G. K. Chesterton
Arístides Valentín, jefe de la policía de Paris, llegó
tarde a la cena, y algunos de sus huéspedes estaban ya en casa. Pero a todos
los tranquilizó su criado de confianza, Iván, un viejo que tenía una cicatriz
en la cara y una cara tan gris como sus bigotes, y que siempre se sentaba tras
una mesita que habla en el vestíbulo; un vestíbulo tapizado de armas. La casa
de Valentín era tal vez tan célebre y singular como el amo. Era una casa vieja,
de altos muros y álamos tan altos que casi sobresalían, vistos desde el Sena;
Pero la singularidad —y acaso el valor policíaco—
de su arquitectura, estaba en esto: que no había más salida a la calle que
aquella puerta del frente, resguardada por Iván y por la armería. El jardín era
amplio y complicado, y había varias salidas de la casa al jardín. Pero el
jardín no tenía acceso al exterior, y lo circundaba un paredón enorme, liso,
inaccesible, con púas en las bardas. No era un mal jardín para los
esparcimientos de un hombre a quien centenares de criminales habían jurado
matar.
Según Iván explicó a los huéspedes, el amo había anunciado
por teléfono que asuntos de última hora lo obligaban a retardarse unos diez
minutos. En verdad, estaba dictando algunas órdenes sobre ejecuciones y. otras
cosas desagradables de este jaez. Y aunque tales menesteres le eran
profundamente repulsivos, siempre los atendía con la necesaria exactitud. Tenaz
en la persecución de los criminales, era muy suave a la hora del castigo. Desde
que había llegado a ser la suprema autoridad policíaca de Francia, y en gran
parte de Europa, había empleado honorablemente su influencia en el empeño de
mitigar las penas y purificar las prisiones. Era uno de esos librepensadores
humanitarios que hay en Francia. Su única falta consiste en que su perdón suele
ser más frío que su justicia. Valentín llegó. Estaba vestido de negro; llevaba
en la solapa el botoncito rojo. Era una elegante figura. Su barbilla negra
tenía ya algunos toques grises. Atravesó la casa y se dirigió inmediatamente a
su estudio, situado en la parte posterior. La puerta que daba al jardín estaba
abierta. Muy cuidadosamente guardó con llave su estuche en el lugar
acostumbrado, y se quedó unos segundos contemplando la puerta abierta hacia el
jardín. La luna —dura— luchaba con
los jirones y andrajos de nubes tempestuosas. Y Valentín la consideraba con una
emoción anhelosa, poco-habitual en naturalezas tan científicas como la suya.
Acaso estas naturalezas poseen el don psíquico de prever los más tremendos
trances de su existencia. Pero pronto, se recobró de aquella vaga
inconsciencia, recordando que había llegado con retraso y que sus huéspedes lo
estarían esperando. Al entrar al salón, se dio cuenta al instante de que, por
lo menos, su huésped de honor aún no, había llegado. Distinguió a las otras
figuras importantes de su pequeña sociedad: a Lord Galloway, el embajador
inglés -un viejo colérico con una cara roja como amapola, que llevaba la banda
azul de la Jarretera-; a Lady Galloway, sutil como una hebra de hilo, con los
cabellos argentados y la expresión sensitiva y superior. Vio también a su hija,
Lady Margaret Graham, pálida y preciosa muchacha, con cara de hada y cabellos
color de cobre., Vio a la duquesa de Mont Saint-Michel, de ojos negros,
opulenta, con sus dos hijas, también opulentas y ojinegras. Vio al doctor
Simon, tipo del científico francés, con sus gafas, su barbilla obscura, la
frente partida por aquellas arrugas paralelas que son el castigo de los hombres
de ceño altanero, puesto que proceden del mucho levantar las cejas. Vio al
Padre Brown, de Cobhole, en Essex, a quien había conocido en Inglaterra
recientemente. Vio, tal vez con mayor interés que a todos los otros, a un
hombre alto, con uniforme, que acababa de inclinarse ante los Galloway sin que
estos contestaran su saludo muy calurosamente, y que a la sazón se adelantaba
al encuentro de su anfitrión para presentarle sus cortesías. Era el comandante
O'Brien, de la Legión francés extranjera; tenía un aspecto entre delicado y
fanfarrón, iba todo afeitado, el cabello oscuro, los ojos azules y, como
parecía propio en un oficial de aquel famoso, regimiento de los victoriosos
fracasos y los afortunados suicidios, su aire era a la vez atrevido y
melancólico. Era, por nacimiento, un caballero irlandés y, en su infancia,
había conocido a los Galloway, y especialmente a Margarita Graham. Habla
abandonado su patria dejando algunas deudas, y ahora daba a entender su
absoluta emancipación de, la etiqueta inglesa presentándose en uniforme, espada
al cinto y espuelas calzadas. Cuando saludó a la familia del embajador, Lord y
Lady Galloway le contestaron con rigidez, y Lady Margarita miró a otra parte.
Pero si las visitas tenían razones para considerarse entre
sí con un interés especial, su distinguido anfitrión no estaba especialmente
interesado en ninguna de ellas. A lo menos, ninguna de ellas era a sus ojos el
convidado de la noche. Valentín esperaba, por ciertos motivos, la llegada de un
hombre de fama mundial, cuya amistad se había ganado durante sus victoriosas
campañas policíacas en los Estados Unidos. Esperaba a Julio K. Brayne, el
multimillonario cuyas colosales y aplastantes generosidades para favorecer la
propaganda de las religiones no reconocidas habían dado motivo a tantas y tan
fáciles burlas, y a tantas solemnes y todavía más fáciles felicitaciones por
parte de la prensa americana y británica.
Nadie podía estar seguro de si Mr. Brayne era un ateo, un
mormón o un partidario de la ciencia cristiana; pero él siempre estaba
dispuesto a llenar de oro todos los vasos intelectuales, siempre que fueran
vasos hasta hoy no probados. Una de sus manías era esperar la aparición del
Shakespeare americano -cosa de más paciencia que el oficio de pescar-. Admiraba
a Walt Whitman, pero opinaba que Luke P. Tanner, de París (Philadelphia), era
mucho más "progresista" que Whitman. Le gustaba toda lo que le
parecía "progresista". Y Valentín le parecía "progresista",
con lo cual le hacia una grande injusticia.
