Alexei Tolstoi
En el año de 1815 se reunió en Viena lo más
distinguido en materia de erudición europea, espíritus brillantes de la
sociedad y de enormes capacidades diplomáticas. Cuando el Congreso concluyó,
los monárquicos emigrados se preparaban para regresar definitivamente a sus
castillos, los guerreros rusos a ver de nuevo sus hogares abandonados y algunos
polacos partían a disgusto por tener que llevar con ellos su amor a la libertad
a Cracovia, para ponerla bajo la triple y dudosa independencia que
supuestamente habían logrado el príncipe Metternich, el príncipe de Hardenberg
y el conde de Nesselrode.
Parecido al fin de un baile animado, la reunión
hacía poco tiempo muy concurrida se redujo a un pequeño número de personas
dispuestas al placer que, fascinadas por los encantos de las damas austríacas,
se demoraban en cerrar el equipaje y postergaban su marcha. Esta feliz
sociedad, de la que yo formaba parte, se reunía dos veces por semana en el castillo
de la señora princesa viuda de Schwarzemberg, a pocas millas de la ciudad, al
lado de un pequeño burgo llamado Hitzing. Los buenos modales de la anfitriona
del lugar eran realzados por la gentil amabilidad y la finura de su espíritu, y
hacían deleitosa la estancia en su residencia.
Las mañanas estaban destinadas a dar paseos;
merendábamos todos juntos, en el castillo o en los alrededores y, en la noche,
sentados alrededor de un agradable fuego de chimenea, nos entreteníamos
conversando y contando historias. Estaba estrictamente prohibido hablar de
política. Ya habíamos tenido demasiado, y preferíamos los relatos de leyendas
de nuestros respectivos países o de nuestras evocaciones. Una noche, cuando ya
cada uno había contado alguna cosa y nuestros ánimos se encontraban en ese
estado de tensión que por lo común la oscuridad y el silencio incrementan, el
marqués de Urfé, viejo emigrado a quien todos estimábamos por su alegría
juvenil y por la forma atrevida de hablar de su antigua buena fortuna, aprovechó
un momento de silencio y tomó la palabra:
—Vuestras historias, señores —nos dijo—, sin duda
son asombrosas, pero es de mi parecer que les falta algo esencial, quiero
decir, la autenticidad. Que yo sepa ninguno de vosotros ha visto con sus ojos
las cosas maravillosas que acaban de narrar, como tampoco puede asegurar su
veracidad bajo palabra de honor.
Fuimos obligados a reconocerlo y el anciano,
acariciándose la papada, continuó:
—En cuanto a mí, señoras, no conozco sino una sola
aventura de ese género, pero al mismo tiempo es tan extraña, tan horrible, y
tan verdadera que ella sola es suficiente para herir de espanto el espíritu del
más incrédulo. Desgraciadamente fui testigo y actor al mismo tiempo, y aunque
no me gusta recordarla, esta vez con placer les narraré la historia, siempre
que las damas lo consientan.
La aprobación fue unánime. Algunas miradas,
temerosas ante la perspectiva de escuchar una narración verdadera, se posaron
en los cuadros de luz que comenzaban a dibujarse sobre la duela; pero pronto el
pequeño círculo se fue cerrando y cada uno hizo silencio para escuchar la
historia del marqués. El señor de Urfé tomó una porción de tabaco, la fumó
lentamente y comenzó diciendo:
—Antes que nada, señoras mías, les pido una disculpa
si en el transcurso de mi narración sucede que hablo de mis asuntos amorosos
más de lo que conviene a un hombre de mi edad. Pero deberé mencionarlos para la
comprensión del relato. Además, se perdona a la vejez tener momentos de
confusión, y será su culpa señoras mías, si al verlas tan hermosas frente a mí,
me siento tentado a creer que soy un joven mozo. Les diré sin más preámbulos
que en el año de 1759 yo estaba perdidamente enamorado de la bella duquesa de
Gramont. Esa pasión que creí entonces profunda y duradera no me dejaba en paz
ni de día ni de noche, y la duquesa, como suelen hacer las mujeres bonitas, se
complacía en coquetear para acrecentar mis tormentos. Tanto que en un momento
de desesperación, fui a solicitar y obtuve una misión diplomática cerca del
hospodar de Moldavia, durante las negociaciones con el gabinete de Versalles y
sería tan aburrido como inútil detallarlas. La víspera de mi partida, me
presenté en casa de la duquesa. Ella me recibió menos sarcástica que de
costumbre y me dijo con una voz que dejaba traslucir cierta emoción:
—De Urfé, comete usted una locura. Pero le conozco y
sé muy bien que nunca se retracta cuando ya ha tomado una decisión. Así que no
le demando sino una cosa: acepte esta pequeña cruz como prueba de mi amistad, y
llévela puesta hasta su regreso. Es una reliquia que para mi familia tiene una
gran valor.
Con una galantería, quizá para el momento fuera de
tono besé no la reliquia, sino la encantadora mano que me la ofrecía y me la
puse alrededor del cuello. Es la misma cruz que aquí muestro; desde ese día
nunca me he separado de ella.
—No las fatigaré, señoras, con los detalles del
viaje, ni con las observaciones que hice de los húngaros y de los serbios, un
pueblo empobrecido e ignorante pero valiente y honesto, que a pesar de estar
bajo el dominio turco no había olvidado ni su dignidad ni su antigua
independencia. Será suficiente decirles que haber aprendido un poco del idioma
polaco durante una estadía en Varsovia, facilitó mi instrucción y en poco
tiempo me adiestré en el serbio, ya que esos dos idiomas, al igual que el ruso
y el bohemio, como deben saber, no son sino ramas de una misma y única lengua
que llaman eslava.
Ahora bien, sabía lo suficiente para hacerme
entender, cuando un día llegué a un pueblo, cuyo nombre interesa apenas.
Encontré a los habitantes de la casa en donde iba a hospedarme sumergidos en
una consternación que me pareció tanto más inusual puesto que era domingo, día
en que el pueblo serbio acostumbra entregarse a los más diversos placeres,
tales como el baile, el tiro de arcabuz, la lucha, etc. Atribuí la forma de
actuar de mis anfitriones a alguna desgracia reciente, y ya iba a retirarme
cuando un hombre como de treinta años, alto de estatura e imponente, se acercó
y me tomó de la mano.
—Pase, pase, extranjero —me dijo—, no se moleste por
nuestra tristeza, cuando conozca la causa nos entenderá.
Me contó entonces que su anciano padre, llamado
Gorcha, hombre de carácter inquieto e intratable, un día se había levantado de
su cama y había descolgado de la pared su gran arcabuz turco.
—Muchachos —les había dicho a sus dos hijos, Georges
y Pierre—, me voy a la montaña para reunirme con los valientes que persiguen a
ese perro de Alibek (ése era el nombre de un bandolero turco que entonces
asolaba al país). Espérenme durante diez días, y si no regreso al décimo, hagan
decir una misa de difuntos, puesto que estaré muerto. Pero —añadió el viejo
Gorcha poniéndose aún más circunspecto—, si yo regresara (de esto Dios los
guarde) después de cumplirse los diez días, por sus vidas no me permitan de
ningún modo entrar. Si esto ocurre, les ordeno olvidar que fui su padre y que
me atraviesen con una estaca de álamo sin tomar en cuenta lo que yo pueda decir
o hacer, ya que para ese momento no seré sino un maldito vourdalak que vendrá a
succionar vuestra sangre.
