Daphne Du Marier
El 3 de diciembre, el viento cambió de la noche a la
mañana, y llegó el invierno. Hasta entonces, el otoño había sido suave y
apacible. Las hojas, de un rojo dorado, se habían mantenido en los árboles y
los setos vivos estaban verdes todavía. La tierra era fértil en los lugares
donde el arado la había removido.
Nat Hocken, debido a una incapacidad contraída
durante la guerra, disfrutaba una pensión y no trabajaba todos los días en la
granja. Trabajaba tres días a la semana y le encomendaban las tareas más
sencillas: poner vallas, embardar, reparar las edificaciones de la granja...
Aunque casado, y con hijos, tenía tendencia a la
soledad; prefería trabajar solo. Le agradaba que le encargasen construir un
dique o reparar un portillo en el extremo más lejano de la península, donde el
mar rodeaba por ambos lados a la tierra de labranza. Entonces, al mediodía,
hacía una pausa para comer el pastel de carne que su mujer había cocido para
él, y sentándose en el borde de la escollera, contemplaba a los pájaros. El
otoño era época para esto, mejor que la primavera. En primavera, los pájaros
volaban tierra adentro resueltos, decididos; sabían cuál era su destino; el ritmo
y el ritual de su vida no admitían dilaciones. En otoño, los que no habían emigrado
allende el mar, sino que se habían quedado a pasar el invierno, se veían animados
por los mismos impulsos, pero, como la emigración les estaba negada, seguían su
propia norma de conducta. Llegaban en grandes bandadas a la península, inquietos;
ora describiendo círculos en el firmamento, ora posándose, para alimentarse, en
la tierra recién removida, pero incluso cuando se alimentaban, era como si lo
hiciesen sin hambre, sin deseo. El desasosiego les empujaba de nuevo a los cielos.
Blancos y negros, gaviotas y chovas, mezcladas en
extraña camaradería, buscando alguna especie de liberación, nunca satisfechas,
nunca inmóviles. Bandadas de estorninos, susurrantes como piezas de seda,
volaban hacia los frescos pastos, impulsados por idéntica necesidad de
movimiento, y los pájaros más pequeños, los pinzones y las alondras, se
dispersaban sobre los árboles y los setos.
Nat los miraba, y observaba también a las aves
marinas. Abajo, en la ensenada, esperaban la marea. Tenían más paciencia.
Pescadoras de ostras, zancudas y zarapitos aguardaban al borde del agua; cuando
el lento mar lamía la orilla y se retiraba luego dejando al descubierto la
franja de algas y los guijarros, las aves marinas emprendían veloz carrera y
corrían sobre las playas. Entonces, les invadía también a ellas aquel mismo
impulso de volar. Chillando, gimiendo, gritando, pasaban rozando el plácido mar
y se alejaban de la costa. Se apresuraban, aceleraban, se precipitaban, huían;
pero ¿adonde, y con qué finalidad? La inquieta urgencia del melancólico otoño
había arrojado un hechizo sobre ellas y debían congregarse, girar y chillar;
tenían que saturarse de movimiento antes de que llegase el invierno.
«Quizá —pensaba Nat, masticando su pastel de carne
en el borde de la escollera — los pájaros reciben en otoño un mensaje, algo así
como un aviso. Va a llegar el invierno. Muchos de ellos perecen. Y los pájaros
se comportan de forma semejante a las personas que, temiendo que les llegue la
muerte antes de tiempo, se vuelcan en el trabajo, o se entregan a la
insensatez.»
Los pájaros habían estado más alborotados que nunca
en este declinar del año; su agitación resaltaba más porque los días eran muy
tranquilos. Cuando el tractor trazaba su camino sobre las colinas del Oeste,
recortada ante el volante la silueta del granjero, hombre y vehículo se perdían
momentáneamente en la gran nube de pájaros que giraban y chillaban. Había
muchos más que de ordinario. Nat estaba seguro de ello. Siempre seguían al
arado en otoño, pero no en bandadas tan grandes como ésas, no con ese clamor.
Nat lo hizo notar cuando hubo terminado el trabajo
del día.
—Sí —dijo el granjero— , hay más pájaros que de
costumbre; yo también me he dado cuenta. Y muy atrevidos algunos de ellos; no
hacían ningún caso del tractor. Esta tarde, una o dos gaviotas han pasado tan
cerca de mi cabeza que creía que me habían arrebatado la gorra. Como que apenas
podía ver lo que estaba haciendo cuando se hallaban sobre mí y me daba el sol
en los ojos. Me da la impresión de que va a cambiar el tiempo. Será un invierno
muy duro. Por eso están inquietos los pájaros.
Al cruzar los campos y bajar por el sendero que
conducía a su casa, Nat, con el último destello del sol, vio a los pájaros
reuniéndose todavía en las colinas del Oeste. No corría ni un soplo de viento,
y el grisáceo mar estaba alto y en calma. Destacaba en los setos la coronaria,
aún en flor, y el aire se mantenía plácido. El granjero tenía razón, sin
embargo, y fue esa noche cuando cambió el tiempo. El dormitorio de Nat estaba
orientado al Este. Se despertó poco después de las dos y oyó el ruido del viento
en la chimenea. No el furioso bramido del temporal del Sudoeste que traía la lluvia,
sino el viento del Este, seco y frío. Resonaba cavernosamente en la chimenea, y
una teja suelta batía sobre el tejado. Nat prestó atención y pudo oír el rugido
del mar en la ensenada. Incluso el aire del pequeño dormitorio se había vuelto
frío: por debajo de la puerta se filtraba una corriente que soplaba
directamente sobre la cama. Nat se arrebujó en la manta, se arrimó a la espalda
de su mujer, que dormía a su lado, y quedó despierto, vigilante, dándose cuenta
de que se hallaba receloso sin motivo.
Fue entonces cuando oyó unos ligeros golpecitos en
la ventana. En las paredes de la casa no había enredaderas que pudieran
desprenderse y rozar el cristal. Escuchó, y los golpecitos continuaron hasta
que, irritado por el ruido, Nat saltó de la cama y se acercó a la ventana. La
abrió y, al hacerlo, algo chocó contra su mano, pinchándole los nudillos y
rozándole la piel. Vio agitarse unas alas y aquello desapareció sobre el
tejado, detrás de la casa.
Era un pájaro. Qué clase de pájaro, él no sabría
decirlo. El viento debía de haberle impulsado a guarecerse en el alféizar.
Cerró la ventana y volvió a la cama, pero, sintiendo
humedad en los nudillos, se llevó la mano a la boca. El pájaro le había hecho
sangre. Asustado y aturdido, supuso que el pájaro, buscando cobijo, le había
herido en la oscuridad. Trató de conciliar de nuevo el sueño.
Pero al poco rato volvieron a repetirse los
golpecitos, esta vez más fuertes, más insistentes. Su mujer se despertó con el
ruido y, dándose la vuelta en la cama, le dijo:
—Echa un vistazo a esa ventana, Nat; está batiendo.
—Ya la he mirado —respondió él—; hay algún pájaro
ahí fuera que está intentando entrar. ¿No oyes el viento? Sopla del Este y hace
que los pájaros busquen dónde guarecerse.
—Ahuyéntalos —dijo ella—. No puedo dormir con ese
ruido.
Se dirigió de nuevo a la ventana y, al abrirla esta
vez, no era un solo pájaro el que estaba en el alféizar, sino media docena; se
lanzaron en línea recta contra su rostro atacándole.
Soltó un grito y, golpeándolos con los brazos,
consiguió dispersarlos; al igual que el primero, se remontaron sobre el tejado
y desaparecieron. Dejó caer rápidamente la hoja de la ventana y la sujetó con
las aldabillas.
—¿Has visto eso? —exclamó—. Venían por mí.
Intentaban picotearme los ojos.
Se quedó en pie junto a la ventana, escudriñando la
oscuridad, y no pudo ver nada. Su mujer, muerta de sueño, murmuró algo desde la
cama.
—No estoy exagerando —replicó él, enojado por la
insinuación de la mujer—. Te digo que los pájaros estaban en el alféizar,
intentando entrar en el cuarto.
De pronto, de la habitación que dormían los niños,
situada al otro lado del pasillo, surgió un grito de terror.
—Es Jill —dijo su mujer, sentándose en la cama
completamente espabilada—. Ve a ver qué le pasa.
Nat encendió la vela, pero, al abrir la puerta del
dormitorio para atravesar el pasillo, la corriente apagó la llama.
Sonó otro grito de terror, esta vez de los dos
niños, y él se precipitó en su habitación, sintiendo inmediatamente el batir de
alas a su alrededor, en la oscuridad. La ventana estaba abierta de par en par.
A través de ella, entraban los pájaros, chocando primero contra el techo y las
paredes y, luego, rectificando su vuelo, se lanzaban sobre los niños, tendidos
en sus camas.
—Tranquilizaos. Estoy aquí —gritó Nat, y los niños
corrieron chillando hacia él, mientras en la oscuridad, los pájaros se remontaban,
descendían y le atacaban una y otra vez.
—¿Qué es, Nat? ¿Qué ocurre? —preguntó su mujer desde
el otro dormitorio.
Nat empujó apresuradamente a los niños hacia el
pasillo y cerró la puerta tras ellos, de modo que se quedó solo con los pájaros
en la habitación.
Cogió una manta de la cama más próxima y,
utilizándola como arma, la blandió a diestro y siniestro en el aire. Notaba
cómo caían los cuerpos, oía el zumbido de las alas, pero los pájaros no se
daban por vencidos, sino que, una y otra vez, volvían al asalto, punzándole las
manos y la cabeza con sus pequeños picos, agudos como las afiladas púas de una
horca. La manta se convirtió en un arma defensiva; se la arrolló en la cabeza
y, entonces, en la oscuridad más absoluta, siguió golpeando a los pájaros con
las manos desnudas. No se atrevía a llegarse a la puerta y abrirla, no fuera
que, al hacerlo, le siguiesen los pájaros.
No podía decir cuánto tiempo estuvo luchando con
ellos en medio de la oscuridad, pero al fin, fue disminuyendo a su alrededor el
batir de alas y luego, cesó por completo. Percibía un débil resplandor a través
del espesor de la manta. Esperó, escuchó; no se oía ningún sonido, salvo el
llanto de uno de los niños en el otro dormitorio. La vibración, el zumbido de
las alas, se había extinguido.
Se quitó la manta de la cabeza y miró a su
alrededor. La luz, fría y gris, de la mañana iluminaba el cuarto. El alba, y la
ventana abierta habían llamado a los pájaros vivos. Los muertos yacían en el
suelo. Nat contempló, horrorizado, los pequeños cadáveres. Había petirrojos,
pinzones, paros azules, gorriones, alondras, pinzones reales, pájaros que, por
ley natural se adherían exclusivamente a su propia bandada y a su propia región
y ahora, al unirse unos a otros en sus impulsos de lucha, se habían destruido a
sí mismos contra las paredes de la habitación, o habían sido destruidos por él
en la refriega. Algunos habían perdido las plumas en la lucha; otros tenían
sangre, sangre de él, en sus picos.
Asqueado, Nat se acercó a la ventana y contempló los
campos, más allá de su pequeño huerto.
