José Emilio Pacheco
A
Ignacio Solares
Estimado señor: Le envío el informe confidencial que
me pidió. Incluyo un recibo por mis honorarios. Le ruego se sirva cubrirlos
mediante cheque o giro postal. Confío en que el precio de mis servicios le
parezca justo. El informe salió más largo y detallado de lo que en un principio
supuse. Tuve que redactarlo varias veces para lograr cierta claridad ante lo
difícil y aun lo increíble del caso. Reciba los atentos saludos de
Ernesto Domínguez Puga
Detective Privado
Palma 10, despacho 52
México, Distrito Federal,
sábado 5 de mayo de 1972.
Informe confidencial
El 9 de agosto de 1943 la señora Olga Martínez de
Andrade y su hijo de seis años, Rafael Andrade Martínez, salieron de su casa
(Tabasco 106, colonia Roma). Iban a almorzar con doña Caridad Acevedo viuda de
Martínez en su domicilio (Gelati 36 bis, Tacubaya). Ese día descansaba el
chofer. El niño no quiso viajar en taxi: le pareció una aventura ir como los
pobres en tranvía y autobús. Se adelantaron a la cita y a la señora Olga se le
ocurrió pasear al niño por el cercano Bosque de Chapultepec.
Rafael se divirtió en los columpios y resbaladillas
del Rancho de la Hormiga, atrás de la residencia presidencial (Los Pinos). Más
tarde fueron por las calzadas hacia el lago y descansaron en la falda del
cerro.
Llamó la atención de Olga un detalle que hoy mismo,
tantos años después, pasa inadvertido a los transeúntes: los árboles de ese
lugar tienen formas extrañas, se hallan como aplastados por un peso invisible.
Esto no puede atribuirse al terreno caprichoso ni a la antigüedad. El
administrador del Bosque informó que no son árboles vetustos como los
ahuehuetes prehispánicos de las cercanías: datan del siglo XIX. Cuando actuaba
como emperador de México, el archiduque Maximiliano ordenó sembrarlos en vista
de que la zona resultó muy dañada en 1847, a consecuencia de los combates en
Chapultepec y el asalto del Castillo por las tropas norteamericanas.
El niño estaba cansado y se tendió de espaldas en el
suelo. Su madre tomó asiento en el tronco de uno de aquellos árboles que, si
usted me lo permite, calificaré de sobrenaturales. Pasaron varios minutos. Olga
sacó su reloj, se lo acercó a los ojos, vio que ya eran las dos de la tarde y
debían irse a casa de la abuela. Rafael le suplicó que lo dejara un rato más.
La señora aceptó de mala gana, inquieta porque en el camino se habían cruzado
con varios aspirantes a torero quienes, ya desde entonces, practicaban al pie
de la colina en un estanque seco, próximo al sitio que se asegura fue el baño
de Moctezuma.
A la hora del almuerzo el Bosque había quedado
desierto. No se escuchaba rumor de automóviles en las calzadas ni trajín de
lanchas en el lago. Rafael se entretenía en obstaculizar con una ramita el paso
de un caracol. En ese instante se abrió un rectángulo de madera oculto bajo la
hierba rala del cerro y apareció un hombre que dijo a Rafael:
—Déjalo. No lo molestes. Los caracoles no hacen daño
y conocen el reino de los muertos.
Salió del subterráneo, fue hacia Olga, le tendió un
periódico doblado y una rosa con un alfiler:
—Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la
prenda.
Olga dio las gracias, extrañada por la aparición del
hombre y la amabilidad de sus palabras. Lo creyó un vigilante, un guardián del
Castillo, y de momento no reparó en su vocabulario ni en el olor a humedad que
se desprendía de su cuerpo y su ropa.
Mientras tanto Rafael se había acercado al
desconocido y le preguntaba:
—¿Ahí vives?
—No: más abajo, más adentro.
—¿Y no tienes frío?
—La tierra en su interior está caliente.
—Llévame a conocer tu casa. Mamá ¿me das permiso?
—Niño, no molestes. Dale las gracias al señor y
vámonos ya: tu abuelita nos está esperando.
—Señora, permítale asomarse. No lo deje con la
curiosidad.
—Pero, Rafaelito, ese túnel debe de estar muy
oscuro. ¿No te da miedo?
