William Hope Hodgson
Como llegaba tarde, Carnacki me enseñó amistosamente
el puño. Luego abrió la puerta del comedor y nos invitó a los cuatro: Jessop,
Arkright, Taylor y yo, a que tomáramos asiento. Como de costumbre, cenamos bien
y, también como siempre, Carnacki estuvo endiabladamente silencioso. Sólo al
final, cuando ocupamos, provistos de copas y cigarros, nuestras usuales
posiciones, Carnacki —que ya se había instalado confortablemente en su enorme
sillón— comenzó a contarnos su historia sin mayores prolegómenos:
—Acabo de volver otra vez de Irlanda —dijo—. Y he
pensado, queridos amigos, que estaríais interesados en conocer lo que me ha
ocurrido. Así que pensé que vería las cosas más claras después de habéroslas
contado con todo detalle. Sin embargo, debo deciros que desde el principio...
hasta ahora, he estado completa y lamentablemente «despistado». He tenido que
vérmelas con uno de los casos más peculiares de «embrujamiento» (o de
manifestaciones diabólicas, si preferís ese nombre) con los que jamás me había
encontrado. Así que poned atención.
He pasado estas últimas semanas en el castillo de
Iastrae, que se encuentra a unas veinte millas al noroeste de Galway. Había
recibido, hace ahora un mes, una carta de cierto señor Sid K. Tassoc, quien
había comprado recientemente dicho castillo y se había mudado a él, pero sólo
para comprobar que había hecho una adquisición un tanto peculiar. Cuando
llegué, fue a buscarme a la estación, conduciendo un tílburi, con el que me
llevó al castillo, al que, de pasada, llamaba su «choza». No tardé en comprobar
que «acampaba» en ella en compañía de un hermano más joven y de otro americano
que parecía ser una especie de sirviente y amigo. Al parecer, todo el servicio
había abandonado el lugar, en masa como diríais vosotros, por lo que tenían que
arreglárselas solos, excepción hecha de eventuales ayudas. Los tres hombres
prepararon una comida bastante frugal y Tassoc me contó todo lo relacionado con
su problema, mientras nos sentábamos a la mesa. Era lo más extraordinario con
que me había topado, y resultaba diferente a todos mis casos, aunque pienso que
el del «Zumbido» también fue bastante anormal. Tassoc fue al grano sin más.
—Hemos descubierto una habitación en esta choza
—dijo—, que produce un silbido de lo más infernal, como si estuviese embrujada.
Y puede comenzar en cualquier momento, sin que sepas cuándo, y sigue y sigue
hasta que no Carnacki, haces más que temblar. No es un silbido ordinario, ni
tampoco el viento. Espere a oírlo.
—Todos llevamos revólveres —dijo su hermano, dando
una palmadita en el bolsillo de su americana.
—¿Tan mal van las cosas? —pregunté. A lo que el
hermano mayor asintió con la cabeza.
—Quizá yo sea demasiado impresionable —me contestó—,
pero espere a oírlo. A veces pienso que se trata de algo infernal y, al momento
siguiente, estoy seguro de que es alguien gastándonos una broma pesada.
—¿Por qué? ¿Qué ganarían con ello?
—Usted cree que, por lo general, la gente siempre
tiene alguna razón para gastar bromas tan excesivamente preparadas como ésta
—comentó—. Bueno, pues le diré que hay una dama en la región, la señorita
Donnehue, que dentro de dos meses será mi esposa. Ella es más hermosa de lo que
podría contarle y, hasta donde puedo ver, creo que he ido a meter la cabeza en
un nido de avispas irlandesas. Había más de una docena de jóvenes irlandeses de
cabeza caliente que la cortejaban desde hacía dos años, y ahora que he venido
yo y les he dejado con un palmo de narices, se sienten rabiosos conmigo.
¿Comienza a ver por dónde van los tiros?
—Sí —contesté—. Quizá en cierta forma, pero lo que
no comprendo es de qué modo podría afectar todo esto a la habitación.
—Se lo voy a explicar —se apresuró a decir—. Cuando
me decidí a casarme con la señorita Donnehue, comencé por buscar un sitio y
compré esta pequeña choza. Una tarde, mientras estábamos cenando, le dije que
pensaba establecerme en ella. Ella me preguntó si no tenía miedo de la
habitación que silbaba. Yo comenté que eso debía ser alguna invención gratuita,
porque no había oído nada al respecto. Estaban presentes algunos de sus amigos
y vi que no tardó en circular entre sus rostros una sonrisa. Tras hacer varias
preguntas, descubrí que durante los últimos veintitantos años varias personas
habían comprado la propiedad y poco después habían acabado por venderla.
Entonces aquellos muchachos comenzaron a meterse conmigo y a hacer apuestas
después de la cena respecto a que no sería capaz de permanecer seis meses
seguidos en la choza. Miré una o dos veces a la señorita Donnehue para
asegurarme de que «había cogido el hilo» de la conversación, pero comprobé que
ella pensaba que iba en serio. En parte, creo, porque había cierta sorna en la
manera que tenían de meterse conmigo, y también porque ella creía realmente que
había algo de verdad en aquel cuento espeluznante de la habitación que silbaba.
Sin embargo, hice todo lo posible para seguirles el juego. Acepté todas sus
apuestas y así les cerré el pico, llevando yo la voz cantante. Creo que a
algunos les va a costar bastante trabajo ganarme, porque no pienso darme por
vencido. Y bueno, creo que ya conoce toda la historia.
—No del todo —comenté—. Lo único que sé es que usted
se ha comprado un castillo con una habitación un tanto «extraña», y que ha
hecho una apuesta. También sé que sus sirvientes se han espantado y han salido
corriendo. ¿Puede contarme algo acerca del silbido?