Hacía un frío intenso, y la tierra aparecía
endurecida por la helada. No la helada blanca, la escarcha que brilla al sol de
la mañana, sino la negra helada que trae consigo el viento del Este. El mar,
embravecido con el cambio de la marea, encrespado y espumoso, rompía
broncamente en la ensenada. No había ni rastro de los pájaros. Ni un gorrión
trinaba en el seto, al otro lado del huerto, ni una chova, ni un mirlo,
picoteaban la hierba en busca de gusanos. No se oía ningún sonido; sólo el ruido
del viento y del mar.
Nat cerró la ventana y la puerta del pequeño
dormitorio y cruzó el pasillo en dirección al suyo. Su mujer estaba sentada en
la cama, con uno de los niños dormido a su lado y el más pequeño, con la cara vendada,
entre sus brazos. Las cortinas estaban completamente corridas ante la ventana y
las velas encendidas. Su rostro destacaba pálidamente a la amarillenta luz.
Hizo a Nat una seña con la cabeza para que guardara silencio.
—Ahora está durmiendo —cuchicheó—, pero acaba de
coger el sueño. Algo le ha debido de herir; tenía sangre en las comisuras de
los ojos. Jill dice que eran pájaros. Dice que se despertó y los pájaros
estaban en la habitación.
Miró a Nat, buscando una confirmación en su rostro.
Parecía aturdida, aterrada, y él no quería que se diese cuenta de que también
él estaba excitado, trastornado casi, por los sucesos de las últimas horas.
—Hay pájaros allí dentro —dijo—, pájaros muertos,
unos cincuenta por lo menos. Petirrojos, reyezuelos, todos los pájaros pequeños
de los alrededores. Es como si, con el viento del Este, se hubiese apoderado de
ellos una extraña locura. — Se sentó en la cama, junto a su mujer y le cogió la
mano—. Es el tiempo —dijo—; eso debe ser, el mal tiempo. Probablemente, no son
los pájaros de por aquí. Han sido empujados a estos lugares desde la parte alta
de la región.
—Pero, Nat —susurró la mujer—, ha sido esta noche
cuando ha cambiado el tiempo. No han venido empujados por la nieve. Y no pueden
estar hambrientos todavía. Tienen alimento de sobra ahí fuera, en los campos.
—Es el tiempo —repitió Nat—. Te digo que es el
tiempo. Su rostro estaba tenso y fatigado, como el de ella. Durante un rato, se
miraron uno a otro en silencio.
—Voy abajo a hacer un poco de té —dijo él.
La vista de la cocina le tranquilizó. Las tazas y
los platillos ordenadamente apilados sobre el parador, la mesa y las sillas, la
madeja de labor de su mujer en su cestillo, los juguetes de los niños en el
armario del rincón...
Se arrodilló, atizó los rescoldos y encendió el
fuego. El arder de la leña, la humeante olla y la negruzca tetera le dieron una
impresión de normalidad, de alivio, de seguridad. Bebió un poco de té y subió
una taza a su mujer. Luego, se lavó en la fregadera, se calzó las botas y abrió
la puerta trasera.
El cielo estaba pesado y plomizo, y las pardas
colinas que el día anterior brillaban radiantes a la luz del sol aparecían
lúgubres y sombrías. El viento del Este cortaba los árboles como una navaja, y
las hojas, crujientes y secas se desprendían de las ramas y se esparcían con
las ráfagas del viento. Nat restregó su bota contra la tierra. Estaba dura,
helada. Nunca había visto un cambio tan repentino. En una sola noche había
llegado el invierno.
Los niños se habían despertado. Jill estaba
parloteando en el piso de arriba y el pequeño Johnny llorando otra vez. Nat oyó
la voz de su mujer calmándole, tranquilizándole. Al cabo de un rato, bajaron.
Nat les había preparado el desayuno, y la rutina del día comenzó.
—¿Echaste a los pájaros? —preguntó Jill,
tranquilizada ya por el fuego de la cocina, por el día, por el desayuno.
—Sí, ya se han ido todos —respondió Nat—.Fue el
viento del Este lo que les hizo entrar. Se habían extraviado, estaban asustados
y querían refugiarse en algún lado.
—Intentaron picotearme —dijo Jill—. Se tiraban a los
ojos de Johnny.
—Les impulsaba el miedo —contestó Nat a la niña—. En
la oscuridad del dormitorio, no sabían dónde estaban.
—Espero que no vuelvan —dijo Jill—. Si les ponemos
un poco de pan en la parte de fuera de
la ventana, quizá lo coman y se marchen.
Terminó de desayunar y luego, fue en busca de su
abrigo y su capucha, los libros de la escuela y la cartera. Nat no dijo nada,
pero su mujer le miró por encima de la mesa. Un silencioso mensaje cruzó entre
ellos.
—Iré contigo hasta el autobús —dijo él—. Hoy no voy
a la granja. Y, mientras la niña se lavaba en la fregadera, dijo a su mujer:
—Manten cerradas todas las puertas y ventanas. Por
si acaso, nada más. Yo voy a ir a la granja a ver si han oído algo esta noche.
Y echó a andar con su hija por el sendero. Ésta
parecía haber olvidado su experiencia de la noche pasada. Iba delante de él,
saltando, persiguiendo a las hojas, con el rostro sonrosado por el frío bajo la
capucha.
—¿Va a nevar, papá? —preguntó—. Hace bastante frío.
Levantó la vista hacia eldescolorido cielo, mientras sentía en su espalda el
viento cortante.
—No —respondió—, no va a nevar. Este es un invierno
negro, no blanco.
Todo el tiempo fue escudriñando los setos en busca
de pájaros, mirando por encima de ellos a los campos del otro lado, oteando el
pequeño bosquecillo situado más arriba de la granja, donde solían reunirse los
grajos y las chovas. No vio ninguno.
Las otras niñas esperaban en la parada del autobús,
embozadas en sus ropas, cubiertas, como Jill, con capuchas, ateridos de frío
sus rostros.
Jill corrió hacia ellas agitando la mano.
—Mi papá dice que no va a nevar —exclamó—. Va a ser
un invierno negro.
No dijo nada de los pájaros y empezó a dar
empujones, jugando, a una de las niñas. El autobús remontó, renqueando, la
colina. Nat la vio subir a él y luego, dando media vuelta, se dirigió a la
granja. No era su día de trabajo, pero quería cerciorarse de que todo iba bien.
Jim, el vaquero, estaba trajinando en el corral.
—¿Está por ahí el patrón? —preguntó Nat.
—Fue al mercado —repuso Jim—. Es martes, ¿no?
Y, andando pesadamente, dobló la esquina de un
cobertizo. No tenía tiempo para Nat. Decían que Nat era superior. Leía libros,
y cosas de esas. Nat había olvidado que era martes. Eso demostraba hasta qué
punto le habían trastornado los acontecimientos de la noche pasada. Fue a la
puerta trasera de la casa y oyó cantar en la cocina a la señora Trigg; la radio
ponía un telón de fondo a su canción.
—¿Está usted ahí, señora? —llamó Nat.
Salió ella a la puerta, rechoncha, radiante, una
mujer de buen humor.
—Hola, señor Hocken —dijo la señora Trigg—. ¿Puede
decirme de dónde viene este frío? ¿De Rusia? Nunca he visto un cambio así. Y la
radio dice que va a continuar. El Círculo Polar Ártico tiene algo que ver.
—Nosotros no hemos puesto la radio esta mañana —dijo
Nat—. Lo cierto es que hemos tenido una noche agitada.
—¿Se han puesto malos los niños?
—No...
No sabía cómo explicarlo. Ahora, a la luz del día,
la batalla con los pájaros sonaría absurda.
Trató de contar a la señora Trigg lo que había
sucedido, pero veía en sus ojos que ella se figuraba que su historia era
producto de una pesadilla.
—¿Seguro que eran pájaros de verdad? —dijo,
sonriendo—. ¿Con plumas y todo? ¿No serian de esa clase tan curiosa que los
hombres ven los sábados por la noche después de la hora de cerrar?
—Señora Trigg —dijo él—, hay cincuenta pájaros
muertos, petirrojos, reyezuelos y otros por el estilo, tendidos en el suelo del
dormitorio de los niños. Me atacaron; intentaron lanzarse contra los ojos del
pequeño Johnny.
La señora Trigg le miró, dudosa.
—Bueno —contestó—, supongo que les empujó el mal
tiempo. Una vez en la habitación, no sabrían dónde se encontraban. Pájaros
extranjeros, quizá de ese Círculo Ártico.
—No —replicó Nat—, eran los pájaros que usted ve
todos los días por aquí.
—Una cosa muy curiosa —dijo la señora Trigg—,
realmente inexplicable. Debería usted escribir una carta al Guardián
contándoselo. Seguramente que le sabrían dar alguna respuesta. Bueno, tengo que
seguir con lo mío.
Inclinó la cabeza, sonrió y volvió a la cocina.
Nat, insatisfecho, se dirigió a la puerta de la
granja. Si no fuese por aquellos cadáveres tendidos en el suelo del dormitorio,
que ahora tenía que recoger y enterrar en alguna parte, a él también le
parecería exagerado el relato.
Jim se hallaba junto al portillo.
—¿Ha habido dificultades con los pájaros? —preguntó
Nat.
—¿Pájaros? ¿Qué pájaros?
—Han invadido nuestra casa esta noche. Entraban a
bandadas en el dormitorio de los niños. Eran completamente salvajes.
—¿Qué? —Las cosas tardaban algún tiempo en penetrar
en la cabeza de Jim—. Nunca he oído hablar de pájaros que se porten
salvajemente —dijo al fin—. Suelen domesticarse. Yo les he visto acercarse a las
ventanas en busca de migajas.
—Los pájaros de anoche no estaban domesticados.
—¿No? El frío, quizás. Estarían hambrientos. Prueba
a echarles algunas migajas.
Jim no sentía más interés que la señora Trigg. «Era
—pensaba Nat—, como las incursiones aéreas durante la guerra. Nadie, en este
extremo del país, sabía lo que habían visto y sufrido las gentes de Plymouth.
Para que a uno le conmueva algo, es necesario haberlo padecido antes.» Regresó
a su casa, andando por el sendero, y cruzó la puerta. Encontró a su mujer en la
cocina con el pequeño Johnny.
—¿Has visto a alguien? —preguntó ella.
—A Jim y a la señora Trigg —respondió—. Me parece
que no me han creído ni una palabra. De todos modos, por allí no ha pasado
nada.
—Podrías llevarte afuera los pájaros —dijo ella—. No
me atrevo a entrar en el cuarto para hacer las camas. Estoy asustada.
—No tienes nada de que asustarte ahora —replicó
Nat—. Están muertos, ¿no?
Subió con un saco y echó en él, uno a uno, los
rígidos cuerpos. Sí, había cincuenta en total. Pájaros corrientes, de los que
frecuentaban los setos, ninguno siquiera tan grande como un tordo. Debía de
haber sido el miedo lo que les impulsó a obrar de aquella forma. Paros azules,
reyezuelos, era increíble pensar en la fuerza de sus pequeños picos hiriéndole
el rostro y las manos la noche anterior. Llevó el saco al huerto, y se le
planteó entonces un nuevo problema. El suelo estaba demasiado duro para cavar.