—No, mamá.
Olga asintió con gesto resignado. El hombre tomó de
la mano a Rafael y dijo al empezar el descenso:
—Volveremos. Usted no se preocupe. Sólo voy a
enseñarle la boca de la cueva.
—Cuídelo mucho, por favor. Se lo encargo.
Según el testimonio de parientes y amigos, Olga fue
siempre muy distraída. Por tanto, juzgó normal la curiosidad de su hijo, aunque
no dejaron de sorprenderla el aspecto y la cortesía del vigilante. Guardó la
flor y desdobló el periódico. No pudo leerlo. Apenas tenía veintinueve años
pero desde los quince necesitaba lentes bifocales y no le gustaba usarlos en
público.
Pasó un cuarto de hora. El niño no regresaba. Olga
se inquietó y fue hasta la entrada de la caverna subterránea. Sin atreverse a
penetrar en ella, gritó con la esperanza de que Rafael y el hombre le
contestaran. Al no obtener respuesta, bajó aterrorizada hasta el estanque seco.
Dos aprendices de torero se adiestraban allí. Olga les informó de lo sucedido y
les pidió ayuda.
Volvieron al lugar de los árboles extraños. Los
torerillos cruzaron miradas al ver que no había ninguna cueva, ninguna boca de
ningún pasadizo. Buscaron a gatas sin hallar el menor indicio. No obstante, en
manos de Olga estaban la rosa, el alfiler, el periódico -y en el suelo, el
caracol y la ramita.
Cuando Olga cayó presa de un auténtico shock, los
torerillos entendieron la gravedad de lo que en principio habían juzgado una
broma o una posibilidad de aventura. Uno de ellos corrió a avisar por teléfono
desde un puesto a orillas del lago. El otro permaneció al lado de Olga e
intentó calmarla.
Veinte minutos después se presentó en Chapultepec el
ingeniero Andrade, esposo de Olga y padre de Rafael. En seguida aparecieron los
vigilantes del Bosque, la policía, la abuela, los parientes, los amigos y desde
luego la multitud de curiosos que siempre parece estar invisiblemente al acecho
en todas partes y se materializa cuando sucede algo fuera de lo común.
El ingeniero tenía grandes negocios y estrecha
amistad con el general Maximino Ávila Camacho. Modesto especialista en resistencia
de materiales cuando gobernaba el general Lázaro Cárdenas, Andrade se había
vuelto millonario en el nuevo régimen gracias a las concesiones de carreteras y
puentes que le otorgó don Maximino. Como usted recordará, el hermano del
presidente Manuel Ávila Camacho era el secretario de Comunicaciones, la persona
más importante del gobierno y el hombre más temido de México. Bastó una orden
suya para movilizar a la mitad de todos los efectivos policiales de la capital,
cerrar el Bosque, detener e interrogar a los torerillos. Uno de sus ayudantes
irrumpió en Palma 10 y me llevó a Chapultepec en un automóvil oficial. Dejé
todo para cumplir con la orden de Ávila Camacho. Yo acababa de hacerle
servicios de la índole más reservada y me honra el haber sido digno de su
confianza.
Cuando llegué a Chapultepec hacia las cinco de la
tarde, la búsqueda proseguía sin que se hubiese encontrado ninguna pista. Era
tanto el poder de don Maximino que en el lugar de los hechos se hallaban para
dirigir la investigación el general Miguel Z. Martínez, jefe de la policía
capitalina, y el coronel José Gómez Anaya, director del Servicio Secreto.
Agentes y uniformados trataron, como siempre, de
impedir mi labor. El ayudante dijo a los superiores el nombre de quien me
ordenaba hacer una investigación paralela. Entonces me dejaron comprobar que en
la tierra había rastros del niño, no así del hombre que se lo llevó.
El administrador del Bosque aseguró no tener
conocimiento de que hubiera cuevas o pasadizos en Chapultepec. Una cuadrilla
excavó el sitio en donde Olga juraba que había desaparecido su hijo. Sólo
encontraron cascos de metralla y huesos muy antiguos. Por su parte, el general
Martínez declaró a los reporteros que la existencia de túneles en México era
sólo una más entre las muchas leyendas que envuelven el secreto de la ciudad.