—¡Ah! ¡Eso! —exclamó Tassoc—. Lo oí la segunda noche
de estar aquí. Como puede suponer, yo había examinado a fondo la pieza durante
el día, pues la conversación que habíamos tenido en Arlestrae, donde vive la
señorita Donnehue, me había intrigado un poco. La verdad es que me pareció tan
corriente como otras de la parte antigua, aunque quizá diese mayor sensación de
abandono. Pero quizá aquello hubiera que achacarlo a lo que me habían contado
de ella. El caso es que el silbido comenzó a eso de las diez de la segunda
noche, como ya le dije. Tom y yo estábamos en la biblioteca, cuando oímos un
silbido espantoso y sobrenatural que venía del corredor este, pues recordará
que la habitación se encuentra en el ala este. «¡Es ese maldito fantasma!», le
dije a Tom. Cogimos los candelabros de encima de la mesa y fuimos a echar un
vistazo. Mientras avanzábamos por el corredor sentí que se me hacía un nudo en
la garganta..., la cosa era terriblemente abominable. En cierta forma, sonaba
como una canción, aunque más pareciese como si un diablo, o alguna cosa maligna
se riese de nosotros y fuese a cogernos por detrás.
Así es como me sentía. Al llegar a la puerta no nos
quedamos esperando, sino que la abrimos bruscamente, y le aseguro que el sonido
de aquello me golpeó en el rostro. Tom me dijo que sintió lo mismo, una mezcla
de extrañeza y de maravilla. Echamos un buen vistazo alrededor y en seguida nos
sentimos muy nerviosos, por lo que nos fuimos rápidamente, cerrando la puerta
con llave.
Bajamos hasta esta habitación y nos servimos un buen
trago. Nos sentimos algo recuperados y comenzamos a tener la sensación de que
al fin nos la habían pegado. Así que cogimos unos bastones y salimos fuera,
pensando que a lo mejor todavía nos encontrábamos con alguno de aquellos tramposos
de irlandeses que seguían haciendo de fantasmas. Pero no encontramos a nadie.
Volvimos a la casa y, después de recorrerla por entero, fuimos a hacer otra
visita a la habitación. Pero, sencillamente, no pudimos soportarlo. Salimos
corriendo por las buenas y volvimos a echar la llave a la puerta. No puedo
decirlo con palabras, pero tuve la sensación de encontrarme ante algo
abominablemente peligroso. ¡Ya lo ve! Desde entonces llevamos encima nuestras
armas. Por supuesto, al día siguiente exploramos a fondo la habitación y toda
la casa, e incluso los sótanos, sin encontrar nada extraño. Y ahora no sé qué
pensar, excepto que alguna parte sensible dentro de mí me dice que se trata de
algún plan de esos brutos de irlandeses para volverme loco.
—¿Hicieron algo después de lo sucedido? —pregunté.
—Sí —me dijo—. Montar guardia por la noche, junto a
la puerta de la habitación, patrullar fuera de la casa y sondear los muros y el
piso de la habitación. Hicimos todo lo que se nos ocurrió, y sólo cuando vimos
que a los nuestros comenzaban a fallarles los nervios le llamamos a usted.
Cuando terminó de contarme la historia, ya habíamos
acabado de comer. Mientras nos levantábamos de la mesa, Tassoc nos impuso
silencio.
—¡Ssh! ¡Escuchen!
Nos callamos al instante, aguzando el oído. Entonces
lo oí. Era un silbido prolongado, monstruoso e inhumano, que llegaba de muy
lejos, de los corredores que estaban a mi derecha.
—¡Por Dios! —exclamó Tassoc—. ¡Y eso que aún no es
de noche! Cojan esas velas y vengan conmigo.
En unos instantes nos encontramos fuera del comedor,
subiendo las escaleras a toda prisa. Tassoc dobló hacia un largo corredor y los
demás le seguimos, apantallando con la mano nuestras velas, mientras corríamos.
El ruido parecía ocupar todo el pasillo a medida que nos acercábamos, hasta el
punto de que tuve la sensación de que el mismísimo aire latía bajo el imperio
de alguna nefanda e inmensa Fuerza..., una sensación como de corrupción
palpable, por decirlo de alguna manera, como si alguna monstruosidad nos rodease.
Tassoc corrió el pestillo de la cerradura y, empujando con el pie, abrió la
puerta, para echarse hacia atrás y sacar su revólver. Cuando la puerta quedó
abierta de par en par, el sonido nos abofeteó... Fue algo imposible de explicar
a quien no lo haya oído... Había en él una nota inconfundible y terrible, como
si hubiera alguien agazapado en la oscuridad. Imaginaos la habitación
estremeciéndose y chirriando con una enloquecida y vil alegría, ante aquellos
aflautados y perversos silbidos, mientras era consciente de nuestra presencia.
Quedarse allí y escucharlo era ir derecho al manicomio. Era como si de repente
alguien os mostrase la boca de un enorme pozo y dijese: «Eso es el Infierno.» Y
supieseis que os había dicho la verdad. ¿Lo comprendéis siquiera un poco? Di un
paso hacia el interior de la habitación y levanté la vela por encima de mi
cabeza, echando un rápido vistazo alrededor. Tassoc y su hermano se unieron a
mí, y el primero se situó detrás. Todos habíamos levantado las velas.
Yo me encontraba aturdido por el sonido estridente y
agudo del silbido. Entonces me pareció oír una voz muy clara que me decía al
oído: «¡Sal de aquí... en seguida! ¡Deprisa! ¡Deprisa!»
