá, pongamos por caso.
Naturalmente,
usted querrá conocer a qué conclusión he llegado, ¿no es así? Mis conclusiones
no explican para nada el fenómeno, no lo explican más que cualquiera de las
muchas ideas que he tenido. Pero, al poco, me rondó por la cabeza otra cosa que
me inquietó sobremanera.
Oh,
¡no hago intervenir elementos sobrenaturales! Quizás los fantasmas existan, o
quizás no. Si existieran, no creo que pudiesen provocar daño alguno a los
vivos, como no sea asustándolos; por lo que a mí respecta, preferiría
habérmelas con un fantasma, de la manera que fuese, antes que con una niebla en
el canal de la Mancha en un día de abundante navegación. No. Aquello que me
preocupó fue una idea estúpida, nada más; no sabría decirle cómo nació, ni cómo
creció hasta convertirse en una certeza.
Pensaba
en Luke y en su pobre mujer, una noche, fumando una pipa, y con un grueso libro
entre las manos, cuando me dije que aquella calavera podía ser la de la señora
Pratt, y desde entonces nunca he podido quitarme esa idea de la mente. Usted,
claro, me dirá que esto no tiene ni pies ni cabeza, que la señora Pratt fue
enterrada como buena cristiana, y que descansa en el cementerio de la
parroquia; incluso me dirá que es monstruoso suponer que su marido quisiese
conservar aquella calavera dentro de una caja de sombrero, justo en medio del
dormitorio. Ya lo sé; esto lo dictan la razón, el sentido común y las más
elementales probabilidades. Pero estoy convencido de que Luke hizo aquella
locura. Los médicos cometen, a veces, extraños actos que pondrían la piel de
gallina a personas como usted o como yo, y que no nos parecen ni probables, ni
lógicos, ni tan solo humanos.
Y,
luego..., ¿no lo entiende? Si aquella calavera era la de la señora Pratt, pobre
mujer, la única manera de explicar la actitud de Luke está muy clara:
verdaderamente asesinó a su esposa, de la misma manera que aquella mujer de la
historia que yo les había explicado, y temía que algún análisis acabara
acusándolo. Yo también había explicado este último detalle, ¿sabe usted?, y me
parece que todo sucedió de la misma manera que hace cincuenta o sesenta años.
Los investigadores exhumaron las calaveras y encontraron un pequeño pedazo de
plomo que rebotaba en el interior de cada una. Fue por esto que colgaron a aquella
mujer. Luke lo recordó, estoy seguro de ello. No quiero saber qué pretendía
hacer cuando tuvo aquellos pensamientos; mis inclinaciones no me llevan hacia
las historias horripilantes, y no creo que a usted le gusten en especial, ¿no
es así? No. Si le gustan, no le costará imaginar lo que falta a mi relato.
Aquello
debió ser siniestro, ¿no cree? Me gustaría dejar de ver aquella escena de
manera tan clara, dejar de imaginar con tanta precisión lo que sucedió. Pratt cogió
la calavera la noche anterior al entierro, estoy seguro, tras cerrarse el féretro,
cuando la criada se durmió. Apostaría que, tras separar la cabeza del cuerpo,
algo puso en el féretro para sustituirla. ¿Qué cree usted que puso bajo la ropa
que cubría al cadáver?
¡No
me sorprende en absoluto que me interrumpa! Primero le confieso que no deseo
saber lo que sucedió, y que odio pensar en historias horripilantes, y comienzo,
inmediatamente después, a describirle aquella escena como si yo la hubiese
presenciado. Incluso estoy seguro de que Pratt remplazó la cabeza con la bolsa
de costura de su esposa. Recuerdo muy bien aquella bolsa que la señora Pratt
usaba cada atardecer; era de felpa marrón y cuando estaba bien llena podía
llegar al tamaño de..., ¿verdad que me entiende? Pues bien, sí, ¡así sigo!
Ríase si quiere, pero usted no vive aquí solo, en el lugar donde todo sucedió,
y usted tampoco explicó a Luke aquella historia del plomo fundido. No soy
nervioso, lo repito, pero en ocasiones comienzo a entender por qué lo son
algunas personas. Pienso en todo esto cuando estoy solo; por la noche sueño con
ello y, cuando esa cosa chilla, le seré franco, su grito no me gusta más que a
usted, aunque debería estar acostumbrado tras tanto tiempo...
No
debería estar nervioso. Navegué en un barco maldito, que tenía un activísimo
fantasma, ¡se lo juro! Dos tercios de la tripulación murieron por causa de una
fibre maligna antes de haber transcurrido diez días de levar anclas; yo siempre
he tenido suerte. No habré visto pocas cosas espantosas; tantas como usted, sin
duda, y tantas como cualquier otro marinero. Pero nunca nada me ha obsesionado
tanto como esta historia.
¿Sabe?,
he intentado librarme de ello, librarme de ese objeto. Pero no se deja. Quiere
estar aquí, en su lugar, dentro de la sombrerera de la señora Pratt, en el
armario del mejor dormitorio. No está contento en ningún otro lugar. ¿Cómo lo
sé? Porque lo he intentado. ¿No pensará usted que nunca lo he intentado?
Mientras permanece aquí se conforma con gritar de tanto en tanto, por lo
general durante esta época del año, pero si la sacara fuera de la casa,
chillaría toda la noche... Ningún criado permanecería aquí más de veinticuatro
horas. Incluso con las actuales condiciones, con frecuencia he tenido que
depender de mí mismo y arreglármelas solo durante un par o más de semanas. Ya
no queda nadie en el pueblo dispuesto a pasar una noche entera bajo este techo;
además, resulta impensable vender la propiedad, incluso alquilarla. Las viejas
murmuran que, si me quedo aquí, conoceré espantosas desgracias antes no
transcurra demasiado tiempo.
Esto
no me da miedo. Usted sonríe con la idea misma de que alguien sea capaz de
conceder algún crédito a estas habladurías. De acuerdo. Tiene razón. Es una
estupidez evidente. ¿No le he dicho que tan sólo era un sonido? Pero parece
nervioso; mira a su alrededor, como si esperara encontrar un fantasma detrás de
su silla.
Quizás
me equivoco por completo respecto a la calavera... y me gustaría creer que
quizás estoy equivocado... cuando me lo puedo creer. Quizás sea sólo un bello
espécimen que Luke recogiera quién sabe dónde, hace mucho tiempo... Y, respecto
al objeto que rebota dentro de la calavera al menearla, quizás sólo se trate de
una piedrecilla, o un pedazo de tierra endurecida, o alguna otra cosa por el
estilo. Las calaveras que han permanecido enterradas por largo tiempo suelen
contener algo que hace ruido, ¿no es así? No, nunca he intentado sacar el
objeto del interior de la calavera, sea lo que sea. Temo descubrir un trozo de
plomo, ¿me comprende? Y, de ser éste el caso, no quisiera conocer la
historia... porque deseo no poseer la certidumbre. Si en verdad se tratara de
plomo, yo habría asesinado a aquella mujer, como si yo mismo hubiera cometido
el acto. Todo el mundo lo entendería así, me parece. Mientras no me halle ante
la certidumbre, puedo decirme para mi consuelo que la señora Pratt murió de
muerte natural, y que esa magnífica calavera pertenecía a Luke desde sus
tiempos de estudiante en Londres. La certeza, creo, me obligaría a abandonar la
casa y, cuanto más pienso en ello, más veces me digo que debería abandonarla.
Al menos, he abandonado la idea de dormir en el mejor de los dormitorios, aquel
donde se encuentra el armario.
Usted
me pregunta por qué no he tirado la calavera al estanque; se lo contestaré, pero,
hágame el favor, deje de llamarla «espantajo»..., no le gusta nada que le
pongan nombres.
¡Escuche!