Estaba helado, compacto y sin embargo, no había nevado; lo único que había
ocurrido en las últimas horas había sido la llegada del viento del Este. Era
extraño, antinatural. Debían de tener razón los vaticinadores del tiempo. El
cambio era algo relacionado con el Círculo Ártico.
Mientras estaba allí, vacilante, con el saco en la
mano, el viento pareció penetrarle hasta los huesos. Podía ver las blancas
crestas de las olas rompiendo allá abajo, en la ensenada. Decidió llevar los
pájaros a la playa y enterrarlos allí.
Cuando llegó a la costa, por debajo del farallón,
apenas podía tenerse en pie, tal era la fuerza del viento. Le costaba respirar
y tenía azuladas las manos. Nunca había sentido tanto frío en ninguno de los
malos inviernos que podía recordar. Había marea baja. Caminó sobre los
guijarros hacia la arena y, entonces, de espaldas al viento practicó un hoyo en
el suelo con el pie. Se proponía echar en él los pájaros, pero al abrir el
saco, la fuerza del viento los arrastró, los alzó como si nuevamente volvieran
a volar, y los cuerpos helados de los cincuenta pájaros se elevaron de él a lo largo
de la playa, sacudidos como plumas, esparcidos, desparramados. Había algo repugnante
en la escena. No le gustaba. El viento arrebató los pájaros y los llevó lejos de
él.
«Cuando la marea suba se los llevará», dijo para sí.
Miró al mar y contempló las espumosas rompientes,
matizadas de una cierta tonalidad verdosa. Se alzaban briosas, se encrespaban,
rompían y, a causa de la marea baja, su bramido sonaba distante, remoto, sin el
tonante estruendo de la pleamar.
Entonces las vio. Las gaviotas. Allá lejos, flotando
sobre las olas.
Lo que, al principio, había tomado por las blancas
crestas de las olas eran gaviotas. Centenares, millares, decenas de millares...
Subían y bajaban con el movimiento de las aguas, de
cara al viento, esperando la marea, como una poderosa escuadra que hubiese
echado el ancla. Hacia el Este y hacia el Oeste, las gaviotas estaban allí.
Hilera tras hilera, se extendían en estrecha
formación tan lejos como podía alcanzar la vista. Si
el mar hubiese estado inmóvil, habrían, cubierto la bahía como un velo blanco,
cabeza con cabeza, cuerpo con cuerpo. Sólo el viento del Este, arremolinando el
mar en las rompientes, las ocultaba desde la playa.
Nat dio media vuelta y, abandonando la costa, trepó
por el empinado sendero en dirección a su casa. Alguien debería saber esto.
Alguien debería enterarse. A causa del viento del Este y del tiempo, estaba
sucediendo algo que no comprendía. Se preguntó si debía llegarse a la cabina
telefónica, junto a la parada del autobús y llamar a la Policía. Pero ¿qué
podrían hacer? ¿Qué podría hacer nadie? Decenas de miles de gaviotas posadas
sobre el mar, allí, en la bahía, a causa del temporal, a causa del hambre. La
Policía le creería loco, o borracho, o se tomaría con toda calma su declaración.
«Gracias. Sí, ya se nos ha informado de la cuestión. El mal tiempo está empujando
tierra adentro a los pájaros en gran número.» Nat miró a su alrededor. No se
veían señales de ningún otro pájaro. ¿Sería el frío lo que les había hecho
llegar a todos desde la parte alta de la región? Al acercarse a la casa, su
mujer salió a recibirle a la puerta. Le llamó, excitada.
—Nat —dijo—, lo han dicho por la radio. Acaban de
leer un boletín especial de noticias. Lo he tomado por escrito.
—¿Qué es lo que han dicho por la radio? —preguntó
él.
—Lo de los pájaros —respondió—. No es sólo aquí, es
en todas partes. En Londres, en todo el país. Algo les ha ocurrido a los
pájaros.
Entraron juntos en la cocina. Nat cogió el trozo de
papel que había sobre la mesa y lo leyó.
«Nota oficial del Ministerio del Interior, hecha
pública a las once de la mañana de hoy. Se reciben informes procedentes de
todos los puntos del país acerca de la enorme cantidad de pájaros que se está
reuniendo en bandadas sobre las ciudades, los pueblos y los más lejanos
distritos, los cuales provocan obstrucciones y daños e, incluso, han llegado a
atacar a las personas. Se cree que la corriente de aire ártico, que cubre
actualmente las Islas Británicas, está obligando a los pájaros a emigrar al Sur
en gran número, y que el hambre puede impulsarles a atacar a los seres humanos.
Se aconseja a todos los ciudadanos que presten atención a sus ventanas, puertas
y chimeneas, y tomen razonables precauciones para la seguridad de sus hijos.
Una nueva nota será hecha pública más tarde.»
Una viva excitación se apoderó de Nat; miró a su
mujer con aire de triunfo.
—Ahí tienes —dijo—; esperemos que hayan oído esto en
la granja. La señora Trigg se dará cuenta de que no era ninguna fantasía. Es
verdad. Por todo el país. Toda la mañana he estado pensando que había algo que
no marchaba bien. Y ahora mismo, en la playa he mirado al mar y hay gaviotas,
millares de ellas, decenas de millares, no cabría ni un alfiler entre sus
cabezas, y están allá fuera, posadas sobre el mar, esperando.
—¿Qué están esperando, Nat? —preguntó ella. Él la
miró de hito en hito y luego volvió la vista hacia el trozo de papel.
—No lo sé —dijo lentamente—. Aquí dice que los
pájaros están hambrientos.
Él se acercó al armario, de donde sacó un martillo y
otras herramientas.
—¿Qué vas a hacer, Nat?
—Ocuparme de las ventanas, y de las chimeneas
también, como han dicho.
—¿Crees que esos gorriones, y petirrojos, y los
demás, podrían penetrar con las ventanas cerradas? ¡Qué va! ¿Cómo iban a poder?
Nat no contestó. No estaba pensando en los
gorriones, ni en los petirrojos. Pensaba en las gaviotas...
Fue al piso de arriba, y el resto de la mañana
estuvo allí trabajando, asegurando con tablas las ventanas de los dormitorios,
rellenando la parte baja de las chimeneas. Realizó una buena faena; era su día
libre y no estaba trabajando en la granja. Se acordó de los viejos tiempos, al
principio de la guerra. No estaba casado entonces, y en la casa de su madre, en
Plymouth, había instalado las tablas protectoras de las ventanas para evitar
que se filtrase luz al exterior. También había construido el refugio, aunque,
ciertamente, no fue de ninguna utilidad cuando llegó el momento. Se preguntó si
tomarían todas las precauciones en la granja. Lo dudaba. Harry Trigg y su mujer
eran demasiado indolentes. Probablemente se reirían de todo esto. Se irían a
bailar o a jugar una partida de whist.
—La comida está lista —gritó ella desde la cocina.
—Está bien. Ahora bajo.
Estaba satisfecho de su trabajo. Los entramados
encajaban perfectamente sobre los pequeños vidrios y en la base de las
chimeneas.
Una vez terminada la comida, y mientras su mujer
fregaba los platos, Nat sintonizó el diario hablado de la una. Fue repetido el
mismo aviso, el que ella había anotado por la mañana, pero el boletín de
noticias dio más detalles.
«Las bandadas de pájaros han causado trastornos en
todas las comarcas —decía el locutor—, y, en Londres, el cielo estaba tan
oscuro a las diez de esta mañana, que parecía como si toda la ciudad estuviese
cubierta por una inmensa nube negra.
»Los pájaros se posaban en lo alto de los tejados,
en los alféizares de las ventanas y en las chimeneas. Las especies incluían
mirlos, tordos, gorriones y, como era de esperar en la metrópoli, una gran
cantidad de palomas y estorninos, y ese frecuentador del río de Londres, la
gaviota de cabeza negra. El espectáculo ha sido tan inusitado que el tráfico se
ha detenido en muchas vías públicas, el trabajo abandonado en tiendas y
oficinas y las calles se han visto abarrotadas de gente que contemplaba a los
pájaros.»
Fueron relatados varios incidentes, volvieron a
enunciarse las causas probables del frío y el hambre y se repitieron los
consejos a los dueños de casa. La voz del locutor era tranquila y suave. Nat
tenía la impresión de que este hombre trataba la cuestión como si fuera una
broma preparada. Habría otros como él, centenares de personas que no sabían lo
que era luchar en la oscuridad con una bandada de pájaros. Esta noche se
celebrarían fiestas en Londres, igual que los días de elecciones.
Gente que se reunía, gritaba, reía, se emborrachaba.
«¡Venid a ver los pájaros!»
Nat desconectó la radio. Se levantó y empezó a
trabajar en las ventanas de la cocina. Su mujer le observaba, con el pequeño
Johnny pegado a sus faldas.
—Pero ¿también aquí vas a poner tablas? —exclamó—.
No voy a tener más remedio que encender la luz antes de las tres. A mí me
parece que aquí abajo no es necesario.
—Más vale prevenir que lamentar —respondió Nat—. No
quiero correr riesgos.
—Lo que debían hacer —dijo ella— es sacar al
Ejército para que disparara contra los pájaros. Eso les espantaría en seguida.
—Que lo intenten —replicó Nat—. ¿Cómo iban a
conseguirlo?
—Cuando los portuarios se declaran en huelga, ya
llevan al Ejército a los muelles —contestó ella—. Los soldados bajan y
descargan los barcos.
—Sí —dijo Nat—, y Londres tiene ocho millones de
habitantes, o más. Piensa en todos los edificios, los pisos, las casas. ¿Crees
que tienen suficientes soldados como para llevarlos a disparar contra los
pájaros desde los tejados?
—No sé. Pero debería hacerse algo. Tienen que hacer
algo.
Nat pensó para sus adentros que «ellos» estaban, sin
duda, considerando el problema en ese mismo momento, pero que cualquier cosa
que decidiesen hacer en Londres y en las grandes ciudades no les sería de
ninguna utilidad a las gentes que, como ellos, vivían a trescientas millas de
distancia. Cada vecino debería cuidar de sí mismo.
—¿Cómo andamos de víveres? —preguntó.
—Bueno, Nat, ¿qué pasa ahora?
—No te preocupes. ¿Qué tienes en la despensa?
—Es mañana cuando tengo que ir a hacer la compra, ya
sabes. Nunca guardo alimentos sin cocer, se estropean. El carnicero no viene
hasta pasado mañana. Pero puedo traer algo cuando vaya mañana a la ciudad.
Nat no quería asustarla. Pensaba que era posible que
no pudiese ir mañana a la ciudad. Miró en la despensa y en el armario donde
ella guardaba las latas de conserva. Tenían para un par de días. Pan, había
poco.
—¿Y qué hay del panadero?
—También viene mañana.
Observó que había harina. Si el panadero no venía,
había suficiente para cocer una hogaza.
—Era mejor en los viejos tiempos —dijo—, cuando las
mujeres hacían pan dos veces a la semana, y tenían sardinas saladas, y había
alimentos suficientes para que una familia resistiese un bloqueo, si hacía
falta.
