Philip K. Dick
Applequist tomó un atajo por un campo desierto,
subió por un estrecho sendero que corría paralelo a la grieta bostezante de un
precipicio, y entonces oyó la voz.
Se paró en seco y empuñó la pistola. Escuchó durante
largo rato pero sólo captó el lejano roce del viento entre los árboles
truncados que bordeaban el risco, un murmullo que se confundía con el crujido
de la hierba reseca bajo sus pies. La voz procedía del barranco Su fondo se
veía enmarañado y lleno de desperdicios. Se acuclillo en el borde y trató de
localizar la voz.
No percibió ni un movimiento, nada que revelara el
origen. Las piernas empezaron a dolerle. Las moscas zumbaron a su alrededor y
se posaron en su frente sudorosa. El sol le producía dolor de cabeza. Las nubes
de polvo habían sido bastante finas durante los meses pasados.
Su reloj a prueba de radiaciones le informó de que
eran las tres.
Por fin, se encogió de hombros y se levantó con
dificultades A la mierda. Que envíen una patrulla armada. No era su problema.
Era un cartero de cuarta categoría, y un civil, por añadidura.
Mientras trepaba por la colina en dirección a la
carretera volvió a escuchar el sonido. Y ahora, desde un lugar que dominaba el
barranco, captó un fugaz movimiento. Experimentó temor e incredulidad. No era
posible..., pero lo había visto con sus propios ojos. No era un rumor propagado
por las circulares de noticias.
¿Qué hacia un robot en el barranco desierto? Todos
los robots habían sido destruidos años antes. Sin embargo, allí estaba, entre
los desperdicios y las malas hierbas. Un amasijo oxidado medio corroído. Le
había llamado con voz débil cuando pasaba por el sendero.
El anillo defensivo de la Compañía le permitió
salvar los tres controles y penetrar en la zona del túnel. Descendió
lentamente, absorto en sus pensamientos, hasta llegar al nivel de organización.
Mientras se quitaba la saca de correos, el supervisor asistente Jenkins se
acercó a toda prisa.
—¿Dónde coño se ha metido? Son casi las cuatro.
—Lo siento. —Applequist devolvió la pistola al
guardia más cercano—. ¿Qué posibilidades tengo de obtener un permiso de cinco
horas? Me gustaría investigar algo.
—Ni una. Ya sabe que el ala derecha está
desguarnecida. Es necesario que todo el mundo esté en alerta las veinticuatro
horas.
Applequist procedió a separar las cartas. La mayoría
eran de tipo personal, intercambiadas entre supervisores principales de
Empresas Norteamericanas. Cartas dirigidas a mujeres de vida alegre, más allá
de la periferia de la Compañía. Cartas dirigidas a familias, así como
peticiones a oficiales de menor rango.
—En ese caso —dijo con aire pensativo—, tendré que
ir como sea.
Jenkins escrutó al joven con suspicacia.
—¿Qué sucede? ¿Ha encontrado algún aparato incólume,
un escondite subterráneo?
Applequist estuvo a punto de contárselo, pero no lo
hizo.
—Tal vez —contestó con indiferencia—. Es posible.
Jenkins le dedicó una mueca de odio y abrió las
puertas de la cámara de observación. Los oficiales estaban examinando las
actividades del día ante un gran plano mural. Media docena de hombres maduros,
la mayoría calvos, con el cuello de la camisa sucio y manchado, derrumbados en
butacas. En una esquina, el supervisor Rudde dormía, sus gordas piernas
extendidas frente a él. La camisa abierta dejaba al descubierto el vello del
pecho. Estos eran los hombres que dirigían la compañía de Detroit. Diez mil
familias, todo el refugio subterráneo, dependían de ellos.
—¿Qué tiene en mente? —retumbó una voz en el oído de
Applequist. El director Laws había entrado en la cámara y pillado a todo el
mundo desprevenido, como de costumbre.
—Nada, señor —respondió Applequist, pero los ojos
acerados, azules como la porcelana, sondearon sus pensamientos—. La fatiga
habitual. Me ha subido la tensión. Tenía la intención de tomar unas horas de
permiso, pero con tanto trabajo...