Como bien sabéis, queridos amigos, jamás desprecio
ese tipo de advertencias. A veces no son más que los nervios, pero, como
recordaréis, una advertencia parecida me salvó la vida en «El caso del Perro
Gris» y en el curso de mis experiencias con el «Dedo Amarillo», por no citar
más casos. Así que me volví hacia los demás.
—¡Fuera! —dije—. ¡Por el amor de Dios, fuera!
¡Deprisa!
En un instante estábamos todos en el pasillo. El
abominable silbido se convirtió en un extraordinario aullido y, de repente, con
la rapidez del trueno, se hizo un absoluto silencio. Cerré violentamente la
puerta y eché la llave. Me la guardé en el bolsillo y miré a los que estaban
conmigo. Se encontraban terriblemente pálidos, y supongo que yo no debía de
desentonar mucho a su lado. Y allí nos quedamos un momento, sin decir nada.
—Bajemos a tomar un whisky —acabó por decir Tassoc,
con una voz que intentaba pasar por normal; y abrió la marcha. Yo iba en la
retaguardia, y vi que todos, yo incluido, no hacíamos más que mirar todo el
tiempo por encima de nuestros hombros. Cuando llegamos abajo, Tassoc nos fue
pasando la botella.
Se sirvió una buena dosis y dejó violentamente su
vaso encima de la mesa. Luego se dejó caer en un mullido sillón.
—¡Qué maravilla tener una cosa como esa en la casa
de uno! ¿No les parece? —comentó. Y poco después preguntó sin ambages—: ¿Por qué
diablos nos hizo salir tan deprisa, Carnacki?
—Porque me pareció oír que alguien me decía que
saliésemos en seguida —contesté—. Suena un tanto tonto... y supersticioso, lo
sé, pero cuando uno se encuentra mezclado en este tipo de asuntos, siempre es
bueno hacer caso a todas esas ensoñaciones y arriesgarse a que se rían de uno.
Y entonces le conté «El caso del Perro Gris», que
escuchó, asintiendo de continuo con la cabeza.
—Desde luego —dije—, quizá sólo se trate de esos
supuestos rivales de los que hablara antes, que nos estaban gastando una broma,
pero personalmente, intentando mantener la mente abierta, siento que hay algo
bestial y peligroso en este asunto.
Seguimos charlando un poco más. Tassoc sugirió que
jugáramos al billar, y lo hicimos con bastante poca convicción, pues todo el
tiempo estábamos con el oído puesto en la puerta, por decirlo coloquialmente,
atentos a los ruidos; pero, como no oímos ninguno, tras tomarnos un café nos
propuso que fuéramos a acostarnos, para proceder al día siguiente a un
exhaustivo examen de la estancia. Mi habitación se encontraba en la parte más
reciente del castillo y su puerta daba a la galería de los cuadros. Hacia el
extremo este de la galería se hallaba la entrada al corredor del ala este, que
estaba separado de la galería por dos antiguas y pesadas puertas de madera de
roble, en extraño contraste con las demás puertas de las habitaciones, más
modernas. Cuando llegué a mi habitación, no me fui a la cama, sino que comencé
a deshacer el baúl que contenía todos mis instrumentos y cuya llave siempre
guardo conmigo. Intentaba realizar una o dos pruebas preliminares en mi
investigación del extraordinario silbido. No mucho después, cuando todo era
silencio en el castillo, me deslicé fuera de mi habitación y franqueé la
entrada del gran corredor. Abrí una de las puertas gruesas y bastante bajas y
barrí con el haz luminoso de mi linterna de bolsillo el pasillo. Estaba vacío.
Empujé la puerta de roble y avancé por el largo corredor, iluminando
sucesivamente delante y detrás y con el revólver amartillado.
Me había puesto un «collar protector» de ajos
alrededor del cuello, y su olor parecía llenar el corredor y darme confianza;
como sabéis, es una maravillosa «protección» contra las formas Aeiirii más
usuales de semimaterialización, las cuales eran, a mi entender, las causantes
del silbido; no obstante, en aquel estadio de mi investigación aún me hallaba
dispuesto a aceptar que procedían de una causa perfectamente natural, pues es
sorprendente constatar el enorme número de casos que demuestran no deberse a
nada sobrenatural. Además del collar, me había puesto en los oídos dientes de
ajo, que no me incomodaban mucho; y, como no tenía pensado permanecer en la
habitación más que unos minutos, no esperaba correr ningún peligro. Cuando
llegué a la puerta y metí la mano en el bolsillo para buscar la llave, tuve una
súbita sensación de intenso terror. Pero no estaba dispuesto a retroceder si
conseguía dominarme. Corrí el pestillo y giré el pomo de la puerta; la abrí de
una violenta patada, como había hecho Tassoc, y saqué el revólver, aunque
realmente no esperase hacer uso de él.
Barrí con el haz de la linterna toda la habitación y
di un paso hacia dentro, con la incomodísima y horrible sensación de ir derecho
al encuentro del peligro. Permanecí expectante unos segundos, sin que se
produjera nada, mientras la habitación se veía completamente vacía. Y entonces,
fijaos, me di cuenta de que estaba sumida en un abominable silencio, tan
espantoso como cualquiera de los ruidos obscenos que esas Cosas son capaces de
hacer. ¿Recordáis lo que os conté del asunto del «Jardín silencioso»? Bueno,
pues en aquella habitación había precisamente aquel mismo tipo de silencio
malévolo..., la bestial tranquilidad de una cosa que te está mirando, sin hacerse
visible, y que piensa que ya te tiene. ¡Oh, lo reconocí al instante! Así que
ajusté el haz de mi linterna para que iluminase toda la habitación. Me puse a
trabajar enérgicamente, aunque sin dejar de mirar a mi alrededor. Precinté las
dos ventanas con cabellos humanos, de uno a otro lado, sellándolas en los
marcos. Mientras hacía aquel trabajo, una extraña y casi imperceptible tensión
se insinuó en el ambiente, y el silencio pareció solidificarse: no sé si me
explico. Entonces supe que no tenía nada que hacer allí sin contar con una
«protección total», pues estaba prácticamente seguro de que no se trataba de
una simple manifestación Aeiirii, sino de una de las peores formas de las
Saiitii, como en «El caso del hombre que gruñía», si recordáis. Terminé con la
ventana y, sin pérdida de tiempo, me dirigí hacia la gran chimenea. Era inmensa
y tenía varios hierros en forma de horca, creo que se dice así, que salían de
detrás de la bóveda. Precinté la abertura con cabellos humanos... de forma que
el séptimo cabello se cruzara con los otros seis.