¡Dios mío, qué chillido! ¡Ya se lo había dicho! Querido amigo, le veo muy
pálido. Llénese la pipa, acérquese al fuego, y tome algo más de alcohol. Las
bebidas holandesas nunca han hecho daño a nadie. En Java vi como un alemán se
bebía medio barril de Hulstkamp, en una sola mañana y sin parpadear. Yo no bebo
demasiado, porque con mis resfriados la bebida no me sienta demasiado bien,
pero usted no está resfriado y el licor no le causará daño alguno. Además, de
noche, allí fuera, está demasiado húmedo. Vuelve a soplar el viento, y pronto
girará a sudoeste; ¿oye el golpeteo de las ventanas? La marea debe haber
cambiado, si juzgamos por el gemido de la mar.
No
habríamos vuelto a oír nada si usted no hubiera dicho aquello. Estoy seguro. Si
usted quiere explicar el fenómeno mediante una coincidencia, yo estaré,
naturalmente, muy contento, pero desearía que, si no le importa, dejara de
poner motes a esa cosa. Quizás la pobre señora Pratt lo oye y los epítetos la
entristecen, ¿no cree? ¿Fantasmas? ¡No! No podemos llamar fantasma a un objeto
que se puede coger entre las manos y mirar a plena luz del día, y que suena
cuando es meneado, ¿no es así? Pero es algo capaz de oír y de comprender. No le
quepa la menor duda.
Al
instalarme aquí intenté dormir en el mejor dormitorio, porque, sencillamente,
aquella habitación era la más cómoda. Pero me vi obligado a abandonar mi idea.
Era el dormitorio de los Pratt, allí estaba el lecho donde ella murió, y
también, cerca de la cabecera de la cama, a la izquierda, el armario empotrado.
Es allí donde la calavera quiere ser guardada, dentro de su caja de sombreros.
Solo dormí en aquella habitación durante los primeros quince días tras mi
llegada, tuve que dejarla y ocupar el pequeño dormitorio de la planta baja,
junto al gabinete de consulta, donde Luke solía pasar la noche cuando preveía
que algún paciente lo enviaría a buscar a altas horas de la noche.
En
tierra siempre he dormido bien. Ocho horas son mi dosis, desde las once de la
noche hasta las siete de la mañana cuando estoy solo, y desde media noche hasta
las ocho cuando tengo visita. Pero en aquella habitación no pude conciliar el
sueño hasta las tres de la madrugada..., desde las tres y cuarto para ser
preciso..., como pude comprobar con mi viejo cronómetro de bolsillo, que aún
funcionaba con exactitud; me despertaba a las tres y diecisiete minutos,
exactamente. Me pregunto si no será la hora en que ella murió.
En
aquel tiempo, el grito aún no era lo que usted ha oído. Con un chillido así no
habría permanecido dos noches seguidas en la habitación. Tan sólo era un
comienzo de grito, como un gemido, como una respiración acelerada durante
algunos segundos, en el armario; era un ruido sordo que, en circunstancias
normales, no me habría despertado, estoy seguro. Supongo que en esto usted se
me parece, y que, por otra parte, esta peculiaridad es compartida por todos
aquellos que hemos navegado por la mar: no existe sonido natural que nos
moleste, ni siquiera el estruendo de un velero encarado a una tormenta cuando
se escora para luchar mejor contra el viento. Pero si un vulgar lápiz, en un cajón
de nuestra cabina, comenzara a rebotar contra la madera, nos despertaríamos al
instante, ¿no está de acuerdo?... Usted siempre me entiende. Pues bien, dentro
del armario el ruido no era más fuerte que el de un lápiz a la deriva en un
cajón..., pero me quitaba el sueño de inmediato.
Ya
he dicho que se trataba de una especie de «inicio» de grito. Sé lo que quiero
decir, pero es difícil explicárselo sin que crea que desvarío. Naturalmente,
usted nunca podrá «escuchar» a nadie «comenzar» a gritar; como mucho escuchará
un aliento acelerado entre los labios abiertos, entre los dientes prietos, escuchará
un sonido casi inaudible que sale de manera tan súbita como discreta. Pues era
así.
Usted
ya sabe que, en alta mar, cuando uno está en la barra del timón puede saber
cómo reaccionará el bajel con dos o tres segundos de antelación. Los jinetes
afirman lo mismo de sus monturas, pero su caso me parece menos extraño porque
los caballos son seres vivos y poseen sentimientos, mientras que sólo los
poetas y la gente de tierra se atreven a hablar de los barcos como de seres
vivos. Pero yo siempre he notado, de una manera o de otra, que un barco, al
margen de su valor como máquina que transporta determinadas cargas, es un
instrumento sensible y un medio de comunicación entre la naturaleza y el
hombre, y entre, más particularmente, la naturaleza y el hombre que se halla en
la barra del timón, si la nave es gobernada manualmente. El navío obtiene sus
impresiones directamente del viento y la mar, de la marea y las corrientes, y
las transmite a la mano del piloto, de la misma manera como, en lo alto del
mástil, el telégrafo sin hilos recoge las ondas y las transmite hacia abajo en
forma de mensaje.
Puede
ver donde quiero ir a parar; percibí que dentro del armario «comenzaba» algo, y
con tanta viveza lo percibí que logré escucharlo, aunque quizás no hubiera nada
a escuchar y sólo había sido despertado por un ruido nacido de mi mente. Pero
el otro sonido sí logré oírlo. Se podría decir que aquel ruido estaba envuelto
por una caja, y que sonaba lejano como si llegara en forma de una comunicación
telefónica a larga distancia. Sabía que nacía en el armario, cerca de la
cabecera de la cama. Los pelos no se me pusieron de punta, ni se me heló la
sangre. Sencillamente, me sentía aturdido al ser despertado por algo que no
poseía necesidad alguna de sonar, de la misma manera que, a bordo de un navío,
un lápiz no tiene necesidad de rebotar en el cajón de la cabina. Por otro lado,
no entendía nada. Supuse que el armario comunicaba con el exterior y que el
viento, sólo el viento, gemía por la abertura, y había emitido aquella especie
de débil chillido. Encendí una cerilla para mirar el reloj. Eran las tres y
diecisiete minutos. Después me giré para poder dormirme sobre la oreja derecha.
Es la que me funciona. Casi no oigo nada por la otra, desde el día en que, de
pequeño, me choqué contra el agua al lanzarme desde lo alto del palo de mesana.
El proceso quizás es discutible, lo acepto, pero el resultado es bastante
cómodo cuando quiero dormir rodeado de ruidos inoportunos.
Así
transcurrió la primera noche; en la siguiente el fenómeno volvió a repetirse, y
también las otras noches, no cada noche, pero sí en el mismo instante, segundo
más segundo menos. Algunas noches dormía sobre mi oreja sana, otras no. Examiné
con detalle el armario sin encontrar fisura alguna por donde el viento pudiera
filtrarse: el viento o cualquier otra cosa, ya que las puertas cerraban con
precisión, con toda probabilidad para no dejar entrar polillas. Con toda
seguridad, la señora Pratt guardaba su ropa de invierno en aquel armario,
porque siempre olía a naftalina y alcanfor.
A
las dos semanas, ya tuve suficiente de aquellos sonidos; y eso que me había
dicho que sería una estupidez dejarme impresionar por tales fenómenos y que
sacaría la calavera de la habitación. ¿Verdad que todo parece distinto a la luz
del día? Pero aquella voz iba cogiendo fuerza..., supongo que puede hablarse de
una voz..., e incluso una noche consiguió llegar a mí por el oído sordo. Lo
entendí cuando estuve despierto del todo, porque mi oreja sana, en aquel
momento, se hundía en la almohada, y en aquella posición no debería haber sido
capaz de oír ni siquiera una sirena. Pero sí escuché aquel grito, y me hizo
perder la sangre fría..., o quizás me asustó, porque estos dos estados del alma
se presentan juntos a menudo. Encendí la luz, me levanté, abrí el armario, cogí
la sombrerera y, con todas mis fuerzas, la lancé por la ventana.
