Juan García Ponce
En su coche, camino a Tajimara, Cecilia me dijo al
fin el motivo de la fiesta: Julia iba a casarse y Carlos había organizado la
reunión para “despedirse de la casa”. Asombrado, le pregunté quién era el
novio. Dijo un nombre que no significaba nada para mí y luego me explicó que
era un chileno al que podría aplicársele el aforismo de Schopenhauer sobre las
mujeres: pelo largo e ideas cortas. Yo quería que me contara todo, pero con
Cecilia eso era imposible; por encima de cualquier otra cosa adoraba la
confusión y el misterio, y ésta era una oportunidad única. Contestó que no
sabía nada, que ya los vería y me daría cuenta de lo que había pasado.
Comprendí que era inútil intentar sacarle algo más y me dediqué a mirar la
carretera en silencio. Estaba lloviendo y, vistos a través de los cristales
empañados, los abetos sacudidos por el viento, las montañas pardas y el cielo
gris y deslavado, parecían envueltos en una enorme bolsa de celofán. Antes,
Cecilia y yo habíamos recorrido estos mismos veinte kilómetros innumerables
veces; pero el paisaje nunca me había parecido tan melancólico como ahora. En
cierto sentido, que ella manejara siempre era casi simbólico. Me había guiado
hacia donde ella quería toda mi vida y cuando después de seis meses de no verla
se presentó de pronto para invitarme otra vez a Tajimara, no tuve ni siquiera
tiempo de pensar en lo que sentía, acepte simplemente, consciente de que jamás
sabría si la quería o la odiaba. Al manejar levantaba ligeramente la cabeza y
la postura acentuaba la extraordinaria gracilidad de su cuello. Con su vestido
verde, sin mangas, cerrado hasta el cuello, recto y pegado al cuerpo, se veía
divina.
(Cuando la conocí usaba trenzas y a veces se las
recogía en rodetes sobre las orejas. Todos los muchachos del barrio estábamos
enamorados de ella y buscábamos continuamente pretextos para desahogar a golpes
el odio que había logrado provocar entre nosotros sonriéndole cada día a uno
diferente. Pero, con el tiempo, cada quien se fue por su lado. Yo dejé de verla
y un día supe que se había casado. Pensé en ella un momento como algo hermoso e
irrecuperable y no traté de averiguar nada más. Mucho después volví a encontrarla
en una tarde de lluvia como ésta, mientras yo atravesaba corriendo la Reforma.
Me subió a su coche y nos fuimos a tomar un café. Mis padres habían regresado a
Guanajuato y yo vivía con Mario en un departamento viejo, helado, apestoso y
lleno hasta el tope de nuestras porquerías: libros, reproducciones, recortes de
revistas, fotografías antiguas y la colección de arte indígena de Mario, que
era antropólogo. No tenía un centavo y me pasaba el día traduciendo novelas
policiales a cinco pesos la cuartilla, con la vaga esperanza de terminar la
carrera algún día. Mientras la miraba, tratando de reconocer a la Cecilia de
antes en esta nueva persona de gestos nerviosos, ojos inquietos y pelo corto,
ella me contó que se había divorciado, perdiéndose en una interminable historia
sobre la tontería de su marido y su incapacidad para comprender las inquietudes
de ella. Cuando terminó, yo casi sin darme cuenta empecé a hablar del amor que
le tenía y de cómo me hacía sufrir. Sonrió encantada y comentó: “Yo te tenía
muy en cuenta; pero estaba enamorada de Guillermo y sólo podía pensar en él.”
Fue una verdadera revelación. Para mí Guillermo siempre había sido una más
entre sus víctimas, y aunque los había sorprendido juntos muchas veces y sabía
que a ella le gustaba, nunca pensé que hubiera algo especial entre ellos.
Luego, Cecilia insistió en llevarme hasta mi casa. Habíamos hablado cerca de
cuatro horas y al final yo no sabía quién era ni dónde estaba; el pasado se
revolvía con el presente y sentía la misma emoción que diez años atrás cuando,
por la noche, tiraba piedras a su ventana con la esperanza de verla un instante
y, cuando salía, sólo me atrevía a decirle que necesitaba hablarle al día
siguiente y me alejaba furioso conmigo mismo por no haberme atrevido a decir
más. Me dejó su teléfono y al cabo de una semana nos veíamos todas las tardes.