—No trate de engañarme. No se necesitan carteros de
cuarta categoría. ¿Cuál es su auténtica intención?
—Señor, ¿por qué fueron destruidos los robots?
—preguntó Applequist de sopetón.
Se hizo el silencio. El rostro rotundo de Laws
transparentó sorpresa, y después hostilidad. Applequist se apresuró a continuar
antes de que el hombre pudiera hablar.
—Sé que está prohibido a mi clase hacer preguntas
teóricas, pero es muy importante que lo averigüe.
—El tema está cerrado —replicó Laws en tono
amenazador—. Incluso para el personal de máximo nivel.
—¿Cuál fue la relación de los robots con la guerra?
¿Por qué se declaró la guerra? ¿Cómo era la vida antes de la guerra?
—El tema está cerrado —repitió Laws.
Caminó con parsimonia hacia el plano mural y
Applequist se quedó solo entre el ruido de las máquinas, entre los murmullos de
los oficiales y burócratas.
Reanudó la selección de cortes como un autómata.
Había estallado la guerra y los robots se vieron mezclados en ella. Eso lo
sabía. Algunos habían sobrevivido. De niño, su padre le había llevado a un
centro industrial y los había visto, trabajando en sus máquinas. En otro tiempo
habían sido muy complejos. Ya habían desaparecido; pronto acabarían con los
sencillos. Ya no se fabricaba ni uno más.
—¿Qué ocurrió? —había preguntado, cuando su padre se
lo llevó a rastras—. ¿Adónde han ido a parar todos los robots?
No obtuvo ninguna respuesta. Eso había sucedido
dieciséis años antes, y ahora ya no quedaba ninguno. Hasta el recuerdo de los
robots estaba desapareciendo. Dentro de unos años, la palabra se borraría del
diccionario. Robot. ¿Qué había pasado?
Terminó con las cartas y salió de la cámara. Ningún
supervisor se dio cuenta; estaban discutiendo algún punto erudito de
estrategia. Maniobras y contramaniobras entre las compañías. Tensión e
intercambio de insultos. Encontró un cigarrillo arrugado en el bolsillo y lo encendió
con mano inexperta.
—Llamada a cenar —anunció el altavoz del pasadizo—.
Una hora de descanso para el personal de máximo nivel.
Algunos supervisores pasaron ruidosamente a su lado.
Applequist apagó el cigarrillo y se dirigió a su puesto. Trabajaría hasta las
seis. Después, sería su hora de cenar. Ningún otro descanso hasta el sábado.
Claro que si no iba a cenar.
El robot debía de ser de poca categoría,
perteneciente al grupo final liquidado. El tipo inferior que había visto de
niño. No podía ser uno de los complicados robots de la guerra. Haber
sobrevivido en el barranco, haberse oxidado y podrido durante todos aquellos
años transcurridos desde la guerra...
Su mente mantuvo a raya la esperanza. Entró en un
ascensor, el corazón acelerado, y apretó el botón. Al anochecer lo sabría.
El robot yacía entre montones de escoria metálica y
males hierbas. Fragmentos mellados y oxidados dificultaron la progresión de
Applequist, a medida que descendía con cautela por el barranco, la pistola en
una mano y la máscara antirradiación ceñida a su cara.
El contador cliqueteó ruidosamente; el fondo del
barranco estaba caliente. Charcos de contaminación sobre los fragmentos rojizos
de metal, las mesas apiladas de acero, plástico y componentes de maquinaria fundidos.
Apartó a puntapiés bolas de ennegrecidos cables enmarañados y se alejó con
cautela del depósito de combustible bostezante de alguna máquina antigua, ahora
invadido por plantas trepadoras. Una rata salió corriendo. El sol estaba a
punto de ponerse. Sombras oscuras se extendían por doquier.
El robot le miró en silencio. La mitad ya no
existía; sólo quedaba la cabeza, los brazos y el tronco, un círculo mellado
irregular, como si le hubieran arrancado de cuajo la parte inferior. Estaba
inmovilizado. Tenía toda la superficie agrietada y corroída. Faltaba una lente
ocular. Algunos dedos estaban torcidos de manera grotesca. Yacía de espaldas,
cara al cielo.