La capital está construida sobre el lecho de un lago; el subsuelo fangoso
vuelve imposible esta red subterránea: en caso de existir, se hallaría anegada.
La caída de la noche obligó a dejar el trabajo para
la mañana siguiente. Mientras se interrogaba a los torerillos en los separos de
la Inspección, acompañé al ingeniero Andrade a la clínica psiquiátrica de
Mixcoac donde atendían a Olga los médicos enviados por Ávila Camacho. Me
permitieron hablar con ella y sólo saqué en claro lo que consta al principio de
este informe.
Por los insultos que recibí en los periódicos no
guardé recortes y ahora lo lamento. La radio difundió la noticia, los
vespertinos ya no la alcanzaron. En cambio los diarios de la mañana desplegaron
en primera plana y a ocho columnas lo que a partir de entonces fue llamado
"El misterio de Chapultepec''.
Un pasquín ya desaparecido se atrevió a afirmar que
Olga tenía relaciones con los dos torerillos. Chapultepec era el escenario de
sus encuentros. El niño resultaba el inocente encubridor que al conocer la
verdad tuvo que ser eliminado.
Otro periódico sostuvo que hipnotizaron a Olga y la
hicieron creer que había visto lo que contó. En realidad el niño fue víctima de
una banda de "robachicos''. (El término, traducido literalmente de
kidnapers, se puso de moda en aquellos años por el gran número de secuestros
que hubo en México durante la segunda guerra mundial.) Los bandidos no
tardarían en pedir rescate o en mutilar a Rafael para obligarlo a la
mendicidad.
Aún más irresponsable, cierta hoja inmunda engañó a
sus lectores con la hipótesis de que Rafael fue capturado por una secta que
adora dioses prehispánicos y practica sacrificios humanos en Chapultepec. (Como
usted sabe, Chapultepec fue el bosque sagrado de los aztecas.) Según los
miembros de la secta, la cueva oculta en este lugar es uno de los ombligos del
planeta y la entrada al inframundo. Semejante idea parece basarse en una
película de Cantinflas, El signo de la muerte.
En fin, la gente halló un escape de la miseria, las
tensiones de la guerra, la escasez, la carestía, los apagones preventivos contra
un bombardeo aéreo que por fortuna no llegó jamás, el descontento, la
corrupción, la incertidumbre... Y durante algunas semanas se apasionó por el
caso. Después, todo quedó olvidado para siempre.
Cada uno piensa distinto, cada cabeza es un mundo y
nadie se pone de acuerdo en nada. Era un secreto a voces que para 1946 don
Maximino ambicionaba suceder a don Manuel en la presidencia. Sus adversarios
aseguraban que no vacilaría en recurrir al golpe militar y al fratricidio. Por
tanto, de manera inevitable se le dio un sesgo político a este embrollo: a
través de un semanario de oposición, sus enemigos civiles difundieron la
calumnia de que don Maximino había ordenado el asesinato de Rafael con objeto
de que el niño no informara al ingeniero Andrade de las relaciones que su
protector sostenía con Olga.
El que escribió esa infamia amaneció muerto cerca de
Topilejo, en la carretera de Cuernavaca. Entre su ropa se halló una nota de
suicida en que el periodista manifestaba su remordimiento, hacía el elogio de
Ávila Camacho y se disculpaba ante los Andrade. Sin embargo la difamación
encontró un terreno fértil, ya que don Maximino, personaje extraordinario, tuvo
un gusto proverbial por las llamadas "aventuras''. Además, la discreción,
el profesionalismo, el respeto a su dolor y a sus actuales canas me impidieron
decirle antes a usted que en 1943 Olga era bellísima, tan hermosa como las
estrellas de Hollywood pero sin la intervención del maquillista ni el cirujano
plástico.
Tan inesperadas derivaciones tenían que encontrar un
hasta aquí. Gracias a métodos que no viene al caso describir, los torerillos
firmaron una confesión que aclaró las dudas y acalló la maledicencia. Según
consta en actas, el 9 de agosto de 1943 los adolescentes aprovechan la soledad
del Bosque a las dos de la tarde y la mala vista de Olga para montar la farsa
de la cueva y el vigilante misterioso. Enterados de la fortuna del ingeniero,
que hasta entonces había hecho esfuerzos por ocultarla, se proponen llevarse al
niño y exigir un rescate que les permita comprar su triunfo en las plazas de
toros. Luego, atemorizados al ver que pisan terrenos del implacable hermano del
presidente, los torerillos enloquecen de miedo, asesinan a Rafael, lo
descuartizan y echan sus restos al Canal del Desagüe.
