Francisco Tario
—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
Más de cien veces durante la última semana he estado
repitiendo esta misma pregunta al oído de distintas mujeres, quienes
rotundamente se han negado a acompañarme. Y entonces yo me he dado media
vuelta, me he despedido con la galantería más profunda —según corresponde a mi
jerarquía de hombre elegante—, me he colocado el sombrero graciosamente y he
echado a andar sin rumbo fijo.
Hice esta invitación en clubes, batallas de flores,
museos, templos y lavaderos públicos. Siempre con el mismo resultado. Se lo he
propuesto a mujeres maduras, emancipadas y revoltosas; a mujeres casadas,
hastiadas y bellas; a jóvenes de cualquier tamaño, desconfiadas, ávidas y
deliciosas; a adolescentes ingenuas que volvían de la escuela con sus cuellitos
blancos y unos deseos locos de divertirse. Incluso, se lo he propuesto a esas
nodrizas robustas que van a flirtear con los soldados a los parques, tirando de
un cochecito con toldo, en cuyo interior se vomita un bebé. ¡Nadie, nadie ha
atendido mi ruego!
No obstante, empleo medios de lo más correcto,
puesto que soy hombre rico y maduro, harto experimentado en asuntos de mujeres.
Y así es. He viajado por los cinco continentes y he abrazado frenéticamente a
mujeres de todos colores y temperamentos: pelirrojas altivas, con los vientres
llenos de pecas; rubias linfáticas, con las pupilas sumergidas en una especie
de pus; morenas tormentosas, hidrófobas, que me arrancaban a puñados las cejas
mientras yo les sorbía los labios; negras del Congo, con los pechos de tal
suerte enhiestos, que para estrecharlas y no herirme tenía que interponer entre
nuestros cuerpos una almohadilla o una sábana doblada cuidadosamente... Unas y
otras se me sometieron con facilidad, a menudo sin que mediara otra cosa que la
curiosidad, el morbo o el placer. Mas a pesar de todo esto, he aquí que, de
manos a boca, no hay una sola hembra en la ciudad que acepte compartir
conmigo un trago de Chablís y un beefsteak con
patatas y merengues.
He pensado detenidamente —y pienso— acerca de tales
acontecimientos. Busco, y no hallo la causa. Mi aspecto, por descontado, debe
ser aproximadamente el de costumbre: alto, un poco seco, con el cabello gris y
los ojos también grises. Camino y visto con elegancia, siempre de negro —mi
camisa inmaculada, los zapatos irreprochables, una gardenia en el ojal—. Bajo
el brazo porto casi siempre un libro, pues es conveniente hacer saber que leo
mucho, mucho: ocho o diez horas diarias. Pero siempre el mismo libro. Cada día
una página. Cuando el tiempo es favorable uso bastón; cuando amenaza lluvia,
paraguas. Durante el verano me aligero de ropa, conservando ¡claro está! su
color. Aun a mí mismo me sorprende un tanto esta obsesión estúpida de andar
siempre enlutado. Sin embargo, no me preocupo lo más mínimo por esclarecerla.
También mis antepasados vestían así. De ahí que, en otra época, mi familia
fuese conocida en todas partes con un nombre extraordinariamente poético:
"La Nube Negra".
Pues como decía antes. No hay en la ciudad una sola
hembra que acepte cenar conmigo. Todas se vuelven ardides, remilgos, y escapan.
Pero yo no desespero. Soy como la araña que teje su malla o la hormiga que
transporta sus provisiones. Cada día me atildo más; cada día me escabullo con
mayor pavor del sol, a fin de conservar mi rostro suave y limpio; me baño en
aguas con sales; me mudo de ropa interior seis u ocho veces diarias; me hago
limpiar constantemente los zapatos...
Hoy llevaré a cabo una nueva experiencia: me
colocaré unas gafas negras y me calzaré unos guantes blancos. He observado que
la longitud de mis manos asusta un poco a las hembras, cual si temieran que
pudiera estrangularlas con ellas; también cuando levantan el rostro y me miran
a los ojos parecen demudarse, exactamente igual que si asomaran sus hociquitos
a un antro prohibido. Así pues, es probable que de hoy en adelante pueda
vérseme de tal guisa: con unos guantes blancos de cabritilla y unas gafas
obscuras, tan enormes, que escasamente logre soportar sobre mis orejas.
Voy a lo largo de un parque. Es una especie de selva
sintética, embotellada, con calzadas muy anchas, en cuyas márgenes crecen los
árboles, envueltos en la niebla de la noche. Sobre las bancas solitarias saltan
los pájaros ateridos como hembras traviesas y vanas. Ignoro hacia qué lugar me
dirijo, pero mi paso es firme, según debe serlo, sin excepción, el del hombre
sobre la tierra...
