Robert E. Howard
1.
El horror en la estaca.
Solomon Kane se apoyó en su bastón extrañamente
tallado y observó con ceñudo asombro el misterio que se extendía silencioso
ante él. En los meses trascurridos desde que pusiera rumbo este, desde la Costa
de los Esclavos, para perderse en los laberintos de junglas y ríos, Kane había
visto muchas aldeas abandonadas, pero nunca una como aquella.
No había sido el hambre lo que había ahuyentado a
sus habitantes, puesto que, más allá, el arroz silvestre aún crecía fértil y
descuidadamente en los incultos campos. No había esclavistas árabes en aquella
tierra perdida y, mientras contemplaba taciturno los huesos diseminados y los
cráneos sonrientes, Kane decidió que la aldea había sido asolada por una guerra
tribal.
Aquellos huesos estaban aplastados y destrozados, y
Kane vio chacales y una hiena escabulléndose entre las ruinosas cabañas. Pero,
¿por qué habrían dejado los asaltantes abandonado el botín? Había lanzas de
guerra, con las astas desmoronándose bajo el ataque de las hormigas blancas.
Había escudos deshaciéndose por efecto del sol y las lluvias. Había ollas de cocina
y, en el cuello de un destrozado esqueleto, centelleaba un collar de piedras de
color llamativo mezclado con conchas...sin duda, un botín excepcional para
cualquier conquistador salvaje.
Observó la chozas, preguntándose por qué estarían
tantos techos de paja hendidos y rotos, como si unos seres provistos de garras
hubieran penetrado en ellos a la fuerza.
Entonces, algo le hizo entornar sus fríos ojos con
sobresaltada incredulidad. Justo al lado del desmoronado montículo que una vez
fuera el muro de la aldea, se alzaba un gigantesco baobab, desprovisto de ramas
en sus primeros sesenta pies y con un tronco demasiado grueso para aferrarse y
subir por él. Aún así, en las ramas superiores se balanceaba un esqueleto,
aparentemente empalado en una rama rota.
La fría mano del misterio tocó el hombro de Solomon
Kane ¿Cómo habrían llegado aquellos lastimosos restos hasta ese árbol? ¿Habrían
sido arrojados allí por la mano inhumana de algún monstruoso ogro?
Kane encogió sus anchos hombros e,
inconscientemente, tocó con la mano las negras culatas de sus pistolones, la
empuñadura de su estoque y el puñal que llevaba en su cinturón. Ante lo
Desconocido y lo Ominoso, Kane no sentía el miedo de un hombre normal. Años de
vagabundeo por extrañas tierras y de peleas con extrañas criaturas le habían
dejado, en cuerpo, mente y alma, desprovisto de todo cuanto no fuera firmeza y
temperamento acerado. Era un hombre alto y delgado, casi demacrado, constituido
con la salvaje economía del lobo. De hombros amplios y largos brazos, era tanto
un matador instintivo como un espadachín nato.
Las zarzas y espinas de la jungla le habían
maltratado; llevaba la ropa hecha jirones, su indeformable sombrero desprovisto
de adornos estaba rasgado y sus botas de cuero cordobés arañadas y gastadas. El
sol había tostado su pecho y sus miembros hasta darles un profundo bronceado,
pero su rostro ascéticamente delgado era impenetrable para sus rayos. Su tez,
pese a éstos, tenía una extraña y lúgubre palidez que le daba una apariencia
casi cadavérica, sólo desmentida por sus ojos fríos y centelleantes.
Y ahora Kane, barriendo una vez más la aldea con su
penetrante mirada, tiró de su cinturón hasta colocárselo en una posición más
cómoda, se cambió a la mano izquierda el bastón con cabeza de gato que le diera
N'Longa y retomó su camino.
Hacia el oeste había una franja de ralo bosque que
descendía hasta un amplio cinturón de sábanas, un ondulante mar de hierba en el
que un hombre podría hundirse hasta la cintura o aún más. Más allá se alzaba
otra estrecha franja de bosque que se resolvía rápidamente en una densa jungla.
De ella había huido Kane como un lobo acosado, con unos hombres de dientes
afilados pisándole los talones. Incluso en aquellos momentos,una brisa
errabunda le hacía llegar, muy amortiguado, el latido de un tambor salvaje que
susurraba su grosero relato de odio, sed de sangre y lujuria, a través de
millas de jungla y pastizales.
El recuerdo de su fuga y la difícil evasión estaban
frescos en la mente de Kane, pues fue tan sólo el día anterior cuando
descubrió, demasiado tarde, que se encontraba en territorio de caníbales y
había pasado toda aquella tarde, inmerso en el apestoso hedor de la frondosa
jungla, arrastrándose, corriendo, escondiéndose, doblándose y retorciéndose con
los feroces cazadores siempre pisándole los talones; hasta que, a la caída de
la noche, ganara los pastizales, cruzándolos al amparo de la oscuridad.
Ahora, a última hora de la mañana, no veía ni oía a
sus perseguidores, aunque no había razones para creer que hubieran abandonado
la caza. Estaban casi encima cuando había alcanzado las sabanas.
Entonces, Kane inspeccionó la tierra que se extendía
frente a él. Hacia el este, describiendo una curva de norte a sur, se extendía
una desordenada hilera de colinas, en su mayor parte secas y yermas, que se
alzaban en las tierras meridionales hacia un horizonte negro y dentado que le
recordó a Kane las negras colinas de Negari. Entre él y estas colinas se
extendía una amplia porción de campo suavemente ondulado y densamente poblado,
sin llegar nunca a la profusión de la jungla. Kane tuvo la impresión de una
alta y elevada meseta unida por el este a las curvas colinas y por el Oeste a
las sabanas.
Kane se puso en camino hacia las colinas con su
largo, oscilante e incansable paso.
Seguramente, en algún lugar a sus espaldas, los
salvajes demonios estarían arrastrándose tras él y no sentía ningún deseo de
que lo acorralasen. Un disparo podría hacerles huir, presos de un repentino
temor, pero, por otra parte, su nivel en la escala de la humanidad era tan bajo
que pudiera ser que aquello no transmitiera ningún terror sobrenatural a sus
obtusos cerebros. Y ni siquiera Solomon Kane, a quien sir Francis Drake se
había referido como el rey de espadas de Devon, tendría posibilidades de ganar
trabando batalla con toda una tribu.
La silenciosa aldea, con su carga de muerte y
misterio, se desvaneció tras él. Un profundo silencio se enseñoreó de aquellas
misteriosas altiplanicies donde no cantaban los pájaros y tan sólo un aura
silenciosa revoloteaba entre los grandes árboles. Los únicos sonidos eran
producidos por los felinos pasos de Kane y por aquella brisa embrujada por los
tambores.
Y entonces Kane vio algo entre los árboles que hizo
saltar su corazón con un horror repentino e indescriptible, y pocos momentos
después se encaró con el mismísimo Horror, rígido y espantoso. En un amplio
claro, en una pendiente bastante acentuada, había un macabro poste y, a éste,
había atado algo que una vez fue un hombre. Kane había remado encadenado al banco
de una galera turca, realizado trabajos forzados en los viñedos de Berbería,
había combatido a los indios rojos del Nuevo Mundo y languidecido en las
mazmorras de la Inquisición española. Sabía muchas cosas de la crueldad a la
que podía llegar el hombre en su falta de humanidad, pero en aquel momento se
estremeció enfermando. Aún así, no fue tanto el horror de las mutilaciones, por
muy espantosas que éstas fueran, lo que sacudió el alma de Kane, sino el descubrimiento
de que aquel desgraciado todavía vivía.
Porque, al acercarse, la ensangrentada cabeza que
colgaba del pecho destrozado se alzó bamboleándose, salpicando sangre por los
muñones de las orejas, al tiempo que un gemido bestial y enloquecedor surgía de
sus fragmentados labios.
Kane habló al espantoso ser y éste gritó de manera
insoportable, retorciéndose en increíbles contorsiones, mientras su cabeza
subía y bajaba espasmódicamente con las contracciones de los destrozados
nervios, y las abiertas y vacías cuencas oculares parecían esforzarse en ver
desde su vacuidad. Y quejándose silenciosa y enloquecedoramente acurrucó su
cuerpo ultrajado contra el poste al que estaba atado,levantando la cabeza con
pavorosa atención, como esperando algo de los cielos.
—Escucha —dijo Kane en el dialecto de las tribus del
río—. No tengas miedo de mí... no te voy a hacer daño, ni nada te lo hará más.
Voy a soltarte.
Mientras hablaba, Kane fue amargamente consciente de
la futilidad de sus palabras Pero su voz se había filtrado en el retumbante
cerebro, destrozado por la agonía, del hombre que tenía delante. Las palabras
se derramaron entre las esquirlas de sus dientes, vacilantes e inseguras,
mezcladas y confundidas con las babeantes insensateces de la imbecilidad.
Hablaba un idioma emparentado con los dialectos que Kane había aprendido, a lo
largo de sus vagabundeos, de ribereños amistosos, y éste dedujo que llevaba
mucho tiempo atado al poste—-muchas lunas— puesto que gemía en el delirio de la
cercana muerte; y, durante todo aquel tiempo, cosas monstruosas e inhumanas
habían actuado para imponer su voluntad sobre él.
Llamó a aquellos seres por su nombre, pero Kane no
lo pudo discernir, pues utilizaba un vocablo desconocido que sonaba como
'akaana'. Pero no habían sido estos seres quienes le habían atado al poste,
porque aquelpobre y torturado prisionero barbotaba el nombre de Goru, un
sacerdote que le había atado tensando la cuerda con demasiada fuerza, y Kane se
maravilló de que el recuerdo de este pequeño dolor se abriese paso por los
rojos laberintos de agonía con la suficiente fuerza como para que el moribundo
se quejase de él.
Y, para horror de Kane, el hombre habló de su
hermano, que había ayudado a atarle, y lloró con infantiles sollozos. Las
vacías cuencas se empañaron formando lágrimas de sangre. Y murmuró algo sobre
una lanza, rota mucho tiempo atrás en una cacería de recuerdo borroso; y,
mientras murmuraba en su delirio, Kane cortó gentilmente las ligaduras,
depositando cuidadosamente su cuerpo roto sobre la hierba. Pero incluso bajo el
cuidadoso contacto del inglés, el pobre desgraciado se retorcía y aullaba como
un perro moribundo, mientras la sangre volvía a manar de una veintena de
horribles cuchilladas que, según notó Kane, parecían más heridas ocasionadas
por garras y fauces que causadas por cuchillo o lanza. Pero al fin estuvo hecho
y el ser desgarrado y ensangrentado descansó sobre la suave hierba con el viejo
sombrero chambergo bajo su cráneo cadavérico, respirando con largos y
chirriantes jadeos.