Su forma de hablar me recordaba, a veces, a la Cecilia que paseaba conmigo por
el Parque México en tardes afortunadas y no me dejaba tomarle la mano. Pero
entre nosotros siempre había una especie de nostalgia por la inocencia perdida.
En aquella época los dos éramos vírgenes y yo soñaba con tenerla noche y día;
ahora ninguno de los dos nos perdonábamos no haber sido el primero y nos
castigábamos mutuamente por eso. Sentado frente a la ventana, la veía llegar y
salía a recibirla a la escalera. Apenas entrábamos ella se desnudaba, se ponía
la bata de Mario y me enfurecía con frases como “nos estamos destruyendo” o “no
podemos seguir juntos”. Representaba cada tarde un personaje distinto. A veces
fingía que mi indiferencia la exasperaba y tiraba las cosas al suelo. “Me estoy
dando a ti por completo, a ti, no te hagas a un lado, no lo permito.” Un día
rompió varias figuras de la colección de Mario y él, que estaba harto de
pasarse las tardes fuera, tomó esto como pretexto y se peleó conmigo).
Cecilia, cansada de mi silencio, se echo a reír de
pronto. La conocía perfectamente y sabía que era sólo un pretexto para iniciar
otra conversación, pero le pregunté de qué se reía.
—Estoy imaginando la cara de Guillermo cuando me vea
entrar contigo —dijo.
—¿Va a estar allí? —pregunté, aunque sabía cuál iba
a ser su respuesta.
—Sí. Por eso te traje.
Como lo esperaba. El eterno juego estúpido al que no
podía dejar de prestarme, ego maniaco masoquista que había encontrado la pareja
ideal. El tenue telón de la lluvia entre el campo amarillo y el cielo gris. La
intimidad del coche en la carretera solitaria. Adivinando el cuerpo de Cecilia
bajo la tela del vestido.
(Yo no podía pagar un departamento solo, pero no
quería volver a ninguna casa de huéspedes. Al día siguiente le conté todo a
Cecilia. Se echó a reír y me dijo que ella se ocuparía de encontrarme lugar.
“Conozco mucha gente. Demasiada. No te preocupes.” Como siempre, tenía puesta
la bata de Mario. Se la quitó y se subió al arcón de madera de debajo de la
ventana. La lluvia afuera y el cielo gris con su figura recortada contra la
ventana. “Llévame al cuarto, estoy helada.” Las tardes interminables en que yo
trataba de hacerla gozar y el olor revuelto de nuestros cuerpos después de
hablar horas enteras en la cama con las piernas entrelazadas, manchando con
ceniza las sábanas. “A veces no siento nada. Es inútil. Siempre me ha pasado lo
mismo. Estoy mal.” Siempre ¿con quién? Pero luego, con el sudor revuelto, me
rodeaba la cintura con las piernas y yo la buscaba por dentro y después de
revolverse y quejarse y suspirar se aflojaba al fin y murmuraba “gracias,
gracias por esperarme”. Consiguió el estudio de Julia y Carlos, que habían
alquilado ya la casa en Tajimara, pero no querían perderlo y me lo
subarrendaron por una cantidad ridícula. Era sólo una estancia, con las paredes
manchadas de pintura y un olor permanente a tíner y a chapopote que fue
imposible quitar, y un baño destartalado; pero la ventana daba a un jardín
viejo y melancólico, por las mañanas los gritos de los niños llegaban hasta
nosotros y al atardecer veíamos a un viejo solitario que sacaba a mear a su
perro. Cecilia inventaba historias interminables acerca de él. Entonces se pasaba
el día entero conmigo. Yo no me cansaba de mirarla. “Tú, tú”. “No; ya no soy
ésa. No sueñes, no inventes. Todo se acaba.” Pero cuando ella hablaba así era
cuando yo más quería hacerlo durar. Bajábamos la escalera con mi brazo
alrededor de su cintura para comprar un pollo en la esquina y en la calle había
viento, los árboles se veían tristes, el cielo estaba gris, el ruido del
tráfico se perdía en el aire y la gente parecía extraña a nosotros, que después
íbamos a hablar de una época muerta y a pensar por separado que, sin embargo,
ya nada era igual.)