Entonces
se me erizaron los pelos. La cosa chilló al volar, como una bala de cañón del
calibre noventa. Cayó al otro lado del camino. La noche era muy oscura y pude
verla caer, pero sabía que había aterrizado mucho más allá del camino. La
ventana se abre justo sobre la puerta de entrada, a quince pasos de la
estacada, y el camino tiene una anchura de diez pasos. Un poco más allá hay una
gruesa valla vegetal que bordea las tierras pertenecientes al presbiterio.
Ya
no pude dormir más aquella noche. Quizás a la media hora de haber lanzado la
sombrerera, casi seguro no más tarde, escuché un grito, allí fuera, un grito
parecido a los que hemos oído esta noche, pero peor, más desesperado diría.
Puede que mi imaginación me la jugara, pero habría jurado que los chillidos se
acercaban, se acercaban cada vez más. Me fumé una pipa paseando un buen rato de
un lado a otro, luego cogí un libro y comencé a leerlo; pero que me cuelguen si
recuerdo lo que leí, ni siquiera el título del libro, porque sonaba, a
intervalos regulares, un grito que habría removido un cadáver en su ataúd.
Poco
antes del alba, alguien llamó a la puerta principal. No había ningún tipo de
confusión. Abrí la ventana y miré abajo; esperaba encontrar algún cliente que
buscara al doctor, porque la gente, sin duda, creía que el nuevo médico debía
vivir en la casa de Luke. Me sentí casi aliviado al escuchar un sonido humano,
tras aquellos odiosos chillidos.
Resulta
imposible ver la puerta desde arriba, porque la cubre un pequeño porche.
Volvieron a llamar, y pregunté quien había. Nadie contestó, aunque el sonido
volvió a repetirse. Grité de nuevo, aclarando que el doctor ya no vivía allí.
No hubo respuesta, pero me dije que tal vez se tratara de algún viejo campesino
que era sordo. Así que cogí la vela y bajé a abrir la puerta. Ya no pensaba en
aquella cosa, palabra, y casi había olvidado los otros sonidos. Bajé con la
seguridad de encontrar allí fuera, delante de la puerta, alguien que trajera un
mensaje. Puse la vela sobre la mesa del recibidor, de manera que el viento no
pudiera apagarla al abrir la puerta. Mientras manejaba la cerradura, volvieron
a llamar. El sonido no era ya imperioso; parecía, al contrario, vacío y extraño
ahora que ya no lo tenía tan lejos. Recuerdo muy bien aquellas sensaciones,
pero quiero convencerme de que aquellos sonidos procedían de algún cliente
impaciente por entrar.
¡Pues
bien, no! Allí fuera no había nadie; pero al abrir la puerta, manteniéndome a
un lado para mejor ver al visitante, algo rodó por el suelo y se detuvo tocando
mi pie.
Al
sentir aquello, volví a cerrar la puerta; sabía lo que era incluso antes de
mirarlo. No puedo decirle cómo lo sabía, y aquella seguridad podía parecer
irracional, ya que estaba seguro, lo recordaba, de haber lanzado el objeto al
otro lado del camino. El dormitorio tiene una ventana con dos postigos que se
abren de par en par, y había cogido un buen empuje, bien calculado, cuando lo
lancé. Además, al salir, al día siguiente encontré la caja al otro lado de la
valla vegetal.
Me
dirá usted que quizás la caja se abrió cuando la lancé y que tal vez cayó la
calavera. Es imposible, porque nadie puede lanzar una caja vacía a tanta
distancia. Esto es indiscutible. Es como intentar lanzar una bolita de papel, o
una cáscara de huevo a veinticinco pasos.
Cerré
de nuevo la puerta, afiancé la del recibidor, recogí el objeto con mucho
cuidado y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la vela. Realicé todo esto de
forma mecánica, de la misma manera que una persona en peligro logra, sin
percatarse de ello, ejecutar los gestos que la conducen a su salvación..., a
menos que haga aquello que no conviene hacer. Puede parecer extraño, pero creo
que mi primer pensamiento fue si alguien podía llegar en aquel instante, y
encontrarme allí, en la entrada, mientras aquella cosa me tocaba el pie, un
tanto ladeada, fijándome con uno de sus ojos cavernosos, como si me acusara. Y
la luz mezclada con sombras que la vela introducía en sus órbitas las hacía
parecer, a la vez, abiertas y cerradas. Después, la vela se apagó inexplicablemente,
ya que la puerta volvía a estar cerrada y yo no notaba el más mínimo soplo del
viento. Sacrifiqué, con toda seguridad, al menos media docena de cerillas para
volver de nuevo a encenderla.
Me
senté con brusquedad, sin saber la razón. Había experimentado un intenso miedo,
y usted admitirá que no es vergonzoso el estar asustado. La cosa había
regresado a su casa y quería subir y volver a meterse dentro del armario. Me
quedé sentado en silencio, mirando la calavera, hasta que sentí con intensidad
el frío. Después cogí el objeto, lo trasladé al armario y lo coloqué allí
dentro; recuerdo, incluso, haberle hablado, prometiéndole devolverlo a su caja
a la mañana siguiente.
¿Quiere
saber si permanecí en aquella habitación hasta el alba? Sí, pero con una luz
encendida a mi lado, mientras fumaba y leía, para protegerme, sin duda, del
miedo..., un miedo cierto, innegable, que puede calificarse como cobardía,
porque la cobardía nada tiene que ver con lo que yo sentía. No podría haberme
quedado allí solo con aquella cosa en el armario..., me habría muerto de miedo,
aunque no soy más pusilánime que los demás. Pero piense, amigo mío: sin ninguna
ayuda la cosa había atravesado el camino, había subido los escalones de la
entrada y había llamado a la puerta.
Al
llegar el alba, me calcé las botas y salí a por la sombrerera. Me vi obligado a
buscar un buen rato por los alrededores, cerca de la carretera. Por fin,
encontré la caja, abierta; colgaba al otro lado de la estacada. El cordel que
la rodeaba tenía adheridos algunas briznas de hierba, y la tapa, que se había
desprendido, yacía en el suelo. Esto demuestra que la caja no se abrió en el
momento de lanzarla, sino más tarde; y, si no se abrió en el mismo instante de
salir de mi mano, aquello que contenía debería haber caído al otro lado del
camino. ¿Se da cuenta?
Subí
la caja al dormitorio, volví a meter la calavera en su interior, y la cerré.
Cuando mi joven criada me trajo el desayuno, me pidió disculpas: tenía que
marcharse, y tanto le daba si perdía un mes de su paga. La miré; su cara estaba
pálida, con matices desagradables. Fingí sorpresa al preguntar qué le iba mal;
mi esfuerzo fue inútil, porque ella, sencillamente, se giró hacia mí y me
preguntó si tenía intención de quedarme en una casa maldita y, en caso
afirmativo, por cuanto tiempo pensaba continuar viviendo, ya que, aunque ella
había observado que yo era en ocasiones duro de oído, no conseguía creer que un
sordo pudiera dormir con aquellos chillidos; y si yo podía ¿por qué me había
paseado por la casa, y abierto y vuelto a cerrar la puerta principal, entre las
tres y las cuatro de la madrugada? No había nada a contestar, pues me había
oído. Me dejó librado a mi suerte. En el pueblo, aquella mañana, encontré una
mujer que aceptó venir aquí, para poner un poco de orden en la casa y hacerme
la comida, con la condición de volver a su casa cada noche. Abandoné el
dormitorio aquel mismo día, me instalé en la planta baja y, desde entonces, no
he vuelto a intentar dormir en la mejor habitación. A los pocos días, contraté
los servicios de dos hermanas de mediana edad, dos criadas escocesas
procedentes de Londres; y por algún tiempo gozaron de tranquilidad. Les
expliqué que aquel lugar era muy expuesto, que el viento soplaba con violencia
durante buena parte del otoño y del invierno, y que aquellas circunstancias
habían dado una mala reputación a la casa, porque los campesinos tienden a
creerse las supersticiones y las historias de fantasmas. Las dos hermanas, de
rasgos duros y negrísimos cabellos, casi sonrieron y me contestaron,
despectivamente, que no les preocupaban los fantasmas meridionales, que habían
trabajado en dos casas malditas, en Inglaterra, y que sólo habían visto al
Chico Gris, una aparición que era relativamente banal en Forfashire.
