lunes, 31 de marzo de 2014

La habitación que silbaba


William Hope Hodgson

Como llegaba tarde, Carnacki me enseñó amistosamente el puño. Luego abrió la puerta del comedor y nos invitó a los cuatro: Jessop, Arkright, Taylor y yo, a que tomáramos asiento. Como de costumbre, cenamos bien y, también como siempre, Carnacki estuvo endiabladamente silencioso. Sólo al final, cuando ocupamos, provistos de copas y cigarros, nuestras usuales posiciones, Carnacki —que ya se había instalado confortablemente en su enorme sillón— comenzó a contarnos su historia sin mayores prolegómenos:

—Acabo de volver otra vez de Irlanda —dijo—. Y he pensado, queridos amigos, que estaríais interesados en conocer lo que me ha ocurrido. Así que pensé que vería las cosas más claras después de habéroslas contado con todo detalle. Sin embargo, debo deciros que desde el principio... hasta ahora, he estado completa y lamentablemente «despistado». He tenido que vérmelas con uno de los casos más peculiares de «embrujamiento» (o de manifestaciones diabólicas, si preferís ese nombre) con los que jamás me había encontrado. Así que poned atención.

He pasado estas últimas semanas en el castillo de Iastrae, que se encuentra a unas veinte millas al noroeste de Galway. Había recibido, hace ahora un mes, una carta de cierto señor Sid K. Tassoc, quien había comprado recientemente dicho castillo y se había mudado a él, pero sólo para comprobar que había hecho una adquisición un tanto peculiar. Cuando llegué, fue a buscarme a la estación, conduciendo un tílburi, con el que me llevó al castillo, al que, de pasada, llamaba su «choza». No tardé en comprobar que «acampaba» en ella en compañía de un hermano más joven y de otro americano que parecía ser una especie de sirviente y amigo. Al parecer, todo el servicio había abandonado el lugar, en masa como diríais vosotros, por lo que tenían que arreglárselas solos, excepción hecha de eventuales ayudas. Los tres hombres prepararon una comida bastante frugal y Tassoc me contó todo lo relacionado con su problema, mientras nos sentábamos a la mesa. Era lo más extraordinario con que me había topado, y resultaba diferente a todos mis casos, aunque pienso que el del «Zumbido» también fue bastante anormal. Tassoc fue al grano sin más.

—Hemos descubierto una habitación en esta choza —dijo—, que produce un silbido de lo más infernal, como si estuviese embrujada. Y puede comenzar en cualquier momento, sin que sepas cuándo, y sigue y sigue hasta que no Carnacki, haces más que temblar. No es un silbido ordinario, ni tampoco el viento. Espere a oírlo.

—Todos llevamos revólveres —dijo su hermano, dando una palmadita en el bolsillo de su americana.

—¿Tan mal van las cosas? —pregunté. A lo que el hermano mayor asintió con la cabeza.

—Quizá yo sea demasiado impresionable —me contestó—, pero espere a oírlo. A veces pienso que se trata de algo infernal y, al momento siguiente, estoy seguro de que es alguien gastándonos una broma pesada.

—¿Por qué? ¿Qué ganarían con ello?

—Usted cree que, por lo general, la gente siempre tiene alguna razón para gastar bromas tan excesivamente preparadas como ésta —comentó—. Bueno, pues le diré que hay una dama en la región, la señorita Donnehue, que dentro de dos meses será mi esposa. Ella es más hermosa de lo que podría contarle y, hasta donde puedo ver, creo que he ido a meter la cabeza en un nido de avispas irlandesas. Había más de una docena de jóvenes irlandeses de cabeza caliente que la cortejaban desde hacía dos años, y ahora que he venido yo y les he dejado con un palmo de narices, se sienten rabiosos conmigo. ¿Comienza a ver por dónde van los tiros?

—Sí —contesté—. Quizá en cierta forma, pero lo que no comprendo es de qué modo podría afectar todo esto a la habitación.

—Se lo voy a explicar —se apresuró a decir—. Cuando me decidí a casarme con la señorita Donnehue, comencé por buscar un sitio y compré esta pequeña choza. Una tarde, mientras estábamos cenando, le dije que pensaba establecerme en ella. Ella me preguntó si no tenía miedo de la habitación que silbaba. Yo comenté que eso debía ser alguna invención gratuita, porque no había oído nada al respecto. Estaban presentes algunos de sus amigos y vi que no tardó en circular entre sus rostros una sonrisa. Tras hacer varias preguntas, descubrí que durante los últimos veintitantos años varias personas habían comprado la propiedad y poco después habían acabado por venderla. Entonces aquellos muchachos comenzaron a meterse conmigo y a hacer apuestas después de la cena respecto a que no sería capaz de permanecer seis meses seguidos en la choza. Miré una o dos veces a la señorita Donnehue para asegurarme de que «había cogido el hilo» de la conversación, pero comprobé que ella pensaba que iba en serio. En parte, creo, porque había cierta sorna en la manera que tenían de meterse conmigo, y también porque ella creía realmente que había algo de verdad en aquel cuento espeluznante de la habitación que silbaba. Sin embargo, hice todo lo posible para seguirles el juego. Acepté todas sus apuestas y así les cerré el pico, llevando yo la voz cantante. Creo que a algunos les va a costar bastante trabajo ganarme, porque no pienso darme por vencido. Y bueno, creo que ya conoce toda la historia.

—No del todo —comenté—. Lo único que sé es que usted se ha comprado un castillo con una habitación un tanto «extraña», y que ha hecho una apuesta. También sé que sus sirvientes se han espantado y han salido corriendo. ¿Puede contarme algo acerca del silbido?

—¡Ah! ¡Eso! —exclamó Tassoc—. Lo oí la segunda noche de estar aquí. Como puede suponer, yo había examinado a fondo la pieza durante el día, pues la conversación que habíamos tenido en Arlestrae, donde vive la señorita Donnehue, me había intrigado un poco. La verdad es que me pareció tan corriente como otras de la parte antigua, aunque quizá diese mayor sensación de abandono. Pero quizá aquello hubiera que achacarlo a lo que me habían contado de ella. El caso es que el silbido comenzó a eso de las diez de la segunda noche, como ya le dije. Tom y yo estábamos en la biblioteca, cuando oímos un silbido espantoso y sobrenatural que venía del corredor este, pues recordará que la habitación se encuentra en el ala este. «¡Es ese maldito fantasma!», le dije a Tom. Cogimos los candelabros de encima de la mesa y fuimos a echar un vistazo. Mientras avanzábamos por el corredor sentí que se me hacía un nudo en la garganta..., la cosa era terriblemente abominable. En cierta forma, sonaba como una canción, aunque más pareciese como si un diablo, o alguna cosa maligna se riese de nosotros y fuese a cogernos por detrás.

Así es como me sentía. Al llegar a la puerta no nos quedamos esperando, sino que la abrimos bruscamente, y le aseguro que el sonido de aquello me golpeó en el rostro. Tom me dijo que sintió lo mismo, una mezcla de extrañeza y de maravilla. Echamos un buen vistazo alrededor y en seguida nos sentimos muy nerviosos, por lo que nos fuimos rápidamente, cerrando la puerta con llave.

Bajamos hasta esta habitación y nos servimos un buen trago. Nos sentimos algo recuperados y comenzamos a tener la sensación de que al fin nos la habían pegado. Así que cogimos unos bastones y salimos fuera, pensando que a lo mejor todavía nos encontrábamos con alguno de aquellos tramposos de irlandeses que seguían haciendo de fantasmas. Pero no encontramos a nadie. Volvimos a la casa y, después de recorrerla por entero, fuimos a hacer otra visita a la habitación. Pero, sencillamente, no pudimos soportarlo. Salimos corriendo por las buenas y volvimos a echar la llave a la puerta. No puedo decirlo con palabras, pero tuve la sensación de encontrarme ante algo abominablemente peligroso. ¡Ya lo ve! Desde entonces llevamos encima nuestras armas. Por supuesto, al día siguiente exploramos a fondo la habitación y toda la casa, e incluso los sótanos, sin encontrar nada extraño. Y ahora no sé qué pensar, excepto que alguna parte sensible dentro de mí me dice que se trata de algún plan de esos brutos de irlandeses para volverme loco.

—¿Hicieron algo después de lo sucedido? —pregunté.

—Sí —me dijo—. Montar guardia por la noche, junto a la puerta de la habitación, patrullar fuera de la casa y sondear los muros y el piso de la habitación. Hicimos todo lo que se nos ocurrió, y sólo cuando vimos que a los nuestros comenzaban a fallarles los nervios le llamamos a usted.

Cuando terminó de contarme la historia, ya habíamos acabado de comer. Mientras nos levantábamos de la mesa, Tassoc nos impuso silencio.

—¡Ssh! ¡Escuchen!

Nos callamos al instante, aguzando el oído. Entonces lo oí. Era un silbido prolongado, monstruoso e inhumano, que llegaba de muy lejos, de los corredores que estaban a mi derecha.

—¡Por Dios! —exclamó Tassoc—. ¡Y eso que aún no es de noche! Cojan esas velas y vengan conmigo.

En unos instantes nos encontramos fuera del comedor, subiendo las escaleras a toda prisa. Tassoc dobló hacia un largo corredor y los demás le seguimos, apantallando con la mano nuestras velas, mientras corríamos. El ruido parecía ocupar todo el pasillo a medida que nos acercábamos, hasta el punto de que tuve la sensación de que el mismísimo aire latía bajo el imperio de alguna nefanda e inmensa Fuerza..., una sensación como de corrupción palpable, por decirlo de alguna manera, como si alguna monstruosidad nos rodease. Tassoc corrió el pestillo de la cerradura y, empujando con el pie, abrió la puerta, para echarse hacia atrás y sacar su revólver. Cuando la puerta quedó abierta de par en par, el sonido nos abofeteó... Fue algo imposible de explicar a quien no lo haya oído... Había en él una nota inconfundible y terrible, como si hubiera alguien agazapado en la oscuridad. Imaginaos la habitación estremeciéndose y chirriando con una enloquecida y vil alegría, ante aquellos aflautados y perversos silbidos, mientras era consciente de nuestra presencia. Quedarse allí y escucharlo era ir derecho al manicomio. Era como si de repente alguien os mostrase la boca de un enorme pozo y dijese: «Eso es el Infierno.» Y supieseis que os había dicho la verdad. ¿Lo comprendéis siquiera un poco? Di un paso hacia el interior de la habitación y levanté la vela por encima de mi cabeza, echando un rápido vistazo alrededor. Tassoc y su hermano se unieron a mí, y el primero se situó detrás. Todos habíamos levantado las velas.
Yo me encontraba aturdido por el sonido estridente y agudo del silbido. Entonces me pareció oír una voz muy clara que me decía al oído: «¡Sal de aquí... en seguida! ¡Deprisa! ¡Deprisa!»

Como bien sabéis, queridos amigos, jamás desprecio ese tipo de advertencias. A veces no son más que los nervios, pero, como recordaréis, una advertencia parecida me salvó la vida en «El caso del Perro Gris» y en el curso de mis experiencias con el «Dedo Amarillo», por no citar más casos. Así que me volví hacia los demás.

—¡Fuera! —dije—. ¡Por el amor de Dios, fuera! ¡Deprisa!

En un instante estábamos todos en el pasillo. El abominable silbido se convirtió en un extraordinario aullido y, de repente, con la rapidez del trueno, se hizo un absoluto silencio. Cerré violentamente la puerta y eché la llave. Me la guardé en el bolsillo y miré a los que estaban conmigo. Se encontraban terriblemente pálidos, y supongo que yo no debía de desentonar mucho a su lado. Y allí nos quedamos un momento, sin decir nada.

—Bajemos a tomar un whisky —acabó por decir Tassoc, con una voz que intentaba pasar por normal; y abrió la marcha. Yo iba en la retaguardia, y vi que todos, yo incluido, no hacíamos más que mirar todo el tiempo por encima de nuestros hombros. Cuando llegamos abajo, Tassoc nos fue pasando la botella.

Se sirvió una buena dosis y dejó violentamente su vaso encima de la mesa. Luego se dejó caer en un mullido sillón.

—¡Qué maravilla tener una cosa como esa en la casa de uno! ¿No les parece? —comentó. Y poco después preguntó sin ambages—: ¿Por qué diablos nos hizo salir tan deprisa, Carnacki?

—Porque me pareció oír que alguien me decía que saliésemos en seguida —contesté—. Suena un tanto tonto... y supersticioso, lo sé, pero cuando uno se encuentra mezclado en este tipo de asuntos, siempre es bueno hacer caso a todas esas ensoñaciones y arriesgarse a que se rían de uno.

Y entonces le conté «El caso del Perro Gris», que escuchó, asintiendo de continuo con la cabeza.

—Desde luego —dije—, quizá sólo se trate de esos supuestos rivales de los que hablara antes, que nos estaban gastando una broma, pero personalmente, intentando mantener la mente abierta, siento que hay algo bestial y peligroso en este asunto.

Seguimos charlando un poco más. Tassoc sugirió que jugáramos al billar, y lo hicimos con bastante poca convicción, pues todo el tiempo estábamos con el oído puesto en la puerta, por decirlo coloquialmente, atentos a los ruidos; pero, como no oímos ninguno, tras tomarnos un café nos propuso que fuéramos a acostarnos, para proceder al día siguiente a un exhaustivo examen de la estancia. Mi habitación se encontraba en la parte más reciente del castillo y su puerta daba a la galería de los cuadros. Hacia el extremo este de la galería se hallaba la entrada al corredor del ala este, que estaba separado de la galería por dos antiguas y pesadas puertas de madera de roble, en extraño contraste con las demás puertas de las habitaciones, más modernas. Cuando llegué a mi habitación, no me fui a la cama, sino que comencé a deshacer el baúl que contenía todos mis instrumentos y cuya llave siempre guardo conmigo. Intentaba realizar una o dos pruebas preliminares en mi investigación del extraordinario silbido. No mucho después, cuando todo era silencio en el castillo, me deslicé fuera de mi habitación y franqueé la entrada del gran corredor. Abrí una de las puertas gruesas y bastante bajas y barrí con el haz luminoso de mi linterna de bolsillo el pasillo. Estaba vacío. Empujé la puerta de roble y avancé por el largo corredor, iluminando sucesivamente delante y detrás y con el revólver amartillado.

Me había puesto un «collar protector» de ajos alrededor del cuello, y su olor parecía llenar el corredor y darme confianza; como sabéis, es una maravillosa «protección» contra las formas Aeiirii más usuales de semimaterialización, las cuales eran, a mi entender, las causantes del silbido; no obstante, en aquel estadio de mi investigación aún me hallaba dispuesto a aceptar que procedían de una causa perfectamente natural, pues es sorprendente constatar el enorme número de casos que demuestran no deberse a nada sobrenatural. Además del collar, me había puesto en los oídos dientes de ajo, que no me incomodaban mucho; y, como no tenía pensado permanecer en la habitación más que unos minutos, no esperaba correr ningún peligro. Cuando llegué a la puerta y metí la mano en el bolsillo para buscar la llave, tuve una súbita sensación de intenso terror. Pero no estaba dispuesto a retroceder si conseguía dominarme. Corrí el pestillo y giré el pomo de la puerta; la abrí de una violenta patada, como había hecho Tassoc, y saqué el revólver, aunque realmente no esperase hacer uso de él.

Barrí con el haz de la linterna toda la habitación y di un paso hacia dentro, con la incomodísima y horrible sensación de ir derecho al encuentro del peligro. Permanecí expectante unos segundos, sin que se produjera nada, mientras la habitación se veía completamente vacía. Y entonces, fijaos, me di cuenta de que estaba sumida en un abominable silencio, tan espantoso como cualquiera de los ruidos obscenos que esas Cosas son capaces de hacer. ¿Recordáis lo que os conté del asunto del «Jardín silencioso»? Bueno, pues en aquella habitación había precisamente aquel mismo tipo de silencio malévolo..., la bestial tranquilidad de una cosa que te está mirando, sin hacerse visible, y que piensa que ya te tiene. ¡Oh, lo reconocí al instante! Así que ajusté el haz de mi linterna para que iluminase toda la habitación. Me puse a trabajar enérgicamente, aunque sin dejar de mirar a mi alrededor. Precinté las dos ventanas con cabellos humanos, de uno a otro lado, sellándolas en los marcos. Mientras hacía aquel trabajo, una extraña y casi imperceptible tensión se insinuó en el ambiente, y el silencio pareció solidificarse: no sé si me explico. Entonces supe que no tenía nada que hacer allí sin contar con una «protección total», pues estaba prácticamente seguro de que no se trataba de una simple manifestación Aeiirii, sino de una de las peores formas de las Saiitii, como en «El caso del hombre que gruñía», si recordáis. Terminé con la ventana y, sin pérdida de tiempo, me dirigí hacia la gran chimenea. Era inmensa y tenía varios hierros en forma de horca, creo que se dice así, que salían de detrás de la bóveda. Precinté la abertura con cabellos humanos... de forma que el séptimo cabello se cruzara con los otros seis.

Justo cuando estaba a punto de acabar, un tenue silbido, inconfundiblemente burlón, sonó en la habitación. Un escalofrío helado me subió por la espalda y, después de recorrer la frente, se alojó en mi nuca. El repugnante sonido llenaba toda la habitación con una extraordinaria y grotesca parodia de silbido humano, aunque resultaba demasiado gigantesco para proceder realmente de un hombre..., como si algo gargantuesco y monstruoso intentase silbar como un ser humano. Mientras permanecí allí, acabando de colocar el último sello, casi no tuve duda de que había ido a dar con uno de aquellos casos, tan escasos como horribles, en que lo Inanimado reproduce las funciones de lo Animado. Agarré mi linterna y me dirigí rápidamente hacia la puerta, mirando hacia atrás y esperando que la cosa hiciese lo que yo esperaba. Y así sucedió, pues, justamente cuando empuñaba el pomo..., un chillido de increíble y malévola cólera dominó el tono bajo del silbido. Salí a toda prisa, dando un portazo, y eché la llave.

Durante unos instantes me apoyé en la pared de enfrente de la puerta, sintiéndome como vacío, pues aquel chillido había sido algo terriblemente monstruoso... «No dispondrás de salvaguarda alguna ni de lugar santo, cuando la abominación haga hablar a la madera y a la piedra.» Así dice el Manuscrito Sigsand, y yo demostré que era cierto en «El caso de la puerta que asentía». No existe, pues, ninguna protección contra esa particular especie de monstruo, excepto quizá durante una breve fracción de tiempo, ya que puede materializarse o tomar para sus propósitos la misma forma material de la protección que estéis utilizando, puesto que tiene poder para «adoptar cualquier forma dentro del pentáculo», aunque no de manera inmediata. Por supuesto que siempre existe la posibilidad de recitar el Último Versículo Desconocido del Ritual Saaamaaa, aunque sea demasiado incierta, ya que el peligro al que uno se expone resulta extremadamente terrible y porque además sólo protege durante «quizá cinco latidos del corazón», como recuerda el Manuscrito Sigsand. Dentro de la habitación sonaba en aquellos momentos un silbido continuo, como meditabundo, que no tardó en cesar, con lo que el silencio dio la impresión de ser peor, pues siempre hay en él una sensación de oculta malignidad. Poco después precinté la puerta, cruzándola con varios cabellos, y regresé por el gran pasillo, yéndome a la cama. Durante bastante tiempo permanecí despierto, hasta que al fin conseguí dormirme. A eso de las dos de la mañana, me despertó el silbido de la habitación, que llegaba hasta mí incluso a través de tantas puertas cerradas. El sonido era tremendo y parecía sacudir toda la casa como si fuese a pasar algo terrible, como si al otro extremo del pasillo (recuerdo que lo pensé entonces) un gigante monstruoso estuviese organizando para su uso exclusivo un carnaval demente. Me levanté, sentándome al borde de la cama y preguntándome si no debía volver y echar un vistazo a los precintos, cuando llamaron a mi puerta y entró Tassoc, con una bata encima del pijama.

—Como pensaba que también se habría despertado, he venido a charlar un rato —dijo—. No puedo dormir. ¿Verdad que es algo encantador?

—Resulta maravilloso —comente, lanzándole mi pitillera.

Encendió un cigarrillo y estuvimos sentados, charlando, cerca de una hora; durante todo aquel tiempo, el ruido no dejó de llegarnos del otro extremo del gran corredor.

De repente, Tassoc se levantó.

—Cojamos nuestros revólveres y vayamos a ver más de cerca a la Bestia — dijo, haciendo ademán de salir.

—¡No! —le repliqué—. ¡Por Júpiter!... ¡NO! Aunque aún no puedo afirmar nada, creo que la habitación encierra el mayor de los peligros.

—¿Está embrujada?... ¿Realmente embrujada? —preguntó, de manera directa, sin asomo de ese humor que tan frecuente era en él.

Le dije que, desde luego, no podía dar un sí o un no definitivos a su pregunta, pero que esperaba poder contestarla satisfactoriamente muy pronto. Después le di un breve curso acerca de la Falsa Rematerialización de la Fuerza Animada en lo Inerte Inanimado, de suerte que comenzó a comprender hasta qué punto podía ser peligrosa aquella habitación, si realmente daba lugar a tales manifestaciones. Cerca de una hora después, el silbido cesó bruscamente y Tassoc volvió de nuevo a su cama. Yo también me fui a la mía y logré conciliar un breve sueño. A la mañana siguiente me acerqué a la habitación. El precinto de la puerta estaba intacto. Entonces entré. Los sellos y cabellos de la ventana estaban intactos, pero el séptimo cabello que cruzaba de un lado a otro la gran chimenea se había roto. Aquello me dio qué pensar. Quizá todo se debiera al hecho de haberlo dejado excesivamente tirante..., pero también se podía haber roto por otra causa. De cualquier modo, era muy poco probable que un hombre, por poner un ejemplo, hubiera podido pasar a través de los seis cabellos que no estaban rotos, pues nadie habría sido capaz de distinguirlos entrando en la habitación por aquel sitio, por lo que los habría roto sin saber de su existencia. Quité los demás cabellos y los sellos. Entonces, metiendo la cabeza en la chimenea, miré hacia arriba. A pesar de ser bastante larga, pude distinguir en su extremo el azul del cielo. Era un conducto amplio y libre de recovecos que hubieran podido esconder a alguien. Pero no podía fiarme de un examen tan superficial, y así, después del almuerzo, me puse un mono y lo escalé hasta arriba del todo, sondeándolo mientras avanzaba, pero no encontré nada.

Entonces bajé y me fui a la habitación, buscando exhaustivamente en piso, techo y paredes, tras parcelar las respectivas superficies en cuadrados de seis pulgadas de lodo y tantearlas con martillo y sonda. Pero no encontré nada anormal. Después de aquello, invertí tres semanas en investigar por todo el castillo de manera parecida, con los mismos resultados. Incluso una noche, nada más comenzar el silbido, fui más lejos e hice una prueba con un micrófono. Si el silbido era producido mecánicamente, el micrófono me habría dado la evidencia de que había algún tipo de máquina obrando en el interior de las paredes. Era un método de investigación muy moderno, como veis. Por supuesto que yo no pensaba que ninguno de los rivales de Tassoc hubiese instalado ningún sistema mecánico parecido, pero me parecía posible que alguien hubiese podido utilizar años atrás uno similar, capaz de producir el silbido, quizá con intención de dar a la habitación una reputación que pudiese preservarla de la intrusión de gente curiosa. ¿Comprendéis a qué me refiero? Era muy posible, si tal era el caso, que alguien conociese el secreto de aquel sistema y lo estuviese utilizando para gastarle a Tassoc una broma diabólica.

Como iba diciendo, la prueba del micrófono para sondear las paredes me permitiría conocer si tenía o no razón. Pero no obtuve resultado alguno. Prácticamente, ya no me quedaba ninguna duda de que se trataba de un genuino caso de lo que popularmente se designa como «embrujamiento». Durante todo aquel tiempo, cada noche, y en muchas ocasiones durante su mayor parte, el chirriante silbido de la habitación se hacía insoportable. Era como si encerrase dentro una Inteligencia que estuviese al tanto de los pasos que se estaban dando contra ella, y silbase y chirriase en una especie de desprecio demente y burlón. Os aseguro que resultaba tan extraordinario como terrible. De vez en cuando, en calcetines y andando de puntillas, me acercaba a la habitación precintada (pues siempre la dejaba así), hasta varias veces en una misma noche, y con frecuencia el silbido del interior parecía convertirse en una nota brutalmente burlona, como si el monstruo medio materializado me viese claramente a través de la puerta cerrada. Y siempre que me quedaba allí esperando, el estruendo del silbido parecía llenar completamente el corredor, hasta el punto de que me sentía como un intruso en medio de la celebración de uno de los misterios del Infierno.

Cada mañana entraba en la habitación y examinaba los diferentes cabellos y sellos. Después de la primera semana había tendido cabellos a todo lo largo de las paredes y del techo, mientras que sobre el piso, que era de piedra pulimentada, había dispuesto pequeñas etiquetas incoloras, con la parte adhesiva por encima. Estaban numeradas y ordenadas según un plan preconcebido, lo que me permitiría trazar los movimientos exactos de cualquier cosa animada que pasase por encima de ellas. Comprenderéis que no había ser material ni criatura viviente que pudiese entrar en la habitación sin dejar numerosas pistas de su paso. Pero jamás se alteró nada, así que comencé a pensar que debía arriesgarme a pasar una noche en la habitación dentro del pentáculo eléctrico. Fijaos que sabía muy bien que hacerlo era una locura, pero es que ya me estaba cansando y por eso me sentía decidido a intentar cualquier cosa. Así pues, poco antes de la medianoche rompí el precinto de la puerta y eché una mirada rápida en su interior; os aseguro que toda la habitación lanzó un aullido demencial y quiso abalanzarse sobre mí, en medio de una oscuridad que parecía envolverme, como si las paredes se hubiesen curvado para atraparme. Desde luego que debió de tratarse de mi imaginación. En cualquier caso, con el aullido había tenido más que suficiente. Salí de la habitación, dando un portazo, y la cerré con llave, sintiendo que la debilidad me iba bajando por el espinazo. Me pregunto si conocéis esa sensación. Y entonces, cuando había llegado a ese momento en que uno siempre está dispuesto a emprender lo que sea, pensé que acababa de hacer un descubrimiento.

Era cerca de la una de la mañana y paseaba sin prisa alrededor del castillo, pisando la hierba. Había llegado hasta la fachada este y podía oír por encima de mi cabeza el vil y obsceno silbido de la Habitación, que desde abajo se veía sumida en la tiniebla. Entonces, súbitamente, a pocos pasos delante de mí, oí la voz de un hombre, hablando en voz baja, pero, según toda evidencia, contento:

—¡Por San Jorge! No sé vosotros, amigos, pero desde luego yo no traería a mi mujer a vivir a una casa como ésta —dijo con el acento de un irlandés cultivado.

Alguien le contestó, pero se interrumpió, porque entonces oí una exclamación y gente corriendo, y todo acabó en ruido de pisadas que se dirigían hacia todas las direcciones. Era evidente que me habían visto. Durante unos pocos segundos me quedé sin reaccionar, sintiéndome poco menos que un asno. ¡Así que, después de todo, aquellos tipos eran los responsables del embrujamiento! ¿Comprendéis que me pareciera que había hecho el idiota? Debían de ser los rivales de Tassoc, y yo... ¡había sentido en lo más profundo de mis huesos que tenía entre las manos un caso genuino! Pero entonces acudieron a mi memoria infinidad de detalles que de nuevo me hicieron dudar. De cualquier forma, ya se tratase de algo natural o sobrenatural, todavía quedaba mucho por aclarar. A la mañana siguiente le conté a Tassoc lo que había descubierto, y durante cinco noches seguidas mantuvimos en estrecha vigilancia el ala este, pero seguimos sin ver el menor rastro de nadie merodeando por ella; sin embargo, durante todo aquel tiempo, prácticamente desde el atardecer al amanecer, el grotesco silbido sonó espantosamente en las tinieblas que se cernían sobre nosotros.

En la mañana del sexto día recibí un telegrama de Inglaterra que me obligaba a regresar en el primer barco. Le expliqué a Tassoc que estaría fuera pocos días, haciendo hincapié en que siguiera montando guardia alrededor del castillo. Sólo me preocupaba una cosa, y era que debía prometerme formalmente que no entraría en la habitación entre la puesta y la salida del sol. Le dejé bien claro que no teníamos nada definitivo, en un sentido o en otro, y que si la habitación era lo que me había parecido en un principio, tendría muchas probabilidades de hallar la muerte si entraba en ella cuando hubiera anochecido. Una vez en Inglaterra y zanjados mis asuntos, pensé que os sentiríais interesados por este caso. En fin de cuentas, lo que estaba buscando era aclarar un poco mis ideas, y por eso os llamé. Mañana regreso de nuevo. Cuando esté de vuelta, seguro que tengo algo realmente extraordinario que contaros. A propósito, me olvidé de contaros una cosa curiosa. Intenté obtener un registro fonográfico del silbido, pero no conseguí que impresionara la cera. Eso fue una de las cosas que peor me hicieron sentir. Otra cosa extraordinaria es que el micrófono no amplifica el sonido, ni siquiera lo capta: parece como si no lo tuviese en cuenta, como si no existiese. Por el momento me hallo absoluta y categóricamente perplejo. Y me pregunto con cierta curiosidad si alguno de vosotros tendría la suficiente cabeza para poder arrojar alguna luz en este asunto. Yo no puedo... por ahora. Y se levantó.

—Buenas noches a todos —dijo, y nos puso en la puerta, como si fuese su propio mayordomo, aunque sin resultar ofensivo para nosotros.

Dos semanas más tarde nos enviaba una tarjeta a cada uno y, como es fácil imaginar, en aquella ocasión no llegué tarde. Cuando nos encontramos todos juntos, Carnacki nos hizo pasar al comedor, y nada más acabar de cenar, mientras nos sentíamos la mar de felices, prosiguió su relato donde lo había dejado. Ahora escuchadme muy atentamente, pues tengo que contaros algo muy singular. Llegué, avanzada la noche, y tuve que caminar hasta el castillo, ya que no les había avisado de mi regreso. Había un magnífico claro de luna, de manera que el paseo fue más placentero que otra cosa. Cuando me acerqué, el lugar estaba rodeado de tinieblas, y pensé, rodear el castillo para ver si Tassoc o su hermano estaban montando guardia. Pero no pude encontrar a ninguno de ellos, por lo que supuse que habrían acabado por cansarse y se habían ido a dormir.

Volvía sobre mis pasos, cruzando el césped que se extiende al pie del ala este, cuando oí el terrible silbido de la Habitación, curiosamente nítido en medio de la tranquilidad de la noche. Recuerdo que tenía una nota peculiar, baja y constante, extrañamente meditabunda. Miré hacia su ventana, brillante a la luz de la luna, y tuve la súbita ocurrencia de ir a coger una escalera de los establos para intentar echar un vistazo desde fuera. Con esta idea, contorneé rápidamente el castillo, dirigiéndome hacia los establos, y no tardé en volver con una escalera larga y bastante ligera, aunque no lo bastante para que uno solo pudiese llevarla fácilmente. ¡Vaya si pesaba! Al principio pensé que no podría levantarla. Al fin lo conseguí y apoyé su extremo superior con mucha suavidad contra el muro, un poco por debajo del antepecho de la ventana. Subí por ella silenciosamente. No tardé en asomar la cabeza por encima del antepecho y mirar por el cristal, a solas con el claro de luna. Como era de esperar, el extraño silbido sonó más fuerte, aunque seguí sintiendo la curiosa impresión de antes, como si alguien tocase para sí... ¿Comprendéis lo que quiero decir? A pesar del tono meditabundo de la nota, su cualidad horrible y gargantuesca era evidente... como una poderosa parodia de humanidad, como si me hallase escuchando una abominación que silbase con labios de monstruo, pero con alma de hombre.

Y entonces vi algo. El suelo de aquella enorme y vacía estancia se levantaba en su centro, para formar un extraño montículo, de apariencia blanda, que exhibía en su cima una cambiante oquedad, responsable del enorme y espantoso silbido. En algunos momentos, mientras miraba, vi que la oquedad palpitaba con un inconcebible movimiento de succión, como si fuese el resultado de una respiración enorme, y entonces la cosa se dilataba y volvía a tocar la increíble melodía. Y, mientras la miraba, se me ocurrió que la cosa estaba viva y que me encontraba mirando dos enormes y negruzcos labios, hinchados y horribles, a la luz de la luna. De repente crecieron en una tremenda explosión de fuerza y sonido, endureciéndose e hinchándose, monstruosamente descomunales y nítidos bajo los rayos lunares. Una espesa baba recubrió el enorme labio superior. En el mismo momento el silbido explotó en una nota demencial y estridente que me dejó sordo, a pesar de estar fuera, en la ventana. Instantes después, miraba con ojos abiertos e inexpresivos el suelo de la habitación, sólido como siempre, de lisa piedra pulimentada, que la cubría de un extremo a otro. Y en ella reinaba un silencio absoluto.

Supongo que me podéis imaginar mirando atónito al interior de la Habitación que ha quedado en silencio, después de haber contemplado aquel portento. Me sentía como un niño asustado y tuve unas ganas terribles de deslizarme sin hacer ruido por la escalera y echar a correr. Pero en aquel mismo instante oí la voz de Tassoc dentro de la Habitación, pidiendo auxilio, auxilio. ¡Dios mío! Estaba tan aturdido y desconcertado que tuve la vaga e imprecisa noción de que, después de todo, los irlandeses le habían cogido y le estaban haciendo pasar un mal rato. Como la llamada volvió a repetirse, rompí el vidrio de la ventana y penetré de un salto en la habitación para ayudarle. Tuve la confusa idea de que la llamada había venido de la sombra proyectada por la gran chimenea, y me dirigí hacia ella, pero sin encontrar a nadie.

—¡Tassoc! —exclamé.

Mi voz suscitó ecos en las paredes de la enorme habitación. Entonces, con la rapidez del relámpago, supe que no era Tassoc el que llamaba. Giré en redondo, enfermo de miedo, hacia la ventana, mientras resonaba un tremendo silbido, espantoso y exultante, que parecía llenar la habitación. A mi izquierda, el extremo de la pared se había abombado en dirección a mí, formando un par de labios gargantuescos, negros y absolutamente monstruosos, a menos de una yarda de mi rostro. Durante un instante, dominado por la locura, busqué mi revólver; pero no para utilizarlo contra la cosa, sino contra mí mismo, pues aquel peligro era mil veces peor que la muerte. Y, entonces, alguien murmuró en la habitación el Ultimo Versículo Desconocido del Ritual Saaamaaa de manera perfectamente audible. Al instante sucedió lo que ya había experimentado antes: era como si comenzase a caer por los alrededores un fino polvo, de manera continua y monótona, y supe que mi vida pendía, detenida durante un breve instante, presa de vértigo, mientras se veía rodeada de seres invisibles. Aquella sensación terminó y entonces supe que, una vez más, estaba entre los vivos. Mi alma y mi cuerpo se juntaron de nuevo y la vida y las energías volvieron a mí. Me lancé como un poseso hacia la ventana, casi tirándome de cabeza, pues había dejado de tener miedo a la muerte. Me di contra la escalera y caí por ella, mientras intentaba no perder su contacto, hasta que llegué al suelo, ileso. Entonces me senté en el suave y húmedo césped, bajo la luz de la luna. De arriba, saliendo de la rota ventana de la habitación, llegaba el monótono silbido.

Eso es lo esencial de la historia. No me había hecho daño. Me fui rápidamente a la fachada principal y desperté a Tassoc. Cuando me abrieron, tuvimos una larga charla, ayudada con un excelente whisky —pues yo estaba hecho polvo—, en el transcurso de la cual intenté explicarles lo sucedido como mejor pude. Le dije a Tassoc que había que demoler la Habitación y quemar todos y cada uno de sus escombros en un horno montado en el interior de un pentáculo. Asintió con la cabeza. Y como no había más que contar, me fui a la cama. Pusimos a trabajar a un pequeño ejército, y en diez días aquel maldito asunto se convirtió en humo, y lo que quedó fue calcinado y debidamente limpiado. No comencé a comprender cómo las cosas habían podido llegar a extremos tan tremendos hasta el momento en que los obreros empezaron a arrancar el revestimiento de las paredes. Encima de la gran chimenea, al quitar el revestimiento de madera de roble, encontré, encastrada en la pared, una placa de piedra con una inscripción en gaélico que explicaba que en aquella habitación había sido quemado vivo Dian Tiansay, el bufón del rey Alzof, quien compuso la Canción de la Locura a la intención del rey Ernore del Séptimo Castillo.

En cuanto pasé a limpio la traducción, se la entregué a Tassoc. Se excitó muchísimo, pues conocía la vieja leyenda, y me llevó a la biblioteca para consultar un viejo pergamino que contaba detalladamente aquella historia. Por otra parte, vi que aquel incidente se encontraba muy difundido por la región, a pesar de que siempre hubiera sido considerado más como una leyenda que como un hecho auténtico. Al parecer, nadie se había imaginado nunca que la vieja ala este del castillo de Iastrae fuese lo único que quedaba del Séptimo Castillo. Gracias al antiguo pergamino supe que, mucho tiempo atrás, en aquel lugar había ocurrido un suceso más bien siniestro. Al parecer, el rey Alzof y el rey Ernore eran enemigos hereditarios, como podría decirse; todo se había reducido a algunas incursiones por ambas partes, hasta que Dian Tiansay compuso la Canción de la Locura, dedicada al rey Ernore, que cantó en presencia del rey Alzof, quien la apreció tanto que dio al bufón por esposa a una de sus mujeres. No tardó en conocerse aquella canción en toda la región, hasta que llegó a oídos del rey Ernore, quien se sintió tan airado que declaró la guerra a su viejo enemigo, capturandole y quemándole vivo en su castillo; pero se llevó consigo a Dian Tiansay, el bufón, y, habiéndole arrancado la lengua por la canción que había compuesto, le encerró en una habitación del ala este de su castillo (que, a todas luces, reservaba para fines poco placenteros), quedándose con su mujer, ya que había sido sensible a sus encantos.

Pero una noche, la mujer de Dian Tiansay desapareció y, al día siguiente, la encontraron muerta entre los brazos de su marido, quien silbaba la Canción de la Locura, ya que no podía cantarla. Entonces asaron a Dian Tiansay en la gran chimenea... posiblemente sujetándole con los hierros que creo haber mencionado. Y hasta que murió, no «dejó de silbar» la Canción de la Locura, ya que no la podía cantar. A partir de entonces, «en aquella habitación» se oyó con mucha frecuencia el sonido de alguien que silbaba, y «se sintió una gran Presencia en ella», de suerte que nadie se atrevió a dormir entre sus cuatro paredes. Bien pronto, al parecer, el rey se marchó a otro castillo pues el silbido le molestaba. Y bien, ya conocéis toda la historia. Por supuesto que sólo se trata de un rápido resumen de la traducción del manuscrito. ¡Resulta bastante extraña! ¿Pensáis lo mismo que yo?

—Sí —contesté, hablando por los demás—. ¿Pero cómo pudo crecer aquella cosa, al punto de conseguir una materialización tan tremenda?

—Se trataba de uno de esos casos en que la constancia del pensamiento produce una acción positiva sobre la materia del entorno material inmediato —explicó Carnacki—. La evolución debió de seguir adelante a lo largo de los siglos para llegar a producir semejante monstruosidad. Era un genuino ejemplo de una manifestación Saiitii, que sólo puedo explicar comparándola con un hongo inmaterial que, para crecer, modificase la misma estructura de las fibras del éter y que, al hacerlo, adquiriese un control esencial sobre la «sustancia material» involucrada. Es imposible explicarlo más claramente en pocas palabras.

—¿Qué fue lo que rompió el séptimo cabello? —preguntó Taylor.

Carnacki no supo qué responder. Pensaba que tal vez nada ni nadie, sino que fue debido a un exceso de tensión. También explicó que los hombres que huyeron nada más verle no tenían nada que ver con lo sucedido, sino que habían ido en secreto al castillo para oír el silbido, ya que se había convertido en el motivo predilecto de comentario de toda la región.
—Otra cosa más —dijo Arkright—. ¿Tienes idea del principio que gobierna el uso del Último Versículo Desconocido del Ritual Saaamaaa? Sé, por supuesto, que fue utilizado por los Sacerdotes No Humanos en el «Encantamiento de los Raaee». Pero, aparte de eso, ¿quién lo utilizó en tu favor y quién lo pronunció?

—Quizá fuera conveniente que leyeras la monografía de Harzam y el comentario que escribí sobre ella, sobre la Coordinación e interferencia entre el Astral y el Astarral —dijo Carnacki—. Es una materia apasionante, y sólo puedo deciros en este momento que las vibraciones humanas no pueden ser aisladas del «astarral» (como siempre se supuso que era el caso, cuando existían interferencias con lo invisible), sin que intervengan al punto las Fuerzas que gobiernan la revolución de la Esfera Exterior. En otras palabras, se ha conseguido demostrar una y otra vez que existe una Fuerza Protectora, que resulta inescrutable, y que se interpone continuamente entre el alma humana (fijaos que no digo cuerpo) y las Monstruosidades del Exterior. ¿He sido suficientemente claro?

—Creo que sí —respondí—. Y supongo que pensaste que la Habitación se había convertido en la expresión material del antiguo bufón..., que su alma, corroída por el odio, acabó creando un monstruo. ¿Estoy en lo cierto? —le pregunté, para terminar.

—En efecto —dijo Carnacki, asintiendo—. Creo que lo has explicado muy bien. Es una curiosa coincidencia que la señorita Donnehue parezca descender, según he oído, del mismísimo rey Ernore. No me digáis que la cosa no tiene miga, ¿eh? El próximo matrimonio y la habitación despertando de nuevo a la vida... Si ella hubiese entrado en la habitación... ¿eh? ESO llevaba esperando mucho tiempo. Los pecados de los padres... Sí, claro que lo he pensado. Van a casarse la próxima semana y me toca hacer de padrino, que es algo que odio. Y ahora que lo pienso... ¡Tassoc ha ganado la apuesta! Pero imaginaos lo que hubiese pasado si ella hubiese entrado en la habitación. ¡Uff! ¡Qué horrible!

Asintió con la cabeza, siniestramente, y los cuatro asentimos a coro con él. Entonces se levantó y nos llevó a todos hasta la puerta, despidiéndonos con su fórmula familiar, mientras divisábamos el Embankment y sentíamos en el rostro el fresco aire de la noche.

—Buenas noches —dijimos, a guisa de despedida, yéndonos a nuestros respectivos hogares.


Y, mientras tanto, yo no hacía más que pensar: «¿Y si ella hubiese entrado? ¿Eh? ¿Y si hubiese entrado?

domingo, 30 de marzo de 2014

El guardavía


Charles Dickens

¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

¿Aquella luz está a su cargo, verdad?

¿Acaso no lo sabe? me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

Me mira dije con sonrisa forzadacomo si me temiera.

No estaba seguro me respondió de si lo había visto antes.

¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

¿Allí? dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».

Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

Creo que sí asintió, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:

Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.

(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)

Creo que solía serlo asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.

¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?

Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.

Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?

Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.

Vendré a las once.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor dijo en su peculiar voz baja. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!

Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».

Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?

Dios sabe dije, grité algo parecido...

No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.

Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.

¿Por ninguna otra razón?

¿Qué otra razón podría tener?

¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?

No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.

A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.

No he llamado dije cuando estábamos ya cerca. ¿Puedo hablar ahora?

Por supuesto, señor.

Buenas noches y aquí tiene mi mano.

Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

He decidido, señor empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.

¿Esa equivocación?

No. Esa otra persona.

¿Quién es?

No lo sé.

¿Se parece a mí?

No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».

Una noche de luna dijo el hombre, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.

¿Dentro del túnel? pregunté.

No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».

Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:

Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.

Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.

De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.

Esto dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.

¿Lo llamó?

No, estaba callado.

¿Agitaba el brazo?

No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.

Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.

¿Se acercó usted a él?

-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.

¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?

Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:

Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.

Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.

Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.

No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:

Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.

¿Junto a la luz?

Junto a la luz de peligro.

¿Y qué hace?

El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:

No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.

Me agarré a esto último:

¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?

Por dos veces.

Bueno, vea dije cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.

Negó con la cabeza.

Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.

¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?

Estaba allí.

¿Las dos veces?

Las dos veces repitió con firmeza.

¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.

¿Lo ve? le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.

Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.

No contestó, no está allí.

De acuerdo dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.

A estas alturas comprenderá usted, señor dijo, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».

No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.

¿De qué nos está previniendo? dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.

Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación continuó, secándose las manos. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.

Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿Por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.

¿Qué pasa? pregunté a los hombres.

Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

¿No sería el que trabajaba en esa caseta?

Sí, señor.

¿No el que yo conozco?

Lo reconocerá si le conocía, señor dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona, porque el rostro está bastante entero.

Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

¿Qué dijo usted?

¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.


Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo no él había acompañado y tan sólo en mi mente los gestos que él había representado.