La deslumbrante aparición de Julio K. Brayne fue como un
toque de campana que diera la señal de la cena. Tenía una notable cualidad, de
que podemos preciarnos muy pocos: su presencia era tan ostensible como su
ausencia. Era enorme, tan gordo como alto; vestía traje de noche, de negro
implacable, sin el alivio de una cadena de reloj o de una sortija. Tenía el
cabello blanco, y lo llevaba peinado hacia atrás, como un alemán; roja la cana,
fiera y angelical, con una barbilla obscura en el labio inferior, lo cual
transformaba su rostro infantil, dándole un aspecto teatral y mefistofélico.
Pero la gente que estaba en el salón no perdió mucho tiempo en contemplar al
célebre americano.
Su mucha tardanza había llegado, a ser ya un problema
doméstico, y a toda prisa se le invitó a tomar del brazo a Lady Galloway para
pasar al comedor.
Los Galloway estaban dispuestos a pasar alegremente por
todo, salvo en un punto: siempre que Lady Margarita no tomara el brazo del
aventurero O'Brien, todo estaba bien. Y Lady Margarita no lo hizo así, sino que
entró al comedor decorosamente acompañada por el doctor Simon. Con todo, el
viejo Lord Galloway comenzó a sentirse inquieto y a ponerse algo áspero.
Durante la cena estuvo bastante diplomático; pero cuando, a la hora de los
cigarros, tres de los más jóvenes -el doctor Simon, el Padre Brown y el
equívoco O'Brien, el desterrado con uniforme extranjero- empezaron a mezclarse
en los grupos de las damas y a fumar en el invernadero, entonces el diplomático
inglés perdió la diplomacia. A cada sesenta segundos le atormentaba la idea de
que el brib6n de O'Brien tratara por cualquier medio de hacer señas a
Margarita, aunque no se imaginaba de qué manera. A la hora del café se quedó
acompañado de Brayne, el canoso yanqui que creía en todas las religiones, y de
Valentín, el poligrisáceo francés que no, creía en ninguna. Ambos podían
discutir mutuamente cuanto quisieran; pero, era inútil que invocaran el apoyo
del diplomático. Esta logomaquia "progresista" acabó por ponerse muy
aburrida; entonces Lord Galloway se levantó también, y trató de dirigirse al
salón. Durante seis u ocho minutos anduvo perdido por los pasillos; al fin oyó
la voz aguda y didáctica del doctor, y después la voz opaca del clérigo,
seguida por una carcajada general. Y pensó con fastidio que tal vez allí
estaban también discutiendo sobre la ciencia y la religión. Al abrir la puerta
del salón solo se dio cuenta de una cosa: de quienes estaban ausentes. El
comandante O'Brien no estaba allí; tampoco Lady Margarita.
Abandonó entonces el salón con tanta impaciencia como antes
abandonara el comedor, y otra vez metióse por los pasillos. La preocupación por
proteger a su hija del pícaro argelino-irlandés se había apoderado, de él como
una locura. Al acercarse al interior de la casa, donde estaba el estudio de
Valentín, tuvo la sorpresa de encontrar a su hija, que pasaba rápidamente con
una cara pálida y desdeñosa, que era un enigma por sí sola. Si habla estado
hablando con O'Brien, ¿dónde estaba éste? Si no había estado con él, ¿de dónde
venía? Con una sospecha apasionada y senil se internó más en la casa, y
casualmente dio con una puerta de servicio que comunicaba al jardín. Ya la
luna, con su cimitarra, había rasgado y deshecho toda nube de tempestad. Una
luz de plata bañaba de lleno el jardín. Por el césped vio pasar una alta figura
azul camino del estudio. Al reflejo lunar, sus facciones se revelaron: era el
comandante O'Brien.
Desapareció tras la puerta vidriera en los interiores de la
casa, dejando a Lord Galloway en un estado de ánimo indescriptible, a la vez
confuso e iracundo. El jardín de plata y azul, como un escenario de teatro,
parecía atraerle tiránicamente con esa insinuación de dulzura tan opuesta al
cargo que él desempeñaba en el mundo. La esbeltez y gracia de los pasos del
irlandés le habían encolerizado como si, en vez de un padre, fuese un rival; y
ahora a la luz de la luna lo enloquecía. Una como magia pretendía atraparlo,
arrastrándolo hacia un jardín de trovadores, hacia una tierra maravillosa de
Watteau; y, tratando de emanciparse por medio de la palabra de aquellas
amorosas insensateces, se dirigió rápidamente en pos de su enemigo. Tropezó con
algunas piedras o raíz de árbol, y se detuvo instintivamente a escudriñar el
suelo, primero con irritación, y después con curiosidad. Y entonces la luna y
los álamos del jardín pudieron ver un espectáculo inusitado: un viejo
diplomático inglés que echaba a correr, gritando y aullando.
A sus gritos, un rostro pálido se asomó por la puerta del
estudio, y se vieron brillar los lentes y aparecer el ceño preocupado del
doctor Simon, que fue el primero en oír las primeras palabras que al fin pudo
articular claramente el noble caballero. Lord Galloway gritaba:
—¡Un cadáver sobre la hierba! ¡Un cadáver
ensangrentado! —Y
ya no pensó más en O'Brien.
—Debemos decirlo, al instante a Valentín —observó
el doctor, cuando el otro le hubo descrito entre tartamudeos lo que apenas se
había atrevido a mirar-. Es una fortuna tenerle tan a mano.
En ese instante, atraído por las voces, el gran detective
entraba en el estudio. La típica transformación que se operó en él fue algo
casi cómico: había acudido al sitio con el cuidado de un huésped y de un
caballero, que se figura que alguna visita o algún criado se ha puesto malo;
pero cuando le dijeron que se trataba de un hecho sangriento, al instante
tornose grave, importante, y tomó el aire de hombre de negocios; porque,
después de todo, aquello, por abominable e insólito que fuese, era su negocio.
—Amigos míos —dijo mientras
se encaminaban hacia el jardín—, es muy extraño que tras haber
andado por toda la tierra a caza de enigmas se me ofrezca uno en mi propio
jardín. ¿Dónde está?