Es oportuno decir, señoras mías, que los vourdalaks o
vampiros de los pueblos eslavos no son otra cosa que cuerpos muertos, salidos
de sus tumbas para succionar la sangre de los vivos. Hasta ahí sus costumbres
son las mismas de todos los vampiros, pero tienen otra que los hace más
temibles. Los vurdalaks, señoras mías, prefieren succionar la sangre de sus
familiares más cercanos y de sus amigos más íntimos, quienes al morir se
convierten en vampiros a su vez, de manera que se afirma haber visto en Bosnia
y en Hungría poblaciones enteras convertidas en vurdalaks. El abad Agustín
Calmet, en su curiosa obra sobre aparecidos, cita ejemplos escalofriantes. Los
emperadores de Alemania en varias ocasiones han nombrado comisiones encargadas
de esclarecer casos de vampirismo. Se levantan actas, se exhuman cadáveres encontrados
ahítos de sangre y se les quema en las plazas públicas luego de perforárseles
el corazón. Magistrados que son testigos de esas ejecuciones afirman haber
escuchado a los cadáveres emitir alaridos al momento en que el verdugo hendía
la estaca en sus pechos. Los mismos magistrados han hecho la deposición formal
y lo corroboran sus juramentos y sus firmas.
Después de estas referencias, les será más fácil
comprender, señoras, la impresión que produjeron las palabras de Gorcha en sus
hijos. Los dos se hincaron a sus pies y le suplicaron que se les dejara ir en
su lugar; pero, por toda respuesta, él les dio la espalda y se puso en marcha
canturreando el estribillo de una antigua balada. Precisamente el día en que
llegué al pueblo, expiraba el plazo fijado por Gorcha, y no me costó trabajo
comprender la desesperación de esos jóvenes.
Se trataba de una familia buena y honesta. Georges,
el mayor de los dos hijos, era de marcados rasgos masculinos, aparentaba ser un
hombre serio y decidido. Estaba casado y tenía dos hijos. Su hermano Pierre era
un hermoso joven de dieciocho años, su fisonomía revelaba más dulzura que
audacia, y parecía ser el favorito de una hermana menor llamada Sdenka, una
joven que representaba muy bien la belleza eslava. Además de esa belleza
indiscutible desde todo punto de vista, el parecido con la duquesa de Gramont
me impresionó de entrada. Tenía en especial un rasgo en la frente que en toda
mi vida no encontré sino en esos dos seres. Esa particularidad podía no agradar
en una primera impresión pero se volvía irresistiblemente atractiva después de
haberla visto más de una vez.
Ya fuera porque en ese tiempo era muy joven, ya
fuera el parecido, aunado a un espíritu único e ingenuo, Sdenka provocó en mí
un efecto irresistible. No habíamos conversado ni dos minutos y ya sentía por
ella una simpatía demasiado viva como para que no amenazara en convertirse en
un sentimiento más tierno si prolongaba mi estadía en el pueblo. Estábamos
reunidos delante de la casa en torno a una mesa provista de quesos y de cuencos
de leche. Sdenka hilaba; su cuñada preparaba la merienda de los niños que
jugaban en la arena; Pierre, con afectada despreocupación, silbaba mientras
pulía un yatagán, o largo cuchillo turco; Georges, acodado sobre la mesa, la
cabeza entre las manos y el ceño fruncido, parecía devorar el camino con los
ojos, sin pronunciar una palabra. Por lo que a mí se refiere, vencido por la
tristeza general, miraba con melancolía cómo las nubes enmarcaban el cielo
dorado y, entre un bosque de pinos, la silueta de un convento a medio esconder.
Ese convento, como lo supe más tarde, antaño gozó de
una enorme celebridad gracias a una imagen milagrosa de la Virgen, que según la
leyenda los ángeles habían conducido y colocado en un roble. Pero al inicio del
siglo pasado, cuando los turcos invadieron el país, degollaron a los monjes y
saquearon el convento. De él no quedaban sino unos cuantos muros y una capilla
comunicada por una especie de ermita. Este último acogía en sus ruinas a los
curiosos y brindaba refugio a los peregrinos que llegaban a pie, venidos de un
santo lugar a otro, para rendir las devociones en el convento de la Virgen del
Roble. Ya dije antes que esto lo supe tiempo después. Esa tarde, yo pensaba en
cosas que distaban mucho de la arqueología serbia. Como sucede a menudo, cuando
se deja volar la imaginación, evocaba tiempos pasados, los días de mi infancia,
la querida patria, Francia, a la que había abandonado por un país lejano y
salvaje.
Recordaba a la duquesa de Gramont y, por qué no confesarlo,
en la distancia recordaba también a algunas damas de mi época, abuelas
vuestras, cuyos rostros, después del de la encantadora duquesa, se deslizaban
en mi corazón. Rápidamente olvidé a mis anfitriones y su desasosiego.
De pronto Georges rompió el silencio:
—Mujer —dijo—, ¿a qué hora partió el viejo?
—A las ocho —respondió la mujer—. Escuché con
claridad las campanas del convento.
—Entonces está bien —siguió diciendo Georges—, no
pueden ser más de las siete y media. —Y enmudeció fijando otra vez los ojos el
largo camino que se perdía en el bosque.
Olvidé decirles, señoras, que cuando los serbios
sospechan de algún vampirizado, evitan llamarlo por su nombre o de manera
directa, puesto que para ellos es hacerlo salir de su tumba. También Georges,
desde hacía algún tiempo, al hablar de su padre no se refería a él de otro modo
sino como el viejo.
Se quedó otro rato en silencio. De pronto, uno de
los niños, tirando del delantal de Sdenka, preguntó:
—Tía, ¿cuándo regresará el abuelo a la casa?
Una bofetada fue la respuesta de Georges a la
pregunta inoportuna. El niño se puso a llorar, y su hermano más pequeño
interrogó asombrado y temeroso:
—¿Por qué, padre, nos prohíbe hablar del abuelo?
Otra bofetada le cerró la boca. Los dos niños se
pusieron a chillar y la familia entera se santiguó.
En eso estábamos cuando escuché las campanas del
convento dar poco a poco las ocho. Apenas el primer toque resonaba en nuestros
oídos vimos una forma humana salir de la espesura del bosque y avanzar
lentamente hacia nosotros.
—¡Es él! ¡Alabado sea Dios! —gritaron al unísono
Sdenka, Pierre y su cuñada.
—¡Dios nos guarde! —dijo Georges preocupado—, ¿cómo
saber si los diez días transcurrieron o no?
Todos lo miraron con pánico, mientras la forma
humana seguía avanzando. Era un viejo de gran altura con un bigote plateado, la
cara pálida y severa y que se arrastraba a duras penas con la ayuda de un
bastón. A medida que se acercaba, el rostro de Georges se hacía más sombrío.
Una vez que el recién llegado estuvo muy cerca, se plantó y recorrió a su
familia con unos ojos que no parecían ver, de tan apagados y hundidos en sus
órbitas.
—¡Bueno! —dijo con una voz cavernosa—, ¿nadie me va
a recibir?, ¿qué significa ese silencio?, ¿no ven que estoy herido?
Entonces me di cuenta que el viejo sangraba por el
costado izquierdo.
—¡Ayude a su padre a sostenerse! —dije a Georges—.
¡Sdenka, usted vaya a preparar alguna medicina, este hombre está a punto de
desfallecer!
—Padre mío —dijo Georges acercándose a Gorcha—,
muéstreme su herida, sé de estas cosas y lo voy a curar.
Se acercó para abrirle las vestiduras, pero el viejo
lo rechazó bruscamente y ocultó la lesión tras sus manos.
—¡Quítate, torpe —dijo—, me haces daño!