Justo cuando estaba a punto de acabar, un tenue
silbido, inconfundiblemente burlón, sonó en la habitación. Un escalofrío helado
me subió por la espalda y, después de recorrer la frente, se alojó en mi nuca.
El repugnante sonido llenaba toda la habitación con una extraordinaria y
grotesca parodia de silbido humano, aunque resultaba demasiado gigantesco para
proceder realmente de un hombre..., como si algo gargantuesco y monstruoso
intentase silbar como un ser humano. Mientras permanecí allí, acabando de
colocar el último sello, casi no tuve duda de que había ido a dar con uno de
aquellos casos, tan escasos como horribles, en que lo Inanimado reproduce las
funciones de lo Animado. Agarré mi linterna y me dirigí rápidamente hacia la
puerta, mirando hacia atrás y esperando que la cosa hiciese lo que yo esperaba.
Y así sucedió, pues, justamente cuando empuñaba el pomo..., un chillido de
increíble y malévola cólera dominó el tono bajo del silbido. Salí a toda prisa,
dando un portazo, y eché la llave.
Durante unos instantes me apoyé en la pared de
enfrente de la puerta, sintiéndome como vacío, pues aquel chillido había sido
algo terriblemente monstruoso... «No dispondrás de salvaguarda alguna ni de
lugar santo, cuando la abominación haga hablar a la madera y a la piedra.» Así
dice el Manuscrito Sigsand, y yo demostré que era cierto en «El caso de la
puerta que asentía». No existe, pues, ninguna protección contra esa particular
especie de monstruo, excepto quizá durante una breve fracción de tiempo, ya que
puede materializarse o tomar para sus propósitos la misma forma material de la
protección que estéis utilizando, puesto que tiene poder para «adoptar
cualquier forma dentro del pentáculo», aunque no de manera inmediata. Por
supuesto que siempre existe la posibilidad de recitar el Último Versículo
Desconocido del Ritual Saaamaaa, aunque sea demasiado incierta, ya que el
peligro al que uno se expone resulta extremadamente terrible y porque además
sólo protege durante «quizá cinco latidos del corazón», como recuerda el
Manuscrito Sigsand. Dentro de la habitación sonaba en aquellos momentos un
silbido continuo, como meditabundo, que no tardó en cesar, con lo que el
silencio dio la impresión de ser peor, pues siempre hay en él una sensación de
oculta malignidad. Poco después precinté la puerta, cruzándola con varios
cabellos, y regresé por el gran pasillo, yéndome a la cama. Durante bastante
tiempo permanecí despierto, hasta que al fin conseguí dormirme. A eso de las
dos de la mañana, me despertó el silbido de la habitación, que llegaba hasta mí
incluso a través de tantas puertas cerradas. El sonido era tremendo y parecía
sacudir toda la casa como si fuese a pasar algo terrible, como si al otro
extremo del pasillo (recuerdo que lo pensé entonces) un gigante monstruoso
estuviese organizando para su uso exclusivo un carnaval demente. Me levanté,
sentándome al borde de la cama y preguntándome si no debía volver y echar un
vistazo a los precintos, cuando llamaron a mi puerta y entró Tassoc, con una
bata encima del pijama.
—Como pensaba que también se habría despertado, he
venido a charlar un rato —dijo—. No puedo dormir. ¿Verdad que es algo
encantador?
—Resulta maravilloso —comente, lanzándole mi
pitillera.
Encendió un cigarrillo y estuvimos sentados,
charlando, cerca de una hora; durante todo aquel tiempo, el ruido no dejó de
llegarnos del otro extremo del gran corredor.
De repente, Tassoc se levantó.
—Cojamos nuestros revólveres y vayamos a ver más de
cerca a la Bestia — dijo, haciendo ademán de salir.
—¡No! —le repliqué—. ¡Por Júpiter!... ¡NO! Aunque
aún no puedo afirmar nada, creo que la habitación encierra el mayor de los
peligros.
—¿Está embrujada?... ¿Realmente embrujada?
—preguntó, de manera directa, sin asomo de ese humor que tan frecuente era en
él.