No sin cierta dificultad cruzaron el césped, porque había
comenzado a levantarse del río una ligera niebla. Guiados por el espantado
Galloway, encontraron al fin el cuerpo, hundido entre la espesa hierba. Era el
cuerpo de un hombre muy alto y de robustas espaldas. Estaba boca abajo, vestido
de negro, y era calvo, con un escaso vello negro aquí y allá que tenía un
aspecto de alga húmeda. De su cara manaba una serpiente roja de sangre.
—Por lo menos —dijo Simon, con
una voz Profunda y extraña—, por lo menos no es ninguno de
los nuestros.
—Examínelo usted, doctor —ordenó
con cierta brusquedad Valentín—. Bien pudiera no estar muerto.
El doctor se inclinó.
—No está enteramente frío, pero me temo que
sí completamente muerto —dijo—. Ayúdenme
ustedes a levantarlo.
Lo levantaron cuidadosamente hasta una pulgada del Suelo, y
al instante se disiparon con espantosa certidumbre, todas sus dudas. La cabeza
se desprendió del tronco. Había sido completamente cortada. El que había
cortado aquella garganta había quebrado también las vértebras del cuello. El
mismo Valentín se sintió algo sorprendido.
—El que ha hecho esto es tan fuerte como un
gorila —murmuró.
Aunque acostumbrado a los horrores anatómicos, el doctor
Simon se estremeció al levantar aquella cabeza. Tenla algún arañazo por la
barba y mandíbula, pero, la cara estaba substancialmente intacta. Era una cara
amarilla, pesada, a la vez hundida e hinchada, nariz de halcón, párpados
inflados: la cara de un emperador romano prostituido, con ciertos toques de
emperador chino. Todos los presentes parecían considerarlo con la fría mirada
del que mira a un desconocido. Nada más había de notable en aquel cuerpo, salvo
que, cuando lo levantaron, vieron claramente el brillo de una pechera blanca
manchada de sangre. Como había dicho el doctor Simon, aquel hombre no era de
los suyos, no estaba en la partida, pero bien podía haber tenido el propósito
de venir a hacerles compañía, porque vestía el traje de noche propio del caso.
Valentín se puso de rodillas, se echó sobre las manos, y en
esa actitud anduvo examinando con la mayor atención profesional la hierba y el
suelo, dentro de un contorno de veinte yardas, tarea en que fue asistido menos,
concienzudamente por el doctor, y sólo convencionalmente por el lord inglés.
Pero sus penas no tuvieron más recompensa que el hallazgo de unas cuantas ramitas
partidas o quebradas en trozos muy pequeños, que Valentín recogió para examinar
un instante, y después arrojó.
—Unas ramas —dijo gravemente—;
unas ramas y un desconocido decapitado; es todo lo que hay sobre el césped.
Hubo un silencio casi humillante, y de pronto el agitado,
Galloway gritó:
—¿Qué es aquello? ¿Aquello que se mueve junto
al muro?
A la luz de la luna se veía, en efecto, acercarse una
figura pequeña con una como enorme cabeza; pero lo que de pronto parecía un
duende, resultó ser el inofensivo curita, a quien habían dejado en el salón.
—Advierto —dijo con mesura—
que este jardín no tiene puerta exterior. ¿No es verdad?
Valentín frunció el ceño con cierto disgusto, como solía
hacerlo por principio ante toda sotana. Pero era hombre demasiado justo para
disimular el valor de aquella observación.
—Tiene usted razón —contestó—;
antes de preguntarnos cómo ha sido muerto, hay que averiguar cómo ha podido
llegar hasta aquí. Escúchenme ustedes, señores. Hay que convenir en que —si
ello resulta compatible con mi deber profesional— lo mejor será
comenzar por excluir de la investigación pública algunos nombres distinguidos.
En casa hay señoras y caballeros, y hasta un embajador. Si establecemos que
este hecho es un crimen, como tal hemos de investigarlo. Pero, mientras no
lleguemos ahí, puedo obrar con entera discreción. Soy la cabeza de la policía:
persona tan pública, que bien puedo atreverme a ser privado. Quiera el cielo
que pueda yo solo, y por mi cuenta, absolver a todos y cada uno de mis huéspedes
antes que tenga que acudir a mis empleados para que busquen en otra parte al
autor del crimen. Pido a ustedes, por su honor, que no salgan de mi casa hasta
mañana a mediodía. Hay alcobas suficientes para todos. Simon, ya sabe usted
donde está Iván, mi hombre de confianza: en el vestíbulo. Dígale usted que deje
a otro criado de guardia y venga al instante. Lord Galloway, usted es, y sin
duda, la persona más indicada para explicar a las señoras lo que sucede y
evitar el pánico. También ellas deben quedarse. El Padre Brown y yo
vigilaremos, entretanto, el cadáver.
Cuando el genio del capitán hablaba en Valentín, siempre
era obedecido como un clarín de órdenes. El doctor Simon se dirigió a la
armería y dio la voz de alarma a Iván, el detective privado de aquel detective
público. Galloway fue al salón y comunicó las terribles nuevas con bastante
tacto, de suerte que cuando todos se reunieron allí, las damas habían pasado ya
del espanto al apaciguamiento. Entretanto, el buen sacerdote y el buen ateo permanecían
uno a la cabeza y otro, a los pies del cadáver, inmóviles, bajo la luna,
estatuas simbólicas de dos filosofías de la muerte.
Iván, el hombre de confianza, de la gran cicatriz y los
bigotazos, salió de la casa disparado como una bala de cañón y vino corriendo
sobre el césped hacia Valentín, como perro que acude a su amo. Su cara lívida
parecía vitalizada con aquel suceso policíaco domestico, y con una solicitud
casi repugnante pidió permiso a su amo para examinar los restos.
—Sí, Iván, haz lo que gustes, pero no tardes;
debemos llevar dentro el cadáver.
Iván levantó aquella cabeza, y casi la dejó caer.
—¡Cómo! —exclamó—;
¡esto... esto no puede ser! ¿Conoce usted a este hombre, señor?
—No —repuso Valentín,
indiferente—;
más vale que entremos.
Entre los tres depositaron el cadáver sobre un sofá del
estudio, y después se dirigieron al salón.
El detective, sin vacilar, se sentó tranquilamente junto a
un escritorio; su mirada era la mirada fría del juez. Trazó algunas notas
rápidas en un papel y preguntó después concisamente:
—¿Están presentes todos?