—Pero entonces, ¡es en el corazón donde trae la
herida! —gritó Georges palideciendo—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Quítese esas ropas, es
urgente, urgente le digo!
El viejo se irguió.
—¡Cuídate mucho —dijo con su voz hueca— de tocarme,
pues si lo haces, te maldeciré!
Pierre se puso en medio de Georges y de su padre.
—¡Déjalo! ¿no te das cuenta que lo lastimas?
—¡No le lleves la contra -añadió su mujer—, sabes
que nunca lo ha tolerado!
En ese momento vimos a un rebaño regresar de pacer,
entre una nube de polvo, que se dirigía hacia la casa. El perro pastor que lo
conducía, o no reconoció a su viejo amo, o por otro motivo ignorado, desde el
momento en que percibió la presencia de Gorcha se detuvo, y, con el pelambre
erizado, comenzó a aullar como si viera algo sobrenatural.
—¿Qué le pasa a ese perro? —dijo el viejo cada vez
más enojado—, ¿qué significa todo esto?, ¿me he convertido en un extraño en mi
propia casa? ¿diez días pasados en la montaña me cambiaron hasta el punto de
que ni mis perros me reconocen?
—¿Escuchaste? —dijo Georges a su mujer.
—¿Qué cosa?
—¡Reconoce que pasaron los diez días!
—¡No, pero si regresó dentro del plazo fijado!
—¡Está bien, está bien, yo sé lo que tengo que
hacer!
Como el perro seguía aullando, vociferó:
—¡Maten a ese perro! ¿No me escuchan?"
Georges no se movió, pero Pierre se levantó con
lágrimas en los ojos, tomó el arcabuz de su padre y disparó. El perro rodó por
el suelo.
—¡Era mi perro preferido -dijo en voz baja-, no
entiendo porqué ha querido que lo mataran!
—¡Porque lo merecía! —dijo Gorcha—. ¡Vamos, quiero
entrar, hace mucho frío!
Mientras eso sucedía afuera, Sdenka preparó para el
viejo una tisana hecha de aguardiente hervido con peras, miel y raíces secas.
Pero su padre la rechazó con asco. Mostró la misma aversión al plato de carnero
con arroz que le sirvió Georges, y finalmente fue a sentarse en un rincón del
hogar, mascullando palabras ininteligibles. Un fuego hecho de pinos chispeaba
en la chimenea y alumbraba vacilante el rostro pálido y derrotado del viejo, y
sin esa luz se habría dicho que era la cara de un muerto. Sdenka fue a sentarse
junto a él.
—Padre mío —le dijo—, no desea tomar alguna cosa ni
descansar. ¿Y si nos contara sus aventuras en las montañas?
Al decir esto la joven sabía que tocaba un punto
débil, pues al viejo le encantaba narrar historias de guerras y combates. Se
dibujó una sonrisa en sus labios descoloridos, sus ojos permanecieron
inexpresivos y pasando las manos por sus hermosos cabellos blancos, respondió:
—Sí, hija mía; sí, Sdenka, me gustará mucho narrarte
lo que sucedió en las montañas, pero será otro día, ahora estoy muy cansado.
Entretanto te adelantaré que Alibek ya no existe y que por mi mano murió. Si
alguien lo duda —siguió el viejo paseando la mirada sobre su familia—, ¡aquí
está la prueba!
Desató una especie de alforja que le colgaba de la espalda
y extrajo una cabeza pálida y cruel, que aún no excedía en estas
características al rostro del viejo. Nos volvimos horrorizados, y Gorcha se la
entregó a Pierre:
—Toma —le dijo—, ¡colócame esto encima de la puerta,
para que la gente que pase sepa que Alibek está muerto y que los caminos están
limpios de bandoleros, exceptuando, claro está, a los jenízaros del Sultán!
Pierre acató la orden con repugnancia.
—¡Ahora comprendo —dijo el viejo—, que ese pobre
perro aullaba por olfatear la carne muerta!
—Sí, olió carne muerta —respondió con tristeza
Georges, que había salido sin que nos diéramos cuenta y en ese momento entraba
portando en la mano un objeto que me pareció una estaca y fue a depositarlo en
un rincón.
—Georges —le dijo su mujer en voz baja— ¿no estarás
pensando...?, espero.
—Hermano —añadió Sdenka—, ¿qué vas a hacer? Pero no,
¿no harás nada, verdad?
—¡Déjenme —respondió Georges—, yo sé lo que debe
hacerse y no haré nada que no sea necesario!
Entretanto había llegado la noche, la familia fue a
acostarse en una parte de la casa separada de mi habitación solamente por un
tabique muy delgado. Reconozco que lo sucedido aquella tarde turbó la
tranquilidad de mis pensamientos. La luz de mi cuarto estaba apagada, la luna
penetraba por una ventana muy baja cercana a mi cama y dejaba caer sobre el
piso y los muros resplandores blanquecinos, más o menos similares, queridas
damas, a los que invaden el salón donde nos encontramos ahora. Quise dormir sin
poder lograrlo. Atribuí el insomnio a la claridad de la luna; busqué algo que
pudiera hacer las veces de cortina, pero no hallé gran cosa. Entonces, al
percibir voces confusas detrás del tabique, me acerqué para escuchar mejor.
—Acuéstate, mujer —decía Georges—, Pierre, Sdenka,
ustedes también. No se preocupen, yo velaré por ustedes.
—Pero Georges —dijo su mujer—, me toca a mí
permanecer en vela, tú lo hiciste ayer y trabajaste todo el día, debes estar
muy cansado. Soy yo la que debe cuidar a nuestro hijo mayor, no está muy bien
desde ayer.
—¡Tranquilízate y vete a la cama —respondió
Georges-, yo velaré por los dos!
—Pero hermano —intervino Sdenka, con su voz más
dulce—, todo esto me parece inútil. Nuestro padre ya se durmió, mira cómo está
calmo y apacible.
—Ninguna de las dos entiende —dijo Georges en un
tono que no admitía réplica—. Les he dicho que deberán acostarse y dejarme
hacer guardia.
De pronto se hizo silencio, sentí el peso de mis
párpados y el sueño vino a apoderarse de mí. Creí ver que la puerta de mi
habitación se abría y que el viejo Gorcha aparecía en el umbral. Pero más que
ver su forma, la intuía, pues la habitación de la que salió estaba muy oscura.
Me pareció que sus ojos apagados intentaban adivinar mis pensamientos y
trataban de seguir el ritmo de mi respiración. Primero adelantó un pie, después
el otro. Luego con extrema precaución caminó con paso de lobo hacía a mí. De
inmediato dio un salto hasta quedar a un lado de mi cama. Padecí una angustia
indecible pero una fuerza oculta me mantuvo inmóvil. El viejo se inclinó y aproximó
su cara lívida tan cerca de la mía que me pareció sentir su respiración
difunta.
Hice un esfuerzo sobrehumano y desperté bañado en
sudor. No había nadie en mi habitación, pero me volví hacia la ventana y
descubrí al viejo Gorcha afuera, con el rostro pegado al vidrio y sus ojos
espeluznantes mirándome fijamente. Tuve el ánimo suficiente para no gritar y el
dominio para permanecer acostado, como si nada hubiera visto. Sin embargo, el
viejo daba la impresión de haber venido a asegurarse de que dormía y no hizo
ningún intento por entrar. Después de escudriñarme se alejó de la ventana y lo
sentí caminar hacia el cuarto vecino. Georges se había dormido y roncaba tan
fuerte que hacía temblar los muros. El niño tosió y reconocí la voz de Gorcha.