—He tratado de dar pescado en conserva a los niños,
pero no les gusta —contestó ella.
Nat siguió clavando tablas ante las ventanas de la
cocina. Velas. También andaban escasos de velas. Otra cosa que había que
comprar mañana. Bueno, no quedaba más remedio. Esta noche tendrían que irse
pronto a la cama. Es decir, si...
Se levantó, salió por la puerta trasera y se detuvo
en el huerto, mirando hacia el mar. No había brillado el sol en todo el día y
ahora, apenas las tres de la tarde, había ya cierta oscuridad y el cielo estaba
sombrío, melancólico, descolorido como la sal. Podía oír el retumbar del mar
contra las rocas. Echó a andar, sendero abajo, y hacia la playa, hasta mitad de
camino. Y entonces se detuvo. Se dio cuenta de que la marea había subido. La
roca que asomaba a media mañana sobre las aguas estaba ahora cubierta, pero no
era el mar lo que atraía su atención. Las gaviotas se habían levantado.
Centenares de ellas, millares de ellas, describían círculos en el aire, alzando
sus alas contra el viento. Eran las gaviotas las que habían oscurecido el
cielo. Y volaban en silencio. No producían ningún sonido. Giraban en círculos, remontándose,
descendiendo, probando su fuerza contra el viento.
Nat dio media vuelta. Subió corriendo el sendero y
regresó a su casa.
—Voy a buscar a Jill —dijo—. La esperaré en la
parada del autobús.
—¿Qué ocurre? —preguntó su mujer—. Estás muy pálido.
—Manten dentro a Johnny —dijo—. Cierra bien la
puerta. Enciende la luz y corre las cortinas.
—Pero si acaban de dar las tres —objetó ella.
—No importa. Haz lo que te digo.
Miró dentro del cobertizo que había junto a la
puerta trasera. No encontró nada que fuese de gran utilidad. El pico era
demasiado pesado, y la horca no servía. Cogió la azada. Era la única
herramienta adecuada, y lo bastante ligera para llevarla consigo.
Echó a andar, camino arriba, en dirección a la
parada del autobús; de vez en cuando miraba hacia atrás por encima del hombro.
Las gaviotas volaban ahora a mayor altura; sus
círculos eran más abiertos, más amplios; se desplegaban por el cielo en inmensa
formación.
Se apresuró; aunque sabía que el autobús no llegaría
a lo alto de la colina antes de las cuatro, tenía que apresurarse. No adelantó
a nadie por el camino. Se alegraba. No había tiempo para pararse a charlar.
Una vez en la cima de la colina, esperó. Era
demasiado pronto. Faltaba todavía media hora. El viento del Este, procedente de
las tierras altas, cruzaba impetuoso los campos. Golpeó el suelo con los pies y
se sopló las manos. Podía ver a lo lejos las arcillosas colinas recortándose
nítidamente contra la intensa palidez del firmamento. Desde detrás de ellas
surgió algo negro, semejante al principio de un tiznón, que fue ensanchándose
después y haciéndose más amplio; luego, el tiznón se convirtió en una nube, y
la nube en otras cinco nubes que se extendieron hacia el Norte, el Sur, el Este
y el Oeste, y no eran nubes, eran pájaros. Se quedó mirándolos, viendo cómo
cruzaban el cielo, y cuando una de las secciones en
que se habían dividido pasó a un centenar de metros por encima de su cabeza, se
dio cuenta, por la velocidad que llevaban, de que se dirigían tierra adentro, a
la parte alta del país, de que no sentían
ningún interés por la gente de la península. Eran
grajos, cuervos, chovas, urracas, arrendajos, pájaros todos que, habitualmente,
solían hacer presa en las especies más pequeñas; pero, esta tarde, estaban
destinados a alguna otra misión.
«Se dirigen a las ciudades —pensó Nat—; saben lo que
tienen que hacer. Los de aquí tenemos menos importancia. Las gaviotas se
ocuparán de nosotros. Los otros van a las ciudades.»
Se acercó a la cabina telefónica, entró en ella y
levantó el auricular. En la central se encargarían de transmitir el mensaje.
—Hablo desde Highway —dijo—, junto a la parada del
autobús. Deseo informar de que se están adentrando en la región grandes
formaciones de pájaros. Las gaviotas están formando también en la bahía.
—Muy bien —contestó la voz, lacónica, cansada.
—¿Se encargará usted de transmitir este mensaje al
departamento correspondiente?
—Sí...sí...
La voz sonaba ahora impaciente, hastiada. El zumbido
de la línea se restableció.
«Ella es distinta —pensó Nat—; todo eso le tiene sin
cuidado. Tal vez ha tenido que estar todo el día contestando llamadas. Piensa
irse al cine esta noche. Aceptará la mano de algún amigo: "¡Mira cuántos
pájaros!" Todo eso le tiene sin cuidado.»
El autobús llegó renqueando a lo alto de la colina.
Bajaron Jill y otras tres o cuatro niñas. El autobús continuó a la ciudad.
—¿Para qué es la azada, papá?
Las niñas le rodearon riéndose, señalándole.
—He estado usándola —dijo—. Y ahora vamonos a casa.
Hace frío para quedarse por ahí. Miraré cómo cruzáis los campos, a ver a qué
velocidad podéis correr.
Estaba hablando a las compañeras de Jill, las cuales
pertenecían a distintas familias que vivían en las casitas de los alrededores.
Un corto atajo les llevaría hasta sus casas.
—Queremos jugar un poco —dijo una de ellas.
—No. Os vais a casa, o se lo digo a vuestras mamás.
Cuchichearon entre sí, y luego echaron a correr a través de los campos. Jill
miró, enfurruñada, a su padre.
—Siempre nos quedamos a jugar un rato —dijo.
—Esta noche, no —contestó él—. Vamos, no perdamos
tiempo.
Podía ver ahora a las gaviotas describiendo círculos
sobre los campos, adentrándose poco a poco sobre la tierra. Sin ruido.
Silenciosas todavía.
—Mira allá arriba, papá, mira a las gaviotas.
—Sí. Date prisa.
—¿Hacia dónde vuelan? ¿Adonde van?
—Tierra adentro, supongo. A donde haga más calor.
La cogió de la mano y la arrastró tras sí a lo largo
del sendero.
—No vayas tan deprisa. No puedo seguirte.
Las gaviotas estaban mirando a los grajos y a los
cuervos. Se estaban desplegando en formación de un lado a otro del cielo.
Grupos de miles de ellas volaban a los cuatro puntos cardinales.
—¿Qué es eso, papá? ¿Qué están haciendo las
gaviotas?
Su vuelo no era todavía decidido, como el de los
grajos y las chovas. Seguían describiendo círculos en el aire. Tampoco volaban
tan alto. Como si esperasen alguna señal. Como si hubiesen de tomar alguna
decisión. La orden no estaba clara.
—¿Quieres que te lleve, Jill? Ven, súbete a cuestas.
De esta forma creía poder ir más de prisa; pero se
equivocaba. Jill pesaba mucho y se deslizaba. Estaba llorando, además. Su sensación
de urgencia, de temor, se le había contagiado a la niña.
—Quiero que se vayan las gaviotas. No me gustan. Se
están acercando al camino.
La volvió a poner en el suelo. Echó a correr,
llevando a Jill como a remolque. Al doblar el recodo que hacía el camino junto
a la granja vio al granjero que estaba metiendo el coche en el garaje. Nat le
llamó.
—¿Puede hacernos un favor? —dijo.
—¿Qué es?
El señor Trigg se volvió en el asiento y les miró.
Una sonrisa iluminó su rostro, rubicundo y jovial.
—Parece que tenemos diversión —dijo—. ¿Ha visto las
gaviotas? Jim y yo vamos a salir y les soltaremos unos cuantos tiros. Todo el
mundo habla de ellas. He oído decir que le han molestado esta noche. ¿Quiere
una escopeta?
Nat denegó con la cabeza.
El pequeño coche estaba abarrotado de cosas. Sólo
había sitio para Jill, si se ponía encima de las latas de petróleo en el
asiento de atrás.
—No necesito una escopeta —dijo Nat—, pero le
agradecería que llevase a Jill a casa. Se ha asustado de los pájaros.
Lo dijo apresuradamente. No quería hablar delante de
Jill.
—De acuerdo —asintió el granjero—. La llevaré a
casa. ¿Por qué no se queda usted y se une al concurso de tiro? Haremos volar
las plumas.
Subió Jill, y el conductor, dando la vuelta al
coche, aceleró por el camino en dirección a la casa. Nat echó a andar detrás:
Trigg debía de estar loco. ¿De qué servía una escopeta contra un firmamento de
pájaros?
Nat, libre ahora de la preocupación de Jill, tenía
tiempo de mirar a su alrededor. Los pájaros seguían describiendo círculos sobre
los campos. Eran gaviotas corrientes casi todas, pero, entre ellas, se hallaba
también la gaviota negra. Por lo general, se mantenían apartadas, pero ahora
marchaban juntas. Algún lazo las había unido. La gaviota negra atacaba a los
pájaros más pequeños e incluso, según había oído decir, a los corderos recién
nacidos. Él no lo había visto. Lo recordaba ahora, no obstante, al mirar hacia
el cielo. Se estaban acercando a la granja. Sus círculos iban siendo más bajos,
y las gaviotas negras volaban al frente, las gaviotas negras conducían las bandadas.
La granja era, pues, su objetivo. Se dirigían a la granja.
Nat aceleró el paso en dirección a su casa. Vio dar
la vuelta al coche del granjero y emprender el camino de regreso. Cuando llegó
junto a él, frenó bruscamente.
—La niña ya está dentro —dijo el granjero—. Su mujer
la estaba esperando. Bueno, ¿qué le parece? En la ciudad dicen que lo han hecho
los rusos. Que los rusos han envenenado a los pájaros.
—¿Cómo podrían hacerlo? —preguntó Nat.
—A mí no me pregunte. Ya sabe cómo surgen los bulos.
¿Qué? ¿Se viene a mi concurso de tiro?
—No; pienso quedarme en casa. Mi mujer se
inquietaría.
—La mía dice que estaría bien si pudiésemos comer
gaviota —dijo Trigg—; tendríamos gaviota asada, gaviota cocida y, por si fuera
poco, gaviota en escabeche. Espere usted a que les suelte unos tiros. Eso las
asustará.
—¿Ha puesto usted tablas en las ventanas?
—No. ¡Qué tontería! A los de la radio les gusta
asustar a la gente. Hoy he tenido cosas más importantes que hacer que andar
clavando las ventanas.
—Yo, en su lugar, lo haría.
—¡Bah! Exagera usted. ¿Quiere venirse a dormir en
nuestra casa?
—No; gracias, de todos modos.
—Bueno. Piénselo mañana. Le daremos gaviota para
desayunar.
El granjero sonrió y, luego, enfiló el coche hacia
la puerta de la granja.
Nat se apresuró. Atravesó el bosquecillo, rebasó el
viejo granero y cruzó el portillo que daba acceso al prado.
Al pasar por el portillo, oyó un zumbido de alas.