—Falta Mr. Brayne —dijo la
duquesa de Mont Saint Michel, mirando en rededor.
—Sí —dijo Lord Galloway, con
áspera voz—,
y creo que también falta Mr. Neil O'Brien. Yo lo vi pasar por el jardín cuando
el cadáver estaba todavía caliente.
—Iván —dijo el
detective—,
ve a buscar al comandante O'Brien y a Mr. Brayne. A éste lo dejé en el comedor
acabando su cigarro. El comandante O'Brien creo que anda paseando por el invernadero,
pero no estoy seguro.
El leal servidor salió corriendo, y antes que nadie pudiera
moverse o hablar, Valentín continuó con la misma militar presteza:
—Todos ustedes saben ya que en el jardín ha
aparecido un hombre muerto, decapitado. Doctor Simon: usted lo ha examinado.
¿Cree usted que supone una fuerza extraordinaria el cortar de esta suerte la
cabeza de un hombre, o que basta con emplear un cuchillo muy afilado?
Y el doctor, pálido:
—Me atrevo a decir, que no puede hacerse con
un simple cuchillo.
Y Valentín continuó:
—¿Tiene usted alguna idea sobre el utensilio
o arma que hubo que emplear para tal operación?
—Realmente —dijo el doctor,
arqueando las preocupadas cejas—, en la actualidad no creo que
se emplee arma alguna que pueda producir este efecto. No es fácil practicar tal
corte, aun con torpeza; mucho menos con la perfección del que nos ocupa. Solo
se podría hacer con un hacha de combate, o con una antigua hacha de verdugo, o
con un viejo montante de los que se esgrimían a dos manos.
—¡Santos cielos! —exclamó la
duquesa con voz histérica— ¿Y no hay aquí, acaso, en la
armería, hachas de combate y viejos montantes?
Valentín, siempre dedicado a su papel de notas, dijo,
mientras apuntaba algo rápidamente:
—Y dígame usted: ¿podría cortarse la cabeza
con un sable francés de caballería?
En la puerta se oyó un golpecito que, quién sabe por qué,
produjo en todos un sobresalto como el golpecito que se oye en Lady Macbeth. En
medio del silencio glacial, el doctor Simon logró al fin decir:
—¿Con un sable?
Sí, creo que se podría.
—Gracias —dijo Valentín—.
Entra, Iván.
E Iván, el confidente, abrió la puerta para dejar pasar al
comandante O'Brien, a quien se había encontrado paseando otra vez por el
jardín.
El oficial irlandés se detuvo desconcertado y receloso en
el umbral.
—¿Para qué hago falta? —exclamó.
—Tenga usted la bondad de sentarse —dijo
Valentín, procurando ser agradable—. Pero, ¿no lleva usted su
sable? ¿Dónde lo ha dejado?
—Sobre la mesa de la biblioteca —dijo
O'Brien; y su acento irlandés se dejó sentir con la turbación, más que nunca—.
Me incomodaba, comenzaba a...
—Iván —interrumpió
Valentín—.
Haz el favor de ir a la biblioteca por el sable del comandante —y
cuando el criado desapareció—: Lord Galloway afirma que lo
vio a usted saliendo del jardín poco antes de tropezar el con el cadáver. ¿Qué
hacia usted en el jardín?
El comandante se dejó caer en un sillón con cierto,
desfallecimiento.
—¡Ah! —dijo ahora con el
más completo acento irlandés— Admiraba la luna, comulgaba un
poco con la naturaleza, amigo mío.
Se produjo un profundo, largo silencio. Y de nuevo se oyó
aquel golpecito a la vez insignificante y terrible. E Iván reapareció trayendo
una funda de sable.
—He aquí todo lo que pude encontrar —dijo.
—Ponlo sobre la mesa —ordenó
Valentín sin verlo.
En el salón habla una expectación silenciosa e inhumana,
Como ese mar de inhumano silencio que se forma junto al banquillo de un
homicida condenado. Las exclamaciones de la duquesa habían cesado desde hacía
un rato. El odio profundo de Lord Galloway se sentía satisfecho y amortiguado.
La voz que entonces se dejó oír fue la más inesperada.
—Yo puedo deciros... —Soltó
Lady Margarita, con aquella voz clara, temblorosa, de las mujeres valerosas que
hablan en público—. Yo puedo deciros lo que Mr. O'Brien hacía
en el jardín, puesto que él está obligado a callar. Estaba, sencillamente,
pidiendo mi mano. Yo se la negué, y le dije que mis circunstancias familiares
me impedían concederle nada más que mi estimación. El no parceló muy contento:
mi estimación no le importaba gran cosa. Pero ahora -añadió con débil sonrisa-,
ahora no sé si mi estimación le importará tan poco como antes: vuelvo a
ofrecérsela. Puedo jurar en todas partes que este hombre no cometió el crimen.
Lord Galloway se adelantó hacia su hija, y trató de
intimidarla hablándole en voz baja.
—Cállate, Margarita —dijo con
un cuchicheo perceptible a todos—. ¿Cómo puedes escudar a ese
hombre? ¿Dónde está su sable? ¿Dónde su condenado sable de caballería?
Y se detuvo ante la mirada singular de su hija, mirada que
atrajo las de todos a manera de un fantástico imán.
—¡Viejo insensato! —exclamó
ella con voz sofocada y sin disimular su impiedad—. ¿Acaso te das
cuenta de lo que quieres probar? Yo he dicho que este hombre ha sido inocente
mientras estaba a mi lado. Si no fuera inocente, no por eso dejaría de haber
estado a mi lado. Y si mató a un hombre en el jardín, ¿quién mas pudo verlo?
¿Quién más pudo, al menos, saberlo? ¿Odias tanto a Neil, que no vacilas en
comprometer a tu propia hija?...
Lady Galloway se echó a llorar. Y todos sintieron el escalofrió
de las tragedias satánicas a que arrastra la pasión amorosa. Les pareció ver
aquella cara orgullosa y lívida de la aristócrata escocesa, y junto a ella la
del aventurero irlandés, como viejos retratos en la obscura galería de una
casa. El silencio pareció llenarse de vagos recuerdos, de historias de maridos
asesinos y de amantes envenenadores.