—¿No puedes dormir, pequeño?
—No, abuelo —respondió el niño—, ¡y me gustaría
mucho hablar contigo!
—¡Ah! Quieres hablar, ¿y de qué?
—Quisiera que me contaras cómo, al combatir a los
turcos, los venciste. ¡También yo lucharé contra ellos!
—Ya lo había pensado, por eso te traje un pequeño
yatagán. Mañana te lo daré.
—No, abuelo, mejor dámelo ahora, ya que estás
despierto.
—Y tú, ¿por qué durante el día no me dirigiste la
palabra?
—¡Porque papá me lo prohibió!
—Tu papá es demasiado precavido. Entonces, ¿de veras
te gustaría tener tu pequeño yatagán?
—¡Oh!, sí que me gustaría, pero no aquí, papá podría
despertar.
—Entonces, ¿dónde?
—Si salimos, prometo portarme bien y no hacer el
menor ruido.
Me pareció escuchar la risa burlona de Gorcha y oí
que el niño se levantaba. No creía en los vampiros pero la pesadilla que
acababa de tener afectó mis nervios y no deseaba cargar en el futuro con una
culpa a cuestas, así que me levanté y golpeé el tabique lo suficientemente
fuerte como para despertar a toda la familia. Me precipité hacia la puerta
dispuesto a salvar al niño; estaba obstruida por fuera y el cerrojo no cedió
pese a mis esfuerzos. Mientras intentaba derribarla, vi por la ventana al viejo
con el niño en brazos.
—¡Levántense! ¡Levántense! —grité con furia,
haciendo que el tabique se estremeciera con mis golpes.
Sólo Georges despertó.
—¿Dónde está el viejo? —me preguntó.
—¡Salga rápido —grité—, acaba de llevarse a su hijo!
Georges abrió la puerta de una patada, pues la suya
también había sido cerrada por fuera, y se echó a correr hacia el bosque. Por
fin conseguí despertar a Pierre, a su cuñada y a Sdenka. Nos reunimos delante
de la casa y pasados unos minutos vimos a Georges regresar con su hijo. Lo
encontró desmayado en el camino, pero pronto recobró la conciencia; no parecía
estar más enfermo que antes. Acosado por las preguntas, respondió que su abuelo
no le había hecho ningún mal, que ambos habían salido para conversar pero una
vez fuera perdió el conocimiento y no recordaba nada. Gorcha había
desaparecido. El resto de la noche, como pueden imaginar, nadie durmió. Al día
siguiente me enteré que el Danubio, cuyo curso interceptaba el camino a un
cuarto de legua del pueblo, comenzaba a arrastrar témpanos de hielo, lo que
siempre ocurre en esas regiones hacia el fin del invierno e inicio de la
primavera. El paso estaba obstruido y no podía ni pensar en la partida. Aun
cuando lo hubiera podido, la curiosidad y una atracción cada vez más poderosa,
me retuvieron. Más veía a Sdenka, más me sentía dispuesto a amarla. No soy de
ésos que creen en las pasiones súbitas e irresistibles de las que ofrecen
tantos ejemplos las novelas; pero hay casos en los que el amor crece de prisa.
La belleza única de Sdenka, ese extraño parecido con la duquesa de Gramont de
la que huí en París para reencontrarla ahí, sumergida en las costumbres
folklóricas, hablando un idioma extranjero y melódico, el rasgo peculiar por el
que en Francia me habría dejado matar; todo eso, sumado a la rareza de mi
situación y a los misterios que me envolvían, debieron contribuir a que naciera
dentro de mí un sentimiento que, en otras circunstancias, quizá se hubiera
manifestado vago y pasajero.
En el transcurso del día escuché cómo Sdenka conversaba
con su hermano menor.
—¿Qué piensas de todo esto? —decía ella—, ¿también
tú desconfías de nuestro padre?
—No me atrevo —respondió Pierre—, menos cuando el
niño dice que no le hizo ningún daño. Y de la desaparición, tú sabes que nunca
rindió cuentas de sus ausencias.
—Lo sé —dijo Sdenka—, pero entonces tenemos que
protegerlo, ya conoces a Georges...
—Sí, sí, lo conozco. Hablar con él sería inútil,
pero si le escondemos la estaca nunca irá a buscar otra, pues de este lado de
las montañas no hay un solo álamo.
—Sí, escondámosla, pero no digamos nada a los niños,
ya que podrían delatarse frente a Georges.
—Nos mantendremos alerta —dijo Pierre. Y luego se
separaron.
Llegó la noche sin que tuviésemos noticias del viejo
Gorcha. Al igual que la víspera, yo estaba acostado en mi cama y la luz de la
luna invadía la alcoba. Cuando el sueño comenzó a hacer turbias mis ideas sentí
como por instinto la proximidad del anciano. Abrí los ojos y su rostro lívido
estaba pegado a mi ventana. Esta vez quise levantarme, pero me fue imposible.
Sentí entumecidos todos mis miembros. Luego de mirarme con insistencia, el
viejo se alejó. Percibí cómo merodeaba alrededor de la casa y cómo, muy quedo,
tocaba la ventana donde dormían Georges y su mujer. El niño daba vueltas en la
cama y gimió en sueños. Pasaron algunos minutos en calma y volví a escuchar el
toque en la ventana. Entonces el niño se quejó de nuevo y despertó...
—¿Abuelo, eres tú?
—Sí —contestó la voz apagada—, vengo a traerte el
pequeño yatagán.
—Pero no me atrevo a salir, ¡papá me lo ha
prohibido!
—¡No es necesario, sólo ábreme la ventana y ven a
darme un abrazo!
El niño se levantó y abrió la ventana. Entonces,
haciendo un llamado a mis fuerzas, descendí de la cama y me precipité a golpear
el tabique. Georges se levantó al instante. Lo escuché gritar, su mujer emitió
un chillido. Muy pronto todos estaban reunidos en torno al cuerpo inerte del niño.
Gorcha desapareció al igual que la noche anterior. Con muchas atenciones
logramos que el niño viniera en sí, pero estaba débil y apenas respiraba. El
infortunado ignoraba la causa de su desvanecimiento. La madre y Sdenka lo
atribuyeron al susto de ser sorprendido hablando con su abuelo. Yo no dije una
palabra. Cuando el niño se calmó, todos nos fuimos a recostar, excepto Georges.
Hacia el amanecer, Georges levantó a su mujer.
Hablaron en voz baja. Sdenka se les acercó y la oí sollozar junto con su cuñada.
El niño había muerto. Omito la consternación y la desesperanza de esa familia.
A nadie se le ocurría atribuir la causa al viejo Gorcha. Georges callaba, pero
su expresión, siempre de desasosiego, tenía ahora algo terrible. Dos días
pasaron sin que el viejo apareciera. La noche del tercero (ese mismo día tuvo
lugar el entierro del niño) creí oír pasos afuera de la casa y una voz de
anciano llamaba al hermano pequeño del difunto. Me pareció también que la cara
de Gorcha estuvo pegada a mi ventana, pero no puedo asegurar si esto ocurrió en
realidad o fue producto de mi imaginación, porque esa noche la luna estuvo
escondida. De todas formas creí mi deber llamar a Georges. Interrogó al niño, y
éste respondió que ciertamente su abuelo lo había llamado a través de la
ventana. Georges le ordenó estrictamente a su hijo despertarlo si el viejo
aparecía de nuevo.
Todas esas tribulaciones no evitaron que mi cariño
por Sdenka creciera cada día más. No había podido hablarle a solas desde la
mañana. Y al llegar la noche, la idea de mi próxima partida afligió mi corazón.