Kane vertió agua de su cantimplora entre los deformados
labios e, inclinándose más, dijo:
—Háblame más de esos demonios pues, por el Dios de
mi gente, que esta maldad no quedará sin venganza aunque el mismo Satanás se
interponga en mi camino.
Era dudoso que el moribundo le oyera. Pero sí oyó
otra cosa. Un loro, con la curiosidad de los de su especie, surgió de una
arboleda y pasó tan cerca que sus grandes alas casi rozaron el cabello de Kane.
Y, al sonido de aquellas alas, el destrozado hombre se incorporó gritando con
una voz que resonaría en los sueños de Kane hasta el día de su muerte.
—¡Las alas! ¡Las alas! ¡Aquí vuelven! ¡Ahhh,
misericordia, las alas!
Y con un torrente de sangre surgiendo a borbotones
de sus labios, le llegó la muerte.
Kane se alzó enjugando el sudor frío que resbalaba
por su frente. El elevado bosque rielaba por efecto del calor meridiano. El
silencio cubría la tierra con un hechizo de ensoñaciones. La taciturna mirada
de Kane se desplazó hacia las negras y malévolas colinas agazapadas en la
distancia, y de éstas hacia las misteriosas sabanas. Una antigua maldición se
cernía sobre esa misteriosa tierra y su sombra tocó el alma de Solomon Kane.
Con ternura, levantó la roja ruina que una vez
latiera con vida, juventud y vitalidad, y la transportó hacia el borde del
claro donde, disponiendo los fríos miembros lo mejor que pudo, y
estremeciéndose una vez más ante las indescriptibles mutilaciones, amontonó
piedras sobre ella hasta que incluso para un chacal merodeador resultase
difícil acceder a la carne que había debajo.
Y apenas había terminado, cuando algo le arrancó,
con un sobresalto, de sus sombríos pensamientos, para devolverle a la realidad
de su propia situación. Un leve ruido -o quizás su propio instinto lobuno- le
hizo girar.
Al otro lado del claro captó un movimiento entre la
alta hierba: la momentánea visión de un rostro espantoso con un aro de marfil
en su aplastada nariz, gruesos labios separados mostrando dientes cuyas
afiladas puntas se podían distinguir incluso a aquella distancia, ojos pequeños
y redondos, y una frente estrecha y sesgada, coronada por rizadas greñas. En el
instante en que el rostro se perdía de vista, Kane retrocedió de un salto
buscando refugio en el anillo de árboles que rodeaban el claro y echó a correr
como un galgo, moviéndose de árbol en árbol, y esperando a cada momento oír la
algarabía de los guerreros y verlos salir tras él.
Pero pronto decidió que se conformarían con
acorralarle al modo en que ciertas alimañas rastrean a sus presas, lenta e
implacablemente. Se apresuró a cruzar el elevado bosque, aprovechando, por
pequeño que fuera, cada uno de sus refugios y sin ver ni un indicio más de sus
perseguidores, aunque sabía, como lo sabe un lobo acosado, que rondaban muy
cerca de él, aguardando el momento en que pudieran abatirle sin riesgo para sus
propios pellejos.
Kane sonrió con frialdad y sin alegría. Si aquello
iba a ser una prueba de resistencia, podría comprobar como competían los
músculos de los salvajes contra su valor y la elasticidad de sus miembros de
acero. Tan sólo con que llegara la noche, tendría aún la posibilidad de darles
el esquinazo. Si no... Kane sabía en el fondo que la salvaje esencia de su
mismo ser, que se exaltaba cada vez más con la huida, pronto le llevaría a
hacerles frente, aunque sus perseguidores le sobrepasaran en cien a uno.
El sol se hundió hacia el oeste. Kane estaba
hambriento, porque llevaba sin comer desde primera hora de la mañana, momento
en que devorara su última ración de carne seca.
Una fuente ocasional le había proporcionado agua y
una vez había creído ver el tejado de una gran choza a lo lejos, en lo profundo
de la arboleda. Pero se apartó de aquel camino. Era difícil creer que aquella
silenciosa planicie estuviera poblada, pero de estarlo, sus habitantes eran,
sin duda, tan feroces como los que le perseguían.
Vio que el terreno que tenía delante se había hecho
más accidentado, lleno de rotos peñascos y empinadas pendientes, mientras se
acercaba a los tramos menos accidentados de las lúgubres colinas. Y aún no se
veía rastro de sus perseguidores, a excepción de leves vislumbres captados
mediante cautelosas miradas por encima del hombro... una sombra furtiva, la hierba
inclinada, el repentino enderezarse de una rama aplastada, un crujir de hojas;
¿por qué se mostraban tan cautelosos? ¿Por qué no le rodeaban y terminaban con
aquello?
Cayó la noche y Kane alcanzó las primeras largas
pendientes que le conducirían hacia arriba, hasta el pie de las colinas que
ahora descollaban negras y amenazadoras sobre él. Estas constituían su meta, el
lugar donde esperaba librarse de sus persistentes enemigos de una vez por
todas; pero, aún así, una incomprensible repugnancia le impulsaba a mantenerse
alejado de ellas.
Estaban preñadas de solapada maldad, repelían como
la cola de una gran serpiente, vislumbrada entre la alta hierba. La noche se
cerró opresivamente. Las estrellas centelleaban con fulgor carmesí en el
agobiante calor de la noche tropical. Y Kane, deteniéndose durante un momento
en una arboleda desmesuradamente densa, más allá de la cual los árboles
clareaban en su ascenso a las colinas, escuchó el sonido de un sigiloso
movimiento que no era producto del viento nocturno... ya que ningún viento
agitaba las grandes hojas. Y, mientras se daba la vuelta, percibió un rápido y
brusco movimiento en la oscuridad, bajo los árboles.
Una sombra que se confundía con las demás se arrojó
sobre Kane con un alarido bestial acompañado de un ruido metálico y el inglés,
esquivando el arma gracias al destello de las estrellas sobre ésta, distinguió
a su atacante abalanzándose sobre él y le recibió a pecho descubierto. Unos
brazos enjutos y fuertes se cerraron sobre él, y unos puntiagudos dientes
rechinaron frente a su rostro, al devolver a su vez el fiero abrazo.
Su andrajosa camisa se desgarró bajo una mellada
hoja y, por puro azar, Kane encontró y apresó la mano que sostenía el cuchillo
de hierro, extrayendo su propio puñal con un hormigueo en su carne que
anticipaba un lanzazo en la espalda.
Pero mientras el inglés se preguntaba por qué los
demás no acudían en ayuda de su camarada,
concentraba toda la potencia de sus férreos músculos en el combate.
Enzarzados cuerpo a cuerpo, oscilaban y se retorcían en la oscuridad, cada uno
esforzándose por hundir su hoja en la carne del otro y, cuando la fuerza
superior del puritano comenzó a imponerse, el caníbal aulló como un perro
rabioso, mordido y desgarrado.
Un convulsivo movimiento les proyectó al claro
iluminado por las estrellas, donde Kane vio el aro de marfil y los puntiagudos
dientes que se agarraban bestialmente a su garganta. Y, simultáneamente, tiró
con fuerza y hacia atrás de la mano que asía el cuchillo y lo hundió en los
codillos del salvaje. El guerrero gritó y el crudo y agrio hedor de la sangre
inundó el aire nocturno. Y, en ese instante, Kane quedó aturdido por la
acometida repentina y salvaje de un batir de alas que le arrojó violentamente
al suelo, dejando libre de su presa al caníbal, que se desvaneció con un
alarido de mortal agonía.
Estremecido hasta los huesos, Kane se puso en pie de
un salto. El menguante chillido del desgraciado salvaje sonaba muy amortiguado
y por encima de su cabeza.
Forzando la vista, miró hacia los ciclos creyendo
distinguir vagamente Algo horroroso e informe que cruzaba las lejanas estrellas
-en el que los retorcidos miembros de un humano se mezclaban
indescriptiblemente con unas grandes alas y una oscura forma pero desapareció
tan rápidamente que no pudo estar seguro.
Y ahora se preguntaba si todo aquello no sería una
pesadilla. Pero, buscando a tientas en el bosquecillo, encontró el bastón ju-ju
con el que bloquease la corta y punzante lanza que había junto a éste. Y allí,
por si necesitaba más pruebas, estaba su largo puñal aún manchado de sangre.
¡Alas! ¡Alas en la noche! El esqueleto en la aldea
de los tejados rotos... el guerrero mutilado cuyas heridas no habían sido
hechas con cuchillo ni lanza, y que muriera gritando algo sobre las alas. Era
seguro que aquellas colinas servían de guarida para pájaros gigantescos que
hacían presa en los seres humanos. Aún así, si se trataba de aves, ¿por qué no
habían devorado por completo al hombre destrozado atado al poste?
Y en lo más profundo, Kane supo que ningún ave
verdadera proyectaría jamás una sombra como la que había visto cruzar las
estrellas. Desconcertado, se encogió de hombros. La noche era silenciosa.
¿Dónde estarían los demás caníbales del grupo que le había perseguido desde la
distante jungla? ¿Les habría asustado el destino de su camarada hasta el punto
de ponerlos en fuga? Con o sin caníbales, no se internaría aquella noche en
esas oscuras colinas.
Ahora, aunque todos los demonios del Mundo Ancestral
anduviesen tras su rastro, debía dormir. Un profundo rugido procedente del
oeste le avisó de que había bestias de presa en las cercanías y descendió
rápidamente por las onduladas pendientes hasta llegar a un tupido bosquecillo,
a cierta distancia de aquel en el que pelease contra el caníbal. Trepó hasta lo
alto por entre las grandes ramas, hasta encontrar una gruesa horquilla capaz de
acomodar su largo esqueleto. Las ramas superiores le protegerían de una
repentina acometida que pudiesen llevar a cabo cualquiera de los seres alados
y, si había salvajes acechando en los alrededores, percibiría su presencia al
escucharles subir al árbol, ya que su sueño era tan ligero como el de un gato.