Era un robot de los tiempos de la guerra, desde
luego. En su único ojo brillaba una conciencia arcaica. No era el simple obrero
que había visto de niño. La respiración de Applequist se aceleró. Era
auténtico. Seguía sus movimientos sin descuidar detalle. Estaba vivo.
Todo este tiempo, pensó Applequist. Todos estos
años. Se le erizó el vello de la nuca. Todo estaba en silencio, las colinas,
los árboles, las mesas de ruinas. Nada se movía; los únicos seres vivos eran el
viejo robot y él. Tirado en el barranco, esperando a que alguien apareciera.
Se levantó un viento frío y se ajustó
automáticamente el sobretodo. Algunas hojas volaron sobre el rostro inmóvil del
robot. Sobre su tronco habían crecido plantas trepadoras, se habían introducido
en sus entrañas. Había llovido sobre él, el cielo lo había bañado. En invierno,
la nieve lo había cubierto. Ratas y animales lo habían olfateado. Los insectos
habían recorrido sus restos. Y continuaba vivo.
—Te oí —murmuro Applequist—, mientras caminaba por
el sendero.
—Lo sé —contestó el robot—. Vi que te parabas. —Su
voz era débil y seca. Como el sonido de las cenizas al rozar entre sí. Sin tono
ni matices— ¿Quieres decirme la fecha? Sufrí un corte de energía por tiempo
indefinido. Las terminales de los cables se cortaron temporalmente.
—11 de junio de 2136.
El robot reunió las escasas fuerzas que le quedaban.
Movió apenas un brazo, luego lo dejó caer. Su único ojo se veló, y engranajes
oxidados chirriaron en su interior. Applequist comprendió de repente que el
robot podía expirar en cualquier momento. Era un milagro que hubiera
sobrevivido durante tanto tiempo. Se habían pegado caracoles a su cuerpo,
recorrido por sendas pegajosas que se cruzaban. Un siglo...
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Desde la guerra?
—Sí.
Applequist sonrió, nervioso.
—Eso es mucho tiempo. Más de cien años.
—Así es.
Anochecía con rapidez. Applequist buscó su linterna.
Apenas distinguía las laderas del barranco. A lo lejos, un ave graznó en la
oscuridad. Los arbustos se agitaron.
—Necesito ayuda —dijo el robot—. La mayor parte de
mi motor fue destruido. No puedo moverme.
—¿En qué estado se encuentra el resto? Tu provisión
de energía. ¿Cuánto tiempo puedes...?
—Se ha destruido un número considerable de células.
Sólo siguen funcionando unos pocos circuitos. Y están sobrecargados. —El ojo
del robot volvió a mirarle—. ¿Cuál es la situación tecnológica? He visto volar
naves aéreas. ¿Aún fabricáis equipos electrónicos?
—Tenemos en funcionamiento una unidad industrial
cerca de Pittsburgh.
—Si describo unidades electrónicas básicas, ¿me
entenderás?
—Carezco de conocimientos mecánicos. Estoy
clasificado como cartero de cuarta categoría, pero tengo contactos en el
departamento de reparaciones. Mantenemos en funcionamiento nuestras máquinas —se humedeció los labios, tenso—. Es arriesgado, por
supuesto. Hay leyes.
—¿Leyes?
—Todos los robots fueron destruidos. Eres el único
que queda. Los demás fueron liquidados hace años.
El único ojo del robot no expresó nada.
—Por qué has venido? —preguntó. Su ojo se desvió
hacia la pistola que Applequist empuñaba—. Eres un funcionario de bajo
categoría en alguna jerarquía. Obedeces órdenes superiores. Un número que
funciona mecánicamente dentro de un sistema más grande.
Applequist lanzó una carcajada.
—Supongo que sí. —Dejó de reír—. ¿Por qué estalló la
guerra? ¿Cómo era la vida antes?
—¿No lo sabes?