La habitación de Sdenka estaba separada de la mía por un pasillo que por un
lado daba a la calle y a un patio por el otro. Mis anfitriones ya estaban
acostados cuando me dieron ganas de salir a dar un paseo para distraerme. Me
adentré en el pasillo y vi entrebierta la puerta de la alcoba de Sdenka.
Involuntariamente me detuve. El roce entre las telas de un vestido conocido
hizo latir con fuerza mi corazón. Además escuché la letra de una balada cantada
en voz baja. Se trataba del adiós que un rey serbio dirigía a su amada al
momento de salir para la guerra.
"¡Oh, mi jóven álamo, decía el viejo rey, me
voy a la guerra y tú me olvidarás!
"¡Los árboles que crecen al pie de la montaña
son esbeltos y flexibles, pero tu tallo lo es más!
"¡Mecidos por el viento, los frutos del serbal
son rojos, pero tus labios son más rojos que los frutos del serbal!
"¡Y yo soy como el viejo roble desprovisto de
follaje, y mi barba es aún más blanca que la espuma del Danubio!
"¡Y tú me olvidarás, oh, mi alma, y yo moriré
de pesadumbre pues mi enemigo, sin osar tocar a un viejo rey, no me
matará."
Y la bella respondió: "Juro serte fiel y no
olvidarte. Si llegara a faltar a mi promesa, después de tu muerte podrás venir
a sorber toda la sangre de mi corazón!"
Y el viejo rey dijo: "¡Así sea! Y se marchó a
la guerra. Y muy pronto la bella lo olvidó!"
Aquí se detuvo Sdenka, como temiendo completar la
balada. Yo no podía contenerme. Esa voz tan dulce, tan expresiva, era la misma
voz de la duquesa de Gramont... Sin pensar en nada, empujé la puerta y entré.
Sdenka venía de quitarse una especie de corpiño que portan las mujeres de su
país. Una camisa bordada en oro y roja seda, ajustada a su cintura por una
sencilla falda a cuadros componían todo su atuendo. Sus hermosas y rubias
trenzas estaban deshechas y el desaliño resaltaba los atractivos de la joven.
No se enojó por mi brusca entrada, pero la vi
turbarse y enrojecer ligeramente.
—¡Ay! —me dijo—, ¿por qué ha venido usted y qué
pensarán de mí si somos sorprendidos?
—Sdenka, alma mía —le dije—, tranquilícese, todo
duerme a nuestro alrededor, sólo el grillo y el abejorro pueden escuchar lo que
voy a decirle...
—¡Oh, amigo mío, salga, salga! Si mi hermano llega a
sorprendernos, estaré perdida!
—Sdenka, no me iré si antes usted no promete amarme
hasta el fin, como en la balada lo promete la bella al rey. Partiré muy pronto,
Sdenka, ¿quién sabe cuándo nos volveremos a ver? Sdenka, yo la amo más que a mi
alma, más que a mi libertad... mi vida, mi sangre le pertenecen... ¿no me daría
usted, una hora en cambio?
—Muchas cosas pueden suceder en una hora —dijo Sdenka
pensativa, pero dejando su mano entre la mía—. Usted no conoce a mi hermano
—continuó ella temblando—; presiento que vendrá.
—¡Cálmese, Sdenka mía —le dije—, su hermano se
encuentra fatigado de sus vigilias, y adormecido por el viento que juega entre
los árboles; su sueño es profundo, larga la noche, y yo sólo le pido una hora!
Y después, adiós... ¡acaso por siempre!
—¡Oh, no, por siempre no! —dijo con nerviosismo, y
después retrocedió asustada de sus palabras.
—¡Oh, Sdenka! —grité—, no miro ni escucho otra cosa
que usted, ya no soy mi dueño, obedezco a una fuerza superior, perdóneme,
Sdenka! —Y actuando como un inconsciente la apreté contra mí.
—Usted no es mi amigo —dijo ella liberándose de mis
brazos, y se refugió en el fondo de su alcoba. No sé qué le dije, yo mismo
estaba confundido por mi audacia. No porque en esa ocasión me hubiera fallado,
sino porque a pesar de la pasión que arrastraba, no podía sustraer mi sincero
respeto por la inocencia de Sdenka.
Es verdad que al principio había aventurado algunas
de las frases galantes que no disgustaban a las mujeres de nuestra época, pero
pronto me sentí avergonzado, y renuncié al ver que la candidez de la joven le
impedía adivinar lo que para otras como ustedes, lo veo en vuestras sonrisas,
está sobreentendido. Estaba ahí, delante de ella, sin saber qué decirle, cuando
de pronto, la vi estremecerse fijando en la ventana unos ojos aterrorizados.
Seguí la dirección de su mirada y vi con claridad la figura inmóvil de Gorcha,
mirándonos desde afuera.
En ese mismo instante, sentí una pesada mano posarse
sobre mi hombro. Me volví. Era Georges.
—¿Qué hace usted aquí? —me preguntó.
Desconcertado por ese reproche brusco, le señalé a
su padre que todavía nos miraba a través de la ventana, y aunque huyó rápidamente,
Georges lo alcanzó a ver.
—Sentí al viejo y vine a prevenir a su hermana —le
dije.
Georges, queriendo leer en mi alma, me miró
profundamente. Luego me tomó del brazo, me condujo hasta mi alcoba y se fue sin
decirme una palabra. A la mañana siguiente, la familia estaba reunida frente a
la entrada de la casa, sentada en torno a una mesa bien provista de todo tipo
de quesos y mantequillas.
—¿Dónde está el niño? —preguntó Georges.
—Está en el patio —respondió su mujer—, se divierte
solo en su juego favorito: imaginar que combate a los turcos.
Apenas terminó de pronunciar la frase cuando, para
sorpresa nuestra, vimos la figura de Gorcha acercarse desde la espesura del
bosque. Caminaba lentamente hacia nosotros y se sentó a la mesa como el día de
mi llegada.
—Padre, sed bienvenido —murmuró la nuera con voz
apenas perceptible.
—Sed bienvenido, padre —repitieron en voz baja
Sdenka y Pierre.
—¡Padre —dijo Georges con voz firme pero cambiando
de color—, lo esperábamos para rezar!
El viejo se apartó frotándose las cejas.
—¡Rezaremos ahora mismo! —repitió Georges—, y haga
el signo de cruz o la de San Jorge...
Sdenka y su cuñada se inclinaron hacia el viejo
suplicándole pronunciar la oración.
—¡No, no —dijo el anciano—, no tiene ningún derecho
de exigirme y, si insiste, lo maldeciré!
Georges se levantó y corrió hacia la casa. Y regresó
con la furia en los ojos.
—¿Dónde está la estaca? —gritó—, ¿dónde la
escondieron?
Sdenka y Pierre intercambiaron miradas.
—¡Cadáver! —dijo entonces Georges dirigiéndose al
viejo—, ¿qué le hiciste a mi hijo mayor?, ¿por qué lo mataste? ¡Devuélveme a mi
hijo, cadáver!
Y mientras decía esto se ponía cada vez más pálido y
su mirada se inflamaba más aún. El viejo, sin moverse, lo miraba con desprecio.
—¡Oh, la estaca, la estaca! —gritaba Georges—. ¡El
que la haya escondido responderá por las desgracias que nos aguardan!