Las gotas repiqueteaban como municiones sobre el
techo de lámina del coche. Cecilia siguió hablando sin mirarme, atenta al
camino, limpiando de vez en cuando con la mano los cristales empañados.
—Pero no voy a regresar contigo. No íbamos a ningún
lado así. Cuando éramos niños era diferente. Ahora no podía salir bien. Si nos
hubiéramos casado entonces tendríamos diez hijos y seríamos felices. Pero yo le
di todo lo de esa época a Guillermo y el no supo tomarlo. ¿Sabes lo que me dijo
el doctor? Que los torturaba a ustedes por él y mi padre. Así me vengaba del
poco caso que ellos me hacían.
(Cecilia, con el uniforme del colegio y una cinta
azul en el pelo. Esperaba todas las mañanas a que ella saliera, siempre con el
temor de que fuera demasiado tarde y se hubiera ido ya, y luego la seguía sin
atreverme a hablarle hasta que ella se volvía fingiendo sorpresa. La acompañaba
hasta la puerta del colegio y me quedaba acostado enfrente, sobre el pasto, con
la esperanza de verla asomarse por la ventana, pero primero sólo salían sus
amigas, riéndose y empujándose mutuamente, y al final ella aparecía un instante
y me hacía señas de que me fuera.)
—Y ahora ¿qué ganas con Guillermo?
—Me vengo en él directamente. Es mucho mejor.
—Tiene que haber algo más.
—Tal vez. Tal vez esté todavía enamorada de él.
Quién sabe. ¿Sabes lo que me hizo el día que cumplí quince años? Nunca se lo he
contado a nadie antes. Había estrenado vestido y lo estuve esperando toda la
tarde, pero no llegó. Por la noche me habló por teléfono para decirme que ya no
me quería y no iba a verme más. Hacía un mes que me acostaba con él. Ahora es
una tontería; pero entonces... No lo podía creer. Estuve hablando con él horas
enteras, tratando de convencerlo, como una idiota, diciéndole que era
imposible, que todos ustedes estaban enamorados de mí y en cambio yo sólo lo
quería a él. Y era verdad. Yo no sabía cómo eras tú en ese tiempo, ni tú ni
nadie; sólo él. A ustedes no podía verlos.
—Veme ahora.
—No. Es inútil.
Con la lluvia había oscurecido de pronto, sin que
viéramos meterse al sol. El coche lleno de humo. Los cristales, convertidos en
espejos, devolvían la figura de Cecilia del otro lado del coche, doblándola.
Los brazos delgados, de niña todavía, extendidos hacia el volante; la suave
curva de la nuca, con unos cuantos rebeldes pelos castaños saliéndose del
peinado. Me acerqué a ella y le acaricié el cuello.
—¿Por qué no?
—No sé.
Le pasé suavemente la mano por el brazo y sentí cómo
se le erizaban los vellos.
—Párate un momento.
Sin contestar ella arrimó el coche a la cuneta y
paró el motor. En un momento la lluvia empañó por completo los cristales. Desde
algún lado se oía correr un arroyo. Empecé a besarla. Primero, ella se dejó
hacer; pero luego me apartó, se inclinó sobre el volante y apoyó la cabeza en
los brazos. Le puse una mano en la rodilla y la subí por los muslos.
—¿Traes algo debajo?
—Sí —dijo ella, sin levantar la cabeza.
Subí la mano hasta el fin y la acaricié hasta que la
tela se humedeció. Entonces, con la otra mano, empecé a bajarle el cierre del
vestido, por la espalda. Le desabroche el sostén, la atraje hacia mí y le
acaricié el pecho, apretándole el pezón con los dedos.
—No —dijo ella.
Pero bajó los brazos y se dejó sacar el vestido
hasta la cintura y luego levantó las nalgas para que se lo quitara por
completo. La acaricié despacio, sintiéndola estremecerse y tirar de mí para que
me acercara a ella.
—Entra. Pero salte antes. No quiero que pase nada.