—Por supuesto que no. No se permiten conocimientos
teóricos, excepto al personal de máxima categoría. Ni los supervisores saben
algo de la guerra. —Applequist se arrodilló y enfocó con la linterna el rostro
del robot—. Las cosas eran diferentes antes, ¿verdad? No vivimos siempre en
refugios subterráneos. El mundo no fue siempre una montaña de escoria. La gente
no fue siempre esclava de las compañías.
—Antes de la guerra no había compañías.
Applequist lanzó un gruñido de triunfo.
—Lo sabía.
—Los hombres vivían en ciudades, que fueron
arrasadas durante la guerra. Las compañías, que estaban protegidas,
sobrevivieron. Altos cargos de estas compañías se convirtieron en el gobierno.
La guerra se prolongó durante mucho tiempo. Todo lo valioso fue destruido. Has
salido de un cascarón carbonizado. —El robot guardó silencio unos instantes y
luego prosiguió—. El primer robot fue fabricado en 1979. En el año 2000, los
robots realizaban todos los trabajos rutinarios. Los seres humanos gozaban de
libertad para hacer lo que les apetecía. Arte, ciencia, espectáculos, lo que
más les gustaba.
—¿Qué es el arte? —preguntó Applequist.
—Trabajo creativo, dirigido hacia la realización de
una aspiración personal. Toda la población de la Tierra tenía libertad para
desarrollarse culturalmente. Los robots mantenían el mundo; el hombre lo
disfrutaba.
—¿Cómo eran las ciudades?
—Los robots reconstruyeron y rediseñaron nuevas
ciudades a tenor de planos trazados por artistas humanos. Limpias, higiénicas,
atractivas. Eran ciudades de dioses.
—¿Por qué estalló la guerra?
El único ojo del robot centelleó.
—Ya he hablado demasiado. Mi suministro de energía
está peligrosamente bajo.
Applequist tembló.
—¿Que necesitas? Lo traeré.
—Ahora mismo necesito una cápsula atómica A, capaz
de proporcionar diez mil unidades f.
—Sí.
—A continuación, necesitaré herramientas y secciones
de aluminio. Cables de bajo resistencia. Trae papel y lápiz... Te daré una
lista. No la entenderás, pero alguien del departamento de mantenimiento
electrónico lo hará. Lo primero que necesito es suministro de energía.
—¿Y me hablarás de la guerra?
—Por supuesto.
El robot se sumió en el silencio. Las sombras se
arrastraban a su alrededor. El frío aire de la noche agitó las hierbas y los
arbustos.
—Date prisa. Mañana, si es posible.
—Debería dar parte de usted —dijo el ayudante de
supervisión Jenkins—. Media hora de retraso, y ahora esto. ¿Qué está haciendo?
¿Quiere que le despidan de la compañía?
Applequist se acercó al hombre.
—He de conseguir este material. El... escondite está
bajo la superficie. He de construir un acceso seguro. De lo contrario, todo
quedará sepultado bajo los escombros.
—¿Es muy grande el escondite? —El rostro abultado de
Jenkins expresaba codicia y suspicacia a la vez. Ya estaba gastando la
recompensa de la compañía—. ¿Ha podido verlo? ¿Contiene máquinas desconocidas?
—No reconocí ninguna —contestó Applequist,
impaciente—. No perdamos el tiempo. La masa de cascotes está a punto de
derrumbarse. He de proceder con celeridad.
—¿Dónde está? ¡Quiero verlo!
—Voy a hacerlo solo. Usted proporcióneme el material
y cubra mi ausencia. Esa es su parte.
Jenkins se debatió en un mar de dudas.
—Si me miente, Applequist...
—No miento —respondió Applequist irritado—. ¿Cuándo
tendré la unidad de energía?
—Mañana por la mañana. Tendré que llenar un montón
de formularios. ¿Esta seguro de que puede manejarla? Será mejor que le acompañe
un equipo de reparaciones. Para asegurarnos...
—Puedo manejarla —le interrumpió Applequist—.
Consígame el material. Yo me ocuparé de lo demás.