En cuanto a las serpientes y los leopardos, eran riesgos que había corrido un
millar de veces.
Solomon Kane se durmió y sus sueños fueron
imprecisos, caóticos, frecuentados por una sombra de maldad prehumana que acabó
cobrando unos relieves tan vívidos como los de una escena de la vigilia.
Solomon soñó que se despertaba con un sobresalto, sacando una pistola... Su
vida había sido la de un lobo durante tanto tiempo que el buscar un arma se
había convertido en su reacción natural ante un repentino despertar.
En su sueño, un ser sombrío y extraño se había
posado sobre una gran rama próxima a él y se había puesto a mirarle con unos
ávidos ojos de color amarillo luminoso que abrasaban su cerebro. El ser del
sueño era alto y flaco, con una deformidad extraña en su constitución, tan
confundido con las sombras que él mismo parecía una sombra, con la única
cualidad material de los estrechos ojos amarillos. Y Kane soñó que aguardaba
hechizado mientras la incertidumbre aparecía en aquellos ojos, luego la
criatura salió caminando erecta, como un hombre, saltó hacia el espacio y
desapareció.
Kane se incorporó de un salto, las nieblas del sueño
desapareciendo. A la pálida luz de las estrellas, bajo las arqueadas ramas de
formas góticas, el árbol estaba vacío con su sola excepción. Entonces, después
de todo, había sido un sueño, aunque muy vívido y cargado de inhumana vileza,
pero incluso en aquellos momentos, un vago hedor como el exudado por las aves
de presa parecía demorarse en el aire. Kane aguzó el oído. Oyó el suspiro del
viento nocturno, el susurro de las hojas, el lejano rugir de un león, pero nada
más. Solomon se quedó otra vez dormido... mientras muy alto, por encima de él,
una sombra giraba contra las estrellas trazando círculos y más círculos, como
un buitre sobre un lobo moribundo.
II.
La batalla en el cielo.
El amanecer se extendía pálido sobre las colinas
occidentales cuando Kane despertó. En la memoria, su pesadilla nocturna regresó
a él y nuevamente se asombró de su realismo, mientras descendía del árbol
abandonando su amparo. Un cercano manantial apagó su sed y un poco de fruta,
muy apreciada en esas montañas, alivió su apetito.
Luego volvió de nuevo su rostro hacia las colinas.
Solomon Kane era un luchador de pies a cabeza. Algún maligno enemigo de los
hijos del hombre habitaba en aquel siniestro horizonte, y ese mero hecho era un
desafío tan serio como un guante arrojado a su rostro por algún impulsivo
valiente de Devon.
Reconfortado por su noche de sueño, se puso en
camino con su largo y pausado paso, dejando atrás el bosquecillo que
presenciase la batalla nocturna, y alcanzando la región donde los árboles
raleaban al pie de las pendientes. Ascendió por éstas, deteniéndose un momento
para observar el camino por el que había llegado. Ahora que se encontraba sobre
el altiplano, pudo distinguir fácilmente una aldea en la distancia: un racimo
de chozas de bambú y barro seguidas, a corta distancia, por otra choza
desusadamente grande situada sobre una especie de bajo montículo.
¡Y mientras miraba, con una súbita acometida de
espantosas alas, el terror cayó sobre él! Kane giró galvanizado. Todos los
indicios habían señalado la hipótesis de un ser alado que cazaba por la noche.
No había esperado un ataque a plena luz del día... pero tenía encima a un
monstruo con aspecto de murciélago, abalanzándose en su dirección como surgido
del mismo ojo del sol naciente. Kane vio una extensión de poderosas alas, desde
la que destacaba un rostro horriblemente humano; entonces sacó su arma y
disparó con puntería infalible, haciendo que el monstruo girase salvajemente
entre cielo y tierra para descender formando espirales, hasta estrellarse a sus
pies.
Kane se inclinó hacia delante, con la humeante
pistola en su mano, y se quedó mirando con los ojos muy abiertos. De seguro que
aquella cosa era un demonio surgido de las simas del infierno, le dijo al
puritano su sombría mente; aún así, una bala de plomo había acabado con él.
Kane se encogió de hombros desconcertado; nunca había visto nada parecido a
aquello, aunque toda su vida había caminado por extraños senderos.
El ser era antropoide, inhumanamente alto y delgado;
la cabeza era larga, estrecha y calva -la cabeza de un depredador-. Las orejas
eran pequeñas, muy juntas y extrañamente puntiagudas. Los ojos, fijos en la
muerte, eran angostos, oblicuos y de un extraño color amarillento. La nariz era
fina y ganchuda, como el pico de un ave de presa; la boca era un tajo amplio y
cruel, y sus labios finos, fruncidos por la emisión de un gruñido mortal y
salpicados de espuma, revelaban unas fauces de lobo.
La criatura, desnuda y calva, no era en otros
sentidos diferente de un ser humano. Tenía los hombros anchos y poderosos, y el
cuello largo y esbelto. Los brazos eran musculosos y de buena longitud, y los
pulgares estaban colocados junto a los demás a la manera de los grandes monos.
Tanto unos como otros estaban armados de grandes garras curvas. El pecho era
curiosamente deforme, con el esternón sobresaliendo como la quilla de un barco
y las costillas alrededor de esta línea curva. Las piernas eran largas y
enjutas, con enormes pies prensiles en forma de manos, y dedos gordos opuestos
al resto, como el pulgar de un ser humano. Las garras de los dedos de los pies
no eran más que uñas largas.
Pero la característica más curiosa de esta
sorprendente criatura se hallaba sobre su espalda. Un par de grandes alas muy
parecidas a las de una mariposa, sólo que con estructura ósea y de una
sustancia correosa, sobresalían de sus hombros, naciendo en la parte superior
de la espalda, donde los brazos se unían a los hombros, y terminando a medio
camino de las estrechas caderas. Kane calculaba que esas alas debían medir unos
dieciocho pies de punta a punta.
Agarró a la criatura, estremeciéndose
involuntariamente ante el tacto resbaladizo, duro y correoso de su piel, y la
levantó a medias. Su peso era un poco superior a la mitad de lo que hubiese
pesado un hombre de la misma estatura —unos seis pies y medio—.
Evidentemente, los huesos eran de una estructura
peculiarmente similar a la de las aves e iban recubiertos de una carne que
constaba casi por completo de correosos músculos. Kane dio un paso atrás,
inspeccionando de nuevo al ser. Entonces, su sueño no había sido tal, después
de todo —aquella cosa odiosa u otra parecida había, con espantosa certeza,
estado observándole a su lado en el árbol—.
¡Un zumbido de poderosas alas! ¡Un repentino ataque
desde el cielo! Mientras giraba, Kane se percató de que había cometido el
crimen más imperdonable de la jungla... había permitido que el asombro y la
curiosidad le hiciesen bajar la guardia. Ya tenía en la garganta a tiro de los
demonios alados y no tenía tiempo de sacar y disparar la otra pistola. En un
laberinto de azotadoras alas, Kane vio un diabólico rostro semihumano —sintió
como aquellas alas le golpeaban y las crueles garras al hundirse en su pecho—;
luego, fue alzado del suelo y percibió el espacio vacío bajo él.
El hombre alado había rodeado con sus miembros las
piernas del inglés y las garras que había hundido en el pecho se asían como
tornillos dentados. Las fauces lobunas se dirigieron a la garganta de Kane,
pero el puritano agarró la huesuda garganta y empujó hacia atrás la horrible
cabeza, mientras su mano derecha forcejeaba tratando de sacar el puñal. El
hombre-pájaro subía lentamente y una breve mirada mostró a Kane que ya se hallaban
muy por encima de los árboles. El inglés no esperaba sobrevivir a aquella
batalla en el cielo, ya que, aún en el caso de matar a su enemigo, moriría
destrozado por la caída. Pero, con la innata ferocidad del luchador, se propuso
implacablemente arrastrar consigo a su captor.
Manteniendo a raya aquellas afiladas fauces. Kane
consiguió sacar el puñal y lo hundió profundamente en el cuerpo del monstruo.
El hombre murciélago efectuó un salvaje giro y un chillido penetrante y
enloquecedor surgió como un estallido de su garganta medio estrangulada.
Forcejeó bestialmente, golpeando frenético con sus salvajes alas, doblando la
espalda y retorciendo la cabeza con fiereza, en un vano esfuerzo por liberarla,
para que sus fauces mortales alcanzaran su objetivo. Hundía las garras de una
de sus zarpas agónicamente, con más y más profundidad en los músculos del pecho
de Kane, mientras con la otra desgarraba la cabeza y el cuerpo de su enemigo.
Pero el inglés, herido y sangrante, con el silencioso y tenaz salvajismo de un
dogo, hundió más profundamente sus dedos en el magro cuello y enterró el puñal
en su objetivo, una y otra vez, mientras, muy por debajo, unos ojos asustados
observaban la diabólica batalla que se recrudecía a aquella vertiginosa altura.
Habían sido arrastrados hasta situarse sobre la
meseta y las alas del hombre murciélago, debilitándose por momentos, apenas
soportaban su peso. Estaban cayendo rápidamente a tierra, pero Kane, cegado por
la sangre y la batalla, ignoraba todo aquello. Con un gran pedazo de su cuero
cabelludo separado del cráneo, y el pecho y hombros cortados y desgarrados, el
mundo se había convertido en algo ciego y rojo donde sólo era consciente de una
única sensación... el impulso del dogo de matar a su enemigo.
Ahora, el débil y espasmódico batir de alas del
monstruo moribundo les mantuvo suspendidos durante un instante sobre un grueso
bosquecillo de árboles gigantescos, mientras Kane sentía debilitarse la presa
de las garras y los retorcidos miembros, y el golpear de las zarpas transformarse
en sacudidas inútiles.
Con un último estallido de poder, hundió su
enrojecido puñal directamente en el esternón y captó un convulsivo
estremecimiento que recorría el cuerno de la criatura.
Las grandes alas cayeron flácidas y vencedor y
vencido se precipitaron de cabeza a tierra con la celeridad del plomo. Por entre una ola roja, Kane vio
las ondeantes ramas apresurándose a su encuentro... sintió cómo azotaban su
rostro y rasgaban su ropa, mientras, aún aprisionado por aquel mortal abrazo,
se precipitaba hacia abajo entre hojas que eludían su inútilmente ávida mano;
luego, su cabeza se estrelló contra una gran rama y se vio sumergido en un
interminable abismo de negrura.