Una gaviota negra descendía en picado sobre él, erró, torció el vuelo y se
remontó para volver a lanzarse de nuevo. En un instante se le unieron otras,
seis, siete, una docena de gaviotas, blancas y negras mezcladas. Nat tiró la
azada. No le servía. Cubriéndose la cabeza con los brazos, corrió hacia la
casa. Las gaviotas continuaron lanzándose sobre él, en un absoluto silencio,
sólo interrumpido por el batir de las alas, las terribles y zumbadoras alas.
Sentía sangre en las manos, en las muñecas, en el cuello. Los agudos picos
rasgaban la carne. Si por lo menos pudiese mantenerlas apartadas de sus ojos...
Era lo único que importaba. Tenía que mantenerlas alejadas de sus ojos. Aún no
habían aprendido cómo aferrarse a un hombre, cómo desgarrar la ropa, cómo
arrojarse en masa contra la cabeza, contra el cuerpo. Pero, a cada nuevo descenso,
a cada nuevo ataque, se volvían más audaces. Y no se preocupaban en absoluto de
sí mismas. Cuando se lanzaban en picado y fallaban, se estrellaban violentamente
y quedaban sobre el suelo, magulladas, reventadas. Nat, al correr, tropezaba
con sus cuerpos destrozados, que empujaba con los pies hacia delante.
Llegó a la puerta y la golpeó con sus ensangrentadas
manos. Debido a las tablas clavadas ante las ventanas, no brillaba ninguna luz.
Todo estaba oscuro.
—Déjame entrar —gritó—; soy Nat. Déjame entrar.
Gritaba fuerte para hacerse oír por encima del zumbido de las alas de las
gaviotas.
Entonces vio al planga, suspendido sobre él en el
cielo, presto a lanzarse en picado. Las gaviotas giraban, se retiraban, se
remontaban juntas contra el viento. Sólo el planga permanecía. Un solo planga
en el cielo sobre él. Las alas se plegaron súbitamente a lo largo de su cuerpo,
y se dejó caer como una piedra. Nat chilló, y la puerta se abrió. Traspuso
precipitadamente el umbral y su mujer arrojó contra la puerta todo el peso de
su cuerpo.
Oyeron el golpe del planga caer.
Su mujer le curó las heridas. No eran profundas. Las
muñecas y el dorso de las manos era lo que más había sufrido. Si no hubiese
llevado gorra, le habrían alcanzado en la cabeza. En cuanto al planga... El
planga podía haberle roto el cuello.
Los niños estaban llorando, naturalmente. Habían
visto sangre en las manos de su padre.
—Todo va bien ahora —les dijo—. No me duele. No son
más que unos rasguños. Juega con Johnny, Jill. Mamá lavará estas heridas.
Entornó la puerta, de modo que no le pudiesen ver.
Su mujer estaba pálida. Empezó a echarle agua de la artesa.
—Las he visto allá arriba —cuchicheó ella—.
Empezaron a reunirse justo cuando entró Jill con el señor Trigg. Cerré
apresuradamente la puerta, y se atrancó. Por eso no he podido abrirla en
seguida al llegar tú.
—Gracias a Dios que me han esperado a mí —dijo él—.
Jill habría caído en seguida. Un solo pájaro lo habría conseguido.
Furtivamente, de modo que no se alarmasen los niños,
siguieron hablando en susurros, mientras ella le vendaba las manos y el cuello.
—Están volando tierra adentro —decía él—. Miles de
ellos: grajos, cuervos, todos los pájaros más grandes. Los he visto desde la
parada del autobús. Se dirigen a las ciudades.
—Pero ¿qué pueden hacer, Nat?
—Atacarán. Atacarán a todo el que encuentren en las
calles. Luego probarán con las ventanas, las chimeneas.
—¿Por qué no hacen algo las autoridades? ¿Por qué no
sacan al Ejército, ponen ametralladoras, algo?
—No ha habido tiempo. Nadie está preparado. En las
noticias de las seis oiremos lo que tengan que decir.
Nat volvió a la cocina, seguido de su mujer. Johnny
estaba jugando tranquilamente en el suelo. Sólo Jill parecía inquieta.
—Oigo a los pájaros —dijo—. Escucha, papá.
Nat escuchó. De las ventanas, de la puerta, llegaban
sonidos ahogados. Alas que rozaban la superficie, deslizándose, rascando,
buscando un medio de entrar. El ruido de muchos cuerpos apretujados que se
restregaban contra los muros. De vez en cuando, un golpe sordo, un fragor, el lanzamiento
en picado de algún pájaro que se estrellaba contra el suelo.
«Algunos se matarán de esta forma —pensó—, pero no
es bastante. Nunca es bastante.»
—Bueno —dijo en voz alta—, he puesto tablas en las
ventanas. Los pájaros no pueden entrar.
Fue examinando todas las ventanas. Su trabajo había
sido concienzudo. Todas las rendijas estaban tapadas. Haría algo más, no
obstante. Encontró cuñas, trozos de lata, listones de madera, tiras de metal, y
los sujetó a los lados para reforzar las
tablas. Los martillazos contribuían a amortiguar el
ruido de los pájaros, los frotes, los golpecitos y, más siniestro —no quería
que sus hijos lo oyesen—, el crujido de los vidrios al romperse.
—Pon la radio —dijo—; a ver qué dice.
Esto disimularía también los ruidos. Subió a los
dormitorios y reforzó las ventanas. Podía oír a los pájaros en el tejado, el
rascar de uñas, un sonido insistente, continuo.
Decidió que debían dormir en la cocina; mantendrían
encendido el fuego, bajarían los colchones y los tenderían en el suelo. No se
sentía muy tranquilo con las chimeneas de los dormitorios. Las tablas que había
colocado en la base de las chimeneas podían desprenderse. En la cocina, gracias
al fuego, estarían a salvo. Tendría que hacer una diversión de todo ello.
Fingir ante los niños que estaban jugando a campamentos. Si ocurría lo peor y
los pájaros forzaban una entrada por las chimeneas de los dormitorios, pasarían
horas, quizá días, antes de que pudiesen destruir las puertas. Los pájaros
quedarían aprisionados en los dormitorios. Allí no podrían hacer ningún daño.
Hacinados entre sus paredes, morirían sofocados.
Empezó a bajar los colchones. Al verlo, a su mujer
se le dilataron los ojos de miedo. Pensó que los pájaros habían irrumpido ya en
el piso de arriba.
—Bueno —dijo él en tono jovial—, esta noche vamos a
dormir todos juntos en la cocina. Resulta más agradable dormir aquí abajo,
junto al fuego. Así no nos molestarán estos estúpidos pajarracos que andan por
ahí dando golpecitos en las ventanas.
Hizo que los niños le ayudasen a apartar los muebles
y tuvo la precaución de, con la ayuda de su mujer, colocar el armario pegado a
la ventana. Encajaba bien. Era una protección adicional. Ahora ya se podían
poner los colchones, uno junto a otro, contra la pared en que había estado el
armario.
«Estamos bastante seguros ahora —pensó—, estamos
cómodos y aislados, como en un refugio antiaéreo. Podemos resistir. Lo único
que me preocupa son los víveres. Víveres y carbón para el fuego. Tenemos para
uno o dos días, no más. Entonces...»
De nada servía formar proyectos con tanta
antelación. Ya darían instrucciones por la radio. Dirían a la gente lo que
tenía que hacer. Y, entonces, en medio de sus problemas, se dio cuenta de que
la radio no transmitía más que música de baile. No el programa infantil, como
debía haber sido. Miró el día. Sí, estaba puesta la emisora local. Bailables.
Sabía el motivo. Los programas habituales habían sido abandonados. Esto sólo
sucedía en ocasiones excepcionales. Elecciones y cosas así. Intentó recordar si
había sucedido lo mismo durante la guerra, cuando se producían duras incursiones
aéreas sobre Londres. Pero, naturalmente, la BBC no estaba en Londres durante
la guerra. Transmitía sus programas desde otros estudios, instalados provisionalmente.
«Estamos mejor aquí —pensó—, estamos mejor aquí en
la cocina, con las puertas y las ventanas entabladas, que como están los de las
ciudades. Gracias a Dios que no estamos en las ciudades.»
A las seis cesó la música. Sonó la señal horaria. No
importaba que se asustasen los niños, tenía que oír las noticias. Hubo una
pausa. Luego, el locutor habló. Su voz era grave, solemne. Completamente
distinta de la del mediodía.
«Aquí Londres —dijo—. A las cuatro de esta tarde se
ha proclamado en todo el país el estado de excepción. Se están adoptando
medidas para salvaguardar las vidas y las propiedades de la población, pero
debe comprenderse que no es fácil que éstas produzcan un efecto inmediato, dada
la naturaleza repentina y sin precedentes de la actual crisis. Todos los
habitantes deben tomar precauciones para con su propia casa, y donde vivan
juntas varias personas, como en pisos y apartamentos, deben ponerse de acuerdo
para hacer todo lo que puedan en orden e impedir la entrada en ellos. Es absolutamente
necesario que todo el mundo se quede en su casa esta noche y que nadie
permanezca en las calles, carreteras, o en cualquier otro lugar desguarnecido. Enormes
cantidades de pájaros están atacando a todo el que ven y han empezado ya a
asaltar los edificios; pero éstos, con el debido cuidado, deben ser
impenetrables. Se ruega a la población que permanezca en calma y no se deje
dominar por el pánico. Dado el carácter excepcional de la situación, no serán
radiados más programas, desde ninguna estación emisora, hasta las siete horas
de mañana.»
Tocaron el Himno Nacional. No pasó nada más. Nat
apagó la radio. Miró a su mujer y ella le devolvió la mirada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jill—. ¿Qué ha dicho la
radio?
—No va a haber más programas esta noche —dijo Nat—.
Ha habido una avería en la BBC.
—¿Es por los pájaros? —preguntó Jill—. ¿Lo han hecho
los pájaros?
—No —respondió Nat—, es sólo que todo el mundo está
muy ocupado, y además tienen que desembarazarse de los pájaros, que andan
revolviéndolo todo allá arriba, en las ciudades. Bueno, por una noche podemos
arreglarnos sin la radio.
—Ojalá tuviéramos un gramófono —dijo Jill—; eso
sería mejor que nada.
Tenía el rostro vuelto hacia el armario, apoyado
contra las ventanas. Aunque intentaban ignorarlo, percibían claramente los
roces, los chasquidos, el persistente batir de alas.
—Cenaremos pronto —sugirió Nat—. Pídele a mamá algo
bueno. Algo que nos guste a todos, ¿eh?
Hizo una seña a su mujer y le guiñó el ojo. Quería
que la mirada de temor, de aprensión, desapareciese del rostro de Jill.
Mientras se hacía la cena, estuvo silbando,
cantando, haciendo todo el ruido que podía, y le pareció que los sonidos
exteriores no eran tan fuertes como al principio. Subió en seguida a los dormitorios
y escuchó. Ya no se oía el rascar de antes sobre el tejado.
«Han adquirido la facultad de razonar —pensó—; saben
que es difícil entrar aquí. Probarán en otra parte. No perderán su tiempo con
nosotros.»