Dejo atrás calles, calles iluminadas absurdamente,
repletas de hembras muy lindas que mueven sus cuerpecitos alegremente.
—¡Si quisieran cenar todas conmigo!
Y estoy a punto de ser arrollado por un ómnibus
cuando me embriaga el ensueño: "Una mesa descomunal, como no han visto los
siglos, cubierta por kilómetros de tela blanca y situada sobre distintas
naciones; una especie de línea férrea, a la cabecera de la cual estaría yo
sentado en una silla, con mis gafas negras sobre las cejas grises y mis guantes
blancos puestos a secar sobre un árbol".
Las mujeres van y vienen dulcemente por la calle.
Son como mariposas inquietas; y yo quisiera ser flor. Son como flores
selváticas; y yo quisiera ser mariposa. Quisiera ser lo que ellas no son, para
hacerlas venir a mi lado. Quisiera ser esa muselina ligera que ciñe sus
cinturitas tan débiles; esos collares extraños que aprisionan sus gargantas; esos
zapatitos tan voluptuosos que me hacen desfallecer de pasión, y sobre los
cuales caminan tan nerviosamente. Unas me miran al pasar. Otras, no. Y esto
último me entristece de tal forma, que me entran deseos de irme a bañar una vez
más, de limpiarme los zapatos. En fin, que es muy duro mi destino.
Mas he aquí que, de súbito, una horripilante idea
cruza mi mente: "Todas las mujeres tienen su hombre. ¡Todas, todas! He
nacido demasiado tarde y ya no hay un corazón disponible."
Comienzo a temblar, palidezco de estupor y necesito
sentarme en el filo de la acera. Un sudor helado y grasoso me arroya por las
sienes. "¡Todas, todas tienen su hombre!"
Y acuden a mi cerebro visiones cada vez más
dolorosas. Veo restaurantes de doscientos pisos, en cuyas mesitas cuadradas
cena alegremente la humanidad por parejas... Extensiones inconmensurables de
terreno yermo donde millones de mujeres
encinta van a visitar al ginecólogo... Infantes que
lloran en sus cunas blandas, exhibiendo sus organitos viriles...
—¡No quedará una mujer en el mundo! —grito de
pronto, asomándome a las cunas.
Y un caballero, también de negro, me ayuda a
incorporarme.
—¿Se siente usted enfermo? —prorrumpe con el
sombrero en la mano.
—No —replico—. Me siento perfectamente. Gracias.
Saluda y se marcha. Pero en aquel instante, una
ocurrencia me acomete: "¿Y si lo matara? ¡Su mujer quedaría libre
entonces!"
Me lanzo tras de él entre la multitud, como un loco.
Le doy alcance, tocándole sin brusquedad en un hombro.
—Perdone —inquiero un poco jadeante—, ¿es usted casado?
El desconocido me examina de arriba abajo y
contesta:
—Soy viudo.
Me entristezco y le digo:
—Le acompaño a usted en el sentimiento.
—Gracias... —musita entre dientes, tratando de
desasirse de mí, que lo he aprisionado por un brazo.
Otra idea —la máxima— me asalta.
—Disculpe la impertinencia: ¿iba usted a tomar el
metro?
—Precisamente —confiesa—. ¡Y es tan tarde!
Comprendo que es un etnógrafo que se halla a merced
mía.
—¿Qué rumbo lleva? —insisto.
No percibo su respuesta, mas exclamo, embriagado de
gozo:
—Casualmente el mío. ¡Oh, la vida está llena de
estas minúsculas peculiaridades! ¿Le incomoda que vayamos juntos?
—Es que...
Lo empujo hacia adelante y penetramos en la
estación. Descendemos a toda prisa en un ascensor muy incómodo. En los andenes
las mujercitas siguen moviendo sus tiernos cuerpos; pero yo las contemplo ahora
con indiferencia. Incluso, me arranco las gafas y sepulto en un bolsillo los
guantes. Aspiro el aroma de la flor que llevo en la solapa y pienso: "Parezco
un jardín."
La desprendo con rabia, pisoteándola cual si se
tratara de una chinche. No obstante, es una gardenia: una gardenia
singularmente fragante, como deben serlo los ombliguitos de todas esas lindas
empleadas que escriben a máquina en los Bancos.
Durante el trayecto hablo con mi acompañante,
poseído de disculpable calor. El, por el contrario, cada momento más incierto y
preocupado. No osa moverse, sonríe ambiguamente, cambia a menudo de postura;
pero responde a cuanto le pregunto.