III.
El pueblo de la sombra.
A través de colosales corredores nocturnos de un
negro basáltico, cruzó Solomon Kane durante un millar de años. Gigantescos
demonios alados, horrendos en la profunda oscuridad, le atacaron con una
acometida de grandes alas de quiróptero, y en la negrura peleó con ellos, como
una rata acorralada contra un murciélago vampiro, mientras unas descarnadas
mandíbulas babeaban espantosas blasfemias y horribles secretos en sus oídos, y
los cráneos de los hombres pasaban rodando bajo sus inseguros pies.
Solomon Kane regresó de repente de la tierra del
delirio y su primera visión de cordura fue la de un rostro gordo y bondadoso
inclinado sobre él. Kane vio que se hallaba en una amplia choza, limpia y bien
ventilada, mientras en el aire flotaba un sabroso aroma procedente de una olla
que burbujeaba en el exterior. Kane se dio cuenta de que tenía un hambre voraz.
Y se sentía extrañamente débil. La mano que llevó a su vendada cabeza temblaba
y su bronceado se había difuminado.
El gordo y otro hombre, un guerrero alto, delgado y
de rostro feroz, se inclinaron sobre él, y el gordo habló:
—Está despierto, Kuroba, y su mente funciona.
El hombre delgado asintió y dijo algo en voz alta
que fue respondido desde el exterior.
—¿Qué lugar es este? —preguntó Kane en una lengua
que conocía y era similar al dialecto que acababan de usar—. ¿Cuánto llevo aquí
echado?
—Esta es la última aldea de Bogonda —dijo el gordo,
haciéndole volver a tumbarse con unas manos tan suaves como la de una mujer—.
Te encontramos tirado bajo los árboles que cubren las pendientes, malherido y
sin conocimiento. Has estado delirando durante muchos días. Ahora come.
Un joven y ágil guerrero entró con una fuente de
madera llena de humeante comida y Kane comió con voracidad.
—Es como un leopardo, Kuroba —dijo admirativamente
el gordo—. Ni uno entre mil hubiera sobrevivido a las heridas que tiene.
—Sí —repuso el otro—. Y mató al akaana que le hirió,
Goru.
Con un esfuerzo, Kane se incorporó apoyándose sobre
los codos.
—¿Goru? —gritó con fiereza—. ¿El sacerdote que ata
hombres a los postes para que se los coman los demonios?
Y luchó por levantarse para estrangular al gordo,
pero su debilidad se extendió por su ser como una ola, la cabaña dio
vertiginosas vueltas ante sus ojos y se hundió hacia atrás jadeando, cayendo al
instante en un sueño sano y natural.
Cuando despertó. más tarde, se encontró con una
esbelta joven llamada Nayela, que le observaba. Esta le dio de comer y,
sintiéndose mucho más fuerte, Kane le hizo preguntas que ella respondió tímida
pero inteligentemente.
Aquello era Bogonda, regida por Kuroba, el jefe, y
Goru, el sacerdote. Nadie en Bogonda había visto ni oído hablar anteriormente
de un hombre blanco. Ella había contado los días que Kane yaciera desvalido y
éste quedó asombrado. Pero una batalla como la que había librado era suficiente
para matar a un hombre normal. Se maravilló también de no tener ningún hueso
roto, pero la chica dijo que las ramas habían amortiguado su caída y que había
tomado tierra sobre el cuerpo del akaana. El preguntó por Goru y el grueso
sacerdote se presentó ante él portando sus armas.
—Encontramos algunas junto a ti, donde habías
caído-dijo Goru- y otras junto al cuerpo del akaana que mataste con el arma que
habla palabras de fuego y humo. Debes ser un dios... aunque los dioses no
sangran y tu acabas de hacerlo hasta casi morir. ¿Quién eres?
—No soy ningún dios —respondió Kane— sino un hombre
como tú. Procedo de una tierra lejana situada en mitad del mar que, para tu
conocimiento, es la más bella y noble de todas las tierras. Me llamo Solomon
Kane y soy un aventurero sin hogar. Tu nombre lo oí por primera vez de labios
de un moribundo. Aún así, tu rostro me parece bondadoso.
Una sombra cruzó por los ojos del chamán y bajó la
cabeza.
—Descansa y recupera las fuerzas, oh hombre. o dios,
o lo que seas —repuso— y, a su debido tiempo. sabrás de la antigua maldición
que pesa sobre este antiguo territorio.
Y, en los días que siguieron, mientras Kane se
recuperaba y fortalecía con la vitalidad de la bestia que le era propia, Goru y
Koruba se sentaron y le hablaron con todo detalle, relatándole muchas cosas
interesantes.
Su tribu no era nativa de aquel territorio, sino que
habían llegado al altiplano ciento cincuenta años atrás, dando a éste el nombre
de su antiguo hogar. Habían sido una vez una tribu poderosa en el viejo
Bogonda, en un grande y lejano río que quedaba hacia el sur. Pero su poder
quedó roto por las guerras tribales y, por fin, ante una gran sublevación, la
tribu entera huyó, y Goru repitió leyendas que hablaban de la gran huida de
miles de millas a través de junglas y pantanos, acosados a cada paso por
crueles enemigos.
Por fin, abriéndose paso por un país de feroces
caníbales, se encontraron a salvo de los ataques del hombre... pero presos en
una trampa de la que ni ellos ni sus descendientes podrían escapar nunca. Se
encontraban en el pavoroso país de Akaana, y Goru dijo que sus antepasados
llegaron a comprender la burlona risa de los devoradores de hombres que los
habían acosado hasta los mismos límites del altiplano.
Los Bogondi hallaron una tierra fértil con agua
potable y mucha caza.
Había rebaños enteros de cabras y una clase de
cerdos salvajes que se criaban allí en abundancia. Al principio, la gente se
comía a los cerdos, pero luego acabaron respetándolos por una buena razón. Los
pastizales situados entre el altiplano y la jungla eran un hervidero de
antílopes y búfalos, y había muchos leones.
Estos también se movían por el altiplano, pero
Bogonda significaba 'matador de leones' en su lengua y no pasaron muchas lunas
para que el resto de los grandes gatos se retirasen a los niveles inferiores.
Pero no era a los leones a los que debían temer, como pronto entenderían los
antepasados de Goru.
Habiendo comprobado que los caníbales no traspasarían
las sabanas para aproximarse a ellos, descansaron de su largo viaje y
construyeron dos poblados —la Bogonda superior y la inferior—. Kane se
encontraba en la Bogonda superior y lo que había visto eran los restos del
poblado del nivel inferior. Pero no tardaron en comprender que se habían
perdido en un país de pesadillas armadas de garras y fauces goteantes. En la
noche escuchaban el batir de unas poderosas alas y veían horribles sombras
cruzar las estrellas y perfilarse contra la luna.
Los niños comenzaron a desaparecer y, por fin, un
joven cazador se extravió en las colinas donde le sorprendió la noche. Y, bajo
la luz gris del amanecer, un cadáver destrozado y medio comido cayó de los
cielos sobre la calle del poblado, y el susurro de una risa monstruosa dejó
helados a los horrorizados espectadores. Luego, algo más tarde, todo el horror
de la situación estalló sobre los Bogondi.
Al principio. los hombres alados tenían miedo de los
recién llegados. Se escondieron y sólo por la noche salían de sus cavernas.
Luego se hicieron más osados. Un guerrero le disparó una flecha a uno de ellos,
a plena luz del día; pero los diablos habían aprendido que se podía matar a los
humanos, y su grito de agonía atrajo a una veintena de ellos, que descendieron
de los cielos e hicieron pedazos al ejecutor ante toda la tribu.
Entonces, los Bogondi se prepararon para abandonar
aquel diabólico país y. un centenar de guerreros subieron a las colinas para
buscar un paso. Hallaron escarpadas paredes difíciles de escalar y los
acantilados donde moraban los hombres alados Fue entonces cuando se libró la
primera batalla armada entre humanos y hombresmurciélago, resolviéndose en una
aplastante victoria a favor de los monstruos. Los arcos y jabalinas de los
nativos demostraron ser inútiles ante las arremetidas de esos demonios con
garras, y de aquel centenar que subió hasta las colinas, no sobrevivió ni uno
sólo; porque los akaanas persiguieron y dieron caza a los huidos, rastreando
hasta al último de ellos a un tiro de flecha de la aldea superior.
Sucedió entonces que los Bogondi, viendo que no
tenían esperanza de atravesar las colinas, procuraron volverse a abrir paso
luchando por el camino que habían venido. Pero una gran horda les salió al
encuentro en los pastizales y en una gran batalla que duró casi todo el día,
fueron rechazados, deshechos y destrozados. Y Goru dijo que, mientras la
batalla se recrudecía, los cielos se llenaron de horribles formas que dibujaban
círculos en lo alto y se reían con pavorosa alegría viendo morir a los hombres
a diestro y siniestro.
Así que los supervivientes de aquellas dos batallas,
lamiéndose las heridas, se inclinaron ante lo inevitable con la filosofía
fatalista del salvaje. Quedaron unos quince mil hombres, mujeres y niños.,y
éstos construyeron sus chozas, cultivaron las tierras y vivieron imperturbables
a la sombra de la pesadilla.
En aquellos días había muchos hombres alados y, de
haberlo deseado, podrían haber barrido por completo a los Bogondi. No había
ningún guerrero que pudiera enfrentarse a un akaana, porque estos eran más
fuertes que los humanos, atacaban como los halcones y, si fallaban, sus alas
les ponían fuera del alcance de cualquier contraataque.
En este punto. Kane le interrumpió para preguntar
por qué los bogondi no combatierona los demonios con flechas. Pero Goru
respondió que hacía falta un arquero rápido y preciso para acertar de cualquier
forma a un akaana en vuelo, y que su piel era tan dura que, a menos que la
flecha golpeara en ángulo recto, no penetraría. Kane sabía que los nativos eran
arqueros muy poco cualificados y que las puntas de sus flechas eran fabricadas
con piedras astilladas, hueso o hierro batido, casi tan blando como el cobre;
pensó en Poitiers y en Azincourt y deseó torvamente tener a su lado una fila de
firmes arqueros ingleses o una tropa de mosqueteros.
