lunes, 24 de marzo de 2014

La celda

Amparo Dávila

Cuando María Camino bajó a desayunar, ya estaban sentadas en el comedor su madre y su hermana Clara. Pero la señora Camino no empezaba a comer si sus dos hijas no estaban a la mesa. María llegó silenciosamente. Al salir de su cuarto había escuchado sus propios pasos y le pareció que hacía mucho ruido al caminar. Y no quería llamar la atención ni que la notaran ese día: nadie debía sospechar lo que le pasaba. Cuando se dio cuenta de que su madre y su hermana ya estaban en el comedor sintió un gran malestar. Su madre le preguntaría por qué se había retrasado y las había hecho esperar. Entró en el comedor bastante cohibida. Al inclinarse para besar a su madre vio su propio rostro reflejado en el gran espejo italiano: estaba muy pálida y ojerosa. Pronto se darían cuenta de ello su madre y su hermana. Sintió que un viento frío le corría por la espalda. La señora Camino no le preguntó nada, pero en cualquier momento lo haría y ella tendría que tener preparada alguna excusa. Diría que el reloj se le había parado. Mientras mondaba una manzana sabía que su madre y Clara la estaban observando; tal vez ya habían sospechado; bajó la mirada y supo que había enrojecido. Pero afortunadamente Clara Camino empezó a hablar en ese momento de una exhibición de modas, que con fines benéficos preparaba su club. —Me gustaría mucho que fueras con nosotras —le dijo de pronto a María. —Claro que irá — se apresuró a asegurar la señora Camino, antes de que María pudiera decir algo. María sonrió débilmente a su madre y siguió tomando el chocolate. También ella tendría que hablar de algo, conversar con su madre y con su hermana; pero temía que su voz la delatara y que ellas se dieran cuenta que algo le sucedía. Y no podría decirlo nunca a nadie. Su madre se moriría con una noticia así, y Clara tal vez no lo creería. ¿No quiere un poco de mermelada? —se atrevió a preguntar a su madre, acercándole tímidamente la mermelada de naranja que ella había preparado el día anterior. —Gracias querida, ¡ah es la que tú preparaste —decía la señora Camino y la miraba tiernamente. Eso había sido ayer y qué lejano parecía. Ella podía preparar mermeladas y pasteles, sentarse a tejer junto a su madre, leer varias horas, escuchar música. Ahora ya no podría hacer eso, ni nada. Ya no tendría paz ni tranquilidad. Cuando terminaron de desayunar, María subió a su cuarto y lloró sordamente.

Casi todas las veladas la señora Camino y Clara jugaban a las cartas con Mario Olaguíbel, prometido de Clara, y con el primo de Mario, José Juan. A María no le gustaban los juegos de cartas, le parecían aburridos e inútiles. Mientras jugaban, María se sentaba cerca de la chimenea y tejía en silencio. Y sólo interrumpía su labor para servir alguna nema o licor que su madre ordenaba. Esa noche María pidió que le permitieran jugar con ellos. Todos quedaron muy sorprendidos y la señora Camino se sintió muy complacida "de que la pequeña María comenzara a mostrarse sociable". Ella había pensado que tal vez el juego lograra distraerla un poco. Pero resultaba inútil el esfuerzo. No podía concentrarse y jugaba torpemente. A cada momento miraba el reloj sobre la chimenea, espiaba las puertas, oía pisadas. Cada vez que hacía una mala jugada se turbaba y enrojecía. La señora Camino fumaba con su larga boquilla de marfil. —Vamos, vamos querida, piensa tus jugadas —le decía de vez en cuando para no mortificarla. José Juan sonreía como queriendo alentarla. —La próxima vez jugará mejor, no se preocupe —le había dicho al despedirse. María subió lentamente la escalera hacia su cuarto y al abrir la puerta tuvo la sorpresa de aquella presencia...

La señora Camino se mostraba muy contenta de ver que María pasaba los días ocupada, "esa niña siempre fatigada y sin ánimo para nada ahora está activa constantemente". María había logrado su propósito; su madre y Clara creían que su salud había mejorado y que se sentía contenta y diligente. Era la única forma de evitar que ellas sospecharan lo que le sucedía. Pasaba horas arreglando el desván y la despensa, desempolvando la biblioteca, ordenando los closets. Ellas la creían entretenida y no podían sorprender aquella angustia que ensombrecía su rostro, ni sus manos temblorosas y torpes. María no lograba apartar de su mente, ni un solo instante, aquella imagen. Sabía que estaba condenada, mientras viviera, a sufrir aquella tremenda tortura y a callarla. Los días le parecían cortos, huidizos, como si se le fueran de las manos, y las noches interminables. De sólo pensar que habría otra más, temblaba y palidecía. Él se acercaría lentamente hasta su lecho y ella no podría hacer nada, nada...