Le dije que, desde luego, no podía dar un sí o un no
definitivos a su pregunta, pero que esperaba poder contestarla
satisfactoriamente muy pronto. Después le di un breve curso acerca de la Falsa
Rematerialización de la Fuerza Animada en lo Inerte Inanimado, de suerte que
comenzó a comprender hasta qué punto podía ser peligrosa aquella habitación, si
realmente daba lugar a tales manifestaciones. Cerca de una hora después, el
silbido cesó bruscamente y Tassoc volvió de nuevo a su cama. Yo también me fui
a la mía y logré conciliar un breve sueño. A la mañana siguiente me acerqué a
la habitación. El precinto de la puerta estaba intacto. Entonces entré. Los
sellos y cabellos de la ventana estaban intactos, pero el séptimo cabello que
cruzaba de un lado a otro la gran chimenea se había roto. Aquello me dio qué
pensar. Quizá todo se debiera al hecho de haberlo dejado excesivamente
tirante..., pero también se podía haber roto por otra causa. De cualquier modo,
era muy poco probable que un hombre, por poner un ejemplo, hubiera podido pasar
a través de los seis cabellos que no estaban rotos, pues nadie habría sido
capaz de distinguirlos entrando en la habitación por aquel sitio, por lo que
los habría roto sin saber de su existencia. Quité los demás cabellos y los
sellos. Entonces, metiendo la cabeza en la chimenea, miré hacia arriba. A pesar
de ser bastante larga, pude distinguir en su extremo el azul del cielo. Era un
conducto amplio y libre de recovecos que hubieran podido esconder a alguien.
Pero no podía fiarme de un examen tan superficial, y así, después del almuerzo,
me puse un mono y lo escalé hasta arriba del todo, sondeándolo mientras
avanzaba, pero no encontré nada.
Entonces bajé y me fui a la habitación, buscando
exhaustivamente en piso, techo y paredes, tras parcelar las respectivas
superficies en cuadrados de seis pulgadas de lodo y tantearlas con martillo y
sonda. Pero no encontré nada anormal. Después de aquello, invertí tres semanas
en investigar por todo el castillo de manera parecida, con los mismos
resultados. Incluso una noche, nada más comenzar el silbido, fui más lejos e
hice una prueba con un micrófono. Si el silbido era producido mecánicamente, el
micrófono me habría dado la evidencia de que había algún tipo de máquina
obrando en el interior de las paredes. Era un método de investigación muy
moderno, como veis. Por supuesto que yo no pensaba que ninguno de los rivales
de Tassoc hubiese instalado ningún sistema mecánico parecido, pero me parecía
posible que alguien hubiese podido utilizar años atrás uno similar, capaz de
producir el silbido, quizá con intención de dar a la habitación una reputación
que pudiese preservarla de la intrusión de gente curiosa. ¿Comprendéis a qué me
refiero? Era muy posible, si tal era el caso, que alguien conociese el secreto
de aquel sistema y lo estuviese utilizando para gastarle a Tassoc una broma
diabólica.
Como iba diciendo, la prueba del micrófono para
sondear las paredes me permitiría conocer si tenía o no razón. Pero no obtuve
resultado alguno. Prácticamente, ya no me quedaba ninguna duda de que se
trataba de un genuino caso de lo que popularmente se designa como
«embrujamiento». Durante todo aquel tiempo, cada noche, y en muchas ocasiones
durante su mayor parte, el chirriante silbido de la habitación se hacía
insoportable. Era como si encerrase dentro una Inteligencia que estuviese al
tanto de los pasos que se estaban dando contra ella, y silbase y chirriase en
una especie de desprecio demente y burlón. Os aseguro que resultaba tan
extraordinario como terrible. De vez en cuando, en calcetines y andando de
puntillas, me acercaba a la habitación precintada (pues siempre la dejaba así),
hasta varias veces en una misma noche, y con frecuencia el silbido del interior
parecía convertirse en una nota brutalmente burlona, como si el monstruo medio
materializado me viese claramente a través de la puerta cerrada. Y siempre que
me quedaba allí esperando, el estruendo del silbido parecía llenar
completamente el corredor, hasta el punto de que me sentía como un intruso en
medio de la celebración de uno de los misterios del Infierno.
Cada mañana entraba en la habitación y examinaba los
diferentes cabellos y sellos. Después de la primera semana había tendido
cabellos a todo lo largo de las paredes y del techo, mientras que sobre el
piso, que era de piedra pulimentada, había dispuesto pequeñas etiquetas
incoloras, con la parte adhesiva por encima. Estaban numeradas y ordenadas
según un plan preconcebido, lo que me permitiría trazar los movimientos exactos
de cualquier cosa animada que pasase por encima de ellas. Comprenderéis que no
había ser material ni criatura viviente que pudiese entrar en la habitación sin
dejar numerosas pistas de su paso. Pero jamás se alteró nada, así que comencé a
pensar que debía arriesgarme a pasar una noche en la habitación dentro del
pentáculo eléctrico. Fijaos que sabía muy bien que hacerlo era una locura, pero
es que ya me estaba cansando y por eso me sentía decidido a intentar cualquier
cosa. Así pues, poco antes de la medianoche rompí el precinto de la puerta y
eché una mirada rápida en su interior; os aseguro que toda la habitación lanzó
un aullido demencial y quiso abalanzarse sobre mí, en medio de una oscuridad
que parecía envolverme, como si las paredes se hubiesen curvado para atraparme.
Desde luego que debió de tratarse de mi imaginación. En cualquier caso, con el
aullido había tenido más que suficiente. Salí de la habitación, dando un
portazo, y la cerré con llave, sintiendo que la debilidad me iba bajando por el
espinazo. Me pregunto si conocéis esa sensación. Y entonces, cuando había
llegado a ese momento en que uno siempre está dispuesto a emprender lo que sea,
pensé que acababa de hacer un descubrimiento.
Era cerca de la una de la mañana y paseaba sin prisa
alrededor del castillo, pisando la hierba. Había llegado hasta la fachada este
y podía oír por encima de mi cabeza el vil y obsceno silbido de la Habitación,
que desde abajo se veía sumida en la tiniebla. Entonces, súbitamente, a pocos
pasos delante de mí, oí la voz de un hombre, hablando en voz baja, pero, según
toda evidencia, contento:
—¡Por San Jorge! No sé vosotros, amigos, pero desde
luego yo no traería a mi mujer a vivir a una casa como ésta —dijo con el acento
de un irlandés cultivado.