Y en medio de aquel silencio enfermizo se oyó una voz
cándida:
—¿Era muy grande el cigarro?
El cambio de ideas fue tan súbito, que todos se volvieron a
ver quién había hablado.
—Me refiero —dijo el
diminuto Padre Brown—, me refiero al cigarro que Mr. Brayne
estaba acabando de fumar. Porque ya me va pareciendo más largo que un bastón.
A pesar de la impertinencia, Valentín levantó la cabeza, y
no pudo menos de demostrar, en su cara, la irritación mezclada con la
aprobación.
—Bien dicho —dijo con
sequedad—
Iván, ve a buscar de nuevo a Mr. Brayne, y tráelo aquí al punto.
En cuanto desapareció el factotum, Valentín se dirigió a la
joven con la mayor gravedad.
—Lady Margarita —comenzó—:
estoy seguro de que todos sentimos aquí gratitud y admiración a la vez por su
acto: ha crecido usted más en su ya muy alta dignidad al explicar la conducta
del comandante. Pero todavía queda una laguna. Si no me engaño, Lord Galloway la
encontró a usted entre el estudio v el salón y solo unos cuantos minutos es se
encontró al comandante, el cual estaba todavía en el jardín.
—Debe usted recordar —repuso
Margarita con fingida ironía— que yo acababa de rechazarlo; no
era, .pues, fácil que volviéramos del brazo. El es, como quiera, un caballero.
Y procuró quedarse atrás... ¡Y ahora le achacan el crimen!
—En esos minutos de intervalo —dijo
Valentín gravemente— muy bien pudo....
De nuevo se oyó el golpecito, e Iván asomó su cara
señalada:
—Perdón, señor —dijo—;
Mr. Brayne ha salido de casa.
—¡Que ha salido! —gritó Valentín,
poniéndose en pie por primera vez.
—Que se ha ido, ha tomado las de Villadiego o
se ha evaporado —continuó Iván en lenguaje humorístico—.
Tampoco aparecen su sombrero ni su gabán y diré algo más, para completar: que
he recorrido los alrededores de la casa para encontrar sus rastros, y he dado
con uno, y por cierto muy importante.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora se verá —dijo el criado;
y, ausentándose, reapareció a poco con un sable de caballería deslumbrante,
manchado de sangre por el filo y la punta.
Todos creyeron ver un rayo. Y el experto Iván continuó
tranquilamente:
—Lo encontré entre unos matorrales, a unas
cincuenta yardas de aquí, camino de París. En otras palabras, lo encontré
precisamente en el sitio en que lo arrojó el respetable Mr. Brayne en su fuga.
Hubo un silencio, pero de otra especie.
Valentín tomo el sable, lo examinó, reflexionó con una
concentración no fingida, y después con aire respetuoso le dijo a O'Brien:
—Comandante, confío en que siempre estará
usted dispuesto a permitir que la policía examine esta arma si hace falta. Y
entretanto —añadió,
metiendo el sable en la funda—, permítame usted devolvérsela.
Ante el simbolismo militar de aquel acto, todos tuvieron
que dominarse para no aplaudir.
Y, en verdad, para el mismo Neil O'Brien aquello fue la crisis
suprema de su vida. Cuando, al amanecer del día siguiente, andaba otra vez
paseando por el jardín, había desaparecido de su semblante la trágica
trivialidad que de ordinario le distinguía: tenía muchas razones para considerarse
feliz. Lord Galloway, que era todo un caballero, le había presentado la excusa más
formal. Lady Margarita era algo que una verdadera dama: una mujer, y tal vez le
había presentado algo mejor que una excusa, cuando anduvieron paseando antes
del almuerzo por entre los macizos de flores. Todos se sentían más animados y
humanos, porque, aunque subsistía el enigma, del muerto, el peso de la sospecha
no cala ya sobre ninguno de ellos, y habla huido hacia París sobre el dorso de
aquel millonario extranjero a quien conocían apenas. El diablo había sido
desterrado de casa: el mismo se había desterrado.
Con todo, el enigma continuaba. O'Brien y el doctor Simon
se sentaron en un banco del jardín, y este interesante personaje científico se
puso a resumir los términos del problema. Pero no logró hacer hablar mucho a
O'Brien, cuyos pensamientos iban hacia más felices regiones.
—No puedo decir que me interese mucho el
problema —dijo
francamente el irlandés—, sobre todo ahora que aparece
muy claro. Es de suponer que Brayne odiaba a ese desconocido por alguna razón:
lo atrajo al jardín y lo mató con mi sable. Después huyó a la ciudad, y por el camino
arrojó el arma. Iván me dijo que el muerto tenía en uno de los bolsillos un Mar
yanqui: luego era un paisano de Brayne, y esto parece explicar mejor las cosas.
Yo no veo en esto la menor complicación.
—Pues hay cinco complicaciones colosales —dijo
el doctor tranquilamente— metidas la una dentro de las
otras como cinco murallas. Entiéndame usted bien: yo no dudo que Brayne sea el
autor del crimen, y me parece que su fuga es bastante prueba. Pero, ¿cómo lo
hizo? He aquí la primera dificultad: ¿cómo puede un hombre matar a otro con un
sable tan pesado como este, cuando le es mucho más fácil emplear una navaja de
bolsillo y volvérsela a guardar después? Segunda dificultad: ¿por qué no se oyó
un grito ni el menor ruido? ¿Puede un hombre dejar de hacer alguna demostración
cuando ve adelantarse a otro hombre blandiendo un sable? Tercera dificultad:
toda la noche ha estado guardando la puerta un criado; ni una rata puede
haberse colado de la calle al jardín de Valentín, ¿Cómo pudo entrar este
individuo? Cuarta dificultad: ¿cómo pudo Brayne escaparse del jardín?
—¿Y quinta? —dijo Neil
fijando los ojos en el sacerdote inglés que se acercaba a pasos lentos.
—Tal vez sea una bagatela —dijo
el doctor—,
pero a mí me parece una cosa muy rara: al ver por primera vez aquella cabeza
cortada, supuse desde luego que el asesino había descargado más de un golpe. Y
al examinarla más de cerca, descubrí muchos golpes en la parte cortada; es
decir, golpes que fueron dados cuando ya la cabeza había sido separada del
tronco. ¿Odiaba Brayne a tal grado a su enemigo para estar macheteando su cuerpo
una y otra vez a la luz de la luna?