Hablábamos de su mujer.
"Debe ser un excelente padre de familia"
—pienso involuntariamente.
Y esta insensata idea, unida al color bestial de sus
calcetines a cuadros, me hace sollozar.
—¡Oh, por favor, por favor! ¡Se lo suplico! —implora
tímidamente.
Algunas personas me observan con desconfianza, y yo
me desconcierto de pronto.
Para ahuyentar la pesadumbre indago:
—¿Usted nunca se ha retratado?
—Sí —me responde, agitando la cabeza.
—Yo no —admito—. Pero me retrataré hoy mismo.
Y entreveo mi fotografía, ya no al lado de un millón
de mujeres bonitas, sino sentado sobre las piernas de una complaciente
empleadita, como aquella que va leyendo el diario. "Tengo mi brazo
alrededor de su cuello y ella me mira franca, apasionadamente a los ojos, a
pesar de que no llevo gafas. Ahora visto de gris, con una corbata
amarilla."
—Bueno... ¡hasta la vista! —exclama mi compañero, de
un modo atropellado, ofreciéndome su mano sudorosa.
—¡Cómo! ¿Se marcha usted? —lamento—. ¡Tanto gusto en
conocerle!
Se va y yo me apeo en la estación siguiente. Salto
dentro de un taxi y menciono un nombre muy extraño que tengo que repetir varias
veces. Primero cruzamos una plaza, en cuyo centro hay una fuente; otra plaza
sin fuente; calles, calles, todas gemelas, huecas, como el sistema de una
tubería. Aparecen los árboles, las chimeneas de las fábricas, los lavaderos.
Estamos en los suburbios. Diviso la luna —¡y es hermosa!—. Proseguimos: el
campo. La llanura plana, quieta, igual que el pecho de un tísico. Así media
hora, una, dos; hasta que el vehículo se detiene en seco.
—¿Es aquí? —pregunto.
—Aquí mismo —responde el chofer.
Liquido la cuenta, abro la portezuela y suplico:
—Tenga la bondad de aguardarme. Tardaré a lo más
veinticinco minutos.
—¡Correcto! —asiente—.Y se tumba a dormir con los
bigotes sobre el volante.
Yo me lanzo entre las sombras rumbo a un puñado de
casitas grises en cuyas ventanas hay luces. Escucho el reloj de la parroquia:
las once. A un tiempo, distingo la cabeza enorme de un hombre que se aproxima
cantando con voz de campesino. Le detengo, adoptando el continente más sereno
de que soy capaz.
"Podría tomarme por un demente" —pienso
estremeciéndome.
E inquiero:
—Disculpe, ¿podría usted indicarme dónde se halla el
cementerio?
Gira sobre sus talones sucios, yergue un brazo hercúleo
y señala una mancha próxima, oscilante.
—Detrás de esos árboles —me informa.
Doy las gracias, encaminándome hacia la mancha. El
sendero es largo, no tan fácil como me suponía y lleno de barro. Con frecuencia
doy un traspié y resbalo, rodando hecho un guiñapo. Pero es tal la alegría que
salta en mi pecho, tal mi avidez, que rompo a cantar y a reír, hundido el
rostro en el estiércol de las vacas.
"¡Ahora voy a tener mujercita y esto es
espléndido! —cavilo—. ¡No moverá mucho su cuerpecito porque está muerta, pero
al menos podremos retratarnos! Si está demasiado rígida, la aceitaremos. Si su
ropa se halla deteriorada, la vestiremos adecuadamente. Si está muy pálida, muy
pálida, le untaremos de carmín las mejillas...Y yo me sentaré en sus rodillitas
desnudas y le pasaré un brazo por su hombro, y ella me mirará con sus pobrecitos
ojos quietos a mis ojos grises y sin gafas."
Un silencio inusitado me rodea. La obscuridad me
envuelve, cual si me hallara en el interior de una cámara fotográfica. Llego,
por fin, al cementerio. Me descubro, y nadie sale a recibirme. Llamo
febrilmente a la puerta: ni una triste alma responde.
"Debe ser aún temprano" —calculo.
Y sentándome sobre una piedra, me dispongo a esperar
con toda calma.
Transcurrido el tiempo de fumarme un cigarrillo, me
levanto. Miro a un lado y otro, y, con la agilidad de un gorila, salto la
tapia. Requiero a gritos al camarero, al maítre, al manager. Inútil. Mi grito
repercute en las tinieblas, choca contra una montaña y me vuelve a la boca. Me
lo trago y sigo adelante por entre las sepulturas. Una voluptuosidad inaudita
me invade. Hierve la sangre en mis venas, y visiones realmente lascivas
desfilan ante mis ojos. Parece que entro a un cabaret.