Se
quedaron aquí algunos meses y, durante todo el tiempo que vivieron en la casa,
disfrutamos de paz y silencio. Una de ellas aún vive por aquí, pero antes de
final de año se marchará con su hermana. Era la cocinera. Se casó con el
sepulturero, quien trabaja en mi jardín. Esto no tiene nada de extraño. El
pueblo es pequeño, y el sepulturero no tiene demasiado trabajo. Entiende
bastante de flores, suficiente como para ayudarme de manera adecuada, y para,
sobre todo, realizar los trabajos más duros de jardinería; aunque me gusta el
ejercicio, mis articulaciones se vuelven cada vez más rígidas. Es un individuo
sobrio, silencioso, que no se mete en asuntos que no son de su incumbencia; había
enviudado cuando llegó aquí... Su nombre es Trehearn, James Trehearn. Las dos
escocesas nunca quisieron admitir que la casa estaba maldita, pero cuando
volvió a soplar el viento de noviembre vinieron a avisarme de su marcha;
arguyeron que la capilla, que se hallaba en la parroquia vecina, les hacía
caminar demasiado, y que no podían oír misa en nuestra iglesia. La más joven
regresó por la primavera y, en cuanto se publicaron las amonestaciones, se casó
con James Trehearn delante del cura... Por otro lado, ya no parece tener
escrúpulos, desde entonces, para escuchar su prédica. Si ella está contenta,
¡yo también! La pareja vive en una pequeña granja que da al presbiterio.
Usted
se pregunta, sin duda, qué relación tiene todo esto con la historia que le explicaba.
Me encuentro tan solo que, cuando me visita algún viejo amigo, me lanzó a
hablar, a veces, sólo por el placer de oír mi propia voz. Pero hay algo más que
simple palabrería en esto que acabo de explicar. Fue James Trehearn quien
enterró a la pobre señora Pratt, y después a su marido, que se le unió en la
misma tumba no muy lejos de su granja. Ésta es la relación, en mi mente, ¿lo
entiende? Está claro. James Trehearn sabe algo. Estoy seguro de que sabe algo,
aunque es muy reticente.
Sí,
por la noche vuelvo a estar solo, aquí, porque la señora Trehearn duerme en su
casa; cuando me visita algún amigo, la sobrina del sepulturero viene para
ocuparse de la mesa. Él se lleva su mujer a casa cada atardecer, durante el
invierno, pero en el verano, cuando en el campo clarea hasta tarde, vuelve
sola. No es una mujer nerviosa, pero, desde hace algún tiempo, parece estar
menos segura de que los fantasmas ingleses sean indignos de la atención de una
escocesa. ¿No es divertida esta idea de que Escocia tenga el monopolio de lo
sobrenatural? Yo lo llamaría una extraña manifestación del orgullo nacional;
¿no le parece?
Cuando
la madera a la deriva prende bien, no existe mejor. Sí, encontramos bastante,
porque, lamento decirlo, hay muchos naufragios en esta zona. Vive poca gente en
esta costa; uno puede llevarse toda la madera que quiera solo tomándose la
molestia de ir a buscarla. De tanto en tanto, Trehearn y yo cogemos un carro
prestado y cargamos, entre el Spit y el pueblo. No quiero saber nada de las
hogueras de carbón, mientras pueda conseguir leña de cualquier clase. Un leño
acompaña, aunque solo sea un pedazo de tablón de cubierta o de madera
aserrada... Además, la sal que lo recubre estalla en chispas bonitas; mire como
saltan..., son auténticos petardos japoneses. Palabra que un viejo compañero,
un buen fuego y una pipa son suficientes para olvidar aquella cosa, allí
arriba, sobre todo ahora que el viento se ha calmado. Pero sólo es una pausa,
porque soplará una tempestad antes de amanecer.
¿Le
gustaría ver la calavera? ¿Le parece? No veo inconveniente alguno. No hay razón
alguna para que no pueda echarle una mirada, y seguro que no ha visto en su
vida ninguna tan perfecta, excepto por un detalle: le faltan los dos primeros
incisivos de la mandíbula inferior.
Es
cierto; aún no le he hablado de esa mandíbula. Trehearn la encontró en el
jardín, el último verano, mientras cavaba un hoyo para plantar un aspálato.
¿Sabe?, aquí los aspálatos se plantan en hoyos de seis a ocho pies de
profundidad. Sí, sí, claro, había olvidado explicarle esto. Trehearn cavaba el
suelo con energía, como cuando abre una tumba; si usted quiere que su aspálato
quede bien plantado, le aconsejo contrate a un sepulturero: ¡estos individuos
saben cómo debe hacerse, esto de plantar flores y arbustos!
Trehearn
había llegado hasta los tres pies de profundidad, cuando halló una masa blanca
de cal junto a la excavación. Observó que en aquel lugar la tierra era algo más
húmeda, aunque, según decía, no había sido removida en años. Creyó, supongo,
que la cal no convenía a los aspálatos, de manera que comenzó a romperla y a
sacarla a la superficie. Estaba muy dura, me explicó; estaba formada por
fragmentos bastante grandes; movido por la fuerza de la costumbre, fue
rompiendo los pedazos grandes a picotazos tras sacarlos del agujero. De uno de
los trozos rotos salió una mandíbula. El sepulturero dice que él mismo rompió
de un golpe de pico los dos incisivos, pero la verdad es que no los encontró
por ningún lado. Es un entendido en la materia, ya se lo puede imaginar; afirmó
de un modo inmediato que aquella mandíbula correspondía probablemente a una
mujer joven que conservaba todos sus dientes en el momento de fallecer. Me
trajo el objeto y me preguntó si deseaba conservarlo; si yo no lo quería, él lo
arrojaría a la primera tumba que abriera en el cementerio; se trataba sin duda
de una mandíbula cristiana que merecía una sepultura decente. Le expliqué que
los médicos, con harto frecuencia, tiraban huesos en la cal viva para darles un
bello color blanco, y que suponía que el doctor se había fabricado una especie
de pozo de cal con ese fin. Y son seguridad había olvidado aquella mandíbula
allí dentro. Trehearn me miró, muy tranquilo.
—Tal
vez irá bien con la calavera del armario de allí arriba, señor —me dijo—.
Quizás el doctor Pratt tiró la calavera dentro de la cal para blanquearla y, al
sacarla, se dejó la mandíbula inferior. Dentro de la cal aún hay cabellos
humanos, señor.
En
efecto, allí estaban; Trehearn tenía razón. Si Trehearn no sospechaba nada, ¿por
qué demonios había sugerido que la mandíbula encajaba con la calavera? Y así
fue. Esto demuestra que Trehearn sabe más de lo que está dispuesto a admitir.
¿Usted cree que no echó un vistazo al cadáver antes de enterrarlo? O, quizás,
cuando enterró a Luke en la misma tumba...
Muy
bien, muy bien, es inútil extenderse en este tema, ¿verdad? Le contesté que
deseaba quedarme con la mandíbula. La llevé a la habitación, y la coloqué en la
calavera. No había duda posible: las dos piezas formaban un todo, como ahora.