En ese momento oímos los alegres estallidos de risa
del hijo menor; lo vimos llegar montando a caballo, sobre una estaca que él
hacía galopar, y se acercó lanzando con su vocecita el grito de los serbios
cuando atacan al enemigo. A su vista la mirada de Georges resplandeció. Le
arrancó al niño la estaca y se precipitó sobre su padre. Éste emitió un aullido
y corrió hacia el bosque con tanta agilidad que parecía sobrenatural. Georges
lo siguió a través de la espesura y pronto los perdimos de vista. Cuando Georges
regresó a la casa, el sol ya se había puesto. Lo vimos pálido como la muerte y
con los cabellos erizados. Se sentó junto al fuego y creí percibir que sus
dientes castañeteaban. Nadie osó interrogarlo. A la hora en que la familia por
costumbre se retiraba, pareció recobrar toda su energía y, llevándome aparte,
me dijo de la manera más natural:
—Querido huésped, vengo de ver el río. Ya no hay
témpanos, el camino está libre: nada impide su partida. En estos momentos
resulta imposible —añadió lanzando una mirada a Sdenka— divertirse con
nosotros. Le deseamos toda la buena suerte que sea posible aquí en la Tierra, y
espero que usted guarde un buen recuerdo de nosotros. Mañana, al rayar el alba,
encontrará el caballo ensillado y el guía listo para conducirlo. Adiós. De vez
en cuando acuérdese de su anfitrión y perdónele si su estadía no estuvo exenta
de adversidad, como él habría deseado.
Los severos rasgos de Georges, en ese momento me
parecieron casi cordiales. Me acompañó hasta mi habitación y me estrechó la
mano una vez más. Luego sus dientes castañetearon como si temblara de frío.
Solo, en mi alcoba, no pensaba ni por asomo acostarme, como ustedes podrán
imaginar. Tenía otras preocupaciones. Muchas veces en mi vida me había
enamorado. Había sufrido arrebatos de ternura, de despecho y de celos, pero
nunca, ni siquiera cuando dejé a la duquesa de Gramont, sentí una tristeza
similar a la que en ese momento me desgarraba. Antes de salir el sol me puse el
atavío de viaje y quise intentar ver a Sdenka por última vez. Pero Georges me
esperaba en el vestíbulo. La mínima posibilidad de verla me fue arrebatada.
Salté sobre mi caballo y partí al galope. Prometí
que a mi vuelta de Jassy pasaría por este pueblo y esta esperanza tan lejana
disipó poco a poco mi pesadumbre. Ya pensaba con gozo en el regreso, y en mi
imaginación se dibujaban recuerdos del porvenir con todos sus detalles, cuando
un movimiento brusco del caballo casi me hizo caer. El animal se detuvo
repentinamente, y poniéndose tenso, se paró, apoyándose en sus patas
delanteras, y resopló ruidosamente, como suelen hacer los caballos cuando los
acosa algún peligro. A cien pasos de mí distinguí un lobo cavando la tierra. Al
oirnos, huyó. Hendí las espuelas en los costados del caballo y conseguí hacerlo
avanzar. Entonces me dí cuenta que en el lugar donde estuvo el lobo había una
sepultura reciente. Me pareció ver el extremo de una estaca que sobresalía
algunas pulgadas de la tierra removida. Sin embargo, no puedo afirmarlo porque
pasé velozmente por el lugar.
Llegado a este punto el marqués guardó silencio y
tomó una porción de tabaco.
—¿Eso es todo? —preguntaron las damas.
—¡Desgraciadamente, no! —respondió el marqués de
Urfé—. Lo que me resta por contarles forma parte de recuerdos que son todavía
más dolorosos para mí, y al narrarlos creo librarme de ellos.
Los asuntos que me condujeron a Jassy, me retuvieron
más tiempo del que esperaba. No cumplí con todos sino hasta seis meses después.
¿Qué puedo decirles? Es penoso confesarlo, en este mundo son pocos los
sentimientos duraderos. El éxito de mi negociación, los estímulos que recibí
del gabinete de Versalles, en una palabra, la política, esa vil política, que
tanto nos ha mortificado en estos últimos tiempos, no tardaron en debilitar en
mi alma el recuerdo de Sdenka. Además, la esposa de nuestro anfitrión, mujer
bella y que hablaba perfectamente nuestro idioma, me honró al escogerme entre
otros jóvenes extranjeros que residían en Jassy. Como estuve educado dentro de
los principios de las cortes francesas, mi sangre gala se habría sublevado
antes de pagar con ingratitud la benevolencia que me testimoniaba la bella. Por
tanto correspondí galante a las ventajas que se me ofrecían, y también para
defender los intereses y hacer valer los derechos de Francia, comencé por
avezarme en todo lo concerniente al hospitalario anfitrión.
Recibí un llamado de mi país y retomé una vez más el
camino que me condujo a Jassy. Ya no pensaba en Sdenka ni en su familia, hasta
que una noche, galopando a campo traviesa, escuché las campanadas que
anunciaban las ocho de la noche. Me pareció que ya había escuchado alguna vez
ese sonido y mi acompañante anunció que provenía de un convento cercano. Le
pregunté el nombre y me enteré que no era otro que el de la Virgen del Roble.
Aceleré la marcha del caballo y en poco tiempo estábamos golpeando la puerta del
convento. Un eremita vino a abrir y nos condujo a la estancia para los
extranjeros. Lo encontré tan atiborrado de peregrinos que perdí las ganas de
pasar ahí la noche y pregunté si podía hallar alguna casa de huéspedes en el
pueblo.
—¡Encontrará más de una —me respondió el eremita
profiriendo un suspiro—, gracias al infiel de Gorcha, las casas abandonadas no
escasean!
—¿Qué quiere decir con eso? —inquirí—, ¿el viejo
Gorcha todavía vive?
—¡Oh, no, ése está bien muerto y enterrado con una
estaca clavada en el corazón! Pero antes de eso había succionado la sangre del
hijo de Georges. El niño regresó una noche y llorando tras la puerta imploró
que le abrieran pues tenía frío. La necia de su madre, siendo testigo de su
entierro, no tuvo el valor para enviarlo de vuelta al cementerio y le abrió.
Entonces el niño se lanzó sobre ella y la sorbió hasta morir. Fue enterrada,
pero tornó para succionar la sangre de su otro hijo, luego la de su marido y
finalmente la de su cuñado. A todos les tocó.
—¿Y Sdenka? —pregunté.
—¡Oh, ésa se volvió loca de dolor, pobre niña, ni me
hable!
La respuesta del eremita no fue afirmativa pero no
tuve el ánimo suficiente para repetir la pregunta.
—¡El vampirismo es contagioso! —continuó el eremita
persignándose—. Numerosas familias en el pueblo son atacadas, en muchos casos
perece hasta el último miembro, y si me cree, permanecerá esta noche en el
convento. Aunque se quedara en el pueblo y usted no fuera devorado por los
vourdalaks, el terror que experimentaría sería suficiente para dejar blancos
sus cabellos antes de llamar a maitines. Yo soy un pobre religioso —continuó—,
pero la misma generosidad de los viajeros me permite proveer sus necesidades.
Tengo exquisitos quesos, uvas secas que le harán agua la boca y algunas
botellas de vino de Tokay que no tienen nada que envidiar al que sirven a su
Santidad.
En ese momento me pareció que el eremita se
convertía en posadero. Creí que adrede me había narrado historias para no
dormir en razón de hacerme agradable a los ojos de Dios al imitar la
generosidad de los viajeros que proveen al santo para que éste sacie sus
necesidades. Además la palabra terror siempre hizo sobre mí el mismo efecto que
el clarín hace sobre el corsario en tiempos de guerra. Hubiera sentido
vergüenza de no haber salido de inmediato. Mi guía, tembloroso, me pidió
permiso de permanecer y se lo di con gusto. Tardé aproximadamente una media
hora en llegar al pueblo. Lo encontré desierto. No refulgía una luz, no se
dejaba oír una canción. Pasé en silencio por entre las casas, la mayoría de
ellas me eran conocidas y llegué por fin a la de Georges. Ya fuera por
sentimentalismo, ya por gallardía juvenil, fue ahí donde decidí pasar la noche.