Pero ésta no es la historia que quiero contar. La
otra, la de Julia y Carlos, significa realmente algo. Lo mío y de Cecilia es
distinto y además ella no se llama Cecilia y en todo lo que he dicho hasta
ahora hay algo falso, aunque los sucesos sean verdaderos. No he hablado de los
proyectos que pensamos realizar, ni de la mágica complicidad, ni de cómo empezó
todo en realidad, ni he logrado que ella, la Cecilia verdadera, se vea tal cual
es: niña frágil, absurda, tímida y descarada, exasperante, imposible, exigente
y débil, sorprendente siempre y desesperadamente independiente, inasible, tan
difícil de penetrar y tan desequilibrada, y a veces, también, tan tonta,
empeñada en vivir en una edad irrecuperable y tratando siempre de cambiar el
sentido de sus actos, hablando todo el tiempo sin decir nada y con una mirada
que de pronto parecía abarcarlo todo, con la pasividad inagotable de la luna.
La primera vez que la llevé al departamento todavía no la había besado nunca en
mi vida. Hasta entonces nos citábamos en cafés o simplemente en cualquier
esquina conocida, porque ella no quería que fuera a buscarla a su casa. “Ésa
era otra época, no debes volver por allí.” Un día me dijo que quería ver cómo
vivía y yo le prometí llevarla al día siguiente. Le expliqué todo a Mario y
conseguí que me dejara el departamento libre. Pasé por Cecilia a un café y ella
manejó hasta la casa. Llevaba pantalones y mientras subíamos la escalera le
metí la mano por la espalda, por debajo del suéter. Pero después, adentro, los
dos estábamos muy turbados. Tuve que enseñarle, una por una, todas mis cosas y
responder a las preguntas más absurdas acerca de ellas, como si cada una fuera
el objeto más extraño e incomprensible. Cuando no hubo más que hablar sobre el
departamento, Cecilia se sentó en un sillón, lejos de mí, y empezó a hablar de
su matrimonio, sin dejarme intervenir para nada. Yo la escuchaba aburrido y
desilusionado, distraído, sin detenerme a pensar en si lo que me decía era
verdad o mentira; de todos modos, la historia era absurda. Al fin se levantó
para irse y entonces me acerqué a ella y la besé. Al principio pensé que tenía
los labios demasiado delgados y en cierta forma era una desilusión, pero de
pronto ella me metió la lengua en la boca y se apretó contra mí y me olvidé de
todo. La desnudé ahí mismo, la llevé al cuarto y me desvestí mirándola,
mientras ella se acariciaba. El pasado, el presente, todos los años que había
vivido tranquilo, sin pensar jamás en Cecilia. Ese día terminamos al mismo
tiempo y luego desnudos, en la cama, le hablé de todo lo que la había querido.
“No te conocía, no me daba cuenta, hubiéramos sido felices”, decía ella y yo
sentía que la quería tanto como entonces; pero luego, por la noche, a solas,
después de contárselo todo a Mario, pensé que había sido una tontería. Ella ya
no era la misma, ni yo era el que había sido y la actual Cecilia no me
interesaba. Sin embargo, siguió viniendo y me enamoré de ella o tal vez,
simplemente, volví a encontrarla. Su conversación me exasperaba; pero apenas se
iba empezaba a extrañarla. Me contó que desde su divorcio iba con un
psicoanalista y propuso que desde el principio nos contáramos todo lo malo que
pensáramos uno del otro para que nuestra relación fuera verdadera. Tuve que
decirle que al principio sólo quería acostarme con ella y me contó detalladamente
con quiénes y cómo se había acostado. El resultado fue que ninguno de los dos
nos lo perdonamos nunca, y eso no lo confesamos. A veces hablábamos de casarnos
e irnos a Puerto Vallarta o a no sé que pueblo de la costa de Colima del que
Cecilia había oído hablar. Yo enviaría por correo las traducciones y estaríamos
todo el día en traje de baño sin que nada se interpusiera entre nosotros. Pero
veíamos todo como algo vago y lejano, que en el fondo sabíamos que nunca se
realizaría. En el estudio, Cecilia se ponía un suéter y unos pantalones viejos
míos e intentaba, sin éxito, poner un poco de orden o preparar algo de comer,
aunque siempre era yo el que terminaba friendo los huevos porque ella le tenía
miedo al aceite hirviendo. Me llevó a su casa. Sentí una sensación extraña al
reconocer los muebles de la Cecilia de antes, y conseguí que me regalara la
pequeña mesa de su cuarto para tener siempre algo suyo junto a mí. Luego nos
llevamos el álbum de fotografías y nos pasamos tardes enteras repasándolo,
tratando de convencernos de que el tiempo no había pasado y éramos los mismos,
aunque ella jamás quiso dejarme ninguna de sus fotos antiguas y se llevaba
consigo el álbum cada vez. Pero, a pesar de la intimidad, las conversaciones
interminables y los paseos por las calles, bajo la lluvia, en tardes grises y
rosadas, sintiendo la ciudad, solos y realmente unidos, todavía no sé cómo es
Cecilia, cuál de todas es Cecilia y sólo su figura está siempre presente.