Pero Goru dijo que los akaanas no parecían querer
destruir del todo a los Bogondi. Su principal alimento lo constituían los
pequeños cerdos que, a la sazón, hormigueaban por el altiplano, y las cabras
jóvenes. Algunas veces salían a las sabanas en busca de antílopes, pero
desconfiaban del campo abierto y tenían miedo de los leones. Tampoco
frecuentaban las junglas ulteriores, porque los árboles crecían demasiado
juntos como para poder extender sus alas. Se limitaban a las colinas y el
altiplano... y, fuera lo que fuese, lo que había más allá de esas colinas.
nadie lo conocía en Bogonda.
Los akaanas permitían a los Bogondi habitar en el
altiplano en una forma muy parecida a como los hombres dejan crecer a los
animales salvajes o abastecen los lagos de pescado... para su propio provecho.
El pueblo-murciélago, dijo Goru, tenía un extraño y espantoso sentido del humor
que se estimulaba por los gritos de padecimiento de un humano quejándose. Esas
macabras colinas habían repetido estertores capaces de helar el corazón de los
hombres.
Pero durante muchos años, dijo Goru, cuando los
hombres hubieron aprendido a no oponerse a sus amos, los akaanas se conformaron
con secuestrar un bebé de vez en cuando, devorar alguna joven de la aldea que
se hubiese extraviado o algún chico a quien la noche sorprendiera fuera de los
muros. El pueblo murciélago desconfiaba de la aldea; volaban en círculos muy
por encima de ella, pero nunca se aventuraban en el interior. Allí, los Bogondi
vivieron a salvo, hasta años recientes.
Goru dijo que los akaanas estaban desapareciendo
rápidamente; existía la esperanza de que los restos de su raza les
sobrevivieran... en cuyo caso, dijo con fatalismo, los caníbales subirían sin
duda de la jungla y meterían a los supervivientes en sus ollas.
Dudaba de que a las sazón hubiera más de ciento
cincuenta akaanas en total. Kane preguntó por que no emprendían entonces los
guerreros una gran cacería y destruían por completo a los demonios, y Goru
sonrió amargamente, repitiendo sus comentarios acerca de la habilidad
desplegada en batalla por el pueblo-murciélago. Además, dijo, la tribu entera
de Bogonda contaba tan sólo con cuatrocientas almas en aquel momento, y el
pueblo-murciélago constituía su única protección contra los caníbales del
oeste.
Goru dijo que la tribu se había reducido más en los
pasados treinta años que en todos los anteriores. A medida que el número de
akaanas disminuía, aumentaba su infernal salvajismo. Cada vez atrapaban a más
de los Bogondi para torturarlos y devorarlos en sus horribles cavernas negras
en lo alto de las colinas, y Goru habló de ataques repentinos a partidas de
caza y a trabajadores de los campos de plátanos, de noches entenebrecidas por
horribles aullidos e incomprensibles letanías procedentes de las oscuras
colinas, de la semihumana y estremecedora risa; de miembros arrancados y
sonrientes cabezas ensangrentadas arrojadas desde los cielos sobre la
horrorizada aldea, y de los espantosos festejos celebrados entre las estrellas.
Luego llegó la sequía, dijo Goru, y una gran
carestía. Muchos de los manantiales se secaron y las cosechas de arroz, batatas
y plátanos se perdieron. Los ñus, ciervos, y búfalos que habían formado la
mayor parte de la dieta carnívora de Bogonda se retiraron a la jungla en busca
de agua, y los leones, con el miedo al hombre superado por el hambre, se
extendieron hasta las tierras altas. Muchos murieron en la tribu y el resto se
vio impelido por el hambre a comerse los cerdos que eran la presa natural del
pueblomurciélago.
Esto enfureció a los akaanas y redujo el número de
cerdos. El hambre, los Bogondi y los leones destruyeron a todas las cabras y la
mitad de los cerdos. El hambre acabó pasando, pero el daño estaba hecho. De
todas las grandes manadas que un día abarrotaran el altiplano, sólo quedó un
vestigio difícil de atrapar. Los Bogondi se habían comido a los cerdos, así que
los akaanas se comieron a los Bogondi. la vida se convirtió en un infierno para
los humanos y la aldea inferior, contando a la sazón con tan sólo ciento
cincuenta almas, se sublevó. Llevados al frenesí por sucesivos ultrajes, se
volvieron contra sus amos. Un akaana que se posó en las mismas calles para
robar un niño, fue atacado y acribillado a flechazos hasta la muerte. Y la
gente de la Baja Bogonda se encerró en sus chozas aguardando su destino.
Y en la noche, dijo Goru, llegó. Los akaanas habían
superado la inquietud que les inspiraban las chozas. Toda la bandada descendió
de las colinas y la Bogonda superior despertó para escuchar el horrible
cataclismo de gritos y blasfemias que acompañaron el fin de la otra aldea. El
pueblo de Goru había yacido toda la noche sudando de terror, sin atreverse a
mover, escuchando los aullidos y las extrañas letanías que taladraban la noche.
Al fin, estos sonidos cesaron, dijo Goru, enjugándose el frió sudor del
entrecejo, pero los sonidos de un espantoso y obsceno festejo taladraron la
noche con demoníaca burla.
A primera hora del amanecer, el pueblo de Goru vio
que la bandada infernal regresaba volando a sus colinas, como demonios que
volvieran al infierno cruzando el amanecer. Volaban lenta y pesadamente, como
buitres ahítos. Más tarde, la gente se atrevió a llegarse con sigilo hasta la
aldea maldita y lo que allí encontraron hizo que se alejaran gritando. Y hasta
el presente, dijo Goru, ningún hombre pasó a menos de tres tiros de flecha del
silencioso horror. Y Kane asintió comprendiendo, con sus fríos ojos más
lúgubres que nunca.
Durante muchos días después de aquello, dijo Goru,
la gente se quedó aguardando muerta de miedo. Finalmente, en un paroxismo de
terror, que engendra una crueldad indescriptible, la gente de la tribu echó a
suertes quién debía ser atado a una estaca entre los dos pueblos, esperando que
los akaanas viesen en aquello una ofrenda de sumisión y la gente de Bogonda
pudiera sustraerse al destino de sus parientes. Según dijo Goru, habían tomado
prestada aquella costumbre de los caníbales, que en tiempos pasados adoraban a
los akaanas ofreciéndoles un sacrificio humano cada luna. Pero la casualidad
les había mostrado que se podía matar a los akaanas, así que dejaron de
adorarles... al menos, esa era la deducción de Goru, y explicó con mucho
detalle que ningún ser mortal era merecedor de verdadera adoración, por maligno
o poderoso que pudiera ser.
Los propios antepasados habían realizado sacrificios
esporádicos para aplacar a los demonios alados, pero aquello no se había
convertido en una práctica regular hasta fecha reciente. Ahora era algo
necesario; los akaanas lo esperaban, y cada luna elegían de entre su menguante
población a un joven fuerte o a una chica a quien atar a la estaca.
Kane observó atentamente el rostro de Goru mientras
éste hablaba de su pena por aquella indescriptible necesidad y el inglés se dio
cuenta de que el sacerdote era sincero. Kane se estremeció ante la idea de una
tribu de seres humanos acabando de aquella manera, tan lenta corno segura, en
las fauces de una raza de monstruos.
Kane habló sobre el pobre hombre que había visto y
Goru asintió, con dolor en su tierna mirada. Había permanecido allí colgado
durante un día y una noche, mientras los akaanas saciaban su asquerosa sed de
tortura en su temblorosa y agonizante carne. Hasta ese momento, los sacrificios
habían alejado la maldición de la aldea. Los cerdos restantes proporcionaban
sustento a los cada vez más escasos akaanas, junto con el ocasional secuestro
de algún bebé, y se contentaban con ejercer su indescriptible deporte cada luna
con su única víctima.
Un pensamiento llegó hasta Kane.
—¿Nunca se han internado los caníbales en el
altiplano?
Goru negó con la cabeza; sintiéndose seguros en su
jungla, en ninguna de sus incursiones llegaban más allá de la sabana.
—Pero me persiguieron hasta el mismo pie de las
colinas.
Goru negó de nuevo con la cabeza. Sólo había un
caníbal, habían encontrado sus huellas. Evidentemente, se trataba de un sólo
guerrero, más valiente que el resto, que habla permitido que su pasión por la
caza superase su miedo hacia el espantoso altiplano, y había pagado el precio.
Los dientes de Kane se apretaron con fuerte crujido, gesto que en él solía
sustituir a una blasfemia. Se sentía herido por el pensamiento de haber huido
tanto tiempo ante un sólo enemigo. No era entonces de extrañar que aquel
enemigo le hubiese seguido tan cautelosamente, esperando la noche para atacar.
Pero, preguntó Kane, ¿por qué el akaana había atrapado al caníbal en vez de a
él... y por qué no le había atacado el horrible murciélago que se posó en su
árbol aquella noche?
El caníbal sangraba, respondió Goru. El olor provocó
el ataque del demoniomurciélago, porque eran capaces de olfatear la sangre
cruda desde la misma distancia que los buitres. Y se mostraban muy cautelosos.
Jamás habían visto a un hombre que, como Kane, no mostrara miedo. Seguramente
habrían decidido espiarle, cogerle desprevenido antes de atacar.
¿Quiénes eran aquellas criaturas?, preguntó Kane.
Goru se encogió de hombros. Ya estaban allí cuando llegaron sus antepasados y
éstos jamás habrían oído hablar de ellos antes de llegar. No tuvieron ninguna
relación con los caníbales, por eso no pudieron aprender de ellos.
Los akaanas vivían en cavernas, desnudos como
bestias; no sabían nada del fuego y sólo comían carne fresca y cruda. Pero
tenían alguna clase de idioma y reconocían a un rey entre ellos. Muchos
murieron en la gran carestía, cuando los más fuertes se comieron a los más
débiles. Estaban desapareciendo rápidamente; en los últimos años no se había
observado entre ellos ninguna hembra ni ningún espécimen joven. Cuando estos
machos murieran por fin, ya no habría más akaanas; pero Bogonda, observó Goru,
ya estaba condenada, a menos que... se detuvo lanzando una extraña y ansiosa
mirada a Kane. Pero el puritano estaba profundamente sumido en sus
pensamientos.