—¡Qué horrible! —dijo O'Brien
estremeciéndose.
A estas palabras, ya el pequeño Padre Brown se les había
acercado, y con su habitual timidez esperaba a que acabaran de hablar. Al fin
dijo, con embarazo:
—Siento interrumpir a ustedes. Me mandan a
comunicar a ustedes las nuevas.
—¿Nuevas? —repitió Simon
mirándole muy extrañado a través de sus gafas.
-Sí, lo siento —dijo con dulzura el Padre
Brown—.
Sabrán ustedes que ha habido otro asesinato.
Los dos se levantaron de un salto, desconcertados.
—Y lo que todavía es más raro —continuó
el sacerdote, contemplando, con sus torpes ojos los rododendros—,
el nuevo asesinato pertenece a la misma desagradable especie del anterior: es otra
decapitación. Se encontró la segunda cabeza sangrando en el río, a pocas yardas
del camino que, Brayne debió de tomar para Paris. De modo que suponen que
éste...
—¡Cielos! —exclamó O'Brien—.
¿Será Brayne un monomaniático?
—Es que también hay vendettas americanas —dijo,
el sacerdote, impasible. Y añadió:—. Se desea que vengan
ustedes a la biblioteca a verlo.
El comandante O'Brien siguió a los otros hacia el sitio de
la averiguación, sintiéndose decididamente enfermo. Como soldado, odiaba las matanzas
secretas. ¿Cuándo iban a acabar aquellas extravagantes amputaciones? Primero
una cabeza y luego otra. Y se decía amargamente que en este caso falla la regla
aquellas dos cabezas valen más que una. Al entrar en el estudio, casi se
bamboleó ante una horrible coincidencia: sobre la mesa de Valentín estaba un
dibujo a colores, que representaba otra cabeza sangrienta: la del propio, Valentín.
Pronto vio que era un periódico nacionalista llamado La Guillotine, que acostumbraba
todas las semanas publicar la cabeza de uno de sus enemigos políticos, con los
ojos saltados y los rasgos torcidos, como, después de la ejecución; porque
Valentín era un anticlerical notorio. Pero O'Brien era un irlandés, que aun en
sus pecados; conservaba cierta castidad; y se sublevaba ante aquella brutalidad
intelectual, que solo en Francia se encuentra. En aquel momento le pareció
sentir a todo París en un solo proceso que, partiendo de las grotescas iglesias
góticas, llegaba hasta las groseras caricaturas de los diarios. Recordó las
burlas gigantescas de la Revolución. Y vio a toda la ciudad en un solo espasmo
de horrible energía; desde aquel boceto sanguinario que yacía sobre la mesa de Valentín
hasta la montaña y bosque de gárgolas por donde asoman, gesticulando, los enormes
diablos; de Nôtre Dame.
La biblioteca era larga, baja y penumbrosa; una luz escasa
se filtraba, por las cortinas corridas, y tenía aún el sonrojo de la mañana.
Valentín y su criado, Iván estaban esperándoles junto a un vasto escritorio,
inclinado, donde estaban los mortales restos, que resultaban enormes en la penumbra.
La carota amarillenta del hombre encontrado en el jardín no se había alterado.
La segunda encontrada entre las cañas del río aquella misma mañana, escurría un
poco. La gente de Valentín andaba ocupada en buscar el segundo cadáver, que tal
vez flotaría en el río. El Padre Brown, que no compartía la sensibilidad de O'Brien,
acercose a la segunda cabeza y la examinó con minucia de cegatón. Apenas era más
que un montón de blancos y húmedos cabellos, irisados de plata y rojo en la
suave luz de la mañana; la cara —un feo tipo sangriento y acaso
criminal—
se había estropeado mucho contra los árboles y las piedras, al ser arrastrada
por el agua.
—Buenos días, comandante O'Brien —dijo
Valentín con apacible cordialidad—. Supongo que ya tiene
usted noticia del último experimento en carnicería de Brayne.
El Padre Brown continuaba inclinado sobre la cabeza de
cabellos blancos, y dijo, sin cambiar de actitud:
—Por lo visto es enteramente seguro que
también esta cabeza la cortó Brayne.
-Es cosa de sentido común, al menos —repuso
Valentín con las manos en los bolsillos—. Ha sido
arrancada en la misma forma, ha sido encontrada a poca distancia de la otra, y
tal vez cortada con la misma arma, que ya sabemos que se llevó consigo.
—Sí, sí, ya lo sé —contestó
sumiso el Padre Brown—. Pero usted comprenderá: yo tengo mis dudas
sobre el hecho de que Brayne haya podido cortar, esta cabeza.
—¿Y por qué? —preguntó el
doctor Simon con sincero asombro.
—Pues, mire usted, doctor —dijo
el sacerdote, pestañeando como de costumbre—: ¿es posible que
un hombre se corte su propia cabeza? Yo lo dudo.
O'Brien sintió como si un universo de locura estallara en
sus orejas; pero el doctor se adelantó a comprobarlo, levantando los húmedos y
blancos mechones.
—¡Oh! No hay la menor duda: es Brayne —dijo
el sacerdote tranquilamente—. Tiene exactamente la misma
verruga en la oreja izquierda.
El detective, que había estado contemplando al sacerdote
con ardiente mirada, abrió su apretada mandíbula, y dijo con acritud:
—Parece que usted hubiera conocido mucho a
ese hombre, Padre Brown.
—En efecto —dijo el
hombrecillo con sencillez—. Lo he tratado algunas semanas.
Estaba pensando en convertirse a nuestra iglesia.
En los ojos de Valentín ardió el fuego del fanatismo; se
acercó al sacerdote, y apretando los puños, dijo con candente desdén:
—¿Y tal vez estaba pensando también en dejar
en ustedes todo su dinero?
—Tal vez —dijo Brown con
impasibilidad—.
Es muy posible.
—En tal caso —exclamó
Valentín con temible sonrisa— usted sabría muchas cosas de
él, de su vida y sus...
El comandante O'Brien cogió por el brazo a Valentín.
-Abandone usted ese tono injurioso, Valentín —dijo—
o volverán a lucir los sables.
