lunes, 17 de marzo de 2014

Hay que aguantar a los niños


Stephen King

Su nombre era señorita Sydley, de profesión maestra.

Era una mujer menuda que tenía que erguirse para poder escribir en el punto más alto de la pizarra, como hacía en aquel preciso instante. Tras ella ninguno de los niños reía ni susurraba, ni picaba a escondidas ningún dulce que sostuviera en la mano. Conocían demasiado bien los instintos asesinos de la señorita Sydley. La señorita Sydley siempre sabía quién estaba mascando chicle en la parte trasera de la clase, quién guardaba una resortera en el bolsillo, quién quería ir al lavabo para intercambiar cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades. Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo.

Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba para enderezar se maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el vestido estampado. Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una mujer con ojos de pedernal. Pero la temían. Su afilada lengua era una leyenda en el patio de la escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus ojos podían convertir las rodillas más robustas en pura gelatina.

En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista de palabras que tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga carrera docente podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan cotidiano. Podía volver la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad.

—Vacaciones —anunció mientras escribía la palabra en la pizarra con su letra firme y prosaica—. Edward, haz una frase con la palabra vacaciones, por favor.

—Fui de vacaciones a Nueva York —recitó Edward.

A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal como les había enseñado la señorita Sydley.

—Muy bien Edward —aprobó la maestra mientras escribía la siguiente palabra.

Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo convencida de que el éxito dependía tanto de los pequeños detalles como de las grandes acciones. Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que nunca fallaba.

Unos de sus pequeños trucos consistía en el modo en que utilizaba las gafas. Toda la clase quedaba reflejada en sus gruesos cristales, y siempre tenía una leve punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y asustados cuando los sorprendía en alguna de sus malvados jueguecitos. En aquel momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada y fantasmal de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sydley no habló. Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daban un poco más de cuerda.

—Mañana —articuló con toda claridad—. Robert, haz una frase con la palabra mañana, por favor.

Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase estaba silenciosa y adormilada aquel caluroso día de finales de septiembre. El reloj eléctrico que pendía de la puerta indicaba que todavía quedaba media hora para que sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes cabezas cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y terrible amenaza que representaba la espalda de la señorita Sydley.
—Estoy esperando, Robert.

—Mañana pasará algo malo —repuso Robert.

Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sydley, que había desarrollado el séptimo sentido propio de todos los docentes estrictos, no le gustaron ni pizca.

—Ma-ña-na —terminó Robert, tal como le habían enseñado. Mantenía las manos unidas sobre el pupitre y en aquel momento volvió a arrugar la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto, la señorita Sydley tuvo la certeza de que Robert conocía el pequeño truco de las gafas.

Muy bien, de acuerdo.

Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin regañar a Robert, dejando que su cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje. Mientras escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no tardaría en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo que todos los niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra sabía lo que estaba haciendo. Y entonces sería castigado.

El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado. La señorita Sydley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo en la pizarra.

De pronto, Robert se transformó.

La señorita Sydley apenas entrevió el cambio, tan sólo distinguió durante una fracción de segundos el rostro de Robert mientras se transformaba en algo... diferente.

Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la punzada de dolor que le que le acometió en la espalda.

Robert la miraba con expresión inocente y perpleja. Sus manos seguían unidas sobre la mesa. En su cogote se apreciaban los primeros indicios de un remolino. No parecía asustado.

«Ha sido fruto de mi imaginación —se dijo la maestra—. Estaba buscando algo, y mi mente me ha jugado una mala pasada. Parece absolutamente inocente... sin embargo...»

—¿Robert?

Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un timbre que impulsara a Robert a confesar. Pero no lo logró.

—¿Sí, señorita Sydley?

Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace en el fondo de un río de cauce lento.

—Nada.

Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas audible recorrió el aula.

—¡Silencio! —ordenó al tiempo que se daba la vuelta—. Otro sonido y nos quedaremos todos después de la clase.

Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada permanecía clavada en Robert, quién se la devolvió con infantil inocencia. «Quién ¿yo? yo no, señorita Sydley.»

La maestra se volvió a la pizarra y empezó a escribir sin espiar a través de sus gafas. La última media hora se le antojó interminable, y tuvo la sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la clase. Una mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto ¿eh?»

No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en su mente, como un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos muelas, un grano de arena que parecía una montaña.

Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en huevos escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que estaba envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad. No sería una de aquellas maestras solteronas que patalean y gritan cuando las sacan a rastras de sus clases al llegar el momento de la jubilación. Le recordaban a los jugadores incapaces de apartarse de la mesa del juego cuando van perdiendo. Pero ella no iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora.

Bajó la vista hacia los huevos escalfados.

¿Verdad?

Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y decidió que el de Robert sobresalía sobre los demás.
Se levantó y encendió otra luz.

Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert apareció ante ella, esbozando una desagradable sonrisa en la oscuridad que se extendía tras sus párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse...

Pero antes de que pudiera distinguir en qué se estaba convirtiendo aquel rostro, se sumió en las tinieblas del sueño.

La señorita Sydley pasó una noche inquieta, por lo que al día siguiente se mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi esperando que alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota al compañero. Pero la clase permaneció en silencio... en un profundo silencio. Todos los alumnos la miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus miradas sobre ella, como si se tratara de hormigas ciegas que se pasaran por su cuerpo.

«¡Basta! —se dijo con severidad—. Te estás comportando como una chiquilla asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros.»

Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse más aliviada que sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases. Los niños se alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por estatura y cogidos de la mano.

—Pueden retirarse —dijo y se quedó escuchando con amargura los gritos de los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del brillante sol.

«¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo que relucía. Algo que me miraba fijamente, sí, me miraba fijamente y sonreía y no era un niño, desde luego que no. Era viejo y malvado y... »

—¿Señorita Sydley?
La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios escapó una pequeña exclamación involuntaria.

Era el señor Hanning.

—No pretendía asustarla —dijo el hombre con una sonrisa de disculpa.

—No se preocupe —Repuso la maestra en un tono más hosco del que pretendía dar a sus palabras.

¿En qué estaría pensando? ¿Qué era lo que pasaba?

—¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el lavabo de chicas?

—Ahora mismo voy.

La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la parte baja de la espalda. El señor Hanning la contempló con expresión compasiva. «No se esfuerce —pensó la señorita Sydley—. A la solterona no le divierte esto en lo absoluto. Ni siquiera le interesa.»

Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de chicas. Las risas de unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol se apagaron al acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes de reanudar sus carcajadas y gritos en el patio.

La señorita Sydley frunció el ceño mientras pensaba que los niños habían sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños nunca habían sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos; pero se apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido. Un sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había estado presente. Una suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como si...

« ¿Se ocultaran detrás de las máscaras? ¿Es eso? »

Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se trataba de una estancia pequeña en forma de L. Los retretes estaban alineados a lo largo del brazo más largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo de la parte más corta de la habitación.

Mientras inspeccionaba los recipientes de la toalla de papel, divisó su imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al contemplarse con mayor detalle. No le gustó nada lo que vio... ni pizca. Percibió una mirada que no había tenido dos días antes, una mirada temerosa, vigilante. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del rostro pálido y respetuoso de Robert se había adueñado de ella.

La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y susurrando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas, oyó que pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar los recipientes de toallas.
—Y entonces...

Risitas ahogadas.

—Ella lo sabe pero...

Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido.
—La señorita Sydley está...

Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a causa de la luz que se filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos, unidas en su infantil excitación.
Otro pensamiento cruzó su mente.

«Ellas sabían que estaba ahí.»

Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían.

Las zarandería. Las sacudiría hasta que les castañearan los dientes y sus risas se convirtieran en aullidos; les golpearía la cabeza contra la pared de azulejos hasta que confesaran que lo sabían.

En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse. Parecieron alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas jorobadas que impulsaron a la señorita Sydley a retroceder hacia los lavabos de porcelana, con el corazón desbocado.

Pero las niñas siguieron riendo.

Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se convirtieron en sonidos asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido lento y turgente de humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del contenido de desagüe se tratara.

Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto, empezó a gritar. El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta adquirir proporciones dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento. Las risitas, como carcajadas del diablo, las siguieron hasta las tinieblas.


Por supuesto no podía contarles la verdad.

La señorita Sydley lo supo desde el momento en que abrió los ojos y distinguió los rostros ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen. Esta última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín del gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban a la señora Sydley con curiosidad que se fueran a casa.

Las dos niñas le dedicaron una sonrisa... una sonrisa lenta, que indicaba que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela.

Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No permitiría que la gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros tentáculos de la senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría con sus reglas hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar el problema de raíz.

—Creo que he resbalado —Explicó en tono sereno mientras se incorporaba, haciendo caso omiso del terrible dolor de la espalda que la atormentaba. — Algún charco de agua.