La opinión pública mostró credulidad y no exigió que
se puntualizaran algunas contradicciones. Por ejemplo, ¿qué se hizo de la
caverna subterránea por la que desapareció Rafael? ¿Quién era y en dónde se
ocultaba el cómplice que desempeñó el papel de guardia? ¿Por qué, de acuerdo
con el relato de la madre, fue el propio niño quien tuvo la iniciativa de
entrar en el pasadizo? Y sobre todo ¿a qué horas pudieron los torerillos
destazar a Rafael y arrojar los despojos a las aguas negras —situadas en su
punto más próximo a unos veinte kilómetros de Chapultepec— si, como antes he
dicho, uno llamó a la policía y al ingeniero Andrade, el otro permaneció al
lado de Olga y ambos estaban en el lugar de los hechos cuando llegaron la
familia y las autoridades?
Pero al fin y al cabo todo en este mundo es
misterioso. No hay ningún hecho que pueda ser aclarado satisfactoriamente. Como
tapabocas se publicaron fotos de la cabeza y el torso de un muchachito,
vestigios extraídos del Canal del Desagüe. Pese a la avanzada descomposición,
era evidente que el cadáver correspondía a un niño de once o doce años, y no de
seis como Rafael. Esto sí no es problema: en México siempre que se busca un
cadáver se encuentran muchos otros en el curso de la pesquisa.
Dicen que la mejor manera de ocultar algo es ponerlo
a la vista de todos. Por ello y por la excitación del caso y sus inesperadas
ramificaciones, se disculpará que yo no empezara por donde procedía: es decir,
por interrogar a Olga acerca del individuo que capturó a su hijo. Es
imperdonable -lo reconozco- haber considerado normal que el hombre le entregara
una flor y un periódico y no haber insistido en examinar estas piezas.
Tal vez un presentimiento de lo que iba a encontrar
me hizo posponer hasta lo último el verdadero interrogatorio. Cuando me
presenté en la casa de Tabasco 106 los torerillos, convictos y confesos tras un
juicio sumario, ya habían caído bajo los disparos de la ley fuga: en Mazatlán
intentaron escapar de la cuerda en que iban a las Islas Marías para cumplir una
condena de treinta años por secuestro y asesinato. Y ya todos, menos los
padres, aceptaban que los restos hallados en las aguas negras eran los del niño
Rafael Andrade Martínez.
Encontré a Olga muy desmejorada, como si hubiera envejecido
varios años en unas cuantas semanas. Aún con la esperanza de recobrar a su
hijo, se dio fuerzas para contestarme. Según mis apuntes taquigráficos, la
conversación fue como sigue:
-Señora Andrade, en la clínica de Mixcoac no me
pareció oportuno preguntarle ciertos detalles que ahora considero
indispensables. En primer lugar ¿cómo vestía el hombre que salió de la tierra
para llevarse a Rafael?
—De uniforme.
—¿Uniforme militar, de policía, de guardabosques?
—No, es que, sabe usted, no veo bien sin mis lentes.
Pero no me gusta ponérmelos en público. Por eso pasó todo, por eso...
—Cálmate —intervino el ingeniero Andrade cuando su
esposa comenzó a llorar.
—Perdone, no me contestó usted: ¿cómo era el
uniforme?
—Azul, con adornos rojos y dorados. Parecía muy
desteñido.
—¿Azul marino?
—Más bien azul claro, azul pálido.
—Continuemos. Apunté en mi libreta las palabras que
le dijo el hombre al darle el periódico y la flor: "Tenga para que se
entretenga. Tenga para que se la prenda.'' ¿No le parecen muy extrañas?
—Sí, rarísimas. Pero no me di cuenta. Qué estúpida.
No me lo perdonaré jamás.
—¿Advirtió usted en el hombre algún otro rasgo fuera
de lo común?
—Me parece estar oyéndolo: hablaba muy despacio y
con acento.
—¿Acento regional o como si el español no fuera su
lengua?