Bajé de mi montura y toqué a la puerta de la
cochera. Nadie me respondió. Empujé la puerta que se abrió rechinando los
goznes y entré. Amarré mi montura con todo y silla dentro del cobertizo en el
que había una cantidad suficiente de avena, y avancé resuelto hacia la casa.
Como ninguna puerta estaba cerrada, las habitaciones parecían desiertas. La de
Sdenka daba la impresión de haber sido abandonada la víspera. Algunos vestidos
yacían aún sobre la cama. Las joyas que recibió de mí, entre ellas una pequeña
cruz esmaltada que había adquirido al pasar por Pest, brillaban sobre una mesa
al resplandor de la luna. No pude evitar sentir mi pecho oprimido, aunque el
amor ya había pasado.
No obstante me arropé en mi abrigo y me tendí en la
cama. De súbito, el sueño se apoderó de mí. No recuerdo con precisión los
detalles, pero vagamente sé que vi de nuevo a Sdenka, hermosa, ingenua y
cariñosa, igual que en el pasado. Viéndola, me arrepentía de mi egoísmo y de mi
inconstancia. ¿Cómo pude, me preguntaba, abandonar a esta pobre niña que me
amaba?, ¿cómo pude olvidarla? Luego su imagen se fundió con la de la duquesa y
las vi a las dos en la misma persona. Me lanzaba a los pies de Sdenka,
implorando su perdón. Todo mi ser, mi alma toda se sumergía en un laberinto
inefable de felicidad y melancolía. Ése era el rumbo de mis sueños cuando me
despertó una música armoniosa parecida al murmullo de una brisa ligera sobre el
campo. Me pareció escuchar que las espigas se encontraban en una misma melodía
y que el canto de los pájaros se mezclaba con el fluir de un manantial y con el
murmullo de los árboles. Luego todos esos sonidos confusos no me parecieron
sino el roce de un vestido de mujer, abrí los ojos y vi a Sdenka junto a la
cama. La luna refulgía con tal fulgor que pude distinguir los detalles más
pequeños y adorables que me habían sido tan queridos en otro tiempo. Encontré a
Sdenka más hermosa y madura. Iba con el mismo arreglo que la última vez que la
vi: una simple camisa de seda bordada en oro y una falda estrechamente ajustada
a sus caderas.
—¡Sdenka! —le dije incorporándome—, ¿es usted,
Sdenka?
—Sí, soy yo —me respondió con dulzura y tristeza a
la vez—, la misma Sdenka que olvidaste. Ay, ¿por qué no viniste antes? ¡Ahora
todo se ha acabado, es mejor que te vayas! ¡Un momento más y estarás
perdido!¡Adiós, amigo, adiós para siempre!
—¡Sdenka —le dije—, supe que ha sufrido usted
numerosas desgracias! ¡Venga, hábleme de ello, eso aligerará sus penas!
—Amigo mío, no hay que creer todo lo que se dice de
nosotros; pero váyase, váyase rápido, porque si permanece aquí, su ruina es
segura.
—Pero Sdenka, ¿qué peligro será ése que me amenaza?
¿No podría concederme aunque fuera una hora para platicar con usted?
Sdenka se estremeció y un cambio se operó en toda su
persona.
—Sí, claro —dijo ella—, una hora, una hora, ¿al
igual que esa noche, cuando cantaba la balada del viejo rey, y tú entraste en
esta habitación? ¿Es eso lo que quieres decir? ¡Hecho, te concedo una hora!
Pero no, no —dijo ella, retractándose—, vete. ¡Sal rápido, te digo! ¡Huye...
huye mientras puedas!
Una energía salvaje animaba sus rasgos. No entendía
el motivo que le hacía decir esas cosas, pero estaba tan hermosa que resolví
permanecer a su pesar. Finalmente cedió a mi petición, se sentó cerca de mí, me
habló del pasado, y me confesó, enrojeciendo, que me había amado desde el
primer día. Mientras tanto, percibí que un cambio paulatino se iba operando en
Sdenka. La timidez de otro tiempo dio paso a la desenvoltura. Su mirada, antes
cohibida, hoy era atrevida. En fin, vi con asombro que su manera de ser conmigo
estaba lejos de la modestia que antaño la distinguía.
¿Será posible, me dije, que Sdenka no fuera la joven
pura e inocente que aparentaba ser hace dos años? ¿Habrá actuado por miedo a su
hermano? ¿Habré sido vilmente engañado con una virtud prestada? Pero entonces,
¿porqué me suplicó partir? ¿No será una astucia de la coquetería? ¡Y yo que
creía conocerla! ¡Pero, qué importa! Si Sdenka no es una Diana como lo creí,
bien puedo compararla con otras divinidades, no menos encantadoras, y, ¡alabado
sea Dios!, prefiero el papel de Adonis al de Acteón. Si esa sentencia clásica,
que me dirigí a mí mismo, les parece fuera de tono, señoras mías, tengan
presente que la historia que tengo el honor de contarles sucedió en el año de
1758. En esa época la mitología estaba en boga y yo no hago alardes de ir más
rápido que el siglo. Las cosas han cambiado desde entonces, y no fue hace mucho
que la Revolución, echando abajo los principios paganos y los cristianos,
entronizó a la deidad Razón en su lugar. Esta deidad, señoras mías, jamás fue
mi patrona, menos cuando me hallé frente a una mujer, y en la época de que les
hablo, estaba aún menos dispuesto a ofrecerle sacrificios. Yo me abandoné sin
reservas a la inclinación que me conducía a Sdenka y me dejé llevar por sus
provocaciones. Había transcurrido algo de tiempo en dulce intimidad, y jugando
a adornar a Sdenka con todas sus joyas, quise rodear su cuello con la pequeña
cruz esmaltada que había visto sobre la mesa. A mi gesto, Sdenka retrocedió
sobresaltada.
—¡No más juegos, amigo mío —me dijo—, deja ahí esa
fruslería y hablemos de ti y de tus proyectos!
El ofuscamiento de Sdenka me hizo reflexionar.
Mirándola con atención, remarqué en su cuello la ausencia de las muchas
imágenes santas, relicarios y saquitos con incienso que los serbios acostumbran
llevar puestos desde que son niños hasta su muerte, y que Sdenka portaba en
otro tiempo.
—Sdenka —le dije—, ¿dónde están las imágenes que
llevabas colgadas?
—Las perdí —respondió con una actitud de impaciencia
y rápidamente cambió la conversación.
Un vago presentimiento se adueñó de mí, y quise irme
de inmediato, pero Sdenka me retuvo.
—¿Cómo? —me dijo—, ¡pediste una hora y, cuando te
complazco, decides irte al cabo de unos pocos minutos!
—Sdenka —dije—, tenía usted razón de incitarme a
partir, escuché ruido y temo que nos sorprendan.
—¡Tranquilízate, amigo mío, todo duerme a nuestro alrededor,
sólo el grillo y el abejorro pueden escuchar lo que voy a decirle!
—¡No, no, Sdenka tengo que partir!...
—Espera, espera —dijo Sdenka—, ¡te amo más que a mi
alma, más que a mi libertad, tú dijiste que tu sangre y tu vida me
pertenecían!...