El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud.

La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor.

Al día siguiente, la señorita Sydley obligó a Robert a quedarse en la escuela después de clase. El muchacho no había hecho nada malo, por lo que se limitó a acusarlo de una falta imaginaria. No sintió remordimientos por ello. Era un monstruo, no un niño. Tenía que obligarlo a confesar.

La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que Robert lo sabía y que esperaba que eso le favoreciera. Pero se equivocaba. Esa era otra de sus pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo constante durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había sido tan intenso como en aquel momento... bueno, casi.

Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del exterior.

Durante un momento permaneció inmóvil con la mirada clavada en Robert. Esperó a que el niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert siguió mirándola con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse en las comisuras de sus labios.

Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy lejanos, como pertenecientes a un sueño. Sólo el zumbido hipnótico del reloj de la pared era real.

—Somos bastantes —anunció Robert de pronto, como si hablara del tiempo.

Ahora le tocó el turno a la señorita Sydley de permanecer en silencio.

—Once en esta escuela.

«Malvado –se dijo la maestra muy asombrada–. Muy malvado, increíblemente malvado.»

—Los niños que dicen mentiras van al infierno —replicó con toda claridad—. Sé que muchos padres ya no se lo explican a su... prole..., pero te aseguro que es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al infierno. Las niñas también.

La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada.

—¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sydley? ¿Quiere verlo bien?

Un hormigueo recorrió la espalda de la señorita Sydley.

—Márchate —ordenó con brusquedad—. Y trae a tu madre o a tu padre a la escuela mañana. Entonces arreglaremos todo este asunto.

Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro del niño se contrajera; esperó la aparición de las lágrimas.

En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más, se amplió hasta mostrar sus dientes.

—Será como cuando traemos algo a clase para explicar qué es, ¿verdad señorita Sydley? A Robert... al otro Robert... le gustaba ese juego. Todavía está escondido en el fondo de mi cabeza. —La sonrisa se curvó en las comisuras de los labios como si de papel quemado se tratara—. A veces se pone a correr por ahí... me pica, quiere que le deje salir.

—Márchate —repitió la señorita Sydley en tono impávido.

El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano.

Robert empezó a transformarse.

De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos se aplanaron y ensancharon como yema que alguien hubiese pinchado con un cuchillo, la nariz se amplió con un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se alargó, y el cabello dejó de ser cabello para concertarse en una maraña desordenada y crispada.
Robert soltó una risita ahogada.

El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su nariz, pero la nariz había devorado la parte baja de su rostro; las fosas nasales se habían fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca abierta de par en par.

Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita Sydley distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que aquel engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo dejaran salir de allí.
La maestra echó a correr.

Huyó gritando por el pasillo y los pocos alumnos que quedaban en la escuela se volvieron para mirarla con ojos inocentes y abiertos de par en par. El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que la maestra cruzaba las amplias puertas acristaladas de la entrada, un espantapájaros loco y gesticulante dibujado contra el brillante sol de septiembre.

El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en la garganta.

La señorita Sydley no veía ni oía nada en absoluto. Bajó a trompicones los escalones de entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la calle, dejando tras de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se escuchó el atronador y profundo sonido de un claxon y, una fracción de segundos más tarde, el autobús se precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el rostro del conductor aparecía contraído en una máscara de temor. Los frenos chirriaron como dragones enojados.

La señorita Sydley cayó al suelo, y las enormes ruedas del vehículo se detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y enclaustrado en la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando mientras el gentío se agolpaba a su alrededor.

Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza. Estaban colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en torno a una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un pequeño sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su rostro.

La señorita Sydley clavó la mirada en los niños. Sus sombras la cubrían por entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos esbozaban pequeñas sonrisas enigmáticas, y la señorita Sydley supo que no tardaría en ponerse a gritar de nuevo.


En consecuencia, la señorita Sydley regresó a finales de septiembre, dispuesta una vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las reglas.
En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se acercó a ella con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro.

—Somos tantos que no lo creería —dijo—, Ni usted ni nadie —añadió con una malvado guiño que la dejó petrificada—. Quiero decir, si intentara explicárselo a alguien...

Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio la miró con fijeza y estalló en carcajadas.

La señorita Sydley dedicó a Robert una sonrisa llena de serenidad.

—Pero Robert, ¿de qué estás hablando?

Sin embargo, Robert siguió sonriendo mientras regresaba para incorporarse al juego.

