William Faulkner
I
Cuando murió la señorita Emily
Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa
especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres,
en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la
casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo
sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción
cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas,
volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en
la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había
visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado
incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo
había quedado la casa de la señorita Emily, levantando su permanente y coqueta
decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la
vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emily
había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que
descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas
de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emily
había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de
heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor —autor
del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin
delantal—,
la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre
y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emily fuera
capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento,
diciendo que el padre de la señorita Emily había hecho un préstamo a la ciudad,
y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un
hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido
capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emily
podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación,
con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel
arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la
señorita Emily por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron
respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para
un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a
escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a
la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte
pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía,
comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la
contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta
de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y
llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla
había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes.
Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba
una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a
polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en
cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el
cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo
en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de
sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del
padre de la señorita Emily, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando
la señorita Emily entró —una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una
pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se
perdía en el cinturón—; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que
en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad.
Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en
agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían
dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando
pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el
motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en
la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su
exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena,
oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
—Yo no pago contribuciones en
Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al
Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
—De allí venimos; somos
autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil,
firmado por él?
—Sí, recibí un papel —contestó la
señorita Emily—. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en
Jefferson.
—Pero en los libros no aparecen
datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...
—Vea al coronel Sartoris. Yo no
pago contribuciones en Jefferson.
—Pero, señorita Emily...
—Vea al coronel Sartoris (el
coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago
contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! —exclamó llamando al negro—. Muestra la
salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emily
venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años
antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del
olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de
que su prometido —todos creímos que iba a casarse con ella— la hubiera
abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después
que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras
que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única
muestra de vida en aquella casa era el criado negro —un hombre joven a la sazón—,
que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre —cualquier
hombre— fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que
no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro
motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y
poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emily
acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
—¿Y qué quiere usted que yo haga?
—dijo el alcalde.
—¿Qué quiero que haga? Pues que
le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
—No creo que sea necesario —afirmó
el juez Stevens—. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en
el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos
quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
—Tenemos que hacer algo, señor
juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emily; pero hay que
hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los
regidores —tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven— se encontró
con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
—Es muy sencillo —afirmó éste—.
Ordenen a la señorita Emily que limpie el jardín, denle algunos días para que lo
lleve a cabo y si no lo hace...
—Por favor, señor —exclamó el
juez Stevens—. ¿Va usted a acusar a la señorita Emily de que huele mal?
Al día siguiente por la noche,
después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la
señorita Emily y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos,
husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las
ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado
movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco
que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron
cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron
terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al
llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emily, rígida e
inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos
que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor
había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a
sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su
anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los
Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes
casaderos era bastante bueno para la señorita Emily. Nos habíamos acostumbrado
a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta
figura de la señorita Emily, vestida de blanco; en primer término, su padre,
dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la
puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en
estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta
experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura
en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emily ocasiones de matrimonio,
si hubiera querido aprovecharlas.
Cuando murió su padre, se supo
que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró
a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emily. Ahora que se había
quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer
los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de
su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emily y darle el
pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de
pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba
muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la
Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para
disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la
fuerza y de la ley, la señorita Emily rompió en sollozos y entonces se
apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera
loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los
jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado
ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que
agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emily estuvo enferma
mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía
aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles
que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez
trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad
acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano
siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía
constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un
capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con
gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad
solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a
éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en
seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de
gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse,
que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a
verlo acompañando a la señorita Emily en las tardes del domingo, paseando en la
calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos
alegres de que la señorita Emily tuviera un interés en la vida, aunque todas
las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un
hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más
viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer
olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige —claro que sin decir
noblesse oblige— y exclamaban:
“¡Pobre Emily! ¡Ya podían venir
sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emily tenía familiares en
Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con
ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde
entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera
habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó
a exclamar: “¡Pobre Emily!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se
trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de
ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde,
desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del
sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba
de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de
sedas y satenes: “¡Pobre Emily!”
Por lo demás, la señorita Emily
seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para
que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el
reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como
si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma
en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico,
el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a
decir: “¡Pobre Emily!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
—Necesito un veneno —dijo al
droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta,
aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un
rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las
cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una
farola.
—Necesito un veneno —dijo.
—¿Cuál quiere, señorita Emily?
¿Es para las ratas? Yo le recom...
—Quiero el más fuerte que tenga —interrumpió—.
No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
—Pueden matar hasta un elefante.
Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
—Quiero arsénico. ¿Es bueno?
—¿Que si es bueno el arsénico?
Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
—Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo
arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
—¡Sí, claro —respondió el hombre—;
si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emily continuaba
mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del
droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo
empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en
la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emily abrió el paquete en
su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito:
“Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos
preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía
hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”.
Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba
el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club
Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más:
“¡Pobre Emily!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo
los vimos pasar en la calesa, la señorita Emily con la cabeza erguida y Homer
Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el
látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras
empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal
ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto,
pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas —la señorita Emily
pertenecía a la Iglesia Episcopal— de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo
que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver
a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del
ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la
esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emily tenía en
Alabama....
De este modo, tuvo a sus
parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir.
Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse.
Supimos que la señorita Emily había estado en casa del joyero y había encargado
un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más
tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de
hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos
sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos
parientas que la señorita Emily tenía en casa eran todavía más Grierson de lo
que la señorita Emily había sido....
Así pues, no nos sorprendimos
mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se
había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de
que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar
sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse
libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos
fuimos aliados de la señorita Emily para ayudarla a desembarazarse de sus
primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días
después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la
cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que
vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emily por algún
tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta
de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en
la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero
casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos
entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que
había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido
demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita
Emily había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este
gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los
74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como
el de un hombre joven....
Todos estos años la puerta
principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando
ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había
dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las
hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma
regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia
los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había
dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se
ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer,
dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de
pintura y sus pinceles, a que la señorita Emily les enseñara a pintar según las
manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la
casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo
servicio postal, la señorita Emily fue la única que se negó a permitirles que
colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma
un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año,
veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada
año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emily el recibo de la
contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre,
sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo —evidentemente
había cerrado el piso alto de la casa— semejante al torso de un ídolo en su
nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie
podía decirlo. Y de este modo la señorita Emily pasó de una a otra generación,
respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en
aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella
solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues
hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro.
Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era
ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso
bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una
almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió en la puerta
principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar
curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa,
salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la
señorita Emily llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día
siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emily
yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado
sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el
balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su
cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido
contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella,
confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las
personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino
una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los
tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso
superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta
años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla,
a que la señorita Emily descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la
habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo.
En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera
parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas,
de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas
sobre la mesa—tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador
para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que
estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si
se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador,
resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo.
En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la
silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos
a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El
cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que
dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que
quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había
convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la
almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz
polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que
aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de
los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia
delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo
seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
muy polemica esta historia y sorpresiva
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