El sol de la mañana se filtraba entre los
desperdicios. Applequist encajó la cápsula nueva, nervioso, enroscó los
tornillos, sujetó el forro protector corroído, y se puso en pie, tembloroso.
Tiró la cápsula antigua y aguardó.
El robot se movió. Su ojo cobró vida. Movió el brazo
sobre su tronco y hombros de forma experimental.
—¿Todo bien? —preguntó Applequist con voz hueca.
—En apariencia, sí. —La voz del robot era más
potente, claro y confiada—. La vieja cápsula estaba agotada. Fue una suerte que
pasaras en aquel momento.
—Dices que los hombres vivían en ciudades —atacó
Applequist—. ¿Los robots trabajaban?
—Los robots realizaban las tareas rutinarias
necesarias para mantener el sistema industrial. Los humanos gozaban de todo el
tiempo libre que deseaban. Nos gustaba trabajar para ellos. Era nuestra misión.
—¿Qué pasó? ¿Qué salió mal?
El robot cogió papel y lápiz; mientras hablaba,
trazaba cifras.
—Existía un grupo fanático de humanos. Una
organización religiosa. Afirmaban que Dios ordenó al hombre ganarse el pan con
el sudor de su frente. Querían que los robots desaparecieran y los hombres
volvieran a las fábricas, para trabajar como esclavos en tareas rutinarias.
—¿Por qué?
—Afirmaban que el trabajo ennoblecía el espíritu.
—El robot le entregó un papel—. Esto es la lista de lo que quiero. Necesitaré
esos materiales y herramientas para reparar mi sistema.
Applequist manoseó el papel.
—Ese grupo religioso...
—Hombres divididos en dos bandos: los Moralistas y
los Ociosos. Combatieron entre sí durante años, mientras nosotros nos manteníamos
al margen, ignorantes de nuestra suerte. No entendí que los Moralistas se
impusieran a la razón y el sentido común, pero fue así.
—¿Crees...? —empezó Applequist, y luego calló.
Apenas se atrevía a verbalizar la idea que corroía su fuero interno—. ¿Existe
alguna posibilidad de que vuelvan a existir robots?
—Tus palabras son oscuras. —El robot partió el lápiz
en dos y lo tiró—. ¿Qué quieres decir?
—La vida no es agradable en las compañías. Muerte y
trabajo duro. Formularios, turnos, períodos de trabajo y órdenes.
—Es vuestro sistema. Yo no soy el responsable.
—¿Qué recuerdas sobre la construcción de robots?
¿Qué eras tú, antes de la guerra?
—Era un controlador de unidades. Me dirigía a una
unidad de fabricación de emergencia cuando mi nave fue derribada. —El robot
señaló los restos que le rodeaban—. Eso fue mi nave y mi cargamento.
—¿Qué es un controlador de unidades?
—Dirigía la fabricación de robots. Diseñé y alenté
la producción de tipos básicos de robot.
La cabeza de Applequist daba vueltas.
—Entonces, eres un experto en la construcción de
robots.
—Sí. —El robot señaló el papel que Applequist tenía
en la mano—. Consigue esos materiales y herramientas lo antes posible. Así
estoy completamente indefenso. Debo recuperar mi movilidad. Si alguna nave
sobrevolara este lugar...
—La comunicación entre compañías es deficiente.
Entrego las cartas a pie. La mayoría de los países están devastados. Podrías
trabajar sin que nadie te detectara. ¿Qué me dices de tu unidad de fabricación
de emergencia? Tal vez no fue destruida.
El robot cabeceó lentamente.
—Fue ocultada concienzudamente. Existe una ínfima
posibilidad. Era pequeña, pero muy bien equipada. Autosuficiente.
—Si consigo piezas de repuesto, ¿podrías...?
—Hablaremos de eso más adelante. —El robot se tendió
sobre el suelo—. Cuando vuelvas, seguiremos hablando.