La señorita Sydley llevó la pistola a la escuela en el bolso. El arma había pertenecido a su hermano, quien se la había arrebatado a un soldado alemán muerto poco después de la batalla de Bulge. Jim llevaba diez años muerto. No había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos cinco, pero cuando la abrió la vio brillar con destellos apagados. Los cartuchos de munición seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como le había enseñado Jim.

Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a Robert. Robert le devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que flotaba justo debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia.

No tenía idea de que era lo que anidaba debajo de la piel de Robert, y tampoco le importaba; sólo esperaba que el auténtico Robert hubiera desaparecido por completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el verdadero Robert debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de aquella cosa sucia y serpenteante que había soltado una risita ahogada en la clase y la había obligado a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso de que estuviera vivo, liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de misericordia.

—Hoy haremos un examen —anunció la señorita Sydley.

Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos de sus sillas, sino que se limitaron a mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso de sus ojos. Pesados, sofocantes.

—Será un examen muy especial. Los iré llamando uno en uno al aula de mimeografía, y ahí pasaréis el examen. Después les daré un caramelo y podrán irse a casa. ¿No les parece estupendo?

—Robert, tú serás el primero.

Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la nariz de un modo bastante ostensible.
—Sí, señorita Sydley.

La maestra tomó su bolso y ambos recorrieron el amplio pasillo, pasando juntos al apagado sonido de los alumnos que recitaban la lección tras las puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final del pasillo, junto a los lavabos. La habían insonorizado dos años antes; la vieja máquina era muy antigua y ruidosa.

La señorita Sydley cerró la puerta con llave una vez estuvieron dentro.

—Nadie puede oírte —dijo con toda tranquilidad mientras sacaba el revólver del bolso—. Ni a ti ni a esto.

—Pero somos muchos —terció Robert con una sonrisa inocente—. Muchos más de los que hay aquí en la escuela.

Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de papel del mimeógrafo.

—¿Le gustaría volver a ver cómo me transformo?

Antes de que la señorita Sydley pudiera replicar, el rostro de Robert comenzó a relucir y convertirse en la máscara grotesca que ya conocía. La maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia atrás, sobre los estantes de papel, y a continuación se deslizó hasta el suelo, un niño muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho.

Tenía un aspecto patético.

Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a doce alumnos y los hubiera matado a todos si la señora Crossen no hubiera llegado a la sala en busca de un paquete de papel rayado.

La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una mano a los labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita Sydley le alcanzó y le colocó una mano en el hombro.

—Tenía que hacerse, Margaret —le explicó—. Es terrible pero tenía que hacerse. Son todos unos monstruos.

La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados en alegres ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando. La chiquita cuya mano sostenía la señorita Sydley empezó a llorar de un modo constante y monótono. Uaaaaahhh... Uaaaaahhh....

—Transfórmate —ordenó la señorita Sydley—. Enséñaselo a la señora Crossen. Demuéstrale que tenía que hacerse.

—¡Maldita sea, transfórmate! —gritó la señorita Sydley— ¡Maldita zorra, maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! que dios te maldiga, ¡transfórmate!

La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un abrir y cerrar de ojos, la señora Crossen se abalanzó sobre la otra mujer como un gato. De pronto, la espalda de la señorita Sydley cedió.

No hubo juicio.

Se sometió a un exhaustivo análisis, se le administraron los medicamentos más avanzados y más tarde empezó a asistir a sesiones de terapia ocupacional. Al cabo de un año, bajo estricta vigilancia, se le permitió participar en una sesión de encuentro experimental.



Su nombre era Buddy Jenkins, de profesión Psiquiatra.
Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las manos, mientras observaba una habitación equipada como guardería. En la pared más alejada, una vaca saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La señorita Sydley estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre las rodillas, rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y babeaban. Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos ente cualquier indicio de agresividad por parte de la mujer.

Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sydley reaccionaba bien. Leía en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a un chiquillo que había tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico tuvo la impresión de que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció el ceño y apartó la vista de los niños.

—Sáquenme de aquí, por favor —rogó en voz baja y monótona, sin dirigirse a nadie en particular.

La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños mientras la seguían con ojos abiertos y vacuos, pero, al mismo tiempo, profundos. Uno de ellos esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos dedos en la boca de ademán malicioso.

Aquella noche, la señorita Sydley se rebanó el cuello con un trozo de espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a observar a los niños con creciente atención.


 Al final, apenas si podía apartar la mirada de ellos. 

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