Pero Valentín, ante la mirada humilde y tranquila del
sacerdote, ya se había dominado, y dijo simple mente:
—Bueno; para las opiniones privadas siempre
hay tiempo. Ustedes, caballeros, están todavía ligados a su promesa;
manténganse dentro de ella y procuren que los otros también se mantengan. Iván
les contará a ustedes lo demás que deseen saber. Yo voy a trabajar y a escribir
a las autoridades... No podemos mantener este secreto por más tiempo. Si hay novedad,
estoy en el estudio, escribiendo.
—¿Hay más noticias que comunicarnos, Iván? —preguntó
el doctor Simon cuando el jefe de policía hubo salido del cuarto.
—Solo una, me parece, señor —dijo
Iván, arrugando su vieja cara color ceniza—, pero no deja de
tener interés. Es algo que se refiere a ese que se encontraron ustedes en el
jardín —añadió
señalando sin respeto al enorme cuerpo negro—. Ya lo hemos
identificado.
—¿De veras? —preguntó el
asombrado doctor—. ¿Y quién es?
—Su nombre es Arnold Becker —dijo
el ayudante—,
aunque usaba muchos apodos. Era un pícaro vagabundo, y se sabe que ha andado
por América: tal es el hombre a quien Brayne decapitó. Nosotros no habíamos
tenido mucho que ver con él, porque trabajaba, sobre todo, en Alemania. Nos
hemos comunicado con la policía alemana. Y da la casualidad de que, tenía un
hermano gemelo, de nombre Luis Becker, con quien mucho hemos tenido que ver: como
que ayer, apenas, nos vimos en el caso de guillotinarlo. Bueno, caballeros, la
cosa es de lo más extraña; pero cuando vi anoche a este hombre en el suelo,
tuve el mayor susto de mi vida. De no haber visto ayer con mis propios ojos a
Luis Becker guillotinado, hubiera jurado que era Luis Becker el que estaba en
la hierba. Entonces, naturalmente, me acordé del hermano gemelo, que tenía en
Alemania y siguiendo el indicio...
Pero Iván suspendió sus explicaciones, por la excelente
razón de que nadie le hacía caso. El comandante y el doctor consideraban al
Padre Brown, que había saltado sobre sus pies y se apretaba las sienes, como,
presa de un dolor súbito.
—¡Alto, alto, alto! —exclamó
al fin—
¡Pare usted de hablar un instante, que ya veo a medias! ¿Me dará Dios bastante
fuerza? ¿Podrá mi cerebro dar el salto, y descubrirlo todo? ¡Cielos, ayudadme!
En otro tiempo yo solía ser ágil para pensar, y podía parafrasear cualquier página
del Santo de Aquino. ¿Me estallará la cabeza o lograré al fin ver? ¡Ya veo la
mitad, solo la mitad!
Hundió la cabeza entre las manos, y se mantuvo en una
rígida, actitud de reflexión o plegaria, en tanto que los otros no hacían más
que asombrarse ante aquélla última maravilla de aquellas maravillosas doce
horas.
Cuando las manos del Padre Brown cayeron, al fin, dejaron
ver un rostro, serio y fresco cual el de un niño. Lanzó un gran suspiro, y
dijo:
—Sea dicho y hecho lo más pronto posible.
Escúchenme ustedes: ésta será la mejor manera de convencer a todos de la
verdad. Usted, doctor Simon, posee un cerebro poderoso: esta mañana lo he oído,
a usted proponer las cinco dificultades mayores de este enigma. Tenga usted la
bondad de proponerlas otra vez, y yo trataré de contestarlas.
Al doctor Simon se le cayeron las gafas de la nariz, y
dominando sus dudas y su asombro, contestó al instante.
—Pues bien, ya lo sabe usted, la primera
cuestión es esta: ¿cómo puede un hombre ir a buscar un enorme sable para matar
a otro, cuando, en rigor, le basta con un alfiler?
—Un hombre —contestó
tranquilamente el Padre Brown— no puede decapitar a otro con
un alfiler, y, para este asesinato especial, era necesaria la decapitación.
—¿Por qué? —preguntó
O'Brien con mucho interés.
—Venga la segunda cuestión —continuó
el Padre Brown.
—Allá va: ¿por qué no gritó ni hizo ningún
ruido la victima? —preguntó el doctor—. La aparición
de un sable en el jardín no es un espectáculo habitual.
—Ramitas —dijo el
sacerdote tétricamente, y se volvió hacia la ventana que daba al escenario del
suceso—.
Nadie ha visto de dónde procedían las ramitas. ¿Cómo pudieron caer sobre el césped
(véanlo ustedes) estando tan lejos los árboles? Las ramas no habían estallado
solas, sino que hablan sido tajadas. El asesino estuvo distrayendo a su víctima
jugando con el sable, haciéndole ver cómo podía cortar una rama en el aire, y
otras cosas por el estilo. Y cuando la víctima se inclinó para ver el
resultado, un furioso tajo le arrancó la cabeza.
—Bien —dijo lentamente
el doctor—,
eso parece muy posible. Pero las otras dos cuestiones desafían a cualquiera.
El sacerdote seguía contemplando el jardín reflexivamente,
y esperaba, junto a la ventana, las preguntas del otro.
—Ya sabe usted que el jardín está
completamente cerrado, como una cámara hermética —prosiguió el
doctor—.
¿Cómo, pues, pudo el desconocido llegar al Jardín?
Sin volver la cara, el curita contestó.
—Nunca hubo ningún desconocido en ese jardín.
Silencio. Y a poco se oyó el ruido de una risotada casi
infantil. Lo absurdo de esta salida del Padre Brown movió a Iván a enfrentársele
abiertamente.
—¡Cómo! —exclamó—.
¿De modo que no hemos arrastrado anoche hasta el sofá ese corpachón? ¿De modo
que éste no entró al jardín?
—¿Entrar al jardín? —repitió
Brown, reflexionando—. No, no del todo.
—¡Pero señor! —exclamó Simon—
O se entra o no se entra al jardín; imposible el término medio.
—No necesariamente —dijo el
clérigo con tímida sonrisa—. ¿Cuál es la cuestión
siguiente, doctor?
—Me parece que usted desvaría —dijo
el doctor Simon secamente—. Pero de todos modos, le propondré
la cuestión siguiente: ¿cómo logró Brayne salir del jardín?