Jenkins le consiguió los materiales y un permiso de
veinticuatro horas. Fascinado, se apoyó contra la ladera del barranco mientras
el robot desarmaba su cuerpo y sustituía los elementos averiados. Al cabo de
pocas horas, el nuevo sistema motor había sido instalado. Colocó las células
básicas de las piernas. A mediodía, el robot experimentaba con sus extremidades
inferiores.
—Durante la noche pude establecer un débil contacto
por radio con la unidad de fabricación de emergencia —explicó el robot—.
Continua intacta, según el monitor robot.
—¿Robot? ¿Quieres decir...?
—Una máquina automática de transmisión. No está
viva, como Yo. No soy un robot, en un sentido estricto. —Su voz expresó
orgullo—. Soy un androide.
Applequist no captó la sutil distinción. Su mente
febril examinaba las posibilidades.
—En este caso, podemos seguir adelante. Con tus
conocimientos y los materiales disponibles.
—Tu no viste el terror y la destrucción. Los
Moralistas nos machacaron sistemáticamente. Eliminaban a los androides de cada
ciudad que conquistaban. A medida que los Ociosos retrocedían, los de mi raza
eran liquidados sin más. Fuimos separados de nuestras máquinas y destruidos.
—¡Pero eso fue hace un siglo! Nadie quiere destruir
ya a los robots. Necesitamos robots para reconstruir el mundo. Los Moralistas
ganaron la guerra y devastaron el mundo.
El robot ajustó su sistema motor hasta lograr la
coordinación de sus piernas.
—Su victoria fue una tragedia, pero comprendo la
situación mejor que tú. Hemos de proceder con cautela. Si esta vez nos vencen,
será para siempre.
Applequist siguió al robot, mientras éste avanzaba
con cautela hacia la ladera del barranco.
—El trabajo nos oprime. Esclavos en refugios
subterráneos. No podemos seguir así. La gente agradecerá la vuelta de los
robots. Te necesitamos. Cuando pienso en lo que debió ser la Edad de Oro, los
cimientos y las flores, las hermosas ciudades de la superficie... Ahora sólo
hay ruinas y penuria. Los Moralistas ganaron, pero nadie es feliz. Nos
encantaría...
—¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste?
—Un poco al oeste del Mississippi, a unos cuantos
kilómetros. Hemos de conseguir la libertad. No podemos vivir así, trabajando
bajo tierra. Si tuviéramos tiempo libre, podríamos investigar los misterios de
todo el universo. Encontré algunas viejas cintas científicas. Trabajos teóricos
sobre biología. Aquellos hombres trabajaron durante años en tópicos abstractos.
Tenían tiempo. Eran libres. Mientras los robots sostenían el sistema económico,
aquellos hombres podían dedicarse...
—Durante la guerra —interrumpió el robot con aire
pensativo—, los Moralistas situaron pantallas de detección sobre cientos de
kilómetros cuadrados. ¿Todavía funcionan?
—No lo sé. Lo dudo. Todo lo que está fuera de los
refugios de la compañía ha dejado de funcionar.
El robot se recluyó en sus pensamientos. Había
sustituido su ojo averiado por una célula nueva. Ambos ojos brillaban de
concentración.
—Esta noche haremos planes con respecto a tu
compañía. Te comunicaré mi decisión en ese momento. Entretanto, no hables de la
situación a nadie, ¿entiendes? Lo que me preocupa ahora es el sistema de
carreteras.
—La mayoría de carreteras están en ruinas
—Applequist intentó contener su entusiasmo—. Estoy convencido de que casi todos
los miembros de mi compañía son Ociosos. Tal vez algunos peces gordos sean
Moralistas. Algunos supervisores, en todo caso, pero las clases bajas y las
familias.
—Muy bien —interrumpió el robot—. Nos ocuparemos de
eso más tarde. —Miró a su alrededor—. Utilizaré parte del equipo averiado.
Funcionará. De momento, al menos.
Applequist consiguió esquivar a Jenkins. Atravesó a
toda prisa el nivel de organización y se encaminó a su puesto de trabajo. Su
mente era un torbellino. Todo lo que le rodeaba se le antojaba vago poco
convincente. Los supervisores pendencieros. Las máquinas ruidosas. Los
funcionarios y burócratas de poca monta que corrían de un lado a otro con
mensajes e informes. Cogió un puñado de cartas y empezó a distribuirlas
mecánicamente.