Alguien le contestó, pero se interrumpió, porque
entonces oí una exclamación y gente corriendo, y todo acabó en ruido de pisadas
que se dirigían hacia todas las direcciones. Era evidente que me habían visto.
Durante unos pocos segundos me quedé sin reaccionar, sintiéndome poco menos que
un asno. ¡Así que, después de todo, aquellos tipos eran los responsables del
embrujamiento! ¿Comprendéis que me pareciera que había hecho el idiota? Debían
de ser los rivales de Tassoc, y yo... ¡había sentido en lo más profundo de mis
huesos que tenía entre las manos un caso genuino! Pero entonces acudieron a mi
memoria infinidad de detalles que de nuevo me hicieron dudar. De cualquier
forma, ya se tratase de algo natural o sobrenatural, todavía quedaba mucho por
aclarar. A la mañana siguiente le conté a Tassoc lo que había descubierto, y
durante cinco noches seguidas mantuvimos en estrecha vigilancia el ala este,
pero seguimos sin ver el menor rastro de nadie merodeando por ella; sin
embargo, durante todo aquel tiempo, prácticamente desde el atardecer al
amanecer, el grotesco silbido sonó espantosamente en las tinieblas que se
cernían sobre nosotros.
En la mañana del sexto día recibí un telegrama de
Inglaterra que me obligaba a regresar en el primer barco. Le expliqué a Tassoc
que estaría fuera pocos días, haciendo hincapié en que siguiera montando
guardia alrededor del castillo. Sólo me preocupaba una cosa, y era que debía
prometerme formalmente que no entraría en la habitación entre la puesta y la
salida del sol. Le dejé bien claro que no teníamos nada definitivo, en un
sentido o en otro, y que si la habitación era lo que me había parecido en un
principio, tendría muchas probabilidades de hallar la muerte si entraba en ella
cuando hubiera anochecido. Una vez en Inglaterra y zanjados mis asuntos, pensé
que os sentiríais interesados por este caso. En fin de cuentas, lo que estaba
buscando era aclarar un poco mis ideas, y por eso os llamé. Mañana regreso de
nuevo. Cuando esté de vuelta, seguro que tengo algo realmente extraordinario
que contaros. A propósito, me olvidé de contaros una cosa curiosa. Intenté
obtener un registro fonográfico del silbido, pero no conseguí que impresionara
la cera. Eso fue una de las cosas que peor me hicieron sentir. Otra cosa
extraordinaria es que el micrófono no amplifica el sonido, ni siquiera lo
capta: parece como si no lo tuviese en cuenta, como si no existiese. Por el
momento me hallo absoluta y categóricamente perplejo. Y me pregunto con cierta
curiosidad si alguno de vosotros tendría la suficiente cabeza para poder
arrojar alguna luz en este asunto. Yo no puedo... por ahora. Y se levantó.
—Buenas noches a todos —dijo, y nos puso en la
puerta, como si fuese su propio mayordomo, aunque sin resultar ofensivo para
nosotros.
Dos semanas más tarde nos enviaba una tarjeta a cada
uno y, como es fácil imaginar, en aquella ocasión no llegué tarde. Cuando nos
encontramos todos juntos, Carnacki nos hizo pasar al comedor, y nada más acabar
de cenar, mientras nos sentíamos la mar de felices, prosiguió su relato donde
lo había dejado. Ahora escuchadme muy atentamente, pues tengo que contaros algo
muy singular. Llegué, avanzada la noche, y tuve que caminar hasta el castillo,
ya que no les había avisado de mi regreso. Había un magnífico claro de luna, de
manera que el paseo fue más placentero que otra cosa. Cuando me acerqué, el
lugar estaba rodeado de tinieblas, y pensé, rodear el castillo para ver si
Tassoc o su hermano estaban montando guardia. Pero no pude encontrar a ninguno
de ellos, por lo que supuse que habrían acabado por cansarse y se habían ido a
dormir.
Volvía sobre mis pasos, cruzando el césped que se
extiende al pie del ala este, cuando oí el terrible silbido de la Habitación,
curiosamente nítido en medio de la tranquilidad de la noche. Recuerdo que tenía
una nota peculiar, baja y constante, extrañamente meditabunda. Miré hacia su
ventana, brillante a la luz de la luna, y tuve la súbita ocurrencia de ir a
coger una escalera de los establos para intentar echar un vistazo desde fuera.
Con esta idea, contorneé rápidamente el castillo, dirigiéndome hacia los
establos, y no tardé en volver con una escalera larga y bastante ligera, aunque
no lo bastante para que uno solo pudiese llevarla fácilmente. ¡Vaya si pesaba!
Al principio pensé que no podría levantarla. Al fin lo conseguí y apoyé su
extremo superior con mucha suavidad contra el muro, un poco por debajo del
antepecho de la ventana. Subí por ella silenciosamente. No tardé en asomar la
cabeza por encima del antepecho y mirar por el cristal, a solas con el claro de
luna. Como era de esperar, el extraño silbido sonó más fuerte, aunque seguí
sintiendo la curiosa impresión de antes, como si alguien tocase para sí...
¿Comprendéis lo que quiero decir? A pesar del tono meditabundo de la nota, su
cualidad horrible y gargantuesca era evidente... como una poderosa parodia de
humanidad, como si me hallase escuchando una abominación que silbase con labios
de monstruo, pero con alma de hombre.