—¡Pero y tu hermano, tu hermano, Sdenka, presiento
que vendrá!
—¡Cálmate, mi hermano está adormecido por el viento
que juega entre los árboles; su sueño es profundo, larga la noche, y yo no te
pido sino una hora!
Al decir esto, Sdenka estaba tan hermosa que, el
vago terror que me agitaba comenzó a ceder ante el deseo de permancer junto a
ella. Una mezcla de temor y voluptuosidad indecible se apoderó de todo mi ser.
A medida que yo me entregaba, Sdenka se hacía más tierna, y si bien yo me había
decidido a sucumbir, todo me decía que me mantuviera en guardia. Sin embargo,
como dije hace un momento, siempre fui sabio a medias, y cuando Sdenka, dándose
cuenta de mis reservas, me propuso disipar el frío nocturno con unos vasos de
vino generoso, que me dijo provenían del eremita, acepté solícito y ella
sonrió. El vino hizo efecto. A partir del segundo vaso, la mala impresión que
experimenté por la escena de la cruz y de las imágenes, se borró por completo.
Sdenka, desarreglada, con sus hermosos cabellos medio trenzados, con sus joyas
a la luz de luna, me pareció irresistible. No pude contenerme y la tomé en mis
brazos.
Entonces, mis queridas damas, tuvo lugar una de esas
misteriosas revelaciones que jamás sabré cómo explicar, pero que ante mi
experiencia terminé por creer aunque hasta la fecha me cuesta admitirlo. Con
tal fuerza tomé entre mis brazos a Sdenka que uno de los extremos de la cruz,
que me regaló la duquesa de Gramont y que ustedes acaban de ver, se clavó en mi
pecho. El dolor punzante me atravesó como el rayo de luz de la revelación. Miré
a Sdenka, y sus rasgos, aunque hermosos, estaban contraídos por la muerte, sus
ojos no veían y su sonrisa era una mueca impresa por la agonía, en un rostro
cadavérico. Al mismo tiempo sentí el olor nauseabundo que despiden los
sepulcros mal cerrados. La espantosa realidad en todo su esplendor se me
brindó, era demasiado tarde para recordar las advertencias del eremita. En
seguida comprendí lo precario de mi situación y que dependía de mi ánimo y de
mi sangre fría. Desvié la mirada hacia la ventana para ocultar a Sdenka el
horror que mi expresión debía traslucir. Pegado al vidrio estaba el infame de
Gorcha, apoyado sobre una estaca ensangrentada y posando sobre mí unos ojos de
hiena. En la otra ventana se veía el rostro pálido de Georges: ahora tenía con
su padre un parecido aterrador. Los dos espiaban el más mínimo de mis
movimientos y no dudé que en una tentativa de fuga se lanzarían sobre mí. Fingí
no darme cuenta, pero no me fue fácil controlarme. Continué, sí, mis queridas
damas, continué regalando a Sdenka las mismas caricias que antes del terrible
descubrimiento. Todo ese tiempo de angustia no pensé en otra cosa que no fuera
el modo de escapar. Percibí que Georges y Gorcha intercambiaban con Sdenka
señales de impaciencia. De afuera llegaban una voz de mujer y unos gritos
infantiles tan espeluznantes como los aullidos de un gato salvaje.
—¡Llegó la hora de hacer las maletas! —me dije, y
mientras más rápido, mejor.
Le hablé a Sdenka en voz alta para que su horrenda
parentela alcanzara a oír:
—Estoy cansadísimo, mi niña, y me gustaría mucho
acostarme y dormir unas cuantas horas, pero antes tengo que ir a ver si el
caballo ha comido y tiene el forraje suficiente. Le ruego no se vaya y, por
favor, espere, vuelvo enseguida.
Entonces hice coincidir mis labios con los fríos y
descoloridos labios de ella, y salí. Encontré al caballo con el hocico cubierto
de espuma e inquieto. No había tocado la avena y el relincho con furia que
emitió al verme llegar me erizó la piel. El caballo estaba incontrolable y temí
que echara por tierra mi intención de escapar. Aunque seguramente los vampiros
escucharon mi conversación con Sdenka y se inquietaron. Comprobé que la puerta
de la cochera estaba abierta, y lanzándome sobre la silla de montar, espoleé al
caballo.
Al salir pude ver un grupo numeroso reunido
alrededor de la casa, casi todos con las caras pegadas a las ventanas. Mi
brusca salida los dejó estupefactos, pues durante un largo rato en medio de la
silenciosa noche no se escuchó sino un galope continuo. Cuando creí que había
llegado el momento de felicitarme por mi astucia, oí a mis espaldas el ruido de
un huracán entre las montañas. Miles de voces confusas gritaban, aullaban y
parecían pelearse entre ellas. Luego, enmudecieron como por un acuerdo entre
ellas y sentí unas zancadas acuciantes como si una tropa de soldados se
aproximara a paso rápido.
Espoleé mi montura hasta desgarrarle los costados.
La fiebre me hacía temblar y mientras hacía esfuerzos inusitados por conservar
el temple una voz detrás de mí gritó:
—¡Espera, espera, amigo! ¡Te amo más que a mi alma,
más que a mi libertad, que a mi vida! ¡Espera, espera, tu sangre me pertenece!
En ese instante un aliento glacial rozó mi oreja y
tuve la sensación que Sdenka había subido a la grupa.
—¡Mi corazón, mi alma! —dijo—, no miro ni escucho
otra cosa que a ti, ya no soy mi dueña, obedezco a una fuerza superior,
perdóname, amigo, perdóname!
Y enlazándome con sus brazos trató de estirarme
hacia atrás para morderme el cuello. Una lucha feroz se estableció entre
nosotros. Durante largo rato apenas conseguí defenderme, pero finalmente
alcancé, con una mano, sujetar a Sdenka por la cintura y, con la otra, por las
trenzas y apoyándome en los estribos, ¡la arrojé al suelo! Acto seguido me
abandonaron las fuerzas y tuve visiones delirantes. Miles de rostros
enloquecidos me perseguían haciendo muecas terribles. Georges y su hermano
Pierre bordeaban el camino y trataban de obstaculizarlo. No lo lograron y
estuve a punto de sentirme salvado cuando vi a Gorcha que sirviéndose de su
estaca daba saltos como un alpinista tirolés que traspone abismos. Gorcha
también quedó rezagado en el camino. Entonces su nuera, arrastrando tras de sí
a sus hijos, le lanzó uno, Gorcha lo recibió con el extremo de la estaca y
utilizándola a modo catapulta, lanzó con todas sus fuerzas al niño como un
proyectil sobre mí. Esquivé al niño pero con instinto de sabueso la pequeña alimaña
se adhirió al cuello de mi caballo y me costó trabajo desprenderlo. Me lanzaron
al otro niño pero, éste cayó delante y el caballo lo aplastó. No recuerdo qué
otras cosas sucedieron y cuando volví en mí, estaba a un lado del camino y mi
caballo moribundo.
Así termina, queridas damas, un amorío que debió
curar para siempre las ganas de intentar nuevos. Algunas contemporáneas de sus
abuelas podrán atestiguar si después de esta historia me hice prudente. No
importa lo que haya sido. Tiemblo todavía al pensar que, si hubiera sucumbido
ante mis enemigos, hoy sería un vampiro; pero el cielo no quiso permitir que
sucediera, y, ¡lejos de tener sed de vuestra sangre, señoras, no pido algo
mejor, a pesar de mis años, que obtener la gracia de vertir la mía por vuestros
favores!
No hay comentarios:
Publicar un comentario