—Has estado fuera —observó con ironía el director
Laws—. ¿Alguna chica? Si se casó con alguien ajeno a la compañía, perderá la
poca categoría que tiene.
Applequist apartó las cartas.
—Quiero hablar con usted, director.
El director Laws meneó la cabeza.
—Vaya con cuidado. Ya conoce las ordenanzas que
rigen para el personal de cuarta categoría. Es mejor no hacer más preguntas.
Concentre su mente en el trabajo y déjenos a nosotros las cuestiones teóricas.
—Director —preguntó Applequist—, ¿a quién apoyaba
nuestra compañía, a los Moralistas o a los Ociosos?
Laws fingió no entender la pregunta.
—¿Qué quiere decir? —Sacudió la cabeza—. No conozco
esas palabras.
—En la guerra. ¿de qué lado estábamos?
—¡Santo Dios! —exclamó Laws—. Del lado humano, por
supuesto. —Una cortina impenetrable cayó sobre su rostro rotundo—. ¿Qué quiere
decir «moralista»? ¿De qué me está hablando?
Applequist empezó a sudar de repente. Apenas le
salía la voz.
—Algo no cuadra, director. La guerra fue entre dos
grupos de humano. Los Moralistas destruyeron a los robots porque desaprobaban
que los humanos se entregaran al ocio.
—La guerra se libró entre hombres y robots —replicó
Laws— Nosotros ganamos. Destruimos a los robots.
—¡Pero si trabajaban para nosotros!
Fueron construidos para trabajar, pero se rebelaron.
Poseían una filosofía. Seres superiores: androides. Nos consideraban simple
ganado.
Applequist temblaba de pies a cabeza.
—Pero aquél me dijo...
—Nos masacraron. Millones de humanos murieron antes
de que les paráramos los pies. Asesinaron, mintieron, se escondieron, robaron,
hicieron cualquier cosa con tal de sobrevivir. Eran ellos o nosotros; no hubo
cuartel. —Laws agarró a Applequist por el cuello de la camisa—. ¡Maldito
idiota! ¿Qué demonios ha hecho? ¡Contésteme! ¿Qué ha hecho?
El sol se puso mientras el vehículo blindado se
detenía en el borde del barranco. Las tropas bajaron por la ladera. Laws saltó
entre los primeros, seguido de Applequist.
—¿Es aquí? —preguntó Laws.
—Sí, pero ha desaparecido —tartamudeó Applequist.
—Por supuesto. Ya se había reparado. Nada le retenía
aquí. —Laws hizo una señal a sus hombres—. Es inútil proseguir la búsqueda.
Entierren una bomba A táctica y larguémonos. Es posible que la fuerza aérea lo
localice. Rociaremos esto zona con gas radiactivo.
Applequist se acercó al borde del barranco,
atontado. Abajo, entre las sombras, distinguió las malas hierbas y los
escombros. No se veía al robot por parte alguna, naturalmente. Sólo trozos de
cable y partes del cuerpo desechadas. La vieja cápsula de energía seguía donde
la había tirado. Algunas herramientas. Nada más.
—Vámonos —ordenó Laws a sus hombres—. Tenemos mucho
que hacer. Hay que poner en marcha el sistema de alarma general.
Las tropas empezaron a escalar el barranco.
Applequist se encaminó hacia el vehículo.
—No —dijo Laws—. Usted no vendrá con nosotros.
Applequist vio la expresión de sus rostros: miedo,
terror, odio. Intentó escapar, pero le apresaron casi al instante. Procedieron
en silencio, inexorablemente. Cuando terminaron, apartaron de una patada sus
restos casi vivos y subieron al vehículo. Cerraron las puertas y el motor
rugió. El vehículo subió por la senda hasta la carretera. Al cabo de pocos
momentos, desapareció de vista.
Estaba solo, con una bomba semienterrada y las
sombras Y la inmensa oscuridad lo abarcaba todo