La cena transcurrió sin incidentes, y entonces,
cuando estaban quitando la mesa, oyeron un nuevo sonido, runruneante, familiar,
un sonido que todos ellos conocían y comprendían.
Su mujer le miró, iluminado el rostro.
—Son aviones —dijo— , están enviando aviones tras
los pájaros. Eso es lo que yo he dicho desde el principio que debían hacer. Eso
los ahuyentará. ¿Son cañonazos? ¿No oís cañones?
Quizá fuese fuego de cañón, allá en el mar. Nat no
podría decirlo. Los grandes cañones navales puede que tuviesen eficacia contra
las gaviotas en el mar, pero las gaviotas estaban ahora tierra adentro. Los
cañones no podían bombardear la costa, a causa de la población.
—Es agradable oír los aviones, ¿verdad? —dijo su
mujer. Y Jill, captando su entusiasmo, se puso a brincar de un lado para otro
con Johnny.
—Los aviones alcanzarán a los pájaros. Los aviones
los echarán. Justamente entonces oyeron un estampido a unas dos millas de
distancia, seguido de otro y, luego, de otro más. El ronquido de los motores se
fue alejando y desapareció sobre el mar.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó la mujer—. ¿Estaban
tirando bombas sobre los pájaros?
—No sé —contestó Nat—, no creo.
No quería decirle que el ruido que habían oído era
el estampido de un avión al estrellarse. Era, sin duda, un riesgo por parte de
las autoridades enviar fuerzas de reconocimiento, pero podían haberse dado
cuenta de que la operación era suicida. ¿Qué podían hacer los aviones contra
pájaros que se lanzaban para morir contra las hélices y los fuselajes, sino
arrojarse ellos mismos al suelo? Suponía que esto se estaba intentando ahora
por todo el país. Y a un precio muy caro. Alguien de los de arriba había
perdido la cabeza.
—¿Adonde se han ido los aviones, papá? —preguntó
Jill
.
—Han vuelto a su base —respondió—. Bueno, ya es hora
de acostarse.
Mantuvo ocupada a su mujer, desnudando a los niños
delante del fuego, arreglando los colchones y haciendo otras muchas cosas,
mientras él recorría de nuevo la casa para asegurarse de que todo seguía bien.
Ya no se oía el zumbido de la aviación, y los cañones habían dejado de
disparar.
«Una pérdida de vidas y de esfuerzos —se dijo Nat—.
No podemos matar suficientes pájaros de esa manera. Cuesta demasiado. Queda el
gas. Quizás intenten echar gases, gases venenosos. Naturalmente, nos avisarían
primero, si lo hiciesen. Una cosa es cierta; los mejores cerebros del país
pasarán la noche concentrados en este asunto.»
En cierto modo, la idea le tranquilizó. Se
representaba un plantel de científicos, naturalistas y técnicos reunidos en
consejo para deliberar; ya estarán trabajando sobre el problema. Ésta no era
tarea para el Gobierno, ni para los jefes de Estado Mayor; éstos se limitarían
a llevar a la práctica las órdenes de los científicos.
«Tendrán que ser implacables —pensó—. Lo peor es
que, si deciden utilizar el gas, tendrán que arriesgar más vidas. Todo el
ganado y toda la tierra quedarían contaminados también. Mientras nadie se deje
llevar por el pánico... Eso es lo malo. Que la gente caiga en pánico y pierda
la cabeza. La BBC ha hecho bien en advertirnos eso.»
Arriba, en los dormitorios, todo estaba tranquilo.
No se oía arañar y rascar en las ventanas. Una tregua en la batalla.
Reagrupación de fuerzas. ¿No era así como lo llamaban en los partes de guerra?
El viento, sin embargo, no había cesado. Podía oírlo todavía, rugiendo en las
chimeneas. Y al mar rompiendo allá abajo, en la playa. Entonces se acordó de la
marea. La marea estaría bajando. Quizá la tregua era debida a la marea. Había
alguna ley que obedecían los pájaros y que estaba relacionada con el viento del
Este y con la marea.
Miró al reloj. Casi las ocho. La pleamar debía de
haber sido hacía una hora. Eso explicaba la tregua. Los pájaros atacaban con la
marea alta. Puede que no actuaran así tierra adentro, pero ésta parecía ser la
táctica que seguían en la costa. Calculó mentalmente el tiempo. Tenían seis
horas por delante. Cuando la marea subiese de nuevo, a eso de la una y veinte
de la madrugada, los pájaros volverían...
Había dos cosas que podía hacer. La primera,
descansar con su mujer y sus hijos, dormir todo lo que pudiesen hasta la
madrugada. La segunda, salir, ver cómo le iba a los de la granja y si todavía
funcionaba el teléfono, para poder obtener noticias de la central.
Llamó en voz baja a su mujer, que acababa de acostar
a los niños. Ella subió hasta la mitad de la escalera, y él le expuso lo que se
proponía hacer.
—No te vayas —dijo ella al instante—, no te vayas
dejándome sola con los niños. No podría resistirlo.
Su voz se elevó histéricamente. Él la apaciguó, la
calmó.
—Está bien —dijo—, está bien. Esperaré a mañana. A
las siete oiremos el boletín de noticias de la radio. Pero, por la mañana,
cuando vuelva a bajar la marea, me acercaré a la granja a ver si nos dan pan y
patatas, y también algo de leche.
Su mente se hallaba ocupada, formando planes en
previsión de posibles contingencias. Naturalmente, esta noche no habrían
ordeñado a las vacas. Se habrían quedado fuera, en el corral, mientras los
moradores de la casa se atrincheraban tras las ventanas entabladas, igual que
ellos. Es decir, si habían tenido tiempo de tomar precauciones. Pensó en Trigg,
sonriéndole desde el coche. No habría habido concurso de tiro esta noche.
Los niños se habían dormido. Su mujer, aún vestida,
estaba sentada en su colchón. Miró nerviosamente a su marido.
—¿Qué vas a hacer? —cuchicheó.
Nat movió la cabeza, indicándole que guardara
silencio. Lentamente, con cuidado, abrió la puerta trasera y miró al exterior.
La oscuridad era absoluta. El viento soplaba más
fuerte que nunca, helado, llegando en rápidas ráfagas desde el mar. Puso el pie
sobre el escalón del otro lado de la puerta. Estaba lleno de pájaros. Había
pájaros muertos por todas partes. Bajo las ventanas, contra las paredes. Eran
los suicidas, los somorgujos, y tenían los cuellos rotos. Adondequiera que miraba
veía pájaros muertos. Ni rastro de los vivos. Con el cambio de la marea los
vivos habían volado hacia el mar. Las gaviotas estarían ahora posadas sobre las
aguas, como lo habían estado por la mañana.
A lo lejos, sobre la colina donde dos días antes había
estado el tractor, estaba ardiendo algo. Uno de los aviones que se habían
estrellado; el fuego, impulsado por el viento, había prendido a un almiar.
Contempló los cuerpos de los pájaros y se le ocurrió
que, si los apilaba uno encima de otro sobre los alféizares de las ventanas,
constituirían una protección adicional para el siguiente ataque. No mucho, tal
vez, pero algo sí. Los cadáveres tendrían que ser desgarrados, picoteados y
apartados a un lado, antes de que los
pájaros vivos pudiesen afianzarse en los alféizares
y atacar los cristales. Se puso a trabajar en la oscuridad. Era ridículo; le
repugnaba tocarlos. Los cadáveres estaban todavía calientes y ensangrentados.
Las plumas estaban manchadas de sangre. Sintió que se le revolvía el estómago,
pero continuó con su trabajo. Se dio cuenta, con horror, de que todos los
cristales de las ventanas estaban rotos. Sólo las tablas habían impedido que
entraran los pájaros. Rellenó los cristales rotos con sangrantes cuerpos de los
pájaros.
Cuando hubo terminado, volvió a entrar en la casa.
Atrancó la puerta de la cocina, para mayor seguridad. Se quitó las vendas,
empapadas de la sangre de los pájaros, no de la de sus heridas, y se puso un
parche nuevo.
Su mujer le había hecho cacao, y lo bebió
ávidamente. Estaba muy cansado.
—Bueno —dijo sonriendo—, no te preocupes. Todo irá
bien. Se tendió en su colchón y cerró los ojos. Se durmió en seguida. Tuvo un
dormir agitado, porque a través de sus sueños se deslizaba la sombra de algo
que había olvidado. Algo que tenía que haber hecho y se le había pasado. Alguna
precaución que se le había ocurrido tomar, pero que no había llevado a la
práctica y a la que no podía identificar en su sueño. Estaba relacionada de
alguna manera con el avión en llamas y con el almiar de la colina. No obstante,
siguió durmiendo; no se despertaba.
Fue su mujer quien, sacudiéndole del hombro, le
despertó por fin.
—Ya han empezado —sollozó—, han empezado hace una
hora. No puedo escuchar sola por más tiempo. Y, además, hay algo que huele mal,
algo que se está quemando.
Entonces recordó. Se había olvidado de encender el
fuego. Sólo quedaban rescoldos a punto de apagarse. Se levantó rápidamente y
encendió la lámpara. El golpeteo había comenzado ya a sonar en la puerta y en
las ventanas, pero no era eso lo que atraía su atención. Era el olor a plumas
chamuscadas. El olor llenaba la cocina. Se dio cuenta en seguida de lo que era.
Los pájaros estaban bajando por la chimenea, abriéndose camino hacia la cocina.
Cogió papel y astillas, y las puso sobre las ascuas;
luego alcanzó el bote de parafina.
—Ponte lejos —ordenó a su mujer; tenemos que correr
este riesgo.
Arrojó la parafina en el fuego. Una rugiente
llamarada subió por el cañón de la chimenea, y, sobre el fuego, cayeron los
cuerpos abrasados, ennegrecidos, de los pájaros.
Los niños se despertaron y empezaron a llorar.
—¿Qué pasa? —preguntó Jill—. ¿Qué ha ocurrido?
Nat no tenía tiempo para contestar. Estaba apartando
de la chimenea los cadáveres y arrojándolos al suelo. Las llamas seguían rugiendo
y había que hacer frente al peligro de que se propagara el fuego que había
encendido. Las llamas ahuyentarían de la boca de la chimenea a los pájaros
vivos. La dificultad estaba en la parte baja. Ésta se hallaba obstruida por los
cuerpos, humeantes e inertes, de los pájaros sorprendidos por el fuego. Apenas
si prestaba atención a los ataques que se concentraban sobre la puerta y las
ventanas. Que batiesen las alas, que se rompiesen los picos, que perdiesen la
vida en su intento de forzar una entrada a su hogar. No lo conseguirían. Daba
gracias a Dios por tener una casa antigua con ventanas pequeñas y sólidas
paredes. No como las casas nuevas del pueblo. Que el cielo amparase a los que
vivían en ellas.
—Dejad de llorar —gritó a los niños—. No hay nada que
temer; dejad de llorar.
Siguió apartando los humeantes cuerpos a medida que
caían al fuego.
«Esto les convencerá —se dijo—. Mientras el fuego no
prenda a la chimenea, estamos seguros. Merecería que me fusilasen por esto. Lo
último que tenía que haber hecho antes de acostarme era encender el fuego.