Cecilia desnuda, de pie sobre el arcón de Mario (eso ya lo dije); Cecilia con
los tirantes del sostén bajados para que yo viera cómo se veía en bikini;
Cecilia en el sofá, dejando que la mirara; en pantalones, con la gabardina
encima; en el coche, diciéndome adiós, un breve escorzo de la mano y la sonrisa;
en las fiestas, sin nada debajo del vestido, como yo se lo había pedido;
discutiendo con Clara en la carretera, olvidándose de que iba manejando,
después de estar con Julia y Carlos en Tajimara. (Es inútil.) Julia y Carlos
son hermanos. Cecilia había conocido a Julia en no sé qué clase de pintura
(Cecilia había hecho de todo) que las dos tomaban juntas. Entonces Carlos
estaba fuera de México, estudiando también. Cuando regresó, alquiló el estudio
para él y para Julia y presentaron una exposición. Vendieron algunos cuadros y
dos o tres críticos los elogiaron, especialmente a ella, y su padre,
entusiasmado, les dio el dinero para comprar la casa en Tajimara. Se parecían
mucho, aunque ella era un poco más alta que él. Cecilia y yo los ayudamos a
trasladar sus cosas y luego los visitamos de vez en cuando.
(Los viajes en el coche, sentado al lado de Cecilia,
por las tardes, sin pensar en nada, mirando los árboles amarillos y las flores
en las lomas y luego las montañas pardas, verdes y azules diluyéndose con el
fin del día.)
La casa tenía ventanas con barrotes de hierro y un
hermoso y descuidado jardín en el centro, pero llevaba años deshabitada. Los
pisos estaban levantados y el techo tenía una imprevisible cantidad de goteras.
Julia y Carlos pintaban en todas las habitaciones y hasta en el enorme patio
del fondo entre los manzanos y las higueras. Hacía mucho frío. Por la noche
prendían la chimenea y la estancia se llenaba de humo. Los visitaba mucha gente
y todos terminaban borrachos, con los ojos enrojecidos por el humo y los pies
helados. Conversaciones de este tipo:
—En el mundo, menos húngaro, se puede aprender todo.
—Yo pinto con música africana en el tocadiscos. A
todo volumen. El ruido atrae la inspiración.
—Vamos a
desnudarnos todos.
—¿Te has acostado con ella?
—Strindberg, Strindberg, no hay más. Y entre todas
sus mujeres, Adele.
En el pueblo todos se reían de Julia y Carlos. Ellos
nos recibían manchados de pintura de la cabeza a los pies, y se reían más que
nadie, pero se vigilaban mutuamente, y sólo se quedaban tranquilos cuando los
dejábamos solos otra vez. Carlos tenía que soportar el asedio de Clara y a
Julia la perseguían todos; pero ellos no miraban a nadie. Ésa es la historia
que quiero contar. Cecilia y yo la descubrimos durante un fin de semana.
Habíamos llegado el sábado a mediodía y mientras ellos pintaban nos fuimos a la
huerta. Acostados bajo los árboles, dejamos pasar la tarde. Hacía más de cinco
meses que estábamos juntos y aunque yo estaba harto de la gente de Tajimara
ella me arrastraba siempre hasta ahí.
Clara se había hecho íntima amiga suya y no nos
dejaba en paz. La recuerdo en el coche, de regreso de Tajimara, incansable,
hablando sin parar, después de haber estado bebiendo toda la noche, sentada en
el asiento de atrás, con los codos apoyados en el respaldo de nuestro asiento,
mientras yo dormitaba con la cabeza apoyada en el vidrio.