Trehearn
sabe muchas cosas. Hace algún tiempo, hablábamos de volver a blanquear la
cocina, y él recordó, casualmente, que aquel trabajo no había vuelto a hacerse
desde la semana en que la señora Pratt murió. No dijo que el albañil, en
aquella ocasión debía haberse dejado un poco de cal, ni que ésta fuera la misma
que había encontrado en el hoyo abierto para el aspálato, pero lo pensó. Sabe
muchas cosas. Trehearn es de aquellas personas taciturnas que saben muy bien
cómo sumar dos más dos. La tumba no está demasiado lejos de su granja, ya lo he
dicho, y el tipo es increíblemente rápido cuando trabaja con el pico. Si
hubiera deseado conocer la verdad, habría podido arreglárselas para
descubrirla, y nadie habría sabido nunca nada, a menos que él decidiera contarlo.
En un pueblecito tranquilo como el nuestro, la gente no se va a pasar la noche
al cementerio para saber si el sepulturero trabaja o no por su cuenta entre las
diez de la noche y el alba.
Es
horrible, cuando uno lo piensa, la determinación reflexiva de Luke, si en
verdad cometió..., su fría certidumbre de gozar de impunidad. Pero, por encima
de todo, es necesario admirar la resistencia de sus nervios, porque aquel
asesinato debió ser extraordinario. A veces, pienso que es horrible vivir en el
mismo lugar donde sucedió todo aquello, si verdaderamente... Siempre acabo por
establecer esta condición: «si verdaderamente...», ¿sabe?, por bien de su
memoria, y también, un poco, por mi propio bien.
Subiré
a buscar la caja de aquí a un minuto. Déjeme encender la pipa. ¡No hay prisa!
Hemos cenado muy temprano, y ahora sólo son las once y media. No he permitido
nunca que un amigo se fuera a dormir antes de medianoche, o con menos de tres
vasos en el estómago... Beba todo lo que quiera, pero no beba menos que esto,
en memoria de los buenos viejos tiempos.
El
viento vuelve a soplar, ¿lo oye? Era solo una pausa, hasta ahora, y tendremos
una mala noche.
Sucedió
algo, cuando descubrí que la mandíbula encajaba perfectamente..., algo que me
sobresaltó. No me asusto con facilidad, pero a menudo he visto gente espantada,
con la respiración cortada, cuando, creyendo estar solos, descubrían, al
girarse de golpe, la presencia de alguien a quien no esperaban. A esto no se lo
puede llamar miedo. Usted no lo llamaría, ¿verdad? Pues bien, en el preciso
momento que acababa de poner la mandíbula en el lugar correspondiente de la
calavera, los dientes se cerraron de golpe sobre mi dedo; uno podría haber
dicho que quería morderme, y debo admitir que me sobresalté, antes no comprendí
que, con la otra mano, había presionado la parte superior de la calavera contra
la mandíbula. Le aseguro que no estaba nervioso en absoluto. Era en pleno día,
un día hermoso, y el sol lucía dentro del dormitorio, que era la mejor
habitación de la casa. Era absurdo ponerse nervioso de aquella manera..., sólo
era una sensación errónea, aunque me hizo sentir incómodo. Era una tontería,
pero aquello me hizo pensar en el extraño veredicto del jurado sobre la muerte
de Luke: «...de la mano o entre los dientes de una persona o de un animal
desconocidos». Desde entonces a menudo he deseado poder examinar aquellas
señales en el cuello de Luke, aunque, anteriormente, hubiera faltado la
mandíbula inferior.
A
menudo he visto a un hombre llevar a cabo, con sus propias manos, actos
insensatos que él mismo no entendía. Un día, vi un tipo colgado de un gancho,
con una sola mano, en la parte exterior de la borda, mientras, con la otra
mano, se dedicaba a cortar un nudo con su navaja; lo cogí en aquel momento.
Navegábamos en medio del océano, avanzando a veinte nudos. El hombre no tenía
la más mínima idea de lo que hacía. Yo me hallé en el mismo caso cuando aquella
cosa me mordió los dedos. Ahora lo entiendo. Uno habría jurado que aquello
estaba vivo, y que pretendía morderme. Lo habría hecho de haber podido, porque
debe odiarme mucho, ¡pobre cosa! ¿En verdad cree usted que aquello que suena en
su interior es un pedazo de plomo? Bien, ahora traeré la caja, y si algo, sea
lo que sea, le cae entre las manos, ¡será problema suyo! Si sólo es una
piedrecita o un trozo endurecido de tierra, todo este asunto se desvanecerá, y
me parece que no volveré a pensar nunca más en esta calavera; pero, a veces, no
soy capaz de hacerme el propósito de sacar yo mismo este pedazo de algo. La sola
idea de pensar que podría tratarse de plomo me incomoda, y estoy convencido que
lo sabré pronto. También estoy convencido de que Trehearn sabe algo; pero es un
tipo que nunca dice nada.
Subiré
a buscarla. ¿Cómo? ¿Dice que sería mejor acompañarme? ¡Ja! ¡Ja! ¿Cree usted que
me dan miedo una caja de sombreros y un ruidito?
¡Al
diablo esta vela! ¡No se encenderá! Parece como si esta ridícula cosa
entendiera que la necesitamos. Mire esto: la tercera cerilla. Se encienden bien
cuando es mi pipa. ¿Lo ve? Es una caja nueva de cerillas, y la guardo en este
pote de latón, donde protejo las cosas a las que no conviene la humedad. ¡Ah!
¿Piensa que la mecha de la vela está demasiado húmeda? Bien, encenderé esta
porquería en el fuego. Allí, al menos, no se apagará. Crepita un poco, cierto,
pero quedará encendida. ¿No quema ahora como una vela normal? Es un hecho que,
aquí, las velas no son de calidad. Desconozco de dónde las traen, pero a veces
se portan de forma extraña: no dan tanta luz, la llama es verdosa y echan chispas;
incluso a veces se apagan solas, y esto es, al mismo tiempo, enervante y
molesto. Debe aceptarse, porque aún queda para rato antes no instalen la
electricidad en nuestro pueblo. Es un brillo muy triste, ¿no cree?
¿Piensa
usted que haría bien si le dejara la vela y tomara el quinqué? La verdad, no me
gusta llevar quinqué. Nunca se me ha caído ninguno, pero siempre me han
atemorizado..., son peligrosos si lo pensamos. Además, con el tiempo me he
acostumbrado a estas asquerosas velas.
Puede
apurar el vaso mientras subo. No quiero que se vaya a dormir sin, al menos,
tres vasos en el estómago. Ni tan solo tendrá que habérselas con la escalera,
pues dormirá aquí abajo, junto al gabinete de consulta que, por ahora, es mi
domicilio. Así está la cosa: no permito que un amigo duerma en el dormitorio de
arriba. El último que allí durmió fue el viejo Crackenthorpe, que pasó, según
cuenta, toda la noche despierto. ¿Recuerda al viejo Crack? Se aferra a la
Armada, y acaban de ascenderlo a almirante. Sí, ya voy, a menos que se apague
la vela. No he podido evitar el preguntarle si se acordaba del viejo
Crackenthorpe. Si alguien nos hubiera predicho que, de todos nosotros, aquel
enclenque bobalicón haría la carrera más brillante, todos nos habríamos echado
a reír. A usted y a mí no nos han ido tan mal las cosas, claro... Pero ya voy,
ahora mismo. No quiero que piense que, con la charla, deseo retrasar el momento
de ir. ¡Cómo si existiera algo de lo que asustarse! De tener miedo, se lo
confesaría sin rodeos, y le pediría que me acompañara arriba.