Sabía que había algo.»
Mezclado con los roces y los golpes sobre las tablas
de las ventanas, se oyó de pronto el familiar sonido del reloj de la cocina al
dar la hora. Las tres de la madrugada. Aún tenían que pasar algo más de cuatro
horas. No estaba seguro de la hora exacta en que había marea alta. Calculaba
que no empezaría a bajar mucho antes de las siete y media, o las ocho menos
veinte.
—Enciende el hornillo —dijo a su mujer—. Haznos un
poco de té, y un poco de cacao para los niños. No tiene objeto estar sentado
sin hacer nada.
Ésa era la línea a seguir. Mantenerles ocupados a
ella y a los niños. Andar de un lado para otro, comer, beber; lo mejor era
estar siempre en movimiento.
Aguardó junto al fuego. Las llamas iban
extinguiéndose. Pero por la chimenea ya no caían más cuerpos. Introdujo hacia
arriba el atizador todo lo que pudo y no encontró nada. Estaba despejada. La
chimenea estaba despejada. Se enjugó el sudor de la frente.
—Anda, Jill —dijo—, tráeme unas cuantas astillas
más. Pronto tendremos un buen fuego.
Pero ella no quería acercarse. Estaba mirando los
chamuscados cadáveres de los pájaros, amontonados junto a él.
—No te preocupes de ellos —le dijo su padre—, los
pondremos en el pasillo cuando tenga listo el fuego.
El peligro de la chimenea había desaparecido. No
volvería a repetirse, si se mantenía el fuego ardiendo día y noche.
«Mañana tendré que traer más combustible de la
granja —pensó—. Éste no puede durar siempre. Ya me las arreglaré. Puedo hacerlo
con la bajamar. Cuando baje la marea, se podrá trabajar e ir en busca de lo que
haga falta. Lo único que tenemos que hacer es adaptarnos a las circunstancias;
eso es todo.»
Bebieron té y cacao y comieron varias rebanadas de
pan y extracto de carne. Nat se dio cuenta de que no quedaba más que media
hogaza. No importaba; ya conseguirían más.
—¡Atrás! —exclamó el pequeño Johnny, apuntando a las
ventanas con su cuchara—. ¡Atrás, pajarracos!
—Eso está bien —dijo Nat, sonriendo—, no les
queremos a esos bribones, ¿verdad? Ya hemos tenido bastante.
Empezaron a aplaudir cuando se oía el golpe de los
pájaros suicidas.
—Otro más, papá —exclamó Jill—; ése ya no tiene nada
que hacer.
—Sí —dijo Nat—, ya está listo ese granuja.
Ésta era la forma de tomarlo. Éste era el espíritu.
Si lograban mantenerlo hasta las siete, cuando transmitiesen el primer boletín
de noticias, mucho habrían conseguido.
—Danos un pitillo —dijo a su mujer—. Un poco de humo
disipará el olor a plumas quemadas.
—No quedan más que dos en el paquete —dijo ella—.
Tenía que haberte comprado más.
—Bueno. Cogeré uno, y guardaré el otro para cuando
haya escasez.
Era inútil tratar de dormir a los niños. No era
posible dormir mientras continuaran los golpes y los roces en las ventanas. Se
sentó en el colchón, rodeando con un brazo a Jill y con el otro a su mujer, que
tenía a Johnny en su regazo, cubiertos los cuatro con las mantas.
—No puedo por menos de admirar a estos bribones
—dijo—; tienen constancia. Uno pensaría que ya tenían que haberse cansado del
juego, pero no hay tal.
La admiración era difícil de mantenerse. El golpeteo
continuaba incesante y un nuevo sonido, de algo que raspaba, hirió el oído de
Nat, como si un pico más afilado que ninguno de los anteriores hubiese venido a
ocupar el lugar de sus compañeros. Trató de recordar los nombres de los
pájaros, trató de pensar qué especies en particular servirían para esta tarea.
No era el rítmico golpear del pájaro carpintero. Habría sido rápido y suave.
Éste era más serio, porque, si continuaba mucho tiempo, la madera acabaría
astillándose igual que los cristales. Entonces, se acordó de los halcones.
¿Sería posible que los halcones hubiesen sustituido a las gaviotas? ¿Había ahora
busardos en los alféizares de las ventanas, empleando las garras, además de los
picos? Halcones, busardos, cernícalos, gavilanes..., había olvidado a las aves
de presa. Se había olvidado de la fuerza de las aves de presa. Faltaban tres
horas, y, mientras esperaban el momento en que oyeran astillarse la madera, las
garras seguían rascando.
Nat miró a su alrededor, considerando qué muebles
podía romper para fortificar la puerta. Las ventanas estaban seguras por el
armario. Pero no tenía mucha confianza en la puerta. Subió la escalera, pero al
llegar al descansillo se detuvo y escuchó. Se oía una sucesión de apagados
golpecitos, producidos por el rozar de algo sobre el suelo del dormitorio de
los niños. Los pájaros se habían abierto camino... Aplicó el oído contra la
puerta. No había duda. Percibía el susurro de las alas y los leves roces contra
el suelo. El otro dormitorio estaba libre todavía. Entró en él y empezó a sacar
los muebles; apilados en lo alto de la escalera protegerían la puerta del
dormitorio de los niños. Era una precaución. Quizá resultara innecesaria. No podía
amontonar los muebles contra la puerta, porque ésta se abría hacia dentro. Lo único
que cabía hacer era colocarlos en lo alto de la escalera.
—Baja, Nat, ¿qué estás haciendo? —gritó su mujer.
—Voy en seguida —respondió—. Estoy terminando de
poner en orden las cosas aquí arriba.
No quería que subiese; no quería que ella oyera el
ruido de las patas en el cuarto de los niños, el rozar de aquellas alas contra
la puerta.
A las cinco y media, propuso que desayunaran, tocino
y pan frito, aunque sólo fuera por atajar el incipiente pánico que comenzaba a
reflejarse en los ojos de su mujer y calmar a los asustados niños. Ella no
sabía que los pájaros habían penetrado
ya en el piso de arriba. Afortunadamente, el
dormitorio no caía encima de la cocina. De haber sido así, ella no podría por
menos de haber oído el ruido que hacían allá arriba, pegando contra las tablas.
Y el estúpido e insensato golpetear de los pájaros suicidas que volaban dentro
de la habitación, aplastándose la cabeza contra las paredes. Conocía bien a las
gaviotas blancas. No tenían cerebro. Las negras eran diferentes, sabían muy
bien lo que se hacían. Y también los busardos, los halcones...
Se encontró a sí mismo observando el reloj, mirando
a las manecillas, que con tanta lentitud giraban alrededor, de la esfera. Se
daba cuenta de que, si su teoría no era correcta, si el ataque no cesaba con el
cambio de la marea, terminarían siendo
derrotados. No podrían continuar durante todo el
largo día sin aire, sin descanso, sin más combustible, sin... Su pensamiento
volaba. Sabía que necesitaban muchas cosas para resistir un asedio. No estaban
bien preparados. No estaban prevenidos. Quizá, después de todo, estuviesen más
seguros en las ciudades. Su primo vivía a poca distancia de allí en tren. Si
lograba telefonearle desde la granja, podrían alquilar un coche. Eso sería más
rápido: alquilar un coche entre dos pleamares.
La voz de su mujer, llamándole una y otra vez por su
nombre, le ahuyentó el súbito y desesperado deseo de dormir.
—¿Qué hay? ¿Qué pasa? —exclamó desabridamente.
—La radio —dijo su mujer. Había estado mirando el
reloj—. Son casi las siete.
—No gires el mando —exclamó, impaciente por primera
vez—; está puesta en la BBC Hablarán desde ahí. Esperaron. El reloj de la
cocina dio las siete. No llegó ningún sonido. Ninguna campanada, nada de
música. Esperaron hasta las siete y cuarto y cambiaron de emisora. El resultado
fue el mismo. No había ningún boletín de noticias.
—Hemos entendido mal —dijo él—. No emitirán hasta
las ocho.
Dejaron conectado el aparato, y Nat pensó en la
batería, preguntándose cuánta carga le quedaría. Generalmente, la recargaban
cuando su mujer iba de compras a la ciudad. Si fallaba la batería, no podrían
escuchar las instrucciones.
—Está aclarando —susurró su mujer—. No lo veo, pero
lo noto. Y los pájaros no golpean ya con tanta fuerza.
Tenía razón. Los golpes y los roces se iban
debilitando por momentos. Y también los empellones, el forcejeo para abrirse
paso que se oía junto a la puerta, sobre los alféizares. Había empezado a bajar
la marea. A las ocho, no se oía ya ningún ruido. Sólo el viento. Los niños,
amodorrados por el silencio, se durmieron. A las ocho y media, Nat desconectó
la radio.
—¿Qué haces? Nos perderemos las noticias —dijo su
mujer.
—No va a haber noticias —respondió Nat—. Tendremos
que depender de nosotros mismos.
Se dirigió a la puerta y apartó lentamente los
obstáculos que había colocado. Levantó los cerrojos y, pisando los cadáveres
que yacían en el escalón de la entrada, aspiró el aire frío. Tenía seis horas
por delante, y sabía que debía reservar sus fuerzas
para las cosas necesarias, en manera alguna debía
derrocharlas. Víveres, luz, combustible: ésas eran cosas —necesarias. Si
lograba obtenerlas en cantidad suficiente, podrían resistir otra noche más.
Dio un paso hacia delante, y entonces vio a los
pájaros vivos. Las gaviotas se habían ido, como antes, al mar; allí buscaban su
alimento y el empuje de la marea antes de volver al ataque. Los pájaros
terrestres, no. Esperaban y vigilaban. Nat los veía sobre los setos, en el
suelo, apiñados en los árboles, línea tras línea de pájaros, quietos,
inmóviles.
Anduvo hasta el extremo de su pequeño huerto. Los
pájaros no se movieron. Seguían vigilándole.
«Tengo que conseguir víveres —se dijo Nat—. Tengo
que ir a la granja a buscar víveres.»
Regresó a la casa. Examinó las puertas y las
ventanas. Subió la escalera y entró en el cuarto de los niños. Estaba vacío,
fuera de los pájaros muertos que yacían en el suelo. Los vivos estaban allá
fuera, en el huerto, en los campos. Bajó a la cocina.
—Me voy a la granja —dijo.
Su mujer le cogió del brazo. Había visto a los
pájaros a través de la puerta abierta.
—Llévanos —suplicó—; no podemos quedarnos aquí
solos. Prefiero morir antes que quedarme sola.
Nat consideró la cuestión. Movió la cabeza. —Vamos,
pues —dijo—, trae cestas y el cochecito de Johnny. Podemos cargar de cosas el
cochecito.
Se vistieron adecuadamente para hacer frente al
cortante viento y se pusieron guantes y bufandas. Nat cogió a Jill de la mano,
y su mujer puso a Johnny en el cochecito.
—Los pájaros —gimió Jill— están todos ahí fuera, en
los campos.
—No nos harán daño —dijo él—; de día, no.
Echaron a andar hacia el portillo, cruzando el
campo, y los pájaros no se movieron. Esperaban, vueltas hacia el viento sus
cabezas.