—El artista tiene que ser libre. Eso es lo admirable
de Julia y Carlos. No se paran ante nada. Y eso se ve en sus cuadros. A mí que
no me hablen de responsabilidad ni de ninguna de esas tonterías. Vivir y
expresarse; crear, eso es lo único que importa ¿verdad, Cecilia? Míralo.
¡Dormido! ¿Cómo lo soportas? No le importa nada. Y lo peor es que debe tener
algo adentro; pero con esa indiferencia es imposible sacarle algo. Despierta,
tú. Dime qué piensas del mundo, qué esperas, qué le exiges. Habla.
Y etcétera.
Aquella tarde Cecilia estaba en shorts y los niños
del pueblo se asomaban todo el tiempo por encima de la barda para verla. Luego
llegó Julia.
—Vengan a ver mi último cuadro.
Era una gran tela negra con una mancha roja en el
centro en la que el empaste producía una obsesionante sensación de movimiento.
A través de la puerta se veía a Carlos en el cuarto siguiente, absorto,
manchando otra gran tela de verde. Julia se alejó unos pasos de su cuadro para
mirarlo otra vez y llamó a Carlos.
—Ven a ver esto antes de que se acabe la luz.
Él se acercó y se paró a su lado.
—¿Qué tal? —preguntó ella.
—Muy hermosa —dijo él, mirando a Julia.
Y de pronto le pasó el brazo por los hombros y la
besó en el cuello. Después, como si hasta entonces se diera cuenta de que
Cecilia y yo estábamos ahí, se apartó turbado.
(Y en cambio, el domingo, Clara se presentó con
Guillermo que no tenía nada que hacer allá. Al principio, él ni siquiera se dio
cuenta de quién era Cecilia y sólo la reconoció cuando se la presentaron. “Te
cortaste las trenzas.” “Sí, claro”, dijo ella. Yo la miré. Estaba pálida.
Cuando todos estábamos borrachos, bailó con él y dejó que la llevara al patio.
Luego regresaron y ya no le habló más. Se puso a bailar conmigo y me dijo que
era un perfecto imbécil; pero bebió más que nadie, y al final estaba tan
borracha que tuve que manejar yo. Salimos todos al mismo tiempo y Guillermo
intentó subirse a nuestro coche. Arranqué antes de que abriera la puerta y lo
dejé con Clara. En el camino, Cecilia se puso a llorar de pronto y me pidió que
parara y nos acostáramos, pero yo sabía que los otros venían atrás y no le hice
caso. Entonces se quedó dormida, con la cabeza apoyada en mi hombro, tapándose
con la gabardina. Poco antes de llegar a la caseta empezó a amanecer. Había
neblina, pero abajo la ciudad se veía rosa y anaranjada. Frente al Panteón de
Dolores estaban instalando los puestos de flores. Las calles estaban vacías y
el silencio sólo era interrumpido por el paso de los primeros tranvías y el
lento rodar de los carros de los barrenderos. Frente al estudio, en un rincón
del parque, un perro flaco revolvía un montón de basura. Los columpios colgaban
inmóviles y alguien dormía sobre una banca, envuelto en periódicos. Dejé a
Cecilia dormida en el coche y me fui a la farmacia de la esquina a hablar por
teléfono a su casa. Contestó su madre. Le dije que Cecilia se iba a quedar en
Tajimara un día más y me había encargado que le avisara. No podía llamarle
después y por eso... Ella estaba muy asustada, y furiosa. Me preguntó quién
era, le di un nombre inventado y colgué antes de que empezara a lamentarse.
Regresé al coche y traté de despertar a Cecilia, pero fue inútil; movía la
cabeza y se quejaba, pero no abría los ojos. Entonces, así dormida, la saqué
del coche, me puse su brazo alrededor de los hombros, la tomé de la cintura y
la subí hasta el estudio casi a rastras. Allí, la acosté en la cama, vestida, y
me senté frente a la ventana, muerto de cansancio pero incapaz de dormir. De
vez en cuando me volvía a mirarla; había vuelto a dormirse profundamente. El
ceño fruncido hacía que toda su cara tuviera un aspecto malhumorado. La noche
anterior yo había dormido por primera vez junto a ella y nos habíamos levantado
juntos. Nos habíamos dormido abrazados, pero durante el sueño nos separamos y
durante toda la noche apenas me daba cuenta, inconscientemente, estiraba el
brazo buscándola. Por la mañana se había puesto mis pantalones y mi camisa y me
había obligado a correr desnudo hasta el baño detrás de ella. Yo debería
haberle hablado durante uno de nuestros paseos por el Parque México y
deberíamos habernos casado entonces, cuando teníamos quince años, y tener ahora
los diez hijos que ella decía, aunque nos hiciéramos viejos prematuramente.