De entre la multitud de leyendas nativas que había
escuchado en sus vagabundeos se destacaba una. Mucho, mucho tiempo atrás, un
hechicero muy viejo le había hablado de demonios alados que salieron volando
desde el norte y pasaron sobre su país, desapareciendo en el laberinto del
meridión, repleto de junglas encantadas. Y el hechicero le contó una leyenda
muy antigua acerca de estas criaturas: que una vez habían habitado a millares
en un lejano y gran lago de aguas amargas, situado a muchas lunas hacia el
norte, y, que, muchas edades atrás, un caudillo junto con sus guerreros las
combatió con arcos y flechas, y mató muchos, haciendo que los demás se
retiraran hacia el sur. Aquel jefe se llamaba N'Yasunna y poseía una gran canoa
con muchos remos, con los que cruzaba rápidamente las aguas amargas.
Y entonces un viento helado comenzó a soplar de
repente sobre Solomon Kane, como si una puerta se hubiera abierto
repentinamente en los golfos Exteriores del Espacio y el Tiempo. Porque ahora
comprendía la verdad de aquel mito desvirtuado y la verdad de una leyenda más
antigua y terrible. Porque, ¿qué lago amargo era ese sino el Mediterráneo y
quién era el jefe N'Yasunna sino el héroe Jasón, que conquistó a las arpías y
las condujo, no sólo hacia las islas sino también hacia África? Entonces el
viejo relato pagano era cierto, pensó Kane mareado, mientras se evadía
horrorizado del extraño reino de espantosas posibilidades, surgió esta en su
mente. Porque si este mito de las arpías era una realidad, ¿qué decir de las
otras leyendas... la de la Hidra, los centauros, la Quimera, Medusa, Pan y los
sátiros?
¿Habría realidades de pesadilla acechando agazapadas
tras todos aquellos mitos de la antigüedad, realidades dotadas de fauces
babeantes y garras impregnadas de estremecedora maldad? ¡África, el Continente
Negro, tierra de sombras y horror, de brujería y encantamientos, hacia la que
todo lo maligno se había replegado desapareciendo, ante el creciente esplendor
del mundo occidental!
Con un sobresalto, Kane abandonó sus ensueños. Goru le
estaba tirando tímida y suavemente de la manga.
—¡Sálvanos de los akaanas! —dijo Goru—. ¡Aunque no
seas un dios, en tu interior vive el poder de un dios! En tu mano llevas el
poderoso bastón mágico que, en tiempos, pasó por ser el cetro de caídos imperios
y báculo de poderosos sacerdotes. Y tienes armas que escupen muerte de fuego y
humo.. .porque nuestros jóvenes, observando, te vieron matar dos akaanas. Te
nombraremos rey... dios... ¡lo que quieras! Ha pasado más de una luna desde que
llegaste a Bogonda y el momento del sacrificio ha pasado, pero el poste
ensangrentado está vacío. Los akaanas rehuyen la aldea por tu presencia; ya no
nos roban bebés. ¡Nos hemos librado de su yugo porque confiamos en ti!
Kane se apretó las sienes con las manos.
—¡No sabes lo que me pides! —gritó—. Dios sabe que
mi mayor deseo es liberar la tierra de esta maldad, pero no soy ningún dios.
Puedo matar con mis pistolas a unos cuantos demonios, pero sólo me queda un
poco de pólvora. De tener una gran provisión de pólvora y balas, y el mosquete
que destrocé en aquella tierra de vampiros llamada Colina de los Muertos,
entonces, desde luego, haría una excelente cacería. Pero incluso aunque matara
a todos los demonios, ¿qué pasaría con los caníbales?
—¡También ellos te temerían! —gritó el viejo Kuroba,
mientras la niña Nayela y el muchacho, Loga, que iban a ser los siguientes en
ser sacrificados, le miraban con el alma asomándoles a los ojos.
Kane dejó caer su barbilla sobre el puño y suspiró.
—Entonces, me quedaré aquí, en Bogonda, el resto de
mi vida, si creéis que puedo servir de protección a la gente.
De esta forma, Solomon Kane se quedó en la aldea de
Bogonda de la Sombra. La gente era un pueblo amable de natural energía y
espíritu amante de la diversión que se encontraban subyugados y entristecidos
por el prolongado morar en la Sombra. Pero ahora habían cobrado nuevos ánimos
con la llegada del inglés, y a Kane se le encogía el corazón al percibir la
patética confianza que habían puesto en él. Cantaban en los campos de plátanos
y danzaban alrededor del fuego, mirándole con ojos llenos de arrebatada fe.
Pero Kane, maldiciendo su propio desamparo, sabía lo inútil que resultaría su
imaginaria protección si los demonios alados surgieran de repente de los
cielos.
Pero se quedó en Bogonda. En sus sueños, las
gaviotas revoloteaban sobre los acantilados del viejo Devon recortados en los
limpios y azules cielos azotados por el viento y, durante el día, la llamada de
las tierras desconocidas allende Bogonda desgarraba su corazón con fiera
avidez. Pero habitó en Bogonda y se devanó los sesos en busca de un plan.
Se sentaba y se quedaba mirando durante horas el
bastón mágico, deseando desesperadamente que le ayudase la magia negra, allá
donde fracasaba su mente. Pero el antiguo regalo de N'Longa no le prestaba
ninguna ayuda. En una ocasión, había hecho que el chaman de la Costa de los
Esclavos llegara hasta él a través de leguas de espacio intermedio... pero
N'Longa sólo podía acudir a él cuando se enfrentaba con manifestaciones de lo sobrenatural,
y aquellas arpías no lo eran.
En lo profundo de la mente de Kane, comenzó a
germinar una idea, pero la descartó.
Tenía algo que ver como una trampa... ¿Y cómo se le
podía tender trampas a los akaanas? El rugido de los leones servía de siniestro
acompañamiento a sus meditaciones. A medida que el hombre desaparecía del
altiplano, las bestias depredadoras, que sólo temían a las lanzas de los
cazadores, comenzaban a agruparse.
Kane rió con amargura. No era con leones, a los que
simplemente había que dar caza y matar, con lo que tenía que tratar. A corta
distancia de la aldea, se alzaba la gran cabaña de Goru, que una vez fuera
salade consejos. Esta cabaña estaba llena de muchos extraños fetiches que,
había dicho Goru con un desesperado movimiento de sus gordas manos, encerraban
una fuerte magia contra los espíritus malignos, pero servían de escasa
protección contra malignos gigantes alados de carne, hueso y cartílago.
IV.
La locura de Solomon.
Kane se despertó de repente de su sueño sin sueños. Una
horrible confusión de gritos estalló horrorosamente en sus oídos. Fuera de su
cabaña, la gente moría en la noche de forma horrible, como ganado en el
matadero. Había dormido, como siempre, con sus armas ceñidas.
Saltó hacia la puerta y algo cayó a sus pies con una
babeante mueca, agarrándose a sus rodillas y farfullando incoherentes súplicas.
A la tenue luz de las ascuas de una hoguera cercana,
Kane reconoció lleno de horror el rostro del joven Loga, ahora horriblemente
destrozado y empapado en sangre, congelándose ya en la máscara de la muerte. La
noche estaba llena de pavorosos sonidos, inhumanos aullidos entremezclados con
el susurro de poderosas alas, el desgarrarse de los tejados de paja y una risa
horrorosa y demoníaca. Kane se liberó de los crispados brazos del muerto y
saltó hacia el evanescente fuego de la hoguera.
Sólo pudo distinguir un confuso y vago laberinto de
formas que huían y siluetas que salían disparadas, así como el movimiento y la
agitación de unas alas negras recortadas en las estrellas.
Tomó rápidamente una tea y la arrojó contra el techo
de su cabaña... y, al saltar la llama, se quedó helado de espanto. Una
sangrienta maldición aullante había descendido sobre Bogonda. Monstruos alados
corrían gritando por sus calles, revoloteaban sobre las cabezas de las gentes
despavoridas o destrozaban los techos de las cabañas para acceder a las
balbuceantes víctimas del interior.
Con un ahogado grito, el inglés despertó de su
trance de horror, sacó y disparó contra una rápida sombra de ojos llameantes,
que cayó a sus pies con el cráneo destrozado. Y Kane lanzó un fiero y profundo
rugido, lanzándose de un salto a la batalla, con toda la demencial furia de sus
paganos antepasados sajones cobrando terrible vida.
Aturdidos y desconcertados por el repentino ataque,
intimidados por largos años de sumisión, los Bogondi eran incapaces de ofrecer
una resistencia organizada y en su mayor parte morían como ovejas. Algunos
contraatacaban enloquecidos por la desesperación, pero sus flechas eran disparadas
al azar o rebotaban en las duras alas, mientras que la diabólica agilidad de
las criaturas hacía que el lanzamiento de jabalina y los golpes de hacha
resultasen de una efectividad incierta. Saltando desde el suelo, esquivaban los
golpes de sus víctimas y, cayendo sobre sus hombros, los arrojaban sobre el
terreno, donde fauces y garras hacían su sangriento trabajo.
Kane vio al viejo Kuroba, demacrado y manchado de
sangre, acorralado contra la fachada de una choza, con su pie sobre el cuello
de un monstruo que no había sido suficientemente rápido. El viejo y malencarado
jefe blandía un hacha de gran tamaño, lanzando fuertes y arrolladores golpes
que, por el momento, mantenían a raya el ataque de media docena de vociferantes
demonios. Kane acudía de un salto en su ayuda, cuando un sonido bajo y
lastimoso le detuvo. La pequeña Nayela se retorcía débilmente, tumbada boca
abajo en el ensangrentado suelo, mientras sobre su espalda se acuclillaba dando
zarpazos un ser parecido a un buitre. Sus opacas pupilas buscaron el rostro del
inglés en una angustiada súplica.
Kane lanzó un amargo juramento y disparó a
bocajarro. El alado demonio fue arrojado hacia atrás con un repugnante alarido
y una salvaje agitación de alas moribundas, y Kane se inclinó hacia la
agonizante joven. Esta sollozó y le besó las manos con labios inseguros,
mientras él le mecía la cabeza con sus manos. Luego, sus ojos se cerraron.