Al llegar al recodo que daba a la granja, Nat se
detuvo y dijo a su mujer que le esperara con los niños al abrigo de la cerca.
—Pues yo quiero ver a la señora Trigg —protestó
ella—. Hay montones de cosas que le podemos pedir prestadas, si fueron ayer al
mercado; además de pan...
—Espera aquí —interrumpió Nat—. Vuelvo en seguida.
Las vacas estaban mugiendo, moviéndose inquietas por
el corral, y Nat pudo ver el boquete de la valla por donde habían abierto
camino las ovejas que ahora vagaban libres por el huerto, situado delante de la
casa. No salía humo de las chimeneas. No sentía ningún deseo de que su mujer, o
sus hijos, entraran en la granja.
—No vengas —exclamó ásperamente, Nat—. Haz lo que te
digo.
Su mujer retrocedió con el cochecito junto a la
cerca, protegiéndose, y protegiendo a los niños del viento.
Nat penetró solo en la granja. Se abrió paso por
entre la grey de mugientes vacas, que, molestas por sus repletas ubres, vagaban
dando vueltas de un lado a otro. Observó que el coche estaba junto a la puerta,
fuera del garaje. Las ventanas de la casa estaban destrozadas. Había muchas
gaviotas muertas, tendidas en el patio y esparcidas alrededor de la casa. Los
pájaros vivos se hallaban posados sobre los árboles del pequeño bosquecillo que
se extendía detrás de la granja y en el tejado de la casa. Permanecían
completamente inmóviles. Le vigilaban.
El cuerpo de Jim..., lo que quedaba de él, yacía
tendido en el patio. Las vacas le habían pisoteado, después de haber terminado
los pájaros. Junto a él se hallaba su escopeta. La puerta de la casa estaba
cerrada y atrancada, pero, como las ventanas estaban rotas, era fácil
levantarlas y entrar por ellas. El cuerpo de Trigg estaba junto al teléfono.
Debía de haber estado intentando comunicar con la central cuando los pájaros se
lanzaron contra él. El receptor pendía suelto, y la caja había sido arrancada de
la pared. Ni rastro de la señora Trigg. Estaría en el piso de arriba. ¿Para qué
subir?
Nat sabía lo que iba a encontrar.
«Gracias a Dios, no había niños», se dijo.
Hizo un esfuerzo para subir la escalera, pero, a
mitad de camino, dio media vuelta y descendió de nuevo. Podía ver sus piernas,
sobresaliendo por la abierta puerta del dormitorio. Detrás de ella, yacían los
cadáveres de las gaviotas negras y un paraguas roto.
«Es inútil hacer nada —pensó Nat—. No dispongo más
que de cinco horas, incluso menos. Los Trigg comprenderían. Tengo que cargar
con todo lo que encuentre.»
Regresó al lado de su mujer y los niños.
—Voy a llenar el coche de cosas —dijo—. Meteré
carbón, y parafina para el infiernillo. Lo llevaremos a casa y volveremos para
una nueva carga.
—¿Qué hay de los Trigg? —preguntó su mujer.
—Deben de haberse ido a casa de algunos amigos
—respondió.
—¿Te ayudo?
—No; hay un barullo enorme ahí dentro. Las vacas y
las ovejas andan sueltas por todas partes. Espera, sacaré el coche. Podéis
sentaros en él.
Torpemente, hizo dar !a vuelta al coche y lo situó
en el camino. Su mujer y los niños no podían ver desde allí el cuerpo de Jim.
—Quédate aquí —dijo—, no te preocupes del coche del
niño. Luego vendremos por él. Ahora voy a cargar el auto.
Los ojos de ella no se apartaban de los de Nat. Éste
supuso que su mujer comprendía; de otro modo, no se habría ofrecido a ayudarle
a encontrar el pan y los demás comestibles.
Hicieron en total tres viajes, entre su casa y la
granja, antes de convencerse de que tenían todo lo que necesitaban. Era
sorprendente, cuando se empezaba a pensar en ello, cuántas cosas eran
necesarias. Casi lo más importante de todo era la tablazón para las ventanas.
Nat tuvo que andar de un lado para otro buscando madera. Quería reponer las
tablas de todas las ventanas de la casa. Velas, parafina, clavos, hojalata; la
lista era interminable. Además, ordeñó a tres de las vacas. Las demás tendrían
que seguir mugiendo, las pobres.
En el último viaje, condujo el coche hasta la parada
del autobús, salió y se dirigió a la cabina telefónica. Esperó unos minutos
haciendo sonar el aparato. Sin resultado. La línea estaba muerta. Se subió a
una loma y miró en derredor, pero no se veía signo alguno de vida. A todo lo
largo de los campos, nada; nada, salvo los pájaros, expectantes, en acecho.
Algunos dormían; podía ver los picos arropados entre las plumas.
«Lo lógico sería que se estuviesen alimentando
—pensó—, no ahí quietos, de esa manera.»
Entonces recordó. Estaban atiborrados de alimento.
Habían comido hasta hartarse durante la noche. Por eso no se movían esta
mañana...
No salía nada de humo de las chimeneas de las demás
casas. Pensó en las niñas que habían corrido por los campos la noche anterior.
«Debí darme cuenta —pensó—. Tenía que haberlas
llevado conmigo.»
Levantó la vista hacia el cielo. Estaba descolorido
y gris. Los desnudos árboles del paisaje parecían doblarse y ennegrecerse ante
el viento del Este. El frío no afectaba a los pájaros, que seguían esperando
allá en los campos.
—Ahora es cuando debían ir por ellos —dijo Nat—; su
objetivo está claro. Deben de estar haciendo esto por todo el país. ¿Por qué no
despega ahora nuestra aviación y los rocía con gases venenosos?
¿Qué hacen nuestros muchachos? Tienen que saber,
tienen que verlo por sí mismos.
Volvió al coche y se sentó ante el volante.
—Cruza de prisa la segunda puerta —cuchicheó su
mujer—. El cartero está tendido allí. No quiero que Jill le vea.
Aceleró. El pequeño «Morris» saltaba y rechinaba a
lo largo del camino. Los niños gritaban contentos.
A la una menos cuarto llegaron a la casa. Faltaba
solamente una hora.
—Prefiero hacer una comida fría —dijo Nat—. Calienta
algo para ti y para los niños; un poco de sopa, por ejemplo. Yo no tengo tiempo
de comer ahora. Tengo que descargar todas estas cosas.
Lo metió todo dentro de la casa. Tiempo habría de
ordenarlo. Todos debían tener algo que hacer durante las largas horas que se
avecinaban. Ante todo, debía echar un vistazo a las puertas y ventanas.
Dio la vuelta a la casa, comprobando metódicamente
cada puerta, cada ventana. Subió también al tejado y cerró con tablas todas las
chimeneas, excepto la de la cocina. El frío era tan intenso que apenas podía
soportarlo, pero era un trabajo que tenía que hacerse. De vez en cuando
levantaba la vista hacia el cielo, esperanzado, en busca de aviones. No venía
ninguno. Mientras trabajaba, maldijo la ineficacia de las autoridades.
—Siempre igual —murmuró—, siempre nos abandonan.
Estúpido, estúpido desde el principio. Ningún plan, ninguna organización. Y los
de aquí no tenemos importancia. Eso es lo que pasa. La gente de tierra adentro
tiene prioridad. Seguro que allí ya están empleando gases y han lanzado a toda
la aviación. Nosotros tenemos que esperar y aguantar lo que venga.
Hizo una pausa, terminado su trabajo en la chimenea
del dormitorio y miró al mar. Algo se estaba moviendo allá lejos. Algo gris y blanco
entre las rompientes.
—Es la Armada —dijo—; ellos no nos abandonan. Vienen
por el canal y están entrando en la bahía.
Aguardó forzando la vista, llorosos los ojos a causa
del viento, mirando en dirección al mar. Se había equivocado. No eran barcos.
No estaba allí la Armada. Las gaviotas se estaban levantando del mar. En los
campos, las nutridas bandadas de pájaros ascendían en formación desde el suelo
y, ala con ala, se remontaban hacia el cielo.
Había llegado la pleamar.
Nat bajó por la escalera de mano que había utilizado
y entró en la cocina. Su familia estaba comiendo. Eran poco más de las dos.
Atrancó la puerta, levantando la barricada ante ella y encendió la lámpara.
—Es de noche —dijo el pequeño Johnny. Su mujer había
vuelto a conectar la radio, pero ningún sonido salía de ella.
—He dado toda la vuelta al dial —dijo—, emisoras
extranjeras y todo. No he podido coger nada.
—Quizá tengan ellos el mismo trastorno —dijo—,
quizás esté ocurriendo lo mismo por toda Europa.
Ella sirvió en un plato sopa de los Trigg, cortó una
rebanada grande de pan de los Trigg y la untó con mantequilla.
Comieron en silencio. Un poco de mantequilla se
deslizó por la mejilla de Johnny y cayó sobre la mesa.
—Modales, Johnny —dijo Jill—, tienes que aprender a
secarte los labios.
Comenzó el repiqueteo en las ventanas, en la puerta.
Los roces, los crujidos, el forcejeo para tomar posiciones en los alféizares.
El primer golpe de un pájaro suicida contra la pared.
—¿No harán algo los americanos? —exclamó su mujer—.
Siempre han sido nuestros aliados, ¿no? Seguramente harán algo.
Nat no respondió. Las tablas colocadas en las
ventanas eran recias, y también las de las chimeneas. La casa estaba llena de
provisiones, de combustible, de todo lo que necesitarían en varios días. Cuando
terminara de comer, sacaría las cosas, las ordenaría, las iría colocando en sus
sitios. Su mujer y los niños podrían ayudarle. Era necesario tenerlos ocupados
en algo. Acabarían rendidos a las nueve menos cuarto, cuando la marea estuviese
baja otra vez; entonces, les haría acostarse en sus colchones y procuraría que
durmiesen profundamente hasta las tres de la madrugada.
Tenía una nueva idea para las ventanas, que
consistía en poner alambre de espinto delante de las tablas. Se había traído un
rollo grande de la granja. Lo malo era que tendría que trabajar a oscuras,
durante la tregua entre las nueve y las tres. Era una lástima que no se le
hubiese ocurrido antes. Lo principal era que hubiese tranquilidad mientras
dormían su mujer y los niños.
Los pájaros pequeños estaban ya enzarzados con la
ventana.
Reconoció el ligero repiqueteo de sus picos y el
suave roce de sus alas. Los halcones no hacían caso de las ventanas. Ellos
concentraban su ataque en la puerta. Nat escuchó el violento chasquido de la
madera al astillarse y se preguntó cuántos millones de años de recuerdos
estaban almacenados en aquellos pequeños cerebros, tras los hirientes picos y
los taladrantes ojos, que ahora hacían nacer en ellos este instinto de destruir
a la Humanidad con toda la certera y demoledora precisión de unas máquinas
implacables.
—Me fumaré ese último pitillo —dijo a su mujer—.
Estúpido de mí, es lo único que he olvidado traer de la granja.
Lo cogió y conectó la radio. Tiró al fuego el
paquete vacío y se quedó mirando cómo ardía.
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