—Nunca salió del jardín —dijo
el sacerdote sin apartar los ojos de la ventana.
—¿Que nunca salió del jardín? —estalló
Simon.
—No completamente —dijo el
Padre Brown.
Simon crispó los puños en rapto de lógica francesa.
—¡O sale uno del jardín o no sale! —gritó.
—No siempre —dijo el Padre
Brown.
El doctor Simon se levantó con impaciencia.
—No quiero perder más tiempo en estas
insensateces —dijo
indignado—.
Si usted no puede entender el hecho de que un hombre tenga necesariamente que
estar de un lado, u otro de un muro, no discutamos más.
—Doctor —dijo el clérigo
muy cortésmente—,
siempre nos hemos entendido muy bien. Aunque sea en nombre de nuestra antigua
amistad, espere usted un poco y propóngame la quinta cuestión.
El impaciente doctor se dejó caer sobre una silla que había
junto a la puerta, y dijo simplemente:
—La cabeza y la espalda han recibido unos
golpes muy raros. Parecen dados después de la muerte.
—Sí —dijo el inmóvil sacerdote—,
y se hizo así para hacerle suponer a usted el falso supuesto en que ha
incurrido: para hacerle a usted dar por establecido que esa cabeza pertenece a
ese cuerpo.
Aquella parte liminar del cerebro en que se engendran todos
los monstruos, conmovióse espantosamente en el gaélico O'Brien. Sintió la
presencia caótica de todos los hombres-caballos y mujeres-peces engendrados por
la absurda fantasía del hombre. Una voz más antigua que la de sus primeros
padres pareció decir a su oído: "Aléjate del monstruoso jardín en donde
crecen los árboles de doble fruto; huye del perverso, jardín donde murió el hombre
de las dos cabezas". Pero mientras estas simbólicas y vergonzosas figuras
pasaban por el profundo espejo de su alma irlandesa, su intelecto afrancesado
se mantenía alerta al extravagante sacerdote tan atento y tan incrédulamente
como los demás.
El Padre Brown había vuelto la cara al fin; pero, contra la
ventana, sólo, se veía su silueta. Sin embargo, creyeron adivinar que estaba
pálido como las cenizas. Con todo, fue capaz de hablar muy claramente como si
no hubiera en el mundo almas gaélicas.
—Caballeros —dijo—:
el cuerpo que encontraron ustedes en el jardín no es el de Becker. En el jardín
no había ningún cuerpo desconocido. Y a despecho del racionalismo del doctor Simon,
afirmo todavía que Becker solo estaba parcialmente presente. Vean ustedes —señalando
el busto negro del misterioso cadáver—: nunca han visto ustedes a
este hombre en vida. ¿Acaso han visto a éste?
Y rápidamente separó la cabeza calva y amarilla del
desconocido, y puso en su lugar, junto al cuerpo, la cabeza canosa. Y apareció,
completo, unificado, inconfundible, el cadáver de Julio K. Brayne.
—El matador —continuó Brown
tranquilamente—
cortó la cabeza a su enemigo y arrojó el sable por encima del muro. Pero era
demasiado ladino para sólo arrojar el sable. También arrojó la cabeza por sobre
el muro. Y después no tuvo, más trabajo, que el de ajustarle otra cabeza al
tronco, y (según procuró sugerirlo insistentemente en una investigación
privada) todos ustedes se imaginaron que el cadáver era el de un hombre
totalmente nuevo.
—¡Ajustarle otra cabeza! —dijo
O'Brien espantado—. ¿Qué otra cabeza? Las cabezas no se dan en
los arbustos del jardín, supongo.
—No —dijo el Padre Brown secamente,
mirando sus botas—. Sólo se dan en un sitio. Se dan junto a la
guillotina, donde Arístides Valentín el jefe de la policía, estaba apenas una
hora antes del asesinato. ¡Oh, amigos míos! Escuchadme un instante antes de que
me destrocéis. Valentín es un hombre honrado, si esto es compatible con estar
loco por una causa disputable. Pero, ¿no habéis visto nunca en aquellos sus ojos
fríos y grises que está loco? Lo hará todo, todo, con tal de destruir lo que él
llama la superstición de la Cruz. Por eso ha combatido y ha sufrido, y por eso
ha matado ahora. Los enormes millones de Brayne se habían dispersado hasta
ahora entre tantas sectas, que no podían alterar la balanza. Pero hasta
Valentín llegó el rumor de que Brayne, como tantos escépticos, se iba acercando
hacia nosotros, y eso ya era cosa muy diferente. Brayne podía derramar
abundantes provisiones para robustecer a la empobrecida y combatida iglesia de
Francia; podía mantener seis periódicos nacionalistas como La Guillotine. La
balanza iba ya a oscilar, y el riesgo encendió la llama del fanático. Se
decidió, pues, a acabar con el millonario, y lo hizo como podía esperarse del
más grande de los detectives, resuelto a cometer su único crimen. Sustrajo la
cabeza de Becker con algún pretexto criminológico, y se la trajo, a casa en su estuche
oficial. Se puso a discutir con Brayne, y Lord Galloway no quiso esperar al fin
de la discusión. Y cuando éste se alejó, condujo a Brayne al jardín cerrado,
habló de la maestría en el manejo de las armas, usó unas ramitas y un sable
para poner algunos ejemplos, y...
Iván, el de la Cicatriz, se levantó.
—¡Loco! —aulló—
Ahora mismo lo llevo a usted donde mi amo; lo voy a coger por...
—No, si allá voy yo —dijo
Brown con aplomo—. Tengo el deber de pedirle que se confiese.
Llevando consigo al desdichado Brown como víctima al sacrificio,
todos se apresuraron hacia el silencioso estudio de Valentín. El gran detective
estaba sentado junto a su escritorio, muy ocupado al parecer para percatarse de
su ruidosa entrada. Se detuvieron un instante y, de pronto, el doctor advirtió
algo extraño en el aspecto de aquel dorso elegante y rígido, y corrió hacia él.
Un toque y una mirada le bastaron para permitirle descubrir que, junto al codo
de Valentín, había una cajita de píldoras, y que éste estaba muerto en su
silla, y en la cara lívida del suicida había un orgullo mayor que el de Catón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario