miércoles, 16 de abril de 2014

Alas en la noche


Robert E. Howard

1. El horror en la estaca.
Solomon Kane se apoyó en su bastón extrañamente tallado y observó con ceñudo asombro el misterio que se extendía silencioso ante él. En los meses trascurridos desde que pusiera rumbo este, desde la Costa de los Esclavos, para perderse en los laberintos de junglas y ríos, Kane había visto muchas aldeas abandonadas, pero nunca una como aquella.

No había sido el hambre lo que había ahuyentado a sus habitantes, puesto que, más allá, el arroz silvestre aún crecía fértil y descuidadamente en los incultos campos. No había esclavistas árabes en aquella tierra perdida y, mientras contemplaba taciturno los huesos diseminados y los cráneos sonrientes, Kane decidió que la aldea había sido asolada por una guerra tribal.

Aquellos huesos estaban aplastados y destrozados, y Kane vio chacales y una hiena escabulléndose entre las ruinosas cabañas. Pero, ¿por qué habrían dejado los asaltantes abandonado el botín? Había lanzas de guerra, con las astas desmoronándose bajo el ataque de las hormigas blancas. Había escudos deshaciéndose por efecto del sol y las lluvias. Había ollas de cocina y, en el cuello de un destrozado esqueleto, centelleaba un collar de piedras de color llamativo mezclado con conchas...sin duda, un botín excepcional para cualquier conquistador salvaje.

Observó la chozas, preguntándose por qué estarían tantos techos de paja hendidos y rotos, como si unos seres provistos de garras hubieran penetrado en ellos a la fuerza.

Entonces, algo le hizo entornar sus fríos ojos con sobresaltada incredulidad. Justo al lado del desmoronado montículo que una vez fuera el muro de la aldea, se alzaba un gigantesco baobab, desprovisto de ramas en sus primeros sesenta pies y con un tronco demasiado grueso para aferrarse y subir por él. Aún así, en las ramas superiores se balanceaba un esqueleto, aparentemente empalado en una rama rota.

La fría mano del misterio tocó el hombro de Solomon Kane ¿Cómo habrían llegado aquellos lastimosos restos hasta ese árbol? ¿Habrían sido arrojados allí por la mano inhumana de algún monstruoso ogro?

Kane encogió sus anchos hombros e, inconscientemente, tocó con la mano las negras culatas de sus pistolones, la empuñadura de su estoque y el puñal que llevaba en su cinturón. Ante lo Desconocido y lo Ominoso, Kane no sentía el miedo de un hombre normal. Años de vagabundeo por extrañas tierras y de peleas con extrañas criaturas le habían dejado, en cuerpo, mente y alma, desprovisto de todo cuanto no fuera firmeza y temperamento acerado. Era un hombre alto y delgado, casi demacrado, constituido con la salvaje economía del lobo. De hombros amplios y largos brazos, era tanto un matador instintivo como un espadachín nato.

Las zarzas y espinas de la jungla le habían maltratado; llevaba la ropa hecha jirones, su indeformable sombrero desprovisto de adornos estaba rasgado y sus botas de cuero cordobés arañadas y gastadas. El sol había tostado su pecho y sus miembros hasta darles un profundo bronceado, pero su rostro ascéticamente delgado era impenetrable para sus rayos. Su tez, pese a éstos, tenía una extraña y lúgubre palidez que le daba una apariencia casi cadavérica, sólo desmentida por sus ojos fríos y centelleantes.

Y ahora Kane, barriendo una vez más la aldea con su penetrante mirada, tiró de su cinturón hasta colocárselo en una posición más cómoda, se cambió a la mano izquierda el bastón con cabeza de gato que le diera N'Longa y retomó su camino.

Hacia el oeste había una franja de ralo bosque que descendía hasta un amplio cinturón de sábanas, un ondulante mar de hierba en el que un hombre podría hundirse hasta la cintura o aún más. Más allá se alzaba otra estrecha franja de bosque que se resolvía rápidamente en una densa jungla. De ella había huido Kane como un lobo acosado, con unos hombres de dientes afilados pisándole los talones. Incluso en aquellos momentos,una brisa errabunda le hacía llegar, muy amortiguado, el latido de un tambor salvaje que susurraba su grosero relato de odio, sed de sangre y lujuria, a través de millas de jungla y pastizales.

El recuerdo de su fuga y la difícil evasión estaban frescos en la mente de Kane, pues fue tan sólo el día anterior cuando descubrió, demasiado tarde, que se encontraba en territorio de caníbales y había pasado toda aquella tarde, inmerso en el apestoso hedor de la frondosa jungla, arrastrándose, corriendo, escondiéndose, doblándose y retorciéndose con los feroces cazadores siempre pisándole los talones; hasta que, a la caída de la noche, ganara los pastizales, cruzándolos al amparo de la oscuridad.

Ahora, a última hora de la mañana, no veía ni oía a sus perseguidores, aunque no había razones para creer que hubieran abandonado la caza. Estaban casi encima cuando había alcanzado las sabanas.

Entonces, Kane inspeccionó la tierra que se extendía frente a él. Hacia el este, describiendo una curva de norte a sur, se extendía una desordenada hilera de colinas, en su mayor parte secas y yermas, que se alzaban en las tierras meridionales hacia un horizonte negro y dentado que le recordó a Kane las negras colinas de Negari. Entre él y estas colinas se extendía una amplia porción de campo suavemente ondulado y densamente poblado, sin llegar nunca a la profusión de la jungla. Kane tuvo la impresión de una alta y elevada meseta unida por el este a las curvas colinas y por el Oeste a las sabanas.

Kane se puso en camino hacia las colinas con su largo, oscilante e incansable paso.

Seguramente, en algún lugar a sus espaldas, los salvajes demonios estarían arrastrándose tras él y no sentía ningún deseo de que lo acorralasen. Un disparo podría hacerles huir, presos de un repentino temor, pero, por otra parte, su nivel en la escala de la humanidad era tan bajo que pudiera ser que aquello no transmitiera ningún terror sobrenatural a sus obtusos cerebros. Y ni siquiera Solomon Kane, a quien sir Francis Drake se había referido como el rey de espadas de Devon, tendría posibilidades de ganar trabando batalla con toda una tribu.

La silenciosa aldea, con su carga de muerte y misterio, se desvaneció tras él. Un profundo silencio se enseñoreó de aquellas misteriosas altiplanicies donde no cantaban los pájaros y tan sólo un aura silenciosa revoloteaba entre los grandes árboles. Los únicos sonidos eran producidos por los felinos pasos de Kane y por aquella brisa embrujada por los tambores.

Y entonces Kane vio algo entre los árboles que hizo saltar su corazón con un horror repentino e indescriptible, y pocos momentos después se encaró con el mismísimo Horror, rígido y espantoso. En un amplio claro, en una pendiente bastante acentuada, había un macabro poste y, a éste, había atado algo que una vez fue un hombre. Kane había remado encadenado al banco de una galera turca, realizado trabajos forzados en los viñedos de Berbería, había combatido a los indios rojos del Nuevo Mundo y languidecido en las mazmorras de la Inquisición española. Sabía muchas cosas de la crueldad a la que podía llegar el hombre en su falta de humanidad, pero en aquel momento se estremeció enfermando. Aún así, no fue tanto el horror de las mutilaciones, por muy espantosas que éstas fueran, lo que sacudió el alma de Kane, sino el descubrimiento de que aquel desgraciado todavía vivía.

Porque, al acercarse, la ensangrentada cabeza que colgaba del pecho destrozado se alzó bamboleándose, salpicando sangre por los muñones de las orejas, al tiempo que un gemido bestial y enloquecedor surgía de sus fragmentados labios.

Kane habló al espantoso ser y éste gritó de manera insoportable, retorciéndose en increíbles contorsiones, mientras su cabeza subía y bajaba espasmódicamente con las contracciones de los destrozados nervios, y las abiertas y vacías cuencas oculares parecían esforzarse en ver desde su vacuidad. Y quejándose silenciosa y enloquecedoramente acurrucó su cuerpo ultrajado contra el poste al que estaba atado,levantando la cabeza con pavorosa atención, como esperando algo de los cielos.

—Escucha —dijo Kane en el dialecto de las tribus del río—. No tengas miedo de mí... no te voy a hacer daño, ni nada te lo hará más. Voy a soltarte.

Mientras hablaba, Kane fue amargamente consciente de la futilidad de sus palabras Pero su voz se había filtrado en el retumbante cerebro, destrozado por la agonía, del hombre que tenía delante. Las palabras se derramaron entre las esquirlas de sus dientes, vacilantes e inseguras, mezcladas y confundidas con las babeantes insensateces de la imbecilidad. Hablaba un idioma emparentado con los dialectos que Kane había aprendido, a lo largo de sus vagabundeos, de ribereños amistosos, y éste dedujo que llevaba mucho tiempo atado al poste—-muchas lunas— puesto que gemía en el delirio de la cercana muerte; y, durante todo aquel tiempo, cosas monstruosas e inhumanas habían actuado para imponer su voluntad sobre él.

Llamó a aquellos seres por su nombre, pero Kane no lo pudo discernir, pues utilizaba un vocablo desconocido que sonaba como 'akaana'. Pero no habían sido estos seres quienes le habían atado al poste, porque aquelpobre y torturado prisionero barbotaba el nombre de Goru, un sacerdote que le había atado tensando la cuerda con demasiada fuerza, y Kane se maravilló de que el recuerdo de este pequeño dolor se abriese paso por los rojos laberintos de agonía con la suficiente fuerza como para que el moribundo se quejase de él.

Y, para horror de Kane, el hombre habló de su hermano, que había ayudado a atarle, y lloró con infantiles sollozos. Las vacías cuencas se empañaron formando lágrimas de sangre. Y murmuró algo sobre una lanza, rota mucho tiempo atrás en una cacería de recuerdo borroso; y, mientras murmuraba en su delirio, Kane cortó gentilmente las ligaduras, depositando cuidadosamente su cuerpo roto sobre la hierba. Pero incluso bajo el cuidadoso contacto del inglés, el pobre desgraciado se retorcía y aullaba como un perro moribundo, mientras la sangre volvía a manar de una veintena de horribles cuchilladas que, según notó Kane, parecían más heridas ocasionadas por garras y fauces que causadas por cuchillo o lanza. Pero al fin estuvo hecho y el ser desgarrado y ensangrentado descansó sobre la suave hierba con el viejo sombrero chambergo bajo su cráneo cadavérico, respirando con largos y chirriantes jadeos.

Kane vertió agua de su cantimplora entre los deformados labios e, inclinándose más, dijo:

—Háblame más de esos demonios pues, por el Dios de mi gente, que esta maldad no quedará sin venganza aunque el mismo Satanás se interponga en mi camino.

Era dudoso que el moribundo le oyera. Pero sí oyó otra cosa. Un loro, con la curiosidad de los de su especie, surgió de una arboleda y pasó tan cerca que sus grandes alas casi rozaron el cabello de Kane. Y, al sonido de aquellas alas, el destrozado hombre se incorporó gritando con una voz que resonaría en los sueños de Kane hasta el día de su muerte.

—¡Las alas! ¡Las alas! ¡Aquí vuelven! ¡Ahhh, misericordia, las alas!

Y con un torrente de sangre surgiendo a borbotones de sus labios, le llegó la muerte.

Kane se alzó enjugando el sudor frío que resbalaba por su frente. El elevado bosque rielaba por efecto del calor meridiano. El silencio cubría la tierra con un hechizo de ensoñaciones. La taciturna mirada de Kane se desplazó hacia las negras y malévolas colinas agazapadas en la distancia, y de éstas hacia las misteriosas sabanas. Una antigua maldición se cernía sobre esa misteriosa tierra y su sombra tocó el alma de Solomon Kane.

Con ternura, levantó la roja ruina que una vez latiera con vida, juventud y vitalidad, y la transportó hacia el borde del claro donde, disponiendo los fríos miembros lo mejor que pudo, y estremeciéndose una vez más ante las indescriptibles mutilaciones, amontonó piedras sobre ella hasta que incluso para un chacal merodeador resultase difícil acceder a la carne que había debajo.

Y apenas había terminado, cuando algo le arrancó, con un sobresalto, de sus sombríos pensamientos, para devolverle a la realidad de su propia situación. Un leve ruido -o quizás su propio instinto lobuno- le hizo girar.

Al otro lado del claro captó un movimiento entre la alta hierba: la momentánea visión de un rostro espantoso con un aro de marfil en su aplastada nariz, gruesos labios separados mostrando dientes cuyas afiladas puntas se podían distinguir incluso a aquella distancia, ojos pequeños y redondos, y una frente estrecha y sesgada, coronada por rizadas greñas. En el instante en que el rostro se perdía de vista, Kane retrocedió de un salto buscando refugio en el anillo de árboles que rodeaban el claro y echó a correr como un galgo, moviéndose de árbol en árbol, y esperando a cada momento oír la algarabía de los guerreros y verlos salir tras él.

Pero pronto decidió que se conformarían con acorralarle al modo en que ciertas alimañas rastrean a sus presas, lenta e implacablemente. Se apresuró a cruzar el elevado bosque, aprovechando, por pequeño que fuera, cada uno de sus refugios y sin ver ni un indicio más de sus perseguidores, aunque sabía, como lo sabe un lobo acosado, que rondaban muy cerca de él, aguardando el momento en que pudieran abatirle sin riesgo para sus propios pellejos.

Kane sonrió con frialdad y sin alegría. Si aquello iba a ser una prueba de resistencia, podría comprobar como competían los músculos de los salvajes contra su valor y la elasticidad de sus miembros de acero. Tan sólo con que llegara la noche, tendría aún la posibilidad de darles el esquinazo. Si no... Kane sabía en el fondo que la salvaje esencia de su mismo ser, que se exaltaba cada vez más con la huida, pronto le llevaría a hacerles frente, aunque sus perseguidores le sobrepasaran en cien a uno.

El sol se hundió hacia el oeste. Kane estaba hambriento, porque llevaba sin comer desde primera hora de la mañana, momento en que devorara su última ración de carne seca.

Una fuente ocasional le había proporcionado agua y una vez había creído ver el tejado de una gran choza a lo lejos, en lo profundo de la arboleda. Pero se apartó de aquel camino. Era difícil creer que aquella silenciosa planicie estuviera poblada, pero de estarlo, sus habitantes eran, sin duda, tan feroces como los que le perseguían.

Vio que el terreno que tenía delante se había hecho más accidentado, lleno de rotos peñascos y empinadas pendientes, mientras se acercaba a los tramos menos accidentados de las lúgubres colinas. Y aún no se veía rastro de sus perseguidores, a excepción de leves vislumbres captados mediante cautelosas miradas por encima del hombro... una sombra furtiva, la hierba inclinada, el repentino enderezarse de una rama aplastada, un crujir de hojas; ¿por qué se mostraban tan cautelosos? ¿Por qué no le rodeaban y terminaban con aquello?

Cayó la noche y Kane alcanzó las primeras largas pendientes que le conducirían hacia arriba, hasta el pie de las colinas que ahora descollaban negras y amenazadoras sobre él. Estas constituían su meta, el lugar donde esperaba librarse de sus persistentes enemigos de una vez por todas; pero, aún así, una incomprensible repugnancia le impulsaba a mantenerse alejado de ellas.

Estaban preñadas de solapada maldad, repelían como la cola de una gran serpiente, vislumbrada entre la alta hierba. La noche se cerró opresivamente. Las estrellas centelleaban con fulgor carmesí en el agobiante calor de la noche tropical. Y Kane, deteniéndose durante un momento en una arboleda desmesuradamente densa, más allá de la cual los árboles clareaban en su ascenso a las colinas, escuchó el sonido de un sigiloso movimiento que no era producto del viento nocturno... ya que ningún viento agitaba las grandes hojas. Y, mientras se daba la vuelta, percibió un rápido y brusco movimiento en la oscuridad, bajo los árboles.

Una sombra que se confundía con las demás se arrojó sobre Kane con un alarido bestial acompañado de un ruido metálico y el inglés, esquivando el arma gracias al destello de las estrellas sobre ésta, distinguió a su atacante abalanzándose sobre él y le recibió a pecho descubierto. Unos brazos enjutos y fuertes se cerraron sobre él, y unos puntiagudos dientes rechinaron frente a su rostro, al devolver a su vez el fiero abrazo.

Su andrajosa camisa se desgarró bajo una mellada hoja y, por puro azar, Kane encontró y apresó la mano que sostenía el cuchillo de hierro, extrayendo su propio puñal con un hormigueo en su carne que anticipaba un lanzazo en la espalda.
Pero mientras el inglés se preguntaba por qué los demás no acudían en ayuda de su camarada,  concentraba toda la potencia de sus férreos músculos en el combate. Enzarzados cuerpo a cuerpo, oscilaban y se retorcían en la oscuridad, cada uno esforzándose por hundir su hoja en la carne del otro y, cuando la fuerza superior del puritano comenzó a imponerse, el caníbal aulló como un perro rabioso, mordido y desgarrado.

Un convulsivo movimiento les proyectó al claro iluminado por las estrellas, donde Kane vio el aro de marfil y los puntiagudos dientes que se agarraban bestialmente a su garganta. Y, simultáneamente, tiró con fuerza y hacia atrás de la mano que asía el cuchillo y lo hundió en los codillos del salvaje. El guerrero gritó y el crudo y agrio hedor de la sangre inundó el aire nocturno. Y, en ese instante, Kane quedó aturdido por la acometida repentina y salvaje de un batir de alas que le arrojó violentamente al suelo, dejando libre de su presa al caníbal, que se desvaneció con un alarido de mortal agonía.

Estremecido hasta los huesos, Kane se puso en pie de un salto. El menguante chillido del desgraciado salvaje sonaba muy amortiguado y por encima de su cabeza.

Forzando la vista, miró hacia los ciclos creyendo distinguir vagamente Algo horroroso e informe que cruzaba las lejanas estrellas -en el que los retorcidos miembros de un humano se mezclaban indescriptiblemente con unas grandes alas y una oscura forma pero desapareció tan rápidamente que no pudo estar seguro.

Y ahora se preguntaba si todo aquello no sería una pesadilla. Pero, buscando a tientas en el bosquecillo, encontró el bastón ju-ju con el que bloquease la corta y punzante lanza que había junto a éste. Y allí, por si necesitaba más pruebas, estaba su largo puñal aún manchado de sangre.

¡Alas! ¡Alas en la noche! El esqueleto en la aldea de los tejados rotos... el guerrero mutilado cuyas heridas no habían sido hechas con cuchillo ni lanza, y que muriera gritando algo sobre las alas. Era seguro que aquellas colinas servían de guarida para pájaros gigantescos que hacían presa en los seres humanos. Aún así, si se trataba de aves, ¿por qué no habían devorado por completo al hombre destrozado atado al poste?

Y en lo más profundo, Kane supo que ningún ave verdadera proyectaría jamás una sombra como la que había visto cruzar las estrellas. Desconcertado, se encogió de hombros. La noche era silenciosa. ¿Dónde estarían los demás caníbales del grupo que le había perseguido desde la distante jungla? ¿Les habría asustado el destino de su camarada hasta el punto de ponerlos en fuga? Con o sin caníbales, no se internaría aquella noche en esas oscuras colinas.

Ahora, aunque todos los demonios del Mundo Ancestral anduviesen tras su rastro, debía dormir. Un profundo rugido procedente del oeste le avisó de que había bestias de presa en las cercanías y descendió rápidamente por las onduladas pendientes hasta llegar a un tupido bosquecillo, a cierta distancia de aquel en el que pelease contra el caníbal. Trepó hasta lo alto por entre las grandes ramas, hasta encontrar una gruesa horquilla capaz de acomodar su largo esqueleto. Las ramas superiores le protegerían de una repentina acometida que pudiesen llevar a cabo cualquiera de los seres alados y, si había salvajes acechando en los alrededores, percibiría su presencia al escucharles subir al árbol, ya que su sueño era tan ligero como el de un gato. En cuanto a las serpientes y los leopardos, eran riesgos que había corrido un millar de veces.

Solomon Kane se durmió y sus sueños fueron imprecisos, caóticos, frecuentados por una sombra de maldad prehumana que acabó cobrando unos relieves tan vívidos como los de una escena de la vigilia. Solomon soñó que se despertaba con un sobresalto, sacando una pistola... Su vida había sido la de un lobo durante tanto tiempo que el buscar un arma se había convertido en su reacción natural ante un repentino despertar.

En su sueño, un ser sombrío y extraño se había posado sobre una gran rama próxima a él y se había puesto a mirarle con unos ávidos ojos de color amarillo luminoso que abrasaban su cerebro. El ser del sueño era alto y flaco, con una deformidad extraña en su constitución, tan confundido con las sombras que él mismo parecía una sombra, con la única cualidad material de los estrechos ojos amarillos. Y Kane soñó que aguardaba hechizado mientras la incertidumbre aparecía en aquellos ojos, luego la criatura salió caminando erecta, como un hombre, saltó hacia el espacio y desapareció.

Kane se incorporó de un salto, las nieblas del sueño desapareciendo. A la pálida luz de las estrellas, bajo las arqueadas ramas de formas góticas, el árbol estaba vacío con su sola excepción. Entonces, después de todo, había sido un sueño, aunque muy vívido y cargado de inhumana vileza, pero incluso en aquellos momentos, un vago hedor como el exudado por las aves de presa parecía demorarse en el aire. Kane aguzó el oído. Oyó el suspiro del viento nocturno, el susurro de las hojas, el lejano rugir de un león, pero nada más. Solomon se quedó otra vez dormido... mientras muy alto, por encima de él, una sombra giraba contra las estrellas trazando círculos y más círculos, como un buitre sobre un lobo moribundo.


II. La batalla en el cielo.
El amanecer se extendía pálido sobre las colinas occidentales cuando Kane despertó. En la memoria, su pesadilla nocturna regresó a él y nuevamente se asombró de su realismo, mientras descendía del árbol abandonando su amparo. Un cercano manantial apagó su sed y un poco de fruta, muy apreciada en esas montañas, alivió su apetito.

Luego volvió de nuevo su rostro hacia las colinas. Solomon Kane era un luchador de pies a cabeza. Algún maligno enemigo de los hijos del hombre habitaba en aquel siniestro horizonte, y ese mero hecho era un desafío tan serio como un guante arrojado a su rostro por algún impulsivo valiente de Devon.

Reconfortado por su noche de sueño, se puso en camino con su largo y pausado paso, dejando atrás el bosquecillo que presenciase la batalla nocturna, y alcanzando la región donde los árboles raleaban al pie de las pendientes. Ascendió por éstas, deteniéndose un momento para observar el camino por el que había llegado. Ahora que se encontraba sobre el altiplano, pudo distinguir fácilmente una aldea en la distancia: un racimo de chozas de bambú y barro seguidas, a corta distancia, por otra choza desusadamente grande situada sobre una especie de bajo montículo.

¡Y mientras miraba, con una súbita acometida de espantosas alas, el terror cayó sobre él! Kane giró galvanizado. Todos los indicios habían señalado la hipótesis de un ser alado que cazaba por la noche. No había esperado un ataque a plena luz del día... pero tenía encima a un monstruo con aspecto de murciélago, abalanzándose en su dirección como surgido del mismo ojo del sol naciente. Kane vio una extensión de poderosas alas, desde la que destacaba un rostro horriblemente humano; entonces sacó su arma y disparó con puntería infalible, haciendo que el monstruo girase salvajemente entre cielo y tierra para descender formando espirales, hasta estrellarse a sus pies.

Kane se inclinó hacia delante, con la humeante pistola en su mano, y se quedó mirando con los ojos muy abiertos. De seguro que aquella cosa era un demonio surgido de las simas del infierno, le dijo al puritano su sombría mente; aún así, una bala de plomo había acabado con él. Kane se encogió de hombros desconcertado; nunca había visto nada parecido a aquello, aunque toda su vida había caminado por extraños senderos.

El ser era antropoide, inhumanamente alto y delgado; la cabeza era larga, estrecha y calva -la cabeza de un depredador-. Las orejas eran pequeñas, muy juntas y extrañamente puntiagudas. Los ojos, fijos en la muerte, eran angostos, oblicuos y de un extraño color amarillento. La nariz era fina y ganchuda, como el pico de un ave de presa; la boca era un tajo amplio y cruel, y sus labios finos, fruncidos por la emisión de un gruñido mortal y salpicados de espuma, revelaban unas fauces de lobo.

La criatura, desnuda y calva, no era en otros sentidos diferente de un ser humano. Tenía los hombros anchos y poderosos, y el cuello largo y esbelto. Los brazos eran musculosos y de buena longitud, y los pulgares estaban colocados junto a los demás a la manera de los grandes monos. Tanto unos como otros estaban armados de grandes garras curvas. El pecho era curiosamente deforme, con el esternón sobresaliendo como la quilla de un barco y las costillas alrededor de esta línea curva. Las piernas eran largas y enjutas, con enormes pies prensiles en forma de manos, y dedos gordos opuestos al resto, como el pulgar de un ser humano. Las garras de los dedos de los pies no eran más que uñas largas.

Pero la característica más curiosa de esta sorprendente criatura se hallaba sobre su espalda. Un par de grandes alas muy parecidas a las de una mariposa, sólo que con estructura ósea y de una sustancia correosa, sobresalían de sus hombros, naciendo en la parte superior de la espalda, donde los brazos se unían a los hombros, y terminando a medio camino de las estrechas caderas. Kane calculaba que esas alas debían medir unos dieciocho pies de punta a punta.

Agarró a la criatura, estremeciéndose involuntariamente ante el tacto resbaladizo, duro y correoso de su piel, y la levantó a medias. Su peso era un poco superior a la mitad de lo que hubiese pesado un hombre de la misma estatura —unos seis pies y medio—.

Evidentemente, los huesos eran de una estructura peculiarmente similar a la de las aves e iban recubiertos de una carne que constaba casi por completo de correosos músculos. Kane dio un paso atrás, inspeccionando de nuevo al ser. Entonces, su sueño no había sido tal, después de todo —aquella cosa odiosa u otra parecida había, con espantosa certeza, estado observándole a su lado en el árbol—.

¡Un zumbido de poderosas alas! ¡Un repentino ataque desde el cielo! Mientras giraba, Kane se percató de que había cometido el crimen más imperdonable de la jungla... había permitido que el asombro y la curiosidad le hiciesen bajar la guardia. Ya tenía en la garganta a tiro de los demonios alados y no tenía tiempo de sacar y disparar la otra pistola. En un laberinto de azotadoras alas, Kane vio un diabólico rostro semihumano —sintió como aquellas alas le golpeaban y las crueles garras al hundirse en su pecho—; luego, fue alzado del suelo y percibió el espacio vacío bajo él.

El hombre alado había rodeado con sus miembros las piernas del inglés y las garras que había hundido en el pecho se asían como tornillos dentados. Las fauces lobunas se dirigieron a la garganta de Kane, pero el puritano agarró la huesuda garganta y empujó hacia atrás la horrible cabeza, mientras su mano derecha forcejeaba tratando de sacar el puñal. El hombre-pájaro subía lentamente y una breve mirada mostró a Kane que ya se hallaban muy por encima de los árboles. El inglés no esperaba sobrevivir a aquella batalla en el cielo, ya que, aún en el caso de matar a su enemigo, moriría destrozado por la caída. Pero, con la innata ferocidad del luchador, se propuso implacablemente arrastrar consigo a su captor.

Manteniendo a raya aquellas afiladas fauces. Kane consiguió sacar el puñal y lo hundió profundamente en el cuerpo del monstruo. El hombre murciélago efectuó un salvaje giro y un chillido penetrante y enloquecedor surgió como un estallido de su garganta medio estrangulada. Forcejeó bestialmente, golpeando frenético con sus salvajes alas, doblando la espalda y retorciendo la cabeza con fiereza, en un vano esfuerzo por liberarla, para que sus fauces mortales alcanzaran su objetivo. Hundía las garras de una de sus zarpas agónicamente, con más y más profundidad en los músculos del pecho de Kane, mientras con la otra desgarraba la cabeza y el cuerpo de su enemigo. Pero el inglés, herido y sangrante, con el silencioso y tenaz salvajismo de un dogo, hundió más profundamente sus dedos en el magro cuello y enterró el puñal en su objetivo, una y otra vez, mientras, muy por debajo, unos ojos asustados observaban la diabólica batalla que se recrudecía a aquella vertiginosa altura.

Habían sido arrastrados hasta situarse sobre la meseta y las alas del hombre murciélago, debilitándose por momentos, apenas soportaban su peso. Estaban cayendo rápidamente a tierra, pero Kane, cegado por la sangre y la batalla, ignoraba todo aquello. Con un gran pedazo de su cuero cabelludo separado del cráneo, y el pecho y hombros cortados y desgarrados, el mundo se había convertido en algo ciego y rojo donde sólo era consciente de una única sensación... el impulso del dogo de matar a su enemigo.

Ahora, el débil y espasmódico batir de alas del monstruo moribundo les mantuvo suspendidos durante un instante sobre un grueso bosquecillo de árboles gigantescos, mientras Kane sentía debilitarse la presa de las garras y los retorcidos miembros, y el golpear de las zarpas transformarse en sacudidas inútiles.

Con un último estallido de poder, hundió su enrojecido puñal directamente en el esternón y captó un convulsivo estremecimiento que recorría el cuerno de la criatura.

Las grandes alas cayeron flácidas y vencedor y vencido se precipitaron de cabeza a tierra con la celeridad  del plomo. Por entre una ola roja, Kane vio las ondeantes ramas apresurándose a su encuentro... sintió cómo azotaban su rostro y rasgaban su ropa, mientras, aún aprisionado por aquel mortal abrazo, se precipitaba hacia abajo entre hojas que eludían su inútilmente ávida mano; luego, su cabeza se estrelló contra una gran rama y se vio sumergido en un interminable abismo de negrura.


III. El pueblo de la sombra.
A través de colosales corredores nocturnos de un negro basáltico, cruzó Solomon Kane durante un millar de años. Gigantescos demonios alados, horrendos en la profunda oscuridad, le atacaron con una acometida de grandes alas de quiróptero, y en la negrura peleó con ellos, como una rata acorralada contra un murciélago vampiro, mientras unas descarnadas mandíbulas babeaban espantosas blasfemias y horribles secretos en sus oídos, y los cráneos de los hombres pasaban rodando bajo sus inseguros pies.

Solomon Kane regresó de repente de la tierra del delirio y su primera visión de cordura fue la de un rostro gordo y bondadoso inclinado sobre él. Kane vio que se hallaba en una amplia choza, limpia y bien ventilada, mientras en el aire flotaba un sabroso aroma procedente de una olla que burbujeaba en el exterior. Kane se dio cuenta de que tenía un hambre voraz. Y se sentía extrañamente débil. La mano que llevó a su vendada cabeza temblaba y su bronceado se había difuminado.

El gordo y otro hombre, un guerrero alto, delgado y de rostro feroz, se inclinaron sobre él, y el gordo habló:

—Está despierto, Kuroba, y su mente funciona.

El hombre delgado asintió y dijo algo en voz alta que fue respondido desde el exterior.

—¿Qué lugar es este? —preguntó Kane en una lengua que conocía y era similar al dialecto que acababan de usar—. ¿Cuánto llevo aquí echado?

—Esta es la última aldea de Bogonda —dijo el gordo, haciéndole volver a tumbarse con unas manos tan suaves como la de una mujer—. Te encontramos tirado bajo los árboles que cubren las pendientes, malherido y sin conocimiento. Has estado delirando durante muchos días. Ahora come.

Un joven y ágil guerrero entró con una fuente de madera llena de humeante comida y Kane comió con voracidad.

—Es como un leopardo, Kuroba —dijo admirativamente el gordo—. Ni uno entre mil hubiera sobrevivido a las heridas que tiene.

—Sí —repuso el otro—. Y mató al akaana que le hirió, Goru.
Con un esfuerzo, Kane se incorporó apoyándose sobre los codos.

—¿Goru? —gritó con fiereza—. ¿El sacerdote que ata hombres a los postes para que se los coman los demonios?

Y luchó por levantarse para estrangular al gordo, pero su debilidad se extendió por su ser como una ola, la cabaña dio vertiginosas vueltas ante sus ojos y se hundió hacia atrás jadeando, cayendo al instante en un sueño sano y natural.

Cuando despertó. más tarde, se encontró con una esbelta joven llamada Nayela, que le observaba. Esta le dio de comer y, sintiéndose mucho más fuerte, Kane le hizo preguntas que ella respondió tímida pero inteligentemente.

Aquello era Bogonda, regida por Kuroba, el jefe, y Goru, el sacerdote. Nadie en Bogonda había visto ni oído hablar anteriormente de un hombre blanco. Ella había contado los días que Kane yaciera desvalido y éste quedó asombrado. Pero una batalla como la que había librado era suficiente para matar a un hombre normal. Se maravilló también de no tener ningún hueso roto, pero la chica dijo que las ramas habían amortiguado su caída y que había tomado tierra sobre el cuerpo del akaana. El preguntó por Goru y el grueso sacerdote se presentó ante él portando sus armas.

—Encontramos algunas junto a ti, donde habías caído-dijo Goru- y otras junto al cuerpo del akaana que mataste con el arma que habla palabras de fuego y humo. Debes ser un dios... aunque los dioses no sangran y tu acabas de hacerlo hasta casi morir. ¿Quién eres?

—No soy ningún dios —respondió Kane— sino un hombre como tú. Procedo de una tierra lejana situada en mitad del mar que, para tu conocimiento, es la más bella y noble de todas las tierras. Me llamo Solomon Kane y soy un aventurero sin hogar. Tu nombre lo oí por primera vez de labios de un moribundo. Aún así, tu rostro me parece bondadoso.

Una sombra cruzó por los ojos del chamán y bajó la cabeza.

—Descansa y recupera las fuerzas, oh hombre. o dios, o lo que seas —repuso— y, a su debido tiempo. sabrás de la antigua maldición que pesa sobre este antiguo territorio.

Y, en los días que siguieron, mientras Kane se recuperaba y fortalecía con la vitalidad de la bestia que le era propia, Goru y Koruba se sentaron y le hablaron con todo detalle, relatándole muchas cosas interesantes.

Su tribu no era nativa de aquel territorio, sino que habían llegado al altiplano ciento cincuenta años atrás, dando a éste el nombre de su antiguo hogar. Habían sido una vez una tribu poderosa en el viejo Bogonda, en un grande y lejano río que quedaba hacia el sur. Pero su poder quedó roto por las guerras tribales y, por fin, ante una gran sublevación, la tribu entera huyó, y Goru repitió leyendas que hablaban de la gran huida de miles de millas a través de junglas y pantanos, acosados a cada paso por crueles enemigos.

Por fin, abriéndose paso por un país de feroces caníbales, se encontraron a salvo de los ataques del hombre... pero presos en una trampa de la que ni ellos ni sus descendientes podrían escapar nunca. Se encontraban en el pavoroso país de Akaana, y Goru dijo que sus antepasados llegaron a comprender la burlona risa de los devoradores de hombres que los habían acosado hasta los mismos límites del altiplano.

Los Bogondi hallaron una tierra fértil con agua potable y mucha caza.

Había rebaños enteros de cabras y una clase de cerdos salvajes que se criaban allí en abundancia. Al principio, la gente se comía a los cerdos, pero luego acabaron respetándolos por una buena razón. Los pastizales situados entre el altiplano y la jungla eran un hervidero de antílopes y búfalos, y había muchos leones.

Estos también se movían por el altiplano, pero Bogonda significaba 'matador de leones' en su lengua y no pasaron muchas lunas para que el resto de los grandes gatos se retirasen a los niveles inferiores. Pero no era a los leones a los que debían temer, como pronto entenderían los antepasados de Goru.

Habiendo comprobado que los caníbales no traspasarían las sabanas para aproximarse a ellos, descansaron de su largo viaje y construyeron dos poblados —la Bogonda superior y la inferior—. Kane se encontraba en la Bogonda superior y lo que había visto eran los restos del poblado del nivel inferior. Pero no tardaron en comprender que se habían perdido en un país de pesadillas armadas de garras y fauces goteantes. En la noche escuchaban el batir de unas poderosas alas y veían horribles sombras cruzar las estrellas y perfilarse contra la luna.

Los niños comenzaron a desaparecer y, por fin, un joven cazador se extravió en las colinas donde le sorprendió la noche. Y, bajo la luz gris del amanecer, un cadáver destrozado y medio comido cayó de los cielos sobre la calle del poblado, y el susurro de una risa monstruosa dejó helados a los horrorizados espectadores. Luego, algo más tarde, todo el horror de la situación estalló sobre los Bogondi.

Al principio. los hombres alados tenían miedo de los recién llegados. Se escondieron y sólo por la noche salían de sus cavernas. Luego se hicieron más osados. Un guerrero le disparó una flecha a uno de ellos, a plena luz del día; pero los diablos habían aprendido que se podía matar a los humanos, y su grito de agonía atrajo a una veintena de ellos, que descendieron de los cielos e hicieron pedazos al ejecutor ante toda la tribu.

Entonces, los Bogondi se prepararon para abandonar aquel diabólico país y. un centenar de guerreros subieron a las colinas para buscar un paso. Hallaron escarpadas paredes difíciles de escalar y los acantilados donde moraban los hombres alados Fue entonces cuando se libró la primera batalla armada entre humanos y hombresmurciélago, resolviéndose en una aplastante victoria a favor de los monstruos. Los arcos y jabalinas de los nativos demostraron ser inútiles ante las arremetidas de esos demonios con garras, y de aquel centenar que subió hasta las colinas, no sobrevivió ni uno sólo; porque los akaanas persiguieron y dieron caza a los huidos, rastreando hasta al último de ellos a un tiro de flecha de la aldea superior.

Sucedió entonces que los Bogondi, viendo que no tenían esperanza de atravesar las colinas, procuraron volverse a abrir paso luchando por el camino que habían venido. Pero una gran horda les salió al encuentro en los pastizales y en una gran batalla que duró casi todo el día, fueron rechazados, deshechos y destrozados. Y Goru dijo que, mientras la batalla se recrudecía, los cielos se llenaron de horribles formas que dibujaban círculos en lo alto y se reían con pavorosa alegría viendo morir a los hombres a diestro y siniestro.

Así que los supervivientes de aquellas dos batallas, lamiéndose las heridas, se inclinaron ante lo inevitable con la filosofía fatalista del salvaje. Quedaron unos quince mil hombres, mujeres y niños.,y éstos construyeron sus chozas, cultivaron las tierras y vivieron imperturbables a la sombra de la pesadilla.

En aquellos días había muchos hombres alados y, de haberlo deseado, podrían haber barrido por completo a los Bogondi. No había ningún guerrero que pudiera enfrentarse a un akaana, porque estos eran más fuertes que los humanos, atacaban como los halcones y, si fallaban, sus alas les ponían fuera del alcance de cualquier contraataque.

En este punto. Kane le interrumpió para preguntar por qué los bogondi no combatierona los demonios con flechas. Pero Goru respondió que hacía falta un arquero rápido y preciso para acertar de cualquier forma a un akaana en vuelo, y que su piel era tan dura que, a menos que la flecha golpeara en ángulo recto, no penetraría. Kane sabía que los nativos eran arqueros muy poco cualificados y que las puntas de sus flechas eran fabricadas con piedras astilladas, hueso o hierro batido, casi tan blando como el cobre; pensó en Poitiers y en Azincourt y deseó torvamente tener a su lado una fila de firmes arqueros ingleses o una tropa de mosqueteros.

Pero Goru dijo que los akaanas no parecían querer destruir del todo a los Bogondi. Su principal alimento lo constituían los pequeños cerdos que, a la sazón, hormigueaban por el altiplano, y las cabras jóvenes. Algunas veces salían a las sabanas en busca de antílopes, pero desconfiaban del campo abierto y tenían miedo de los leones. Tampoco frecuentaban las junglas ulteriores, porque los árboles crecían demasiado juntos como para poder extender sus alas. Se limitaban a las colinas y el altiplano... y, fuera lo que fuese, lo que había más allá de esas colinas. nadie lo conocía en Bogonda.

Los akaanas permitían a los Bogondi habitar en el altiplano en una forma muy parecida a como los hombres dejan crecer a los animales salvajes o abastecen los lagos de pescado... para su propio provecho. El pueblo-murciélago, dijo Goru, tenía un extraño y espantoso sentido del humor que se estimulaba por los gritos de padecimiento de un humano quejándose. Esas macabras colinas habían repetido estertores capaces de helar el corazón de los hombres.

Pero durante muchos años, dijo Goru, cuando los hombres hubieron aprendido a no oponerse a sus amos, los akaanas se conformaron con secuestrar un bebé de vez en cuando, devorar alguna joven de la aldea que se hubiese extraviado o algún chico a quien la noche sorprendiera fuera de los muros. El pueblo murciélago desconfiaba de la aldea; volaban en círculos muy por encima de ella, pero nunca se aventuraban en el interior. Allí, los Bogondi vivieron a salvo, hasta años recientes.

Goru dijo que los akaanas estaban desapareciendo rápidamente; existía la esperanza de que los restos de su raza les sobrevivieran... en cuyo caso, dijo con fatalismo, los caníbales subirían sin duda de la jungla y meterían a los supervivientes en sus ollas.

Dudaba de que a las sazón hubiera más de ciento cincuenta akaanas en total. Kane preguntó por que no emprendían entonces los guerreros una gran cacería y destruían por completo a los demonios, y Goru sonrió amargamente, repitiendo sus comentarios acerca de la habilidad desplegada en batalla por el pueblo-murciélago. Además, dijo, la tribu entera de Bogonda contaba tan sólo con cuatrocientas almas en aquel momento, y el pueblo-murciélago constituía su única protección contra los caníbales del oeste.

Goru dijo que la tribu se había reducido más en los pasados treinta años que en todos los anteriores. A medida que el número de akaanas disminuía, aumentaba su infernal salvajismo. Cada vez atrapaban a más de los Bogondi para torturarlos y devorarlos en sus horribles cavernas negras en lo alto de las colinas, y Goru habló de ataques repentinos a partidas de caza y a trabajadores de los campos de plátanos, de noches entenebrecidas por horribles aullidos e incomprensibles letanías procedentes de las oscuras colinas, de la semihumana y estremecedora risa; de miembros arrancados y sonrientes cabezas ensangrentadas arrojadas desde los cielos sobre la horrorizada aldea, y de los espantosos festejos celebrados entre las estrellas.

Luego llegó la sequía, dijo Goru, y una gran carestía. Muchos de los manantiales se secaron y las cosechas de arroz, batatas y plátanos se perdieron. Los ñus, ciervos, y búfalos que habían formado la mayor parte de la dieta carnívora de Bogonda se retiraron a la jungla en busca de agua, y los leones, con el miedo al hombre superado por el hambre, se extendieron hasta las tierras altas. Muchos murieron en la tribu y el resto se vio impelido por el hambre a comerse los cerdos que eran la presa natural del pueblomurciélago.

Esto enfureció a los akaanas y redujo el número de cerdos. El hambre, los Bogondi y los leones destruyeron a todas las cabras y la mitad de los cerdos. El hambre acabó pasando, pero el daño estaba hecho. De todas las grandes manadas que un día abarrotaran el altiplano, sólo quedó un vestigio difícil de atrapar. Los Bogondi se habían comido a los cerdos, así que los akaanas se comieron a los Bogondi. la vida se convirtió en un infierno para los humanos y la aldea inferior, contando a la sazón con tan sólo ciento cincuenta almas, se sublevó. Llevados al frenesí por sucesivos ultrajes, se volvieron contra sus amos. Un akaana que se posó en las mismas calles para robar un niño, fue atacado y acribillado a flechazos hasta la muerte. Y la gente de la Baja Bogonda se encerró en sus chozas aguardando su destino.

Y en la noche, dijo Goru, llegó. Los akaanas habían superado la inquietud que les inspiraban las chozas. Toda la bandada descendió de las colinas y la Bogonda superior despertó para escuchar el horrible cataclismo de gritos y blasfemias que acompañaron el fin de la otra aldea. El pueblo de Goru había yacido toda la noche sudando de terror, sin atreverse a mover, escuchando los aullidos y las extrañas letanías que taladraban la noche. Al fin, estos sonidos cesaron, dijo Goru, enjugándose el frió sudor del entrecejo, pero los sonidos de un espantoso y obsceno festejo taladraron la noche con demoníaca burla.

A primera hora del amanecer, el pueblo de Goru vio que la bandada infernal regresaba volando a sus colinas, como demonios que volvieran al infierno cruzando el amanecer. Volaban lenta y pesadamente, como buitres ahítos. Más tarde, la gente se atrevió a llegarse con sigilo hasta la aldea maldita y lo que allí encontraron hizo que se alejaran gritando. Y hasta el presente, dijo Goru, ningún hombre pasó a menos de tres tiros de flecha del silencioso horror. Y Kane asintió comprendiendo, con sus fríos ojos más lúgubres que nunca.

Durante muchos días después de aquello, dijo Goru, la gente se quedó aguardando muerta de miedo. Finalmente, en un paroxismo de terror, que engendra una crueldad indescriptible, la gente de la tribu echó a suertes quién debía ser atado a una estaca entre los dos pueblos, esperando que los akaanas viesen en aquello una ofrenda de sumisión y la gente de Bogonda pudiera sustraerse al destino de sus parientes. Según dijo Goru, habían tomado prestada aquella costumbre de los caníbales, que en tiempos pasados adoraban a los akaanas ofreciéndoles un sacrificio humano cada luna. Pero la casualidad les había mostrado que se podía matar a los akaanas, así que dejaron de adorarles... al menos, esa era la deducción de Goru, y explicó con mucho detalle que ningún ser mortal era merecedor de verdadera adoración, por maligno o poderoso que pudiera ser.

Los propios antepasados habían realizado sacrificios esporádicos para aplacar a los demonios alados, pero aquello no se había convertido en una práctica regular hasta fecha reciente. Ahora era algo necesario; los akaanas lo esperaban, y cada luna elegían de entre su menguante población a un joven fuerte o a una chica a quien atar a la estaca.

Kane observó atentamente el rostro de Goru mientras éste hablaba de su pena por aquella indescriptible necesidad y el inglés se dio cuenta de que el sacerdote era sincero. Kane se estremeció ante la idea de una tribu de seres humanos acabando de aquella manera, tan lenta corno segura, en las fauces de una raza de monstruos.

Kane habló sobre el pobre hombre que había visto y Goru asintió, con dolor en su tierna mirada. Había permanecido allí colgado durante un día y una noche, mientras los akaanas saciaban su asquerosa sed de tortura en su temblorosa y agonizante carne. Hasta ese momento, los sacrificios habían alejado la maldición de la aldea. Los cerdos restantes proporcionaban sustento a los cada vez más escasos akaanas, junto con el ocasional secuestro de algún bebé, y se contentaban con ejercer su indescriptible deporte cada luna con su única víctima.

Un pensamiento llegó hasta Kane.

—¿Nunca se han internado los caníbales en el altiplano?

Goru negó con la cabeza; sintiéndose seguros en su jungla, en ninguna de sus incursiones llegaban más allá de la sabana.

—Pero me persiguieron hasta el mismo pie de las colinas.

Goru negó de nuevo con la cabeza. Sólo había un caníbal, habían encontrado sus huellas. Evidentemente, se trataba de un sólo guerrero, más valiente que el resto, que habla permitido que su pasión por la caza superase su miedo hacia el espantoso altiplano, y había pagado el precio. Los dientes de Kane se apretaron con fuerte crujido, gesto que en él solía sustituir a una blasfemia. Se sentía herido por el pensamiento de haber huido tanto tiempo ante un sólo enemigo. No era entonces de extrañar que aquel enemigo le hubiese seguido tan cautelosamente, esperando la noche para atacar. Pero, preguntó Kane, ¿por qué el akaana había atrapado al caníbal en vez de a él... y por qué no le había atacado el horrible murciélago que se posó en su árbol aquella noche?

El caníbal sangraba, respondió Goru. El olor provocó el ataque del demoniomurciélago, porque eran capaces de olfatear la sangre cruda desde la misma distancia que los buitres. Y se mostraban muy cautelosos. Jamás habían visto a un hombre que, como Kane, no mostrara miedo. Seguramente habrían decidido espiarle, cogerle desprevenido antes de atacar.

¿Quiénes eran aquellas criaturas?, preguntó Kane. Goru se encogió de hombros. Ya estaban allí cuando llegaron sus antepasados y éstos jamás habrían oído hablar de ellos antes de llegar. No tuvieron ninguna relación con los caníbales, por eso no pudieron aprender de ellos.

Los akaanas vivían en cavernas, desnudos como bestias; no sabían nada del fuego y sólo comían carne fresca y cruda. Pero tenían alguna clase de idioma y reconocían a un rey entre ellos. Muchos murieron en la gran carestía, cuando los más fuertes se comieron a los más débiles. Estaban desapareciendo rápidamente; en los últimos años no se había observado entre ellos ninguna hembra ni ningún espécimen joven. Cuando estos machos murieran por fin, ya no habría más akaanas; pero Bogonda, observó Goru, ya estaba condenada, a menos que... se detuvo lanzando una extraña y ansiosa mirada a Kane. Pero el puritano estaba profundamente sumido en sus pensamientos.

De entre la multitud de leyendas nativas que había escuchado en sus vagabundeos se destacaba una. Mucho, mucho tiempo atrás, un hechicero muy viejo le había hablado de demonios alados que salieron volando desde el norte y pasaron sobre su país, desapareciendo en el laberinto del meridión, repleto de junglas encantadas. Y el hechicero le contó una leyenda muy antigua acerca de estas criaturas: que una vez habían habitado a millares en un lejano y gran lago de aguas amargas, situado a muchas lunas hacia el norte, y, que, muchas edades atrás, un caudillo junto con sus guerreros las combatió con arcos y flechas, y mató muchos, haciendo que los demás se retiraran hacia el sur. Aquel jefe se llamaba N'Yasunna y poseía una gran canoa con muchos remos, con los que cruzaba rápidamente las aguas amargas.

Y entonces un viento helado comenzó a soplar de repente sobre Solomon Kane, como si una puerta se hubiera abierto repentinamente en los golfos Exteriores del Espacio y el Tiempo. Porque ahora comprendía la verdad de aquel mito desvirtuado y la verdad de una leyenda más antigua y terrible. Porque, ¿qué lago amargo era ese sino el Mediterráneo y quién era el jefe N'Yasunna sino el héroe Jasón, que conquistó a las arpías y las condujo, no sólo hacia las islas sino también hacia África? Entonces el viejo relato pagano era cierto, pensó Kane mareado, mientras se evadía horrorizado del extraño reino de espantosas posibilidades, surgió esta en su mente. Porque si este mito de las arpías era una realidad, ¿qué decir de las otras leyendas... la de la Hidra, los centauros, la Quimera, Medusa, Pan y los sátiros?

¿Habría realidades de pesadilla acechando agazapadas tras todos aquellos mitos de la antigüedad, realidades dotadas de fauces babeantes y garras impregnadas de estremecedora maldad? ¡África, el Continente Negro, tierra de sombras y horror, de brujería y encantamientos, hacia la que todo lo maligno se había replegado desapareciendo, ante el creciente esplendor del mundo occidental!

Con un sobresalto, Kane abandonó sus ensueños. Goru le estaba tirando tímida y suavemente de la manga.

—¡Sálvanos de los akaanas! —dijo Goru—. ¡Aunque no seas un dios, en tu interior vive el poder de un dios! En tu mano llevas el poderoso bastón mágico que, en tiempos, pasó por ser el cetro de caídos imperios y báculo de poderosos sacerdotes. Y tienes armas que escupen muerte de fuego y humo.. .porque nuestros jóvenes, observando, te vieron matar dos akaanas. Te nombraremos rey... dios... ¡lo que quieras! Ha pasado más de una luna desde que llegaste a Bogonda y el momento del sacrificio ha pasado, pero el poste ensangrentado está vacío. Los akaanas rehuyen la aldea por tu presencia; ya no nos roban bebés. ¡Nos hemos librado de su yugo porque confiamos en ti!

Kane se apretó las sienes con las manos.

—¡No sabes lo que me pides! —gritó—. Dios sabe que mi mayor deseo es liberar la tierra de esta maldad, pero no soy ningún dios. Puedo matar con mis pistolas a unos cuantos demonios, pero sólo me queda un poco de pólvora. De tener una gran provisión de pólvora y balas, y el mosquete que destrocé en aquella tierra de vampiros llamada Colina de los Muertos, entonces, desde luego, haría una excelente cacería. Pero incluso aunque matara a todos los demonios, ¿qué pasaría con los caníbales?

—¡También ellos te temerían! —gritó el viejo Kuroba, mientras la niña Nayela y el muchacho, Loga, que iban a ser los siguientes en ser sacrificados, le miraban con el alma asomándoles a los ojos.

Kane dejó caer su barbilla sobre el puño y suspiró.

—Entonces, me quedaré aquí, en Bogonda, el resto de mi vida, si creéis que puedo servir de protección a la gente.

De esta forma, Solomon Kane se quedó en la aldea de Bogonda de la Sombra. La gente era un pueblo amable de natural energía y espíritu amante de la diversión que se encontraban subyugados y entristecidos por el prolongado morar en la Sombra. Pero ahora habían cobrado nuevos ánimos con la llegada del inglés, y a Kane se le encogía el corazón al percibir la patética confianza que habían puesto en él. Cantaban en los campos de plátanos y danzaban alrededor del fuego, mirándole con ojos llenos de arrebatada fe. Pero Kane, maldiciendo su propio desamparo, sabía lo inútil que resultaría su imaginaria protección si los demonios alados surgieran de repente de los cielos.

Pero se quedó en Bogonda. En sus sueños, las gaviotas revoloteaban sobre los acantilados del viejo Devon recortados en los limpios y azules cielos azotados por el viento y, durante el día, la llamada de las tierras desconocidas allende Bogonda desgarraba su corazón con fiera avidez. Pero habitó en Bogonda y se devanó los sesos en busca de un plan.

Se sentaba y se quedaba mirando durante horas el bastón mágico, deseando desesperadamente que le ayudase la magia negra, allá donde fracasaba su mente. Pero el antiguo regalo de N'Longa no le prestaba ninguna ayuda. En una ocasión, había hecho que el chaman de la Costa de los Esclavos llegara hasta él a través de leguas de espacio intermedio... pero N'Longa sólo podía acudir a él cuando se enfrentaba con manifestaciones de lo sobrenatural, y aquellas arpías no lo eran.

En lo profundo de la mente de Kane, comenzó a germinar una idea, pero la descartó.

Tenía algo que ver como una trampa... ¿Y cómo se le podía tender trampas a los akaanas? El rugido de los leones servía de siniestro acompañamiento a sus meditaciones. A medida que el hombre desaparecía del altiplano, las bestias depredadoras, que sólo temían a las lanzas de los cazadores, comenzaban a agruparse.

Kane rió con amargura. No era con leones, a los que simplemente había que dar caza y matar, con lo que tenía que tratar. A corta distancia de la aldea, se alzaba la gran cabaña de Goru, que una vez fuera salade consejos. Esta cabaña estaba llena de muchos extraños fetiches que, había dicho Goru con un desesperado movimiento de sus gordas manos, encerraban una fuerte magia contra los espíritus malignos, pero servían de escasa protección contra malignos gigantes alados de carne, hueso y cartílago.


IV. La locura de Solomon.
Kane se despertó de repente de su sueño sin sueños. Una horrible confusión de gritos estalló horrorosamente en sus oídos. Fuera de su cabaña, la gente moría en la noche de forma horrible, como ganado en el matadero. Había dormido, como siempre, con sus armas ceñidas.

Saltó hacia la puerta y algo cayó a sus pies con una babeante mueca, agarrándose a sus rodillas y farfullando incoherentes súplicas.

A la tenue luz de las ascuas de una hoguera cercana, Kane reconoció lleno de horror el rostro del joven Loga, ahora horriblemente destrozado y empapado en sangre, congelándose ya en la máscara de la muerte. La noche estaba llena de pavorosos sonidos, inhumanos aullidos entremezclados con el susurro de poderosas alas, el desgarrarse de los tejados de paja y una risa horrorosa y demoníaca. Kane se liberó de los crispados brazos del muerto y saltó hacia el evanescente fuego de la hoguera.

Sólo pudo distinguir un confuso y vago laberinto de formas que huían y siluetas que salían disparadas, así como el movimiento y la agitación de unas alas negras recortadas en las estrellas.

Tomó rápidamente una tea y la arrojó contra el techo de su cabaña... y, al saltar la llama, se quedó helado de espanto. Una sangrienta maldición aullante había descendido sobre Bogonda. Monstruos alados corrían gritando por sus calles, revoloteaban sobre las cabezas de las gentes despavoridas o destrozaban los techos de las cabañas para acceder a las balbuceantes víctimas del interior.

Con un ahogado grito, el inglés despertó de su trance de horror, sacó y disparó contra una rápida sombra de ojos llameantes, que cayó a sus pies con el cráneo destrozado. Y Kane lanzó un fiero y profundo rugido, lanzándose de un salto a la batalla, con toda la demencial furia de sus paganos antepasados sajones cobrando terrible vida.

Aturdidos y desconcertados por el repentino ataque, intimidados por largos años de sumisión, los Bogondi eran incapaces de ofrecer una resistencia organizada y en su mayor parte morían como ovejas. Algunos contraatacaban enloquecidos por la desesperación, pero sus flechas eran disparadas al azar o rebotaban en las duras alas, mientras que la diabólica agilidad de las criaturas hacía que el lanzamiento de jabalina y los golpes de hacha resultasen de una efectividad incierta. Saltando desde el suelo, esquivaban los golpes de sus víctimas y, cayendo sobre sus hombros, los arrojaban sobre el terreno, donde fauces y garras hacían su sangriento trabajo.

Kane vio al viejo Kuroba, demacrado y manchado de sangre, acorralado contra la fachada de una choza, con su pie sobre el cuello de un monstruo que no había sido suficientemente rápido. El viejo y malencarado jefe blandía un hacha de gran tamaño, lanzando fuertes y arrolladores golpes que, por el momento, mantenían a raya el ataque de media docena de vociferantes demonios. Kane acudía de un salto en su ayuda, cuando un sonido bajo y lastimoso le detuvo. La pequeña Nayela se retorcía débilmente, tumbada boca abajo en el ensangrentado suelo, mientras sobre su espalda se acuclillaba dando zarpazos un ser parecido a un buitre. Sus opacas pupilas buscaron el rostro del inglés en una angustiada súplica.

Kane lanzó un amargo juramento y disparó a bocajarro. El alado demonio fue arrojado hacia atrás con un repugnante alarido y una salvaje agitación de alas moribundas, y Kane se inclinó hacia la agonizante joven. Esta sollozó y le besó las manos con labios inseguros, mientras él le mecía la cabeza con sus manos. Luego, sus ojos se cerraron.

Kane depositó suavemente el cuerpo en el suelo, buscando a Kuroba. Al ver sólo un arracimado montón de horrorosas formas que mordían y rasgaban algo que tenían rodeado, Kane se volvió loco. Con un grito que taladró aquel infierno, saltó comenzando a matar mientras se incorporaba. En el mismo acto de saltar, enderezando su rodilla doblada, sacó su estoque y se tiró a fondo, atravesando una garganta de ave carroñera. Luego, sacando su estoque de un tirón, mientras el ser forcejeaba y se contraía en su estertor agónico, el enfurecido puritano cargó de frente en busca de nuevas víctimas.

A todo su alrededor, las gentes de Bogonda morían de forma horrible. Peleaban inútilmente o huían y los demonios los cazaban como un halcón a una liebre. Entraban corriendo en las cabañas y los demonios arrancaban el techo o tiraban la puerta abajo, ylo que en aquellas cabañas tenía lugar quedó misericordiosamente oculto de los ojos de Kane.

Y al cerebro enloquecido de horror del frenético puritano le parecía que sólo suya era la responsabilidad. Los Bogondi habían confiado en él como en su salvador. Se habían negado al sacrificio, desafiando a sus crueles amos. Ahora estaban pagando por ello un horrible precio y él era incapaz de salvarlos. En los ojos nublados por la agonía que se volvían hacia él, Kane apuró las negras heces de aquella amarga copa. No se trataba de ira ni del resentimiento del miedo, sino dolor y un aturdido reproche. El era su dios y les había fallado.

Ahora atravesaba la masacre en busca de una presa y los demonios le evitaban, volviendo su atención a las víctimas fáciles. Pero Kane no estaba dispuesto a que le ignorasen. Envuelto en una niebla roja que no procedía de la choza en llamas, vio la  culminación del horror; una arpía tenía agarrado a un ser desnudo y retorcido que había sido una mujer, y sus lobunas fauces engullían con gula. Cuando Kane saltó en una acometida, el hombre-murciélago dejó caer su lloriqueante y destrozada presa y remontó el vuelo. Pero Kane soltó su espada y, con el salto de una pantera sanguinaria, agarró al demonio por la garganta, rodeando la parte baja del cuerpo con sus férreas piernas.

Una vez más se vio peleando en pleno vacío, pero esta vez más cerca de los tejados de las chozas. El terror había penetrado en el frío cerebro de la arpía. No peleaba para agarrar y matar; sólo quería desembarazarse de aquel ser silencioso e implacable que con tanto salvajismo le arrancaba la vida a puñaladas. Forcejeó violentamente, con horribles chillidos y batir de alas, luego, cuando el puñal de Kane penetró con más profundidad, descendió de repente en diagonal, cayendo de cabeza.

La caída fue detenida por el tejado de una cabaña y Kane, y la agonizante arpía, lo atravesaron estrepitosamente hacia tierra, formando una retorcida masa en el suelo de la  choza. A la lívida y parpadeante luz de la choza en llamas donde habían caído, Kane contempló una escena de enloquecedor espanto llevada a cabo a la sazón... unas fauces que chorreaban sangre en una boca abierta como una herida y la ensangrentada parodia de un ser humano que aún se retorcía en la agonía. Entonces, en el laberinto de demencia que le dominaba, sus dedos de acero se cerraron sobre la garganta del demonio, en una presa que ningún ataque de garras o martilleo de alas podía deshacer, hasta que sintió que la horrible vida escapaba bajo sus dedos, cuando el óseo cuello colgó roto.

Fuera continuaba la sanguinaria locura de la matanza. Kane se levantó de un salto, con su mano cerrándose a ciegas sobre la empuñadura de un arma y, al arrojarse hacia el exterior de la cabaña, una arpía se alzó bajo sus mismos pies. El arma que Kane había arrebatado era un hacha, y le propinó tal golpe que los sesos del diablo saltaron salpicando como agua. Dio un salto hacia delante, tropezando con cuerpo y fragmentos humanos, con la sangre manándole de media docena de heridas. Entonces se detuvo, gritando de rabia y frustración.

Los seres murciélago remontaban el vuelo. Ya no querían enfrentarse a aquel extraño demente cuya locura le hacía más terrible que ellos mismos Pero no se iban solos a las regiones superiores. En sus ávidas garras transportaban retorcidas y vociferantes formas y Kane, desplazándose furioso de acá para allá con su ensangrentada hacha, se quedó solo en una aldea atestada de cadáveres.

Echó hacia atrás la cabeza, para gritarles su odio a los demonios que volaban sobre él y sintió gotas cálidas y gruesas que le caían sobre el rostro, mientras los ensombrecidos cielos se llenaban con gritos de agonía y la risa de los monstruos.


Cuando los sonidos de aquel espantoso festín en el firmamento llenaron la noche y la sangre que llovía de las estrellas le mojó el rostro, el último vestigio de razón que quedaba en Kane desapareció. Fue balbuceando de acá para allá, vociferando caóticas blasfemias.

¿No era él un símbolo del hombre, tambaleándose entre los huesos marcados a dentelladas y las sonrientes cabezas cortadas de seres humanos, esgrimiendo un hacha inútil y gritando su odio incoherente a las horribles y aladas formas de la Noche que hacían presa en él, riéndose sobre su cabeza en diabólica victoria y arrojando sobre sus ojos enloquecidos la lastimosa sangre de sus víctimas humanas?


V. El conquistador.
Un amanecer pálido y escalofriante se arrastró sobre las negras colinas para flamear sobre la sangrienta carnicería que una vez fuera el poblado de Bogonda. Las cabañas estaban intactas, a excepción de las que se habían desmoronado en ardientes ascuas, pero muchos de los tejados estaban arruinados. Huesos desmembrados, desprovistos a medias o por entero de carne, yacían tirados en la calle, algunos dc ellos astillados como si hubieran sido arrojados desde una gran altura.

Era un reino de muerte donde había un único signo de vida. Solomon Kane se inclinó sobre su hacha cuajada de sangre y contempló la escena con sombríos y enloquecidos ojos. Estaba medio cubierto por la sangre seca de las profundas heridas que cubrían su pecho, rostro y hombros, pero a las que no prestaba demasiada atención.

Las gentes de Bogonda no habían muerto solas. Diecisiete arpías yacían entre los huesos y, de éstas, seis habían sido muertas por Kane. El resto habían caído ante el desesperado miedo a morir de los Bogondi. Pero era un insignificante precio frente al pagado por ellos. De las más de cuatrocientas personas de la Bogonda superior, no había quedado ni una para ver el amanecer. Y las arpías se habían ido... regresando a sus cavernas en las colinas negras, llenas hasta la saciedad.

Con pasos lentos y mecánicos, Kane recorrió aquello, reuniendo sus armas. Encontró su espada, su puñal, sus pistolas y el bastón mágico. Abandonó el centro de la aldea y subió por la pendiente hasta la gran choza de Goru. Y allí se detuvo, aguijoneado por un nuevo horror. El detestable humor de las arpías había improvisado una exquisita broma.

Sobre la puerta de la cabaña, la cercenada cabeza de Goru le miraba con fijeza. Las gordas mejillas estaban hundidas, los labios colgaban en gesto de horrorizada idiotez y la mirada de sus ojos era la de un niño herido. Y, en aquellos ojos, Kane vio asombro y reproche.
Kane miró hacia las ruinas que habían sido Bogonda y a la mortal máscara de Goru.

Y levantando los puños apretados sobre la cabeza, maldijo, con llameantes ojos alzados y retorcidos labios llenos de espuma, al cielo y a la tierra, y las esferas superiores e inferiores. Maldijo a las frías estrellas, al ardiente sol, a la burlona luna y al susurro del viento. Maldijo todos los sinos y destinos, todo cuanto había amado u odiado, a las ciudades silenciosas bajo los mares, a las edades pasadas y los eones futuros. Con una aterradora explosión de blasfemias, maldijo a los dioses y a los demonios que hacen de la humanidad su juguete, y maldijo al hombre que sigue viviendo ciego, y en su ceguera ofrece la espalda a los cascos de hierro de sus dioses.

Luego, al fallarle la respiración, se detuvo jadeando.

De los tramos inferiores le llegó el rugido de un león y por los ojos de Solomon Kane pasó un destello de astucia. Durante mucho tiempo, permaneció inmóvil como una efigie de hielo y, en su locura, forjó un plan desesperado, mientras se retractaba silenciosamente de su blasfemia; porque si bien los dioses con pies forrados de hierro habían hecho al hombre para que les sirviera de juguete y entretenimiento, también le habían dado un cerebro que eleva su ingenio y crueldad a un nivel superior al de cualquier criatura viviente.

—Ahí habitarás —le dijo Solomon Kane a la cabeza de Goru—. El sol te marchitará y los fríos rocíos de la noche acabarán consumiéndote. Pero yo te protegeré de esas ansiosas aves y tus ojos presenciarán la caída de tus asesinos. No, no pude salvar a las gentes de Bogonda, pero por el Dios de mi raza que puedo vengarlos. El hombre es el juguete y el alimento de titánicos seres de la Noche y el Horror cuyas gigantescas alas se ciernen siempre sobre él. Pero hasta lo maligno puede llegar a su fin... y tú verás ese fin, Goru.

En los días subsiguientes, Kane trabajó titánicamente, comenzando con la primera luz gris del amanecer y continuando hasta después de la puesta del sol, bajo la pálida luz de la luna, hasta que caía derrengado para dormir el sueño de un profundo agotamiento.

Tomaba su comida sin dejar de trabajar y no hacía el menor caso de sus heridas, siendo apenas consciente de que se curaban por sí mismas. Bajaba a los niveles inferiores y cortaba bambú de tallos largos y duros. También cortaba grandes ramas de árboles y duros sarmientos para que hicieran de sogas.

Con estos materiales, reforzó los muros y el tejado de la choza de Goru. Introdujo los bambúes profundamente en la tierra, muy apretados contra el muro, entretejiéndolos rápidamente con los sarmientos duros y flexibles como cuerdas. Colocó rapidamente las largas ramas sobre el techo, atándolas muy juntas. Cuando hubo concluido, un elefante hubiera encontrado dificultades en atravesar los muros.

