Gabriel García Márquez
Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena
Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía
sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de
charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un
grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de
los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia
levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras.
Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de
melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de
enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no
podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy
Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella,
y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de
pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas
de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de
ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia
viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos
posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de
regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido
la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado
de su tierno pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes
sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para
hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento
que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya
estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían
pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien
alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles
por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces
la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de
ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:
—Merde! Allez-vous-en!
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta
con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto
dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena
de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la
ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el
dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió
confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al
instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero
que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una
farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
—¿Es algo grave? —preguntó.
—Nada —sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con
la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la
rosa—. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las
siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia
de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia
decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una
pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados
sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había
conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta
su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía.
Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite
nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en
el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo
por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras
azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el
anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió
a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después
de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo
de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces
dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación
de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar
aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que
ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a
su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de
adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.
Se habían casado tres días antes, a 10.000
kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él
y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado.
Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de
ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo
de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de
mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas
dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en
Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio
maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el
regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando
empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas,
pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en
astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía
concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel
de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la
gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador
romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y
tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el
susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto
muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la
estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde
los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se
reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin
hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con
su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable
animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.
-Los he visto más grandes y más firmes -dijo,
dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque
conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino
que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le
resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un
puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se
astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a
sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de
la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior
de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de
Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano
escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La
casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de
podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de
la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde
Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba
a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los
cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la
memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido
del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. "Suena como un
buque", había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera
vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como
ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las
rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la
música. "No me importa qué instrumento toques" –le decía– "con
tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos aires de
adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena
Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste
reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos
apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a
conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se
asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de
doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los
días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada
atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los
habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del
amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de
escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del
saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas
de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida
que antes no habían tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la
casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo
para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de
inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor
podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar
sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado
fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el
destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados
durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio
de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos
meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena
Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que
antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado
terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que
comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con
el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las
azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos
de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24
horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos
meses.
De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy
lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para
comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto
todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de
primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con
franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy
Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno,
y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el
aeropuerto.
La misión diplomática de su país los recibió en el
salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la
familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de
Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que
hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con
besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y
luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del
tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.
—Lo hice adrede —dijo— para que se fijaran en mi
anillo.
En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el
esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la
clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie
advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después
hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al
aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado.
Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche
que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley
convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un
manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se
estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del
frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo,
inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de
reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su
lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un
almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la
ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.
Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado
por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso,
hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una
ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces
encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba
aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen
del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera
trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa,
la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después
del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad
cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y
en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de
nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.
Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el
dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había
vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado
con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de
ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la
molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas
más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada
vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar
una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y
cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba
por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el
dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus
cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por
Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de
Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de
la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos
de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que
estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en
el volante.
—Eres un salvaje —le dijo—. Llevas más de once horas
manejando sin comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez
del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía
despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.
—Todavía me dura el almuerzo de la embajada —dijo—.
Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo
apenas del cine. Deben ser como las diez.
Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera
conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en
Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la
esquivó.
—Los machos no comen dulces —dijo.
Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una
luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más
difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de
vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido
en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había
advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación
más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida
después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber
parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en
numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el
mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie
que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última
hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano,
porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes
eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de
un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una
noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.
—Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo
tirar en la nieve —dijo—. Aquí mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la
carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a
medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y
había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no
haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
—Ya será mejor esperar hasta París —dijo Nena
Daconte—. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente
casada.
—Es la primera vez que me fallas —dijo él.
—Claro —replicó ella—. Es la primera vez que somos
casados.
Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron
en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el
mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se
había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la
falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se
cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo
herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan
pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó
el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las
sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se
alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su
encanto natural. "Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la
nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en
las primeras luces del amanecer.
—Imagínate —dijo— un rastro de sangre en la nieve
desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los
suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de
veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el
flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más
tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel
ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche,
se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó
en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que
aquello no era asunto de boticarios.
—Estamos casi en la Puerta de Orleáns —dijo—. Sigue
de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos
árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La
avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y
bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que
trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso
con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de
cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para
pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran
la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más
de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo
esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort
necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si
fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París,
encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en
nieve. Pero la avenida DenferRochereau estaba más despejada, y al cabo de unas
pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y
estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió
la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la
camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su
identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le
apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió
lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado,
con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen
rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del
cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que
dirigió a su marido una sonrisa lívida.
—No te asustes —le dijo, con su humor invencible—.
Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y entonces los
sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.
—No, muchachos —dijo—. Este caníbal prefiere morirse
de hambre antes que cortar una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó
con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez
quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el
brazo.
—Usted no —le dijo—-. Va para cuidados intensivos.
Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le
siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo
del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había
escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
—Doctor —le dijo—. Ella está encinta.
—¿Cuánto tiempo?
—Dos meses.
El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez
esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la
camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de
enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se
habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde
había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando
decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él
seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del
mundo.
Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de
enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital.
Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la
puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos
cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca,
pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala
de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía
dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del
servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en
efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se
permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después.
Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro
con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte
estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente
de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy
estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente había un
edificio restaurado con un letrero: "Hotel Nicole". Tenía una sola
estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un
viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con
los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar.
Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único
cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se
llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores
hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única
ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una
cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un
aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro
del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero
también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para
descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca
entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él
llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó
media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con
un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando
descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro,
para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el
extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su
tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la
administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo
bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del
suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan
ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo
de Nena Daconte.
Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del
miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la
criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y
muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco
en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer,
ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y
la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta
que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la
misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las
luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que
permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal,
por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la
esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No
lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de
la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche
y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de
cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando
volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los
demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el
parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los
días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al
día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban
incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos
años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del
alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos.
Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la
multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que
cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez,
no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder
dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas
del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado
frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas
de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde
serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de
seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.
Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde
estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo
y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo
de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado
de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con
uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado,
estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el
amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de
su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en
la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su
infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las
ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó
estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por
fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves
de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y
la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún
conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había
aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche.
También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en
ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la
servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el
aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de
servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que
el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto,
ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se
sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la
calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia
dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen
providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por
la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos
vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le
había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le
preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió,
repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del
brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de
sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su
madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin
dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la
puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la
calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy
Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte,
acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña
era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y
la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una
tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo
reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por
anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos
apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección
de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina,
que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía
recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez
comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y
agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado.
Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de
uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a
Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años
después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez
desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en
un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía
apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño
negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de
sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez,
pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas
normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al
contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para
entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había
más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.
—Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días
—concluyó—. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué
hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los
tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por
los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que
parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se
puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio
pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos
sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el
alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló
durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo
inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que
empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo
entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no
tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.
Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que
encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras
pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos
numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez
desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa
se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la
tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en
el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal
impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a
salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera
correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de
la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro
completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero
los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos
del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los
pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo
instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando
en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió
que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo
con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró
dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero sin la
llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del
hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de
paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el
brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía
estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar
al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros
silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres,
a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró
en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las
camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de
las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía
imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió
de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas
era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la
ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que
buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias
enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó
a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que
estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos
desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.
—¡Pero dónde diablos se había metido usted! —dijo.
Billy Sánchez se quedó perplejo.
—En el hotel —dijo—. Aquí a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto
desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta
horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia.
Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para
que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación
reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La
embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su
cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El
embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los
funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para
localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue
transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de
la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de
Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto
por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido
localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado
al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta
última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido
informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron
por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las
dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde
Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario
que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo
recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió
de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St.
Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió,
porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de
París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen
tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de
llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se
llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes
alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto
nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy
Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado
el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa
donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico
asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas
pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin
despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con
urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para
desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio
cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos
copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de
París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez
años.
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