Y entonces vi algo. El suelo de aquella enorme y vacía
estancia se levantaba en su centro, para formar un extraño montículo, de
apariencia blanda, que exhibía en su cima una cambiante oquedad, responsable
del enorme y espantoso silbido. En algunos momentos, mientras miraba, vi que la
oquedad palpitaba con un inconcebible movimiento de succión, como si fuese el
resultado de una respiración enorme, y entonces la cosa se dilataba y volvía a
tocar la increíble melodía. Y, mientras la miraba, se me ocurrió que la cosa
estaba viva y que me encontraba mirando dos enormes y negruzcos labios,
hinchados y horribles, a la luz de la luna. De repente crecieron en una
tremenda explosión de fuerza y sonido, endureciéndose e hinchándose,
monstruosamente descomunales y nítidos bajo los rayos lunares. Una espesa baba
recubrió el enorme labio superior. En el mismo momento el silbido explotó en
una nota demencial y estridente que me dejó sordo, a pesar de estar fuera, en
la ventana. Instantes después, miraba con ojos abiertos e inexpresivos el suelo
de la habitación, sólido como siempre, de lisa piedra pulimentada, que la
cubría de un extremo a otro. Y en ella reinaba un silencio absoluto.
Supongo que me podéis imaginar mirando atónito al
interior de la Habitación que ha quedado en silencio, después de haber
contemplado aquel portento. Me sentía como un niño asustado y tuve unas ganas
terribles de deslizarme sin hacer ruido por la escalera y echar a correr. Pero
en aquel mismo instante oí la voz de Tassoc dentro de la Habitación, pidiendo
auxilio, auxilio. ¡Dios mío! Estaba tan aturdido y desconcertado que tuve la
vaga e imprecisa noción de que, después de todo, los irlandeses le habían
cogido y le estaban haciendo pasar un mal rato. Como la llamada volvió a
repetirse, rompí el vidrio de la ventana y penetré de un salto en la habitación
para ayudarle. Tuve la confusa idea de que la llamada había venido de la sombra
proyectada por la gran chimenea, y me dirigí hacia ella, pero sin encontrar a
nadie.
—¡Tassoc! —exclamé.
Mi voz suscitó ecos en las paredes de la enorme
habitación. Entonces, con la rapidez del relámpago, supe que no era Tassoc el
que llamaba. Giré en redondo, enfermo de miedo, hacia la ventana, mientras
resonaba un tremendo silbido, espantoso y exultante, que parecía llenar la
habitación. A mi izquierda, el extremo de la pared se había abombado en
dirección a mí, formando un par de labios gargantuescos, negros y absolutamente
monstruosos, a menos de una yarda de mi rostro. Durante un instante, dominado
por la locura, busqué mi revólver; pero no para utilizarlo contra la cosa, sino
contra mí mismo, pues aquel peligro era mil veces peor que la muerte. Y,
entonces, alguien murmuró en la habitación el Ultimo Versículo Desconocido del
Ritual Saaamaaa de manera perfectamente audible. Al instante sucedió lo que ya
había experimentado antes: era como si comenzase a caer por los alrededores un
fino polvo, de manera continua y monótona, y supe que mi vida pendía, detenida
durante un breve instante, presa de vértigo, mientras se veía rodeada de seres
invisibles. Aquella sensación terminó y entonces supe que, una vez más, estaba
entre los vivos. Mi alma y mi cuerpo se juntaron de nuevo y la vida y las
energías volvieron a mí. Me lancé como un poseso hacia la ventana, casi
tirándome de cabeza, pues había dejado de tener miedo a la muerte. Me di contra
la escalera y caí por ella, mientras intentaba no perder su contacto, hasta que
llegué al suelo, ileso. Entonces me senté en el suave y húmedo césped, bajo la
luz de la luna. De arriba, saliendo de la rota ventana de la habitación, llegaba
el monótono silbido.
Eso es lo esencial de la historia. No me había hecho
daño. Me fui rápidamente a la fachada principal y desperté a Tassoc. Cuando me
abrieron, tuvimos una larga charla, ayudada con un excelente whisky —pues yo
estaba hecho polvo—, en el transcurso de la cual intenté explicarles lo
sucedido como mejor pude. Le dije a Tassoc que había que demoler la Habitación
y quemar todos y cada uno de sus escombros en un horno montado en el interior
de un pentáculo. Asintió con la cabeza. Y como no había más que contar, me fui
a la cama. Pusimos a trabajar a un pequeño ejército, y en diez días aquel
maldito asunto se convirtió en humo, y lo que quedó fue calcinado y debidamente
limpiado. No comencé a comprender cómo las cosas habían podido llegar a extremos
tan tremendos hasta el momento en que los obreros empezaron a arrancar el
revestimiento de las paredes. Encima de la gran chimenea, al quitar el
revestimiento de madera de roble, encontré, encastrada en la pared, una placa
de piedra con una inscripción en gaélico que explicaba que en aquella
habitación había sido quemado vivo Dian Tiansay, el bufón del rey Alzof, quien
compuso la Canción de la Locura a la intención del rey Ernore del Séptimo
Castillo.
En cuanto pasé a limpio la traducción, se la entregué
a Tassoc. Se excitó muchísimo, pues conocía la vieja leyenda, y me llevó a la
biblioteca para consultar un viejo pergamino que contaba detalladamente aquella
historia. Por otra parte, vi que aquel incidente se encontraba muy difundido
por la región, a pesar de que siempre hubiera sido considerado más como una
leyenda que como un hecho auténtico. Al parecer, nadie se había imaginado nunca
que la vieja ala este del castillo de Iastrae fuese lo único que quedaba del
Séptimo Castillo. Gracias al antiguo pergamino supe que, mucho tiempo atrás, en
aquel lugar había ocurrido un suceso más bien siniestro. Al parecer, el rey
Alzof y el rey Ernore eran enemigos hereditarios, como podría decirse; todo se
había reducido a algunas incursiones por ambas partes, hasta que Dian Tiansay
compuso la Canción de la Locura, dedicada al rey Ernore, que cantó en presencia
del rey Alzof, quien la apreció tanto que dio al bufón por esposa a una de sus
mujeres. No tardó en conocerse aquella canción en toda la región, hasta que llegó
a oídos del rey Ernore, quien se sintió tan airado que declaró la guerra a su
viejo enemigo, capturandole y quemándole vivo en su castillo; pero se llevó
consigo a Dian Tiansay, el bufón, y, habiéndole arrancado la lengua por la
canción que había compuesto, le encerró en una habitación del ala este de su
castillo (que, a todas luces, reservaba para fines poco placenteros),
quedándose con su mujer, ya que había sido sensible a sus encantos.