* * *
¡Hela
aquí! La he trasladado con muchísimo cuidado, por miedo a molestarla, pobre
cosa. Mire, si sacudiéramos la caja, quizás la mandíbula volvería a separarse
de la calavera, y de seguro esto no le gustaría nada. Sí, la vela se ha apagado
mientras bajaba por la escalera, pero ha sido por culpa de una corriente de
aire que ha entrado por la ventana del rellano. ¿Ha oído eso? Sí, ha sido otro
grito. ¿Dice que estoy pálido? No es nada. El corazón me juega malas pasadas, a
veces, y he bajado demasiado deprisa. De hecho, ésta es una de las razones por
las que prefiero vivir en la planta baja.
Este
grito, venga de donde venga, no ha salido de la calavera, porque tenía la caja
en la mano cuando he oído el chillido..., y aquí la tenemos, ahora. Hemos
demostrado, pues, irrefutablemente, que es otra cosa quien profiere los gritos;
nunca dudé, que un día u otro conocería la causa exacta. Alguna grieta en la
pared, sin duda, o alguna fisura de la chimenea, o tal vez alguna rotura en la
madera de una ventana. Todas las historias de fantasmas terminan así. Mire, me
alegro de haber ido arriba y traerle el objeto, porque este último grito
resuelve definitivamente la cuestión. ¡Y pensar que he tenido la debilidad de
creer que esta pobre calavera podía gritar como un ser vivo!
Ahora
abriré la caja, sacaré el objeto, y lo examinaremos bajo la luz. Resulta
espantoso recordar que la pobre mujer tenía la costumbre de sentarse ahí, en la
silla donde ahora está usted, una tarde tras otra, con una luz como esta.
Pero..., acabo de convencerme que todo esto sólo han sido tonterías, de
comienzo a fin... Nada más es una vieja calavera que Luke conservaba de su
época de estudiante y que, tal vez, sumergió en la cal para blanquearla, sin
poder encontrar después la mandíbula.
Sellé
el cordel, ¿lo ve?, tras colocar en su lugar la mandíbula inferior, y escribí
algo sobre el papel. Vea..., la vieja etiqueta continua ahí, la etiqueta de la
modista con la dirección de la señora Pratt, puesta el día que le enviaron el
sombrerero; había espacio, y escribí: «Calavera que perteneció al señor Luke
Pratt, ahora difunto». No sé por qué razón escribí esto... Quizás para explicar
cómo había ido a parar a mis manos. A veces, no puedo dejar de preguntarme qué
tipo de sombrero guardaba la caja. ¿De qué color le parece que podría ser?
¿Sería un simpático sombrero primaveral, con plumas delicadas y caprichosas
cintas? ¡Es extraño pensar que la misma caja contiene la cabeza que, quizá,
llevaba aquellos fantasiosos ornamentos! Pero no: acabamos de convencernos de
que esta calavera proviene del hospital de Londres, donde Luke realizó sus
prácticas. ¿No es mucho mejor verlo bajo este prisma? No hay más relación entre
esta calavera y la pobre señora Pratt que la existente entre mi historia del
asesinato con plomo y...
¡Dios
mio! Coja el quinqué... no deje que se apague; cerraré la ventana en un
segundo... ¡Vaya! ¡Qué soplido del viento! ¡Ahora se ha apagado! ¡Ya se lo
había dicho! Carece de importancia; aún queda el resplandor del fuego. ¡Vea, ya
he cerrado la ventana! El pestillo estaba medio descorrido. ¿Y las cerillas?
¿Las ha hecho caer de la mesa el viento? ¿Dónde diablos están? ¡Ah, aquí! La
ventana no volverá a abrirse, porque he puesto la barra, una barra como las que
antes se fabricaban..., es insustituible. Ahora, busque la sombrerera, mientras
yo vuelvo a encender el quinqué. ¡Demonio de cerillas! Un sencillo encendedor
de mecha funcionaría mucho mejor..., deberé encenderlo en el fuego..., no lo
había pensado..., muchas gracias... Vaya, ¡por fin! ¿Pero dónde está la caja?
Sí, vuélvala a poner sobre la mesa, que la abriremos.
Es
la primera vez que el viento hace crujir la ventana de esta manera pero es
porque no la he cerrado bien. Sí, claro, he oído el grito. Ha parecido como si
diera la vuelta a toda la casa antes de precipitarse por la ventana. Esto
demuestra que el viento es el único culpable..., el único culpable de toda esta
historia, ¿no es verdad? Y, si el viento no lo es, lo será mi imaginación.
Siempre he sido imaginativo, aunque no lo sabía, sin duda. Es al envejecer
cuando nos conocemos y entendemos mejor, ¿no cree?
Tomaré
unos tragos de este Hulstkamp excepcional, aprovechando que usted se llena el
vaso. La humedad de esta borrasca me ha dejado helado y, con mi propensión a
los resfriados... Me dan miedo los resfriados, porque el frío, a veces, parece
clavarse en todas mis articulaciones cuando me atrapa en invierno.
¡Caramba!
¡Esto es casualidad! Encenderé otra pipa, ahora que todo parece calmado
alrededor, y luego abriremos la caja. Estoy muy contento de haber escuchado,
los dos, ese último grito mientras la calavera permanecía sobre la mesa, entre
usted y yo, porque una cosa no puede hallarse en dos sitios diferentes al mismo
tiempo, y el grito venía, con toda seguridad, del exterior, como es el caso de
todos los sonidos del viento. A usted le parece haber oído un grito atravesar
la habitación al abrirse la ventana con tanta violencia. Sí, a mí también, pero
era natural, ¿no?, porque todo estaba abierto. No hemos oído nada más que el
viento, claro. ¿Qué más podíamos esperar?
Eche
una ojeada aquí, haga el favor, antes no abramos la caja quiero que compruebe
que el sello está intacto. ¿Necesita mis gafas? Ah, ya tiene las suyas. Muy
bien. El sello está intacto, y debe poderse leer con facilidad las palabras
grabadas en la cera: «Suave, lentamente»; es una alusión al poema El viento del
mar occidental, que ruega al viento «que me lo vuelva a traer» y cosas
parecidas. Aquí tengo el sello original, en la cadena del reloj, donde lo llevo
desde hace cuarenta años. Me lo regaló mi esposa, pobrecilla, antes de
casarnos, y nunca he llevado otro. Esto era muy propio de ella, que le gustaran
estas palabras..., siempre le gustó Tennyson.
Es
inútil cortar el cordel, porque está fijado a la caja; me conformaré con romper
la cera y desatar el nudo, y luego volveremos a sellarlo. Mire, me gustará
saber que esta cosa está intacta, en su lugar, y que nadie puede cogerla. No se
trata que sospeche que Trehearnn se meta en todo esto, pero siempre me ha
parecido que sabe más de lo que dice.
Mire,
he logrado desatarlo todo sin romper el cordel, aunque cuando lo sellé no creí
que la volvería a abrir. Mire, la tapa sale ella sola. ¡Mire, ahora!
¿Qué?
¿Nada? ¿Vacía? ¡Se ha esfumado! ¡La calavera se ha esfumado!
No,
no me pasa nada grave. Sólo intento centrar mis ideas. Todo esto es muy
extraño. Estoy seguro de que la calavera se encontraba dentro de la caja cuando
la sellé la primavera pasada. No lo puedo haber imaginado; no es posible. Si de
tanto en tanto me emborrachara con los amigos, podría aceptar haberme
equivocado alguna vez, tras beber en exceso. Pero no bebo, ni he bebido nunca.
Una pinta de cerveza durante la cena, un poco de ron antes de acostarme, esto
es todo lo que bebía en mis mejores tiempos. ¡Me parece que siempre somos los
pobres individuos constantemente sobrios quienes acaparamos las crisis
reumáticas y de gota! Sí, mi sello estaba intacto, y la caja está vacía. Es muy
extraño.