—Exacto: como si el español no fuera su lengua.
—Entonces ¿cuál era su acento?
—Déjeme ver... quizá... como alemán.
El ingeniero y yo nos miramos. Había muy pocos
alemanes en México. Eran tiempos de guerra, no se olvide, y los que no estaban
concentrados en el Castillo de Perote vivían bajo sospecha. Ninguno se hubiera
atrevido a meterse en un lío semejante.
—¿Y él? ¿Cómo era él?
—Alto... sin pelo... Olía muy fuerte... como a
humedad.
—Señora Olga, disculpe el atrevimiento, pero si el
hombre era estrafalario ¿por qué dejó usted que Rafaelito bajara con él a la
cueva?
—No sé, no sé. Por tonta, porque él me lo pidió,
porque siempre lo he consentido mucho. Nunca pensé que pudiera ocurrirle nada
malo... Espere, hay algo más: cuando el hombre se acercó vi que estaba muy
pálido... ¿Cómo decirle...? Blancuzco... Eso es: como un caracol... un caracol
fuera de su concha.
—Válgame Dios. Qué cosas se te ocurren -exclamó el
ingeniero Andrade. Me estremecí. Para fingirme sereno enumeré:
—Bien, con que decía frases poco usuales, hablaba
con acento alemán, llevaba uniforme azul pálido, olía mal y era fofo, viscoso.
¿Gordo, de baja estatura?
—No, señor, todo lo contrario: muy alto, muy
delgado... Ah, además tenía barba.
—¿Barba? Pero si ya nadie usa barba —intervino el
ingeniero Andrade.
—Pues él tenía —afirmó Olga.
Me atreví a preguntarle:
—¿Una barba como la de Maximiliano de Habsburgo,
partida en dos sobre el mentón?
—No, no. Recuerdo muy bien la barba de Maximiliano.
En casa de mi madre hay un cuadro del emperador y la emperatriz Carlota... No,
señor, él no se parecía a Maximiliano. Lo suyo eran más bien mostachos o
patillas... como grises o blancas... no sé.
La cara del ingeniero reflejó mi propio gesto de
espanto. De nuevo quise aparentar serenidad y dije como si no tuviera
importancia:
—¿Me permite examinar la revista que le dio el
hombre?
—Era un periódico, creo yo. También guardé la flor y
el alfiler en mi bolsa. Rafael ¿no te acuerdas qué bolsa llevaba?
—La recogí en Mixcoac y luego la guardé en tu
ropero. Estaba tan alterado que no se me ocurrió abrirla.
Señor, en mi trabajo he visto cosas que
horrorizarían a cualquiera. Sin embargo nunca había sentido ni he vuelto a
sentir un miedo tan terrible como el que me dio cuando el ingeniero Andrade
abrió la bolsa y nos mostró una rosa negra marchita (no hay en este mundo rosas
negras), un alfiler de oro puro muy desgastado y un periódico amarillento que
casi se deshizo cuando lo abrimos. Era La Gaceta del Imperio, con fecha del 2
de octubre de 1866. Más tarde nos enteramos de que sólo existe otro ejemplar en
la Hemeroteca.
El ingeniero Andrade, que en paz descanse, me hizo
jurar que guardaría el secreto. El general Maximino Ávila Camacho me recompensó
sin medida y me exigió olvidarme del asunto. Ahora, pasados tantos años, confío
en usted y me atrevo a revelar -a nadie más he dicho una palabra de todo esto-
el auténtico desenlace de lo que llamaron los periodistas "El misterio de
Chapultepec''. (Poco después la inesperada muerte de don Maximino iba a
significar un nuevo enigma, abrir el camino al gobierno civil de Miguel Alemán
y terminar con la época de los militares en el poder.)
Desde entonces hasta hoy, sin fallar nunca, la
señora Olga Martínez viuda de Andrade camina todas las mañanas por el Bosque de
Chapultepec hablando a solas. A las dos en punto de la tarde se sienta en el
tronco vencido del mismo árbol con la esperanza de que algún día la tierra se
abrirá para devolverle a su hijo o para llevarla, como los caracoles, al reino
de los muertos. Pase usted por allí y la encontrará con el mismo vestido que
llevaba el 8 de agosto de 1943: sentada en el tronco, inmóvil, esperando,
esperando.
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