Guadalupe Dueñas
Nunca supe por qué nos mudábamos de casa con tanta
frecuencia. Siempre nuestra mayor preocupación era establecer a Mariquita. A mi
madre la desazonaba tenerla en su pieza; ponerla en el comedor tampoco
convenía; dejarla en el sótano suponía molestar los sentimientos de mi padre; y
exhibirla en la sala era imposible. Las visitas nos habrían enloquecido a
preguntas. Así que, invariablemente, después de pensarlo demasiado, la
instalaban en nuestra habitación. Digo “nuestra” porque era de todas. Con
Mariquita, allí, dormíamos siete.
Mi papá siempre fue un hombre práctico; había
viajado mucho y conocía los camarotes. En ellos se inspiró para idear aquél
sistema de literas que economizaba espacio y facilitaba que cada una durmiera
en su cama.
Como explico, lo importante era descubrir el lugar
para Mariquita. En ocasiones quedaba debajo de una cama, otras en un rincón
estratégico; pero la mayoría de las veces la localizábamos arriba del ropero.
Esta situación sólo nos interesaba a las dos
mayores; las demás, aún pequeñas, no se preocupaban.
Para mí, disfrutar de su compañía me pareció muy
divertido; pero mi hermana Carmelita vivió bajo el terror de esta existencia.
Nunca entró sola a la pieza y estoy segura de que fue Mariquita quien la
sostuvo tan amarilla; pues, aunque solamente la vio una ocasión, asegura que la
perseguía por toda la casa.
Mariquita nació primero; fue nuestra hermana mayor.
Yo la conocí cuando llevaba diez años en el agua y me dio mucho trabajo
averiguar su historia.
Su pasado es corto, y muy triste: Llegó una mañana
con el pulso trémulo y antes de tiempo. Como nadie la esperaba, la cuna estaba
fría y hubo que calentarla con botellas calientes; trajeron mantas y cuidaron
que la pieza estuviera bien cerrada. Isabel, la que iba a ser su madrina en el
bautizo, la vio como una almendra descolorida sobre el tul de sus almohadas. La
sintió tan desvalida en aquél cañón de vidrios que sólo por ternura se la
escondió en los brazos. Le pronosticó rizos rubios y ojos más azules que la
flor del helitropo. Pero la niña era tan sensible y delicada que empezó a
morir.
Dicen que mi padre la bautizó rápidamente y que
estuvo horas enteras frente a su cunita sin aceptar su muerte. Nadie pudo
convencerlo de que debía enterrarla. Llevó su empeño insensato hasta esconderla
en aquel pomo de chiles que yo descubrí un día en el ropero, el cual estaba
protegido por un envase carmesí de forma tan extraña que el más indiferente se
sentía obligado a preguntar de qué se trataba.
Recuerdo que por lo menos una vez al año papá
reponía el líquido del pomo con nueva sustancia de su química exclusiva
—imagino sería aguardiente con sosa cáustica—. Este trabajo lo efectuaba
emocionado y quizá con el pensamiento de lo bien que estaríamos sus otras hijas
en silenciosos frascos de cristal, fuera de tantos peligros como auguraba que
encontraríamos en el mundo.
Claro está que el secreto lo guardábamos en familia.
Fueron muy raras las personas que llegaron a descubrirlo y ninguna de éstas
perduró en nuestra amistad. Al principio se llenaban de estupor, luego se
movían llenas de recelo, por último desertaban haciendo comentarios poco
agradables acerca de nuestras costumbres. La exclusión fue total cuando una de
mis tías contó que mi papá tenía guardado en un estuche de seda el ombligo de
una de sus hijas. Era cierto. Ahora yo lo conservo: es pequeño como un
caballito de mar y no lo tiro porque a lo mejor me pertenece.
•••
Pasó el tiempo, crecimos todas. Mis padres ya no
estaban entre nosotras; pero seguíamos cambiándonos de casa y empezó a
agravarse el problema de la situación de Mariquita.
Alquilamos un señorial caserón en ruinas. Las
grietas anunciaban la demolición. Para tapar las bocas que hacían gestos en los
cuartos distribuimos pinturas y cuadros sin interesarnos las conveniencias
estéticas. Cuando la rajadura era larga como un túnel la cubríamos con algún
gobelino en donde las garzas, que nadaban en punto de cruz de añil, hubieran
podido excursionar por el hondo agujero. Si la grieta era como una cueva, le
sobreponíamos un plato fino, un listón o dibujos de flores. Hubo un problema
con el socavón inferior de la sala; no decidíamos si cubrirlo con un jarrón ming
o decorarlo como oportuno nicho o plantarle un pirograbado japonés.
Un mustio corredor que se metía a los cuartos
encuadraba la fuente de nuestro palacio. Con justo delirio de grandeza dimos
una mano de polvo de mármol al desahuciado cemento de la pila, que no se quedó
ni de pórfido ni de jaspe, sino de ruin y altisonante barro. En la parte de
atrás, donde otros hubieran puesto gallinas, hicimos un jardín a la americana,
con su pasto, su pérgola verde y gran variedad de enredaderas, rosales y cuanto
nos permitiera desfogar nuestro complejo residencial.
La casa se veía muy alegre; pero así y todo había
duendes. En los excepcionales minutos de silencio ocurrían derrumbes
innecesarios, sorprendentes bailoteos de candiles y paredes, o inocentes
quebraderos de trastos y cristales. Las primeras veces revisábamos
minuciosamente los cuartos, después nos fuimos acostumbrando, y cuando se
repetían estos dislates no hacíamos caso.
Las sirvientas inventaron que la culpable era la
niña que escondíamos en el ropero: que en las noches su fantasma recorría el
vecindario. Corrió la voz y el compromiso de las explicaciones; como todas
éramos solteras con bastante buena reputación se puso el caso muy difícil.
Fueron tantas las habladurías que la única decente resultó ser la niña del bote
a la que siquiera no levantaron calumnias.
Para enterrarla se necesitaba un acta de defunción
que ningún médico quiso extender. Mientras tanto la criatura, que llevaba tres
años sin cambio de agua, se había sentado en el fondo del frasco definitivamente
aburrida. El líquido amarillento le enturbiaba el paisaje.
Decidimos enterrarla en el jardín. Señalamos su
tumba con una aureola de mastuerzos y una pequeña cruz como si se tratara de un
canario.
Ahora hemos vuelto a mudarnos y no puedo olvidar el prado
que encarcela su cuerpecito. Me preocupa saber si existe alguien que cuide el
verde Limbo donde habita y si en las tardes todavía la arrullan las palomas.
Cuando contemplo el entrañable estuche que la guardó
veinte años, se me nubla el corazón de nostalgia como el de aquellos que
conservan una jaula vacía; se me agolpan las tristezas que viví frente a su
sueño; reconstruyo mi soledad y descubro que esta niña ligó mi infancia a su
muda compañía.
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