¡Pero
esto no puede ser! No es lógico. Mi opinión es que hay algo de sospechoso en
este asunto. Y no me hable de manifestaciones sobrenaturales, porque no creo en
ellas..., nada, en absoluto. Alguien debe haber tocado el sello y robado la
calavera. A veces, cuando en el verano salgo a trabajar al jardín, dejo el
reloj y la cadena sobre la mesa. Trehearn ha tenido ocasión de coger el sello
durante cualquiera de estos momentos y utilizarlo sin miedo: él sabe que yo no
suelo llegar antes de una hora, como mínimo.
Si
no fuera Trehearn..., oh, ¡no insinúe usted que aquella cosa ha sido capaz de
salir sola de la caja! Si ha sido capaz debe hallarse en algún lugar de la
casa, emboscada, al acecho, en algún rincón oscuro. Podemos dar con ella en
cualquier instante..., porque nos espera, nos espera en las tinieblas. Y,
cuando me vea, me lanzará su grito..., me lanzará su grito en medio de la
oscuridad, porque me odia, ¡se lo digo!
La
caja está vacía. No estamos soñando, ni usted, ni yo. Mire, la vuelvo del
revés...
¿Qué
ha sido eso? Algo ha caido de la caja cuando la he girado. Aquí, en el suelo, a
sus pies... Sé que está aquí, debemos encontrarlo. Ayúdeme a encontrarlo,
amigo. ¿Ya lo tiene? ¡Por amor de Dios, démelo, deprisa!
¡Plomo!
Lo sabía, desde el instante que lo he oído caer. Aquel ruido sordo sobre la
alfombra, sabía que no podía ser nada más. Así pues, era plomo en definitiva, y
Luke...
Me
he turbado... No estoy nervioso, se lo aseguro, solo algo turbado, eso es todo.
Cualquiera lo estaría. Al fin y al cabo, usted no podrá decir que me dé miedo esa
cosa, ya que he subido a buscarla y la he traído hasta aquí... Vaya, creía que
la llevaba aquí, lo que es lo mismo, y ¡demonios!, antes de permitir que una
tontería así me trastorne, prefiero llevar la caja arriba y guardarla en su
sitio. Estoy convencido de que la pobre mujer murió de aquella manera por mi
culpa, porque les había explicado aquella historia. Es esto lo que me
entristece y me inquieta. A veces esperaba que nunca tendría la certidumbre,
pero ahora ya no puedo dudar. ¡Vea esto!
¡Vea!
Un trozo de plomo, sin forma particular. ¡Piense lo que hizo este pedazo de
plomo! ¿No se horroriza? Luke administró a su mujer alguna droga para que se
durmiera, pero, con todo, ella debió padecer un momento de dolor abominable.
¡Piense! ¡Plomo hirviente que entra en el cerebro! ¡Piense! Antes de poder
gritar ya estaba muerta, pero piense sólo..., ¡oh!... ¡oh!... ¡Otra vez!...
Esto viene de fuera..., sé que viene de fuera... ¡No puedo quitarme este
chillido de la cabeza!... ¡oh!... ¡oh!...
* * *
¿Cree
usted que me he desmayado? No. Me hubiera gustado, porque así todo se habría
parado. Está muy bien el decir que esto es tan sólo un ruido, y que un ruido
nunca ha dañado a nadie. ¡Pero también usted está blanco como una sábana! Sólo
podemos hacer una cosa, si queremos conciliar el sueño esta noche. Debemos
encontrarla, volverla a meter dentro la caja y encerrarla en el armario que
parece gustarle tanto. No sé como salió, pero desea volver a su lugar. Por eso
chilla de esta manera tan espantosa esta noche. Nunca había gritado así,
nunca... Excepto la primera vez que...
¿Enterrarla?
Sí, si logramos encontrarla, la enterraremos, aunque nos lleve toda la noche.
La hundiremos seis pies bajo tierra, y compactaremos bien la tierra encima...
Nunca saldrá y, aunque continúe chillando, difícilmente la oiremos si está tan
profunda. ¡De prisa! ¡La linterna, y busquémosla! ¡No debe estar demasiado
lejos! Seguro que está allí afuera... Estaba a punto de entrar cuando he
cerrado la ventana, lo sé.
Sí,
tiene razón: estoy perdiendo el tiempo y debo volver a controlarme. No me diga
nada en un par de minutos; me sentaré tranquilo, cerraré los ojos y repetiré
algo que me sea familiar. Es lo mejor que puedo hacer.
«Es
menester sumar la longitud, la latitud y la distancia polar, dividir por tres y
restar la longitud a esta media; después es necesario añadirle el logaritmo de
la secante de la longitud, la cosecante de la distancia polar y su seno menos
la longitud...» ¿Qué le parece? No me dirá que he perdido los estribos, pues mi
memoria continua intacta, ¿no?
Usted
objetará, claro, que esto es un recitar mecánico, y que lo aprendido en la
infancia y que hemos usado casi cada día de nuestra existencia, nunca lo
olvidamos. ¡Pero es al contrario! Cuando un hombre enloquece, la parte mecánica
de su espíritu es la primera en deteriorarse y dejar de funcionar; uno recuerda
entonces acontecimientos que nunca se han producido, o contempla falsas
realidades..., o escucha ruidos donde sólo hay silencio. Ahora bien, no es este
el caso, ni para usted ni para mí, ¿no es cierto?
Venga,
recojamos la linterna y registremos los alrededores. No llueve. El viento sopla
como mil demonios. La linterna está en el armario, bajo la escalera, en el
salón. Siempre la he guardado a punto de funcionar, en previsión del mal
tiempo.
¿Dice
que es inútil buscarla? No entiendo cómo puede decir algo parecido. Pero es
insensato el pensar enterrarla, claro..., porque no quiere ser enterrada.
Quiere volver a su sombrerera, y a su armario, allí arriba, ¡pobrecilla!
Trahearn la sacó de la caja, ahora lo sé, y rehizo luego el sello. Tal vez la
llevó al cementerio, sin otra intención que proceder con corrección. Debió
pensar que dejaría de gritar cuando se hallara yaciendo, en reposo, en la
tierra consagrada a la que pertenece. Pero ha regresado. Trehearn no es mala
persona y lo supongo algo beato. ¿No es natural y razonable todo esto, incluso
agradable? Trehearn se dijo que la calavera gritaba porque no estaba enterrada
de manera decente..., con el resto del cuerpo. Pero se equivocaba. ¿Cómo podía
adivinar Trehearn que la calavera me gritaba su odio porque me detesta y porque
soy responsable del trocito de plomo que sonaba en su interior?
¿Sostiene
entonces que es inútil buscarla? ¡Absurdo! Ya le he dicho que desea ser encontrada...
¡Ah! ¿Qué ha sido ese golpe en la puerta? ¿Lo oye? Toc... toc... toc..., tres
veces, luego una pausa, luego otras tres veces. ¿No lo encuentra un sonido
grave?
Ha
regresado. Antes ya había oído este sonido. Quiere entrar, quiere subir al piso
de arriba, quiere su caja. Ahora está delante de la puerta principal.
¿Me
acompaña? La entraremos. Sí, debo admitir que no me gustaría nada ir yo solo a
abrir la puerta. La cosa rodará ella sola por el suelo y se detendrá tocando mi
pie, como la última vez, y la luz se apagará. Me he amedrentado al descubrir el
pedazo de plomo y, además, el corazón me juega malas pasadas... Quizás abuso de
un tabaco demasiado fuerte. Y además admito que estoy un tanto nervioso esta
noche, más nervioso de lo que he estado nunca en mi vida.
¡Muy
bien! ¡Venga! Vayamos con la caja, así no nos hará falta volver. ¿Oye esos
golpes? No se parecen a nada. Si usted mantiene abierta esta puerta, yo podría
encontrar la linterna, bajo la escalera, sólo con la iluminación de la
estancia, sin necesidad de llevar una luz al salón, allí se apagaría.