Entonces la necesitaba ya y entonces las cosas hubieran salido bien. A
cualquier edad se puede necesitar a una persona, antes de tener experiencia,
antes de tener nada y yo la quería como ahora, tal vez mejor que ahora.
Cualquier cosa es mejor que una necesidad que nunca es satisfecha.
(Cerca del mediodía, ella despertó y me llamó a su
lado. Me había quedado dormido en el sillón, con la cabeza apoyada en la mano
izquierda. Me senté en la orilla de la cama y ella, con el pelo revuelto,
despintada y con los ojos hinchados, me preguntó qué íbamos a hacer. “Nada”,
contesté. “Abrázame”, dijo ella. La besé en los labios secos y me acosté a su
lado. Después nos bañamos juntos y la obligué a tomar café y un huevo frito, y,
más tarde, apagamos los cigarros sobre las manchas amarillas que habían dejado
las yemas en los platos. Era una de esas tardes grises en las que, sin embargo,
no llega a llover realmente, sino que sólo de vez en cuando caen algunas gotas
gruesas y uno se queda con la sensación de que ha faltado algo o algo se ha
frustrado, algo que de alguna manera nos disminuye. Le había dicho ya que había
hablado con su madre, pero al anochecer se empeñó en irse. No quiso que la
acompañara hasta su casa y nos despedimos junto al coche, donde la besé,
apoyándola contra él. Luego me quedé allí, mirándola alejarse. Ella, antes de
dar la vuelta en la esquina, sacó la mano por la ventanilla y me dijo adiós. En
el estudio, las sábanas sucias y revueltas guardaban el olor de su cuerpo.
Después me dijo que esa misma noche Guillermo le había hablado por teléfono y
habían salido juntos.
(Empecé a esperar todas las noches frente a su casa.
El sabor amargo en la boca, la rabia y el desprecio por mí mismo. Horas
enteras, inacabables, convenciéndome a mí mismo: “Cinco minutos más”; y luego:
“No voy a irme ahora, cuando ya no puede tardar, me quedo hasta que llegue.” Le
escribí una carta: “Cecilia, es una tontería, no ha cambiado nada, no te
inventes cosas, estábamos muy bien, no tienes de que vengarte ni sabes lo que
estás haciendo, eso no importa y te quiero, ven, déjame hablarte.” La vergüenza
de tener que esconderme detrás de cualquier cosa cuando ella llegaba con
Guillermo y el odio el día que los encontré caminando, del brazo. “¿Qué haces
por aquí?” “Nada... La casa de un amigo.” Mirando a Cecilia para que ella
entendiera. Me fue a buscar al día siguiente, pero no subió al estudio sino que
me llevó a dar una vuelta en el coche. “¿Lo quieres?” “No.” “¿Te quiere?”
“Tiene que quererme.” “Es un idiota.” “¿Qué importa?” “Déjame besarte.” “¿Para
qué?” y después: “¿Ves? Es inútil. No vayas más por mi casa. No voy a salir.
¿Dónde te dejo?” Era diciembre. Los árboles sin hojas, el tráfico peor que
nunca y las gentes caminando de prisa, en el viento. Le devolví el estudio a
Julia y a Carlos y me fui a pasar las vacaciones con mi familia. Ahora Cecilia
no había querido decirme cómo me había encontrado. “Aquí estoy. ¿Quieres venir
o no?”).
Estaban arreglando la carretera frente a Tajimara y
la desviación estaba llena de lodo. La lluvia era ahora un verdadero aguacero.
Por las pocas calles iluminadas se veían correr ríos ocres. Frente a la casa
había ya tres coches estacionados; uno de ellos era el de Guillermo. Cecilia
paró el suyo detrás y se arregló el vestido. La miré mirarse en el espejo. Ella
se volvió hacia mí y sonrió.
—Te quiero —dije.
—No digas tonterías. Voy a casarme con Guillermo.
—¿Para qué pasaste por mí entonces?