María Camino se dio cuenta, un día, que José Juan Olaguíbel podría ser un refugio para ella, o tal vez su única salvación. Podría casarse con él, viajar mucho, irse lejos, olvidar.... Tenía bastante dinero y podría llevarla adonde ella quisiera, adonde él no la encontrara. Luchando contra su natural timidez, comenzó a ser amable con él y a conversar. Esta nueva reacción de María fue recibida con bastante agrado no sólo por José Juan Olaguíbel, sino por toda la familia, lo cual facilitaba las cosas. Cuando no jugaban a las cartas pasaban la velada conversando. María descubrió que resultaba agradable platicar con él. Empezó a sentirse bien en su compañía y a distraer un poco su preocupación. Poco a poco iba conociendo la ternura y la esperanza. Empezaron a hacer proyectos y planes y al poco tiempo María lucía un anillo de compromiso, y la boda quedó fijada para el próximo mes de enero. Ella hubiera querido acelerar la fecha del matrimonio y huir de aquella horrible tortura que tenía que sufrir noche tras noche; sin embargo, no podía despertar sospechas de ninguna especie. Su boda tendría que realizarse con toda normalidad, como si no pasara nada, como si ella fuera una muchacha común y corriente. Por las noches se esforzaba en retener lo más posible a José Juan. A medida que las horas pasaban y se acercaba el momento en que los Olaguíbel se despedían, María empezaba a sufrir aquel terror desorbitado de quedarse sola; tal vez él ya la estaba esperando allá arriba en su cuarto y ella sin poder hacer nada para evitarlo, sin poder decirle a José Juan que se la llevara esa misma noche y la salvara de aquel martirio. Pero allí estaban delante su madre y Clara que nada sabían ni podrían saber nunca. María los veía subir al automóvil; entonces cerraba la puerta y una muda desesperación la consumía...

Habían pasado octubre y noviembre haciendo compras y preparativos para la boda. José Juan había adquirido una vieja residencia que estaba reconstruyendo lujosamente. Muy complacida la señora Camino acompañaba a su hija a todos los sitios adonde había que ir, y la ayudaba a seleccionar las compras. María estaba cansada. Todos los días, mañana y tarde, había algo que hacer: escoger telas, muebles, vajillas, ir a la modista, a la bordadora, discutir con el arquitecto sobre la casa, elegir colores de pinturas para las habitaciones, alfombras, cortinas... Se dio cuenta con gran tristeza y desencanto que aquel hermoso juego de liberación la había cansado y que no quería saber ya ni de la boda, ni de José Juan, ni de nada. Empezó a sentir disgusto cuando oía que llegaba, lo cual hacía varias veces durante el día, con el pretexto de consultarle alguna cosa. Comenzó a chocarle su voz, el leve beso que le daba al despedirse por las noches, los labios fríos y húmedos, su conversación: "la casa, las cortinas, las alfombras, la casa, los muebles, las cortinas..." Ella no podía más, ya no le importaba salvarse o padecer toda la vida. Sólo quería descansar de aquella tremenda fatiga, de ir todo el día de un lado a otro, de hablar con cien gentes, de opinar, de escoger cosas, de oír la voz de José Juan... Quería quedarse en su cuarto, sola, sin ver a nadie, ni siquiera a su madre y a Clara, estar sola, (errar los ojos, olvidar todo, no oír ni una palabra, nada, "la casa, los muebles, las alfombras, la ropa blanca, las cortinas, la casa, la modista, los muebles, la vajilla..."

Empezaba a sentirse el frío de diciembre y una noche Clara preparó unos ponches. María, totalmente lejana, bordaba cerca de la chimenea. La señora Camino y Clara jugaban canasta uruguaya con los Olaguíbel. José Juan habló de un viaje que tenia que hacer a Nueva York, por asuntos de familia, lo cual le contrariaba sobremanera por estar tan cercana la fecha de la boda y haber tantas cosas por arreglar. Cuando María oyó aquella noticia experimentó una gran felicidad, de sólo pensar que se libraba de su presencia por unos días. Sintió que aquel cerco, que empezaba a estrecharse sobre ella, de pronto se rompía. Tomó varios ponches de naranja, se rió de cualquier cosa y lo besó al despedirse.