Los leones habían llegado a montones al altiplano y las piaras de cerditos disminuyeron rápidamente. A aquellos que dejaban los leones, los mataba Kane y se los echaba a los chacales. Esto atormentaba el corazón de Kane, pues era un hombre bondadoso y aquella matanza indiscriminada, aún de cerdos en los que de todas formas harían presa las bestias depredadoras, le apenaba. Pero formaba parte de su plan de venganza y endureció su corazón.

Los días se convirtieron en semanas. Kane trabajaba día y noche, y entre tarea y tarea hablaba con la mortificada y marchita cabeza de Goru, cuyos ojos, de manera bastante extraña, no cambiaban bajo el resplandor del sol ni ante la hechicera presencia de la luna, sino que conservaban su expresión de vida. Cuando el recuerdo de aquellos días de demencia hubo menguado hasta convertirse en una vaga pesadilla, Kane se preguntó si los resecos labios de Goru se habrían movido para formular una respuesta, tal como le había parecido a él, diciendo cosas extrañas y misteriosas.

Kane veía a los akaana volar en círculos, recortados contra el cielo a cierta distancia, pero no se acercaban, ni siquiera cuando él dormía en la gran cabaña con las pistolas a mano, pues temían su poder de dar muerte con el humo y el trueno.

Al principio, se dio cuenta de que volaban con pereza, ahítos de la carne que habían comido en aquella sangrienta noche, y de los cuerpos que se habían llevado a sus cuevas Pero, a medida que pasaban las semanas, cobraron un aspecto cada vez más delgado, alejándose mucho en busca de comida. Y Kane se reía profunda y demencialmente.

Aquel plan suyo no podía haber funcionado antes, pero ahora no había seres humanos para llenar los vientres del pueblo de las arpías. Y ya no había cerdos. No quedaba en todo el altiplano una criatura de la que el pueblo-murciélago pudiera alimentarse. Kane creía saber por que no se internaban hacia el este de las colinas. Debía tratarse de una región de espesa jungla, como la del país que quedaba al oeste. Los veía internarse volando en el pastizal, en busca de antílopes y veía como los leones se cobraban su precio en ellos. Después de todo, los akaanas eran seres débiles entre los cazadores, sólo lo suficientemente fuertes para matar cerdos y venados... y seres humanos.

Al final, acabaron volando cerca de él por las noches y, al ver el puritano sus codiciosos ojos mirándole fieramente por entre la penumbra, consideró que había llegado el momento. Enormes búfalos, demasiado grandes y feroces para servir de alimento al pueblo-murciélago, habían llegado al altiplano tras extraviarse causando estragos en los desertizados campos de los difuntos Bogondi. Kane separó a uno de éstos de la manada y lo condujo, con gritos y pedradas, hacia la choza de Goru. Tanto la tarea como el tiempo ocupado en ella resultaron largos y tediosos, y de nuevo Kane escapó por los pelos de las repentinas acometidas del arisco toro, pero perseveró y acabó conduciendo a la bestia ante la cabaña.

Soplaba un fuerte viento de poniente y Kane arrojó puñados de sangre al aire, para que el olor atrajese a las arpías de las colinas. Cortó en pedazos al toro y los llevó al interior de la cabaña, arreglándoselas después para arrastrar el enorme tronco hasta el mismo lugar. Luego se retiró hacia los gruesos árboles de las cercanías y aguardó.

No tuvo que esperar mucho. El aire matutino se llenó de repente con el golpeteo de muchas alas y una horrible manada aterrizó frente a la choza de Goru. Todas las bestias -u hombres- parecían estar allí, y Kane observó asombrado a las altas y extrañas criaturas, tan parecidas a los humanos y, aún así, tan diferentes... los verdaderos demonios de las leyendas y los mitos. Como si fueran capas, plegaron sus alas y hablaron entre ellos con una voz estridente, parecida a un crujido, en la que no había nada de humano.

No, decidió Kane, aquellas criaturas no eran hombres. Eran la materialización de alguna horrible broma de la naturaleza... una especie de parodia de la infancia del mundo, cuando la creación era aún un experimento. Quizás fueran el fruto de una prohibida y obscena unión entre hombre y bestia; aunque lo más probable era que se tratase de una monstruosa ramificación de la línea evolutiva... porque hacía mucho que Kane intuyera vagamente una oscura verdad en las heréticas teorías de los antiguos filósofos, la de que el Hombre no es sino una bestia superior. Y, si la Naturaleza había engendrado muchas extrañas bestias en las edades pasadas, ¿por qué no iba a haber experimentado con variaciones monstruosas de la humanidad? Seguramente el hombre, tal como Kane lo conocía, no sería el primero de su raza en caminar sobre la tierra, ni sería tampoco el ultimo.

Ahora, las arpías vacilaban, con la natural desconfianza que sentían por los edificios, y algunas se subieron al tejado, comenzando a romper el techo. Pero Kane lo había construido bien. Volvieron a bajar al suelo y, al fin, sin poder sustraerse más al olor de la sangre fresca y la visión de la carne que había en el interior, una de ellas se arriesgó a entrar. En un instante entraron todas, abarrotando la gran choza, y comenzaron a desgarrar la carne con voracidad; y, cuando la última de ellas estuvo dentro, Kane  extendió una mano, tirando de un largo sarmiento y poniendo en marcha la trampa, sostenida por la puerta, que había creado. Esta cayó con gran estrépito y la barra que había construido cayó quedando encajada en su sitio. Esa puerta aguantaría la carga de un toro salvaje.

Kane salió a descubierto y escudriñó el cielo. Unas ciento cuarenta arpías habían entrado en la choza. No vio más movimiento de alas cruzando el cielo y creyó adecuado suponer que toda la bandada había caído en la trampa. Entonces, con una sonrisa cruel y pensativa, Kane entrechocó pedernal y acero a un montón de hojas muertas que había junto al muro. En el interior, comenzó a sonar un incómodo murmullo, al darse cuenta las criaturas de que estaban prisioneras. Una delgada voluta de humo describió una curva hacia lo alto, seguida de una creciente llama roja; todo el montón estalló en llamas, prendiendo el bambú seco.

Momentos después, todo el lado del muro quedó prendido. Al olfatear el humo, los demonios del interior comenzaron a inquietarse. Kane les oyó graznar salvajemente, arañando los muros. Entonces sonrió con una mueca feroz, desprovista de humor y alegría. Entonces, un cambio de viento extendió las llamas alrededor del muro y por encima del techo... con un rugido, toda la cabaña se incendió estallando en llamas.

Un pavoroso pandemonium llegó hasta él, procedente del interior. Kane oyó estrellarse los cuerpos contra los muros, que se agitaban pero que aguantaron. Los horribles gritos eran música para su alma y, alzando los brazos, respondió a aquellos con gritos espantosos y estremecedoras risas. Aquel cataclismo de horror se elevó imparable, haciendo palidecer el tumulto de las llamas. Luego, al penetrar las llamas y condensarse el humo, decreció hasta convertirse en una mezcla de jadeos y estranguladas jerigonzas.

Un olor intolerable a piel humana quemada impregnó la atmósfera y, si en el cerebro de Kane hubiera quedado sitio para algo más que la locura de la victoria, se hubiera estremecido al percatarse de que el olor era el de ese hedor indescriptible que sólo despide la carne humana al arder.

Desde la densa nube de humo, Kane vio algo destrozado y farfullante que emergía por el deshecho tejado y se elevaba lenta y agónicamente, con unas alas espantosamente quemadas. Con toda tranquilidad, apuntó e hizo fuego, y el abrasado y cegado ser cayó de espaldas sobre la llameante masa, justo cuando los muros se derrumbaban. A Kane le pareció que el deshecho rostro de Goru, desvaneciéndose en el humo, se dividía de repente en una ancha sonrisa, emitiendo un súbito grito de jubilosa alegría humana, fusionándose misteriosamente con el crepitar de las llamas. Pero el humo y un cerebro enloquecido gastan bromas extrañas.

Kane estaba en pie, con el bastón ju-ju en una mano y la humeante pistola en la otra, sobre las ardientes ruinas que ocultaban para siempre, a los ojos de los hombres, al último de aquellos terribles monstruos semi-humanos, a quienes otro héroe desterrara de Europa en una era desconocida. Kane se mantuvo allí erguido, como una estatua de victoria desprovista de consciencia... con la mirada fría y dominante del luchador invencible.

El humo se curvó hacia las alturas del cielo matutino y un rugido de leones merodeadores agitó el altiplano. Lentamente, como la luz que irrumpe entre las nieblas, la cordura regresó a él.

—La luz de la mañana de Dios penetra incluso en oscuras y solitarias tierras —dijo sombríamente Solomon Kane—. La Maldad impera en los yermos de la Tierra, pero hasta ella tiene fin. A la medianoche le sigue el amanecer y hasta en esta tierra perdida se hunden las sombras. Extraños son tus designios, oh Dios de mi pueblo, ¿y quién soy yo para cuestionar tu sabiduría? Mis pies se han hundido en malignos caminos, pero Tú me has sacado adelante sin daño y has hecho de mí un azote para las Fuerzas del Mal.

Sobre las alturas de los hombres se ciernen las gigantescas alas de monstruos colosales y toda clase de seres malignos hacen presa en el corazón, el alma y el cuerpo del Hombre. Aún así, puede ser que, en un día lejano, las sombras se desvanezcan y el Príncipe de las Tinieblas sea encadenado para siempre en su infierno. Y hasta entonces, lo único que puede hacer la humanidad es resistir firmemente a esos monstruos desde dentro y fuera de su corazón, y, con la ayuda de Dios, aún podrá triunfar.

Y Solomon Kane alzó la vista hacia las silenciosas colinas, sintiendo su silenciosa llamada, así como el de las inimaginables distancias más allá; y, cambiando de sitio su cinturón, Solomon Kane tomó con firmeza el cayado en su mano y volvió su rostro hacia levante.

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