Pero una noche, la mujer de Dian Tiansay desapareció
y, al día siguiente, la encontraron muerta entre los brazos de su marido, quien
silbaba la Canción de la Locura, ya que no podía cantarla. Entonces asaron a
Dian Tiansay en la gran chimenea... posiblemente sujetándole con los hierros
que creo haber mencionado. Y hasta que murió, no «dejó de silbar» la Canción de
la Locura, ya que no la podía cantar. A partir de entonces, «en aquella
habitación» se oyó con mucha frecuencia el sonido de alguien que silbaba, y «se
sintió una gran Presencia en ella», de suerte que nadie se atrevió a dormir
entre sus cuatro paredes. Bien pronto, al parecer, el rey se marchó a otro
castillo pues el silbido le molestaba. Y bien, ya conocéis toda la historia.
Por supuesto que sólo se trata de un rápido resumen de la traducción del
manuscrito. ¡Resulta bastante extraña! ¿Pensáis lo mismo que yo?
—Sí —contesté, hablando por los demás—. ¿Pero cómo
pudo crecer aquella cosa, al punto de conseguir una materialización tan
tremenda?
—Se trataba de uno de esos casos en que la
constancia del pensamiento produce una acción positiva sobre la materia del
entorno material inmediato —explicó Carnacki—. La evolución debió de seguir
adelante a lo largo de los siglos para llegar a producir semejante
monstruosidad. Era un genuino ejemplo de una manifestación Saiitii, que sólo
puedo explicar comparándola con un hongo inmaterial que, para crecer,
modificase la misma estructura de las fibras del éter y que, al hacerlo,
adquiriese un control esencial sobre la «sustancia material» involucrada. Es
imposible explicarlo más claramente en pocas palabras.
—¿Qué fue lo que rompió el séptimo cabello?
—preguntó Taylor.
Carnacki no supo qué responder. Pensaba que tal vez
nada ni nadie, sino que fue debido a un exceso de tensión. También explicó que
los hombres que huyeron nada más verle no tenían nada que ver con lo sucedido,
sino que habían ido en secreto al castillo para oír el silbido, ya que se había
convertido en el motivo predilecto de comentario de toda la región.
—Otra cosa más —dijo Arkright—. ¿Tienes idea del
principio que gobierna el uso del Último Versículo Desconocido del Ritual
Saaamaaa? Sé, por supuesto, que fue utilizado por los Sacerdotes No Humanos en
el «Encantamiento de los Raaee». Pero, aparte de eso, ¿quién lo utilizó en tu
favor y quién lo pronunció?
—Quizá fuera conveniente que leyeras la monografía
de Harzam y el comentario que escribí sobre ella, sobre la Coordinación e
interferencia entre el Astral y el Astarral —dijo Carnacki—. Es una materia
apasionante, y sólo puedo deciros en este momento que las vibraciones humanas
no pueden ser aisladas del «astarral» (como siempre se supuso que era el caso,
cuando existían interferencias con lo invisible), sin que intervengan al punto
las Fuerzas que gobiernan la revolución de la Esfera Exterior. En otras palabras,
se ha conseguido demostrar una y otra vez que existe una Fuerza Protectora, que
resulta inescrutable, y que se interpone continuamente entre el alma humana
(fijaos que no digo cuerpo) y las Monstruosidades del Exterior. ¿He sido
suficientemente claro?
—Creo que sí —respondí—. Y supongo que pensaste que
la Habitación se había convertido en la expresión material del antiguo
bufón..., que su alma, corroída por el odio, acabó creando un monstruo. ¿Estoy
en lo cierto? —le pregunté, para terminar.
—En efecto —dijo Carnacki, asintiendo—. Creo que lo
has explicado muy bien. Es una curiosa coincidencia que la señorita Donnehue
parezca descender, según he oído, del mismísimo rey Ernore. No me digáis que la
cosa no tiene miga, ¿eh? El próximo matrimonio y la habitación despertando de
nuevo a la vida... Si ella hubiese entrado en la habitación... ¿eh? ESO llevaba
esperando mucho tiempo. Los pecados de los padres... Sí, claro que lo he
pensado. Van a casarse la próxima semana y me toca hacer de padrino, que es algo
que odio. Y ahora que lo pienso... ¡Tassoc ha ganado la apuesta! Pero imaginaos
lo que hubiese pasado si ella hubiese entrado en la habitación. ¡Uff! ¡Qué
horrible!
Asintió con la cabeza, siniestramente, y los cuatro
asentimos a coro con él. Entonces se levantó y nos llevó a todos hasta la
puerta, despidiéndonos con su fórmula familiar, mientras divisábamos el
Embankment y sentíamos en el rostro el fresco aire de la noche.
—Buenas noches —dijimos, a guisa de despedida,
yéndonos a nuestros respectivos hogares.
Y, mientras tanto, yo no hacía más que pensar: «¿Y
si ella hubiese entrado? ¿Eh? ¿Y si hubiese entrado?