"¿Dónde andará mi mujercita?"—digo para
mis adentros.
Procuro seguir las indicaciones del viudo tímido.
Busco sobre las cruces el epitafio. No lo encuentro, y lo que es bastante peor:
me restan apenas cinco fósforos.
—¡Vaya un restaurante desanimado! —prorrumpo
deteniéndome. Y continúo más y más impaciente, más y más angustiado, derribando
tiestos con flores, copas y vasos, tronchando rosales, pisoteando a los
parroquianos, partiendo las cruces, atropellando a los camareros que duermen...
Llego, en suma, a mi destino: a la casita blanca.
Veo el nombre de la muerta. Me inclino sobre la lápida y leo el menú. Hecho un
loco, un abominable loco, comienzo a trabajar.
El trabajo es arduo, me extenúa, haciendo tronar mis
huesos; pero mi ansiedad va en aumento. Como un perro escarbo la tierra,
destruyo las raíces malignas, hiriéndome las uñas; lanzo pedruscos al aire,
algunos de los cuales me caen en la cabeza.
"¿Quién estará riñendo?"—me pregunto
asustado, mirando a todas partes.
Sangro y me ato el pañuelo a la frente.
—¡Después ajustaremos esa cuenta! —amenazo, señalando
un árbol.
Súbitamente topo con algo sólido, al parecer
infranqueable. ¡Ah, me aguarda en el reservado! Me vuelvo tímido, infantil,
casi femenino. Golpeo con el puño delicadamente.
—¿Se puede? —inquiero.
Nadie contesta. Llamo más fuerte.
—¿Se puede?
"¡Oh, las delicias del
adulterio!"—suspiro.
Pero grito:
—¡Abre o echo abajo la puerta!
Suenan dentro risitas muy débiles, como de alguien a
quien le hicieran cosquillas con una pluma. Percibo, también, unos taconcitos
femeninos que golpean, golpean el suelo.
—¡La echo! —aúllo.
Y cumplo mi palabra.
Salta el féretro en pedazos, salpicándome la lengua
de una substancia ácida y muy fría. Adivino, más que distingo, una figura
femenina, vestida de baile, inmóvil sobre un canapé. Me inclino hacia ella
dulcemente, seductoramente, igual que los galanes en el teatro. Musito:
—Señorita: ¿quiere usted cenar conmigo?
Me halaga su voz somnolienta.
-¡Sí!
Le echo mano. Pesa poco, y su cuerpecito tintinea
como un bolsón de cascabeles.
¡Debe estar tan ilusionada!
Con mi presa a cuestas me encamino hacia la tapia,
advirtiendo que algo se enreda entre los árboles. Cuando pienso que sea su
cabellera espesa me trastorno aún más.
¡Besaré así, así, su maraña negra, hundiendo en ella
mi cabeza hasta el cuello! La deposito en el muro, salto, y la recojo de nuevo.
—¡Perdone usted! —balbuceo, dejándola caer sobre el
lodo—. Me olvidé el sombrero.
Entro, y vuelvo a salir con el bombín un poco
ladeado. Me la echo otra vez sobre las espaldas, y así avanzamos en la
obscuridad impenetrable. Pronto el cansancio me rinde, flaquean sensiblemente
mis rodillas y las fuerzas me abandonan. Bajo las ramas de un corpulento chopo
me siento y siento a mi mujercita.
—Señorita: ¿le gustaría a usted retratarse conmigo?
Y evoco la imagen sugestiva: yo sobre sus rodillas,
y colgando de un árbol mi traje. Procedo al punto a desnudarme; a desnudarla a
ella, lo cual no es tarea fácil, pues se resiste. Cuelgo, en efecto, mis ropas,
y voy presuroso a instalarme. Lo hago con cautela, tierna, ceremoniosamente. Le
paso a continuación un brazo por el hombro helado. Cruzo las piernas. Sonrío.
Alzo la vista, mirando con desdén a todas las mujeres del universo.
—No te muevas —le ordeno.
—¿Listo? —pregunta el fotógrafo.
Yo digo:
—Espere usted un momento. Voy a estornudar...
Estornudo una vez, dos, hasta cinco.
—Mírame —suplico a mi mujercita.
Y nos retratamos. Nos retratamos cerca de quince
veces, siempre en la misma postura, como si fuéramos dos estatuas. Yo así: sin
gafas, sin guantes, sin gardenia. Igual que en aquel tiempo, cuando compartía
el lecho con las negras del Congo.
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