Kane depositó suavemente el cuerpo en el suelo,
buscando a Kuroba. Al ver sólo un arracimado montón de horrorosas formas que
mordían y rasgaban algo que tenían rodeado, Kane se volvió loco. Con un grito
que taladró aquel infierno, saltó comenzando a matar mientras se incorporaba.
En el mismo acto de saltar, enderezando su rodilla doblada, sacó su estoque y
se tiró a fondo, atravesando una garganta de ave carroñera. Luego, sacando su
estoque de un tirón, mientras el ser forcejeaba y se contraía en su estertor
agónico, el enfurecido puritano cargó de frente en busca de nuevas víctimas.
A todo su alrededor, las gentes de Bogonda morían de
forma horrible. Peleaban inútilmente o huían y los demonios los cazaban como un
halcón a una liebre. Entraban corriendo en las cabañas y los demonios
arrancaban el techo o tiraban la puerta abajo, ylo que en aquellas cabañas
tenía lugar quedó misericordiosamente oculto de los ojos de Kane.
Y al cerebro enloquecido de horror del frenético
puritano le parecía que sólo suya era la responsabilidad. Los Bogondi habían
confiado en él como en su salvador. Se habían negado al sacrificio, desafiando
a sus crueles amos. Ahora estaban pagando por ello un horrible precio y él era
incapaz de salvarlos. En los ojos nublados por la agonía que se volvían hacia
él, Kane apuró las negras heces de aquella amarga copa. No se trataba de ira ni
del resentimiento del miedo, sino dolor y un aturdido reproche. El era su dios
y les había fallado.
Ahora atravesaba la masacre en busca de una presa y
los demonios le evitaban, volviendo su atención a las víctimas fáciles. Pero
Kane no estaba dispuesto a que le ignorasen. Envuelto en una niebla roja que no
procedía de la choza en llamas, vio la
culminación del horror; una arpía tenía agarrado a un ser desnudo y
retorcido que había sido una mujer, y sus lobunas fauces engullían con gula.
Cuando Kane saltó en una acometida, el hombre-murciélago dejó caer su
lloriqueante y destrozada presa y remontó el vuelo. Pero Kane soltó su espada
y, con el salto de una pantera sanguinaria, agarró al demonio por la garganta,
rodeando la parte baja del cuerpo con sus férreas piernas.
Una vez más se vio peleando en pleno vacío, pero
esta vez más cerca de los tejados de las chozas. El terror había penetrado en
el frío cerebro de la arpía. No peleaba para agarrar y matar; sólo quería
desembarazarse de aquel ser silencioso e implacable que con tanto salvajismo le
arrancaba la vida a puñaladas. Forcejeó violentamente, con horribles chillidos
y batir de alas, luego, cuando el puñal de Kane penetró con más profundidad,
descendió de repente en diagonal, cayendo de cabeza.
La caída fue detenida por el tejado de una cabaña y
Kane, y la agonizante arpía, lo atravesaron estrepitosamente hacia tierra,
formando una retorcida masa en el suelo de la
choza. A la lívida y parpadeante luz de la choza en llamas donde habían
caído, Kane contempló una escena de enloquecedor espanto llevada a cabo a la
sazón... unas fauces que chorreaban sangre en una boca abierta como una herida
y la ensangrentada parodia de un ser humano que aún se retorcía en la agonía.
Entonces, en el laberinto de demencia que le dominaba, sus dedos de acero se
cerraron sobre la garganta del demonio, en una presa que ningún ataque de
garras o martilleo de alas podía deshacer, hasta que sintió que la horrible
vida escapaba bajo sus dedos, cuando el óseo cuello colgó roto.
Fuera continuaba la sanguinaria locura de la
matanza. Kane se levantó de un salto, con su mano cerrándose a ciegas sobre la
empuñadura de un arma y, al arrojarse hacia el exterior de la cabaña, una arpía
se alzó bajo sus mismos pies. El arma que Kane había arrebatado era un hacha, y
le propinó tal golpe que los sesos del diablo saltaron salpicando como agua.
Dio un salto hacia delante, tropezando con cuerpo y fragmentos humanos, con la
sangre manándole de media docena de heridas. Entonces se detuvo, gritando de
rabia y frustración.
Los seres murciélago remontaban el vuelo. Ya no
querían enfrentarse a aquel extraño demente cuya locura le hacía más terrible
que ellos mismos Pero no se iban solos a las regiones superiores. En sus ávidas
garras transportaban retorcidas y vociferantes formas y Kane, desplazándose
furioso de acá para allá con su ensangrentada hacha, se quedó solo en una aldea
atestada de cadáveres.
Echó hacia atrás la cabeza, para gritarles su odio a
los demonios que volaban sobre él y sintió gotas cálidas y gruesas que le caían
sobre el rostro, mientras los ensombrecidos cielos se llenaban con gritos de
agonía y la risa de los monstruos.
Cuando los sonidos de aquel espantoso festín en el
firmamento llenaron la noche y la sangre que llovía de las estrellas le mojó el
rostro, el último vestigio de razón que quedaba en Kane desapareció. Fue
balbuceando de acá para allá, vociferando caóticas blasfemias.
¿No era él un símbolo del hombre, tambaleándose
entre los huesos marcados a dentelladas y las sonrientes cabezas cortadas de
seres humanos, esgrimiendo un hacha inútil y gritando su odio incoherente a las
horribles y aladas formas de la Noche que hacían presa en él, riéndose sobre su
cabeza en diabólica victoria y arrojando sobre sus ojos enloquecidos la
lastimosa sangre de sus víctimas humanas?
V.
El conquistador.
Un amanecer pálido y escalofriante se arrastró sobre
las negras colinas para flamear sobre la sangrienta carnicería que una vez
fuera el poblado de Bogonda. Las cabañas estaban intactas, a excepción de las
que se habían desmoronado en ardientes ascuas, pero muchos de los tejados
estaban arruinados. Huesos desmembrados, desprovistos a medias o por entero de
carne, yacían tirados en la calle, algunos dc ellos astillados como si hubieran
sido arrojados desde una gran altura.
Era un reino de muerte donde había un único signo de
vida. Solomon Kane se inclinó sobre su hacha cuajada de sangre y contempló la
escena con sombríos y enloquecidos ojos. Estaba medio cubierto por la sangre
seca de las profundas heridas que cubrían su pecho, rostro y hombros, pero a
las que no prestaba demasiada atención.
Las gentes de Bogonda no habían muerto solas.
Diecisiete arpías yacían entre los huesos y, de éstas, seis habían sido muertas
por Kane. El resto habían caído ante el desesperado miedo a morir de los
Bogondi. Pero era un insignificante precio frente al pagado por ellos. De las
más de cuatrocientas personas de la Bogonda superior, no había quedado ni una
para ver el amanecer. Y las arpías se habían ido... regresando a sus cavernas
en las colinas negras, llenas hasta la saciedad.
Con pasos lentos y mecánicos, Kane recorrió aquello,
reuniendo sus armas. Encontró su espada, su puñal, sus pistolas y el bastón
mágico. Abandonó el centro de la aldea y subió por la pendiente hasta la gran
choza de Goru. Y allí se detuvo, aguijoneado por un nuevo horror. El detestable
humor de las arpías había improvisado una exquisita broma.
Sobre la puerta de la cabaña, la cercenada cabeza de
Goru le miraba con fijeza. Las gordas mejillas estaban hundidas, los labios
colgaban en gesto de horrorizada idiotez y la mirada de sus ojos era la de un
niño herido. Y, en aquellos ojos, Kane vio asombro y reproche.
Kane miró hacia las ruinas que habían sido Bogonda y
a la mortal máscara de Goru.
Y levantando los puños apretados sobre la cabeza,
maldijo, con llameantes ojos alzados y retorcidos labios llenos de espuma, al
cielo y a la tierra, y las esferas superiores e inferiores. Maldijo a las frías
estrellas, al ardiente sol, a la burlona luna y al susurro del viento. Maldijo
todos los sinos y destinos, todo cuanto había amado u odiado, a las ciudades
silenciosas bajo los mares, a las edades pasadas y los eones futuros. Con una
aterradora explosión de blasfemias, maldijo a los dioses y a los demonios que
hacen de la humanidad su juguete, y maldijo al hombre que sigue viviendo ciego,
y en su ceguera ofrece la espalda a los cascos de hierro de sus dioses.
Luego, al fallarle la respiración, se detuvo
jadeando.
De los tramos inferiores le llegó el rugido de un
león y por los ojos de Solomon Kane pasó un destello de astucia. Durante mucho
tiempo, permaneció inmóvil como una efigie de hielo y, en su locura, forjó un
plan desesperado, mientras se retractaba silenciosamente de su blasfemia;
porque si bien los dioses con pies forrados de hierro habían hecho al hombre para
que les sirviera de juguete y entretenimiento, también le habían dado un
cerebro que eleva su ingenio y crueldad a un nivel superior al de cualquier
criatura viviente.
—Ahí habitarás —le dijo Solomon Kane a la cabeza de
Goru—. El sol te marchitará y los fríos rocíos de la noche acabarán
consumiéndote. Pero yo te protegeré de esas ansiosas aves y tus ojos
presenciarán la caída de tus asesinos. No, no pude salvar a las gentes de
Bogonda, pero por el Dios de mi raza que puedo vengarlos. El hombre es el juguete
y el alimento de titánicos seres de la Noche y el Horror cuyas gigantescas alas
se ciernen siempre sobre él. Pero hasta lo maligno puede llegar a su fin... y
tú verás ese fin, Goru.
En los días subsiguientes, Kane trabajó
titánicamente, comenzando con la primera luz gris del amanecer y continuando
hasta después de la puesta del sol, bajo la pálida luz de la luna, hasta que
caía derrengado para dormir el sueño de un profundo agotamiento.
Tomaba su comida sin dejar de trabajar y no hacía el
menor caso de sus heridas, siendo apenas consciente de que se curaban por sí
mismas. Bajaba a los niveles inferiores y cortaba bambú de tallos largos y
duros. También cortaba grandes ramas de árboles y duros sarmientos para que
hicieran de sogas.
Con estos materiales, reforzó los muros y el tejado
de la choza de Goru. Introdujo los bambúes profundamente en la tierra, muy
apretados contra el muro, entretejiéndolos rápidamente con los sarmientos duros
y flexibles como cuerdas. Colocó rapidamente las largas ramas sobre el techo,
atándolas muy juntas. Cuando hubo concluido, un elefante hubiera encontrado
dificultades en atravesar los muros.