—Decidí venir a última hora y tú eres el único que
podía acompañarme.
Intenté besarla y me apartó.
—Ahora vas a portarte bien. Él no me espera. Si te
interesa saberlo, todavía no me he acostado con él.
Le había entregado el estudio al padre de Carlos y
desde la última vez con Cecilia no había vuelto a Tajimara.
(¿Podría haber empezado todo el relato con esa
frase? Me imagino que es imposible seguirme, pero todas las historias
policíacas están perfectamente construidas y yo estoy harto de ellas. Tal vez
ahora pueda volver definitivamente a Julia y Carlos).
Al atravesar corriendo el jardín con Cecilia vi que
la lluvia había borrado casi por completo el mural que Julia y Carlos pintaron
juntos en la pared del fondo. En el corredor se amontonaban también varias
telas semidestruidas. Entramos corriendo, sacudiéndonos el agua y todos nos
recibieron a gritos. Guillermo miró a Cecilia asombrado y se la llevó aparte
enseguida. No sé que hablaron. ¿Qué importa? Bailaron toda la noche y yo,
sentado, los miré pasar, admirando el cuerpo de Cecilia, envuelto en el vestido
verde. El grupo había cambiado un poco. Estaba una muchacha que no conocía, sin
pintar y vestida de negro; y un muchacho de no más de dieciocho años, rubio,
con una pipa enorme colgando, apagada, de la boca; los dos críticos que habían
facilitado la compra de la casa en Tajimara con dos mujeres desconocidas y,
claro, el novio. Éste era alto, flaco, pálido y tonto. La luz amarillenta del
único foco apagaba los reflejos de la chimenea y los cristales de las ventanas
repetían en el patio oscuro los movimientos de los invitados. Es todo. Cecilia
y yo no tuvimos oportunidad de hablar de Julia y Carlos y ahora sólo recuerdo
el parlamento de Carlos, borracho ya:
—Estamos aquí reunidos para celebrar la muerte de la
soledad y el triunfo del amor, la alegría y la paz. Julia, ven a mi lado. Como
dos gotas de agua, como una sola fuerza, y la lluvia se desprendió de la nube
porque la unión era imposible y no podía ignorar al sol. Juntos haremos
triunfar a la inocencia, y al final la princesa se casó, como en los cuentos, y
tuvo un hijo antes del tiempo señalado por el uso y las buenas costumbres.
Aunque eso no lo cuentan los cronistas, detrás de cada pecado hay un pecador
que se esconde en las sombras y jamás da la cara. El padre a veces no debe conocerse.
De mutuo acuerdo los pecadores ocultan su vergüenza. Todos sabemos que en cada
crucifixión hay un buen ladrón y a veces éste se queda con la gloria, triunfa
sobre el Hijo y el Padre y guarda a la víctima, que ya no lo es más porque el
amor ilumina sus pasos. Pero no se debe revelar la verdadera esencia de los
hechos.
Por mucho que yo me extendiera no podría decir más.
Julia miraba a Carlos y en sus ojos había amor
antiguo y odio. De pronto él descubrió su mirada y sacó a bailar a la muchacha
de negro. En la alegría, nadie lo había escuchado. Por encima de la música las
goteras hacían repiquetear los cubos.
Componemos todo con la imaginación y somos incapaces
de vivir la realidad simplemente. Recuerdo la destartalada y antigua casa en
Tajimara, el estallar de los manzanos e higueras, la voluntaria confusión de
los cuadros de Julia y Carlos, y el vacío de las tardes sin Cecilia. ¿Para qué
hablar de todo eso? Julia se casó por la iglesia. Fui a la boda. Vestida de
novia parecía una virgen de pueblo. En el atrio, Carlos hablaba de irse a
Europa. Me senté a escuchar el órgano y durante toda la ceremonia pensé en
Cecilia. Al salir, la luz era deslumbrante y el sol reflejaba contra los muros
amarillos el verde de los árboles. Caminé sin rumbo y sentí dentro de mí el
vacío de la tarde que empezaba sin Cecilia. El sentido de la historia es lo de
menos; mientras la escribía sólo tenía presente la imagen de Cecilia. Jamás
podemos olvidarnos de nosotros mismos y nuestros problemas envuelven a los
demás y los deforman.
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