La
cosa sabe que vamos... ¡Ah! Está impaciente por entrar. Pase lo que pase, no
cierre la puerta hasta que la linterna esté preparada. Supongo que volveremos a
tener problemas con las cerillas. ¡Vaya! La primera ha fallado, ¡demonio! Ya se
lo he dicho: quiere volver a entrar... No existe ningún otro problema. Por lo
que respecta la puerta, todo está bien ahora; ciérrela, haga el favor. Venga a
sujetar la linterna, que el viento sopla fuerte allí fuera, tanto que
necesitaré las dos manos. Así, muy bien: manténgala muy baja. ¿Aún oye aquellas
cosas? Ya estamos. Abriré muy poco la puerta y la retendré con el pie.
¡Adelante!
¡Cójala!
Sólo es el viento que sopla contra la puerta, nada más... ¡Casi parece un
huracán, aquí afuera! ¿Ya la tiene? La caja está sobre la mesa. Un momento,
déjeme volver a poner la barra. ¡Ya está!
¿Por
qué la ha lanzado dentro de la caja con tanta violencia? Eso no le gusta nada,
¿sabe?
¿Qué
me dice? ¿Qué le ha mordido la mano? ¡Tonterías! A usted le ha pasado lo mismo
que a mí. Con la otra mano ha cerrado la mandíbula..., se ha herido usted mismo
sin quererlo. Déjeme ver. ¿No me dirá que le sale sangre? ¡Se ha golpeado en
todos los dedos! Tiene toda la piel levantada. Le pondré una solución de fenol
antes no se vaya a dormir; dicen que un rasguño hecho por el diente de un
cadáver puede traer complicaciones.
Volvamos
dentro y déjeme mirar la herida a la luz. Llevaré la caja; ólvide la linterna,
no importa si continua encendida en el salón; además, la necesitaré para subir.
Sí, cierre la puerta si lo desea; la habitación estará más alegre, tendra más
claridad. ¿Le continúa saliendo sangre del dedo? Le traeré el fenol ahora
mismo; pero déjeme ver la calavera.
¡Eh!
Tiene una gota de sangre en la mandíbula superior. En el colmillo. ¿No es
espantoso? Cuando la he visto rodar por el suelo, en el salón, me ha parecido
que mis manos casi se quedaban sin energía; me han fallado las rodillas; luego
he comprendido que era la borrasca quien la hacía resbalar sobre los tablones
lisos. ¿No me echará la culpa? No, me parece que no. Hemos crecido juntos, y
juntos hemos visto cosas de toda índole; ambos somos capaces de reconocer que
hemos sentido pánico cuando la calavera ha resbalado por el suelo hacia usted.
No es nada extraño que tras esto se haya pellizcado el dedo; a mí me pasó lo
mismo de tan nervioso como estaba, y a plena luz del día, iluminado por los
rayos de sol.
¿No
es sorprendente que estas mandíbulas encajen con tanta perfección? Debe ser,
supongo, por la humedad, porque cierran como tijeras. Ya he limpiado la mancha
de sangre, no era nada agradable de ver. No tema, que no intentaré abrir estas
mandíbulas. No volveré a jugar jamás con esta pobre cosa... Sencillamente,
volveré a sellar la caja; a continuación la llevaremos al piso de arriba y la
dejareemos allí donde quiere estar. La cera está en el bufete, cerca de la
ventana. Gracias. Pasará tiempo antes de que vuelva a dejar solo mi sello, no
sea que Trehearn... ¿Explicar? Yo no explico los fenómenos naturales, pero si
usted prefiere creer que Trehearn había escondido la calavera entre la maleza,
que la tormenta la ha empujado hasta dejarla delante de la casa, en la puerta
principal, y la ha hecho llamar a la pared como si deseara entrar, no estará
suponiendo nada que no sea posible, y le daré la razón.
¿Lo
ve? Podrá jurar haber visto colocar el sello en esta ocasión, en el caso de que
la historia volviera a repetirse. La cera une tan bien el cordel a la tapa, que
ya no puede pasar un dedo entre aquel y el cartón. ¿Está convencido? Sí, además
cerraré la puerta y guardaré la llave en mi bolsillo, para siempre.
Ahora
podemos recojer la linterna y subir. Poseo cierta inclinación a compartir su
teoría, según la cual ha sido el viento quien ha llevado la calavera ante la
puerta. Como me conozco la escalera, iré delante. Aguante la linterna a la
altura de mis pies y subamos. ¡Cómo gime el viento, cómo sopla! ¿Ha oído como
crujía en el suelo la arena bajo los pies cuando hemos atravesado el salón?
Sí,
ya estamos ante la puerta del mejor dormitorio. Levante la linterna, hágame el
favor. Por este lado, a la cabecera de la cama. He dejado la puerta del armario
abierta, cuando he cogido la caja. ¿No le parece extraño sentir aún, tras tanto
tiempo, este olor peculiar de ropa de mujer? Aquí tenemos el estante. Usted ha
visto cómo he dejado la caja, y ahora me ve girar la llave en la cerradura, y
guardármela en el bolsillo. ¡Ya está!
Buenas
noches. ¿Está seguro de que no necesita nada? El dormitorio nada tiene de
extraordinario, pero creo que esta noche le gustará dormir más aquí que no
arriba. Si necesitara algo, llámeme. Solo nos separará un débil tabique de
madera y cal. Y aquí el viento sopla con mucha menos intensidad. Si quiere
tomarse un último trago antes de dormir, encontrará un frasco de Hulstkamp
sobre la mesa. Por segunda vez, buenas noches y, si puede, no sueñe con aquella
cosa.
* * *
La
siguiente noticia apareció publicada en el Penraddon News, el 23 de noviembre
de 1906:
«MUERTE
MISTERIOSA DE UN CAPITAN RETIRADO»
«La
extraña muerte del capitán Charles Braddock ha conmocionado el pueblecito de
Tredcombe. Corren historias inverosímiles en relación con las circunstancias
del asesinato, unas circunstancias que continuan siendo difíciles de explicar.
El capitán retirado, que había mandado con buena fortuna los más rápidos e
importantes navíos de una de las principales compañías marítimas
transatlánticas, fue hallado muerto en la cama el pasado martes por la mañana,
en su propio caserón, a un cuarto de milla del pueblo. El médico local le
practicó una autopsia y reveló que el infortunado había sido mordido en el
cuello por un agresor humano, con una violencia tal que la arteria traqueal
quedó literalmente destrozada, siendo ésta la causa del óbito. Las señales
dejadas por los dientes de las dos mandíbulas eran tan claras que se pudo
contar y comprobar que al agresor le faltaban dos incisivos inferiores. Se
espera que esta particularidad permitirá identificar al asesino, que sólo puede
tratarse de un loco peligroso fugado. La víctima, a pesar de contar con sesenta
y cinco años, estaba considerado un hombre enérgico que había conservado sin
problemas su vitalidad física. Es sorprendente, en consecuencia, no haber
hallado en la habitación señal alguna de lucha; tampoco se ha podido descubrir
de qué manera el asesino se introdujo en el edificio. Se han remitido anuncios
a todos los centros psiquiátricos del Reino Unido, pero aún no se han recibido
noticias de la fuga de algún paciente.
»El
jurado ha emitido un veredicto que se pude clasificar de singular; según el
jurado: "el capitán Braddock halló la muerte a manos o entre los dientes
de una persona desconocida". El médico local, por lo que parece, ha
aventurado la hipótesis que el loco pudiera ser una mujer, conclusión a la que
ha llegado por la pequeñez de las mandíbulas revelada por las marcas dejadas
por los dientes. Todo el asunto está rodeado de misterio.
»El
capitán Braddock era viudo y vivía solo. No dejó hijos».
Nota del Autor: Quien se
interese por las casa malditas y los fantasmas, encontrará las fuentes de esta
historia en una leyenda referida a una calavera; la leyenda se conserva en un
caserón llamado Bettiscombe Manor, sito, según creo, en la costa de
Dorsetshire.