Al día siguiente María se levantó sintiéndose contenta y ligera. Durante el desayuno Clara notó que tenía los ojos brillantes y que sonreía sin darse cuenta. —Tienes el aspecto de las mujeres satisfechas —le dijo. María comprendió todo en aquel momento. Y supo por qué era tan feliz. Estaba ganada para siempre. Ya nada más importaría. Era como una hiedra pegada a un árbol gigantesco, sumisa y confiada. Desde ese momento el día se tornó una enorme espera, un deseo interminable...

Pero José Juan Olaguíbel no se marchó para Nueva York. Cuando María lo vio llegar por la noche, se apoderó de ella una furia tal que enmudeció por completo. No prestó atención a nada de lo que le explicaba, estaba tensa de ira. Él no advirtió el odio que había en sus ojos. Mientras José Juan hablaba y sonreía satisfecho, ella hubiera querido... Sin importarle lo que pensaran su madre y su novio, corrió escaleras arriba hacia su cuarto. Allí lloró de rabia, de fastidio... hasta que él llegó y se olvidó de todo...

La última noche del año, la señora Camino dispuso una espléndida cena. Sólo asistieron los familiares más cercanos y los Olaguíbel. Clara lucía hermosa y feliz. Habían decidido, ella y Carlos, efectuar una doble boda y juntos hacer el recorrido por Europa. La señora Camino no pudo evitar unas lágrimas de felicidad, "satisfecha de haber encontrado tan magníficos partidos para sus queridas niñas". María estaba pálida y sombría. Llevaba un traje blanco de brocado italiano, ceñido y largo como una túnica. Casi no habló en toda la noche. Todos, excepto ella, gozaron la cena, pero María sabía muy bien dónde estaba su única felicidad, y aquella fiesta fue larga y agotadora. Las manecillas del reloj no se movían. El tiempo se había detenido...


Ahora el tiempo también se ha detenido... ¡Qué cuarto tan frío y oscuro!, tan oscuro que el día se junta con la noche; ya no sé cuándo empiezan ni cuándo terminan los días; quiero llorar de frío, mis huesos están helados y me duelen; siempre estoy subida en la cama, amonigotada, cazando moscas, espiando a los ratones que caen irremediablemente en mis manos; el cuarto está lleno de cadáveres de moscas y de ratones; huele a humedad y a ratones putrefactos, pero no me importa, que los entierren otros, yo no tengo tiempo; este castillo es oscuro y frío como todos los castillos; yo sabia que él tenía un castillo... ¡qué lindo estar prisionera en un castillo, qué lindo!; siempre es de noche; él no deja que nadie me vea; mi casa ha de estar muy lejos; había una chimenea muy grande en la biblioteca de papá y yo arreglaba y desempolvaba los libros; yo quiero una chimenea para calentarme, pero no me atrevo a decírselo, me da miedo, se puede enojar; yo no quiero que se enoje conmigo; no hablé ni una palabra con esos hombres que vinieron, podría llegar y sorprenderme; me metí en la cama y me tapé la cara con las cobijas; siempre estamos juntos; ¿dónde están mamá y Clara?; Clara es mi hermana mayor; ¡yo no las quiero, les tengo miedo, que no vengan, que no vengan...! Tal vez ya están muertas y tienen los ojos abiertos y brillantes como los tenia José Juan aquella noche; yo quería cerrarle los ojos porque me daba miedo que me estuviera viendo; tenía los ojos muy abiertos y muy brillantes... "serás una bella novia, toda blanca", la luna también era blanca, muy blanca y muy fría; como siempre es de noche él viene a cualquier hora; siempre estamos juntos; si no hiciera tanto frío yo sería completamente feliz, pero tengo mucho frío y me duelen los huesos; ayer me golpeó cruelmente y grité mucho, mucho... José Juan se puso frío, muy frío; no lo dejé caer, sino resbalar suavemente; la luna lo bañaba y sus ojos estaban fijos; también las ratas se quedan con los ojos fijos; se quedó dormido sobre el césped, bajo la luna; estaba muy blanco... yo lo estuve viendo mucho rato... quisiera asomarme a esa ventana y poder ver las otras habitaciones... no alcanzo, está muy alta y él puede venir y sorprenderme, como llega a cualquier hora, cuantas veces quiere... se puede enojar y golpearme... Ese ruido en el rincón aquel: otro ratón, lo cogeré antes que él llegue, pues cuando venga ya no podré hacer nada...

No hay comentarios:

Publicar un comentario