Los leones habían llegado a montones al altiplano y
las piaras de cerditos disminuyeron rápidamente. A aquellos que dejaban los leones,
los mataba Kane y se los echaba a los chacales. Esto atormentaba el corazón de
Kane, pues era un hombre bondadoso y aquella matanza indiscriminada, aún de
cerdos en los que de todas formas harían presa las bestias depredadoras, le
apenaba. Pero formaba parte de su plan de venganza y endureció su corazón.
Los días se convirtieron en semanas. Kane trabajaba
día y noche, y entre tarea y tarea hablaba con la mortificada y marchita cabeza
de Goru, cuyos ojos, de manera bastante extraña, no cambiaban bajo el
resplandor del sol ni ante la hechicera presencia de la luna, sino que
conservaban su expresión de vida. Cuando el recuerdo de aquellos días de
demencia hubo menguado hasta convertirse en una vaga pesadilla, Kane se
preguntó si los resecos labios de Goru se habrían movido para formular una
respuesta, tal como le había parecido a él, diciendo cosas extrañas y
misteriosas.
Kane veía a los akaana volar en círculos, recortados
contra el cielo a cierta distancia, pero no se acercaban, ni siquiera cuando él
dormía en la gran cabaña con las pistolas a mano, pues temían su poder de dar
muerte con el humo y el trueno.
Al principio, se dio cuenta de que volaban con
pereza, ahítos de la carne que habían comido en aquella sangrienta noche, y de
los cuerpos que se habían llevado a sus cuevas Pero, a medida que pasaban las
semanas, cobraron un aspecto cada vez más delgado, alejándose mucho en busca de
comida. Y Kane se reía profunda y demencialmente.
Aquel plan suyo no podía haber funcionado antes,
pero ahora no había seres humanos para llenar los vientres del pueblo de las
arpías. Y ya no había cerdos. No quedaba en todo el altiplano una criatura de
la que el pueblo-murciélago pudiera alimentarse. Kane creía saber por que no se
internaban hacia el este de las colinas. Debía tratarse de una región de espesa
jungla, como la del país que quedaba al oeste. Los veía internarse volando en
el pastizal, en busca de antílopes y veía como los leones se cobraban su precio
en ellos. Después de todo, los akaanas eran seres débiles entre los cazadores,
sólo lo suficientemente fuertes para matar cerdos y venados... y seres humanos.
Al final, acabaron volando cerca de él por las
noches y, al ver el puritano sus codiciosos ojos mirándole fieramente por entre
la penumbra, consideró que había llegado el momento. Enormes búfalos, demasiado
grandes y feroces para servir de alimento al pueblo-murciélago, habían llegado
al altiplano tras extraviarse causando estragos en los desertizados campos de
los difuntos Bogondi. Kane separó a uno de éstos de la manada y lo condujo, con
gritos y pedradas, hacia la choza de Goru. Tanto la tarea como el tiempo
ocupado en ella resultaron largos y tediosos, y de nuevo Kane escapó por los
pelos de las repentinas acometidas del arisco toro, pero perseveró y acabó
conduciendo a la bestia ante la cabaña.
Soplaba un fuerte viento de poniente y Kane arrojó
puñados de sangre al aire, para que el olor atrajese a las arpías de las
colinas. Cortó en pedazos al toro y los llevó al interior de la cabaña,
arreglándoselas después para arrastrar el enorme tronco hasta el mismo lugar.
Luego se retiró hacia los gruesos árboles de las cercanías y aguardó.
No tuvo que esperar mucho. El aire matutino se llenó
de repente con el golpeteo de muchas alas y una horrible manada aterrizó frente
a la choza de Goru. Todas las bestias -u hombres- parecían estar allí, y Kane
observó asombrado a las altas y extrañas criaturas, tan parecidas a los humanos
y, aún así, tan diferentes... los verdaderos demonios de las leyendas y los
mitos. Como si fueran capas, plegaron sus alas y hablaron entre ellos con una
voz estridente, parecida a un crujido, en la que no había nada de humano.
No, decidió Kane, aquellas criaturas no eran
hombres. Eran la materialización de alguna horrible broma de la naturaleza...
una especie de parodia de la infancia del mundo, cuando la creación era aún un
experimento. Quizás fueran el fruto de una prohibida y obscena unión entre
hombre y bestia; aunque lo más probable era que se tratase de una monstruosa
ramificación de la línea evolutiva... porque hacía mucho que Kane intuyera
vagamente una oscura verdad en las heréticas teorías de los antiguos filósofos,
la de que el Hombre no es sino una bestia superior. Y, si la Naturaleza había
engendrado muchas extrañas bestias en las edades pasadas, ¿por qué no iba a
haber experimentado con variaciones monstruosas de la humanidad? Seguramente el
hombre, tal como Kane lo conocía, no sería el primero de su raza en caminar
sobre la tierra, ni sería tampoco el ultimo.
Ahora, las arpías vacilaban, con la natural
desconfianza que sentían por los edificios, y algunas se subieron al tejado,
comenzando a romper el techo. Pero Kane lo había construido bien. Volvieron a
bajar al suelo y, al fin, sin poder sustraerse más al olor de la sangre fresca
y la visión de la carne que había en el interior, una de ellas se arriesgó a
entrar. En un instante entraron todas, abarrotando la gran choza, y comenzaron
a desgarrar la carne con voracidad; y, cuando la última de ellas estuvo dentro,
Kane extendió una mano, tirando de un
largo sarmiento y poniendo en marcha la trampa, sostenida por la puerta, que
había creado. Esta cayó con gran estrépito y la barra que había construido cayó
quedando encajada en su sitio. Esa puerta aguantaría la carga de un toro
salvaje.
Kane salió a descubierto y escudriñó el cielo. Unas
ciento cuarenta arpías habían entrado en la choza. No vio más movimiento de
alas cruzando el cielo y creyó adecuado suponer que toda la bandada había caído
en la trampa. Entonces, con una sonrisa cruel y pensativa, Kane entrechocó
pedernal y acero a un montón de hojas muertas que había junto al muro. En el
interior, comenzó a sonar un incómodo murmullo, al darse cuenta las criaturas
de que estaban prisioneras. Una delgada voluta de humo describió una curva
hacia lo alto, seguida de una creciente llama roja; todo el montón estalló en
llamas, prendiendo el bambú seco.
Momentos después, todo el lado del muro quedó
prendido. Al olfatear el humo, los demonios del interior comenzaron a
inquietarse. Kane les oyó graznar salvajemente, arañando los muros. Entonces
sonrió con una mueca feroz, desprovista de humor y alegría. Entonces, un cambio
de viento extendió las llamas alrededor del muro y por encima del techo... con
un rugido, toda la cabaña se incendió estallando en llamas.
Un pavoroso pandemonium llegó hasta él, procedente
del interior. Kane oyó estrellarse los cuerpos contra los muros, que se
agitaban pero que aguantaron. Los horribles gritos eran música para su alma y,
alzando los brazos, respondió a aquellos con gritos espantosos y estremecedoras
risas. Aquel cataclismo de horror se elevó imparable, haciendo palidecer el
tumulto de las llamas. Luego, al penetrar las llamas y condensarse el humo,
decreció hasta convertirse en una mezcla de jadeos y estranguladas jerigonzas.
Un olor intolerable a piel humana quemada impregnó
la atmósfera y, si en el cerebro de Kane hubiera quedado sitio para algo más
que la locura de la victoria, se hubiera estremecido al percatarse de que el
olor era el de ese hedor indescriptible que sólo despide la carne humana al
arder.
Desde la densa nube de humo, Kane vio algo
destrozado y farfullante que emergía por el deshecho tejado y se elevaba lenta
y agónicamente, con unas alas espantosamente quemadas. Con toda tranquilidad,
apuntó e hizo fuego, y el abrasado y cegado ser cayó de espaldas sobre la
llameante masa, justo cuando los muros se derrumbaban. A Kane le pareció que el
deshecho rostro de Goru, desvaneciéndose en el humo, se dividía de repente en
una ancha sonrisa, emitiendo un súbito grito de jubilosa alegría humana,
fusionándose misteriosamente con el crepitar de las llamas. Pero el humo y un
cerebro enloquecido gastan bromas extrañas.
Kane estaba en pie, con el bastón ju-ju en una mano
y la humeante pistola en la otra, sobre las ardientes ruinas que ocultaban para
siempre, a los ojos de los hombres, al último de aquellos terribles monstruos
semi-humanos, a quienes otro héroe desterrara de Europa en una era desconocida.
Kane se mantuvo allí erguido, como una estatua de victoria desprovista de
consciencia... con la mirada fría y dominante del luchador invencible.
El humo se curvó hacia las alturas del cielo
matutino y un rugido de leones merodeadores agitó el altiplano. Lentamente,
como la luz que irrumpe entre las nieblas, la cordura regresó a él.
—La luz de la mañana de Dios penetra incluso en
oscuras y solitarias tierras —dijo sombríamente Solomon Kane—. La Maldad impera
en los yermos de la Tierra, pero hasta ella tiene fin. A la medianoche le sigue
el amanecer y hasta en esta tierra perdida se hunden las sombras. Extraños son
tus designios, oh Dios de mi pueblo, ¿y quién soy yo para cuestionar tu
sabiduría? Mis pies se han hundido en malignos caminos, pero Tú me has sacado
adelante sin daño y has hecho de mí un azote para las Fuerzas del Mal.
Sobre las alturas de los hombres se ciernen las
gigantescas alas de monstruos colosales y toda clase de seres malignos hacen
presa en el corazón, el alma y el cuerpo del Hombre. Aún así, puede ser que, en
un día lejano, las sombras se desvanezcan y el Príncipe de las Tinieblas sea
encadenado para siempre en su infierno. Y hasta entonces, lo único que puede
hacer la humanidad es resistir firmemente a esos monstruos desde dentro y fuera
de su corazón, y, con la ayuda de Dios, aún podrá triunfar.
Y Solomon Kane alzó la vista hacia las silenciosas
colinas, sintiendo su silenciosa llamada, así como el de las inimaginables
distancias más allá; y, cambiando de sitio su cinturón, Solomon Kane tomó con
firmeza el cayado en su mano y volvió su rostro hacia levante.
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